Cuadernos Hispanoamericanos, Junio 2023 nº 875

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5€ Junio 2023

nº 875

Entrevista CAMILA SOSA VILLADA

Dossier LA GENEALOGÍA OCULTA: LECTURAS DE ESCRITORAS DE TODOS LOS TIEMPOS CARMEN M. CÁCERES PURIFICACIÓ MASCARELL SOCORRO VENEGAS EDURNE PORTELA MARINA CLOSS CARLOS F. GRIGSBY CARLOS FONSECA MERCEDES MONMANY

No podemos morir sin darnos el lujo de escribir lo que queramos 1


DOSSIER

Edita Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación José Manuel Albares Bueno Secretaria de Estado de Cooperación Internacional Pilar Cancela Rodríguez Director de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Antón Leis García Director de Relaciones Culturales y Científicas Santiago Herrero Amigo Jefa de Departamento de Cooperación y Promoción Cultural Director Cuadernos Hispanoamericanos Javier Serena Coordina Andreu Navarra Comunicación Mar Álvarez Diseño Lara Lanceta Suscripciones Cuadernos Hispanoamericanos suscripciones@lapanoplia.com Impresión Solana e Hijos, A.G.,S.A.U. San Alfonso, 26 CP28917-La Fortuna, Leganés, Madrid

CUADERNOS HISPANOAMERICANOS es una revista fundada en el año 1948 por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y editada de manera ininterrumpida desde entonces, con el fin de promover el diálogo cultural entre todos los países de habla hispana, siendo un espacio de encuentro para la creación literaria y el pensamiento en lengua española.

La revista puede consultarse en: Fotografía de portada de Laura Zanotti

www.cuadernoshispanoamericanos.com Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es

Depósito Legal M.3375/1958 ISSN 0011-250x ISSN digital 2661-1031 Nipo digital 109-19-023-8 Nipo impreso 109-19-022-2 Avda, Reyes Católicos, 4 CP 28040, Madrid T. 915 838 401

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Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLB Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca: www.cervantesvirtual.com De venta en librerías: distribuye Maidhisa Distribución internacional: PanopliaDeLibros Precio ejemplar: 5 €


SUMARIO

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ENTREVISTA

CAMILA SOSA VILLADA por Belén López Peiró DOSSIER

LA GENEALOGÍA OCULTA: LECTURAS DE ESCRITORAS DE TODOS LOS TIEMPOS

GENTE CONMIGO por Carmen M. Cáceres

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LA TINTA RECUPERADA. EL CANON HISPÁNICO MODERNO Y LAS MUJERES por Purificació Mascarell

MEMORIA URGENTE. LA CONVERSACIÓN INTERGENERACIONAL EN VINDICTAS por Socorro Venegas

por Edurne Portela

TRES HUESOS RAROS: EXCURSUS POR LOS ENTRESIJOS DE LA LITERATURA ARGENTINA

VICENTE LUIS MORA Y SARA MESA: «MARIONETAS DEL ZEITGEIST EN LA DICTADURA DEL TEMA» por Valerie Miles

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PERFIL

TRES MANERAS DE CONOCER A LUIS MAGRINYÀ por Gonzalo Torné

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MUJERES QUE SABEN LATÍN

UNA PÁGINA

GENEROSOS Y MEZQUINOS por Diego Zúñiga

MESA REVUELTA

LA HUELLA LITERARIA EN CARLOS SAURA por Carlos Barbáchano

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BIBLIOTECA

EL OTRO LADO. Laura Fernández

por Marina Closs

ESA ENORME TOPOGRAFÍA DEL MIEDO. Juan Ángel Juristo

EL CANON EN MARCHA

UNA ESCRITORA VENTANERA. Carmen G. de la Cueva

por Carlos F. Grigsby

LA MADRE DE LA POESÍA por Carlos Fonseca

TRES GRANDES ESCRITORAS ESPAÑOLAS DE MEMORIAS: MARÍA CASARES, MARÍA TERESA LEÓN Y CONCHA MÉNDEZ: LA SOLEDAD DEL EXILIADO por Mercedes Monmany

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CORRESPONDENCIAS

SEGUNDA VUELTA

LAS LECCIONES (IN)COMPLETAS DE TIEMPO DE DESTRUCCIÓN, DE LUIS MARTÍN-SANTOS por Vicente Luis Mora

LA CONCIENCIA NO ES ADOLESCENTE. Pedro Bosqued LAS ILUMINACIONES DE CHUS PATO. Andrés García Cerdán VOCES QUE VIAJAN. Eduardo Becerra Grande DEBERES DEL CRÍTICO LITERARIO. Toni Montesinos TODO LO QUE APRENDIMOS DE LAS PELÍCULAS. Sergio Galarza EL MILAGRO SENCILLO DE LA VIDA: PROMESAS MODESTAS, RESPONSABLES, COTIDIANAS. Martín Rodríguez-Gaona CUENTOS QUE INQUIETAN. Antonio Rivero Taravillo LOS CUADERNOS DEL NATURALISTA LUIS HERNÁNDEZ. Diego Valverde Villena


ENTREVISTA

Fotografía de Guillermo Albrieu

CAMILA SOSA VILLADA

«Me parece que tengo que escribir lo que se me cante la regalada gana, que no tengo que especular ni dejar que especulen conmigo tampoco» por Belén López Peiró 4


La noche que conocí a Camila, había un bar repleto de gente que esperaba escuchar su voz. Las luces estaban apagadas, los asientos ocupados, y atrás, bien atrás, al fondo, mis alumnos y yo haciéndonos un lugar, intentando ir hacia adelante, estar más cerca del escenario, una tarea casi imposible entre tanta, pero tanta, expectativa: no cabía un solo alfiler. Era 2019 y comenzaba a dictar mis primeros talleres de escritura. En los encuentros surgía a cada rato la noticia de una autora que había publicado un libro, de nombre Las Malas, que era un éxito por muchos motivos, empezando por su calidad literaria, pero sobre todo porque venía a contar algo nuevo, desconocido hasta entonces, ocultado mejor dicho hasta entonces, y lo contaba desde adentro, desde el ojo del huracán, sin una pizca de vergüenza ni solemnidad: las aventuras de la Tía Encarna y sus amigas travestis que se prostituían en la oscuridad de la noche del Parque Sarmiento, en el corazón de la Ciudad de Córdoba, la segunda ciudad más grande de Argentina: «Soy una prostituta que anda por las calles de noche cuando las mujeres de mi edad duermen en sus camas». Aquel día, como quien se entera de que una artista internacional llega de visita a su ciudad, uno de mis alumnos comentó que Camila estaba en Buenos Aires y por decisión unánime abandonamos las sillas del taller y salimos a la calle a buscarla. Era el Festival de Arte Queer de Casa Brandon, espacio referente en el panorama cultural LGBTTIQ+ argentino. Se ve que no leímos bien el programa, pensábamos que íbamos a escucharla leer en vivo, eso queríamos, eso esperábamos, pero no pasó. Cuando subió al escenario, con un vestido rojo ceñido al cuerpo y una rosa que aparecía por delante de su oreja; la piel luminosa y un micrófono en mano, Camila no leyó, Camila cantó, y créanme: deslumbró. Ese día entendí que no importaba la plataforma, el medio, el soporte; no importaba si cantaba, actuaba o escribía; lo que de verdad importaba era su voz. ***

Camila Sosa Villada nació en Córdoba en 1982. Vivió durante años en un pueblo pequeño llamado Los Sauces, en una casa al borde de la ruta que no tenía luz eléctrica ni agua corriente, sólo trampas en el jardín que su padre construía para atrapar a los gatos del monte y a los zorros que se escabullían en la noche y mataban a las gallinas. Era un pueblo abrazado por la sierra que aparecía y aparece como una sombra amenazando la tierra y los ríos y por qué no los molles y las acacias y toda la vegetación que crece silvestre por el paisaje del norte cordobés. Ahí nace el universo literario de Camila. Ahí su padre le enseñó a escribir y su madre a leer. Ahí escribió las primeras cartas de amor, su primera novela romántica con el tono de Corín Tellado donde por primera vez se nombra a sí misma como mujer, como una niña enamorada del profesor de gimnasia de su escuela. Pero esa novela no tuvo final: antes de terminarla, se la mostró a una amiga y esa amiga a sus padres y esos padres a la directora de la escuela quien molesta la llamó a la dirección para decirle que no era buena idea andar diciendo por ahí que era homosexual. «Desde entonces todo se volvió cuesta arriba, por aquel acto de travestismo literario toda mi vida se torció, aunque sea injusto decir que fue por la escritura» (Sosa Villada, 2018). A los quince años, se mudó con su familia a Mina Clavero, otra localidad cordobesa, tal vez un poco más grande y más turística, pero tampoco tanto; tampoco tanto para empezar a travestirse y salir a la calle y estar a salvo: partía de su casa vestida de varón y cuando nadie la veía se ocultaba en una construcción abandonada, de ladrillos sin revocar, y con una linterna para alumbrar la noche, procedía a convertirse en Camila. Para eso, utilizaba pares de medias robados a su abuela, vestidos que cosía a mano con telas de cortinas, maquillaje que descartaba su madre, perfumes que robaba de la farmacia, zapatos que compraba con el dinero que su padre le daba para el recreo. Una vez en el boliche, sus compañeras de escuela la evitaban, mientras otros le quemaban el vestido con cigarros o le

Fotografía de Guillermo Albrieu

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ENTREVISTA

«Soy vaga, no profesional, a mí me gusta dejarme llevar por una imagen, pero lo cierto es que después se hace el trabajo, porque ése es el verdadero trabajo de la escritura: la corrección; el trabajo que una termina haciendo sobre la imagen primitiva. Siempre es la corrección, no hay otra forma de hacer un libro que no sea corrigiendo» ponían la traba para que tropezara, pero a ella no le importaba, seguía en sintonía con su mundo: iba a los reservados y ahí bailaba llena de vida, llena de bronca, llena de deseo, hasta que la noche se apagaba y entonces caminaba de vuelta a su casa, escabulléndose de la policía. Con dieciocho años, se mudó a Córdoba Capital para estudiar Comunicación Social

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en la universidad pública. Todo empezó ahí o, mejor dicho, todo creció ahí: de día, iba a la universidad; de noche, se prostituía junto a otras travas en el Parque Sarmiento, y al volver escribía poemas y relatos sobre sus aventuras que luego serían publicados en un blog llamado La Novia de Sandro, que fue eliminado por ella misma cuando dejó Comunicación para estudiar Teatro y empezó por fin su carrera como actriz: tenía miedo de que conocieran su pasado. Fue su madre quien atravesó el desierto y llegó a San Juan en un Renault 12 destartalado y pidió a la Difunta Correa que su hija dejara la prostitución, que por favor encontrara otro trabajo, y la santa popular le concedió el milagro y su hija estrenó en 2009 la obra Carnes Tolendas, dirigida por María Palacios y con asesoramiento de Paco Giménez, obra que fue bisagra en su vida: dejó la prostitución, se subió a un escenario, obtuvo prestigio; obra que ella misma creó a partir de improvisaciones que cruzaban parte de su historia de vida con la obra de Federico García Lorca y los tangos de Julio Sosa y el vals de Nelly Omar. «Al ser una actriz trans que comenzó su carrera ya adulta, comprendo que no se han escrito personajes para mí. Que hay que ser de determinada manera para tener un lugar en obras de teatro o películas o series de televisión. Esas maneras incluyen muy poco a las travestis». En 2011, el director Javier van de Couter la eligió como protagonista de la película Mía, con Rodrigo de la Serna en el reparto, y en 2012 filmó la miniserie La viuda de Rafael dirigida por Tony Lestingi. Luego llegó la literatura: en 2015 publicó su primer poemario La Novia de Sandro, en honor al blog; en 2018, el ensayo El viaje inútil en Ediciones Documenta, donde compartió catálogo con Juan Forn, el autor que fue también maestro y la impulsó y acompañó en la escritura de Las Malas, publicado en la colección rara avis de Tusquets; el libro que la convirtió en una de las escritoras contemporáneas más exitosas del país y le dio prestigio internacional: vendió más de cien mil ejemplares, fue traducido a más de diez idiomas, y ganó numerosos

premios literarios como el Sor Juana Inés de la Cruz en la FIL Guadalajara, el Finestres de Narrativa de Barcelona y el Grand Prix de l’Héroïne Madame Figaro. Luego vino Tesis sobre una domesticación, que integró la colección de la Biblioteca Soy de Página 12, también en 2019, y que ahora está fuera de circulación por una reescritura, y que será llevado al cine de la mano de la productora de los mexicanos Gael García Bernal y Diego Luna. Soy una tonta por quererte es su último libro de cuentos. *** En El viaje inútil escribís: «Podría decir que hay dos tipos de escritores, los que escriben fantasías y los que escriben recuerdos. Yo me encuentro entre éstos últimos. Siempre se trata de mí. Ya existe todo lo que puedo escribir, mi trabajo es robarle a la memoria una impresión, un daguerrotipo. Robarle al pasado un pedacito de muro y escribirlo». ¿Cómo es este proceso? En principio, lo primero que tengo es una imagen, es decir, de Las malas eran las travestis cruzando la Avenida del Dante en tacos, escapando de la policía y mandándose al monte a esconderse en las canaletas. En El viaje inútil era yo sentada en la falda de mi papá dibujando las letras. En los cuentos también es así, una imagen para cada cuento, por ejemplo, en Gracias, Difunta Correa, es la imagen de una creyente que se arrastra de rodillas para llegar hasta el altar y mi mamá llorando al ver esto. Siempre son imágenes que o me las inventé o las vi en determinado momento, y a partir de ahí yo dejo que esa imagen me conduzca. Eso está muy mal como escritora, se supone que una tiene que tomar nota, ser profesional, prestarle mucha atención a las ocurrencias, a las contradicciones que aparecen en el proceso de escritura. Por ejemplo: ahora que estuve reescribiendo Tesis sobre una domesticación tenía que armar una escaleta, decir cuánto duraría la novela, cuándo se casa la protagonista, cuánto tiempo lleva viviendo en esa casa gigante, cuándo adoptó a la criatura. Y fue lo peor que me


Fotografía de Catalina Bartolomé

pasó en la vida porque no me gusta hacerlo, soy vaga, no profesional, a mí me gusta dejarme llevar por una imagen, pero lo cierto es que después se hace el trabajo, porque ese es el verdadero trabajo de la escritura: la corrección; el trabajo que una termina haciendo sobre la imagen primitiva. Siempre es la corrección, no hay otra forma de hacer un libro que no sea corrigiendo. ¿Y en el teatro? ¿Te sucede algo parecido respecto al proceso creativo? En el teatro pasa igual, es ensayo puro, cada ensayo te va acercando más y más a lo que vos querés parecerte, y cada vez más vas quitando las cosas que son innecesarias. Lo mismo en la escritura: cada vez que me leo y releo me doy cuenta qué cosas me juegan en contra, en qué cosas me favorezco, qué cosas suenan cursi, qué cosas me causan risa... Al principio escribo algo, siento alivio, lo dejo reposar una, dos, cuatro

semanas, y cuando vuelvo me doy cuenta de que solo sirve la mitad. Casi siempre escribo cuatrocientas páginas y quedan doscientas. Hay doscientas páginas enteras que pienso que son horribles. Yo necesito mucho tiempo de ensayo, de relectura, para limpiar de mí misma un texto. Quiero decir: como narradora muchas veces me cuesta hacerme a un lado y embarro lo escrito con cosas que tienen que ver conmigo y no está bien. Al final, lo más interesante es quitarme a mí del medio y dejar que los demás personajes hablen. Y para eso se necesita mucho tiempo. Limpiarlo de vos misma incluso aunque partas de un recuerdo… Es que la memoria es una ficción. No es que yo respete a la memoria como algo fidedigno, como una prueba en un juicio, no es así, es una ficción, entonces admite ser traicionada. Sólo es un punto de partida.

Cuando empecé a hacer psicoanálisis lo primero que aprendí es que ese recuerdo que yo llevo a la sesión es falso. Ese recuerdo que me marcó es una impresión de un momento particular que seguramente si me sucediera ahora sería diferente, aunque ya sabemos que nada sucede dos veces. En tu obra hay un trabajo maravilloso en relación a la oralidad. «Aspiro a escribir como hablo y a hablar como escribo», es una de tus frases predilectas. ¿Cómo lográs hacerlo? Matando a la escritora, porque somos ambiciosas, no nos gusta callar, tenemos toda una escuela gramatical encima y la oralidad prescinde de eso, es más espontánea, menos correcta, pero como el error no me preocupa no tengo problema, y habrá correctores que luego se ocupen de que eso funcione. Me rige más una cuestión semántica que el oficio de escritura en sí. En-

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ENTREVISTA

tiendo que algunas cosas aprendí de leer, otras de tomar un curso de gramática, pero es lo que menos me importa. Alguna vez citaste en tus obras a Marguerite Duras, quien dice: «escribimos dictados por los niños y las niñas que fuimos». Al día de hoy, ¿sigue hablando esa niña?

Fotografía de Fabiana Casco

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Sí. También habla ese niño. Sobre todo, porque en la infancia, por lo general, se tiene tiempo para contemplar el mundo: los gestos de tu mamá, de tu papá, de tu maestra; lo que pasa alrededor. Supongo que también haber sido un niño muy solitario, haber estado mirando siempre hacia afuera, y evitando que me miren, que me

registren… ese niño, esa criatura, hizo un trabajo muy fuerte con la memoria. Recuerdo la infancia con detalles precisos, pero me cuesta mucho recordarme a los veinte o a los treinta. Así que evidentemente es muy poderosa la infancia y es muy poderoso el tiempo presente, el pasado cercano, sobre todo, en mi caso, por el salto. Quiero decir: en algún momento, no sé por qué, yo salté de una región a otra y me costó mucho volver hacia atrás. Pertenezco a una generación de travestis que vio cómo cambió el mundo con la aparición de la Ley de Identidad de Género o la Ley de Matrimonio Igualitario, entre un tiempo que fue ominoso y espantoso donde sucedió realmente una matanza, a un tiempo de manipulación mediática y política en el que algunas servíamos más que otras, algunas estábamos gentrificadas, habíamos ido a la universidad, nos habíamos hecho conocidas por alguna cosa en particular como yo con la actuación y ahora la literatura. Fue como un aterrizaje forzoso, muy violento para mí, primero porque venía de una aparente inestabilidad, ansiedad económica, crueldad política, y caí a un mundo prometido; un mundo prometido que al final es esta mierda, aterricé acá en este planeta complicadísimo, cada vez más hambriento y sediento y esta constatación está muy vigente y me perturba y por eso me interesa escribir. ¿Qué es para vos la transescritura? ¿Es un género? ¿Un marco de lectura? ¿Una lengua? ¿Una forma que viene a romper con la grandilocuencia y la solemnidad de la escritura? Son libros más imprecisos, que no es tan fácil ubicarlos en una corriente, en una escuela, en un género como sucede con El viaje inútil. Me parecía que correspondía ese subtítulo porque en el libro hablaba de la relación entre escribir y travestirme. Era una buena manera de decir: esto está escrito por una travesti. No está escrito por alguien que puedan reconocer o en la que puedan reconocerse. Sólo eso. No tengo ninguna teoría ni opinión formada ni mucha palabra para


decir qué significó, sólo para decir que fue escrito por una travesti. La obra de teatro Carnes Tolendas fue la primera obra que creaste y presentaste al público y tuvo un éxito arrasador, mucho antes de tu primera publicación literaria. ¿Esto te dio confianza? ¿Hizo que creas en vos? No, no creo en mí, nunca nadie tuvo el poder de hacerme creer en mí misma. No me interesaba qué pensaban de mí, nunca me interesó mucho, seguramente tiene que ver con un desapego. Me tocó perder muy de chiquita la confianza de mis viejos, me tocó ser trava, perder de un momento a otro su confianza y me la tuve que construir yo misma, siempre siendo muy temeraria, pero no sé si es porque alguien me hizo confiar en mí. Un poco sí Gabriela Halac, de Ediciones Documenta, cuando me invitó a escribir El viaje inútil y me dijo: yo quiero que cuentes cómo fue tu experiencia para convertirte en escritora. Yo en ese momento tenía sólo La novia de Sandro. Ahora me cuesta mucho encontrarme ahí, en algunos poemas más que en otros, porque el tema del amor cada vez me resulta más lejano, por ejemplo, las pasiones con los tipos, ya no son temas que me interesen, pero ella me vio como una escritora a pesar de conocerme como actriz, me dio lugar para conocer también a Juan Forn y así se desató mi carrera literaria.

tra escritura», de una «narrativa trava cruzada interrumpida, mal trecha, contradictoria, desobediente, acorralada, totalmente anti lineal». ¿Qué hay de bueno en el error? ¿En incluir el error como parte de la obra? Lo que pasa es que la escritura que llega a los lectores, en mi caso, ya está intervenida por una gramática dominante. La Claudia por suerte no. Claudia es más libre, más feliz, en ese sentido. Además, sería imposible para mí editar en una editorial como Tusquets si no estuviera regida por una gramática dominante, lo que me co-

no lo haría. Antes hacía teatro y no lo hacía para cambiar el mundo, daba casualidad de que era travesti, pero así son las cosas, ¿para qué te voy a mentir? Otra de tus referencias literarias aparte de Marguerite Duras y Carson McCullers es Wislawa Szymborska, quien habla de «no tomarse nunca en serio». La autora polaca se llevó el Premio Nobel de Literatura y en su discurso habló sobre la importancia de no saber el oficio de escribir: «El no saber es lo que nos empuja a seguir escribiendo y a tener mucho trabajo por delante». Sí, el combustible de la escritura es la escritura. No necesita de un ánimo, de un rigor, de una regularidad. La escritura acontece o no acontece, entonces no tengo un motivo para escribir, esa es la verdad. También entiendo que no puedo hacerlo bien. Leo, por ejemplo, a Joan Didion, a Leila Guerriero, a Mariana Enríquez y digo: esto está bien hecho. Por supuesto, su escritura también pasó por una edición, pero yo no puedo hacer eso. No me sale. Fallo porque no estoy fría. No estoy distanciada nunca de lo que escribo.

«Aterricé acá en este planeta complicadísimo, cada vez más hambriento y sediento y esta constatación está muy vigente y me perturba y por eso me interesa escribir»

Hay una teoría del error que aparece en tu ensayo: «Estoy convencida del error. Hay un error en lo que escribo. Un error que se convirtió en estilo». Y en el fanzine Poesía travesti, de la escritora chilena Claudia Rodríguez, en el cual escribiste el prólogo, hay también una aclaración inicial de los editores de Té de boldo: dicen que se trata de una escritura que no se sometió a la gramática dominante, de una «con-

loca en un lugar espantoso que es ser una especie de judas de las letras travestis. Una traidora. Y es muy triste para mí, ¿sabés? Es muy triste perder eso que tiene la Claudia, que es más libertad, y por eso la admiro. Yo no tengo corazón para auto editarme, no tengo corazón para ir con los libros en la mochila y venderlos en una charla. Yo amo ser una persona rica, ser una travesti de 41 años con muchísimo dinero, y no me interesa ser de otra forma. La literatura no es romanticismo, es un trabajo. No lo hago para cambiar el mundo, ni porque me interese derribar el capitalismo ni ninguna norma, escribo porque soy egoísta, mezquina, me quiero mucho a mí misma, y escribo porque hago dinero cuando escribo, si no

En Las malas, narras la historia de la Tía Encarna, una travesti que encontró y adoptó al hijo de la Difunta Correa mientras se prostituía en el Parque Sarmiento. Es una novela donde algunos fragmentos de tu vida se unen como rompecabezas dentro de una ficción mucho mayor, donde algunos personajes se convierten, incluso, en animales. Sin embargo, en el prólogo que escribió Juan Forn para el libro, hay una intención muy clara de él de acentuar el universo realista, de conducir la lectura de modo diferente, algo más cercano a la crónica. ¿Qué generó eso en vos?

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ENTREVISTA

«En ese momento me molestaba que piensen que es autobiográfico y yo decía: miren que no dije nada, es solo un tráiler, si yo me pusiera a hablar verdaderamente de lo que pasaba, lo que vivía en la calle, hubiera sido insoportable» Tal cual, es una trampa. Eso es porque sabe escribir, condujo la lectura y sigue conduciendo la lectura de muchísimas personas que llegan al libro sin saber o decir: esto le pasó a la autora. Sin embargo, es lo que se lee: que es un libro autobiográfico. Igual hay mucha gente que lo lee de otra forma. En Brasil, por ejemplo, las preguntas tenían que ver con realismo mágico y la influencia de la telenovela en la escritura. En México, de movida entendieron que era autobiográfico y no hubo forma de correr a los periodistas de la autobiografía. En Colombia lo mismo. Me molesta un poco en términos políticos, no literarios. Político en tanto y en cuanto solo se nos permite hablar de nuestra miseria, por eso me gusta tanto Tesis sobre una domesticación, porque Tesis no es una escritura que pida empatía o piedad. ¿Pero no te importa que te subestimen? Me jodió hasta hace un año, ahora ya no me importa. Sí políticamente. Es decir, que las travas no puedan hacer ficción. Pero es lo mismo que pasa con el cine argentino. Las películas, las series que recorren festivales, que están nominadas a los premios, que van muy bien en el exterior, sobre todo en Europa, son las que hablan de las dictaduras, de los desaparecidos, la pobreza, la delincuencia; nunca es sobre nuestro plano imaginario. Un ejemplo es lo que hace Freddy Mamany en Bolivia con la arquitectura, eso no trasciende en Europa, ¿cachái? No trasciende porque no se acomoda a la idea

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que tienen de Latinoamérica. Por eso, no les interesa si un personaje se convierte en pájaro o no, quieren saber cuál es la enfermedad que tiene realmente María la pájara. No les interesa lo que somos capaces de inventar, sólo saber que somos salvajes con monedas inestables, con dictaduras espeluznantes. «Eso somos como país, el daño sin tregua al cuerpo de las travestis. La huella dejada en determinados cuerpos, de manera injusta, azarosa y evidente, esa huella de odio», decís en un fragmento de Las malas. ¿Hay algo ahí de escribir como una forma de mantener viva la memoria de las travestis? ¿De reparar algo de todo el daño? No sé si es consciente, la verdad que conscientemente te digo que no, pero es evidente que sí. Igual te vuelvo a repetir: es interés literario, no mío como activista o ser humano filántropo, no es por eso. Respecto a los premios que recibió este libro, dijiste: lo premian por lo que calla. ¿Por qué? En ese momento me molestaba que piensen que es autobiográfico y yo decía: miren que no dije nada, es solo un tráiler, si yo me pusiera a hablar verdaderamente de lo que pasaba, lo que vivía en la calle, hubiera sido insoportable. Forn sacó un pasaje que era cierto, pero me dijo: te hace quedar como una resentida. Y yo le hice caso, pero claramente lo que no se dice en el libro es lo

que lo hace tan tentador. Porque lo que callamos es demasiado. El dolor que vivimos no es ni el 10 % de lo que cuenta el libro. Decís que el travestismo se parece a la escritura en términos de celebración secreta. ¿Cómo es tu celebración en particular? Si tuvieras que describirla. Tu ritual cotidiano del oficio. Con whisky, con tequila, con gin tonic... ¿qué te voy a decir? Esas son mis celebraciones y la lectura es un poco así. Leo en el baño. Soy sucia. Escribo en pelotas. Veo videos porno. Viene un chongo, me garcha y vuelvo a escribir. Todo lo espantoso de una persona está ahí cuando escribo. Ésa mi celebración. Decís que cuando escribiste Tesis sobre una domesticación tenías miedo de ser capaz de arruinarlo todo y luego fue tu libro preferido. ¿En qué estado está la reescritura? ¿Qué sentís de que vaya a ser llevada al cine? Tesis sale en septiembre en Argentina y en España. Y estoy muy contenta, yo quiero mucho a ese personaje y lo quiero mucho en tanto y en cuanto es lo opuesto a lo que escribí hasta ahora. La protagonista lo pasa mejor que cualquier trabajador argentino. Es una mina con mucho dinero que está casada y vive en un departamento de 312 metros cuadrados, que hace lo que quiere: tiene todos los privilegios habidos y por haber, pero es travesti. Y la novela va de cómo eso también puede ser una cárcel. Tener ese privilegio le cuesta muchísimo: estar casada, tener un hijo. Cuando salió el libro, Javier van de Couter lo leyó y le interesó mucho llevarlo al cine, y me dijo que el personaje tenía que hacerlo yo. Ahora estamos en las últimas semanas de rodaje acá en la montaña. Y la verdad es que haber hecho ese personaje en el cine fue fuerte, me dio una dimensión de la protagonista que no tenía, colaboró en la reescritura del libro y ayer mismo terminé de corregirlo y lo mandé a mi editora. Me interesa que le vaya bien al libro y creo que puede haber gente que se acerque a través de la película.


¿Cuál fue para vos la domesticación que más sufriste? La de la guita. Fue terrible para mí darme cuenta de que no sabía tener plata, que era muy difícil mantenerla, que había que tener mucha lucidez para gestionar bien los contratos, las regalías, cambiarlo a dólares para que no se devalúe. Yo no vuelvo más a ser pobre. Nunca más en mi vida paso hambre. Y después algo peor: hay algo más que el dinero, que no sé qué es, pero es más importante que la guita. Creo que es la crueldad. Atreverse a ser cruel, que no todo el mundo lo puede hacer, o no lo hacen conscientemente, y eso es muy fuerte. Si querés tener mucho dinero tenés que ser cruel. Es así. Pero el amor no me ha domesticado. ¿Qué pasa con el éxito? ¿Cómo hacer para no cristalizarte? Porque el éxito no es este. El éxito es otra cosa: haber nacido con dinero. Saber que nunca en tu vida te vas a tener que preocupar por si estás haciendo algo bien o mal. A veces sentía que me condicionaba, que me presionaba, que si escribía algo mal iba a perder lectores, pero bueno es así. También me pasó en el teatro, gané muchos espectadores que me encargué de perderlos durante el resto de mi vida. ¿Y lo haces porque querés probar algo nuevo? Sí, totalmente. Pero además hay que limpiar la casa. Carnes tolendas y Las malas son dos rarezas que no se pueden repetir y si no admito eso voy a seguir haciendo lo mismo durante toda mi vida y no quiero eso, no me quiero repetir. Mi editora Paola Lucantis me dice: yo te quiero mucho, no quiero que te repitas. Y es verdad. No puedo estar hablando toda la vida de las travestis pobres porque yo ya no soy más una travesti pobre y me da pudor. Una vez contaste que fuiste a una lectura de La novia de Sandro y no reconociste la obra como propia: «parecían escritos por otra mujer». Decías: soy una escritora distinta cada vez. ¿Cuál sos ahora?

Soy la misma tarada de siempre. Soy un poco más impune. Me parece que tengo que escribir lo que se me cante la regalada gana, que no tengo que especular ni dejar que especulen conmigo tampoco, a pesar de que cuando interviene el dinero inevitablemente se especula. El verdadero éxito sería conservar el dinero que gané, hacer que crezca, que no se estanque. Aprovechar ese coletazo porque no sé cuándo me va a pasar algo así otra vez. Y después seguir escribiendo lo que me guste escribir o lo que me haga sufrir escribir, pero no especular ni dejar que especulen. He cometido errores a veces por necesitar la guita. Escribir columnas, por ejemplo, es condenarte al fracaso, a morir en un texto de 800 palabras. No puedo hacerlo. Me quiero dar el lujo de escribir para mí. No quiero estar economizando para un diario o una revista. ¿Estás escribiendo algo nuevo? Estoy escribiendo un libro que es lo más raro que he hecho hasta ahora, un ensayo sobre los buscavidas, esos vendedores ambulantes que un día te preparan una comida y otro día se van a trabajar al campo y vuelven y se van a vender caramelos en el subte de Buenos Aires. Mis viejos eran buscavidas, yo también lo fui, lo soy, y estoy escribiendo sobre eso, pero es un libro enorme, no sé cuándo lo voy a terminar, pero es para Ediciones Documenta, una editorial que me permite ser un poco más incorrecta, no prestar tanta atención a esa gramática dominante. ¿Te moviste alguna vez de Córdoba? ¿Te gustaría? ¿Cómo te ves migrando? ¿A dónde irías? Ahora pienso que me gustaría tener una casita en la sierra, en Mina Clavero, a donde viven mis viejos. Pero quiero una casita para mí. Irme a vivir a otro lado no. Cuando filmé Mía estuve en Buenos Aires tres meses y me gustó, pero nunca moví un dedo para quedarme y eso que tenía oportunidades. No me imagino viviendo en otro lugar. Y eso que he conocido ciudades lindas, pero nunca me imagino en

esos lugares teniendo afectos o amantes. Es acá. Y, ¿sabes qué? En Bogotá conocí a unas travas que habían estado exiliadas en Europa, que hablaban de cómo ellas tenían necesidad de volver a donde se habían hecho travestis. Volver a Bogotá aun con todos los peligros que prometía. Ellas nunca perdían la noción de su territorio, de dónde era su verdadera casa. Yo no nací acá, pero acá me hice travesti de punta a punta, una travesti premium, alcancé el máximo nivel de travesti posible y entiendo que puede ser una pista de algo que no sé responderte, pero que tiene que ver con cómo una quiere los lugares incluso por lo que ha sufrido, incluso por lo que ha pasado de triste. Respecto al crecimiento de las letras travestis en el panorama literario: hablamos de Claudia Rodríguez en Chile, podemos mencionar también a Amara Moira en Brasil. ¿Cómo lo ves? No sabemos cuántos maricones que escribieron por las noches se travestían. Cuántos habrán sido los gays que publicaron que en verdad eran travestis cuando podían... Lo que me preocupa es que no nos dejen hacer ficción. Que la exigencia de los lectores sea cierto documentalismo respecto a la existencia trava pobre latinoamericana. Creo que tenemos mucho más adentro, somos expertas en mentir, en hacer ficción, en decir una cosa por otra, en usar el lenguaje a nuestro favor. Eso es a lo que estoy atenta en este momento. A escribir ficción, a hacer una estría en el lenguaje, a dejar una marca, una cicatriz, algo simbólico que sea ficcional. Entonces espero con ansia por cuentos, por novelas, cualquier cosa que hable de nuestra capacidad de hacer mundo. Es que no podemos pecar de ingenuidad. El mundo está muy feo. No sabemos cuándo se termina. No podemos morir sin darnos el lujo de escribir lo que queramos solo por una exigencia editorial o de un público que no dimensiona el oro que tenemos por dentro. Y eso es una trampa. El público o los lectores parecen algo sagrado que no se puede traicionar y no es así.

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La genealogía oculta: lecturas de escritoras de todos los tiempos Gente conmigo

por Carmen M. Cáceres

La tinta recuperada.El canon hispánico moderno y las mujeres por Purificació Mascarell

Memoria urgente. La conversación intergeneracional en Vindictas por Socorro Venegas

Mujeres que saben latín por Edurne Portela

Tres huesos raros: Excursus por los entresijos de la literatura argentina por Marina Closs

El canon en marcha por Carlos F. Grigsby

La madre de la poesía por Carlos Fonseca

Tres grandes escritoras españolas de memorias: María Casares, María Teresa León y Concha Méndez : la soledad del exiliado por Mercedes Monmany

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GENTE CONMIGO por Carmen M. Cáceres

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oda lectura es un ejercicio de humildad, pero pretender que sólo nos influyen los textos considerados «alta literatura» es tan ingenuo como creer que las personas se clasifican en buenas o malas. Nos hemos acostumbrado a medir la influencia de los libros según el criterio de rentabilidad que determina que un texto es bueno si nos ha dado placer, si hemos formado una opinión sobre él para darla en público o si hemos recibido alguna otra cosa «a cambio» —un conocimiento específico, una comprensión. Tan acostumbradas estamos a juzgar los libros por la positiva, que rara vez pensamos cómo nos

Hebe Uhart (1936-2018) autora argentina de una amplia obra que se dio a conocer en la parte final de su vida.Fotografía de: María Eugenia Moldero

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marcan no sólo los libros malos, sino los que queríamos que nos gustaran, pero no lo hicieron (algo bastante frecuente ante los «clásicos» escritos y canonizados hasta hace muy poco sólo por hombres) o los que nos gustaron contra nuestra voluntad. Me gustaría entonces pensar un poco en estas influencias por la negativa, partiendo de la idea de que también nos ayudan a imaginar quiénes somos o podemos ser: son las sombras que componen el cuadro de nuestra experiencia, tanto o más que las coloridas estampas de los libros que admiramos. Desconfío de quienes hacen gala de arqueología literaria y bajan el tono de voz para recomendar autores marginales o malditos, libros buenísimos que nadie más leyó o autoras que nadie excepto ella o él supieron valorar. Sospecho de quienes dibujan con exactitud un azaroso e improvisado proceso de formación, porque si algo maravilloso tiene la lectura es su capacidad de volvernos vulnerables y obligarnos a bajar las murallas para que entre como un malón todo aquello que el pensamiento eficaz no elegiría. La lectura es la invasión de «lo otro», y sería estúpido creer que «lo otro» siempre se elige. Todas escribimos también con el bajorelieve de la genealogía ideal, el linaje de lo que nos afectó por exceso u omisión, por gusto o incomodidad, porque debería habernos fascinado y no lo hizo. Syria Poletti —autora de la novela que da título a este artículo— ha dicho que quizá la más alta inteligencia no sea más que pura intuición. Sospecho que esto se aplica también a la lectura. Voy a empezar admitiendo una carencia que me apena: me hubiese encantado que me encantara Silvina Ocampo. Lo intenté a los veinticinco años cuando empecé a ir a mis primeros talleres literarios. Allá por 2006 leíamos cuentos como Las invitadas y a todas nos parecía una gran valentía que no cerrara el sentido de sus cuentos, que no explicara nada. Todavía hoy, a los cuarenta y un años, sigo intentando enamorarme de Silvina Ocampo por el tono menor de su apuesta, por todo lo que leo sobre ella y las autoras a las que influye (gracias también a que en los últimos años se ha reeditado su obra completa), pero sigo pasando bastante indemne por sus textos. Me interesa cierta ternura que muestra por la materia de la vida. Veo ahí un don de querer indispensable para retratar nuestra experiencia de lo cotidiano. Pero el ritmo de su prosa y las descripciones centra-


«De Silvina Ocampo o Elena Garro, pero también de otras autoras muy buenas —como Elvira Orphée, Ariana Harwicz, Andrea Abreu, Mariana Enríquez, Armonía Somers, Valeria Luiselli, Leila Guerriero— aprendí además mi horizonte creativo: todo lo que no soy y probablemente jamás sea como escritora. Este aprendizaje no es menor. Me llevó mucho tiempo aceptar que hay mundos que no soy capaz de imaginar, estilos que no puedo imitar, modos de ver la realidad que inevitablemente son ajenos a mis pupilas» das en impresiones existenciales por momentos me parecen una reducción. Me gustan, y un par de páginas después, me irritan. Tengo que aclarar que mis libros de Silvina Ocampo están bien marcados. Siempre quedo pegada a ese modo particular de retratar personajes condensando su verdad: «Los chismes de las vecinas caían sobre las hermanas y las madres, que tenían todas ondulaciones de permanente, barniz en las uñas y no pagaban al panadero». Y disfruto su habilidad para asimilar otras realidades que exceden a lo puramente sensorial: «No se me había ocurrido que yo tuviera un don sobrenatural, pero cuando los seres dejaron de ser milagrosos para mí, me sentí milagrosa para ellos». Sin embargo, jamás me pierdo en la lectura, no me resulta inabarcable, no se me desborda, y admitir esto es una manera de definir lo que para mí es indispensable como lectora y, en definitiva, como escritora. Por eso incluyo a Silvina Ocampo como una autora que me influyó por la negativa: de ella aprendí que no se puede elegir lo que nos fascina. Sonrío cada vez que Borges intenta convencernos de que su genealogía como lector que escribe está definida por los ejemplares de Stevenson, Chesterton y Schopenhauer. Algo parecido a lo de Silvina Ocampo me pasa también con Elena Garro, pero por motivos distintos. Leí Andamos huyendo Lola a los 29 años, en unos meses que pasé en el DF con una beca, y me gustó, me pareció una narración fiel. Pero unos años más tarde lo volví a leer para ver si lo incluía en un taller y en la relectura se me desinfló completamente, como si el tono perdiera fuerza lejos del contexto mexicano —lo cual es una tontería. Volví a intentarlo con La casa

junto al río pero no conseguí engancharme. Creo que es por la gravedad de las desdichas y la seriedad de los narradores de Garro. En esto tal vez juega un papel muy importante la moral de su tiempo —marcada por la estructura patriarcal mexicana– y la moral del mío –marcada por el cinismo y el relativismo de la posverdad. Hay una distancia que me impide participar activamente en los dilemas de sus personajes. Garro tiene una gran habilidad para construir dinámicas familiares y evocar la vida en nuestras ciudades latinoamericanas de mediados del siglo XX, pero por momentos esto provoca en mí una lectura casi antropológica. Pero curiosamente su última novela, Mi hermana Magdalena (reeditada por Penguin hace poco) me encantó. Sentí que Garro perdía ahí cierta autoconsciencia literaria y se abría a un desorden vitalista, muy real. De Silvina Ocampo o Elena Garro, pero también de otras autoras muy buenas —como Elvira Orphée, Ariana Harwicz, Andrea Abreu, Mariana Enríquez, Armonía Somers, Valeria Luiselli, Leila Guerriero— aprendí además mi horizonte creativo: todo lo que no soy y probablemente jamás sea como escritora. Este aprendizaje no es menor. Me llevó mucho tiempo aceptar que hay mundos que no soy capaz de imaginar, estilos que no puedo imitar, modos de ver la realidad que inevitablemente son ajenos a mis pupilas. Sobre todo, comprendí que no tengo lo que llaman aliento narrativo: esa capacidad para contar y contar y contar tan admirable. La diferencia es que hace un tiempo esto dejó de molestarme, tal vez porque antes quería ser y poseer todo lo que me gustaba, y ahora sólo quiero jugar.

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«En 2012, cuando me mudé a Madrid, descubrí a María Zambrano. Para alguien que no se ha formado en Letras como yo, leer filosofía fue como entrar a robar oro en el Templo Mayor de Tenochtitlan. Sentía el típico síndrome de la impostora, el miedo a no poder o no saber leer. Con el tiempo, Zambrano se convirtió para mí en la sombra a la que regreso a refugiarme siempre que necesito pensar en algo, en cualquier cosa. Leer de esa forma es también respirar»

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Siguiendo con este linaje en negativo, pienso ahora en una autora a la que miraba con desconfianza y que, muy a pesar mío, me fascinó: Silvina Bullrich. Proveniente de una alta burguesía venida a menos, exitosa (es la escritora que más ejemplares vendió de la industria argentina), bella, arisca y despreciada por sus contemporáneos: tiene todos los condimentos para ser el anti hallazgo literario. La leí por primera vez en 2011, cuando la editorial Mar dulce reeditó la novela Teléfono ocupado y automáticamente sentí una placentera confusión: esa mujer, al igual que Lispector, no era para nada complaciente ni con el lector, ni con ella misma. En la novela Mañana digo basta, la protagonista decide retirarse a una playa en Uruguay para estar lejos de las necesidades de sus hijos y amantes, y vivir sin tener que dar explicaciones. Volví a corroborar que Bullrich va más allá de la supuesta «sinceridad» que nos deja tan tranquilas con nosotras mismas. Su honestidad no pasa por la valentía de hablar de lo privado, sino por la severidad con la que lo hace. Además, tuvo el coraje de despreciar el prestigio de los circuitos de legitimación, que castigan el éxito comercial: durante mucho tiempo, Bullrich sacó un libro al año y acabó con más de cuarenta en su haber. Antes creía que esto respondía a una ambición desbocada. Hoy más bien creo que muestra un profundo desprecio por la frigidez de la crítica y una absoluta sumisión a su don de escritora. Algo parecido a lo que decimos con admiración del prolífico Aira. En 2012, cuando me mudé a Madrid, descubrí a María Zambrano. Para alguien que no se ha formado en Letras como yo, leer filosofía fue como entrar a robar oro en el Templo Mayor de Tenochtitlan. Sentía el típico síndrome de la impostora, el miedo a no poder o no saber leer. Con el tiempo, Zambrano se convirtió para mí en la sombra a la que regreso a refugiarme siempre que necesito pensar en algo, en cualquier cosa. Leer de esa forma es también respirar. Los sueños y el tiempo; Claros del bosque; La confesión, género literario… Después por fin me animé a entrar en el mundo de Simone Weil: Echar raíces, La levedad y la gracia. Llevaba tiempo queriendo leerla, desde que Hebe Uhart la había mencionado en sus textos y charlas. «La alegría no es otra cosa que el sentimiento de la realidad», era su frase de Weil favorita. De Weil pasé a La condición humana y La vida del espíritu, de Hannah Arendt, dos libros que me fascinan y a los que vuelvo siempre a cuenta gotas, como la rata de manos pequeñas que vuelve una y otra vez al festín. Con las filósofas me doy cuenta de que la literatura no tiene por qué limitarse a la peripecia y a la recreación de un lenguaje, sino que hay un placer del pensar abstracto que pasa también por la construcción de la frase. Y, además, que ya es hora de deshacerme de ese miedo tan argentino a lo sentimental.


En 2015 empecé a dar mis primeros pasos en el único oficio manual de mi vida, el collage. Esto me llevó a leer un poco sobre historia del arte y otra escritora española vino a levantar la vara y a sacudir un poco mis ideas: Estrella de Diego con su Tristísimo Warhol, un clásico por el tono y el uso híbrido de los géneros del ensayo y la biografía. Las redes sociales (las tecnológicas, pero también las que se tejen a la noche en el bar) nos hacen creer que tarde o temprano nos vamos a enterar de los títulos y autoras o autores realmente buenos, pero eso sigue siendo falso. Yo había trabajado en el festival literario más grande de Argentina y nadie me había hablado nunca de Tristísimo Warhol. Tampoco de Detrás de la boca de Menchu Gutiérrez. Alguna vez alguien había mencionado a Gutiérrez como poeta, por lo que dudé mucho antes de comprar aquella novelita corta. Cuando la leí, quedé fascinada por la libertad con la que se movía en la extrañeza, y esa voz alta y poco complaciente de una narradora mordaz. Más tarde me regalaron La nueva taxidermia de Mercedes Cebrián. Como en el caso de cualquier contemporánea, tenía algunas ideas vagas sobre Cebrián, pero me sorprendió la frescura de su prosa franca, sin la pompa de las ambiciones literarias, brillante para el humor y certera con la sensibilidad de nuestro tiempo. Su personalísimo tono, su modo de combinar lo lúdico y lo lúcido, y esa capacidad de reírse de sí misma le hacen mucha falta a nuestra literatura en español. Desde entonces, busco todo lo que escribe Cebrián: Verano azul (ensayo), Malgastar (poesía) y Cocido y violonchelo son algunos de los últimos. Las personas que nos dedicamos a los oficios de la palabra leemos con una consciencia demasiado clara del contexto, de modo que rápidamente desarrollamos un ojo clínico para distinguir los títulos que suponemos que nos van a interesar según las editoriales convenientes o los circuitos de legitimación a los que aspiramos. Nos convertimos, como diría Nietzsche, en un «principio de selección» constante y no dejamos demasiado margen a la sorpresa (menos ahora, que cada vez es más difícil entrar a una librería y toparse con un viejo título por casualidad). En este sentido, y porque no estoy fuera de mi Tiempo, me gustaría incluir a algunas mujeres que me ayudan a redefinir constantemente mi modo de ser escritora, a defender o editar mis textos, y pensar nuestra contemporaneidad. Los podcasts, las entrevistas, las notas de prensa, las redes y las recomendaciones de colegas también están flotando en mi cabeza y sería una cobardía no admitir que algunas escritoras me obligan a salir de la zona de confort de mi escritorio, adonde a veces me escondo: Diana Bellessi, I. Acevedo, Gabriela Wiener, Graciela Speranza, Marta Jiménez Serrano, Gabriela Cabezón Cámara, Cristina Morales, Carolina Sanín, Laura Wittner, entre muchas otras, me obligan a revi-

Silvina Bullrich (1915-1990), escritora argentina autora de obras como Teléfono o Mañana digo basta.

sar mis juicios automáticos sobre la escritura y el mundo, y a dialogar con esa masa de mil cabezas que jamás se detiene ni se calla, la realidad. Uno de mis objetivos para este 2023 es cuidar mi vocación lectora y para eso necesito pensar mejor el criterio con el que elijo los libros, no quedarme sólo con aquellos que confirman mi visión del mundo. Tendría que tatuarme la frase La lectura es la invasión de lo otro para no olvidar que es justamente en esa cualidad en donde reside su poderío. Coleridge dijo alguna vez que leer es suspender momentáneamente la incredulidad y estoy segura de que nada, absolutamente nada es más subversivo en estos tiempos que creer en algo.

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LA TINTA RECUPERADA. EL CANON HISPÁNICO MODERNO Y LAS MUJERES por Purificació Mascarell

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odos los cursos sucede lo mismo. Al final de la sesión, una alumna está enfadadísima, tiene ganas de llorar, de quejarse no sabe bien a quién, y tan solo logra repetir «pero, ¿por qué?, ¿por qué?». Es la alumna que más se ha indignado al descubrir que le han escamoteado a las autoras de la Edad de Plata en las clases de literatura del instituto. La alumna que se reconoce, enfurecida, incapaz de pronunciar un nombre de mujer poeta junto al de Lorca, de pintora junto al de Dalí, de creadora junto al de Buñuel. Esa alumna es el germen de una renovación nacida de la injusticia, el anhelo de igualdad y la reflexión feminista. Si esa alumna llega a ser docente algún día, propagará la lección y transformará el canon. Por algo así trabajamos algunas académicas desde la universidad. Pero el fácil acceso a los textos de las autoras modernas ha de acompañar este esfuerzo pedagógico. Y la gran suerte es que, en estos momentos, en España, la apuesta editorial por recuperar estas voces se revela firme y comprometida. Desde el volumen superventas de El encaje roto, con los cuentos de Emilia Pardo Bazán sobre violencia machista publicado por Contraseña en 2018, hasta el reciente rescate de Elena Quiroga —Premio Nadal en 1951 y primera mujer novelista en ingresar en la RAE— por el joven sello Bamba Editorial, en los catálogos independientes se observa un interés por repensar el canon hispánico desde una mirada femenina. Las escritoras del siglo XIX y del XX se resitúan, se reivindican y se leen más que nunca. Pero son Las Sinsombrero, en feliz nomenclatura mediática acuñada por Tània Balló, quienes están protagonizando una auténtica revolución del canon español moderno. Por fin el marchamo «Generación del 27» sirve para ir más allá de las grandes figuras masculinas de la época y comienza a englobar al conjunto de mentes brillantes que hicieron posible aquellos años de arte, pensamiento y acción. Recordemos que muchas de las mujeres «del 27» fueron esposas, compañeras o amigas íntimas de los hombres clave de la cultura hispánica del primer tercio del XX: María Teresa León estaba casada con Rafael Alberti; Josefina de la To-

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rre fue gran amiga de Pedro Salinas; Concha Méndez era la esposa de Manuel Altolaguirre y fue también amiga de Luis Cernuda; María Lejárraga era la mujer de Gregorio Martínez Sierra (y, como ha quedado demostrado, la verdadera autora en la sombra de las exitosas obras firmadas por su marido, véase el reciente documental A las mujeres de España, de Laura Hojman); Magda Donato contrajo matrimonio con Salvador Bartolozzi; Carmen Conde, con el crítico y poeta Antonio Oliver; Zenobia Camprubí era la célebre compañera de Juan Ramón Jiménez… Y podríamos seguir estableciendo vínculos en los que, a la manera de los pares binarios opuestos que invita a desmontar la teoría de Jacques Derrida, se construye una relación jerárquica en la que el hombre ocupa el lugar privilegiado o no-marcado y la mujer el subsidiario o marcado. Las relaciones amistosas, laborales, familiares o amorosas han servido durante décadas como pretexto para que estas mujeres fueran arrinconadas en la historiografía hegemónica masculina y presentadas, siempre, como compañeras de los protagonistas del festín literario: eran las que viajaban con ellos, les acompañaban a los encuentros culturales, a las tertulias, a los cafés; eran las que ayudaban en la editorial o corregían las pruebas de imprenta o contestaban la correspondencia; las que aportaban el apoyo intelectual y espiritual indispensable para el correcto desarrollo de la actividad creativa de «ellos», esa actividad que merecía la pena mimar y preservar en un delicado equilibrio al que contribuía el savoir faire, la inteligencia y la generosidad de la esposa, hermana o amiga. En el discurso cultural sobre la modernidad española, a estas mujeres se les adjudicaba un recatado y meritorio segundo plano frente al nivel protagónico que ocupaban los hombres. Nunca hasta ahora se las había observado de manera autónoma como novelistas, poetas, pintoras, escultoras, compositoras, intelectuales, editoras, dramaturgas, activistas, políticas, filósofas, gestoras culturales, pedagogas, investigadoras… Como artistas o profesionales, en definitiva. Y ello pese a poseer obra propia, haber publicado, expuesto


o intervenido en debates de toda índole, así como haber recibido atención crítica durante los efervescentes años de la Segunda República. Ciertamente, el compromiso político de la mayoría de ellas las condujo al exilio tras la Guerra Civil y al ostracismo cultural durante el franquismo, como han estudiado magníficamente Josebe Martínez o Antonina Rodrigo. Sin embargo, el concepto de Generación del 27 no se revisó bajo este prisma ni amplió la nómina de sus miembros con nombres femeninos con la llegada de la democracia y en los años posteriores, cuando sí se dispuso una maquinaria académica y editorial para la recuperación de numerosos autores ligados al pensamiento progresista y ocultados durante la dictadura. Solo en el siglo XXI, las Sinsombrero han vuelto a tenerse en cuenta. El interés social por conocer las figuras femeninas de la Edad de Plata y leer sus textos se ha aliado, en los últimos años, con el trabajo de diferentes editoriales españolas que han apostado por recuperar las obras olvidadas de estas autoras, bien por encontrarse descatalogadas en los anaqueles desde su publicación hace décadas, bien por no haberse publicado nunca y permanecer todavía inéditas. Dentro de este último caso, merece la pena destacar las memorias escritas por la escenógrafa, pintora y figurinista Victorina Durán (1899-1993), que en 2018 vieron la luz en tres volúmenes —Sucedió, El Rastro. Vida de lo inanimado y Así es— bajo el título común de Mi vida y gracias a Publicaciones de la Residencia de Estudiantes. Durán narra cómo se educó y empezó a hacerse un hueco en el mundo del arte, cómo descubrió su atracción por las mujeres y vivió sus experiencias amorosas, o cómo se enfrentó a las consecuencias de la guerra civil, al exilio en Buenos Aires y a su difícil regreso a España. En la categoría de los textos descatalogados que regresan a las bibliotecas, brillan los libros de Luisa Carnés, autora prácticamente desconocida por los lectores contemporáneos hasta que la editorial gijonesa Hoja de Lata la convierte, en 2016, en sinsombrero de referencia gracias a la exitosa recuperación de Tea Rooms, novela publicada por primera vez en 1934. Ahora sabemos que Carnés es la más importante narradora del 27 y una dignísima representante de la novela social de preguerra, junto con Ramón J. Sender, César M. Arconada o Andrés Carranque de Ríos. Prosigo esbozando un panorama de la reciente recuperación editorial de «las modernas». El sello Cuadernos del Vigía, conocido por sus interesantes ediciones de Max Aub, ha publicado entre 2018 y 2019, dentro de la colección «La otra mitad», los títulos Mientras los hombres mueren, de Carmen Conde, Surtidor, de Concha Méndez, y Los inadaptados, de Carmen de Burgos. La editorial Comba, por su parte, ha recuperado textos emblemáticos de una de las principales novelistas del siglo XX español, Rosa Chacel: Memorias de Leticia Valle, en 2014, y La sinrazón, en 2015 —aunque Acrópolis sigue sin

«Las relaciones amistosas, laborales, familiares o amorosas han servido durante décadas como pretexto para que estas mujeres fueran arrinconadas en la historiografía hegemónica masculina y presentadas, siempre, como compañeras de los protagonistas del festín literario: eran las que viajaban con ellos, les acompañaban a los encuentros culturales, a las tertulias, a los cafés; eran las que ayudaban en la editorial o corregían las pruebas de imprenta o contestaban la correspondencia; las que aportaban el apoyo intelectual y espiritual indispensable para el correcto desarrollo de la actividad creativa de “ellos”»

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«Mi alumnado ha dejado de asociar la etiqueta “Generación del 27” con una imagen fija de hombres cogidos del brazo paseando por Madrid o sentados en una cafetería cigarrillo en ristre. La han sustituido por una imagen más diversa y ajustada a la realidad de aquellos años: hombres y mujeres de la Edad de Plata, juntos, trabajando, aportando cada uno y cada una su talento y sus capacidades para renovar la literatura española y situarla en un contexto de vanguardia europea» poder comprarse más allá de las librerías de viejo—. Además, Comba también ha sacado a la luz el maravilloso intercambio epistolar entre Chacel y una joven Ana María Moix, en De mar a mar, volumen coordinado por Ana Rodríguez Fischer. Y Ediciones Torremozas, especializada desde 1982 en literatura escrita por mujeres, ha sacado en 2019 la Poesía reunida de Concha Espina y la antología de relatos La mujer fría y otros cuentos, de Carmen de Burgos; en 2018, los diálogos satíricos de La voz de los muertos, de Carmen de Burgos; en 2017, la obra de teatro Mineros, de Carmen Conde y María Cegarra, y el poemario Cantos de muchos puertos, de Mercedes Pinto; y en 2016, el poemario Pez en la tierra, de Margarita Ferreras. Mención aparte merece el ingente trabajo realizado por el bibliófilo y poeta Abelardo Linares, desde Sevilla, con su sello Renacimiento. Sin él no se entiende el actual boom en España de la literatura femenina de la Edad de Plata, presente en las librerías, en los suplementos culturales y revistas literarias, y en las redes sociales donde se habla de mujeres y literatura. Una visita al catálogo de Renacimiento, con más de dos mil títulos, muestra el amplio abanico de géneros asumidos en este rescate de voces femeninas. Desde la ficción, sea narrativa — Halma Angélico, Rosa Arciniega o Concha Espina—, poética —Concha Méndez— o teatral —María de la O Lejárraga, por fin, figurando en la portada como autora y no su marido, Gregorio Martínez Sierra—, hasta textos políticos o periodísticos —Clara Campoamor, Isabel de Oyarzábal o Magda Donato—, pasando por dietarios —el de la grafóloga Matilde Ras es de un alto interés— o memorias —como las de Carnés en El eslabón perdido, testimonio impagable del exilio republicano español—. Y ello sin desdeñar géneros considerados menores, como la narrativa de viajes —podemos ir con María Teresa de

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León a la Unión Soviética, que tanto fascinó a los intelectuales de izquierdas del momento— o la literatura infantil, principalmente de la mano de Elena Fortún, cuya excelente recuperación por Renacimiento merece un comentario aparte. Las investigadoras Nuria Capdevila-Argüelles y María Jesús Fraga, al frente de la Biblioteca Elena Fortún, se han propuesto dar a conocer todos los textos de la autora y han logrado convertir en best-seller de la editorial la obra Celia en la revolución, descatalogada desde los años 80, tras la primera edición a cargo de Marisol Dorao. Se confirma así que los seguidores de la niña madrileña más traviesa y divertida de la literatura infantil española se mantienen fieles generación tras generación. Además, Renacimiento ha cautivado a nuevos lectores con títulos inéditos como Oculto sendero, una novela de corte autobiográfico sobre el matrimonio como cárcel para la mujer y el descubrimiento de la sexualidad lésbica. La Fundación Banco Santander también ha contribuido a este renacer fortuniano con los volúmenes El camino es nuestro, en 2015, poniendo en diálogo la obra de Matilde Ras con la de Elena Fortún —quienes vivieron, según apuntan los testimonios, una relación sentimental— y De corazón y alma (19471952), en 2017, que recoge las cartas entre Carmen Laforet y su entrañable amiga, ya enferma y acercándose paulatinamente a la muerte. Resulta imposible no mencionar otros títulos de la editorial Renacimiento que, sin ir firmados por autoras de la Edad de Plata, se ocupan de aspectos relacionados, de alguna manera, con ellas. Verbigracia, las investigaciones de Soledad Fox sobre Constancia de la Mora (Constancia de la Mora. Esplendor y sombra de una vida española del siglo XX, de 2008, título reeditado en 2017 como Connie. Biografía de Constancia de la


Foto de `Las sinsombrero´, nombre como se conoció a las autoras vinculadas al grupo de la Generación del 27.

Portada de las memorias de Concha Méndez de la editorial Renacimiento.

Mora) o las memorias de Concha Méndez recogidas por su nieta Paloma Ulacia Altolaguirre y recuperadas en 2018 para los lectores con el título Concha Méndez. Memorias habladas, memorias armadas. Asimismo, Renacimiento ha recogido intercambios epistolares de mujeres clave de la modernidad española en volúmenes como Dolor y claridad de España. Cartas a María Zambrano, de José Bergamín (2004) o Correspondencia entre José Lezama Lima y María Zambrano y entre María Zambrano y María Luisa Bautista (2006). Además de la recuperación de una joyita de insólita exquisitez: los aforismos traducidos por Zenobia Camprubí del poeta bengalí Rabindranath Tagore, recogidos en el volumen Pájaros perdidos (2011). Mi alumnado ha dejado de asociar la etiqueta «Generación del 27» con una imagen fija de hombres cogidos del brazo paseando por Madrid o sentados en una cafetería cigarrillo en ristre. La han sustituido por una imagen más diversa y ajustada a la realidad de aquellos años: hombres y mujeres de la Edad de Plata, juntos, trabajando, aportando cada uno y cada una su talento y sus capacidades para renovar la literatura española y situarla en un contexto de vanguardia europea. Esta imagen fue borrada de los libros por cuarenta

años de franquismo y por otras tantas décadas de desinterés sistemático y de estudios literarios con sesgo patriarcal. Ha hecho falta una sociedad más igualitaria y concienciada para poder redibujarla. En este sentido, cabe aplaudir la función social de la crítica feminista y su interés por redescubrir los textos apartados del núcleo del canon, por trazar una tradición femenina de la escritura y por interpretar la escritura de mujeres no solo como producto estético, sino también como un documento simbólico de alto valor colectivo. Si la ginocrítica reflexiona en torno al poder, la jerarquía y el dominio masculino en el ámbito cultural, su papel en el caso que exponemos ha sido determinante. Y nos obliga a establecer una conexión entre dos momentos de auge del pensamiento feminista en España: los años veinte y treinta y el presente. Hoy sabemos que aquellas mujeres pioneras abrieron una senda de libertad que quedó cegada durante décadas y ahora desbrozamos, ampliamos y reivindicamos entre todas. Hay toda una genealogía de referentes femeninos por fijar en la historia de nuestra modernidad. Y la sociedad contemporánea está preparada para una renovación, necesaria y justa, del canon literario español.

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MEMORIA URGENTE. LA CONVERSACIÓN INTERGENERACIONAL EN VINDICTAS por Socorro Venegas

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n 2019 la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) creó la colección de novela y memoria Vindictas para ofrecer a lectoras y lectores de nuestro tiempo un panorama más amplio de la literatura latinoamericana con un programa editorial compuesto por escritoras del siglo XX que, sometidas bajo criterios machistas, fueron marginalizadas. Bajo el mismo nombre de la colección, el catálogo editorial universitario sumó nuevas series de poesía y ensayo, y se han generado diversos proyectos de visibilización de creadoras de todas las disciplinas artísticas con la convicción de que un mundo donde se dignifique y reconozca a las creadoras nos reconoce y dignifica a todas y todos. No importa cuántas veces me hagan esta pregunta, sigue siendo importante: ¿por qué es necesario un proyecto como Vindictas? ¿Un lector contemporáneo necesita conocer a las escritoras hispanoamericanas del pasado? ¿Por qué, si ya tenemos a Elena Garro, a María Luisa Bombal, a Clarice Lispector, a Gabriela Mistral, a Carmen Laforet entre otras? Nombres todos ellos con los cuales se ha ido ampliando el canon de la literatura del siglo XX en nuestro idioma. Hay varios porqués. Faltan otras autoras cuya mirada poderosa y voz vigente nos llaman desde aquel no lugar, desde la periferia, desde los márgenes donde muchas mujeres creadoras han tenido que habitar, en un mundo en el que se consideró durante mucho tiempo que la literatura no era territorio para las mujeres, aunque se tolerara que incursionaran en la poesía o en la escritura para niños. Esa idea machista, que quisiéramos que fuera una anomalía del pasado, no es un asunto superado. Todavía no. Sin ellas, lo he constatado poco a poco descubriéndolas, mi biografía lectora es inconsistente y de alguna manera una parte de mi educación sentimental: cuánto bien me hubiera hecho leer, y solo es un caso más, La ruta de su evasión, novela

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de la costarricence Yolanda Oreamuno. Hoy, que se hurga en el núcleo familiar como en un polvorín de violencias en varios libros, leemos que esta era la exploración hace un siglo de una escritora que iba a contracorriente, una exploración de la que no se hablaba ni se escribía. En el prólogo de esta novela, la joven escritora ecuatoriana Natalia García Freire dice de ella: «Yolanda Oreamuno lejos de ser una escritora contagiosa, es inimitable, es maestra. Una madre literaria». Añade: «Yolanda Oreamuno sabía que su escritura rompería el canon establecido en su país, la escritura vernácula costumbrista que se escribía, para llegar más allá, una forma de escritura en la que estaría sola, pero a la que llegó de las manos de Proust, o de Faulkner. No le importaba hablar de sus influencias, porque estas la habrían de llevar más allá de la palabra a una forma de escritura, muy suya, íntima, femenina y universal. Qué importaba si en Costa Rica había dejado un mito. Ella al escribir era una mujer, una escritora capaz de acceder a los mitos, a ese tiempo fuera del tiempo, donde se llega a otro entendimiento de las emociones, sentimientos, de la propia condición humana (…) Alberto Cañas habla de que La ruta de su evasión tuvo una suerte de reputación clandestina: “No ha habido libro costarricense del que se haya susurrado más, ni que se haya leído menos”». La idea de recuperar para lectoras y lectores a estas autoras vino acompañada de otra necesidad: que se abriera una conversación intergeneracional, entre las autoras del siglo pasado y las de las generaciones más recientes del XXI. Ver qué tenían que decir escritoras como Brenda Navarro, Jazmina Barrera, Aroa Moreno Durán, Francesca Denns-


tedt, Ave Barrera, Gabriela Damián, entre otras, acerca de las obras de esas escritoras a las que muchas veces leen por primera vez o han estudiado con la sensación de dedicarse a autoras de culto. Esta mirada desde el presente ha logrado tender puentes por los que nuevos lectores llegarán a obras de creadoras que fueron escasamente leídas en un ámbito en el que la literatura ha sido territorio masculino. Aniela Rodríguez, por ejemplo, cuenta que fue durante la maestría en Letras cuando descubrió a María Elvira Bermúdez, pionera de la novela policiaca en México y creadora de la primera personaja detective en la narrativa latinoamericana. Ese encuentro literario le reveló a Aniela que sus modelos literarios eran hombres y que, a partir de entonces, como dijo en una entrevista, quería «sacar[s]e de la cabeza que el género está dominado por el patriarcado y por los hombres» y a «darle la vuelta a las fórmulas que conocía del detectivesco». Las han leído a pesar de -y sobre todo por- lo que de ellas se dice: así lo cuenta en su prólogo a La única, novela de Lupe Marín, la poeta y ensayista Ana Clara Muro, que se asombró con las opiniones del reconocido poeta mexicano José Juan Tabalada («repugnante e indiscreta», «un chiquihuite de ropa sucia») y receló de esos adjetivos y prefirió confiar en su propia lectura. Porque también de eso se trata, de abrirse paso entre los prejuicios, de ir más allá de la información que se ha privilegiado al hablar de ellas. En el caso de Guadalupe Marín no se mencionaba la existencia del libro, sino que fue pareja de dos artistas, ambos famosos y alabadísimos: el poeta Jorge Cuesta y el muralista Diego Rivera. De la magnífica cuentista colombiana Marvel Moreno se destaca-

ba que había sido reina de belleza. De Asunción Izquierdo Albiñana hubo más notas periodísticas morbosas sobre su asesinato, que sobre la singularidad de sus historias. De la escritora María Luisa Elío nunca falta quien tenga presente que es una de las dos personas a las que García Márquez dedica Cien años de soledad. No vayamos tan lejos: recuerden la faja que apareció hace siete años en la edición de Drácena de la obra de Elena Garro: «Mujer de Octavio Paz, amante de Bioy Casares, inspiradora de García Márquez y admirada por Borges»: ni rastro de la escritora y del valor de su obra. A eso nos referimos cuando hablamos de invisibilización. Otra razón para invitar al diálogo a las jóvenes escritoras ha sido saber por ellas qué nos perdemos si no leemos a nuestras antecesoras, qué valores estéticos encuentran, cuáles son las búsquedas, qué significaban esas escrituras entonces y ahora. Conocer, valorar, comprender y difundir un linaje escritural. Compartir sus reflexiones desde una posición de cierta horizontalidad, y no desde el estrado, con sus contemporáneos. Dado su perfil universitario, Vindictas apuesta por alcanzar a esos lectores que están ahora mismo en las aulas. Que comience allí a implantarse el germen de la curiosidad por leer escritoras de todos los tiempos, que se trascienda el canon perpetuado en planes de estudio que escasamente proponen la lectura de autoras. Cada título de Vindictas, sea de la colección novela y memoria o de las series de poesía y ensayo, presenta a una dupla de autoras en una conversación a la que nos gustaría sumar a tantas y tantos lectores como sea posible. Son las prologuistas de Vindictas quienes argumentan la calidad de la colección: no las publicamos porque son mu-

«Faltan otras autoras cuya mirada poderosa y voz vigente nos llaman desde aquel no lugar, desde la periferia, desde los márgenes donde muchas mujeres creadoras han tenido que habitar, en un mundo en el que se consideró durante mucho tiempo que la literatura no era territorio para las mujeres, aunque se tolerara que incursionaran en la poesía o en la escritura para niños»

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Elena Garro (19116-1998), escitora mexicana autora de obras como Recuerdos del porvenir Fuente: wikicommons

jeres, sino porque podemos leerlas, valorarlas y encontrar lo que las hace únicas y necesarias en el texto mayor de la literatura latinoamericana. Entrar en la belleza de su lenguaje, en los universos que construyeron, en los umbrales que cincelaron muchas veces adelantándose a los tiempos dolorosamente precarios en que existieron. A finales de 2019, el mismo año en que se lanzaron los primeros cinco títulos de Vindictas Novela y Memoria, Jorge Volpi, coordinador de Difusión Cultural en la UNAM por aquel entonces, le propuso a Juan Casamayor, de la editorial Páginas de Espuma, coeditar una antología de cuentistas que se inscribiera en la perspectiva de Vindictas. En 2020, año de la peste, comencé a trabajar con Juan en sesiones trasatlánticas de Zoom, buscando a las cuentistas secretas de nuestra lengua. Realizamos la investigación, selección y edición de cuentos que publicamos en Vindictas. Cuentistas latinoamericanas, donde incluimos a veinte narradoras, una por cada país de la geografía del español. Desconocíamos a la mayoría. Recibimos mucha ayuda convocando a escritoras, académicas, investigadoras para que nos reco-

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mendaran autoras que a su parecer debíamos leer para este proyecto. Me conmovía que Juan, que conoce a profundidad la cuentística latinoamericana y ha caminado y cavado en estos territorios, terminara diciendo con cierto estupor: «Ni siquiera puede decirse que sean autoras olvidadas. No se creó el recuerdo. Publicaron libros que no fueron leídos». Vivimos otros momentos que eran de rabia: las antologías más «completas» del cuento hispanoamericano del siglo XX apenas incluyen autoras. En general la obra de las autoras de Vindictas no forma parte de la bibliografía recomendada en la academia. No es extraño que la escritora ecuatoriana María Fernanda Ampuero haya resumido así nuestro proyecto editorial: «escritoras exhumando escritoras». Reeditarlas ha implicado buscarlas en sitios donde se ha normalizado que aparezcan como una curiosidad: en librerías de viejo, en bibliotecas muy especializadas donde los ejemplares son únicos y rara vez han sido solicitados en préstamo, en los libreros personales de generosas y generosos lectores que extraen los títulos como un tesoro para compartirlos y verlos de nuevo en circulación.


«Otra razón para invitar al diálogo a las jóvenes escritoras ha sido saber por ellas qué nos perdemos si no leemos a nuestras antecesoras, qué valores estéticos encuentran, cuáles son las búsquedas, qué significaban esas escrituras entonces y ahora. Conocer, valorar, comprender y difundir un linaje escritural. Compartir sus reflexiones desde una posición de cierta horizontalidad, y no desde el estrado, con sus contemporáneos» Reeditarlas también es la lucha por rastrear quiénes son los herederos de los derechos de autor. No recuerdo a alguna que haya hecho un testamento y, por ello, cabe preguntarse por el motivo: ¿para proteger una obra que no consideraban tal y que reiteradamente fue desdeñada?

Alaíde Foppa, “una voz clara/ -no pesado silencio-/ alguna vez escuchada”». Y que sea así en adelante para todas.

Hay otras preguntas que me rondan: ¿qué tendría que transformarse para que los espacios sean equitativos, y ellas sean leídas sin prejuicios? ¿Qué hacer para que en el próximo siglo no sea necesaria otra reivindicación de autoras? Para que hoy la mayor presencia de escritoras no sea considerada una anomalía transitoria inventada por el mercado, un nuevo boom, como si no hubieran existido antes mujeres que escribían y merecían la visibilidad que hoy sus herederas están conquistando. En la serie Vindictas Poetas Latinoamericanas hemos publicado la obra de la guatemalteca Alaíde Foppa, y en la nota introductoria la joven poeta Elisa Díaz Castelo dice: «A lo largo de los cuatro años durante los cuales cursé la carrera en Letras Inglesas y leí cientos de páginas de poesía, revisamos en clase a sólo dos poetas mujeres y a ninguna de ellas a profundidad: Emily Dickinson y Christina Rossetti. Me formé en un mundo académico en el que las mujeres todavía estaban del todo marginadas y creo que es nuestra responsabilidad construir un canon alterno que nos dé soporte e historia y que siente los cimientos de lo que las mujeres poetas escribimos ahora y de lo que futuras generaciones de mujeres escribirán. Es momento de reconocer la herencia invisibilizada de aquellas mujeres que escribieron a contrapelo, oponiéndose a un sistema literario y social que las desfavorecía, de apoyarse en su valentía y arrojo y de leerlas de nuevo para que sean, como deseó

Vindictas, colección coordinada por la UNAM y Páginas de Espuma para rescatar voces de mujeres.

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MUJERES QUE SABEN LATÍN por Edurne Portela

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lo largo de la historia (la historia es el archivo de los hechos cumplidos por el hombre, y todo lo que queda fuera de él pertenece al reino de la conjetura, de la fábula, de la le« yenda, de la mentira) la mujer ha sido, más que un fenómeno de la naturaleza, más que un componente de la sociedad, más que una criatura humana, un mito». Con estas palabras comienza Rosario Castellanos «La mujer y su imagen», el artículo que abre el volumen titulado Mujer que sabe latín... (México: FCE, 1973). Leí este libro con veintipocos años y me abrió las puertas a autoras que en aquel entonces eran desconocidas para mí; es el libro con el que comencé a leer la cultura, y especialmente la literatura, en clave feminista, una práctica en la que fui profundizando con más lecturas y formación teórica. Pero fue Rosario Castellanos con la que di mis primeros pasos en ese aprendizaje que continúa todavía hoy. Tengo muy mala memoria; siempre he sido incapaz de recordar mi biografía con total seguridad y es posible que mi pasado esté lleno de recuerdos inventados, por lo que también es posible que, sin querer, les esté contando alguna ficción, pero no tengo dudas de que la importancia de Rosario Castellanos en los inicios de mi formación intelectual es real. Llegué a Estados Unidos en 1997, con veintitrés años, a la Universidad de North Carolina-Chapel Hill, con una licenciatura en historia de una universidad española ultraconservadora y con un bagaje de lecturas que había ido atesorando, sin ningún tipo de guía ni orden, a lo largo de los años. En mi altar literario y en la maleta con la que llegué a Chapel Hill había libros que hacían su recorrido de vuelta a través de Atlántico: desde Juan Rulfo a Julio Cortázar, pasando por Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez. No todo eran escritores —recuerdo haberme llevado Entre visillos de Carmen Martín Gaite y creo que en esa primera maleta estaba también La plaza del diamante de Mercè Rodoreda—, pero lo que no había era ninguna escritora del continente americano. Como es obvio, empecé mi doctorado en literatura con unas lagunas tan enormes como la conciencia de mi ignorancia. Esa conciencia se hizo todavía mayor cuando visité por primera vez Davis Library, la maravillosa

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biblioteca de UNC-Chapel Hill. Acostumbrada a la biblioteca de mi universidad española, en la que para conseguir un libro había que pedirlo a través de una ficha que se entregaba a un bedel que te miraba con sospecha y fastidio y que te traía el libro horas después para ser leído dentro de ese espacio cerrado y vigilado, lo que me encontré allí fue pura maravilla. El séptimo piso de la Davis Library estaba dedicado a la literatura escrita en castellano. No recuerdo cuántos metros cuadrados tendría pero no exagero si digo que allí se albergaban miles y miles de libros que, por supuesto, yo no había leído, entre ellos las escritoras que iría descubriendo después gracias a grandes profesoras como María Salgado, Rosa Perelmuter, Alicia Rivero Poter y Alejandro Mejías (sirva este artículo, también, de homenaje). La impresión que me causó estar ahí fue de excitación y vértigo: pasear entre esos anaqueles, tocar los libros, extraerlos con cuidado y devoción de la estantería, sentarme en el suelo frío a hojearlos, tener la certeza de que podría encerrarme durante los seis años de doctorado que tenía por delante y aun así no llegar a leerlo todo. Pero me estoy desviando, aunque no del todo. Para la joven que yo era en ese momento el descubrimiento de mi séptimo cielo particular supuso el convencimiento de que ahí mismo comenzaba una nueva tapa donde todo estaba por descubrir y conocer, por leer y aprender. Y no estaba equivocada. En esos inicios que ahora recuerdo como casi mágicos, con la nostalgia justa de quien evoca momentos en los que el aprendizaje es radical, conocí la obra de Rosario Castellanos. El primer párrafo que he citado más arriba de «La mujer y su imagen» me hizo pensar, inmediatamente, en mis años de formación como historiadora, en los que la ausencia de mujeres como sujetos activos de la historia era clamorosa. Y seguí leyendo el análisis de Castellanos, de clara inspiración beauvoiriana, y me encontré con la idea de mujer como mito, producto de la mirada y el verbo masculinos. La autora lo explica como una antítesis del mito de Pigmalión: en vez de convertir la estatua en mujer, se pretende convertir la mujer en estatua, un ente sin voluntad propia que es pura proyección del deseo del varón. Es decir, la mujer como encarnación de un principio: ya sea virgen o puta, deidad o bru-


«En esos inicios que ahora recuerdo como casi mágicos, con la nostalgia justa de quien evoca momentos en los que el aprendizaje es radical, conocí la obra de Rosario Castellanos. El primer párrafo que he citado más arriba de “La mujer y su imagen” me hizo pensar, inmediatamente, en mis años de formación como historiadora, en los que la ausencia de mujeres como sujetos activos de la historia era clamorosa» ja diabólica. Yo leía (y releía) este texto y ante mí se concretaban intuiciones e ideas que llevaba tiempo rumiando pero que no tenía la capacidad de definir. Si se exalta a la mujer por su belleza, me explicaba Castellanos, es una belleza que compone e impone el hombre, así es sometida a tremendas torturas: el pie vendado o apretujado en zapatos que deforman e impiden a andar, la obesidad enfermiza o la delgadez extrema, los corsés y ropajes farragosos, las uñas largas que hacen inútiles sus manos, los peinados y maquillajes elaborados que hacen de la lluvia y el viento verdaderos enemigos. La belleza femenina en todas las culturas que repasa Castellanos está diseñada para constreñir el movimiento de la mujer, su libertad. (Un inciso: Esta idea la desarrollaría después, con un humor paródico maravilloso en su obra de teatro El eterno femenino, que el FCE publicó póstumamente, en 1975). También analiza Castellanos cómo se impone otra cárcel, además de la del cuerpo: la del espíritu y la inteligencia. A la mujer en la historia se le ha reducido a la impotencia a través de la ignorancia, de mantener cerrado su acceso a la educación, incluida la educación sexual. La mujer solo adquiere conciencia de sí misma y de su cuerpo a través del varón. Castellanos da un buen repaso, con una ironía que recuerda a aquella que usaba su admirada Sor Juana en su «Respuesta a Sor Filotea» (a esto volveré luego), a los prohombres que escribieron sobre el oscuro continente, es decir, la mujer, como aquel Moebius, empeñado en demostrar que la mujer es una «débil mental fisiológica» o el insigne Luis Vives, que aseguraba que «en la mujer nadie busca primores de ingenio, memoria o liberalidad», en ella solo se encuentran extravagancias, o la idea tan freudiana de Santo Tomás según la cual la mujer es un varón mutilado. Y yo, leyendo estas citas, no podía más que recordar algunos comentarios de mi profesor de Teología en esa universidad

de la que acababa de salir. Y llega el momento en el que Castellanos me habla de la rebeldía y de sus consecuencias para las mujeres que desafían todas estas imposiciones y que toman la palabra, porque de ellas va a versar, precisamente, Mujer que sabe latín.... «Cada una a su manera y en sus circunstancias niega lo convencional, hace estremecerse los cimientos de lo establecido, para de cabeza las jerarquías y logra la realización de lo auténtico». Aunque siempre habrá un precio: «desde la soledad más estricta hasta el total aniquilamiento». Todas estas ideas nos resultan obvias a las feministas de hoy, pero durante mis años como profesora de literatura en EEUU (estoy hablando ya del siglo XXI), usaba este texto como introducción a una clase sobre escritoras y feminismo. Y fui testigo de cómo muchas alumnas tenían la misma revelación que yo tuve a su edad al leerlo.

Fotografía de la autora mexicana Rosario Castellanos (1925-1974). Fuente: Biografías y Vidas

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«La negación de lo convencional, el estigma que resulta de ir a la contra, la escritura como legitimación, la ruptura con los arquetipos femeninos impuestos, el lenguaje como cárcel y como instrumento de liberación, escribir el cuerpo y sus opresiones, la sexualidad, la maternidad compulsiva. Cada una de las escritoras a las que se acerca le sirve para hacer una reflexión profunda: la literatura como materia donde entender la vida» Hasta ahora he hablado solo del primer capítulo de Mujer que sabe latín porque fue mi entrada al universo de Castellanos, pero en realidad el libro entero fue para mí un descubrimiento tras otro, tanto de autoras como de formas de leerlas. Algunas de las escritoras que analiza Castellanos son Sor Juana, Santa Teresa, Clarice Lispector, Mercè Rodoreda, Maria Luisa Bombal, Simone Weil, Violette Leduc, Virginia Woolf, Doris Lessing y un largo etcétera. Cada una de estas mujeres que saben latín da pie a un análisis de las cuestiones que se plantean en «La mujer y su imagen»: la negación de lo convencional, el estigma que resulta de ir a la contra, la escritura como legitimación, la ruptura con los arquetipos femeninos impuestos, el lenguaje como cárcel

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y como instrumento de liberación, escribir el cuerpo y sus opresiones, la sexualidad, la maternidad compulsiva. Cada una de las escritoras a las que se acerca le sirve para hacer una reflexión profunda: la literatura como materia donde entender la vida. Podría hablar de varias de las autoras que menciona Castellanos, pero me centraré en Sor Juana Inés de la Cruz por el descubrimiento personal que también supuso leerla. Confieso que al principio me acerqué a ella con cierta desconfianza: habiendo sido educada en un colegio de Carmelitas, no tenía yo especial simpatía por las monjas, ni siquiera por Santa Teresa, a quien le debo —¡todavía!— una relectura. Pero la poesía de Sor Juana, desde las divertidas redondillas como «Hombres necios que acusáis» al difícil Primero sueño, me encandiló. Aunque uno de sus textos que más aprecio es su «Respuesta a sor Filotea de la Cruz» (1691), un escrito distante en el tiempo pero muy cercano a la Castellanos de Mujer que sabe latín. Esta carta de Sor Juana al arzobispo de Puebla, a quien se dirige como Sor Filotea, es un testimonio valiosísimo de la subjetividad de una mujer como Sor Juana —instruida, monja a su pesar, rebelde con causa— en el México colonial del siglo XVII; una texto en el que, además, hace un retrato autobiográfico que nos ayuda a conocer su figura mejor; también es una demonstración inteligentísima de eso que James C. Scott llamó «las armas del débil»: maestra de la retórica, Sor Juana defiende su derecho al conocimiento y a expresarlo, pero bajo la apariencia de sumisión y humildad. No era la primera carta en la que defendía sus derechos al mismo tiempo que intentaba excusar su actitud, tan poco apropiada para una monja. En 1981 se descubrió una carta de 1682 a su confesor, que se titula «autodefensa espiritual», indicando que ya entonces tenía un conflicto con la Iglesia por sus actividades intelectuales. Después vino la «Carta atenagórica» (1690) donde criticaba un antiguo sermón del jesuita portugués Antonio de Vieyra. ¡Cómo se atrevía una mujer, encima monja! El mismo arzobispo de Puebla, preocupado por la avalancha de ataques contra ella, le escribe una carta bajo el pseudónimo «Sor Filotea de la Cruz» en el que le insta a ocuparse de la salvación de su alma y dejarse de escritos y cuestiones del intelecto. La Respuesta es el último alegato de Sor Juana. Hay mucha sorna en sus palabras, pero también mucho dolor. Insiste en que ella ha pedido a Dios: «que apague la luz de mi entendimiento dejando sólo lo que baste para guardar su Ley, pues lo demás, sobra, según algunos, en una mujer». (Atención al «según algunos»). Pobre Sor Juana, que solo quería estudiar, que se mete a monja cuando lo que hubiera querido era «vivir sola. De no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros». «Un monstruo devorador», la llama Rosario Castellanos, a quien «no habrá


manera ni de clasificarla ni de asimilarla ni de colocarla». Así es. La única manera de acabar con ella fue matar la fuente que le daba vida: «llega a su hora final reducida a la última desnudez: la de no poseer ni un libro». Murió en 1695. «El mundo que para mí está cerrado tiene un nombre: se llama cultura. Sus habitantes todos ellos son del sexo masculino», escribía Castellanos en 1950, dos siglos y medio después de que Sor Juana se dejara morir en una celda sin libros. En Mujer que sabe latín Castellanos escribe también sobre sus contemporáneas americanas, como Clarice Lispector y sobre autoras anglosajonas que le interesan. Es el caso de Betty Friedan, que había publicado La mística de la feminidad en 1963. Castellanos introduce su capítulo comentando las reacciones que produjo la publicación de El segundo sexo de Simone de Beauvior, desde un rechazo violento al principio, a una aceptación paulatina de sus tesis por parte de la intelectualidad masculina; aunque, señala Castellanos, muchas mujeres no acaban de aceptar a Beauvior Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695), autora de obras como El divino Narciso o Primer sueño. porque temen contemplarse bajo su prisma. No lo señala como algo desalentador sino algo inevitable en la evolución del feminismo. bien ese feminismo que irrumpe a partir de los años 80 con Y dentro de esa evolución, la autora admira el esfuerzo de fuerza arrolladora, el de las más disidentes, desfavorecidas, Friedan por analizar el malestar que provoca la reducción de racializadas, queer, como Gloria Anzaldúa. la mujer a eso que Virginia Woolf llamó «el hada del hogar», Según escribo estas líneas a principios de abril de 2023 pero en versión americana post Segunda Guerra Mundial. y recuerdo el impacto que en mí tuvo Rosario Castellanos Para Castellanos, La mística de la feminidad «es una levadura hace más de veinte años, me apena que en España se conozque fermenta en muchas inteligencias, que incuba muchas ca tan poco su obra. Y me entero de que la editorial Lumen inconformidades, que orienta muchos proyectos de vida, ha publicado hace unos pocos días en México Materia que que sirve de base, en fin, a un movimiento emancipador». arde de la escritora Sara Uribe con ilustraciones de Verónica Fue una de las bases, sin duda, a las que pronto se sumó PolíGerber, en la que analizan vida y obra de la autora. ¿Serían tica Sexual de Kate Millet, en 1970. No sé si Rosario Castellatan amables, queridas editoras de Lumen, de publicarlo tamnos lo llegó a leer, aunque imagino que sí, dada su voracidad bién en España? Su publicación a este lado del Atlántico se lectora y su interés en el tema. Castellanos tuvo una muerte uniría a otras recuperaciones muy necesarias, como la de la absurda: se electrocutó con 49 años, en 1974. Además de obra de Armonía Sommers por la editorial Páginas de Espulas dos obras mencionadas, dejó una extensa obra poética, ma, la de Diamela Eltit por Periférica, María Luisa Bombal numerosos artículos y varias novelas, entre las que destaca por Seix Barral o Josefina Vicens, contemporánea mexicana Balún Canán. Me pregunto cómo habría evolucionado su fede Castellanos, por Tránsito. minismo, cómo habría reaccionado frente a las lecturas con las que fui completando mi formación, si hubiera aceptado

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TRES HUESOS RAROS: EXCURSUS POR LOS ENTRESIJOS DE LA LITERATURA ARGENTINA por Marina Closs

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s un poco vergonzoso hablar del canon, porque implica aceptar que a uno le importa (como los que piden que se acepten palabras en la Real Academia Española). El canon es una estantería de dioses vergonzosos, a la que da un poco de pudor que se nos descubra mirando. A la parentela literaria, a todo ese pequeño círculo de señoras y señores inolvidables, uno se la arma no tanto mirando hacia lo alto, sino más bien alrededor: desempolvando (cuando no directamente desenterrando). Eso no es del todo desagradable, porque se termina gozando bastante de esa intimidad curiosa. Así también, uno se vuelve un poco mezquino de los suyos, hasta el punto de que casi detestaría que alguien los suba a esa vidriera tan poco profunda que es el canon. A esa especie de salón con amplio ventanal, aquel lugar al que todos miran sin parpadear ¿torciendo un poco el cuello, quizá, en actitud respetuosa? En el fondo, pienso que, del canon, no es posible esperar nada. Porque, de hecho, lo primero que quita el canon es la esperanza. Parece que no hay lugar, o que el que hay ya está casi previamente asignado. Y eso que, como los dioses, la literatura ama ocultarse. Al menos por un tiempo, los libros se pierden. En eso quizá radica uno de sus verdaderos poderes: el de volver. Un libro es, en el fondo, no mucho más que un modo de permanecer. No necesariamente en el canon, sino distraídamente, ocupando más bien poco espacio. Por lo general, los libros viven sus vidas en masas polvorientas, son casi el fondo del decorado. Pero ¿por qué hay algunos libros que jamás podrían tirarse? ¿o pdfs leídos y releídos que uno, de todas maneras, de pronto, sale apurado a comprar? Porque eso son también los libros: pura necesidad. No sé si el canon es una necesidad del mismo modo que son necesarias las repisas polvorientas, los vericuetos, la profundidad enmarañada de una biblioteca. Mientras un libro tenga la oportunidad de permanecer en algún lugar, no importa que no esté en el canon ¿qué escritor va

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a buscar al canon? Es casi al contrario: un escritor omite el canon, se lo saltea. Va directamente al último rincón, a mirar en el fondo de la boca de la gran serpiente. El problema, claro, es que hay libros que no están ni siquiera en el fondo. Algunas de las historias de los libros que voy a contar son un poco desesperantes. Sus desapariciones fueron estremecedoras. Sus reapariciones tuvieron (y tienen) cierta aura estruendosa que los devolvieron rápidamente a las primeras filas de los estantes. En el fondo, repito, más que una entrada al canon que, para mí al menos, es igual que quedarse atrapado en un baile de estatuas, lo que me gustaría reclamar para estos libros es la oportunidad de que, esta vez, sí se queden. El día del accidente Yo estaba de paso por una de las librerías de saldo de la calle Corrientes cuando me encontré por primera vez con un ejemplar de Eisejuaz (la edición de 2013 de Cuenco de plata). En ese momento, estaba en alguna clase de estado de rebelión permanente contra la “literatura argentina” que me parecía dominada por un montón de narradores realistas prolijos, urbanos y algo así como solemnes. Creo que, en el fondo, adolescentemente, yo disfrutaba de odiar a todos o, al menos, de estar enojada con unos cuantos. Cuando abrí Eisejuaz, era como para comprobar que esa Sara Gallardo era otra vez una narradora argentina olvidable de puro prolija y realista y parecida al resto, así que a mí misma me dolió mi cara de sorpresa cuando leí toda una hoja totalmente asustada de mi propio entusiasmo. Me fui inmediatamente de ahí y no me compré el libro, solo porque siempre es un poco más cómodo seguir equivocada. Por suerte, el hechizo se prolongó. Lo leí al poco tiempo. Entero. Muchas veces. Es verdad que ninguno de sus otros libros tuvo sobre mí el mismo efecto, pero a veces me parece que Eisejuaz es el único clásico argentino en mucho tiempo, no sé desde cuándo, pero quizá hasta ahora.


¿Qué puede tener de clásico un experimento? Creo que a los buenos libros se les siguen descubriendo más y más aciertos y este es uno de esos casos. Lo que a mí me sorprendió particularmente de Eisejuaz es que su vínculo con el mundo indio no iba tanto por el lado del pasado, la tierra, lo mágico (que es la conexión típicamente latinoamericana); Eisejuaz no es, como el personaje de ese cuento (hermoso, igual) de Guimarães Rosa Mi tío el yaguareté, el último ejemplar de una raza casi extinta, un personaje al que uno solo puede mirar con sorpresa y nostalgia. Es un mundo vivo, luchando por sobrevivir en otro mundo vivo, mucho más fuerte, más definido, y que le resulta por definición hostil. Ese mundo que es Eisejuaz, no sé con qué derecho, pero a mí me pareció cercano. Porque es un mundo emparchado, a medias destruido, a medias reacomodado. No tan distinto del nuestro (o del mío, al menos). Un mundo joven, o que se percibe como joven, pero en realidad, porque no le queda otra, porque no encuentra a la vista las huellas de ningún pasado. Un mundo levantado a medias, para mí esa fue la revelación: que de un mundo así también pudiera salir una gran novela. El segundo motivo de mi sorpresa tiene que ver exclusivamente con el texto. Extraño, porque es como si no estuviera escrito, sino endiabladamente esbozado, como si no hiciera falta escribirlo del todo, alcanzara con lanzarlo a pedazos ¿pero a la cara de quién? ¿A la cara de la prosa retórica y ensimismada (dejemos esto sin ejemplo)? ¿A la cara del realismo explicativo y sobredibujado? Pienso que Eisejuaz se sigue percibiendo, hasta ahora, en el cuerpo de la literatura argentina, como un ángel extraño: para empezar, porque lo escribió una “señora bien” y es la historia alucinante de un mataco lumpen. Aunque la literatura está hecha de esta clase de parentescos distantes (un soltero empedernido inventó a Alicia, un hombre bastante cruel e insoportable concibió a Salambó). Como observó la misma Gallardo, La madre de Gorki es un gran libro porque está escrito por Gorki. No sabemos qué hubiera sido del libro si lo hubiera escrito “la madre”. Eisejuaz sufre de esta misma deformidad: de esta misma distancia inexplicable entre escritor y personaje. Entonces, ¿a la cara de quién tira la “señora bien” su libro de indios? ¿a la cara de su clase? ¿a la cara de la (seguramente perpleja) crítica social? A veces me parece que lo está tirando (aún) acaso contra la literatura del presente, propensa al testimonio y a la denuncia como si esas dos cosas fuesen, en sí mismas, un valor literario (cuando, a esta altura, hay que ser bastante hipócrita para no darse cuenta de que se han transformado también en valores comerciales). Por eso justamente está de vuelta: Eisejuaz, como un paradigma de todos esos geniales libros bicéfalos, continúa chirriando.

«Algunas de las historias de los libros que voy a contar son un poco desesperantes. Sus desapariciones fueron estremecedoras. Sus reapariciones tuvieron (y tienen) cierta aura estruendosa que los devolvieron rápidamente a las primeras filas de los estantes. En el fondo, repito, más que una entrada al canon que, para mí al menos, es igual que quedarse atrapado en un baile de estatuas, lo que me gustaría reclamar para estos libros es la oportunidad de que, esta vez, sí se queden» Ser o no ser una mujer La primera edición de Eisejuaz es de principios de los setenta. La primera reedición (según el texto que consulto) es del 2000. Los primeros trabajos críticos sobre Eisejuaz aparecen después de esta segunda edición y, hasta tiempos recientes, no son muchos. Más que las exaltadas cartas de Mujica Láinez, no quedan demasiados signos materiales de una recepción positiva de la novela en su contexto. A veces uno empieza a preguntarse si no fue justamente no haber escrito sobre mujeres lo que condenó a Sara a esa especie de ostracismo desmemoriado. Como si una mujer que no escribiera sobre ser una mujer, en el contexto de

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Fotografía de Sara Gallardo (1931-1988), escritora argentina autora de Eisejuaz. Fotografía de Eduardo Comesaña

la literatura de su tiempo, fuese una especie de anomalía sin público. Esto lo aventuro como hipótesis. Y como crítica a nuestro propio tiempo en el que creo que podría volver a pasar. Porque, en ese llamado boom de la literatura femenina, parece a veces asomarse el tufillo de la concesión, de la repetición, de la inercia: como si “ser mujer” fuese el tema. Y como si repetir muchas veces la fórmula fuese la única posibilidad de existir de algún modo. Lo que a mí me parece que “vuelve” de Eisejuaz o de los libros que voy a describir ahora (escritos por mujeres) es justamente que no se parecen entre sí ni a los otros, no participan de ningún impulso común. Se acomodan, en su deformidad, a la fase del experimento. En su marginalidad, además, toman una especie de aliento raro, y ahí los tenemos ¿convertidos en canon? Ojalá que no. Ojalá que convertidos simplemente en muchos libros nuevos. La pequeña diosa Todavía antes de leer a Sara Gallardo, yo había quedado impresionada por esa prosa tan despreocupada y tan precisa (tan accidentalmente infinita) que es la de Hebe Uhart. Hebe fue bastante reconocida en vida. De ella, leí cuanto pude hasta

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llegar a la nouvelle Señorita, que es cuando me detuve y suspiré. Me gustó tanto que me costaba comparar todo lo demás con esa pequeña obra de pura necesidad y talento. Frente a las grandes puertas de la literatura nacional, Señorita es casi un destrato. No quiere entrar, tampoco parece que vale la pena sacarla. Es tan mínima que no molesta, hasta se puede hacer como que nunca llegó. El final de Señorita, que es como reírse y alejarse, sin que nadie tenga tiempo de venir a hacer preguntas: esa es la actitud que Hebe Uhart tuvo toda su vida. Porque, al contrario de (pongámosle archienemigos varones, aunque en realidad eran fervientes recomendadores de Hebe) Piglia o incluso Fogwill, Hebe tenía una prosa al mismo tiempo concisa y realista, y sin embargo, totalmente exenta de aspavientos. Y una tendencia a la gracia coloquial, la gracia en la desfachatez. Que Fogwill tiene en las entrevistas, pero es como si para escribir un libro más bien se pusiera el moño. Y Piglia, el moño siempre. El hombre moño. Hebe vivió una vida bastante apacible y ordenada. En su vejez, fue ciertamente admirada (al menos en Argentina). Fue algo así como aclamada “reina de la miniatura y de la pequeñez”. ¿De lo trivial? No se enojó, paseó por su moderada fama como paseó por todos lados. Si alguien la hubiera metido en el canon, yo creo que, por puro paseandera, se bajaba. En esa actitud, no digo humilde, porque más que humildad, creo que está relacionada con la alegría de ir haciendo (y deshaciendo) con toda libertad y a su antojo, quiero decir: en esa vida que se consumía en andar risueñamente, en esa actitud y en ese tono, Hebe encontró su lugar. Y su gracia también: la de evitar los grandes discursos. La de privilegiar las acciones. Y siempre, siempre: el secreto. Que le da a su escritura esa especie de halo de conversación amistosa, de murmullo pícaro: de buen humor completamente bien mezclado con talento. Hebe es el anti-cliché de la escritora exuberante y apasionada. Su gracia consiste justamente en algo así como en ser moderada. Y hay que decir que es una gracia bastante inhabitual. Toda la literatura fálica cayó de rodillas ante su sencillez y su falta de aspavientos. Pero también, uno podría pensar que lo que la salvó (la hizo algo así como “recomendable”) fue justamente esa falta de interés en su propia persona y esa falta de solemnidad con respecto a su propia obra. Así, Hebe se transformaba, en el discurso de sus contemporáneos, en su propia “pequeña” sombra: la mejor cuentista argentina de su generación, claro. Pero una que no se tomaba a sí misma muy en serio. La gran serpiente Aurora Venturini publicó una veintena de libros en vida, sin que quede muy claro dónde, cómo, cuándo. Hasta es posible dudar de si los publicó. Sabemos que existió porque, al final de su vida compareció ante el mundo, sobre todo, después de ganar un famoso concurso. Pero Aurora llevaba como setenta años


siendo extraordinaria. Ella se consideraba discriminada “por peronista”. Creo que se hubiera sentido bastante confundida si alguien le hubiera planteado que el problema es que era una mujer. ¿Ese era el problema? Puede ser. Aunque creo que, otra vez, el problema principal eran sus temas. No se podía mandar a Aurora al cómodo rincón (al que sí se mandó a Uhart) de las “reinas de las pequeñeces”. Su extraña mezcla de fantasía exacerbada y frialdad burlona tampoco le permitían dirigirse a un público con muchos sentimientos. ¿Qué tenía Aurora que casi repelía? ¿demasiada personalidad? ¿Una novela que destilaba odio (Las primas) y un montón de libros demasiado difíciles de encasillar? De entre las tres autoras que presento en este ensayo, Aurora es el ejemplo más claro de “pura escritura”. No es ejemplar en ningún otro sentido que en el de que escribe demasiado bien (¡y demasiado!). Del rencor y del dolor de Las primas, en los demás libros, es verdad que siempre queda algo. Pero también es verdad que Las primas es el único libro en el que ese veneno se torna un poco agotador. En general, el veneno auroral viene en impresionantes buenas mezclas de fantasía y gran estilo (en Nosotros, los Caserta), de realismo y gran estilo (en los cuentos de El Marido de mi madrastra), de humor desopilante y gran estilo (en Cuentos secretos). Es que Aurora debió ser leída por el público que leyó a Osvaldo Lamborghini (¿pero quién lo leyó hasta que lo editó Aira?), o debió ser leída por Aira. Creo que ahí está también el corte: en las camarillas de escritores que se leen y se salvan. Allí, creo yo, era donde las mujeres pasaban por criaturas extrañas: fuera de toda posibilidad de asociación. En esos pequeños corrillos de popes ¿por qué las mujeres no entraban? ¡Aurora merecía esos lectores! En fin, se tuvo que salvar saltando al salvavidas un poco vergonzoso de ganar un premio. Aurora creía de hecho, firmemente, en la posteridad. ¡Qué fuerza de voluntad más grande, la de tener 85 años y todavía seguir creyendo en el futuro! No le importó tanto. Hizo lo que tenía que hacer y lo volvió a hacer una y otra vez hasta el cansancio. Aurora Venturini vuelve a la vida en cada uno de sus libros, vuelve a merecer, a tener, a pedir, a querer, a tomar, a chupar, a morder. En todos sus libros, la culebra que es ella hablando, parloteando, otra vez se agita. De ella hay que aprender: basta con empezar a decir lo que hace falta, desde el principio y hasta el final, basta con conservar la calma y la paciencia de encontrarse hablando. Y que el mundo (los lectores, siempre lentos y perezosos) te encuentren después, calavera hermosa que se ríe y se lamenta. O, en el caso de Aurora, se ríe y se ríe y se ríe. Así, toda metida en un pasado del que ya nadie podría sacarla. Se resucita en sus libros, como si se riera de nosotros que la dejamos vivir tan sola. Aurora es para siempre su increíble jeta de anciana, su figura torcida, de alimaña. Está para siempre vestida, teñida y pintada de vieja malvada. Si la olvidamos, bueno, fue solo por un tiempo. Ahí está otra vez. Es todo lo contrario al polvo: una criatura fantástica de corazón de piedra.

Fotografía de Aurora Venturini (1922-2015), escritora argentina autora de novelas como Las primas. Fotografía de Nora Lezano

Fervores Con estos tres nombres (Gallardo, Uhart, Venturini) a la literatura argentina le crece, no digo un canon, sino tres huesos raros, que dejan al cuerpo vivo respirando, pero en un estado de deformidad (creo yo) benigno y fértil. Tres huesos con mucha carne. Para desurbanizar, desenmoñizar y, sobre todo, para dar por sentado que la identidad (la excentricidad, casi: esa libertad de ser uno mismo, incluso cuando eso implica ser muy razonable) es el único destino literario serio. Porque creo que hay algo exagerado, una suerte de retorcimiento casi vergonzoso que es, en último sentido, el pulso metido en el fondo del puño de todo escritor. La prolijidad es casi mala compañía, ante la necesidad de no dejarse domeñar por una forma de la normalidad (la “realidad”) tan tímida como aceptable. La mirada tiene que estar alta, y poder ser sostenida para siempre, ante la indiferencia, la perplejidad o la risa de los demás. Porque eso también es un libro: una mirada que, pasan los años, y no se baja. Estas tres autoras escaparon de ser un boom, pero se quedaron con la leyenda de sus pequeñas (o largas y jorobadas) siluetas yendo sin prisa y sin demoras hacia ese lugar al que todos querríamos también estar yendo.

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EL CANON EN MARCHA por Carlos F. Grigsby

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n el hervidero de la pubertad, leí en raptos a Alejandra Pizarnik. En esos años de sueños rimbaldianos, me parecía una poeta tocada por la gracia. Medía mi propia edad con la suya, a sabiendas de que había escrito poemas como «El despertar» con solo veinte años («Señor / Tengo veinte años / También mis ojos tienen veinte años / y sin embargo no dicen nada»). Con el tiempo, sin embargo, ha cambiado mi lectura. Me parece que la enfermedad de la autora menguó su poesía, tan embargada por la obsesión de la muerte. Más allá de su tragedia, el suicidio de un autor estropea la lectura de su obra: a partir de él, lo escrito adquiere un aire de legendaria fatalidad y morboso heroísmo, todo lo cual nuestra cultura literaria está demasiado presta a consu-

Fotografía de Eunice Odio (1922-1974), poeta costarricense. Fuente: Biografías y Vidas.

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mir. Por otro lado, me gustan el rigor de la condensación del fragmento en Los trabajos y las noches; los interesantes experimentos en prosa como el de La condesa sangrienta, en el que Pizarnik se inicia en el gore gótico; el desesperado experimento de Extracción de la piedra de la locura; las páginas memorables, aunque siempre tentativas, exploratorias, roídas por sus propias tinieblas y densas hasta la asfixia de El infierno musical. La primera poeta que realmente me marcó, sin embargo, allá por los inicios de los 2000, fue Emily Dickinson. Me parecía entonces que sus poemas encerraban un misterio esencial, para el cual el análisis resultaba más o menos vano y de cuyo núcleo yo solo podía tener visos empleando toda la intuición y sensibilidad de las que era capaz. Hoy me sigue pareciendo una poeta insuperable, cuyo estilo sibilino y singular derrota a la mayoría de sus traductores. Pasada la pubertad, en uno de mis trasiegos entre España y Nicaragua, encontré en casa de mis padres una edición vieja y de tapa rosa de La mujer nicaragüense en la poesía, de Daisy Zamora. Tenía el lomo desencuadernado y las hojas se habían deteriorado en la humedad tropical. Leyéndolo, empecé a darme cuenta de que uno de los sucesos más importantes de la poesía nicaragüense de la segunda mitad del siglo XX fue la irrupción de una poesía feminista, aunque la historiografía aún no lo reconozca. Con el tiempo, vi que esos rasgos en un inicio nacionales eran de hecho regionales: las guatemaltecas Ana María Rodas y Luz Méndez de la Vega; las nicaragüenses Ana Ilce Gómez, Daisy Zamora, Michèle Najlis y Gioconda Belli; las costarricenses Eunice Odio y Ana Istarú, entre otras, transformaron el paisaje de la poesía centroamericana, una región profundamente patriarcal. Uno de los rescates más alentadores en el devenir del canon es el de Eunice Odio. Se acaba de publicar La lucha por la lengua (los tres editores, 2023), una recuperación del debate que tuvo la poeta con el mexicano Salvador Elizondo en torno a las posibilidades del castellano. Su poema alucinante, monumental y desmesurado, El tránsito de fuego, fue reeditado en 2019 por la editorial Sin Fin, que también ha publicado a la chilena Elvira Hernández y la peruana Carmen Ollé. También fue reeditado su primer poemario, Los elementos terrestres (Torremozas 2018),


«Uno de los rescates más alentadores en el devenir del canon es el de Eunice Odio. Se acaba de publicar La lucha por la lengua (los tres editores, 2023), una recuperación del debate que tuvo la poeta con el mexicano Salvador Elizondo en torno a las posibilidades del castellano. Su poema alucinante, monumental y desmesurado, El tránsito de fuego, fue reeditado en 2019 por la editorial Sin Fin, que también ha publicado a la chilena Elvira Hernández y la peruana Carmen Ollé» una reescritura personal del Cantar de los cantares a través de un tamiz surrealista, en la cual fulge su don para la metáfora. Quiero pensar que ya es la hora en que se va a reconocer a esta poeta única, que murió sola, pobre y ninguneada en Ciudad México. Tres clásicos Podríamos colegir una lista de poetas que están siendo revaloradas gracias a la nitidez con que retratan la opresión patriarcal, hasta hace poco un tema menor. A principios del siglo pasado, de todo el modernismo, fue Delmira Agustini quien mejor lidió con la ansiedad de la influencia de Rubén Darío. Le torció el cuello a ese cisne mejor que lo hizo González Martínez y además lo puso a menstruar: «Yo soy el cisne errante de sangrientos rastros, / Voy manchando los lagos y remontando el vuelo.» En Los cálices vacíos, el kitsch modernista se potencia gracias a un impudor feminista. Como Agustini, Alfonsina Storni siempre ha sido nombrada parte de la historia de la literatura hispanoamericana, pero más a manera de personaje secundario o terciario que de protagonista. Descrita su poesía por Borges como «chillonería de comadrita», recientemente se han vuelto a editar sus crónicas feministas. Primero fueron publicadas sin mucho ruido como Nosotras… y la piel (Alfaguara, 1988), luego aparecieron bajo el título Un libro quemado (Excursiones, 2014). En éste, las mismas investigadoras que habían publicado aquél ampliaron y reordenaron la selección de textos. La autora que emerge de estas ediciones deshace la imagen estereotípica de la poetisa que,

por desamor, se adentraría en la muerte caminando entre las olas. Storni es una escritora subversiva e irónica, casi cáustica. También en esta lista se podría incluir a la escritora chiapaneca Rosario Castellanos. Atestiguando la boga comercial del tema, recientemente se publicó el ensayo biográfico Rosario Castellanos. Materia que arde (Lumen, 2023), escrito por Sara Uribe e ilustrado por Verónica Gerber Bicecci. Más allá de la renovada relevancia que tiene, después del sonado giro decolonial, la novelista indigenista de Balún Canán y Oficio de tinieblas —con todas sus contradicciones de ladina—, pienso en la importancia de la autora de poemas emblemáticos como «Valium 10» o «Autorretrato», por el humor amargo y la lancinante lucidez con que retrata el mundo heteropatriarcal. Poesía y mercado Todo el mundo sabe que la mejor literatura hispanoamericana hoy es escrita mayormente por mujeres. Por fin se ha dejado de discriminar a escritoras por su género. En consecuencia, como los ejemplos anteriores muestran, una rescritura del canon —de los cánones— está en marcha. No obstante, en los medios la palabra «literatura» suele significar narrativa, por lo que vale la pena preguntarse qué pasa con la poesía. Se suele pensar que los poetas escriben al margen del mercado. Éste, sin embargo, lo acapara todo, incluso aquello que lo resiste. Aunque el término incurra en cierta banalización de la historia, Teju Cole habla por eso de «totalitarismo de mercado».

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Libro de la poeta nicaragüense Daisy Zamora

De la librería al aula universitaria, hoy la cultura está largamente tematizada según discursos identitarios basados en género, raza y/o nacionalidad, que rigen la forma en que se consume. El mercado, además, nada desaprovecha. Hay poetas cuya obra ahora tiene una segunda oportunidad en virtud de ser escrita por una mujer. Más allá de los excesos y ripios a los que esto conduce, ha tenido el feliz resultado de que la obra de una escritora como Marosa di Giorgio, aunque aún autora de culto, tenga más difusión que nunca. Admirable creadora de atmósferas delicadas y aberrantes, es en hora buena que una escritora tan obstinadamente fiel a los símbolos de sus sueños y su infancia pueda ser leída con más atención. De modo similar, sin el auge de la escritura por mujeres, no estoy seguro de que se le habría reconocido a las uruguayas Ida Vitale y Cristina Peri Rossi con el Cervantes. Tampoco sé si a una poeta como María Negroni, cuya poesía muestra un delicado trabajo con las texturas del

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lenguaje, se le leería con la misma atención con que se hace hoy. Aunque de generaciones distintas, en Peri Rossi y Negroni se reconoce la crítica lucidez que se adquiere casi siempre en el margen, ya que ambas empezaron a hacer obra antes de este apogeo. (En el caso de Peri Rossi, el margen era aún más orillado: además de escritora, lesbiana.) Antes, la biografía de una poeta de la potencia de Blanca Varela se narraba —se sigue narrando— a partir de su encuentro en París con Octavio Paz, quien paternalmente la habría introducido en los círculos artísticos franceses. Parafraseando a Carlos Martínez Rivas, mientras el mexicano se inmolaría como poeta al surrealismo francés, guiado por su convicción de ser, para el mundo hispano, el traductor de la modernidad de aquella estética, Varela en cambio llegaría a desarrollar una voz inconfundible, que marcaría una de las grandes obras poéticas del siglo en castellano. Paz ganaría el Nobel; a Varela no le darían el Cervantes. Está, sin embargo, el reverso de la moneda. En su faceta más comercial, al mercantilizar ciertos temas y rasgos de identidad en pos de mayores ventas, la efervescencia editorial que viene con la actual diversificación de los cánones amenaza con extinguir la misma originalidad que dio lugar al auge de la escritura por mujeres. En particular, flaco favor les hace a poetas jóvenes cuyo talento es tan evidente como su falta de experiencia. Por un lado, para incrementar su atractivo ante el consumidor, las editoriales tienden a promover a estas poetas como voces ya hechas e incluso magistrales. Por otro lado, la crítica, cuya función en el campo literario debería ser la de contrapeso a estas fuerzas comerciales, reducida al suplemento cultural deviene partícipe del fenómeno mercantil al celebrar las obras acríticamente, gracias a un entusiasmo basado en afinidades temáticas y discursivas. Esto no obsta para decir que algunas de las voces más importantes de la más reciente poesía en español son, de hecho, las de mujeres como Erika Martínez y Elisa Díaz Castelo. Los libros de aquella, como Chocar con algo y La bestia ideal, muestran a una poeta cerebral atípica dentro de la tradición de la poesía española, si consideramos su diálogo abierto con la poesía hispanoamericana; su uso de la ironía; el cultivo del poema en prosa; la experimentación con, y la ampliación de, el vocabulario del lenguaje poético, capaz de abarcar todo lo que va desde el tópico periodístico al discurso científico. Por otro lado, en la obra de la mexicana Díaz Castelo también hay una apertura del registro lírico al poetizar el lenguaje de la física y las matemáticas, así como reinventar viejos mitos (Ofelia, Eurídice) desde la cotidianidad contemporánea. En comparación con Martínez, en Díaz Castelo es más noto-


ria la escuela de la poesía estadounidense: la puntuación, el giro de la frase y cierto encabalgamiento con miras a enriquecer el verso con ambigüedades. Quizá lo más interesante de esta poeta mexicana venga cuando haga uso más desenfadado de la sintaxis de la poesía angloamericana, cuyos ecos aún pueden oírse en sus poemas. Zonas de sombra Quiero matizar lo escrito: el mercado lo acapara casi todo, pues decide ignorar lo que no puede mercantilizar. Alguien deambula por las calles de la Zona 1 de la Ciudad de Guatemala. Es mayor, debe andar por los setenta u ochenta. Vende dentífricos, desodorantes y poemas. Pablo, como prefiere que le llamen, o Isabel de los Ángeles Ruano, como aparece en algunas antologías, es una de las poetas de la segunda mitad del siglo XX más importantes de la región. Es prácticamente desconocida fuera de su país, a pesar de haber escrito versos como: Te quiero en ese resplandor de miedo voluptuoso donde nació el acento melancólico, en las ventanas del sueño, en ese gemir suave de adolescente incendiado en el otoño, te quiero en el vaivén de habitaciones olvidadas, ignorado en escalerillas fantasmas, martillando una angustia sin nombre, tragando besos sucios a hurtadillas del día, comprando una primavera inexistente bajo un silencio de sombras y sábanas revueltas. Son del poema «A Luis Cernuda», de la colección Tratado de los ritmos. En su escritura hay una velada poetización (casi escribiría sublimación) de la pobreza que vive y ha vivido, que hace realidad posibilidades poéticas bastante originales: Mendigaré a través de las increíbles ciudades del otoño (…) Mendigaré en los parques la luz y los colores. Y aunque su obra prometa muchas posibilidades de gran interés para el mercado y la academia del giro cultural —la ambivalencia de su sexualidad, el travestismo, la locura, la marginalidad, etc.— hay zonas, hay regiones a las que el mercado simplemente no se asoma.

«Antes, la biografía de una poeta de la potencia de Blanca Varela se narraba —se sigue narrando— a partir de su encuentro en París con Octavio Paz, quien paternalmente la habría introducido en los círculos artísticos franceses. Parafraseando a Carlos Martínez Rivas, mientras el mexicano se inmolaría como poeta al surrealismo francés, guiado por su convicción de ser, para el mundo hispano, el traductor de la modernidad de aquella estética, Varela en cambio llegaría a desarrollar una voz inconfundible, que marcaría una de las grandes obras poéticas del siglo en castellano. Paz ganaría el Nobel; a Varela no le darían el Cervantes»

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LA MADRE DE LA POESÍA por Carlos Fonseca

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sta es la historia de tres madres y un comienzo. O tal vez sea simplemente la historia de una metáfora, si es que nos dignamos de una vez y por todas a tomar las metáforas en serio, como lo que son, como navíos cruzando el mar del lenguaje, marcando el camino para un pensamiento que siempre llega tarde. En ese caso, vale escuchar a la protagonista de Amuleto, la novela de Roberto Bolaño, cuando en las primeras páginas se presenta a sí misma como «la madre de la poesía». ¿Una metáfora? Quizás. Pero una metáfora que va directo al corazón de la poesía

y por ende de la literatura, pues qué es la poesía sino el origen de la literatura. Ser la madre de la poesía es ser la prehistoria de un origen velado, ser la esencia de una literatura que amenaza con desaparecer. Bolaño lo sabía bien. No solo puso en boca de la uruguaya Auxilio Lacouture esa frase magnífica, sino que escribió toda una obra que intenta dirigirse hacia ahí: hacia ese punto en el que la literatura regresa a su origen. En Los detectives salvajes, Auxilio Lacouture intercambia lugares con Césarea Tinajero, la enigmática poeta de vanguardia cuyos pasos Arturo Belano y Ulises Lima persiguen hasta perderse en

Novela de la autora costaricense Marta Alponte Alsina

Recopilación de cuentos de la autora brasileña Clarice Lispector, autora también de novelas como La hora de la estrella


los laberintos del Desierto de Sonora. Su épica es la épica de aquellos que se adentran en la literatura buscando un origen que se les escapa. ¿Pues qué encuentran los real viscerealistas al llegar hasta «la madre de la poesía» sino un puñado de poemas que parecen más una broma que otra cosa? Ese sería tal vez la primera conclusión de esta historia: que en el origen no hay esencia, sino un gran vacío. Un vacío que estructura la literatura como deseo y movimiento, como gesto de errancia. Siguiendo los pasos de Bolaño, el costarricense Carlos Cortés esbozó otro errante peregrinaje hacia la madre de la poesía. En su magnífico libro La gran novela perdida, imaginó a un narrador tico llamado Méndez Lihn que, como los detectives salvajes del chileno, se lanza tras los elusivos pasos de una escritora maldita cuya obra parecía olvidada: la maravillosa tica Yolanda Oreamuno. Como en la novela de Bolaño, el testimonio de Méndez Lihn acababa por adentrarse en otro vacío: los manuscritos perdidos de Oreamuno. Recuerdo todavía con nostalgia las tardes de adolescencia que pasé en San José acompañando a la voz de Méndez Lihn, recorriendo junto a él ese canon costarricense en el corazón del cual, según Cortés, se hallaba una pérdida: «Una tarde se puso a divagar sobre la necesidad de reinventar a Yolanda Oreamuno, ese fue el término que utilizó, reinventar, para que estuviera a altura de su importancia, así me lo dijo, y me aseguró que en su juventud leyó el manuscrito original de Por tierra firme en un borrador a máquina en papel copia y tinta azul». Recuerdo haber pensado que la movida de Cortés, como la de Bolaño, era brillante: estructurar toda una tradición literaria, en este caso la costarricense, en torno a los contornos ausentes de la «madre de la poesía». Para ese entonces yo apenas había leído algunas páginas de La ruta de su evasión, la gran novela de Oreamuno, pero suficientes para animarme a imaginar lo que podría haber encontrado en las páginas perdidas de Por tierra firme. No sé exactamente porqué, pero imaginé aquella novela como un torrencial monólogo interior, como una voz que llegando a su fin descubriera sus principios. Y entonces creí verla a ella, a Yolanda Oreamuno, que siempre firmaba sus cartas con un idiosincrático YO, destruyendo el manuscrito de aquella novela que luego sería el ancla de un canon latente. La segunda conclusión de esta historia podría tal vez ser esa: se escribe no tanto desde el canon sino desde las grietas del canon, desde y hacia sus ausencias, para hacer que la madre hable. La tercera madre de esta historia no es tampoco mera metáfora. Raquel Hoheb también existió. Nació en Mayagüez en 1856, al otro lado de esa isla en la que más de un siglo más tarde yo me criaría. Puerto Rico era para en-

«Siguiendo los pasos de Bolaño, el costarricense Carlos Cortés esbozó otro errante peregrinaje hacia la madre de la poesía. En su magnífico libro La gran novela perdida, imaginó a un narrador tico llamado Méndez Lihn que, como los detectives salvajes del chileno, se lanza tras los elusivos pasos de una escritora maldita cuya obra parecía olvidada: la maravillosa tica Yolanda Oreamuno»

tonces otro mundo, una colonia que de a poco se despertaba con ansias de libertad sin saber lo que le esperaba. Raquel Hoheb existió y ha tenido la suerte de que Marta Aponte Alsina, la gran escritora puertorriqueña, le ha dedicado una bella novela. La muerte feliz de Williams Carlos Williams cuenta la historia de la madre boricua del poeta de Rutherford, su carrera como pintora, sus andanzas por París, su complejo linaje Caribeño y sus últimos años en New Jersey. Es una historia de puertos y de desvíos que nos regala la imagen de una madre que habla, que pinta, que grita. La historia de la madre del poeta presentada como la historia de la madre de la poesía: «No quisiera saberlo, pero sabe que Raquel, la madre, ese cuerpo des-

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ordenado por los espíritus, es lo más cercano al contacto poético». Aponte Alsina indaga en esa historia entonces como quién busca el origen del arte, siempre consciente de que «las mujeres no tenemos origen; somos el origen». Hacia ese origen, al que el propio William Carlos Williams le dedicó el libro Yes, Mrs. Williams, se dirigen las páginas de este libro en el que nos adentramos magnetizados por la presencia de Raquel y al que seguimos hasta perdernos junto al poeta por las calurosas calles mayagüezanas, en busca de la vieja casa de los Hoheb. William Carlos no encuentra ese hogar, solo el sudor y los mosquitos, pero tal vez esa sea la gran enseñanza de este libro en el que la madre siempre lleva hacia otras madres: «Así creció Carlos, junto a un teoría imposible del arte imposible de una madre pintora que no podía trazar una línea sin temblores, pero que adivinaba con claridad lo que sus balbuceos no sabían comunicar: el arte triunfa cuando las cosas desaparecen». Y es que allí dónde vemos desaparecer a Raquel, Marta Aponte ve surgir los contornos de su ya casi olvidada abuela y, junto a ella, las siluetas de la isla de antaño. La madre de la poesía nunca es simplemente ella misma, sino una madre múltiple, una figura hogareña que siempre nos lleva, sin embargo, hacia otras partes. Si algo nos enseña entonces la madre de la poesía es que es posible errar en casa. Auxilio Lacouture, Yolanda Oreamuno, Raquel Hoheb: tres nombres para aprender a perderse, como lo hacen los niños traviesos, dentro de la casa de la literatura latinoamericana. Tres nombres para imaginar comienzos distintos a aquellos a los que nos han acostumbrado las historias de los padres de la literatura. En mi caso, antes de llegar a estos nombres lle-

gué a uno cuyo extraño apellido me distrajo. Siempre recordaré la tarde de verano en la que me adentré en mi librería favorita en Puerto Rico y descubrí sobre una de las mesas de novedades el ejemplar de Agua Viva de Clarice Lispector. Siempre he pensado que ese encuentro marcó mi verdadera llegada a la literatura. Tendría yo diecisiete años, y apenas comenzaba a adentrarme en la literatura a través de los clásicos de siempre: Rayuela de Cortázar, Ficciones de Borges, Cien años de soledad de García Márquez. Para ese adolescente que fui, Agua Viva fue una especie de baño frío, un libro sorprendente que me despertó a otra literatura. Una literatura en la que todo era posible, una escritura que apuntaba no tanto a una forma sino a ese »tuétano de formas» con el que luego leería a Lorca describir el cante jondo. Un libro que demostraba que la literatura podía ser otra cosa, algo parecido a la música, a la pintura o al baile, una escritura esbozada como un gesto. «Quiero el plasma, quiero alimentarme directamente de la placenta», recuerdo haber leído y pensar que algo había allí, en esa voz que se atrevía a indagar en los orígenes de la palabra, allí donde esta arriesgaba confundirse con el grito de un recién nacido. Lispector es, tal y como descubriría luego al adentrarme en sus otros libros, la escritora del éctasis, del instante, de la vitalidad. «Esta es la vida vista por la vida. Puede no tener sentido pero es la misma falta de sentido que tiene la vena que late», tal y como nos recuerda, en otra frase magnífica que terminó por convencer al muchacho que fui de que la literatura no se jugaba nada si no aspiraba a esa pulsión vital. Lispector fue, entonces, el comienzo. Y hasta el día de hoy, siempre que alguien me habla de inicios, recuerdo

«Lispector fue, entonces, el comienzo. Y hasta el día de hoy, siempre que alguien me habla de inicios, recuerdo las primeras líneas de La hora de la estrella: “Todo el mundo comenzó con un sí. Una molécula dijo sí a otra molécula y nació la vida”. Esas líneas marcan el comienzo como sí y como alegría, como alegría de poder escribir a pesar de todo»

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las primeras líneas de La hora de la estrella: «Todo el mundo comenzó con un sí. Una molécula dijo sí a otra molécula y nació la vida». Esas líneas marcan el comienzo como sí y como alegría, como alegría de poder escribir a pesar de todo. Lispector, brasileña judía nacida en Ucrania, migrante de familia de clase baja, sabía bien que escribir era un lujo y que ese era el lujo perverso que por un instante iluminaba a su protagonista, Macabea, la pobre norestina cuya vida retrata en esa novela. Lispector fue para mí una especie de madre de la poesía, pero contrario a Cesárea Tinajero, a Yolanda Oreamuno o a Raquel Hobeb, su obra no estaba marcada por ninguna ausencia. Contrario a los poemas-broma de Tinajero, a los manuscritos perdidos de Oreamuno o a los cuadros ausentes de Hobeb, su obra estaba marcada más bien por una especie de plenitud, por un exceso que la hacía igualmente inapresable y elusiva. «No se entiende la música, se escucha. Escúchame entonces con todo tu cuerpo», sugieren las páginas de Agua viva y tienen razón. Lispector apuntaba a hacer de la escritura otra cosa: buscaba regresar el logos al flujo de la energía vital. Auxilio Lacouture, Yolanda Oreamuno, Raquel Hoheb, Clarice Lispector. Los nombres se multiplican en esta historia de madres y de comienzos, de orígenes y de búsquedas. Y es que la madre de la poesía siempre es múltiple. Lispector lo sabía bien. En la dedicatoria que abre La hora de la estrella escribe: «en este instante estallo en: yo. Ese yo que son ustedes porque no aguanto ser nada más que yo, necesito de los otros para mantenerme en pie…». La madre de la poesía es siempre múltiple pues saca a relucir otra historia de la literatura, aquella soterrada entre las grietas silenciosas del canon. Se ilumina así otro linaje posible: una tradición repleta de vida compuesta por voces que se alternan como un coro. Y así, detrás del nombre de Yolanda Oreamuno, Carlos Cortés saca a relucir nombres como el de la maravillosa Carmen Naranjo, autora de la magnífica novela Diario de una multitud, como el de la gran ecologista Ana Cristina Rossi, autora de La loca de Gandoca, como el de Tatiana Lobo, autora de Asalto al Paraíso, como el de Dorelia Barahona, autora de De qué manera te olvido. Y a estos nombres, habría que añadirle todos aquellos que se han sumado desde que el libro fue escrito: nombres como el de Carla Pravisani, el de Catalina Murillo, el de Larissa Rú. Y asímismo, detrás del nombre de Raquel Hoheb, se esconden también un sin número de boricuas maravillosas: desde la anarquista Luisa Capetillo hasta la inigualable Julia de Burgos, desde Angelamaría Dávila hasta la poesía de Mara Pastor, pasando por Zaira Pacheco y por Aurea María Sotomayor, por Mayra Santos Febres y por Mara Negrón. Fue de hecho Negrón,

justo recuerdo ahora mientras escribo esta lista, de quien primero escuché el nombre de Lispector. Y es que, como bien sabía la brasileña, «antes de la prehistoria existía la prehistoria de la prehistoria y existía el nunca y existía el sí». Aprender a decir sí, aceptar y jugar con las múltiples constelaciones que las madres de la poesía dictan, es entender que la literatura nunca se agota por más que la palabra del padre a veces parezca solemne.

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TRES GRANDES ESCRITORAS ESPAÑOLAS DE MEMORIAS: MARÍA CASARES, MARÍA TERESA LEÓN Y CONCHA MÉNDEZ: LA SOLEDAD DEL EXILIADO por Mercedes Monmany

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ija del político republicano Santiago Casares Quiroga, antiguo ministro y Presidente del Consejo de Ministros durante la Segunda República, bajo la presidencia de Manuel Azaña, María Casares (La Coruña, 1922 – Alloue, región de Poitou-Charentes, 1996), nacionalizada francesa en 1975, es recordada hoy como una de las más grandes actrices del teatro francés de toda la historia. Aunque también sería la intérprete inolvidable de películas míticas del cine de ese país como Les enfants du paradis de Marcel Carné, Les Dames du bois de Boulogne de Bresson o el Orfeo de Cocteau. Gran amiga del actor Gerard Philippe, en 1944 tuvo un encuentro que determinó su vida por completo, como es visible en sus magníficas memorias Residente privilegiada, recuperadas hace poco en la Biblioteca del exilio, de la editorial Renacimiento, y en la también imprescindible Correspondencia María Casares-Albert Camus, aparecida recientemente. Justo el día del Desembarco en Normandía, María Casares (como cuenta en pasajes de sus memorias de una cautivadora belleza, pasión e intensa carga poética) inicia una relación con el gran escritor y dramaturgo Albert Camus. Una relación que, con interrupciones, ya que él estaba casado, y nunca rompió aquel compromiso inicial, duró toda su vida, hasta el día de la muerte del que fue su gran amor en 1960. María protagonizaría algunas de las más grandes obras escritas por Camus como El malentendido, El estado de sitio y Los justos. «Como mi padre, como mi madre –escribirá en sus memorias- (él) se convirtió en mi propia materia viva, sin nombre, sin rostro, hasta el punto

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de que al verle de pronto en una fotografía inesperada o en una página extraviada escrita por su mano, años y años después de su desaparición, sufría yo la misma conmoción que si hubiera muerto la víspera (…) Por mi comodidad y mi paz y la comodidad de aquellos, aún con vida, que se encuentran en las mismas condiciones dolorosas ante su ausencia, habría preferido abstenerme de hablar de él; pero esto no puede ser; tomando el relevo de mi padre, fue él quien me hizo». Convertida en musa del existencialismo francés, y en general en una actriz adorada por público y crítica en su tiempo, Casares representó igualmente obras escritas por Sartre, Jean Anouilh, Victor Hugo, Marivaux, Jean Cocteau, Jean Génet o Paul Claudel, entre los franceses, o bien de Shakespeare, Anton Chéjov, Ibsen y Eurípides, entre el repertorio universal. Su papel como Lady Macbeth es recordado como legendario dentro de la escena de su tiempo. En 1949, entró en la Comédie Française y cinco años más tarde lo haría en el Teatro Nacional Popular (TNP), compañía pública con una fuerte preocupación social. Por otra parte, su papel sería esencial en la creación del célebre Festival de Aviñón. En 1980, publicaría en Francia, en la editorial Fayard, sus memorias Résidente privilegiée, dedicadas, como ella decía, «a las personas desplazadas». Es decir, a todos los exiliados, de cualquier parte del mundo, como ella. Un texto sin duda fundamental, no solo para acercarse a la tragedia de los expulsados de su tierra a causa de guerras y persecuciones políticas (su padre, Casares Quiroga, un pilar fundamente en la vida de su hija, «para entrar en su memoria


personal, es necesario hacerlo a través de la imagen de su padre», dirá María Lopo, en su excelente prólogo, nacido en La Coruña, tierra del dictador, fue de los políticos más odiados por Franco) sino como documento, escrito con una sinceridad, autenticidad y apasionada vehemencia lejos de artificios o máscaras, raras veces existente en creadores de enorme importancia que echan la vista atrás a todos los dramas, momentos de felicidad, encuentros trascendentales, carreras artísticas prodigiosas, nostalgias casi siempre inexpresables ante los de fuera, resurrecciones y pequeñas muertes encadenadas a lo largo de una existencia. María Casares sería una hija del exilio, que había emprendido junto a su madre en 1936. Será a los 21 años, y en casa del escritor Michel Leiris, donde conoce a Albert Camus, que precisamente había publicado su obra de fama mundial El extranjero en el mismo año, 1942, en que María había debutado en el Théâtre des Mathurins. Poco más tarde, a raíz de su papel en la obra de Camus El malentendido («creo que puedes interpretar el papel de Marthe, lo ha escrito un joven autor al que aprecio», le dirá el director Marcel Herrand, tal y como recuerda la actriz en sus memorias) la noche del Desembarco, el 6 de junio de 1944, se convierten en amantes: «De madrugada abandonamos la casa de nuestro anfitrión –recordará María- en una bicicleta que nos llevaba, yo, sentada en el manillar. Y así, dichosamente borrachos uno y otro, llegamos a nuestro destino (…) Fue allí donde me enteré La actriz y autora de memorias María Casares. Fuente: wikicommons de que pertenecía a la Resistencia y donde me habló por primera vez del periódico clandestino Combat. Allí plena, los dos juntos, todos los días, a cada hora, con una autendonde yo evocaba –para él- España y la imagen de mi padre. ticidad que pocos seres tendrían la fuerza de soportar». Allí donde nos disputábamos el título de mar más bello y opoUna de las cosas más llamativas al leer las memorias de esníamos el uno al otro, aquí “mi Océano”, allí “su Mediterráneo”, tas grandes mujeres de la cultura española exiliadas es comdurante horas y horas hasta estallar la risa». probar, en los momentos más exaltados de su composición o Tanto las memorias de María, como su epistolario, se conreordenación de recuerdos, cómo la palabra «España» va univierten en la crónica, atravesada por los duros acontecimienda a un doloroso magma de amor y furia a la vez, de nostalgia tos de su tiempo, tanto españoles como europeos, que les tocó exasperada y llena de cólera en ocasiones, al sentirse abandovivir, de un gran amor, de una gran complicidad y lealtad, más nadas y solas a pesar de haber sido auténticas estrellas de su allá de cualquier circunstancia y situación. El fuerte nexo que tiempo. Y no les faltaba razón. Tanto en el caso de María Tereles unió solo se vio fatalmente interrumpido en enero de 1960, sa León y su magnífica Memoria de la melancolía como en el de debido a la muerte en accidente de coche de Camus. «La muerMaría Casares, estando a lo largo de sus vidas permanentete los separa –dirá la hija del escritor, Catherine Camus, en un mente acompañadas por las más rutilantes figuras nacionales emocionado prólogo a su correspondencia- pero no sin haber e internacionales de su tiempo, relaciones que van sumándovivido “transparentes el uno para el otro”, solidarios, apasionase sin cesar a lo largo de su camino, enriqueciendo sin duda su dos, teniendo que alejarse a menudo, llevando una existencia existencia y sus obras respectivas, no son raros tampoco los

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«Tanto las memorias de María, como su epistolario, se convierten en la crónica, atravesada por los duros acontecimientos de su tiempo, tanto españoles como europeos, que les tocó vivir, de un gran amor, de una gran complicidad y lealtad, más allá de cualquier circunstancia y situación. El fuerte nexo que les unió solo se vio fatalmente interrumpido en enero de 1960, debido a la muerte en accidente de coche de Camus» asomos de rencor por tanto desgarro y sufrimiento causado por aquella parte de España que tras una cruenta Guerra Civil las obligó a decir adiós a su tierra durante décadas (el caso de María Teresa León) o prácticamente para todo el resto de su vida, en el caso de María Casares. La actriz, ya nacionalizada francesa, solo regresaría en 1976, y sería un regreso breve y accidentado, para representar El adefesio de Rafael Alberti. Se trataba de la primera vez que atravesaba los Pirineos tras su partida al exilio cuarenta años atrás. Por su parte, María Teresa León regresaría a España en 1977, tras un largo exilio comenzado en Orán, continuado en Francia, en Argentina durante más de 20 años y, por fin, en Roma. Con una escritura dotada de una sensibilidad, carga poética y elegíaca realmente admirables, de imágenes y evocaciones grabadas en lo más hondo, de gran belleza; rememorando los momentos más duros de una guerra despiadada y el dolor de tantos amigos desaparecidos («escuchando la radio francesa, oímos, entre dos anuncios, una pequeña noticia que se deslizaba: “Antonio Machado ha muerto en Collioure” (…) Rafael alcanzó a decir: Ahora sí que todo ha terminado. Todo, todo se nos concluyó aquel día y con aquella noticia (…) Nuestra literatura de combate expiraba. Federico, muerto al comenzar la agonía; Antonio Machado, al terminarla. Dos poetas. Ninguna guerra había conocido jamás esa gloria»); recordando viajes y encuentros legendarios («Eisenstein, el padre del cine revolucionario, había sido nuestro alegre compañero por el Cáucaso y Crimea»); viviendo en lo cotidiano un exilio que los abocaba a todos a una vida errante no deseada («durante años, únicamente sus amigos judíos comprendieron su soledad») esta soledad íntima, profunda, mezclada con un rumor o vaivén de «sonidos» (voces, palabras, murmullos, acentos, músicas del pasado) parece mecerla en algunas de sus más subyugantes páginas y conjurar, gracias a la escritura y el amor por la palabra «liber-

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tad», esa aspereza y herida siempre supurante, cercana a lo inhabitable, del destierro: «Sentada en esta tierra de nadie que es el destierro, veo a veces alrededor mío un charco de sangre (…) Llegan cartas; libros… Nos llegan quejas. Los que escriben nos dicen que se sienten ahogados (…) Sí, pero… ¿Y nuestra soledad? Es como si el agua se hubiera retirado de nuestras costas, llevándose cuanto nos pertenecía y ante nosotros quedase una extensión estéril de cantos rodados y conchillas rotas». Autora de una treintena de obras, María Teresa León (Logroño 1903 – Madrid 1988) es hoy día sobre todo conocida por sus Memorias. Como ha sucedido con no pocas mujeres escritoras ligadas a astros de fama inconmensurable de su tiempo, como es el caso de su marido el poeta Rafael Alberti, y si a ello añadimos la «anormalidad» y ruptura brutal que significa para cualquier autor vivir y publicar tras la tragedia del exilio, no es el suyo un caso único en el que su recuperación (y ausencia injusta, tras una larga carrera en la que practicó todos los géneros, desde la novela, el ensayo, la poesía, el teatro, los guiones cinematográficos o la biografía) se haga de forma tardía en el tiempo. Por tanto, es una buena noticia que la editorial Renacimiento recupere progresivamente su obra en una Biblioteca dedicada a ella. Quizá –como dice el escritor Benjamín Prado, especialista en su obra, en el prólogo- ese regreso tiene el valor de una clara «reparación, dada la escasa o nula difusión de muchas de sus obras en España». «Volví acompañada de mi nieto mayor, cuando él tenía trece y yo treinta de haberme ido», recuerda la poeta, dramaturga y editora Concha Méndez (Madrid, 1898 -Ciudad de México, 1986) en su libro Memorias habladas, memorias dictadas, grabadas por su nieta Paloma Ulacia Altolaguirre, en compañía del escritor y profesor mexicano Héctor Perea en 1991. Unas excelentes memorias estas que sobre todo nos acercan a la personalidad sumamente atractiva, transgresora desde sus


inicios («sus desplantes de rebeldía –se escribe en el prólogono fueron gestos exhibicionistas para escandalizar a la sociedad; al contrario, correspondieron a un verdadero esfuerzo por transgredir, desde su interior, todos los valores sociales y morales con los que le tocó nacer») de una escritora, de una mujer de firme espíritu independiente, nacida en el seno de una familia acomodada que, en aquellos días, a comienzos del siglo XX, no alentaba a las mujeres en el estudio y el conocimiento. Al contrario, las reprimía duramente, prohibiéndoles, pura y simplemente, «pisar la Universidad». Una escritora cuya obra fue desconocida por el gran público y olvidada durante décadas, atrapada en el callejón muchas veces sin salida del exilio y, sobre todo, a la sombra, de nuevo, de un marido poeta y figura de la cultura de gran prestigio en su época: Manuel Altolaguirre. Una escritora que sufriría la pena añadida, ya en México, en la que sería su segunda vida, de un exilio solitario como creadora: «Si Gerardo Diego no la había incluido en su famosa Antología -se explica en el prólogo a las memorias- mucho menos iba a ser tomada en serio en un mundo literario que no era el suyo. Como había ocurrido antes de la guerra, los hombres se negaban a ver en ella algo más que a la mujer de un poeta: nunca quisieron reconocerla como escritora por cuenta propia, a pesar de haber publicado varios libros que lo demostraban. Su vocación ya estaba latente desde mediados de la década de 1920, mucho antes de casarse. Y esta marginación se agudizó a partir de 1944, fecha en la que ella y su marido se separaron (…) Después pasó al olvido. No pudo encajar en el grupo social de los exiliados (…) Los exiliados, sobre todo los hombres porque las mujeres se asimilaron a la vida cotidiana, siguieron con sus antiguos pleitos entre partidos políticos, en tertulias, en cafés». No hay que decir que en esas tertulias y cafés la aparición de mujeres era siempre escasa. Novia de Buñuel, descrita por María Zambrano como «una mujer con arrojo, un nombre de los que llenan el momento que se está viviendo», Concha Méndez fue amiga de Maruja Mallo, de Salvador Dalí, de Cernuda (que, en el exilio de México, vivió en una pequeña casa prolongación de la suya), de Aleixandre, Alberti, Moreno Villa, Lorca, Gregorio Prieto, Octavio Paz y Elena Garro, de Paul Eluard (cuando partieron ella y Manuel Altolaguirre al exilio) y, en general, de todos los grandes nombres asociados a las vanguardias de los años 20 y 30. Sería García Lorca («Federico era divertidísimo, nos sorprendía por su manera de mirar las cosas, las flores y la gente se amplificaban por su personalidad») quien le presentó al impresor y editor malagueño Manuel Altolaguirre, con quien Concha se casó al año siguiente. Junto a su marido, como editores, contribuyeron a la difusión de la obra de la generación del 27, publicando colecciones de poesías y revistas como Poesía, 1616 (título que hacía referencia al año de la muerte tanto de Shakespeare como de Cervantes), y Caballo Verde para la Poesía (dirigida parcialmente por Pablo Neruda). ​Los

Portada de Memoria de la melancolía de María Teresa León.

testigos de su boda serían nada más ni nada menos que Federico García Lorca, Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén, Vicente Aleixandre, José Moreno Villa y Luis Cernuda. Junto a Altolaguirre ambos crearon la imprenta La Verónica en una habitación del Hotel Aragón, y empezaron a editar la revista Héroe, en la que aparecieron obras de Juan Ramón Jiménez, Unamuno, Pedro Salinas, Luis Cernuda y Jorge Guillén. Por esas fechas, a comienzos de los años treinta, Concha Méndez publicó obras de teatro como El personaje presentido, El ángel cartero y El carbón y la rosa, las dos últimas dirigidas a los niños. También por entonces publicó varios libros de poesía de tendencia vanguardista en obras como Vida a vida, Niño y sombras y Lluvias enlazadas. Tras pasar por París y La Habana, en 1944 el matrimonio se instaló en México, donde poco después se acabaron separando. «Todos perdimos –dirá Concha Méndez en su libro, recordando la guerra cruel que los había marcado para siempre a todos y que había separado a familias, entre ellas la suya, partidas en dos bandos enfrentadoslos españoles peleaban entre hermanos y en ambos lados se cometieron horrores e injusticias. España fue utilizada para plantear problemas ajenos a ella. Por un lado, los nazis habían comprado a los militares encabezados por Franco y, por otro, se infiltró la ideología estalinista».

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SEGUNDA VUELTA

SEGUNDA VUELTA

Las lecciones (in)completas de Tiempo de destrucción, de Luis Martín-Santos por Vicente Luis Mora Aunque en nuestros lares no es habitual que una persona sea valorada en su justa medida y en el momento exacto, por la secular inclemencia española, alguna vez sucede tal ventura, si bien, y por desgracia, suele andar la muerte por medio, especialmente la muerte temprana. Un ejemplo lo cita José-Carlos Mainer en De postguerra; se trata de un texto escrito por Jaime Gil de Biedma en 1964, para The Nation. El poeta catalán comentaba que acababa de producirse […] una catástrofe: la muerte del escritor y psiquiatra Luis Martín Santos, desbaratado por un accidente de automóvil. Aunque su oído para el ritmo verbal era pobre… poseía un talento literario considerable y era el escritor más inteligente, más educado, con más dominio de las ideas y de su oficio de toda la nueva literatura […] Su cuya primera y única novela, Tiempo de silencio, compone, con La colmena de Cela y El Jarama de Sánchez Ferlosio, el catálogo bien escaso de novelas valiosas aparecidas después de la guerra. En efecto, era 1964 y acabábamos de perder una parte importante del futuro —otra más—, consistente en el repertorio virtual de obras que pudo haber escrito Luis Martín-Santos Ribera, de no haber mediado la desgracia; caudal que solo podemos imaginarnos, en un ejercicio de lectura hipotético-fantástica. Porque un narrador fallecido con cuarenta años, como el autor nacido en Larache el 11 de noviembre de 1924, es un novelista que desaparece cuando su madurez, personal y narrativa, está por llegar. Es un crimen con ensañamiento, que siega una trayectoria vital y quiebra una legítima aspiración estética, no solo para él, sino para sus lectores, huérfanos ya para siempre de algo que no han podido conocer. Martín-Santos es hoy principalmente conocido por su novela Tiempo de silencio (1962), punto de inflexión en la narrativa española de su época. Como expone María Isabel de Castro García en Tendencias y procedimientos de la novela española actual (1975-1988), «se ha conver46

tido en tópico que Tiempo de silencio, publicada en 1962, fue una novela que, desde el realismo, proponía otra novela. La obra de Martín Santos no significaba, en efecto, una ruptura con esa corriente, a pesar de la incorporación de técnicas narrativas y procedimientos insólitos en el realismo –el monólogo interior, los recursos de intertextualidad, la fragmentación discursiva, la inserción de la ironía–. Su propuesta consistía en abrir un camino hacia una nueva forma de realismo que contemplaba junto a la panorámica social, colectiva, una trayectoria individual, personal, singular, independiente». Ese realismo, llamado por el propio autor dialéctico, como consecuencia de sus lecturas filosóficas, buscaba dinamitar la tradición realista que venía de Pérez Galdós y Emilia Pardo Bazán, y que se había abaratado, según el parecer general (que convendría precisar, aunque este no es el momento), con la llamada «novela social» de las décadas de los 40 y 50. Aunque algunos autores realistas, como Jesús López Pacheco, intentaban ensanchar en obras como El homóvil esa tradición con otras herramientas, el hecho es que solo Tiempo de silencio tenía la entidad o tuvo el acierto de dar un mazazo en el centro del predio realista y abrir el horizonte de posibilidades, aunque no faltó quien viera solo un oropel renovador, como Juan Benet, rodeando a un corazón objetivista. El comentario es muy benetiano, pero quizá no demasiado cierto, porque Martín-Santos no se proponía laminar esa estética (aunque alguna irónica andanada de peso puede verse en la página 45 de Tiempo de destrucción), sino recuperar dialécticamente lo que en ella había de válido para crear o recrear mundos y aunarlo con los hallazgos narrativos del modernism anglosajón y francés (Joyce, Faulkner, Proust, Woolf, Dos Passos, etc.), de los que beberá la mejor prosa del XX, tanto española como latinoamericana. De ahí precisamente su espíritu dialéctico: aunar los contrarios para lograr una síntesis superadora. Terminado el primer embate, Martín-Santos se propuso una novela que, por lo que podemos deducir, parecía


«Ese realismo, llamado por el propio autor dialéctico, como consecuencia de sus lecturas filosóficas, buscaba dinamitar la tradición realista que venía de Pérez Galdós y Emilia Pardo Bazán, y que se había abaratado, según el parecer general, con la llamada “novela social” de las décadas de los 40 y 50» Retrato de Luis Martin Santos. Fuente wikicommons 47


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más ambiciosa en todos los sentidos: Tiempo de destrucción. Comenzó a trabajar en ella en serio, dejando partes muy avanzadas, pero el desgraciado accidente automovilístico impidió su conclusión y dejó la novela trunca. Aunque nuestro objeto es el segundo intento reconstructivo de Tiempo de destrucción, editado por Mauricio Jalón y publicado por Galaxia Gutenberg en 2022, no podemos obviar la primera edición de la obra, en 1975, a cargo del citado José-Carlos Mainer, gran experto en el período y que llevó a cabo un encomiable esfuerzo por publicar los bocetos de la novela en las mejores condiciones. El propio Mauricio Jalón reconoce haber partido del trabajo de Mainer, quien estuvo apoyado por familiares y amigos de Martín-Santos, para reconstruir el fragmentario manuscrito. Sin embargo, la edición de 1975 no fue demasiado bien recibida, quizá porque editorialmente era presentada como una suerte de «novela póstuma» de Martín-Santos, mientras que la crítica de la época manifestó con claridad que se trataba de un proyecto de novela: eran los restos o ruinas de un edificio monumental que nunca había llegado a construirse, y que no debía tenerse por tal. Y, en efecto, así es; la edición de Jalón para Galaxia Gutenberg aúna las tipografías de las distintas partes, en aras de una versión no anotada, sin variantes y más accesible al lector —intención declarada explícitamente por Luis Martín-Santos en un vídeo de presentación de la misma—; pero, pese a su disposición más reconocible como novela al uso, basta la simple lectura de la misma para darse cuenta de que estamos ante un mapa fragmentado donde algunas regiones pueden estar cartografiadas casi por completo, pero en otras apenas quedan líneas borrosas, por utilizar el símil borgiano. Los tránsitos entre las cuatro partes propuestas son accidentados, brutales en sus disparidades, y nos falta una carta de navegación que nos oriente sobre cómo tenía pensado el autor casar prosas e incluso temas tan diferentes. A título especulativo y personal, calculo que el original definitivo podría haberse ido a unas seiscientas páginas, a la vista de los amplios territorios que se transitaban y de sus divergencias, que habrían de requerir numerosos fragmentos de costura y, sobre todo, del desarrollo de los temas y personajes apuntados. Y ni siquiera esa gran novela tendría por qué ser la definitiva; nunca sabremos si Martín-Santos, sobre ese vasto original, la habría después jibarizado y comprimido. Hay que juzgar, pues, sobre lo poco que tenemos, aunque tengamos más de trescientas páginas legibles de Tiempo de destrucción. Y encontramos la vida de Agustín, un chico de provincias de quien, en la primera parte, «Aprendizajes», conocemos su Infancia y corrupciones, por decirlo con el acertado título de Antonio Martínez Sarrión, así como la ascendencia formativa de un personaje clave, Demetrios. En la segunda y más lograda par48

te, «Enmascarados», Agustín supera la oposición de judicatura con brillantez y elige el destino de Tolosa, donde nada más llegar toma contacto con un caso criminal cerrado en falso que, para su infortunio, intenta reabrir y esclarecer. Las partes tercera y cuarta son brevísimas y están apenas dibujadas; en «Exploración» Agustín conoce a la mujer que, presuntamente, habrá de cambiar su vida, y en «Combustiones», la sección final, asistimos a una desintegración total tanto del sujeto protagonista como de la propia expresividad literaria, que llega a prescindir de conexiones sintácticas, en pos de un «lenguaje negro» (p. 326) cuyo tema es la inefabilidad. Esto último ya venía avanzado en el texto que Martín-Santos escribe sobre lo que pretende hacer en Tiempo de destrucción, titulado «Lo que quiero contar», que formaba parte de los póstumos Apólogos (Barral, 1970) y que se incluye con acierto en esta edición de Galaxia Gutenberg, donde el autor confiesa: «No estoy cierto de poder decir lo que tengo que decir. Tendré que demoler el idioma» (p. 18) y, en efecto, el estilo y la expresión son sometidos a un trabajo ímprobo del que sólo podríamos hallar en la época dos o tres parangones: su amigo Juan Benet (con quien escribió los relatos de El amanecer podrido, también recuperado por Galaxia Gutenberg en 2020), Juan Goytisolo y algo más tarde Miguel Espinosa. Pueden hallarse en Tiempo de destrucción recursos experimentales (es extraordinario el collage del capítulo «Venga solo», o la alternancia vocal en «Voces que se solapan», o la descripción del collar de perlas al romperse, etc.), y también hay una «noche de Walpurgis», elemento que, según recuerda Juan Benet en Otoño en Madrid hacia 1950, era capital para él: «Entre los diversos […] dogmas literarios que a sí mismo se había dictado Luis, consistía uno en creer que toda obra literaria de envergadura debía incluir, y a poder ser en su parte central, una Walpurgisnacht». Martín-Santos tenía su propio criterio respecto a qué elementos hacían clásicas a las obras canónicas y, a su manera, los reproducía, consciente de perseguir algo de similar grandeza. Su ambición puede parecer desmedida, pero es el secreto de una obra con pocos parangones de calidad, no solo en ese período, sino en cualquier otro. De hecho, Rebeca García Nieto, en un acertado artículo reciente sobre Tiempo de destrucción, escribe: «Es curioso que una novela de hace casi sesenta años sea, en muchos sentidos, más novedosa y ambiciosa que muchas de las novelas que llenan hoy las mesas de novedades». Touché. El argumento de la novela mezcla elementos inventivos con otros que parecen remedar o disfrazar experiencias propias, como su adolescencia o sus estudios en Salamanca. A este respecto, la profesora Esperanza G. Saludes, en su tesis doctoral Luis Martín-Santos: análisis de su narrativa breve (1980) cuenta un hecho significativo: a la muerte de Luis Martín Santos, su pareja, Josefa


Rezola, «envió el manuscrito de Tiempo de destrucción al doctor Castilla del Pino por temor a que el padre de Martín-Santos hiciera cambios en el manuscrito en lo referente a las alusiones familiares». Sin embargo, la participación de la familia ha sido fundamental, como cuenta Jalón, tanto para preparar la edición de Mainer en 1975, como para la suya de 2022. El título, Tiempo de destrucción, teje una clara vinculación con su exitosa obra anterior, Tiempo de silencio. Por ese motivo, hay un elemento que no debe pasar desapercibido, sobre todo teniendo en cuenta que Martín-Santos era psiquiatra y había escrito un ensayo sobre psicoanálisis: el protagonista de Tiempo de silencio, Pedro, termina su novela reconociendo su impotencia psicológica: «es cómodo ser eunuco, es tranquilo estar desprovisto de testículos, es agradable a pesar de estar castrado tomar el aire y el sol mientras uno se amojama en silencio». Y Tiempo de destrucción comienza, precisamente, con una escena sensual traumática, donde Agustín descubre su impotencia. ¿Puede ser casual esta estructura simétrica? ¿Cabe hacer, pese a la incompletud de la obra martin-santosiana, una especie de lectura simbólico-psicoanalítica de los sujetos varones de sus novelas como seres que, a través de la impotencia física, evidencian una castración ideológico-colectiva? ¿Se trataría de una alambicada y alegórica (p. 171) denuncia de la imposibilidad de generar esperanza en un ambiente yermo, donde la corrupción ambiental obstaculiza cualquier impulso creativo de grandeza? Cualquier aseveración puede ser puesta en cuarentena, por supuesto, pero del prólogo «Lo que quiero contar» podemos deducir que las pulsiones y las zonas en sombra del individuo eran motivos claves para escribir esta novela. No se trata de esas predecibles compulsiones que cualquier persona tiene en su inconsciente, sino de algo más profundo: eso que duerme en nuestro interior y cuyo súbito descubrimiento en algún momento de la vida constituye la «sorpresa» trascendental que mueve al autor a escribir la novela sobre Agustín: «el descubrimiento de la verdad de uno mismo mediante la sorpresa es el descubrimiento de la realización de un destino que no había sido previsto ni buscado» (p. 16), como si algo en nuestro interior marcase un fatum que se impone sobre nuestra volición consciente, superando nuestra capacidad autodeterminadora. Tal es la «investigación», social e íntima a un tiempo, a la que desea dedicarse Agustín (p. 165). Es decir, Agustín no sería un personaje de carácter, sino de destino, según la distinción de Rafael Sánchez Ferlosio, pero cuya revelación de destino es, precisamente, el leitmotiv de la obra, su cierre categorial, su finalidad. En la novela puede apreciarse sin dificultad una crítica de hondo calado a la sociedad española, que continuaba la demolición comenzada en Tiempo de silencio.

Una convicción no azarosa en un autor que fue detenido en dos ocasiones durante el franquismo por simpatizar con los movimientos socialistas clandestinos. El propio Martín-Santos, en su texto para el informe publicado por la UNESCO a raíz del encuentro de 1963 sobre realismo literario, explica: «en la actualidad, la única arma con que el escritor cuenta para la modificación de una realidad insoportable es precisamente la de escribir una novela suficientemente hábil para que pase la censura o suficientemente real para que preocupe políticamente al lector. No hay que olvidar que el escritor español oculta generalmente, bajo su caparazón de hombre de pluma, un animal político en trance de ser definitivamente emasculado» (citado en Gregorio Morán, El cura y los mandarines). Es decir, Martín-Santos sabía a la perfección qué y con qué fines escribía; pese a que en sus comienzos Benet y él querían distanciarse de la literatura engagé, años después se torna plenamente consciente de su compromiso literario. A juicio de Constantino Bértolo en ¿Quiénes somos? 55 libros de la literatura española del siglo XX, la influencia de Martín-Santos fue tremenda en los años siguientes a su muerte, «cuando una buena parte de los autores que iniciaron su trayectoria bajo el sol del realismo se transfiguraron en convencidos leñadores del árbol caído y en paladines de la nueva estética donde la representación del yo y de sus vicisitudes morales, ideológicas, civiles y literarias iba a desempeñar un papel principal». Este rescate de Tiempo de destrucción debería servir para alargar y ensanchar esa influencia en un sentido más duradero y hondo: su trizado recorrido es más que suficiente para mostrar un talento descomunal y un proyecto de escritura que, por sí mismo, debe tener un efecto no solo en los lectores, para entender la potencia literaria del XX, sino sobre todo en escritores de todas las edades, que deberían recorrer reverencialmente estas páginas para darse cuenta de todo lo que puede y quizá deba tener una obra narrativa: ambición, conocimiento de la tradición literaria, voluntad de hacerla crecer —e incluso de superarla—, y encontrar recursos propios y herramientas expresivas de nuevo cuño, en aras de una novela que cuente lo ajeno, lo propio, lo comunal y lo colectivo, lo físico y lo metafísico, las cosas y las ideas, los sabores privados y los sinsabores públicos. Una experiencia artística total, de la que el lector no solo salga crecido como lector, sino también como persona dotada de una aproximación intelectual al mundo. Solo quienes no hayan leído a Luis Martín-Santos podrán pensar que tal objetivo no puede lograrse. Porque Tiempo de destrucción demuestra que ni siquiera hace falta terminar una obra maestra para dar cuenta de la maestría que atesora. La obra será trunca, pero su lección permanece, completa.

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CORRESPONDENCIAS

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Fotografía de Nina Subin

Fotografía de Virginia Aguilar

Fotografía de Sonia Frag

Valerie Miles

Vicente Luis Mora

Sara Mesa

Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.

(Córdoba, 1970) es escritor y crítico literario. Sus últimos libros son las novelas Circular 22 (Galaxia Gutenberg, 2022), Centroeuropa (Galaxia Gutenberg, 2020) y Fred Cabeza de Vaca (Sexto Piso, 2017); los libros de poemas Mecánica (Hiperión, 2021) y Serie (Pre-Textos, 2015); el libro de aforismos Teoría (Mixtura, 2022); el ensayo La huida de la imaginación (Pre-Textos, 2019); la monografía La escritura a la intemperie. Metamorfosis de la experiencia literaria y la lectura en la cultura digital (Universidad de León, 2021), el dietario Micronesia. Fractales de literatura [19972021] (Universidad de Valladolid, 2021), y la antología La cuarta persona del plural. Antología de poesía española contemporánea (Vaso Roto, 2016). También ha practicado el monólogo teatral (Miguel, 2016), la escritura digital (70 palabras, LAVA, 2014; Blog decreciente, en El Boomerang, 2013-2016) y el hoax (Quimera 322, 2010). Escribe crítica cultural en su blog Diario de lecturas (http://vicenteluismora. blogspot.com).

(Madrid, 1976) vive en Sevilla desde niña. Es autora de siete novelas y tres libros de cuentos. Entre sus títulos destacan Cuatro por cuatro (finalista del Premio Herralde), Cicatriz (premio Ojo Crítico de RNE), Cara de pan y Un amor (elegido como libro del año 2020 por medios como El País, El Cultural y La Vanguardia), así como el volumen de relatos Mala letra y el ensayo Silencio administrativo. La pobreza en el laberinto burocrático, todos ellos en la editorial Anagrama. También ha publicado Perrita Country (Páginas de Espuma, 2021), un cuento largo ilustrado por Pablo Amargo, y la nouvelle Un reloj y tres chales, en el libro Agatha, experimento escrito con el autor Pablo Martín Sánchez. Su obra ha sido traducida a una docena de lenguas. Su última novela, La familia, ha ganado el premio Cálamo Extraordinario.


CORRESPONDENCIAS

Vicente Luis Mora y Sara Mesa: «MARIONETAS DEL ZEITGEIST EN LA DICTADURA DEL TEMA» Coordinado por Valerie Miles

VALERIE MILES Al parecer estamos volviendo a debatir la cansina dicotomía que muchos letraheridos creíamos ya superada: ¿continente o contenido? Nabokov ironizó con esa imagen en alguna de sus clases en Cornell, y más tarde en su ensayo sobre el making of de Lolita: el profesor de literatura formula preguntas desatinadas a los alumnos, en busca del «propósito» de la historia, su trama. Y lo consideró aún peor -dijo Nabokov con acento estadounidense-: «so what’s the guy trying to say?» (¿qué es lo que intenta decir este tipo?). En este sentido, los dos han sido tildados de ser escritores honrados (honestos). ¿Qué quiere decir «honesto» aplicado a una obra literaria? Un escritor no hace más que disfrazarse, esconderse tras personajes, mentir y jugar constantemente. Lo único que se me ocurre es que la honradez siempre se aduce frente a una poética, una temática o… ¿frente a uno mismo o al lector? A ver si conseguimos dilucidarlo, por favor, porque quiero sacar la almohada.

VICENTE LUIS MORA Málaga Querida Sara: Te escribo porque me ha dado por buscar la etimología de la palabra «honesto» y su campo semántico es aburridísimo. Decoro, pudor, recato… En fin, lo contrario de lo que debería ser la literatura —hablo para mí; cuando enuncio estas frases tan sentenciosas hay quien se molesta, cuando para nadie más que para mí las digo: para obligarme en público a cum-

plirlas—. Incluso honos, en latín, significaba «cargo político», y de ahí el cursus honorum, que aún perdura: el camino vital entendido como acumulación de cargos políticos. Unido a la palabra honestidad. Para que luego digan que la filología no es divertida. No quiero ser injusto: hay personas honestas en la política; por desgracia, no suelen aparecer en las noticias. Luego no existen. Ergo las hay, pero no las hay; si no sabemos sus nombres, ¿cómo votarlas?

Tú, que has escrito con vigor sobre el silencio administrativo, ¿crees que la literatura es lo contrario de la burocracia? ¿O somos los funcionarios kafkianos del castillo de nuestra literatura? ¿Cómo rebelarse contra uno mismo? El rinoceronte que nos regalaste sigue bien, hemos descubierto que adora los pistachos. Un abrazo, Vicente

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CORRESPONDENCIAS

SARA MESA Tomares Querido Vicente: discúlpame porque mi investigación ha sido más vulgar que la tuya. Agárrate: acabo de mirar las definiciones de honesto en el diccionario de Google y sale esto: 1. [persona] Que actúa rectamente, cumpliendo su deber y de acuerdo con la moral, especialmente en lo referente al respeto por la propiedad ajena, la transparencia en los negocios, etc. «era un honesto padre de familia». 2. [persona] Que respeta las normas socialmente establecidas, especialmente las de carácter sexual. «¿sabías que en esta villa viven las mujeres más honestas y bellas de la provincia?». Y ojo con los ejemplos que se dan: honesto padre de familia, mujeres honestas y bellas... ¡Por si alguien dudaba que el lenguaje es ideología! Gracias por abrir este melón. Yo te confieso que no tenía ni idea de los campos semánticos ni de la etimología de esta palabra. De hecho, que como escritora me llamaran honesta me hubiera parecido bien hasta hoy o, mejor dicho, hasta ayer, cuando leí tu correo. A partir de ahora, casi mejor que me llamen deshonesta. Lo que me hace pensar en los dobles filos de las grandes palabras, esas que a menudo se usan como elogios. Una persona noble. Un escritor consagrado. Una dama respetable. ¿Recuerdas cuando nos conocimos, hace como unos cuatrocientos años? Entonces los dos trabajábamos en bullshit jobs, en terminología de David Graeber (perdón que hable también por ti, es solo mi intuición). Tú ya habías publicado varios libros y tu blog de crítica era muy popular, mientras que yo escribía casi a escondidas unos poemas espantosos. ¿Era honesta? Yo creo que no. Cuatrocientos años después soy 52

capaz de ver que daba cabezazos contra mis propias necesidades expresivas robando las voces de otros. ¿Eso es falta de honestidad -falta de respeto a la propiedad privada, de acuerdo a la definición 1- o mero aprendizaje? ¿Y ahora? ¿Es ahora diferente? ¿Cómo saber si una traza la línea o se limita a seguir la línea que otros trazan? No estoy hablando de la tradición, a la que una no puede ni debe sustraerse. Hablo de aquello que decía Juan Mayorga: ¿quién habla por mi boca cuando creo que estoy hablando yo? Y sí, quizá podemos llegar a ser burócratas. Altavoces inconscientes de ideas que nos han sido dadas. Sujetos a inercias y automatismos que no nos molestamos en analizar. A modas, aunque queramos negarlo. Si los vaqueros de hace cinco años me parecen anticuados y creo que no me favorecen, aunque sigan siendo de mi talla, si de pronto me parece que los que se venden ahora son realmente bonitos y esos sí quedan bien, ¿por qué no me va a pasar lo mismo con la escritura? Sueno muy negativa. No lo soy. De lo que hablo es de estar siempre alerta, por si acaso.

golpe para nosotros. Su cuerpo grisáceo bloqueaba el pasillo de entrada al salón y he tenido que trepar por su vientre hinchado para llegar al teléfono y pedir una grúa. Hace un rato lo sacaban por el balcón, parecía el bebé Gargantúa, dormidito y colosal. Supongo que así nacen las historias, Sara, al menos las mías brotan de este modo: un mamífero perisodáctilo irracional se cuela en mi matemática y reglada consciencia y ahí se queda, bloqueando el espacio cotidiano, hasta que lo saco por la ventana de la escritura. Por eso las modas no suelen afectarme, porque desde los veintipocos no elijo, sino que los monstruos me eligen a mí para hallar el camino hacia la realidad palpable, aunque sea en forma de libro. Te confieso que me encantan las modas literarias, porque sirven para detectar mercachifles disfrazados de escritores, y así vamos discriminando. Hay autores de nuestra edad a los que antes siempre leía, pero he dejado de hacerlo desde que se van apuntando a todas las tendencias. ¿Te pasa lo mismo?

VICENTE LUIS MORA

A mí me gustan las voces que, dentro de sus variaciones, tienen elementos constantes. La crítica social a través del desquiciamiento individual, el estilo entendido como cuchillo, la mirada desactivadora de sesgos, la sexualidad turbia y la narrativa como espacio de conflicto me parecen señas de identidad de tu obra narrativa desde El trepanador de cerebros (2010) hasta La familia (2022). Los libros cambian, pero cierta Sara Mesa permanece ahí. Me doy cuenta de que he leído casi toda tu obra, pero por Wikipedia veo que me falta algún título. Bueno, así debe ser: siempre debe haber un libro tuyo no leído por delante, por si llega el crudo invierno y faltan lecturas de calidad.

Querida Sara: tu veterinaria tenía razón. Esta mañana hemos encontrado al rinoceronte muerto. Ha sido un gran

Desde lo alto de la tripa del rinoceronte mi casa parecía distinta, como un mapa cenital de mi casa. Vista desde

Vicente, me temo que me he extendido demasiado en esta carta, pero déjame contarte una última cosa, es importante: hoy he llevado a Alice, mi perra, a una pequeña intervención quirúrgica y le he comentado a la veterinaria lo de los pistachos. Me dice que cuidado: algunos rinocerontes son alérgicos. También a las almendras y a las nueces (las de toda la vida, no las de Macadamia, de esas podéis darle sin problema). Un abrazo de vuelta, Sara


el punto actual nuestra trayectoria narrativa, Sara, la propia trayectoria se desdibuja, se introyecta; es como si nuestros libros anteriores fueran otros, porque los vemos desde su futuro. Dan un poco de rabia, porque ahora sabemos qué necesitaban para ser tal y como los concebimos en su momento. En mi caso, a mis libros anteriores a Fred Cabeza de Vaca lo que les faltaba era mala leche. Creo que a partir de ahora voy a compensar ese desajuste, haciendo libros muy cabrones. Qué carta más larga, me da vergüenza mandártela. Pero como ahora voy a ser inclemente…

SARA MESA Zahora Querido Vicente: Te escribo desde una casita cercana a la playa, aquí hace diez grados menos que en Sevilla y no hace precisamente fresco. Que esté aquí ahora es un poco engañoso, porque apenas me muevo de casa, cada vez restrinjo más los viajes por trabajo -le he cogido verdadera manía a los aviones; no, mejor dicho, a los aeropuertos- y, por circunstancias personales que te ahorraré, tampoco me voy más allá de unos días sueltos al campo o a la playa. Esto no es una queja. Me gusta estar en casa. Ya hemos hablado de esto alguna vez: yo, como los niños, como los perros, necesito de la rutina para funcionar con cierto equilibrio. Y la rutina que me he montado en esta época de mi vida es como una dieta hecha a mi medida. Me quedé pensando acerca de las modas literarias y, en especial, del término tendencias, porque yo no lo tengo tan claro. ¿Cómo identificas tú las tendencias? ¿Cómo se sabe si son o no verdaderas tendencias? ¿Hay tendencias ocultas -menos visibles- que también están, pero

«La dictadura del tema es algo que me pone enferma -¿de qué va su novela?, te preguntan, y esperan que elijas, breve y eficazmente, tu propia etiqueta: el cuerpo, la precariedad, la vida rural, lo que sea-, además de la explicitud de un mensaje ideológico o dirección interpretativa -¿qué ha querido decir con su novela?: que matar está mal, que existe el machismo, que hay que cuidar el entorno...» no se nombran? A mí me preocupan más estás últimas... Lo demás, muchas veces no son más que etiquetas mediáticas y editoriales. Cuando en septiembre publiqué La familia la prensa empezó a decir que la familia era un tema de moda -aquí se confunde título con tema-, se nombraron otros libros recientes donde aparecían familias -en años anteriores también los hubo, siempre los ha habidoy voilá, ahí estaba yo dentro de una tendencia, sin que en ningún momento se hiciera la más mínima mención a la propuesta estética ni de mi libro ni de los otros, claro. Me recuerda un poco al famoso ejemplo de la falsa estadística: el 98% de los fallecidos por cáncer comían huevos de manera habitual, por ejemplo. Basta con que en los libros aparezcan ciertos escenarios, personajes o circunstancias -campo, ciudad, madres, padres, enfermedad, trabajo- para que sean clasificados y despachados bajo una etiqueta que no es significativa.

La dictadura del tema es algo que me pone enferma -¿de qué va su novela?, te preguntan, y esperan que elijas, breve y eficazmente, tu propia etiqueta: el cuerpo, la precariedad, la vida rural, lo que sea-, además de la explicitud de un mensaje ideológico o dirección interpretativa -¿qué ha querido decir con su novela?: que matar está mal, que existe el machismo, que hay que cuidar el entorno...-. Cada vez más, las novelas se leen como ensayos y hablo de novela muy conscientemente, porque creo que el cuento todavía se mantiene a salvo de esto. Últimamente, entre ciertos escritores y en algunos congresos literarios, he escuchado decir que es necesaria una ficción constructiva que ofrezca soluciones y no abone el terreno de la desesperanza, lo que despacharía de un plumazo gran parte de la ficción que a mí me interesa particularmente. No sé si esto son solo cosas mías o tú también lo has notado y experimentado. 53


CORRESPONDENCIAS

En fin, querido Vicente, después de largarte esta monumental chapa, me voy a dar un paseo y un baño. Abrazos, Sara p.d. Nos vimos obligados a fingir que era un rinoceronte. Pero te confesaré algo que quizá ya sabías: no lo era.

VICENTE LUIS MORA Querida Sara: en Málaga hace hoy buen tiempo, como casi siempre, lo que empieza a preocuparnos. Me recuerda el ritornelo informativo de la última novela de Marta Sanz, Persianas metálicas bajan de golpe: «Hoy no llueve y mañana tampoco lloverá». Llevamos meses en esa distopía climática. Tu última carta viene cargada de asuntos del mayor interés. Estoy de acuerdo con lo de las tendencias inventadas, que creo afectan más a esta feliz eclosión de literatura escrita por mujeres de todas las edades. Como si, ante este ingente y fértil corpus novelesco, hubiese que «poner orden». Sucede cuando los periodistas culturales se postulan como centro del debate, en vez de poner el énfasis en las obras, singularizadas por sí mismas. El fenómeno no es nuevo, y está ligado al continuo «industria del libro hipercomercial / periodismo del espectáculo». Sobre la dictadura del tema, ese horror creciente que apuntas, también me apetece mojarme. Porque supone una involución en esta era cardinalmente regresiva. Tras no pocos dimes y diretes, el imaginario estético había desbrozado el antiguo debate entre forma y contenido, a favor de una síntesis superadora. Pero la pobreza mental de estos tiempos no sólo ha traído la falsa oposición de vuelta, sino que ha elegido su ganador: el contenido, el más comercial y comprensible de los dos elementos. Por ello, frente 54

a la dictadura de la «creación de contenidos», que abandona por completo el arte del proceso creativo a cambio de la baratura de la historia, propongo cambiar el eje de observación y poner el énfasis en la importancia de la estructura y de la forma. El tratamiento riguroso del modo de contar se opone así a lo argumental, como ejercicio de resistencia. Como «forma resistente», que diría Rancière. Frente a una cultura de la dependencia —que obliga a los sujetos a consumir series, porque «enganchan», o a suministrarse dosis de escrituras del yo exhibicionista, porque su morbosidad es «adictiva»—, la idea es trabajar la cultura de la independencia: ficciones que no pueden enganchar porque incomodan, porque son complejas, porque son duras, porque ponen el dedo en la llaga. Frente a una figura autorial de consumo basada en quién eres, en cuáles son tus traumas o de dónde vienes, lo que te convierte en un objeto consumible —no se lee la obra, se consume a su autora o autor—, hay que invisibilizar el contorno propio: no soy especial, no molo ni soy cool, si tengo problemas personales los resuelvo en casa, no me muestro en fotos ligero de ropa, no me hago selfies, me limito a escribir libros. En otro orden de cosas, Sara, siempre supimos que tu regalo no era un rinoceronte, sino un mosquito, pero sus picaduras nos dejaban aplastados, desangrados y adheridos a la cama con la sensación de sufrir un peso enorme. Se me olvidaba el otro asunto espinoso que apuntas, esa necesidad de que nuestras ficciones «curen» o aporten soluciones a la sociedad. Este dislate procede, precisamente, de la dictadura del tema: al presentarnos como «opinadores sobre asuntos de actualidad», en vez de como creadores

de obras, de estructuras o de frases, somos una extensión del periodismo, en vez de su antítesis. Porque eso es la literatura, lo contrario del periodismo entendido como profesión: quienes creamos novelas no nos debemos a la verdad, no tenemos ninguna obligación más que la de escribir buenos libros. Si no podemos hacer lo que queramos, no somos creadores, sino marionetas del Zeitgeist, propagandistas de la norma y de la normalidad. Tú y yo hacemos novelas retorcidas, con un claro trasfondo de crítica social, porque esa es nuestra voluntad, pero nadie debe forzarnos a encontrar soluciones a los conflictos que presentamos. No somos dulces ni adiestrables. Como bien dices, sin desolación no existiría buena parte de la mejor literatura universal. Creo que voy a tomarme la pastilla de las diez, que me he venido muy arriba.

SARA MESA Querido Vicente: sí, exacto, la ficción como una extensión del periodismo, ese es el mejor diagnóstico posible. Yo decía «las novelas se leen como ensayos» y no, ojalá fuera así, es algo muchísimo más perverso, más bien se leen, o se pretenden leer, como meras columnas de opinión: qué piensa este escritor, esta escritora, de este tema del que tanto se habla ahora o, incluso peor, en qué lugar del debate se sitúa, pero sin medias tintas porque no queremos medias tintas. De verdad pienso mucho en esto últimamente, en las demandas ejemplarizantes que se le hacen a la ficción, en la noción de empatía como único modo de conexión lectora, en la limitación de horizontes temáticos e, insisto, en cómo todo esto podría estar afectándonos, aunque nos creamos a salvo. Incluso por reacción, fíjate. Recuerdo el caso de un escritor


al que admiro que me confesaba estar completamente paralizado para escribir sobre su padre -una historia que le persigue desde siempre y que sin duda ha marcado la persona que es- porque son muchos y muchas los que están escribiendo ahora sobre padres. Yo le decía que eso no importa, cada libro es único y sin duda él debía escribir lo que le diera la gana sin pensar en lo que escriben los demás, pero una parte de mí lo entendía profundamente. Y tanto: te diría que me pasa lo mismo. Pero basta de quejas. No sé si influye el día tan luminoso que hace hoy, que he dormido diez horas seguidas (¡sí!) y que estoy en medio del campo desconectada de todo, pero creo que sería justo verlo también desde otro ángulo, porque lo cierto es que se siguen escribiendo ficciones estupendas, rompedoras, complejas, a la contra, llenas de humor, osadía, mala leche y también, por qué no, grandeza humana, libros que se publican en todo tipo de editoriales (hay ahora una red de editoriales independientes fantásticas, ¿no crees?), que se leen, se debaten y se estudian, y toda esa heterogeneidad también existe y resiste. Quizá en nuestras reflexiones estamos siendo, sin darnos cuenta, un poco elitistas, porque nos lamentamos de las entrevistas que nos hacen o de las etiquetas que nos cuelgan y esto solo significa que nos entrevistaron y nos etiquetaron, es decir, tuvimos la oportunidad de recibir atención y ahora la tenemos de reaccionar ante ella. Llega la hora del paseo vespertino, pero antes de despedirme quería preguntarte en qué estás ahora, es decir, qué rinoceronte o mosquito andas destripando. Yo llevo tiempo armando una ficción sobre la burocracia. ¿Ves? Hasta en esto mismo me contradigo. Acabo de resumir todo un trabajo de casi dos años sobre cuestiones textuales (estructurales, lingüísticas, etc.) en un tema acotado en una sola palabra: burocracia. Para matarme.

VICENTE LUIS MORA

SARA MESA

Querida Sara: Es curioso cómo dormir bien dulcifica la existencia. Llevo años sin dormir diez horas seguidas, por simple incapacidad, estrés o ridícula autoexigencia (¿De qué? ¿Para quién?), y eso explica muchas cosas.

Querido Vicente: respuesta rápida antes de salir a comprar a Conil. Espero no publicar poesía nunca más en mi vida, soy malísima poeta, vamos, no soy poeta. Pero escribirla, ¿quién sabe? Soy incapaz de predecir lo que haré porque no hay un plan predeterminado. Para mí escribir no es más que buscar y seguir buscando y no dar nunca nada por definitivo. Quizá siempre es así. Entiendo tu frontal rechazo al confesionalismo (es decir, creo entender de dónde viene) y en algunos aspectos lo comparto, pero ¿no hay también un reto ahí, en abordar la dimensión autobiográfica sin ceder a las trampas de la sinceridad y de lo testimonial? Después de todo, ¿no estamos ofreciendo testimonios todo el tiempo de quiénes somos y de nuestro paso por el mundo?

Pero he podido dormir una buena siesta y eso me vuelve más positivo y ecuménico y coincido contigo en que la diversidad editorial nos salva. Hay un panorama rico, que cartografío en mi blog cuando puedo. Eso sí, esas editoriales alternativas que comentas carecen de la visibilidad de las grandes. No marcan la agenda (salvo raros casos puntuales, que confirman la norma), no establecen líneas, y por eso la actual necesidad imperante de «sinceridad» en los escritores, en cuanto síntoma generalizado —sobre esto reflexiona bien Hernán Vanoli en El amor por la literatura en tiempos de algoritmos—, no encuentra resquicios de resistencia pese a todos los ejemplos puntuales en contra que podamos citar (o que seamos). Desde hace años, seguramente desde lo del número 322 de Quimera, mi objetivo es ser el escritor menos sincero, más falaz y mendaz, más embustero e impredecible que pueda. Por desgracia, esa actitud mía es apenas una gota de lluvia contra el muro de hormigón de confesionalismo —falso también, claro, pero que es presentado como honesto y sincero, basado en hechos reales— que nos asfixia.

Bueno, esto es un debate para el que necesitaríamos más tiempo y ahora estás liado caminando en un pantano. Curiosa imagen esta, cuando en tu caso la escritura parece emerger de un lugar firme. Pienso ahora en los andamios, esas restricciones autoimpuestas, tan necesarias, y en cuánto me gustó Centroeuropa por eso (aunque no solo por eso). Te deseo un feliz trayecto y te mando un abrazo sincero, de la sinceridad de la buena.

Así que con este regreso crítico a la honestidad cierro el círculo de mis cartas, Sara. Me preguntas con generosidad en qué ando liado. Pues estoy con una novela extraña, que a veces no entiendo, pero cuyo trazo me parece inequívoco. Es como caminar firme en un pantano. Creo que nunca he tenido tantas dudas ni he creado tan perdido, lo que quizá sea una buena señal. ¿Volverás a escribir poesía algún día? 55


PERFIL

Tres maneras de conocer a Luis Magrinyà 1 A los escritores se les conoce dos veces. Cuando escuchamos su nombre y cuando leemos sus libros. Y si hay proximidad y suerte una tercera vez cuando les reconocemos en persona, a veces para disfrutar de su amistad. Leí por primera vez el nombre de Luis Magrinyà en Trayecto, la recopilación de artículos críticos de Ignacio Echevarría que yo repasaba y repasaba como un mapa de constelaciones, espiando a los astros más luminosos, sus combinaciones y las zonas de estéril sombra del «firmamento literario», del que vivía separado, sin contactos. Yo no había cumplido los treinta años y acaba de decidir que ya no quería ser entrenador de baloncesto sino novelista, necesitaba guía, y bastaba con hojear los suplementos culturales para reconocer que la inteligencia y el gusto de Echevarría eran con los que cualquier escritor ambicioso querría medirse, de ahí, supongo, los prolongados anticuerpos que dejaban sus críticas negativas. Aunque si por Fotografía de Cristina Candel 56

algo sobresale Trayecto es por el tino y la generosidad crítica de sus apuestas: Pombo, Gopegui, Espinosa, el primer Chirbes, Marías, Loriga... y Luis Magrinyà. Echevarría elogia a Magrinyà con cierto enigma incitante: «es ya uno de los narradores más importantes y novedosos de la reciente literatura española. Hacer esta afirmación no entraña ningún riesgo. Pero sí dificultad. Margrinyà es materia resbaladiza a cualquier intento clasificatorio. La extraña textura de sus relatos propicia equívocos respecto a su naturaleza, cuyos vericuetos poco tienen que ver con la introspección psicológica, cuyo poderío estilístico se aparte con toda deliberación del lirismo». Y en un tono todavía más entusiasta y contagioso lo calificó de OLNI (objeto literario no identificado): que «ha aterrizado en la narrativa en lengua española para sembrar el desconcierto, el pánico, la felicidad». Al adentrarse en Belinda y el monstruo o en Intrusos y huéspedes el lector confirma el vaticinio de Echevarría, se le exige que ponga en juego sus facultades críticas, que


piense las páginas y los dispositivos narrativos de Magrinyà, además de «sentirlos». Un reto emocionante por el que también pasaron los lectores de Henry James, Virginia Woolf o Kafka (de quién Magrinyà, cuando se suelta, dice cosas divertidísimas) antes de que años de crítica nos familiarizasen con sus logros. Como un perfil es una invitación ofreceré cuatro o cinco pistas de la literatura de Magrinyà para que el lector se adentre confiado en sus cotidianas exquisiteces. Atentos a los personajes y narradores, de muy variado pelaje, incapaces de embellecerse ni de hundirse en el autodesprecio, refractarios a los trepidantes dramas morales. Personas como ustedes o como yo, metidas en el lío de recibir a un hijo que llevamos un tiempo sin ver, sobrevivir a una comida con nuestra suegra, acostarse con un antiguo novio o salvar a un amigo de una espiral autodestructiva. Atentos también a la forma. Magrinyà ha inventado una (lo cual sería ya motivo de celebración y agradecimiento): la instalación narrativa, que consiste en vincular dos masas literarias independientes (que a veces no coinciden ni en el género) con una ligación estimulante y secreta. Aunque las narraciones de Magrinyà parecen ajenas a la agenda política, no se dejan engañar, estas ficciones ofrecen un escrutinio sagaz de su tiempo. Si se ponen de lado de la sociedad es solo para observarla mejor. No les advierto sobre el estilo, porque es imposible no verlo ni quedar envuelto por la riqueza y la claridad sintáctica de la frase, con clausulas que son como apartes irónicos). Un internauta dijo que leer a Magrinyà era como pasearse por Venecia, fue un día feliz para la crítica. Y aunque los libros de Magrinyà tocan varios temas, conviene no despistarse y pasar por alto la atención que se le dedica al cuidar y al cuidarse, a cómo vivir mejor juntos y a una piedad simpática, sustentada en el alegre desconcierto de estar vivos. Por un camino retorcido, nunca complaciente y refractario a la sentimentalidad esta es literatura edificante, la más complicada de las literaturas, y quizás la mejor cuando está bien escrita. Leer melosidades o idioteces no nos vuelve mejores, leer a Magrinyà ya les digo yo que sí. 2. Cualquier perfil literario parece incompleto sin unas pinceladas de información personal sobre el carácter del retratado. Así que ahora vendría un surtido de anécdotas personales, pero me temo que no soy esta clase de escritor y sospecho que a Magrinyà no le haría mucha gracia (aunque igual sí, ¡no le he preguntado!). Al fin y al cabo la «anécdota personal», por sabrosa que sea, tiende a oscurecer al personaje: encerrándolo en los límites de una experiencia, la propia, que nadie más puede constatar.

Por suerte la personalidad tiene una vertiente pública. Un lado que no remite tanto a las impresiones subjetivas como a cualidades que otros pueden afirmar, negar o matizar. De las muchas cosas que le agradezco a Luis Magrinyà el espacio que me queda me da para señalar tres. La primera es la precisión de su conversación (y disculpen el ripio). Da igual que se trate de un complejo problema literario o del reporte de una anécdota del mundillo, con Magrinyà siempre sabe uno de qué estamos hablando y qué está en juego, con una claridad de frase y de pensamiento que se agradece mucho entre tanto pensamiento (y conversación) amorfo, reblandecido por la moralina y la sentimentalidad. Concentrarse en el asunto y desarrollarlo con perseverancia y nitidez refresca mucho la mente. La segunda es el sentido del humor, una cualidad que todo hijo de vecino está convencido de tener, pero de la que tantas veces queremos huir. En el caso de Magrinyà se manifiesta es una risa acogedora y en una distancia irónica utilísima para no tomarse demasiado en serio, y relativizar los dramas, las cargas y los pesos. La tercera es la infalibilidad (digna de un cardenal) de Magrinyà a la hora de intuir la calidad humana de nuestros colegas de todas las edades. Ya me fastidia pero no recuerdo que se haya equivocado nunca, es como charlar con una brújula que apunta al futuro de un carácter, se sabe como maduran todos los frutos. Un conocimiento que ofrece desde una relajada bondad, que nos recuerda (bueno, ¡me lo recuerda a mí!) que la bondad no es nada si no es firme, y que por eso cuando asoma es tan valiosa. Dudo en añadir un cuarto rasgo, porque me alegra tanto como me fastidia, y es la relación (de nuevo distante e irónica) de Magrinyà con el mercado editorial, los congresos, los premios, los festivales y atención… ¡las ferias literarias! Me admira no tratar de vivir desesperadamente de la literatura y mantener la obra alejada de las presiones de las modas (única censura vigente de nuestra época), escribiéndola a su ritmo y a su bola. Lo malo es que con esta distancia olímpica de los ritmos editoriales Magrinyà lleva ya una década sin publicar ficción, aunque siga ampliando su cuaderno de estilo y nos entregué de vez en cuando cinco párrafos desconcertantes y precisos sobre un escritor clásico o una serie de moda. Diez años sin tu escritor favorito son muchos años, así que de ver en cuando me consuelo escuchando en bucle la canción de Astrud: «Redactando una entrada del diario / Redactando un manifiesto o firmando / Un mensaje, o discutiendo / Siempre citamos algo vuestro // Si no sacais disco vamos / A romper el tocadiscos».

por Gonzalo Torné

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UNA PÁGINA

Generosos y mezquinos por Diego Zúñiga

Avanzo entre las más de ochocientas páginas que conforman Una vida en cartas. Correspondencia 1944-1983 (Estuario editora), de Ángel Rama, libro que reúne una amplia selección de sus cruces epistolares con algunos de los escritores y críticos más importantes de la literatura latinoamericana del siglo XX: Antonio Candido, Cornejo Polar, Gabriela Mistral, Arguedas, Roa Bastos, Idea Vilariño y tantos otros. Son nombres tan importantes como el mismo Rama, uruguayo, lector descomunal, editor incansable, contrabandista de autores, libros y estéticas, y también autor de ensayos imprescindibles como La ciudad letrada; un personaje que parece sacado de una novela que hoy sería imposible imaginar: el deseo de leer toda Latinoamérica; de armar y desarmar su tradición; de abrazar las vanguardias, lo popular y lo clásico; de apostar por esos jóvenes y no tan jóvenes escritores — sus contemporáneos— que terminarían marcando la literatura en nuestro idioma. Un tipo que lo leyó todo y a todos, en tiempos donde no había internet ni libros digitales ni nada que facilitara la circulación de títulos, ideas ni nombres, y que intentó tejer una y mil conexiones entre toda Latinoamérica. Lo hizo con rigor, lucidez y también con una cuota importante de generosidad. De eso habla Beatriz Sarlo en la introducción del libro, de cómo ella intentó imitarlo en esa dimensión: «Pero se sabe: virtudes como la generosidad son inimitables. Sobre todo porque, en el caso de Rama, las objeciones y las críticas venían siempre acompañadas por las soluciones exactas». Pienso en todo esto y se me aparece una curiosa columna de Jorge Carrión publicada hace un tiempo: «La literatura argentina del siglo XXI pasa del antagonismo a la generosidad». En ella plantea, al inicio, que la literatura argentina ha estado marcada por la polarización y los diversos antagonismos entre autores (cita la famosa discusión entre Piglia y Aira), para luego resaltar que esto ha cambiado con las nuevas generaciones, particularmente gracias a las escritoras —remarca eso: escritoras—, quienes abogan por «la generosidad, la diversidad, la inclusión». Sin embargo, al final se da una voltereta y termina admitiendo que esos mismos atributos también pueden rastrearse en tiempos anteriores…

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Me gustaría detenerme en un par de detalles de la columna que me parecen importantes para pensar en qué hemos convertido el campo literario hispanoamericano —del que pueden rastrearse muchas de sus particularidades en las cartas de Ángel Rama, de hecho—. Al inicio de la columna, Carrión dice que todo este antagonismo entre Piglia y Aira le «parecía el enésimo ejemplo de la geopolítica de la literatura rioplatense, siempre entre la ironía y el cálculo». Me alegré mucho que fuera él mismo quien convocara la palabra cálculo, que no se puede dejar de lado en toda esta discusión, al parecer teñida de buenas intenciones pero que termina por develar también una serie de mezquindades que están ahí, a la vuelta de la esquina y que nos rondan a todos. Concuerdo con él en la idea de que el feminismo ha venido a remover muchas prácticas lamentables dentro del campo cultural y que una de ellas es abogar por un espacio donde la competencia, por ejemplo, no sea el motor principal de este entramado de poderes e intereses. Pero resulta bastante ingenuo creer que eso esté realmente ocurriendo, sobre todo en un campo literario como el argentino, donde siguen existiendo antagonismos, discusiones y desencuentros, a pesar de que hoy no aparezcan en las portadas de los pocos suplementos culturales que aún siguen con vida. De hecho, ya que Carrión termina su columna recurriendo a un chisme —ya hablaré de esto—, habría que decir que en cualquier sobremesa en la que haya un par de autoras o autores argentinos —o españoles o chilenos o mexicanos o etc, etc, etc— uno se va a enterar de que esos antagonismos están más vivos que nunca. Y ese es, justamente, el problema real de todo esto: que aquellos desencuentros sean sólo una conversación de sobremesa y que no tengan un lugar central en la discusión pública, que es el espacio donde se puede intervenir realmente un campo cultural. Quiero decir: necesitamos que existan más discusiones literarias, más confrontación de ideas, de miradas divergentes, pues eso indudablemente vuelve mucho más desafiante a la escena, porque si no el asunto se reduce simplemente a entregarle todo al mercado y entonces las escrituras que se producen en un entorno así suelen ser complacientes, anodinas y mediocres.


¿Por qué tenerle miedo al disenso? Y esto no tiene nada que ver con ser generoso o mezquino, porque al final si reducimos el asunto a eso, como se plantea en la columna, entonces todos nos vamos a descubrir como personas que a veces hemos sido generosas y en otras ocasiones hemos actuado con mezquindad, más allá de nuestras buenas intenciones. Lo peligroso de este asunto, me parece, es confundir las cosas y terminar pidiendo, por ejemplo, que los críticos y críticas guarden silencio cuando se enfrenten a un libro que nos les gusta y sólo comenten los libros que sí son de su gusto, como propuso hace un tiempo, en otra curiosa columna, Lina Meruane, buscando así evitar cualquier posibilidad de disenso. Pero vuelvo a Carrión y a la mezquindad y al cierre de su columna, donde cuenta una dudosa historia de Hebe Uhart, en la que la representa justamente como una escritora mezquina, cuando creo que son muchos los escritores y escritoras que podrían compartir una serie de historias marcadas por su generosidad y su entusiasmo por libros escritos por gente muchísimo más joven que ella, generosidad y entusiasmo que no tenían una cuota de cálculo. En realidad, lo mezquino y lamentable es que Carrión convoque el nombre de una escritora extraordinaria cuya vida estuvo marcada por la mezquindad de un campo literario que sólo terminó por reconocerla cuando ya tenía más de 70 años. La mezquindad de hablar de alguien que ya lleva varios años muerta y, por lo tanto, no tiene cómo desmentir esa infame calumnia.

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MESA REVUELTA

LA HUELLA LITERARIA EN CARLOS SAURA por Carlos Barbáchano

L

a fotografía fue el primer lenguaje artístico que cultivó. Apenas recién salido de la adolescencia, Carlos Saura ya era fotógrafo casi profesional. Y digo casi porque al provenir de una familia acomodada no tenía que depender exclusivamente de su afición. El responsable de su vínculo con el cine fue su hermano Antonio, el acreditado pintor, quien le aconseja matricularse en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (IIEC) al que accede en el curso 1952-53 teniendo como compañeros a Julio Diamante (dirigente universitario, intelectual), Jesús Fernández Santos (autor, entre otras obras, de Los bravos) y Eugenio Martín (pronto interesante cineasta); es decir que, al tiempo que descubre el cine, crece en medio de un ambiente cultural y político esperanzador. Se quedará varios años en el Instituto como profesor nada más graduarse, ampliando su círculo de amistades a buena parte de la generación literaria de medio siglo en las tertulias del Gijón y del Comercial donde frecuenta a escritores como Ignacio Aldecoa, Daniel Sueiro, Luis Martín Santos, Carmen Martín Gaite o Rafael Sánchez Ferlosio. Autores que estrecharán, en sus obras y procedimientos narrativos, los vínculos entre literatura y cine, artes entre las que se crean ricos vasos comunicantes. Aldecoa es el guionista de su práctica de fin de curso, Pequeño río Manzanares; Sueiro, Mario Camus y él mismo, el de su primer largometraje, Los golfos; La caza, su primer gran éxito internacional, con Angelino Fons como co-guionista, sigue la estructura lineal y espacio-temporal de su admirado Jarama, que intenta adaptar al cine pocos años antes y homenajea en la práctica sobre el Manzanares y en Los golfos. «Intentaría un cine brutal, primitivo en sus personajes, un cine para rodar en la serranía de Cuenca, en Castilla, en los Monegros, en los pueblos de Guadalajara, Teruel… allí donde el hombre y la tierra se identifican formando un todo. Seguramente sería un cine no conformista –aquí estaría lo aragonés- directo, sencillo de forma y muy real. Real en la valoración de

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Fotografía de Carlos Saura en los Premios Goya, 2018 por Carlos Delgado; CC-BY-SA. Fuente: wikicommos


las pequeñas superficies: la piel, el tejido, la tierra, las gotas de sudor… El amor hacia todo lo que forma el microcosmos que rodea al hombre». Palabras estas premonitorias de lo que va a ser su cine y que publica la revista Film Ideal en el verano del 58, justo al finalizar el rodaje de su documental sobre Cuenca, donde, si seguimos la huella literaria, evoca la figura de Jorge Manrique y sus inolvidables Coplas al llegar a Garcimuñoz, versos aludidos en parte en su anterior puesta en imágenes del río Manzanares. Cabe recordar el momento de la siesta, cuando los campesinos reponen fuerzas en medio de una naturaleza inhóspita que parece un ensayo de lo que será la telúrica, e inquietantemente onírica, secuencia de la siesta en La caza, justo el punto de ruptura en la progresión real de la película. Ese presunto realismo, mentado en la cita anterior, poco va a tener que ver con el realismo social imperante en la literatura española de medio siglo. Para buena parte de los autores de esa tendencia el realismo es el método empleado para llegar a una conclusión moral o política, por lo general aleccionadora. Otros, creo los más perdurables, alcanzan cierta objetividad narrativa por medio de procesos conductistas. El cine de Saura se asienta más bien en esa segunda opción: huye del didactismo y, aunque no elude la metáfora y el símbolo (la guerra civil es una constante temática que conformará su filmografía), prefiere que sea el espectador, a través de la exposición de una serie de hechos o acciones, quien llegue a sus propias conclusiones. Así ocurre ya en Los golfos, donde entra a fondo en el mundo suburbial madrileño, mostrándonos la cotidianidad de unos jóvenes para los que la vida es un callejón sin apenas salida. La única que se le ofrece a quien quiera salir del pozo es triunfar en el arriesgado oficio del toreo. Este su primer largo supone, para algunos estudiosos, el nacimiento en 1959 de lo que se llamará Nuevo Cine Español; un movimiento que sacará las cámaras a los exteriores, que utilizará escenarios y actores naturales y con escasos medios económicos dibujará una imagen del país muy distinta a la del cine comercial imperante. Es Los golfos una crónica de lo cotidiano que nos lleva claramente al Jarama; encontramos incluso secuencias como la del refrigerio en el Manzanares, verdadero homenaje a la novela de Sánchez Ferlosio, recreando un ambiente marginal que evoca asimismo al admirado Baroja de La busca; si bien su línea narrativa se aleja de esos modelos y opta por la fragmentación. En principio dicha apuesta viene dada por las enormes dificultades planteadas en el rodaje pero de inmediato se convierte en una opción poética que narrativamente la acerca más a Tiempo de silencio que a la novela puramente conductista. Lo que

aleja Los golfos del Neorrealismo, con la utilización de lo que Saura llama «secuencias abiertas», independientes entre sí, que propician la participación de un espectador que no es objeto del sentimentalismo ni de la demagogia. Su primera película es pues, como lo será buena parte de su dilatada obra, un documento abierto.

«El cine de Saura se asienta más bien en esa segunda opción: huye del didactismo y, aunque no elude la metáfora y el símbolo (la guerra civil es una constante temática que conformará su filmografía), prefiere que sea el espectador, a través de la exposición de una serie de hechos o acciones, quien llegue a sus propias conclusiones» La caza (1965), en definición de su propio realizador, es el «documental de una situación límite». Tres hombres de mediana edad que vivieron la guerra y un joven emprenden una jornada cinegética en el desolado campo castellano. La fábula del cazador cazado pero también la trágica parábola de un país que aún no ha cerrado sus heridas y que volverá a revivir, valga la paradoja, la matanza fratricida. Unidad espacial y temporal con una tensión dramática in crescendo en los pequeños detalles y diferencias que entre los personajes se irán acumulando hasta el estallido final. El único que acaba con vida es quien, por su juventud, no vivió la contienda civil. Los actores son ahora profesionales, alguno, como Alfredo Mayo, icono del cine

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MESA REVUELTA

«En los años 90 confesará haber encontrado “un segundo mundo escribiendo”, paralelo al cine, en el que la libertad creativa y la capacidad de matización es por lo general mucho más enriquecedora para el autor: “con los años escribir se ha convertido en una aventura esencial para mí”» franquista; su tratamiento, a la par que simbólico, puramente entomológico. El telurismo de la propuesta, la fisicidad objetual, son casi palpables: «las armas, los poros de la piel, los insectos», recuerda Saura en su conversación con Enrique Brasó (Carlos Saura, Madrid, 1974, 126). Todo ello en una suerte de hiperrealismo que crea una atmósfera casi de ciencia ficción trazando una línea narrativa rota en la tremenda secuencia de la siesta: bajo un sol implacable los sobresaltos de los espasmos que sacuden el sueño preanuncian la inminente carnicería. Esa violencia soterrada y finalmente directa de La caza, que consagra a Saura como a uno de los más prometedores creadores europeos, se convierte en algo mucho más sutil en Peppermint frappé (1967), cuyo trasfondo temático nos recuerda al unamuniano Abel Sánchez, en tanto que el naturalismo de su anterior propuesta es sustituido por un relato de mayor complejidad. No es casual que ahora sus referencias literarias estén más cerca del Nouveau Roman (Robbe-Grillet, por ejemplo, es citado en sus entrevistas) o de la complejidad narrativa de Jorge Luis Borges, uno de sus autores de cabecera, que de la novela social de los cincuenta, y las referencias cinematográficas recojan a su vez el legado fetichista del gran Buñuel mexicano, muy claramente de Ensayo de un crimen o Él. Tiempo y espa-

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cio aquí se funden, al igual que imaginación y realidad, sueño y vigilia. Estamos ante el relato de una obsesión: la mujer ideal, minuciosamente imaginada, reconstruida, por el fetichista y reprimido doctor provinciano que protagoniza el relato, a la manera, señala el autor, de «una novela de María Zayas que narra un proceso semejante, de recreación, de invención de una mujer» (Brasó, 162); como en el plano cinematográfico sucede en Vértigo (Hitchcock) o Ese oscuro objeto de deseo (Buñuel). Precisamente a Luis Buñuel, que quedó impresionado con La caza, dedica Saura una obra que marca un punto de inflexión en su trayectoria e inicia su colaboración con Geraldine Chaplin y Rafael Azcona. Peppermint frappé abre un camino de libertad creativa que va a emparentarlo con «los grandes imaginativos de los 60: Bergman, Fellini y Luis Buñuel», reconoce. La entrada de Azcona en el mundo de Saura hace que se realicen por aquellos años los dos títulos probablemente más complejos y elaborados del realizador: El jardín de las delicias (1970) y La prima Angélica (1973). Cara y cruz de la misma moneda, interpretadas ambas por un excelente López Vázquez, Azcona y Saura nos trazan el retrato moral de las dos Españas: la triunfalista de las derechas (El jardín) y la España derrotada y obligadamente acallada de las izquierdas (Angélica). Tras el curioso éxito internacional de Cría cuervos, Saura realiza en 1976 su película, con la posterior Pajarico, posiblemente más intimista: Elisa, vida mía. Reflexión sobre la vida y la muerte, protagonizada por Fernando Rey y Geraldine Chaplin y con un omnipresente fondo musical de Eric Satie. Su película más literaria, utilizando este adjetivo en el sentido más enriquecedor. Su título mismo es el inicio de la conmovedora égloga I de Garcilaso de la Vega y su personalísimo guión dará origen, un cuarto de siglo después, a la mejor y más compleja de sus novelas. En los años 90 confesará haber encontrado «un segundo mundo escribiendo», paralelo al cine, en el que la libertad creativa y la capacidad de matización es por lo general mucho más enriquecedora para el autor: «con los años escribir se ha convertido en una aventura esencial para mí», declarará en el diario El Mundo en 2005. Su primera novela, Pajarico solitario, la había escrito antes de hacer la película. En ella recoge su experiencia infantil en Murcia y es un relato de iniciación a la vida –y también a la novela- donde el niño que fue descubre el amor y su contrario. Dividida en pequeñas secuencias intituladas, su estructura nos recuerda las estructuras fragmentarias tipo La colmena. En la segunda, ¡Esa luz!, más madura, plasma por fin su visión de la guerra civil, lo que solo parcialmente pudo hacer en su obra fílmica. Parte de un libro que le impactó vivamente, Muerte en Zamora, escrito por el


El diirector Carlos Saura; Firma libro de visita Ilustre; año 2002, por FIC VIÑA. Fuente: wikicommos

hijo de Ramón J. Sender, quien cortejó en su juventud a Fermina Atarés, madre de Saura. Diego y Teresa, pareja separada por la guerra, como sucedió con Sender y su esposa, sufre la extrema crueldad del conflicto a través de la simultaneidad de una serie de dramáticas situaciones que se dan en distintos espacios pero en el mismo tiempo. Ausencias (2017), su último relato, suerte de novela de intriga y foto-ensayo, nos revela su permanente pasión por la fotografía. La versión cinematográfica de Bodas de sangre, realizada por Saura y Gades a través de la poderosa simbología lorquiana, encuentra sus mayores méritos en la sobriedad, la humildad y la exactitud. Si Gades subraya y quintaesencia la obra de Lorca, Saura hará otro tanto con la del coreógrafo. Entramos con Bodas en el resbaladizo terreno de la adaptación literaria donde su obra entrará en contadas ocasiones: Carmen, ¡Ay Carmela! o ¡Dispara! En la mayor parte de los casos Saura, más que adaptaciones, logra verdaderos ensayos cinematográficos cuyo origen es literario (La noche oscura, Elisa o el cuento de Borges El sur) o histórico (Antonieta, El Dorado). Estos dos últimos títulos, singulares superproducciones, nos llevan a Iberoamérica, territorio, físico y

espiritual, abordado y admirado por Saura: Antonieta, biografía romántica de la escritora y activista mexicana, amante de Vasconcelos; El Dorado nos acerca a la locura y rebeldía de Lope de Aguirre en el controvertido entorno del Quinto Centenario. Iberoamérica estará también presente en algunos de sus musicales más celebrados (Tango, El rey del mundo, Zonda), género en el que, tras Bodas de sangre, se encontrará muy cómodo, así como en sus puestas en escena teatrales (El coronel no tiene quien le escriba, La fiesta del chivo). En 2018 mantuvo en la cátedra Julio Cortázar de Guadalajara un estupendo coloquio con su hijo Antonio y, manifestada su fascinación por México, declaraba estar muy lejos de los conquistadores. «Yo me siento –concluyó, feliz- invadido por ustedes».

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El otro lado Mariana Enríquez

El otro lado Anagrama 824 páginas

Lo que hace Mariana Enríquez en El otro lado, lo que ha hecho, en realidad, en las últimas décadas, a cualquier hora, y en cualquier momento, teclear y teclear, y hacerlo sin descanso y con una pasión infinita por hasta el último asunto sobre el que se ha lanzado, periodísticamente hablando, como una especie de leona sabia, inquieta, exploradora, es inabarcable. Cada pequeña pieza narrativa incluida en lo que podría parecer una recopilación de artículos al uso —y aquí deberíamos apuntar y dejar claro que nada de lo que hace Enríquez puede considerarse al uso en ningún sentido, pues invocando a sus ídolos, periodísticos y no periodísticos, abre camino sin descanso, en un sentido único hecho de pedazos de aquello que la ha construido: sus lecturas, y su manera de aplicarlas al mundo que la rodea— es, a la vez, una historia —un relato, o, en la mayor parte de los casos, un puñado de ellos—, una aproximación sociológica —política, antropológica, ¡historiográfica!, underground—, y una carta de amor. Porque sí, Mariana Enríquez se enamora, o se ha enamorado, de todo aquello sobre lo que ha escrito. O mejor: tiene que ena-

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morarse primero, para escribir después. Y lo hace tan perdida y románticamente —en el viejo y oscuro y abismal sentido— como puede. Bisturí, o pequeño machete en mano —el recurso ligeramente macabro, tratándose de alguien que busca toparse con el Más Allá, tenga éste el aspecto que tenga, y espera que tenga uno espantosamente hermoso, es lícito—, Enríquez se adentra en cada selva, o interior de una vida —lo que abunda, en sus artículos, son los personajes, o seres ilustres convertidos, bajo su batuta, en personajes propios—, para salir de ella con algún tipo de botín. Botín que, en cada caso, tiene que ver con la comprensión, o la explicación, del personaje en cuestión, y de aquello que se cree de él, y de cómo eso le afectó, o no, y, en definitiva, qué lugar ocupó en el mundo —o lo sigue haciendo— y a la vez qué lugar ocupa en la cosmología de la autora. Una cosmología siempre creciente, y familiar en un sentido amplísimo y sólo entendible desde el enamoramiento del que hablábamos antes, el enamoramiento del fan, pero de un fan de todo lo que alguna vez estuvo demasiado vivo, o lo sigue estan-

do, y también, se torturó lo suficiente, o el mundo lo torturó lo suficiente, como para merecer un respeto, y una atención, y una compasión y admiración especial. Que la primera edición (Ediciones Universidad Diego Portales) de El otro lado llevase como subtítulo Retratos, fetichismos, confesiones es una pista. En sus páginas, en las páginas de El otro lado, se aprende sobre lo escrito y se aprende a escribir. Hay tanta generosidad en el trato a los personajes, y las situaciones que se describen —del asado argentino a la vida de Bram Stoker, el representante de actores y crítico teatral que quién sabe por qué tuvo una vez un lado oscuro— como en la forma que adopta cada vez, y así, cada pieza, se convierte en una pequeña lección de buen, de enorme, de apasionado e inmortal periodismo. Y esto es así porque, divididos, o más bien, unidos, en pequeños grupos, bajo títulos que muy bien ilustran aquello que contienen, repitiéndose, como un estribillo en una canción que no piensa acabarse, el llamado Mundo privado —en el que, por ejemplo, y he aquí que la cosa tiene incluso aspecto de novela en marcha, o mejor, autobio-


grafía en marcha, se incluye un Cómo empecé que merece mención especial, y must read—, los textos son, en su mayoría, periodísticos. Aunque también hay prólogos a relatos, y conferencias, y piezas que inauguran un género propio, el de la crónica confesional, un gonzo más ilustrado que gonzo. Algo de lo que puede disfrutarse en el relato de la visita de Manic Street Preachers a Cuba, un clásico de la producción periodística Enríquez: Cerca de la Revolución. Como buena apasionada de aquello que hace, primero quiere que el lector se enamore de lo que sea que piensa contarte. Puede ser la vida de chico de barrio de Bruce Springsteen, la rabia de Marshall Bruce Mathers, el infierno que fue para él mismo Kurt Cobain, la desdicha apenas rozada por el entendimiento universal de Sylvia Plath, el horror de Mary Shelley ante la posibilidad de la eternidad entendida como colección de pérdidas, o lo imparable de la escritora que «parece una institutriz de novela victoriana» Joyce Carol Oates. Te relata la forma en que Charles Manson trató de convertirse (mal) en una estrella del rock (o el folk macabro), o las navidades en casa de los Huston —John, y su hija Anjelica—, en las que John Steinbeck hacía de Papá Noel, o el desastre que supuso el matrimonio para H. P. Lovecraft, y no lo suelta sin más, sino que lo convierte en una historia con principio —el de cómo empezó todo: el contexto como arma narrativa— y un final que es el objeto mismo del texto. De manera que el lector, guiado por la voz de Enríquez, siempre atenta al detalle que brilla —como la urraca buscatesoros que es todo buen narrador—, entiende exactamente como lo hace ella misma aquello que quiere contar, porque a su manera, también, está buceando en su cabeza. Y en su cabeza hay fantasmas. Están por todas partes. Y en cierto sentido, Mariana Enríquez, en cada uno de sus artículos, o confesiones —hay retratos de momentos que son autobiografía y a la vez sociología, y estoy pensando en Quejarse de llena, y su grito, en texto,

«tengo cinco trabajos, ¡o seis!», y su humor, porque hay humor y despiece de una misma también, por supuesto, porque ella se toma en serio no tomándose nada en serio, como hacía John Fante, como hacen, siempre, los grandes—, es una médium, alguien que comunica ese mundo que en algún momento se formó en su cabeza —y que la hizo tal y como es— con el mundo que habita, en el que coincide con esos personajes que ama, y que pretende que amemos o, si no, entendamos, y valoremos, porque son valiosos. Como en Esta es la chica —su apunte sobre la posibilidad de que exista un ente que elige y lleva a la perdición a aquellos que perdemos antes de tiempo, a las estrellas caídas—, ella distingue de entre la multitud aquello que la multitud no debería pasar por alto, y al hacerlo, también se compone a sí misma, como una sinfonía. Su devoción ante todas las posibilidades de la muerte —o del postmortem— se entiende, tras la lectura de El otro lado, como un infinito amor a la vida, como la incredulidad ante el fin de algo tan misteriosamente inagotable, tan salvajemente poderoso. Su obsesión por los fantasmas, y su adicción a la ouija, no son más pues que la punta de un iceberg que nunca jamás va a derretirse. Mariana Enríquez habla —y teoriza, en más de una ocasión, en los textos reunidos— sobre la condición de fan. Dice, por ejemplo: «Ser fan de personajes masivos es muy difícil. Todo el mundo opina. Ser fan de alguien secreto es grato y cálido; y es espantoso cuando cae una luz encima, cuando se pasa a compartir el fetiche con los demás, que no saben, que opinan, que escupen y olvidan» —extracto de De corazón salvaje—. Y así ella crea fans —a través de sus textos— que jamás harán eso, porque no se atreverán, porque todo será para ellos, como para ella, demasiado sagrado. «El fan ha encontrado una manera de aliviar las desdichas de este mundo. Está menos solo que los demás, vive intensamente. Parece un poco triste desde afuera, ¿no? [...] Pero desde adentro no es así: desde adentro siente euforia y

fiebre y una alegría extraña, obsesiva» — extracto de Las devociones—. Una alegría extraña y obsesiva es lo que se siente, en cierto sentido, mientras se lee cada una de las piezas de este monumental volumen que es una lección de periodismo, sí, pero sobre todo, es una lección de cómo estar en el mundo: despierta, ansiosa. Enríquez, un pozo de sabiduría pop, punk, rock, de un pop, punk y rock interdisciplinar, que abarca el modernismo y el posmodernismo, la calle —y la historia de la calle, de aquí y allá— y los libros —los discos, las películas, en resumidas cuentas, la obra, que es como decir, el alma de aquel que crea—, contagia su obsesión narrativa —hay historias en todas partes, y todo toma forma de historia, hasta los secretos de familia, atentos a Lo que pasó—, y compone relatos —entre las confesiones hay de todo, desde la mudanza de unos vecinos que parecen salidos de El misterio de Salem’s Lot hasta la de veces que la llevaron presa— que siempre tienen que ver con otros relatos, en una suerte de ejercicio metaficcional en el que la vida, por fin, tiene sentido, porque se imagina mientras se vive. Un libro importante. Importantísimo. Un pedazo de un mundo que nadie ha visto aún (así) aunque lo ha tenido delante todo el tiempo.

por Laura Fernández

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Esa enorme topografía del miedo Ignacio Martínez de Pisón

Castillos de fuego Seix Barral 698 páginas

Donde Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza,1960) brilla con especial intensidad es cuando delimita un espacio determinado en un momento de nuestra reciente historia que nos sirve para iluminar nuestro presente. No de otra manera construyó Galdós ese magnífico mosaico de la vida española en el siglo XIX que es su obra, adscrita, aunque no siempre, a Madrid, ciudad a la que dio entidad de personaje literario,como hicieron con París y Londres Balzac y Dickens –autor del que Galdós gustaba sobremanera hasta el punto de que en 1868 publicó su traducción de Los papeles póstumos del Club Picwick. Martínez de Pisón, al igual que Galdós o Balzac, frecuenta una literatura que exige un plan, sólo que ese plan no adquiere ese tono apriorístico del XIX donde existe una voluntad, pareja a la idea de progreso, de dotar a una época de una idea y comprobar luego que esa idea se encarnaba en personajes provistos de una personalidad arrolladora,de una sola pieza, esos personajes de tono épico,único, que nos dio la narrativa del siglo XIX, desde Víctor Hugo a

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Tolstoi y que resumen como ninguna obras como Los miserables o Guerra y Paz. Toda épica exige que esté respaldada por una comunidad, que es la que le otorga legitimidad. Esa épica, en el imaginario decimonónico, surge del pueblo, sustento del nuevo concepto de nación, nacido de la Revolución Francesa. De ahí ese incontrovertido personaje que se extiende como mancha de tinta en las novelas de la época, y que admiten todas las gradaciones de donde vienen personalidades como la Fortunata galdosiana o el Jean Valjean de Los miserables, personalidades que exigen su contrapartida en personajes malignos o, por lo menos, de una rigidez y sentido desmesurado del deber, tal como Javert persiguiendo a Valjean durante años sin que le tiemble el pulso... La época exigía un paisaje en blanco y negro que se transforma en una amplia gama de grises en el siglo XX y que alcanza la total disolución en la narrativa posmoderna. Basta con comparar cualquier novela histórica del XIX (tal como El último de los mohicanos, que Feminore Cooper publicó

en 1826, cuando no hacía treinta años que los Estados Unidos se habían independizado) con El plantador de tabaco, de John Barth, publicada en 1960 y que trata de la épica de la fundación de Maryland donde los personajes se saben ya sujetos de texto y no aspiran a creerse personas de carne y hueso. La consecuencia para la novela histórica es trascendental porque ahora todo es cuestión y consecuencia del relato mismo: si en Ana Karenina, de Tolstoi, se nos aparece un perro pensando y no nos causa sorpresa alguna, en la narrativa posmoderna todo es ya texto, y desde luego, lo que hasta entonces hemos denominado lo real alcanza cotas de pesadilla como las habidas en El arco iris de gravedad, de Thomas Pynchon, donde la realidad es ya pura proyección paranoica. Permítaseme tal digresión porque en cierto modo nos ayuda a entender la específica narrativa de corte realista de Ignacio Martínez de Pisón y su modo de insertar sus tramas dentro de un determinado momento histórico y de la que es ejemplo señero su última novela, Castillos de fuego.


La narrativa de Martínez de Pisón creo representa dentro de la tradición realista española el modo más logrado de hacer pervivir esa tradición que parte de Galdós, y que se decanta en un modo más moderno en el estilo impresionista de un Pío Baroja, donde la realidad surge en gran parte del propio impulso del personaje y que se resiste a ser engullida en la intertextualidad posmoderna. En Martínez de Pisón, en cambio, el modo de abordar el tiempo histórico viene determinado por su carga simbólica, a la que se atiende de modo especial. Ocurre así, por ejemplo, si relata el destino de tres mujeres en el Transición Española en El tiempo de las mujeres. Pero también en Enterrar a los muertos, donde el tema, el asesinato del escritor José Robles en nuestra guerra civil y la consiguiente ruptura de John Dos Passos, amigo de Robles, con Hemingway por su sospechoso silencio, le lleva a un tratamiento casi ensayístico de la narración. O también en su celebrada La buena reputación, donde da cuenta de las relaciones familiares del pueblo sefardí en la Melilla de los años del Protectorado, en una novela en la que detrás de las anécdotas, de las pequeñas historias, se esconde el interrogante de la imposibilidad de redimir nuestra miserable condición como testigos mudos de la Historia. Y donde alcanza Martínez de Pisón cotas superiores es en esta última Castillos en el aire, una crónica acerba, terrible, del Madrid de la inmediata posguerra en los años en que transcurre la Segunda Guerra Mundial, cuya oculta influencia en el destino de los personajes es determinante. Comienza con el recorrido por la sierra de Madrid del entierro de José Antonio camino del Valle de los Caídos y finaliza con el Desfile de la Victoria del año 45, el más vistoso de los acontecidos, donde el Régimen sacó pecho frente a los Aliados, y asesinato de Eloy, uno de los principales personajes del libro que después de la ejecución, en el Cam-

po de las Calaveras, del traidor Trilla, poco antes de incorporarse al Maquis, es arrestado por la Guardia Civil. La novela se sitúa en dos planos: el de la Crónica, el de la Historia, así, con mayúsculas, con el de la intrahistoria, por decirlo en términos unamunianos. Así, por un lado, asistimos al entierro del fundador de Falange o la rehabilitación de Jacinto Benavente con la asistencia de Dionisio Ridruejo en una muy fina secuencia del autor que destila ironía por todas partes, o la conversación que tienen varios jerifaltes falangistas entre los que se cuenta Arrese sobre la homosexualidad de Felipe Ximénez de Sandoval y el trato de favor que le hace, para cubrirlo de fatales consecuencias, Ramón Serrano Suñer; o la magnífica descripción de la excursión de Ridruejo con sus íntimos de Falange en el Parador de Gredos, donde da cuenta de su experiencia en la División Azul. Pero por otro lado, también conocemos a esos personajes anónimos en un Madrid arrasado por el miedo y que hace que esta novela en algunos momentos logre esa magnífica recreación del hampa de las narraciones de Patrick Modiano en el París ocupado, ese París mítico por mor de la literatura convertida ahora en un bulevar periférico. Así, Eloy, roba por salvar la vida su hermano; Alicia, la taquillera de cine, es despedida por colaborar con su novio Eloy en el robo de la recaudación de la taquilla; Basilio, el catedrático que se obsesiona por su rehabilitación y termina siendo el subalterno de un antiguo alumno suyo; Matías, el falangista que trafica con los objetos robados en las casas burguesas en la guerra; y sobre todo Valentín, el soplón por excelencia, capaz de cualquier villanía con tal de, al modo de la antigua limpieza de sangre inquisitorial, ocultar que perteneció a las Juventudes Comunistas y que acaba perteneciendo a la Brigada Político Social. Y además de estos personajes de relieve, un coro enorme formado por costureras, guardias civiles, fa-

langistas, policías, sin que al autor se le olvide una visita a la Dirección General de Seguridad, en una serie de secuencias y retratos que hacen de esta novela una de las más ambiciosas escritas sobre la posguerra que se hayan escrito, todo ello con una querencia de totalidad que me recuerda el espíritu de la serie de los Campos de Max Aub. Y sin olvidar el paisaje en que todos estos personajes sobreviven con el miedo pegado al cuerpo y al alma, pues es el tiempo de los chivatos, de la delación interesada e incluso gratuita, esa terrible Waste Land en que se ha convertido Madrid, ciudad que Martínez de Pisón recrea con una prolijidad en los detalles que termina por diluir un tanto el aspecto de crónica realista de la novela y la inscribe en una suerte de hiperreralismo, pues se trata de nominaciones de edificios y lugares que en algunos casos no reflejan la atención prestada por los personajes si la crónica se atuviera a parámetros realistas. Así sucede con la nominación del cine Europa y el guiño sobre su adscripción al estilo buque, o con la descripción de los edificios Titanic en la Avenida de Reina Victoria. Es la parte, por llamarla de alguna manera, tipo John Barth: somos hijos de nuestro tiempo y la textualidad forma ya parte de nuestro más íntimo carácter.

por Juan Ángel Juristo

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Una escritora ventanera Menchu Gutiérrez

La ventana inolvidable Galaxia Gutenberg 184 páginas

«Hay dos formas de ponerse a leer, como de ponerse a hacer cualquier cosa en la vida: una serena y otra impaciente», dijo Carmen Martín Gaite. Si nuestro humor es estable y estamos dispuestos a dejarnos ir, el libro nos contará aquello que buenamente quiera. Si le escuchamos y «no le forzamos a que él entre en nosotros y acierte con el resquicio exacto por donde puede inyectarnos consuelo», nos tocará. Pero si ocurre que llegamos al libro alborotadamente, «con urgencia y pasión», en busca del remedio que necesitamos, entonces el libro se nos caerá de las manos y se negará a ofrecernos todo aquello que le exigimos. Pocas descripciones tan acertadas como la de Martín Gaite conozco para referirse a la manera en la que nos ponemos a leer tantas veces, como en las noches de insomnio y soledad cuando se acude a los libros para salvarse de manera frenética, desesperada y compulsiva, y ellos nos ofrecen poco más que distancia y frialdad. Pienso mucho en esto de Gaite, paladeo sus palabras, las tomo como pretexto cuando hay libros que

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pasan por una sin dejar poso ni rastro, como un golpe de viento, como la luz de un faro que alumbra la habitación apenas un segundo en la noche. Algo así me ha pasado al leer La ventana inolvidable de Menchu Gutiérrez (Galaxia Gutenberg, 2022): un vacío, una noche en blanco, un profundo silencio. Poco antes de empezar este libro que ganó el LIII Premio Internacional de Novela Ciudad de Barbastro, leí La mitad de la casa (Siruela, 2022) y siento que hay entre los dos un pequeño y fino hilo que los une. En el primero, había una casa —o la mitad de una casa—, había «ventanas cerradas cuyos cristales deben reflejar sobre todo el follaje de los árboles», una escritura fragmentaria e híbrida. En el segundo, Menchu Gutiérrez tira y tira del hilo y concentra toda la atención en la ventana, un punto de enfoque, pero también un punto de partida para el ensueño, la divagación, la meditación y el recuerdo sirviéndose de un esquema parecido al del libro anterior —fragmentos, breves guijos de vida—. Hay algún elemento que se

repite en La mitad de la casa y La ventana invisible: la concha. Por eso decía que un hilo tiene bien ligadas las dos novelas. «La concha —escribe en el primero— inicia un movimiento lento que hace pensar en un repliegue militar». Y en La ventana inolvidable, la concha es una pérdida que la protagonista arrastra: «Nunca me he repuesto de la pérdida de esa casa, a la que estaba tan unida como a una concha». Unas rejas, las rejas de la ventana del torreón de una vieja casa familiar que ya no existe, son el elemento que da lugar a un hermoso trabajo de memoria: «Yo sentí muchas veces que mi vida continuaba, desdoblada, en la habitación de la torre de mi cuarto, cuando miraba desde el jardín o la calle hacia sus ventanas. Y a pesar de que la casa desapareció hace muchos años, todavía hoy, mi vida continúa en el interior de la torre, y miro por cada una de las pequeñas ventanas para encontrar un paisaje que fue cambiando dramáticamente a lo largo de los años, primero en vida de mis abuelos, y después de mis padres y de la mía propia». En un principio, el libro


me atrapó, me arrastró hacia esa casa e imaginé esa torre, esa ventana y esa niña escondida tras ella intentando leer, escribir o, simplemente, ser ella misma en un mundo adulto. Pero entonces, la autora deja de lado la memoria propia y se lanza a pensar en la ventana como algo capaz de articular la vida de cualquiera. Xavier de Maistre hizo algo parecido en Viaje alrededor de mi habitación, pero el viaje que emprende Menchu Gutiérrez alrededor de una —y mil— ventanas, va más allá de su propia visión. No es exactamente como lo de Maistre que apuntó las observaciones interesantes y escribió sobre el placer que experimentó al fantasear con ellas. La autora madrileña piensa que «cada ventana tiene una historia adherida», la propia y la de quien mira la ventana «desde lejos y trata de imaginar lo que sucede en su interior» y esa idea la lleva a lo largo de ciento ochenta páginas a intentar responder estas dos preguntas: «¿Qué vemos cuando miramos en dirección a una ventana? ¿Qué historia o historias reconstruye la visión de una ventana?». Y en esa divagación se enreda poniendo una detrás de otra las historias de personajes anónimos intuidos apenas por una inicial. Esa intermitencia que propone me hace salir de la historia una y otra vez. Entiendo la deriva, admiro el uso lírico del lenguaje, las imágenes y la voluntad poética de la autora, una voz única en el panorama literario, pero, al mismo tiempo, lo que prometía ser una novela sobre la memoria y la ventana como metáfora de la imaginación, acaba convertida en un cúmulo de fragmentos sueltos que ni me emocionan ni me interesan como conjunto. Es curioso lo que me ha ocurrido con La ventana inolvidable, puede que la teoría de Martín Gaite acierte aquí: la culpa es mía porque zarandeo el libro de Menchu Gutiérrez y le exijo unos favores que solo conceden los libros a aquellos que no tienen «los ojos

nublados ni el alma en tormenta, a quien no le da igual Balzac que Conan Doyle o que Pavese o que Todorov». Y es que a mí eso no me sucede del todo: la leo y veo su talento, su hermosa y certera prosa, la profundidad de sus reflexiones. Este libro, más que una novela, es un libro en el umbral: entre el aforismo y la meditación, entre lo diarístico y la poesía. «La ventanilla del tren arrastra el paisaje, inclina los árboles por la velocidad que imprime a su paso, crea viento donde no lo había, y lleva su telegrama urgente en el buzón de la boca». La prosa de la autora funciona como un pequeño haz de luz, y hay frases que son como esos rayos que se posan sobre las cosas de una casa: los libros que descansan en las estanterías, el sofá gastado, la baldosa y media de suelo. «Las ventanas de la casa de sus padres y abuelos pasan la mayor parte del año sumergidas bajo el pantano que anegó todo el pueblo. A un lado y a otro de las ventanas, el agua uniformadora, las primeras algas colonizadoras, donde había una cama y una mesilla de noche, y donde había farolas y un banco vecinal, un adentro y un afuera anulados, perdida la función de las puertas y ventanas, casi homogéneos, otra clase de rocalla». Esos rayitos que, sobre todo en invierno, te alegran y reconfortan y permiten ver las partículas de polvo suspendidas en el aire, invisibles la mayor parte del tiempo. Tengo el libro en las manos y leo hermosas y trascendentales frases que sueltas así, dicen algo, por ejemplo, leo que «M. cierra la ventana. La gran creadora de silencio, la madre que apaga todos los ruidos para que su madre duerma»; que J. bebe una copa de vino mientras dice que «nos quedamos pegados a las palabras de otros a veces de por vida, a veces de una sola frase. Recitamos un profundo aforismo y vemos cómo la crueldad de cuatro palabras, aparentemente torpes, lo aplastan, como la pesada rueda de un camión»; que «P. abrió

una ventanita en una habitación de la casa para mirar con mayor distancia el cuadro situado en su pequeño estudio de pintura»; que L. le contó a la protagonista «la impresión que le produjo la muerte de su abuelo contemplada a través de la pequeña ventana que se abría en la cabecera de su féretro: la persona a quien tanto había querido reducida al rostro de cera que veía a través de una abertura sellada con cristal»…Pero al acabar el libro, al cerrar la tapa dura y pensar en lo que me llevo, encuentro, de nuevo, un vacío, una noche en blanco, un profundo silencio. Pienso otra vez en lo que decía Gaite, no me lo saco de la cabeza y es que, aunque sigue sin aportarme el menor consuelo, es sensato pensar que sea yo la que ha llegado al libro revuelta. Cuando lo tuve en las manos por primera vez y vi esa ventana cubierta de rojiza hojarasca, me acordé de las mujeres ventaneras de Gaite, de aquello que escribió sobre la ventana de la casa de Rosalía de Castro en Padrón. Si fuera un fragmento de La ventana inolvidable podría ser algo como esto: C. se emocionó mucho al mirar el paisaje encuadrado por la ventana del dormitorio de la poeta y pensó en los aromas del campo que entrarían por esa ventana y en el tañido lejano de las campanas de Bastabales. «Soñaba desde allí, viajaba desde allí, y desde allí convertía en palabra aquella marea de emociones que se le desbordaba del pecho, a la vista del paisaje. Y, reviviendo, allí clavada, mis propios sueños juveniles de provinciana ventanera, los asociaba con la visión de un camino entrevisto por la ventana y que debe llevar a la aventura».

por Carmen G. de la Cueva

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La conciencia no es adolescente Ignacio Ferrando

El rumor y los insectos Tusquets 489 páginas

Una novela que viene de otra novela. Una historia que viene de otra historia. Un empeño de hace tres lustros —con la imagen real de un hormiguero destrozado por unas niñas gemelas—, que toma forma, fondo y cordura en la era de lo que la Inteligencia Artificial, ¿tenemos tanto miedo a ponerlo en minúsculas?, está por demostrar. Este podría ser un primario esbozo de El rumor y los insectos. Pero quedaría demasiado sucinto y pacato, porque es mucho más, nunca demasiado más. Ignacio Ferrando (Trubia, 1972) es un asturiano de aroma, madrileño de tacto, contacto y arquitectura pero tiene un filósofo en mente que ha encontrado en la narración su lugar en el mundo. Su pasado como escritor es tan premiado como poco conocido, hasta el momento. En materia de relatos, por abreviar, con La piel de los extraños obtuvo el premio Setenil. Con Ceremonias de interior se llevó el premio Tiflos. Si pasamos a sus novelas, su Un centímetro de mar fue premio Ciudad de Irún y premio Ojo Crítico de RNE. La oscuridad fue un luminoso pozo de fondo nórdico. Nosotros H

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esa novela que de verdad constituye a un autor o a su ADN, y conservada por siempre quedará su categoría en esa melodía musical atípica. En 2017, anidó en Tusquets, y ya son tres las historias que de variada trama han marcado una constante búsqueda del interior que no vemos o sabemos mostrar. En La quietud, descubrió lo que la paternidad puede ser cuando el movimiento físico antecede al mental. En su anterior novela, Referencial, la apuesta es la de cómo ser originales ora únicos. Temas, como vemos, intemporales, necesarios y nada excluyentes con los que cualquier bípedo se debe o debería enfrentarse. Y ahora en 2023, aparece esta historia argumental que podría calificarse como la foto de la cubierta. Saldos, de la lombarda Barbara Baldi, la obra que cobija una cabeza de espaldas a la que a la mitad de la imagen se le han cambiado los trazos por píxeles. Trazos por píxeles o trazos y píxeles. Porque eso es esta novela, dos mundos que podrían ser independientes pero no lo son. No se trata de un binomio fantástico de Gianni Rodari. Sí, de la

historia de un antropólogo que es enviado a un pueblo o colonia de la Alemania de los ochenta del siglo pasado a que resuelva la pérdida de varias vidas de forma secuencial. Ferrando traza una historia de cierta ciencia ficción, a través de un quijotesco antropólogo madrileño que tendrá que resolver ciertos envites para poder resolver los suyos. Órdago para el autor que muestra en casi quinientas páginas que queda mucho por narrar y que se pueden plantear varios envites para que el lector gane más que una partida. La partida que ahora mismo flota en nuestro mundo. Esa en la que parece importar o valer o pesar más lo que se representa que la realidad. El mundo digital frente al analógico. Comprar y tener frente a ser. Desviar todo para convertirnos en un número o valor impersonal o atreverse a preguntarnos, ¿y tú quién eres? Los habitantes de la colonia alemana no saben lo que son, y gracias a la pericia narradora de Ferrando, los lectores serán los que pueden o no descubrirlo. Seres que podrían ser casi androides, pero que definidos como sintéticos, se gana en precisión. Sintéticos que no


saben su origen, que cumplen patrones y tendencias grises que pueden traer ecos de las historias de Philip K. Dick o atmósferas en las que el tiempo es otro valor cambiante más. Y a ese lindo erial es lanzado, aunque piense que es libre en su elección, el quijotesco antropólogo que partiendo de un Madrid de un futuro cercano o imprevisible (en el que Trump puede ir a la Corea unificada), ha de resolver autodestrucciones de los sintéticos que no estaban programadas. Procesos que no atienden a las lógicas artificiales ni a las de las inteligencias programadas ni a ninguna lógica previsible. Porque El rumor y los insectos desliza con calma, teórica inocencia y valiente consciencia el tema que todo humano posee y no siempre se atreve a ver. No somos complejos, somos contradictorios. Ahí está la honestidad del escritor. Que cumple a rajatabla lo que dejó escrito Marguerite Duras: «Un escritor es algo extraño. Es una contradicción y también un sinsentido». Lo atemperaría el escritor, también francés, Bernard Weber —sí, el de la trilogía de las hormigas—, que dice: «La contradicción es el motor del pensamiento». Ahí parece encontrar el filón argumental Ferrando y toma, retoma, retoca ese hilo que debería ser solo imaginario pero que se convierte en sustrato real con el que trabaja. Y podría aclararse con la luz de lo que dijo Pascal en sus Pensamientos: «Ni la contradicción es indicio de falsedad, ni la falta de contradicción es indicio de verdad». Pascal, Weber y Duras. Tres franceses, no hay falsedad; tres escritores, hay contradicción. Justo estas dos frases precedentes nos aclaran el conflicto vital. Explícito el envite. Implícito el desarrollarlo. Para ello, Ferrando recurre a diálogos, esa técnica de dificultad mayor de lo que parece. Interpelaciones constantes de una mente a otra que en lo que esconden en sus parlamentos, anida el fondo de lo que son. Lo sepan o no. Sean sintéticos o antipáticos. Los diálogos de esta

novela llevan a los de La oscuridad. La ambivalencia de los personajes a los de Referencial. Por huellas como estas se aprecia el peso de un escritor y lo que es más importante, su obra. En esta novela, la alternancia entre Madrid, Bahnstadt (en el sentido alemán del término) y Ámsterdam provocan un dinamismo necesario. Una aliteración mental, que no fonética, que imbuyen al lector en lo que no sabía que podía involucrarse. Narrando capítulos con la cámara al hombro o la lente en la retina, ciertas escenas parecen o desean ser un documental con aroma a docudrama de la Alemania escindida en dos, de nuevo dos. O las derivas mentales que provoca que exista un Museo alemán del embalaje, que haberlo, haylo. Embalemos los hilos lanzados y miremos el envase sin aprensión y con claridad. El rumor y los insectos es una balanza que con el acertado equilibrio entre la reflexión y la acción —que Ferrando ya sabía manejar— nos entrega una que intuimos que fue dorada, como algunas de las conciencias de algunos personajes, pero que ha perdido brillo, como la deriva a la que estamos expuestos. Lo peor, o a lo que hay prestar más cuidado, es al limpiador que escogemos para que el dorado de la balanza no se pierda del todo, se oxide y se convierta en indeseable. Porque una balanza indeseable es como un baremo obsoleto. Algo que los sintéticos de la novela no saben apreciar, o por ser sinceros, contradictoriamente incalibrable. Todas las balanzas y derivas que estimulan la novela, denotan la calidad y destreza del autor, que con su voz —en apariencia inocua—está demostrando que la literatura nunca perdió el poder de sugestión, que un trabajo profundo del yo filosófico ilumina aunque sea como una vela en un hangar oscuro, al lector que quiera seguir eligiendo. Si la contradicción anidaba en los tres escritores franceses precedentes, Bernhard, Mann y Sebald, forman ese trío alemán de la conciencia que pare-

cen insuflar aliento y prosa a Ferrando en esa colonia o población alemana de cuando Kohl parecía el unificador máximo o Corea nunca podría volver a estar unida. Utopías o realidades confirmadas. Como las del quijotesco antropólogo que nunca escaparán de la mente del lector. Prueba contrastada de que el autor consiguió con su obra poner un peldaño más de la literatura que añade al peso que trae, conciencia para vivir. El rumor y los insectos puede ser ese siseo al que se presta atención desviando la vista. Como cuando al acabar un párrafo definitorio se cambia de lugar la mirada para asentar la idea en la memoria. Si nadie duda del peso de la literatura francesa y la alemana, nadie dudará después de leer esta novela de que Ignacio Ferrando sigue aquilatando la conciencia del lector de la mano de la literatura honesta, pulcra y única. Esa canela necesaria en cualquier rama de la literatura. A la española, se la está poniendo Ferrando, y de forma tan manifiesta, que su aroma no se lo salta ni un rumor ni más de dos insectos. La ambición de propuestas, las capas de escritura y la habilidad para clarificar lo tratado sin que lo parezca, son el esqueleto del obrar de Ferrando. Esta novela, cuenta por fin aquello de que ese rumor que llevamos tiempo escuchando, toma cuerpo. El de que el de la literatura española tiene en la cabeza, o al menos en algo de la mente —en esa parte que sirve para desarrollar algo más la inteligencia—, a Ignacio Ferrando. Por decirlo sintéticamente. La literatura española actual no se puede trazar sin la obra del asturiano. Pixele quien pixele el canon literario actual.

por Pedro Bosqued

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Las iluminaciones de Chus Pato Chus Pato

Poesía reunida. Volumen III Ultramarinos 156 páginas

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¿Cómo escribir sobre el diluvio? ¿Cómo escribir sobre una bestialidad? Una yegua desbocada remonta los barrancos de O Courel. Chus Pato nos invita a transitar órficamente un laberinto en el que se han desvanecido las puertas y los signos. Para ello, desde el primer verso de esta inundación, nos obliga a la reflexión sobre el lenguaje («Me pregunto -dice- si en esta frase caben todos los tejos de la ciudad libre de París») y a la interpretación de una «escritura cuneiforme», al desvelamiento del «grimorio del poeta», a una recepción salvaje. Poesía reunida Volumen III de la poeta gallega Chus Pato (Ourense, 1955) recoge uno de sus libros: m-Talá (2000). La traducción del gallego al castellano es de Gonzalo Hermo. El prólogo ha sido escrito por Alba Cid. El epílogo, titulado «Contextos», incluye textos de Yolanda Castaño y Miguel Casado y la «Carta abierta a Europa» que la poeta leyó en Ptuj, Eslovenia, en agosto de 2022. m-Talá profundiza la senda de ruptura de poemarios anteriores como Urania (1991), Heloísa (1994), Fascinio (1995), A ponte das poldras (1996) y Nínive (1996). Todo un despertar y una convulsión, publicados por Calpurnia, Toxosoutos, Xerais o Galaxia, en muchos casos con traducciones al castellano, el catalán, el inglés o el portugués. La obra posterior -Charenton (2004), Hordas de escritura

(2008), Secesión (2009), Carne de Leviatán (2013) o Un libre favor (2019)- no hará sino afirmar esta energía abrumadora, este talento único. La exclusividad de m-Talá se justifica por ser el centro geográfico en su obra y un suceso excepcional en la poesía escrita en España en los últimos tiempos. Con este poemario se bautiza el siglo XXI. Una vez más, la poeta gallega descose los fardos de lo que entendemos por poesía y deja que las convenciones líricas (hasta entonces humildemente acatadas por el común de los creadores) se desangren sobre el suelo del nuevo siglo. La escritura desatada, siempre un paso más allá de lo conocido, la lleva en este libro a las orillas de un mundo surgido tras el Diluvio universal. Para empezar, este poemario pone contra las cuerdas a los críticos y a la crítica literaria. m-Talá -como avisa Pato- es un universo en expansión, una «lección de abismos» y un salto sin red. El exégeta se preguntará al abrir el volumen qué es la poesía, cuáles son sus formas, cuáles sus registros o sus asuntos. ¿Es posible describir un poema? ¿Es la poesía un género literario? ¿Qué está ocurriendo aquí? Nada parece suficiente para esclarecer la vibración que queda tras la lectura, la sensación de haber pasado sobre arenas movedizas. Juan Ramón hablaba

de un milagro inexplicable. Arrabal celebraba la ceremonia de la confusión. Irreductible en juicios es la «belleza»: esta es una de sus condiciones. Desde Baudelaire, el poeta desconsidera, defenestra los altares formales y temáticos de la poesía. La irradiación de Las flores del mal alcanza los vértigos de Lautrèamont o Arthur Rimbaud para perderse en el marasmo del simbolismo o las vanguardias. De todas estas aguas -y de tantas otras- se alimenta Chus Pato en su obra. La muerte de los géneros, que se reconoce desde el romanticismo, es clara en la postmodernidad. Hibridismo, polimorfismo, fronteras translúcidas, superposiciones estéticas y genéricas, pluriperspectivismo, collage, intertextualidad, indefinición son algunos de los atributos de esta forma de entender el arte. Esto así, uno de los aspectos que llaman la atención en m-Talá es la convivencia de textos en prosa, entrevistas, notas de diario, diálogos dramáticos (Ágape y Mefisto, por ejemplo) o poemas en versículos, así como diversas inscripciones paratextuales en forma de citas («el techo me cubre como una enramada de serpientes», David P. Iglesias), dedicatorias pospuestas («para Helena González»), apuntes bibliográficos (RANCIÈRE, JACQUES, La Chair des mots. Politiques de l’écriture, Editions Galilée, Paris 1998),


post scripta, notas a pie de página y comentarios de la autora, que «no se hace cargo de las opiniones vertidas por las diferentes voces». Lo que se propone es un universo inasible inmensamente lleno de sugerencias, quiebros y aperturas. El espejo se ha roto. El poema es el fragmento de un todo que se superpone a otros fragmentos para desbastar los ejes de la normalidad. La propia «estructura» interna de los poemas es la de una intertextualidad alucinada, empujada por asociaciones de ideas, referencias indirectas y alusiones herméticas. «DEHMEN: Entro y salgo del texto como quien entra y sale de la primavera. Mis palabras son las palabras de Jonás, las palabras de Olaf. No reconozco el mundo. Escribo el manicomio. Y con las entretejidas barcas surcábamos un mar enorme y agitado y el abismo poblado de monstruos» Con frecuencia, la voz lírica se multiplica en otras voces. «Yo soy Ofelia, la danesa, descifro runas, me deslizo sobre esquís, manejo el arpa y me esfuerzo en el yunque. Yo Brígida, Birgitta Birgersdotter: mis “Revelaciones”, incluso las más extravagantes, fueron traducidas, en parte o íntegramente, a todas las lenguas importantes». La poeta es la voz del individuo y una resonancia coral: «porque escucho mi voz en otra y en otra voz, en otra». A veces nos propone un «ballet-polifonía», en el que participan, sin coincidencia unísona, las voces de Arthur Gordon Pym, Quirón el Centauro, Ajmátova, Mnemósine, Rimbaud, Paul Celan, Narradora, Ezra o Xosé Luís Méndez Ferrín. Hay un baile de disfraces al que estamos invitados: «-los disfraces, pero para Arthur Gordon Pym lo imaginario es la única experiencia, de lo real, de la vida -¿el sur tiene los colmillos escarlata? ¿raíz etíope? ¿será el sur una giganta erguida? ¿Será cascada blanca, donde se entreabrió el abismo?» Chus Pato, ante esta necesidad de desbordar los límites, se arma de diver-

sas máscaras textuales, se deshace en un «Ganges de palabras». Nos encontramos de esta forma ante una poética de los afluentes y los meandros, del río que es simultáneamente mar o fiordo o delta o cauce. El texto se deshilacha, se desteje. Hay una explosión y hay una red de ondas expansivas. Si «el cosmos entero es un signo lingüístico», si «el universo es una red infinita de lenguajes«, si nos topamos con la «incomunicabilidad del poema», es precisa una nueva enunciación. El «sujeto posapocalíptico» que propone Chus Pato desestabiliza el anterior, el «unívoco-renacentista-ilustrado», y se desenvuelve en cataratas: «un nuevo ensamble de diversos tipos de enunciación que conviven en el discurso». Desde aquí existe «la posibilidad de la independencia», la evolución desde un sujeto «homérico, pre-organicista agrario» o un «sujeto ciclópeo-masculino de la modernidad, mallarmeano» a un «sujeto posapocalíptico». Como algo vertebral, la reflexión sobre la comunicación nos espera al fondo. A veces, es un alegato contra la amenaza que se cierne sobre la lengua en el mundo contemporáneo: «PORQUE NO ES SÓLO EL IDIOMA EL QUE ESTÁ AMENAZADO SINO NUESTRA PROPIA CAPACIDAD LINGÜÍSTICA, sea cual sea el idioma que hablemos (…) LA LENGUA, cualquier LENGUA EN EL CAPITAL, tiende a desvanecerse, tiende a convertirse en algo que se consume». También Umberto Eco hablaba del peligro de la capitalización o la homologación lingüística y se refería a la afasia semántica en que se hallan las palabras, pervertidas en su alma por la frivolidad, por el abuso y por los mass media. Chus Pato se detiene con vehemencia en esta idea: «Nº 1: pútridas, muertas, destruidas, siempre que las encuentro Nº 2: las palabras». Después de todo, se espera el renacimiento, la reconstrucción de la identidad personal, de la identidad de los pueblos, de la mirada, la lengua. «La reconstruc-

ción de esa identidad -explica-, su imposible reconstrucción, es la historia de la nación, la historia del poema». Igualmente, la lucha por la palabra es la lucha por la Naturaleza: «ninguno de nosotros podrá jamás disolverse en ninguna MADRE-naturaleza. ÉTER». La lucha por la palabra es la lucha por la liberación real de la mujer. «Las tigras son mujer». En «Brindis pour Stéphane», la Sirena canta su canción de lo imposible. «Y la Sirena (…) nada: sobre las maravillosas colecciones de Hallstatt sobre la hermosísima estatua de Willendorf de la adorable colección de cráneos sabía, sí, sabía que eras tú, que te quería. Todos mis poemas eran así IMPOSIBLES INCONCLUSOS» En síntesis, desde el espíritu revolucionario de m-Talá, son cuatro las grandes fulguraciones semánticas: la lengua, la mujer, la identidad propia y la de los pueblos, la naturaleza. «¡Por la primavera de los pueblos! GÉNESIS GÉNESIS GÉNESIS naturaleza» El vuelo desbocado sobre las aristas de la creación nos devuelve al principio del poema, al nacimiento del río Ganges. Todo es comienzo, al fin, en un eterno retorno a la lengua de la Utopía. «la piedra desmiente el gris, construye la lengua de la Utopía, la que le dice adiós a la lengua ordinaria del comercio (…). Poema que se construye sobre un “nosotros”, comunidad-nación» Esta micronación nos devuelve a la pureza, al «POKER DE PUREZA», de quienes beben el límite, de quienes beben el diluvio.

por Andrés García Cerdán

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Voces que viajan Claudia Ulloa Donoso

Yo maté a un perro en Rumanía Almadía 369 páginas

En Yo maté a un perro en Rumanía, primera novela de Claudia Ulloa Donoso, escritora peruana afincada en Noruega, la protagonista, una mujer latinoamericana profesora de Lengua en Noruega con una aguda depresión, viaja a Rumanía en compañía de un exalumno y amigo rumano que la invita a acompañarla. El marco resulta prometedor: dos personajes desplazados, migrantes de orígenes sociales, culturales y geográficos muy diferentes, moviéndose entre dos Europas opuestas en lo cultural y lo económico y situadas en los extremos 76

del sueño siempre incumplido de la Europa del bienestar. El desafío señala la ambición desde la que Ulloa plantea la novela; el camino por el que opta rebaja en mi opinión estas expectativas. La historia comienza con el monólogo del perro cuya muerte cerrará la narración: «yo, el perro muerto y rumano, soy el dueño de la historia»; declara; de ahí que, a pesar de su limitada presencia, sea una figura que atesora sentidos clave. Este fragmento inicial se centra en las limitaciones del lenguaje humano, en su vinculación con la violencia y la muerte y su alejamiento de un mundo natural siempre inaccesible, un comienzo que otorga a la obra cierta condición de fábula que, según declaraciones de la propia autora, estaba en el origen de su concepción. En efecto, el intento de captar una realidad extranjera que continuamente se dice en un idioma ajeno, sea noruego, rumano o español, se sitúa en el eje de la novela, y en este punto la crítica ha destacado unánimemente la altura del trabajo verbal de Ulloa a la hora de explorar este territorio mediante las resonancias poéticas y musicales de una escritura que lleva la palabra al límite. Comparto estas valoraciones: Ulloa se muestra como una escritora exigente que mira a la realidad desde ángulos singulares, capaces de encontrar y revelar matices ocultos en cualquier situación narrativa. Sin embargo, al mismo tiempo encuentro en esta virtud la causa de ciertas debilidades en el desarrollo de la trama. El protagonismo del lenguaje hace ineludible valorar los efectos que produce la recreación de las voces de los protagonistas a lo largo del argumento. Yo maté a un perro en Rumanía se divide en cuatro capítulos, los dos centrales ocupan la mayor parte del libro. El segundo: «(jauría)», está narrado por la protagonista; en el tercero: «(ladridos»), su voz se alterna con la de su amigo rumano, Ovidiu. En el primer caso, la voz de la mujer se sostiene sobre una intensidad lírica que hace perder fuerza al relato por cierto amaneramiento efectista, presente incluso en la descripción de

las acciones u objetos más triviales: «El edificio emanaba un aliento de moho […] que se esparcía por la tráquea de sus pasillos y tropezaba entre la dentadura de sus escaleras y puertas» (182); o: «Nuestros pasos sobre la tierra, los portazos del auto, el manojo de llaves que usó Ovidiu para entrar en la casa eran sonidos acurrucados en la lana negra de la noche. Nos volvimos una constelación de cuerpos y objetos avanzando en el espacio» (220). Ambas citas —cuya afectación no es en absoluto excepcional— ilustran los excesos de una escritura ensimismada, resultado de una subjetividad avasalladora que enclaustra el relato en el marco emocional y sensible de la protagonista. Algo parecido ocurre, aunque en otra vertiente, con las partes narradas por Oviciu. Aquí encontramos un lenguaje que suena también impostado, ahora debido al uso constante de giros coloquiales más típicos de un adolescente español de otra época, ni siquiera de la actual, que de un inmigrante rumano que, por lo que se nos dice, hace ya unos cuantos años salió de España para ir a vivir a Noruega. Oviciu, en ocasiones, tiene un «cacao» en la cabeza; «flipa» y «se raya» por cosas que le parecen «mazo raras» (338), de ahí que se coma «el tarro» (309); su hermano «se come tantos marrones» con su mujer porque la quiere (247), y la gente pobre «lo tiene muy chungo» (224). Los ejemplos podrían multiplicarse y en ellos vemos cómo el lenguaje del personaje a menudo rompe las reglas elementales del decoro que ya las letras clásicas convirtieron en norma fundamental de la verosimilitud literaria. Yo maté a un perro en Rumanía se sostiene más sobre los alardes de su escritura que en la exploración de los rincones problemáticos de la realidad por el que transitan sus personajes, que no son pocos; elección estética que diluye el potencial político indudable de su argumento.

por Eduardo Becerra Grande


Deberes del crítico literario Christopher Domínguez Michael

Maiakovski punk y otras figuras del siglo XXI Taurus 480 páginas

«Los críticos escribimos para dos clases de autores imaginarios, los que podían leernos o aquellos definitivamente que no lo harán», dice Christopher Domínguez Michael (Ciudad de México, 1962) en uno de los artículos, titulado «¿Qué hacer con César Aira?», de este libro de título tan llamativo y que atiende sobre todo a autores y obras de los últimos veinticinco años. Título

que parte de su lectura de la novela de Juan Bonilla Prohibido entrar sin pantalones, acerca de la vida del poeta futurista Vladímir Maiakovski, que surgía en estas páginas como un «antihéroe punk», a ojos del crítico mexicano. Esa afirmación es especialmente interesante en un mundo copado por lo audiovisual y en que los campos que giran en torno a la crítica literaria merecen una mirada que los cuestione. Y es que hoy en día el crítico literario es alguien demasiadas veces acrítico, un comentarista de libros en la prensa complaciente, atado al autobombo de la literatura anglosajona. Su intrascendencia social, unida a la degradación de las universidades de filología y humanidades, vendidas a lo políticamente correcto y hasta a la cultura woke, hace realmente muy pesimista el panorama actual y futuro en nuestro ámbito. Domínguez Michael, a lo largo de su trayectoria, se ha ido ganando un gran respeto en el mundo de las letras hispanoamericanas con diversas obras que exploran la literatura de la última centuria, sobre todo, y este Maiakovski punk y otras figuras del siglo XXI viene a complementar tales indagaciones ya colocado en nuestro tiempo. Lo hace con un sentido, sí, crítico, que se agradece, si bien en bastantes pasajes tal vez se extienda demasiado en mostrar el mero contenido de los libros que comenta. Se trata de una reunión de artículos y ensayos que tuvo una primera edición chilena, en el 2020, antes que esta, mexicana, revisada y modificada, y que responde a textos que aparecieron en dos publicaciones. Tras un escrito dedicado a las ruinas de Palmira, siguen una serie de páginas que glosan la andadura de apreciados colegas suyos o de otros autores recientemente desaparecidos. En ese sentido, se muestra admirativo en grado sumo ante el pensamiento y los libros de Juan Goytisolo –cuyos libros no están llamados a perdurar, me atrevería a decir, disintiendo de lo que afirma–, o ante su amigo el «súper poeta» Gonzalo Rojas, si bien sí tiene palabras más punzantes

en torno a Benedetti, con su poesía simple y popular y su querencia por la dictadura cubana. Sea como fuere, el actualmente profesor visitante en la Universidad de Chicago suele demostrar un espíritu despierto y una gran profesionalidad a la hora de encarar la obra de aquellos por los que se interesa. Muy especialmente, ha escrito, como se ve en el libro, sobre autores en lengua española, aunque a mi modo de ver destacando en demasía a algunos de obra con más suerte publicitaria que calidad artística. En todo caso, siguiendo con el enfoque que apuntábamos al abordar estas páginas, debemos decir que Domínguez Michael equilibra bien sus juicios de valor, expresándose con sinceridad a la hora de hablar de lo más defectuoso de la prosa de Aira, de la decreciente carrera de un componente del grupo del Crack, del arte contemporáneo –muchas veces toda una farsa crematística–, o de lo que él denomina la «decadencia francesa». En una recopilación tan extensa y con tanta variedad de textos, resulta difícil poner unos en valor frente a otros, y el listado de referencias es en sí mismo jugoso: Piglia, Fumaroli, Parra, Christa Wolf, Lowell, Zurita, Solzhenitsyn, Simos Leys, Bloom, Steiner, Heidegger, Benjamin, Vargas Llosa… Son todos escritos más o menos cortos y para un abanico grande de público, pues el autor hace ameno y claro todo lo que expone, a veces haciendo que se asomen anécdotas personales. Dice también Domínguez Michael que se ha «opuesto, porque está en mis deberes como crítico literario, a los excesos de los editores, a su necesidad de dar gato por liebre», cuando habla de cómo se ve ahora la obra de Roberto Bolaño. Ahí pone el dedo en la llaga, y sólo se nos ocurre que bien harían adoptar tal premisa todos los que ejercen esta actividad, que debería ser útil para el lector y para la sociedad.

por Toni Montesinos 77


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Todo lo que aprendimos de las películas María José Navia

Todo lo que aprendimos de las películas Páginas de Espuma 160 páginas

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La narrativa chilena se ha convertido en una de las más potentes de Latinoamérica, más allá del fenómeno Bolaño y su sombra alargada, el fantasma de Neruda, la olvidada Gabriela Mistral y no gracias a la superventas Isabel Allende. Hasta puede afirmarse que ha desplazado a la vecina Argentina en cuanto a novedades y consagraciones. Chile es un laboratorio de proyectos literarios donde lo político y lo social

han encontrado formas inteligentes y atractivas para transmitir sus ideas y críticas, pero también hay un espacio reservado para lo íntimo y lo familiar. Nona Fernández y Alejandro Zambra son la cabeza de una lista de escritores donde destacan también Diamela Eltit, Álvaro Bisama, Constanza Gutiérrez, Diego Zúñiga. Además cuentan con un universo editorial alternativo a los grupos Planeta y Random. Montacerdos, Hueders, Alquimia, Cuneta, son algunas de las más visibles. María José Navia, la autora de los cuentos a reseñar, ha publicado en Kindberg, otra de estas editoriales independientes. En suma, se trata de un gran momento para los creadores del país más largo del mundo. Todo lo que aprendimos de las películas fue finalista del Premio Ribera Duero en su última edición. (Una lástima que los responsables del premio hayan reducido el monto de dinero de forma tan drástica). El primer cuento, Mal de ojo, es la historia de una profesora en la treintena y un niño que coinciden en una clínica para someterse a un tratamiento de la vista. Y escribo coinciden, no que se conocen, porque su relación está marcada por la enfermedad y la falta de contacto. «Odio molestar y nunca sé pedir lo que más quiero», es la frase que mejor define a la profesora. La narración nos lleva por una búsqueda constante de compañía y la falta de comunicación, como si la profesora fuera incapaz de ver con claridad su vida. La metáfora de las visitas a la clínica es obvia. Navia trabaja muy bien el desamparo, consigue que éste se traslade al lector concentrando en frases cortas y directas situaciones complejas y habría logrado un cuento perfecto de no ser por el final. Se puede intuir cómo terminará, pero el trabajo del lenguaje es pobre en el momento clave, demasiado guionizado para tratarse de un texto literario. «Dependencias» es una historia notable. La casa como reflejo de un proyecto de vida que no funciona y se descompone de la misma manera que se estropea la casa. Otra vez la metáfora obvia, que no incomoda, porque

hay detalles que capturan la atención y el tema, esa imposibilidad de ser madre, el desgaste que suponen los tratamientos, atrapa. «Sacar la lengua» aborda el universo adolescente y los descubrimientos propios de unos años donde todo es novedad. La narradora es una «gordita» con un padre que siempre está de viaje con una de sus novias. Su madre la deja invitar a un par de amigas a la casa de playa en verano, mientras que a su vez ella invita a las «monstruas», unas señoras obsesionadas con el físico, tema que vertebra el cuento. Todos sufren por culpa de sus cuerpos y tratan de encajar en los moldes estéticos que enseña la sociedad. El padre se aplica bótox y las señoras cumplen dietas y siguen consejos de belleza para la piel. En este culto la tragedia cede al humor, incluso cuando aparece la enfermedad, la amenaza de una mutilación que al final provoca una escena que podría llamar luminosa. «Fan» y «Gretel» giran sobre la familia y sus complejidades, las relaciones entre padres e hijos. Ambas son historias pulidas, funcionan conmoviendo porque activan esas zonas oscuras que los lectores vemos aparecer con cada libro bien trabajado. Pero ese es el nivel básico del placer literario. Hay un problema con el lenguaje. Este libro pertenece a la marca blanca de la literatura. Salvo algunas palabras y frases, no hay nada que pudiera servir para identificarlo como escrito por María José Navia. Es cierto que el estilo a veces tarda en aparecer hasta hacerse reconocible. No todos son Bolaño o Lispector, pero al menos posee una voz potente, sabe qué mecanismos mover, solo queda esperar ese cómo futuro. Con este debut español me deja a la expectativa.

por Sergio Galarza


El milagro sencillo de la vida: promesas modestas, responsables, cotidianas Ben Clark

Demonios Sloper 94 páginas

En Demonios, su décimo libro de poemas, Ben Clark asume el regocijo y la reivindicación de los temas de siempre: el amor y la muerte, la niñez y la memoria, sin omitir el cuestionamiento de la actividad poética. La mezcla de lo íntimo y de lo público, de la introspección y lo coti-

diano, continúa conformando la clave de su proyecto. También cierta responsabilidad civil, asumida con pudor y cautela. Sin embargo, fuera de su intención de desmitificar y democratizar la poesía, Clark exige la complicidad del lector, a quien jamás apela desde un reto intelectual o formal. Su apuesta es por lo comunicacional y lo emotivo, mediante la constante búsqueda de un interlocutor [azarosamente, como en el caso de su poema viral «El fin último de la (mala) literatura»; en una antología de poemas de amor como ¿Y por qué no lo hacemos en el suelo? o, casi a la manera de un rapsoda, en giras para la presentación de sus libros]. Esta intención explica la afabilidad de su propuesta: no se trata de una ausencia de pretensiones, sino que éstas se aglutinan alrededor de versos que constituyen «promesas modestas, responsables, cotidianas», como en el poema en homenaje a Edward Thomas. Por ende, más allá de la sensatez y el equilibrio que predominan en Demonios, versos como «Para cenar escojo restaurantes / donde el menú contenga faltas de ortografía», sorprenden e interpelan. ¿Suponen un mero indicador de la importancia de lo cotidiano? ¿O también nos invitan a pensar sobre una época en que es difícil diferenciar las fronteras entre la precariedad y el populismo? En cierta medida, la escritura de Ben Clark se contiene para interpelar a un mayor número de lectores. Esta vocación, en sus propios términos, lo posee, sometiéndolo a un proceso demoniaco, por el que el poeta se debate entre la fe y el escepticismo: hijo de un tiempo en el que se ha pretendido abolir la historia, en el que se rechazan las grandes gestas -por las exigencias del mercado y la popularidad-, Clark se somete a un autoanálisis en el que sólo la responsabilidad y el sentido común lo apartan de la facilidad y el cinismo. Así su aproximación muestra ambivalencias, dudas que conviven junto a convicciones, por lo que tanto el enfoque como los resultados son diversos. De este modo, en paralelo a su trabajo con los grandes temas del ciclo vital, los versos de Ben Clark muestran al lector las paradojas y los conflictos del oficio de poeta. Fuera del optimismo o del esfuerzo, el autor reconoce sus escasas

posibilidades de trascender o ser realmente comprendido («Poema adentro», «Contra mis lecturas»). Pese a todo, se dirige a la clase media, incluso criticándola, pero sin alienarla. Complementando a la propia vida como materia, sus demonios serían compartidos por todos quienes asumen profesionalmente cualquier actividad artística. Entonces, a lo largo de Demonios, Ben Clark toca un asunto como la trascendencia, pero adaptándola a un tiempo en el que lo humano muta o se diluye, también como consecuencia de los avances tecnológicos («Padre busca su casa en Google Maps», «¿Desea guardar?», «Passar el Missatge»). Una vez más se reconoce el anhelo de hacernos partícipes de una conversación que, supuestamente, cada vez tiene menos interlocutores («Desearía»). Para mitigar sus demonios, Ben Clark opta por un lenguaje directo, transparente, con un lirismo reflexivo, que se apoya en lo narrativo y que a la vez evade la exaltación y la oscuridad gratuita. El poeta busca conmover, pero resguardándose tanto del sentimentalismo como de la empatía sociológica. Sus versos no tienen otra pretensión que comunicar una experiencia de vida y cierto atisbo de sabiduría, deslizándose entre la finitud (la muerte de un amigo) y la infinitud (el poder de la naturaleza). Se logra expresar dicho vaivén incluso sin temor a la imperfección: para el poeta, el fracaso expone un rasgo y una medida de lo humano. Superando el escepticismo que constantemente lo amenaza e interpela, el poeta reconoce una responsabilidad hacia la polis. Así asume cierto optimismo como misión: una alternativa más resignada que entusiasta, próxima a lo estoico. Mostrando gran coherencia, Ben Clark se concibe como un poeta tradicional o conservador a nivel formal o filosófico, pero que, en cuanto a lo moral, anhela tanto la resonancia de lo clásico como la epifanía de lo romántico. El autor de Demonios se muestra como un poeta dueño de su registro, quien, ante todo, busca ser fiel a sí mismo y cumplir lo que promete.

por Martín Rodríguez-Gaona

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Cuentos que inquietan Daniel Mella

Lava HUM (Uruguay) y Comba (España) 168 páginas

Celebrado como uno de los escritores uruguayos más destacados de su generación, Daniel Mella (Montevideo, 1976) publicó su primera novela, Pogo (1997), a los veintiún años. Después vinieron Derretimiento (1998), Noviembre (2000), El hermano mayor (2016) y Visiones para Emma (2020). Lava apareció por primera vez en 2013, obtuvo el Premio Bartolomé Hidalgo y como algunos de los libros del autor ha sido publicado también en España. Son siete cuentos los reunidos. «Lava» es un viaje al enigma, con presencias amenazantes que recuerdan a algunos de los cuentos de Mariana 80

Enriquez. Una pareja viaja a las inmediaciones de un volcán, pero lejos de ser unas vacaciones idílicas la estancia tiene un contrapunto hosco y sombrío. Se montan en una furgoneta que transporta magachinas, sea esto lo que sea (no es «bueno hablar de ellas en su presencia»). Ella cree estar embarazada. La elipsis tiene aquí un papel fundamental. Siempre asusta más lo no visto que lo visible, y de esto sabía mucho Horacio Quiroga, compatriota de Mella, en cuyos relatos también lo desconocido llega a ser una opresiva hostilidad. También está el desconocido idioma que en el poblado hablan los nativos mezclado con el español. Y el extraño ataque que ella sufre, y su remedio. Según el hombre que les alquila la habitación, el mal que padece lo ha ocasionado un árbol a cuya sombra se ha sentado. Todo está como en fantasma en este relato: las elusivas magachinas, el peligroso árbol reticente, la lava no vista, el viento que suena pero se queda donde el volcán, el posible embarazo. «Bocanada» se desarrolla en una maternidad, donde una recién nacida permanece hasta que le dan el alta a la madre, una vez realizadas unas pruebas. Ya se aprecia desapego entre los padres. Cuando él la carga sin cariño alguno, la madre piensa: «Me dio la impresión de que la gorda, toda nueva, con sus sentidos todos vírgenes, podía sentir el vacío en el corazón de su padre». Pero luego también ella tiene una actitud irresponsable en el taxi que los lleva por fin a casa. El relato se resuelve en incomunicación, una de las contantes en estas narraciones. El protagonista de «La esperanza de ver» es un niño que monta en bicicleta, y como en otros cuentos de la colección, el sueño, los sueños tienen su importancia. También él lleva un diario, como hará el adolescente de otro de los cuentos. Diario y sueños se confunden, como la literatura y la vida, al fin, porque el niño anota como sucedidas cosas que imagina que hace con una niña ciega que lo obsesiona. Concluye con una mentira. Como en el progreso que tiene lugar en la co-

lección de cuentos de Joyce, Dublineses, aquí en Lava se da una gradación desde el surgir de la vida hasta su desaparición, y los relatos siguen más o menos ese orden cronológico. «Túpelo» es narrado en primera persona por un joven. Hay aquí una sucesión de pequeñas historias (alguna hasta parece estorbar el fluir de la desvaída trama) que desembocan en un sótano donde una actriz realiza con su cuerpo evoluciones que son hipnóticas figuras, sombras chinescas. El fin abrupto del espectáculo es el abrupto fin del cuento. «Ahora que sabemos» narra la desintegración de un núcleo familiar. Las palabras no dichas, las elipsis voluntarias o por desidia desembocan en la ruptura, sobre la que sobrevuela el ineludible tema del envejecimiento y los cuidados que precisan los ancianos, las cargas que son para su entorno. «La emoción de volar» supone una interrupción en esa secuencia lineal de edades y ordalías a las que el tiempo somete a los humanos: aquí, el diario de un quinceañero que, como sucedió con Mella, juega al baloncesto (o basquetbol, en su escritura) y crece como mormón. Con el lenguaje pertinente asistimos a enamoramientos eternos y tiernos que acaban pronto, así como a argumentaciones religiosas que los años privarán de contenido. «Lámpara», en fin, presenta la decadencia y muerte de un personaje singular que acaba arruinado en todos los sentidos, él que antes se aparecía al narrador del cuento como ídolo y «una especie de autoridad en el tema de la muerte». Llegada la última página, dan ganas de releer.

por Antonio Rivero Taravillo


Los cuadernos del naturalista Luis Hernández Luis Hernández

Vox Horrísona Esto no es Berlín Ediciones 352 páginas

¿Han visto alguna vez el cuaderno de un naturalista? Es un álbum variopinto en el que se mezclan apuntes, dibujos, planos, signos cifrados, estenografías y bocetos. Nos muestran el mundo que describen; nos muestran también a la persona que observa y anota. Vox Horrísona es un gran cuaderno de naturalista. Un cuaderno que surge de

un pecio, de un rescate. Asombra pensar en las peripecias que han pasado estos poemas para llegar hasta nosotros. Tras haber publicado sus primeros libros en La Rama Florida, la legendaria empresa poética de Javier Sologuren, Luis Hernández decide apartarse del camino habitual de la publicación. Escribe –rescribe, revisa, relee, retuerce, reubica– sus poemas y versiones en unos cuadernos en los que alterna pluma, bolígrafo, rotuladores e incluso recortes que pega en las páginas. Y, cuando termina cada cuaderno, lo regala. Y no sólo a amigos: también al conductor del bus, a un transeúnte cualquiera, a un policía, al mecánico que arregla su coche. Incluso abandona alguno en una cabina telefónica y sale corriendo cuando se lo quieren devolver. Hernández crea piezas únicas, irrepetibles, y las abandona a su suerte, para que sobrevivan por sí mismas, para que busquen solas a su destinatario. La primera edición de Vox Horrísona (Lima, 1978) nace del empeño de Nicolás Yerovi por recuperar los cuadernos desperdigados. Reúne 28. Irán surgiendo más: tras la publicación del libro, Yerovi recibirá otros 26 de diversas procedencias –esta edición reúne los poemas de los cuadernos transcritos, los tres libros editados en vida y traducciones y poemas sueltos publicados en revistas–. Aún siguen apareciendo nuevos cuadernos. Todo confluye allí: sus inspiraciones, sus lecturas, sus traducciones, sus bosquejos. Escribe en sus cuadernos los nombres de sus ídolos para que tutelen sus poemas, como filacterias literarias: Ezra Pound, Juan Ramón Jiménez, Rilke, Shelley, Byron, Keats. Y repite sus versos como mantras, hasta hacerlos suyos, hasta que se entretejen con los suyos y los van alumbrando. Allí aparecen los variados intereses de Luis Hernández: la Astronomía que lo fascinó a los ocho años, en esos meses de convalecencia por la pleuresía; las muchas lenguas; las radionovelas que oía de niño con la empleada; Cat Stevens junto a Richard Strauss; la mitología; los paseos por la playa, las cervezas en bares con aserrín; el cine; el humor travieso que junta el laurel de Apolo con el de los tallarines; y la música, la música llenán-

dolo e impregnándolo todo, la música que «me apasiona, no me entretiene». En sus cuadernos está plasmada su poética: ese entender la poesía como una obra múltiple e inacabable. Hernández decía que los poemas no tenían principio ni fin, que toda obra debía ser un continuum. Tomaba un verso de Keats, le daba la vuelta, lo miraba en el microscopio –como su colega Gottfried Benn–, lo partía y lo reconstruía y después lo hacía renacer disponiendo las células a su modo. El naturalista Hernández injerta a los clásicos en sus propios versos generando nuevos sentidos. Vida y literatura son vasos comunicantes: hay una mezcla, un trasvase constante entre lo percibido y lo creado. Un único río fecundo. Lucho Hernández confía en el azar lector y reparte sus cuadernos como cartas que se pueden barajar de muchos modos. Le habría de gustar que el lector abriera el libro por cualquier página y leyera de un modo y, al día siguiente, cambiara el orden y leyera desde otra perspectiva. Que jugara libremente con los poemas, piezas de un rompecabezas cambiante. Son los cuadernos escolares de un niño, en los que va haciendo su tarea. Pero para esa tarea no hay pautas ni respuestas dadas. Está creando un nuevo modo de hacer poesía, cartografiando el territorio que va descubriendo cada día: su mundo propio. Una poesía paralela a su poética vida, donde libros y música son las claves que justifican los solitarios actos del poeta, que lo redimen de su impecable soledad. Vox Horrísona es el libro de la vida de Luis Hernández. Fragmentario, confuso, asombrosamente rico. Un juego de la oca lleno de pasadizos, de espejos, de repeticiones y encuentros, de caminos que nos llevan de nuevo a la salida o a un lugar inesperado. Un laberinto soñado por un niño. Qué laberinto / Y qué amor / Es la poesía.

por Diego Valverde Villena 81


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