Suca y el Oso - Pintar-Pintar Editorial

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María Josefa Canellada nació el 12 de noviembre de 1912. Fue a la escuela de Torazo (Cabranes) y desde muy temprano empezó a sentir curiosidad por las palabras, por este motivo marchó a Madrid para estudiar el Bachillerato y luego los estudios de Filología. En la facultad conoció a Alonso Zamora Vicente con el que se casó y tuvo dos hijos: Alonso y Juan. La Guerra Civil fue una época difícil. Los estudios en la universidad fueron interrumpidos y María Josefa se formó en la disciplina de la enfermería porque quería ayudar en los hospitales. Cuando termina el conflicto vuelve a la facultad y en 1943 presenta la primera tesis escrita en asturiano: ‘El Bable de Cabranes’. Luego vendrían muchos trabajos de investigación sobre el lenguaje y muchas clases como docente por las universidades de España, Argentina, Portugal, México... Ella es también la autora del primer libro infantil escrito en Lengua Asturiana: ‘Montesín’.


Directoras de la colección: Ángela Sánchez Vallina Ester Sánchez

Primera edición: abril de 2012 Edición original en asturiano

© de los textos: María Josefa Canellada

© de las ilustraciones: Sandra de la Prada

© de esta edición: Pintar-Pintar Editorial Proyecto: Pintar-Pintar Editorial www.pintar-pintar.com Texto: María Josefa Canellada Ilustración: Sandra de la Prada Diseño: Pintar-Pintar Comunicación Imprime: Gráficas Eujoa - Asturias D.L.: ISBN: 978-84-92964-46-8 IMPRESO EN LA UE Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45). Impreso en papel Gardapat 13 Kiara. Papel procedente de bosques que cumplen principios de gestión económica, social y ambiental sostenibles


A mis padres. Sandra de la Prada



Era la Suca una raposita nueva, alegre y saltarina. Tenía un pelo rojizo, suave, que brillaba como seda y devolvía la caricia cuando se le tocaba. La Suca no tenía que ir al colegio, y correteaba a su antojo por el bosque. Descubría nidos y encontraba nueces que no sabía abrir y abandonaba después de olfatearlas.


Una mañana –siempre se acordará la Suca de aquella mañana– descubrió a la Pájara Pinta en su nido. Estaba este colocado en un matorral, en la zarza de las espinas suaves, que no herían aunque se las tocase, y que únicamente apretando con la púa sobre la piel, de intento, lograba uno clavárselas. Esta zarza tenía flores de cinco pétalos, blancas y olorosas. En su centro, escondido en la entraña verde y perfumada, había hecho la Pájara Pinta su nido.



Le quedaba a la Pájara Pinta un huevecillo reacio y retrasado. Los otros cinco habían roto ya el cascarón, y cinco pintitos lindos pedían a gritos, con sus picos amarillos muy abiertos, los primeros mosquitos y gusanos dulces que su madre les había prometido. Estaba la madre esperando, desesperada ya por el huevo reacio e inmóvil, cuando la Suca sintió el griterío de los pintitos. Fue un verdadero banquete. No pudo resistir aquel olor delicioso del plumón caliente, y se desayunó a toda la familia. Hasta se sorbió al pobre pintito que aún no había abierto el cascarón y que aún tenía los huesos líquidos. Quedaron entre las flores del matorral las plumas pequeñitas y amarillas de los pintitos y las grandes de la cola de la madre, medio blancas, medio grises, con el extremo azul brillante, de ese azul metálico que tienen los cuellos de las palomas.



La Suca notaba que día a día se le iba desarrollando la facultad de oler. Olía las cosas más lejanas, las más insignificantes. Casi nunca bajaba hacia la Casa; pero un día, desde bastaste lejos, en la vuelta aquella del camino desde donde podía ver los alrededores de la Casa sin ser vista, sintió un olor nuevo, agradable y confortante, que le henchía de gozo sus pulmones y todo su ser. Acercóse un poco más, y pudo empaparse a gusto de aquel perfume. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, y comprendió perfectamente que su gran vocación era oler: que aun la comida perdonaría, con tal de sentir con aquella intensidad los mil perfumes distintos que ella sabía que había de haber en todo el bosque. Allí estuvo quieta un gran rato. La chimenea de la casa lanzaba un humo azul hacia el cielo, y por la puerta entreabierta vio a la Tía Tana cómo trajinaba por la cocina haciéndole a Tanón una tortilla dorada, con jamón y cebolla. Le llegaban otros muchos olores confusos, caseros y calientes.


Desde aquel dĂ­a, la raposa Suca tuvo el hocico un poco mĂĄs largo.



MARÍA JOSEFA CANELLADA Mirad la foto de la niña. Se llamaba María Josefa. Creció y estudió y trabajó; trabajó y trabajó. Mucho. Escribió muchos libros y muchos de los cuentos que le habían contado sus mayores, como este que tenéis delante. Siempre son historias curiosas, o fragmentos de historias rotas, a veces misteriosas, a veces muy simples y sin finales felices; y todas ocurren en paisajes sencillos: un árbol grande o un bosque espeso, una cueva, un río o una montaña. Encontraréis duendes y demonios, animales que hablan y tías Tanas que les entienden y les contestan. Y siempre son cosas sucedidas en el pasado; en un pasado sin fechas, oscuro y remoto. Se contaban alrededor de la cocina, cerca del fuego de la chimenea, ya acabada la tarea del día y antes de dormir. Las personas mayores sentían la necesidad de recordarlas para que no se olvidasen, para que alguna vez los más jóvenes pudiesen transmitirlas a sus descendientes. Y ese es el papel que os ha tocado ahora a vosotros: leed para poder contarlo a vuestros hijos, cuando seáis mayores; para que se sepa cómo eran las historias que contaban los abuelos de vuestros abuelos. Aquellos que, ya parte de aquel mismo pasado oscuro y remoto, conocieron realmente a los personajes de sus cuentos. Foto: María Josefa Canellada, hacia 1923. Alonso Zamora Canellada (hijo de María Josefa Canellada)

SANDRA DE LA PRADA Nació en Barcelona, en 1976. Aprendió a dibujar pasando tardes enteras entre lápices con su padre. Disfrutaba especialmente pintando animales. De su madre recibió muchos cumplidos y un apoyo incondicional de ambos cuando decidió estudiar Bellas Artes. Hoy, gracias a ellos, y a lo que ella considera una suerte inmensa, puede seguir dibujando (muchos animales) mientras trabaja en casa. www.sandradelaprada.com





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