Plumabierta 13 "no es mas que un numero"

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Plumabierta Nº 13 – Martes, 13 de Noviembre 2007 Ejemplar gratuito

No es más que un número 15+(3x12)-38 32942/2534 11x7-8x8 169/(15+(3x12)-38) 11+2 ((666x6)/3)-1319) (1+2+3+4)+(1+2) (14+12)/2


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No es más que un número

Índice Editorial 3

Poemas de Manuel Barba “Terry” 4

El Reloj Pedro Pérez Linero 7 Poemas de Mari Ángeles Vázquez Martín 11

El Reloj Alfonso Oñate 14

Poema de Mari Ángeles Vázquez Martín 17

Número 13. Martes, 13 de Noviembre de 2007 Depósito Legal: CA 326/02 Contacto: plumabierta@yahoo.es

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No es más que un número

Editorial ¿Trisdecafobia? Va a ser que no tenemos de eso Existen infinitas formas de expresar un número. No obstante, el número 13 en particular dispone de un modo más: No ser expresado, no ser nombrado por temor a las consecuencias negativas que ello pueda acarrear. Dicen que el temor al 13 se denomina “trisdecafobia”, y nosotros, incapaces, en nuestra torpeza, de pronunciar, y menos aún, de memorizar tan horrenda palabra, hemos pensado: “Pues va a ser que no tenemos de eso”. Por otro lado, admitimos nuestra afición a la tontería y a retos sin sentido, por lo que hemos querido asegurarnos de nuestra inmunidad a la trisdecafobia plantándole cara. ¿Cómo? Muy sencillo, sacando a la luz la entrega número 13 de nuestra revista un día que, como no podía ser de otro modo, es 13, y para más INRI, Martes. Ahí es nada. Deseamos, como siempre, que disfruten de la lectura. Mientras tanto, seguiremos trabajando en la elaboración de la próxima entrega que, si la mala suerte no lo impide, saldrá dentro de pocos meses. Y si en este número, aún siendo de temática libre, hacemos alusión a la superstición, el próximo, para compensar la balanza, tendrá La Ciencia como eje central de todos los textos.

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Manuel Barba “Terry” No esperé una bocanada de aire que respirar entre tanta mezcla de fragancias sofisticadas... Ayer, entre cometas de desaires clandestinos, vislumbre el ocaso del hombre para el cual respiro, mal herido de sutilezas, de impaciencia e inequívocos, no dio tiempo a apretar los dientes para gritar: “vencido”, acallado mi canto por el eco de las sonrisas, de las miradas ausentes de embrujo etéreo, de la belleza fluorescente de rostros desencajados, no culpé el llanto de los heridos por la ausencia de luz que los guiara, ni el ciego destello del faro que los perdió en el camino de vuelta. Era yo y mi ausencia, apetencia de un delirio.

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Manuel Barba “Terry” Para tu rostro andrógino, esta máscara deshilachada de encantos venideros. Para tu sonrisa rota, purpurina descolorida de tonos acelerados. Para tus ojos sedientos, fármacos atrofiados de esencias inocuas. No busqué tu sombra en el fondo de esta deplorable noche, ni tan siquiera pretendiera, tanto placer, en tanta inconsciencia.

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Manuel Barba “Terry” Sonidos tras la puerta, despertar de gemidos, pasiones desbordadas, derramadas, fundidas a fuerza de roces, movimientos acompasados, labios húmedos y temblorosos, éxtasis en unas gotas de sudor, lenguas de terciopelo entre lazadas, sentidos a flor de piel, ojos cerrados de goce, segundos fugaces de vida, sonidos colmados de beneplácito, fluidos cargados de olores, sabores alegremente afrodisíacos… ¡negarte!, ¿cómo negarte?, si un día formaste parte de mi vida.

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El Reloj Pedro Pérez Linero El Señor Remanto, experto en Contabilidad Demográfica, había consultado la hora en el reloj que había colgado en la pared de la oficina. Lo había hecho sin darse cuenta, apenas un instante, en absoluto había perdido el hilo del balance que le mantenía ocupado. Sin embargo, sabía que eso no importaba. Había mirado el reloj, el escáner lo habría registrado y aquello podría ser motivo más que suficiente para su despido. Disimuladamente desvió su mirada hacia el Señor Isbert, un hombre de avanzada edad, tranquilo y muy servicial, que trabajaba a sólo tres mesas de distancia. El bueno de Isbert no gozaba de la simpatía de sus compañeros. Él nunca juzgaba a nadie -Dios le librase-, no obstante era conocido como El Verdugo, pues tramitaba los expedientes, así como los comunicados de expulsión. “No hago más que cumplir con mi trabajo”- se defendía. “Alguien tiene que hacerlo. Yo mismo tuve que abrir mi propio expediente, no lo olviden, y si un día ordenan mi cese, lo tramitaré del mismo modo”- y sonreía, el bueno de Isbert siempre sonreía. Remanto observaba, el teléfono del viejo había sonado. ¿Le estarían llamando para que tramitase su falta? Era consciente de que al mirar el reloj había incumplido una norma esencial del Departamento, y sabía igualmente que dicho acto de desobediencia no pasaría inadvertido.

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Se sabía que consultar la hora un determinado número de veces se consideraba falta de interés en el trabajo e implicaba la expulsión inmediata. No obstante todos desconocían dicho número. Cada uno en la oficina hacía sus cálculos, pero las cuentas no cuadraban, ya que los empleados despedidos a causa del reloj lo habían mirado en un número diferente de ocasiones. Había quien afirmaba que el “número siniestro”, pues así lo llamaban, era personalizado y obedecía a una compleja ecuación matemática. También se encontraban los que, hartos de indagar en busca de dicha ecuación, mantenían que ésta mutaba y obedecía a su vez a otra, más compleja aún. Y por otro lado los que no afirmaban nada, los que callaban por prudencia que en su opinión no existía el número siniestro, ni la ecuación, ni los escáneres oculares instalados en los relojes ni nada de nada, que no había más ecuación que el dedo índice del gerente. El Señor Remanto no solía pronunciarse al respecto. “Si no miras no pasa nada, tan sencillo como eso”. Ese era su lema. Pero aquella mañana el Señor Remanto, sin darse cuenta, apenas durante un instante, había desobedecido. Isbert se percató de que era observado y giró levemente la cabeza: “Disculpe, ¿tiene hora?”- preguntó. La broma, muy habitual en la oficina, en aquella ocasión no tuvo la gracia acostumbrada para Remanto, que veía cómo su puesto de trabajo pendía de un hilo. “Lo siento, compañero”-contestó siguiendo el juego-. “Hace años que perdí mi reloj. ¿Lo ha visto usted por un casual?”- A Remanto le había temblado la voz, y temió que aquello levantase sospechas.

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“Me temo que no, camarada. No obstante me han informado de que hay uno, grande y preciso, colgado de la pared. Si fuera tan amable de mirarlo y decirme la hora, es que yo, a mis años, no veo bien”. “Disculpe -dijo Remanto- pero no sé de cuál me habla. Yo no he visto ninguno”. “¿Seguro?”- y sonrió, el Señor Isbert siempre sonreía. ¿Sabía algo el viejo? Si bien era cierto que aquella conversación se repetía a menudo y se había convertido en algo así como una broma corporativa, a Remanto le pareció haber detectado esta vez cierta mala intención, pero tampoco se atrevería a asegurarlo, ya que comenzaba a sentirse un tanto confuso. Sólo pensaba en el reloj y en que su expulsión, quizás, se estuviese tramitando. O quizás no. Posiblemente haber mirado la hora sólo una vez no tendría tanta importancia. Al fin y al cabo no era un mal empleado y llevaba años demostrándolo. Intentaba convencerse de que realmente no ocurría nada, de que aquella era una jornada normal y corriente como otra cualquiera, pero sabía que en vano intentaba engañarse a sí mismo. No se trataba de un día normal de trabajo, aquella mañana él había mirado el reloj y no podía quitarse esa idea de la cabeza. Pasaron minutos, probablemente horas -era imposible saberlo-, y el Señor Remanto seguía atascado exactamente en el mismo movimiento contable. De hecho, en un momento de distracción se sorprendió a sí mismo trazando absurdas ecuaciones intentando dar con su, quizás, posible número siniestro. Inmediatamente rompió la hoja en multitud de pedazos y se deshizo de ellos como quien intenta borrar inútilmente las huellas de un crimen. El corazón le latía

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estrepitosamente. Necesitaba relajarse. Encendió un cigarro y contempló brevemente a sus compañeros, no quería parecer distraído y complicar más aún su ya delicada situación. Todos permanecían en sus puestos, ocupados en sus tareas y apenas hablaban entre sí. Sólo se oía el siempre incesante traqueteo de las viejas máquinas de escribir, y aunque nadie parecía haber reparado en su infracción, Remanto no lograba tranquilizarse lo más mínimo. Se encontraba realmente rendido. La cabeza le daba vueltas y le embargaba un incómodo sentimiento de culpabilidad por lo que había hecho. Se sentía sucio, quizás merecía realmente ser despedido. Pero, ¿dónde iría entonces? Sabía que si era expulsado por desobediencia inmediatamente sería comunicado a todas las empresas para que se negasen a contratarlo. Remanto temblaba, fumaba torpemente y sentía el pecho oprimido. Un nuevo pensamiento, terrible, estaba tomando forma. De pronto, una empleada cualquiera no daba crédito a lo que veían sus ojos y avisó al compañero de la mesa de al lado. Éste, igualmente, avisó a otro, y así hasta que el estruendo de las máquinas de escribir fue dando paso paulatinamente a un silencio incómodo, desconocido hasta entonces, y que nadie en toda la oficina se atrevía a romper: “Señor Isbert, discúlpeme. Tenía usted razón- dijo el Señor Remanto con lágrimas en los ojos-. Si continua interesado le diré que son exactamente las dos menos diez”. Sonó un teléfono. El Señor Remanto encendió otro cigarro.

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Mari Ángeles Vázquez Martín Analizando nexos coordinantes, relaciones independientes que no van más allá de lo casual o prescrito, circunscribes el día presente a una recta de objetivos vendidos. Redactar la vida impropia descontextualiza las páginas vividas; lo acordado y dicho suenan a falsa atractiva y momentánea, que llena la parcela inhóspita de UNO MISMO prescindible, un desconocido en la oficina, un cualquiera en cualquier sitio, mundano, definido social, abstracto, lo estadísticamente inestable… Es continuar circulando por círculos sin posibilidad de elegir un mañana, UN MAÑANA ELEGIDO… Es sucederse no sucediendo continuamente sin posibilidad de pausarse o referirse UNO MISMO (imprescindible) a UNO MISMO (anulado)…

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Mari Ángeles Vázquez Martín Hoy, como en otros, pienso en el absurdo; en todo lo metodológicamente definido, enumerado, transformado, aplastante. Viva la cuantificada economía vitalista cifrada en imperativos remunerados, en nóminas cuantiosas, vacías e irónicas … Hoy, como tantos días, pienso en el coche utilitario, en la parcela magnánima en el campo, en la futura, perfecta familia; pienso en hipotecas milenarias, el ahogo personal y en esta religión masiva … Hoy pienso, pienso y pienso, el prozac se me termina… Fumo, bebo, duermo, y pienso… … como tantos y tantos días … Hoy sigue siendo un hoy insípido, ninguna llamada perdida; el utilitario no está aparcado, la casa parece y está vacía …

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Un coeficiente solo racionalizando, un latir humano sentido, un corazón infantil crecido, hace ya ilusionado, y que poco a poco se desvitaliza.

Objetivo cumplido, quemado, achicharrado; hastío deseado, buscado y encontrado, engrandecido conmigo, con usted, día tras día pasado …

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El Reloj Alfonso Oñate Imaginen una gran ciudad con edificios de protección oficial en las afueras, un piso estrecho, pequeño, que sólo a ratos se hace cómodo. Allí vive el Sr. Remanto, un hombrecillo gris, que come comida congelada y sopa de bote, mientras entre bostezo y bostezo ve la televisión. Trabaja como oficinista desde hace tantos años que ya no sabría contarlos, y aunque es cierto que muchos lo podrían considerar un empleado modélico en el sentido de que siempre llega puntual, siempre sonríe al resto de sus compañeros con actitud servicial y siempre es el último en abandonar su puesto cuando a la caída de la tarde acaba la jornada, por otra parte nunca ha destacado en su trabajo y permanece en el mismo puesto desde el día en que llegó: en una gran sala dominada por un enorme reloj, con cien oficinistas más, sentado en torno a una estrecha mesa de aglomerado, con espacio para una máquina de escribir, un teléfono de ruedecilla y un taco de los papeles amarillentos con el membrete azul típico del departamento de contabilidad demográfica. Hombre silencioso y tímido, su relación con los demás compañeros jamás ha pasado de las conversaciones triviales alrededor de la máquina de café, pasando inadvertido para la mayoría de éstos. Sin embargo hoy todo va a cambiar, todo va a comenzar a ser distinto, porque no hará ni diez minutos que han llamado a nuestro protagonista a la planta de arriba. Allí el Gran Jefe lo espera. Esa misma mañana se levantó a su hora de siempre. Su señora roncaba de espaldas a él y con cuidado para no despertarla se calzó sus zapatillas y aún adormilado se dirigió

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al cuarto de baño. Se miró al espejo y al ver su reflejo le invadió una sensación extraña, como si aquel tipo que veía con el pelo revuelto y el pijama gastado fuera otro, una tercera persona. Sin dar mucha importancia a aquello se dirigió a la cocina y al abrir la nevera para coger la leche y prepararse el primer café del día, de pronto decidió alterar esa pequeña rutina, ese hacer de todas las mañanas y entonces recordó que la noche anterior tuvo un vago pensamiento sobre ello, sobre su reiterativa vida, que se vio interrumpido por los gritos de euforia de una chica que había ganado un coche en un concurso de la tele. Rápido, bajó al economato de su calle y compró zumos, huevos y pan recién hecho. Después de desayunar prendió su primer cigarrillo del día mientras miraba por la ventana, en lugar de hacerlo en el coche camino del trabajo como siempre había sido, coche que se negó a coger aquella mañana, eligiendo el metro como medio de transporte. Este había sido el primer día desde que llevaba trabajando en la oficina que había llegado tarde. Tan sólo un escaso cuarto de hora, pero el tiempo suficiente para que el bedel del edificio lo mirara con cara de cierta sorpresa cuando lo vio aparecer. Sus compañeros por su parte apenas repararon en su tardanza y cuando entró en la oficina, apenas cesó el traqueteo de las máquinas de escribir, tan sólo alguno que otro levantó un momento la cabeza e hizo una mueca que se asemejaba a un saludo. La puerta del despacho del Gran Jefe se abre. La secretaria le anuncia que ya puede entrar. El Sr. Remanto sólo ha visto al Gran Jefe un par de veces en su vida. Nunca se pasa por la planta baja donde él trabaja, permaneciendo siempre en su despacho en la planta de arriba. El Gran Jefe es un tipo corpulento con cabeza pequeña y manos grandes y gordas, ni viejo ni joven. Habla serio, falsamente condescendiente y en algún momento adopta un tono de

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ofendido. Nuestro protagonista aguanta el rapapolvo como puede, contesta educadamente, pero nervioso y balbuceante, y promete que nunca más volverá a ocurrir. Inventa una excusa tonta sobre la marcha, con apenas un hilo de voz comenta que sí, que conoce las normas perfectamente, pero que las cosas a nivel personal no le están yendo muy bien y que por eso hoy ha mirado el reloj. El Gran Jefe con aire paternal le pregunta si necesita algo, que si puede hacer alguna cosa que esté en su mano que no dude en recurrir a él, pero que ya sabe de sobra que una de las principales normas de la casa es que sólo hay un reloj, un enorme reloj que domina toda la sala donde trabaja y que mirarlo es una señal de poca atención en el trabajo, y en última instancia de no considerar éste ni importante ni interesante, que en caso de reincidir podría significar la apertura de un expediente o incluso el despido. Al final tras un fuerte apretón de manos el Gran Jefe se permite hasta bromear un poco. Cuando la puerta del despacho del Gran Jefe se cierra tras de él, el Sr. Remanto comienza a descender por las escaleras que llevan a la planta baja. Allí un enorme reloj domina una fría sala donde un montón de oficinistas teclean sus máquinas de escribir o atienden alguna llamada telefónica. De pronto un fogonazo, una luz como un relámpago. El vago pensamiento interrumpido por los gritos de una histérica concursante, el reflejo de otro en el espejo o sustituir el café de por las mañanas, fumar el cigarrillo mientras se mira por la ventana, no coger el coche o llegar tarde a la oficina… sólo es el principio del camino. Con decisión, el Sr. Remanto agarra una silla y la pone justo enfrente del reloj. Se sienta y lo mira fijamente.

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Mari Ángeles Vázquez Martín

Si vivir es imaginarte, imaginarte es evocar la vida …

Te pienso conmigo a cada instante y así he de conformarme; … si he de amarte conmigo en monólogos incesantes, así te amo…, de esta forma sugerida …

Y menos, es imposible amarte, y no quiero quererte, no te quiero, mas te amo sin remedio inmensamente ...

No sé, todavía, hablar de esto, no sé ni siquiera si la palabra certera, en ella, es aún en sí misma …

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No sé dónde empieza la ficción de todo ello, dónde está LO REAL y dónde termina;

Creo crearte con cada tecla pulsada, releer es consumirte y acercarte, porque te escancias en presentes, por estanterías de tiendas silentes, por conocidos caducos resbalas … te derramas por un tiempo inerte… Te veo y no te veo, te recreo, te multiplico por cada todo y todo de ti lo envuelvo … Omnipresente ser, un dios mortal, conceptual ( para mí ) serías …

Amarte es desmesurado, respirarte, creer olerte incesantemente me pierde y descamina …

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Sólo sé, siendo imprevisible, que te amo con todas las torpezas, que te reinvento y te recreo, que te vivo intensamente desde una imposibilidad tajante; poseerte…, tenerte, tal vez conquistarte … también ya, olvidarte, extraviadamente, algún cercano día.

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