Hernán Cortés

Page 1

JORGE MÁRQUEZ

HERNÁN CORTÉS


© Jorge Márquez Díaz 1989


A Ana, mi hija.


«O hateful error, melancholy’s child, Why dost thou show to the apt thoughts of men The things that are not?» William Shakespeare (Julius Caesar, V-III)


«Mil veces los había imaginado, y con tal lujo de pormenores en modos y palabras, que alguna de ellas dudé si los habría visto, más que inventarlos; si aquello que al entendimiento me reñía eran remembranzas o tan sólo conjeturas. Mediaba el mes de octubre de mil quinientos veinte y cuatro años. En cualquiera de los muchos palacios altaneros de los que Madrid, Sevilla o Barcelona, Valladolid o Toledo se hallan sembradas, celebrábase una más de tantas reuniones festivas hechas para holganza de los nobles, pues muy por bien tienen el dedicar su noble tiempo al vil ocio que al noble tanto envilece. Junto al salón de baile, en fastuoso aposento, por entre empacho de manjares y hambre de mujeres, y por entre menosprecio y difamia de quienes más merecimientos alcanzaron para ser reputados célebres y principales, discurrían las largas horas de un conde jovenzuelo y descarado, infanzón de gotera; de un marqués, viejo putañero y hablador en demasía; de un vizconde más viejo aún, pero también más virtuoso y asesado, y de un duque huraño, insidioso y malquistador, a más de otro, barón amanerado y bodoque hasta el insulto, que dormitaba en brazos del vino y la torpeza. He aquí lo que tantas veces me figuré, y otras tantas comprobé, en general retrato de esta nobleza inútil y haragana». H. C.

[1]


PRIMER ACTO

PRIMERA ESCENA Un criado abre las puertas que separan el salón de la estancia, y entra el marqués, abatido y doliente, enjugándose el sudor: una figura eterna en un gesto eterno de la vejez. CONDE — (Al ver llegar al marqués.) ¿Cómo, marqués? ¿Ya vencido? MARQUÉS — Y huido, conde; vencido y huido. (Ríen. Se sienta, no sin dificultad, entre el vizconde y el barón.) Definitivamente, este viejo esqueleto mío y yo no conseguimos ponernos de acuerdo en la edad, y parece que he de terminar por darle la razón. VIZCONDE — (Con un alarmismo cómico, a tono con el ambiente.) ¡Cuidado, marqués, que estáis dejando entrever las miserias de glorias pasadas, y eso es tanto como difamarlas! MARQUÉS — Resignaos, querido vizconde, que, para glorias pasadas, pasados años, y que éstos son tiempos nuevos. Ahora, las batallas amorosas se libran ahí, en los salones de baile, con desatención y hasta teniendo la mente en otros negocios; y ¿qué se puede esperar de esto?; yo os lo diré: escarceos de mocedad en los que, cuando quieren darse cuenta, el contrario se ha retirado a otros frentes, aburrido por la falta de entusiasmo en las huestes enemigas (ríen todos). No, no os riais, que bien estudiado tengo el terreno, y fe doy de que es tal como os lo cuento. DUQUE — ¿Y también a vos, siendo como sois viejo conocedor de las… artes de guerra, se os retira el enemigo por falta de acoso? MARQUÉS — (Fingiendo gravedad.) Templad el juicio, duque, que eso sí es difamia. Yo jamás cedo en la contienda, sino muy a pesar mío y por menoscabo serio de mis fuerzas, que, por cierto, las pierdo en el empeño de entrar en batalla cuanto antes, sin toda esa inútil parlería que incluso a las comadres entontece. VIZCONDE — Pues de antiguo viene que por la labia se llega a los labios; y por los labios, a la alcoba.

[2]


MARQUÉS — Y de antiguo viene también, querido vizconde, que el mucho hablar hace perder el tiempo y la razón. DUQUE — (Apostillando.) Dijo el mudo para sí. MARQUÉS — Díjolo el mudo y lo dijo el prudente, y el que por mis obras hechas fue reconocido, que no por las dichas. En este mundo, caballeros, puso Dios Nuestro Señor dos familias de gentes: las que hablan de hacer, y las que hacen, sin tanto hablar; y antes prefiero yo ser un mal hijo de esta, que un buen primo de aquella. CONDE — Pero, marqués, vos, que tan buen jinete sois, no podáis ignorar que primero se ha de acariciar a la yegua, y luego rodearla para que tome confianza, que más dócil y sumisa se hará cuantas más vueltas le deis. De esta forma podréis, en fin… montarla sin que al intento se espante ella y a vos os espante a coces. MARQUÉS — A mí, conde, me enseñaron que, en el juego del amor, las vueltas se han de dar sobre el lecho, y no en los salones de baile, porque, de otra manera, sólo en preámbulos acaba uno como un trompo, y de tanto girar, ¿cómo queréis que no?, se baja la sangre de la cabeza a los pies, que se hinchan y recalientan; y los sesos, de tantos años ya marchitos, se quedan escurridos de humores; así que, antes de dar con las narices en tierra, que es tanto como dar con el honor y el orgullo, de más prudencia resulta huir y rogar a un misericordioso sillón que se apiade de tu osambre. (Resopla y se hunde aún más en el asiento.) ¡Bendito regazo! CONDE — Mirad, marqués, que, si no enmendáis la postura y sosegáis el resuello, no van a creer las damiselas lo que acerca de vos oyen decir a sus señoras. MARQUÉS — Lo creerán, conde, lo creerán; mas, si dudaran, aún pueden comprobarlo por sí mismas. Pero en tanto esas puertas continúen cerradas a la curiosidad femenina, creedme vos que es razón de salud, a esta mi edad, no sacrificar la postura por la apostura. (Ríen. Paciente.) Señores…, mis huesos y yo a bien tendríamos seguir siendo centro de vuestra mordacidad, si vos a bien tuvierais hacernos centro de vuestras atenciones; tened, pues, la atención de pedir un poco más de vino para este viejo moribundo, por si con ello alcanzo recobrar algo de los jugos que he perdido en el baile. Ríen todos. El barón, sin levantar la cabeza, ni siquiera abrir un ojo, al oír hablar de vino, extiende su brazo con la copa vacía, en solicitud de que vuelvan a llenársela. VIZCONDE — (Por el barón.) ¡Oh, constancia! ¡Ahí te nos muestras! Durmiendo el vino, y sólo el vino lo despierta. (Gesto de disconformidad del barón.) ¿No, decís? ¡Oh, naturalmente! Todos sabemos que también el juego os sacude la modorra, ¿no es cierto, señores?

[3]


(Risas. Finge dirigirse a ellos.) ¿Cómo? ¿Una partida habéis dicho, caballeros? (Como por resorte, el barón intenta despertar; al comprobar que se trata de una broma, fastidiado, vuelve a cerrar los ojos. Carcajadas.) El conde ordena que traigan más vino. DUQUE — Ved, marqués, cuánta razón os asiste al lamentaros de las burlas de estos caballeros, pues igual hacen escarnio de un pobre borracho, que de vuestras conquistas, sin respetar ni tan siquiera lo que, por su antigüedad, es ya historia. MARQUÉS — Iluminado está hoy su excelencia, iluminado y cáustico; pero no os conviene olvidar que más peligrosa es la historia cuando revive, que cuando presume y promete, porque de augurios, que yo sepa, jamás se vio satisfecha a una dama, y, aunque de recuerdos, todavía satisfago yo a algunas cada noche. VIZCONDE — Marqués… Vos y yo estamos ya para pedir tumba y no cama; lecho de morir, que no de amar. MARQUÉS — (Recogiendo la copa que le ofrecen.) ¿Y a qué viene tanto sentencioso distingo, mi querido vizconde? ¿Acaso no es todo y uno… yacer? (Alza la copa en su honor y bebe.) DUQUE — Pues, os guste o no, sostengo, marqués, que el contemplaros conmueve; sois un vivo homenaje a lo pretérito. CONDE — Barón, el vino que habéis pedido lo tenéis en la copa, la copa en la mano, y la mano, a dos palmos de la boca, ¿me habéis entendido? (Ríen. El barón bebe y cambia de postura.) MARQUÉS — (Al duque.) ¿Queréis decir que me veis viejo y arrugado? (Solemne. Cómico.) Pues… sí. He aquí el tributo que pago complacido a cambio de una vida de abnegada vocación hacia las damas. CONDE — Y el juego, marqués, y el juego. MARQUÉS — Cómo se os echa de ver en la poca edad vuestro desconocimiento del mundo. Si hubierais llegado a mis años, jamás habríais emparejado naipes, dados y mujeres, pues una cualidad sobre todas los distingue: en el juego, a veces se gana y a veces se pierde; con las mujeres, se pierde siempre, lo cual es un placer. VIZCONDE — No hagáis caso, conde, que desde que el mundo es tal, se tuvo por desdichados al pobre, al lisiado y al feo, que es como si no existieran para las mujeres. Y aun feo y

[4]


lisiado puede uno ser, pues hasta las más horribles deformaciones por dinero embellecen; mas, pobre, si hermoso, sirve uno de caprichos hasta que la hermosura se torna vejez; si feo, mejor caminar de espaldas para no verlas venir. MARQUÉS — Queridísimo vizconde, que esta juventud ardorosa pueda razonar como vos lo hacéis, no sólo no me escandaliza, sino que por natural lo tengo; pero vos, vizconde, vos, a vuestra edad, pretender que siendo rico uno ha de ganar en trato con mujeres… A ver, hagamos cuentas. En trato con mujeres, uno pierde bríos, ¿estáis conforme? (Sin darle opción a contestar.) Si no lo estáis, miradme a mí y lo estaréis. Las mujeres hacen perder fortuna, ¿estáis de acuerdo? Si dudáis, asomaos a mi hacienda y tened cuidado de no caer en ella, que es pozo negro y sin fondos; sobre todo, sin fondos. Por estar con mujeres, en fin, puede uno perder la vida a manos de un deshonrado esposo; y más triste aún sería que, tomando el marido sosiego, a tanto le llegara el tino, que con acierto agrediera al instrumento del deshonor, y luego de haber entrado en la alcoba espada en alto, saliera uno espadón de por vida. Así es que, como en negocios con hembras sólo podéis ganar bubas, algún heredero no deseado o, peor aún, armas de hueso en la frente, lo único provechoso es tomar de ellas placer y reconocer sin más la derrota. VIZCONDE — Pues siempre se dijo que pide la mujer ser vencida, y no vencedora. MARQUÉS — Mal os han lucido los años, vizconde, si pensasteis que en amor vale decir arriba el señor, y el siervo debajo. Por sana costumbre tenía yo el rogarles, posándome sobre el lecho: «Señora mía, vencido estoy; dadme placer y más vencido me tendréis», y después de dos vueltas de cama, toda mi persona era vencimiento. VIZCONDE — Así como lo exponéis, tal parece que en la soltería y la castidad se hallara la victoria. MARQUÉS — Y la dicha. ¿Acaso creéis que es posible encontrar la felicidad descasada de la virtud? No, mi pecador amigo, no; la privación y la renuncia al goce de la lujuria son el hontanar de todas las prosperidades; (quejándose) mas sólo algunos privilegiados pueden alcanzar tal suerte, y no quiso el destino que yo estuviera entre ellos. ¿Comprendéis ahora la causa de mi desazón? Y vos, querido conde, ¿tendríais la misericordia de pedir un poco más de vino en el que ahogar mi infortunio? El conde, riendo, vuelve a encargar el vino; el barón, dormido, vuelve a alzar su copa vacía.

[5]


DUQUE — ¿No os parece, admirado marqués…, impertinente hacer escarnio de lo sagrado, estando tan cerca como estáis de la tumba? MARQUES — En esto no os falta razon, ¿por que no aceptarlo? Entrare en el reino de Lucifer (recoge la copa), pero entrare viejo; ¿y vos? (Sin dar tiempo a respuesta.) Ademas, entrare con el derecho que ostentan el vividor y el bebedor, mas no por necio; ¿y vos? (Brinda la copa al duque y bebe.) Silencio tenso. CONDE — (Como queriendo deshacer con el humor la tensión creada.) Barón, el vino que habéis pedido lo tenéis… (Levanta la mano el barón deteniendo la frase, y bebe de su copa.) Eso es, ahí. (Nuevo silencio embarazoso; el conde, como anfitrión, se ve forzado a acabar con la situación, pero no sabe cómo. Luego, al marqués:) Decidme, marqués, qué os parece el caldo que estáis bebiendo. ¡Es de yema! MARQUÉS — ¿No os lo he alabado? CONDE — Por eso os lo pregunto. MARQUÉS — El buen vino, conde, es como la buena mujer: sólo deja notar su presencia cuando se tiene en los labios. CONDE — ¿Y de cuerpo? MARQUÉS — Como una campesina doncella; pero perded cuidado, que no es más arduo el trabajo por la mucha edad, sino por la poca costumbre, y aunque ya no me atreva con el cuerpo de una joven robusta, bien podré con el de un vino viejo, siquiera sea porque bien fuerte es mi tesón. …Y porque es mucha la costumbre, no lo niego. VIZCONDE — Y mucha la edad, tampoco lo neguéis. MARQUÉS — No, anciano vizconde, tampoco lo niego; ¿por qué habría de hacerlo? El tiempo es la miel del buen vino, de la obra de arte, de la sabiduría y de la nobleza. (En otro tono, ahora.) Y el acíbar del hombre, porque para él avanza más deprisa. CONDE — ¡En guardia, marqués, que os ataca la melancolía! MARQUÉS — Sí, conde; reconozco que me apena no poder volver atrás con el cofre de todo lo aprendido. CONDE — Permitidme que os sirva otra copa de vino. MARQUÉS — (Para sí.) Renacer en el último instante, y aun después de muerto.

[6]


DUQUE — Nauseabundo aspecto ofreceríais, ¿no os parece? A no ser, claro, que hayáis encontrado un remedio para evitar la corrupción. MARQUÉS — Vos lo habéis dicho. DUQUE — ¿Sí? Dejadme adivinarlo. Eh… ¿Vender el alma al diablo? MARQUÉS — No, querido duque; por el momento no creo necesario ir tan lejos, aunque os aseguro que habré de adoptar la medida que me proponéis si no diera fruto la que tengo en mente. DUQUE — ¿Cuál, querido marqués? MARQUÉS — Apartarme del venenoso aguijón que tenéis por lengua. DUQUE — ¡Pero si estáis enfurecido! Oh, marqués, qué decepción. ¿Acaso los años no santifican también la virtud de la paciencia? MARQUÉS — Hasta límites razonables, señor duque. Vuestra insolencia va mucho más allá de cualquier límite y, evidentemente, sobrepasa a la razón. DUQUE — Esas iras, queridísimo marqués, me recuerdan la impotencia de los condenados a morir. CONDE — Caballeros, por favor… MARQUÉS — Las vuestras a mí, duque, la necedad de los condenados a vivir. (Le brinda.) ¡Por muchos años! (Y bebe.) CONDE — Eh… Parecéis muy ensimismado, querido vizconde. VIZCONDE — Oh, sí; disculpadme, caballeros. Estaba… intentando recordar una poesía que aprendí siendo niño. Veréis: al oíros hablar de inmortalidad y de resurrección, me habéis traído a la memoria aquella copla que cantaba al ave Fénix, al modo en que amorosa y pacientemente construía su pira de flores aromáticas para morir entre las llamas y…, querido marqués, renacer después de sus propias cenizas. DUQUE — ¿Y qué leyenda decís que es esa, vizconde? VIZCONDE — La del ave Fénix. ¿No la conocéis? DUQUE — Sí, querido vizconde; yo sí, pero no vos. VIZCONDE — (Un tiempo.) ¿Cómo decís? DUQUE — Ni vos, ni ninguno de los caballeros que aquí se encuentran. (Bebe.)

[7]


Se miran todos. CONDE — (Después de un silencio.) Creo que estáis en un error, duque. ¿No cuenta la historia del Fénix la encarnación del dios egipcio Ra en un ave fabulosa que venía a morir entre las llamas y que luego renacía de sus propias cenizas? DUQUE — No, conde, no. MARQUÉS — Quizá, conde, no tuvisteis un maestro de retórica tan notable como el de su excelencia. DUQUE — (Con cierta ira, replicando al marqués.) Quizá, conde, ignoráis que la leyenda del Fénix no es histórica ni fabulosa, y menos aún, divina, por más que su protagonista, en el colmo de la arrogancia, pretenda sentarse a la mesa de los propios dioses. VIZCONDE — ¿Su protagonista no era un dios? DUQUE — ¿Llamáis vos dios a un labriego pretencioso? CONDE — ¿El dios Ra, padre del antiguo Egipto, un labriego? DUQUE — (Volviéndose con ira.) ¡Hernando Cortés, hijo de la ambición, un labriego; vos lo habéis dicho! Se produce un silencio de asombro, intriga y confusión, en el que cada personaje se ha aislado con sus propios pensamientos. El barón, al oír nombrar a Cortés, se remueve en su asiento y empieza a despertar. En muy pocos segundos estará lúcido e incorporado vivamente a la conversación. MARQUÉS — (Afirmando.) ¿Cortés? ¿Estáis hablando de Hernán Cortés? DUQUE — Así es, querido marqués; estoy hablando de la ridícula y zafia historia del Fénix de Hernán Cortés. BARÓN — Disculpadme… (Un largo silencio.) ¿Debo entender, duque, que os incomoda pronunciar ese nombre? DUQUE — ¿Os cabe alguna duda? BARÓN — Sólo por tal causa justificáis el enojo; y, siendo así que decir Hernán Cortés tanto os aburre, (cómplice) ¿no haríais mejor narrando su torpeza? DUQUE — (Sorprendido.) ¿Qué sabéis vos de ella?

[8]


BARÓN — Que es bochornosa para él y divertida para nosotros; todo, como veis. MARQUÉS — ¿No os parece, caballeros, que estáis dando excesivo fundamento al rumor de la culebrina? Sólo faltaba que, después de haberlo celebrado, todo hubiera sido una patraña de ese labriego para reírse de nosotros. DUQUE — (Sin salir de su asombro.) ¡Pero cómo! ¿También vos lo sabéis? CONDE — Tranquilizaos, marqués; si es eso todo lo que os preocupa, ya podéis empezar a reír; yo lo he sabido por el propio don Francisco de los Cobos. MARQUÉS — Brindo por la noticia que me dais, querido conde. El duque mira al vizconde tratando de averiguar si, por fin, también él está enterado de lo sucedido. VIZCONDE — No, duque; yo no voy a sorprenderos. Según parece soy el único que aún no conoce la historia del Fénix de Cortés, aunque de vuestra amabilidad espero que sea por poco tiempo. DUQUE — ¿Estáis dispuesto, vizconde, a indignaros y a reíros? VIZCONDE — Por este orden, puede que hasta me haga rejuvenecer. Ríen. CONDE — Entonces, caballeros, unamos al placer de escuchar, el de beber un vino de dioses que guardo celosamente en las bodegas para festejar el próximo nacimiento de mi heredero. (Lo ordena.) DUQUE — Y ahora, escuchad, vizconde. ¿Imagináis una culebrina toda de oro y plata? Pues en ella mandó Cortés a los indios cincelar la historia del Fénix con mucho detalle y trabajo, y, cuando estuvo acabada, la mandó al Emperador como demostración de su lealtad. BARÓN — Pero lo cierto es que el rey, adivinando que la culebrina más reclamaba favores que afecto, no quiso saber de ella, y, por respeto a nuestra clase, pues entendía que, aceptándola, entraba en el juego burdo de Cortés y nos hacía de menos, ha tenido el acierto de regalarla a su ministro don Francisco de los Cobos. CONDE — Que es por quien conozco yo lo sucedido.

[9]


DUQUE — Y como don Francisco, bien lo sabéis, de regalos no entiende más que de los traducidos en maravedíes, mandó fundir la culebrina y vendió el oro y la plata, así es que también este Fénix ha muerto en las llamas; (riendo) pero descuidad, que no resurgirá de sus cenizas. BARÓN — Porque las cenizas están en las arcas de don Francisco, que son como tripa de mendigo. MARQUÉS — Trabajo tiene Santa Lucía en conservar la vista de Su Majestad, que, en materia de dineros, donde pone su real ojo, planta el real desatino. CONDE — Y dicen que el ministro ha ganado hasta treinta mil ducados con la venta del oro y de la plata. VIZCONDE — Mejor hubiera hecho el emperador devolviéndola a su origen; de esa forma, no tendríamos que soportar las insolencias de un ambicioso patán. MARQUÉS — ¡Por Dios, señores! Me parece bochornoso dedicar ni tan siquiera un minuto de nuestro precioso tiempo a criatura tan soberbia o al comentario de sus atrevidas maneras. Si hay algo que jamás he sufrido es la necedad; y no hay duda de que necio es aquel que no acepta las naturales diferencias entre los hombres, obstinándose en una ciega y, según se ve, torpe lucha por alcanzar el privilegio que Dios no le otorgó, pues nunca llegará el asno a pura sangre, así pasara la vida entera rebuznando. Ríen. DUQUE — ¿Estáis seguro, marqués, de haber, puesto en la condena cuanta indignación merece esta osadía? MARQUÉS — ¿Qué queréis decir? DUQUE — Me pregunto si realmente sabéis cuál es el lugar que Cortés se asigna entre la nobleza de España. MARQUÉS — No salgo de mi asombro, querido duque, y terminaré por aceptar que, a fuer de insolente, ese trotamundos está consiguiendo que tomemos en serio sus desvaríos. CONDE — Por Dios, duque; no dudo de que vos, como cualquiera de nosotros, sabe entrever en las deferencias del emperador hacia Cortés, el modo de asegurarse una lealtad que no es fiable esperar en ese hombre, puesto que, si no nació noble, difícilmente pudo nacer fiel. El rey necesita de esa fidelidad pagada para espantar los fantasmas de la felonía que,

[10]


al otro lado del mar, sin la cercana presencia de su majestad, no pocas veces asaltarán la ambiciosa imaginación de Cortés. VIZCONDE — En todo caso, duque, acordaréis con nosotros que el emperador acierta en el justo trato que dispensa a ese joven descarado; al menos, mientras le sirva, como lo hace, de correo de riquezas. DUQUE — Claro que sí, caballeros; y todo cuanto me decís lo conozco; pero es Cortés, precisamente Cortés, y no otro, quien intenta asignarse un lugar de privilegio entre la nobleza frente a Su Majestad, y yo no despreciaría con tanta ligereza las mañas de embaucador y zalamero de un hombre que ha conseguido un imperio con sólo medio millar de bestias cegadas por el resplandor del oro. ¿Sabíais, acaso, lo que anda diciendo acerca de los privilegios que solicita? Que sus peticiones son de justicia, y que lo que es de justicia, no se ha de pedir por ruegos. VIZCONDE — ¡Desvergonzado insolente! ¡Debiera aprender que antes que noble, se ha de ser caballero, y que de caballeros es tener la humildad de reconocer hasta dónde el propio mérito! DUQUE — (Vehemente.) ¿Sabíais, acaso, que don Hernando Cortés no admite más jerarquía y clase que Dios y el emperador? (Silencio.) ¿Sabíais, acaso, que don Hernando Cortés ordenó esculpir en la culebrina un terceto referido al ave Fénix, al rey y a él mismo? ¿Sabéis, acaso, qué dicen tales versos? BARÓN — (Riendo.) Dejadme, duque, ser yo quien los recite. Quiero ser honrado con el privilegio de estrenar, ante concurrencia tan distinguida, a un poeta singular, amamantado en las doctas ubres salmantinas. Sonríen todos, excepto el duque. DUQUE — ¡Insisto, barón, en que no deberíamos tomarlo tan a broma! BARÓN — (Histérico.) ¡Basta ya, duque; os lo ruego! (Un silencio. Sonriendo conciliador.) ¿No creéis que estáis llegando demasiado lejos al dar tanta importancia a un provinciano soñador? (Silencio.) Y ahora, dejadme que os recite los versos. (Teatral.) Canta el primero de ellos, con pulso lírico de avezado rimador, al Fénix inmortal: «Esta ave nació sin par». Desde el fondo oscuro de la habitación, una voz concluye el terceto. HERNAN CORTES — Vos, sin igual en el mundo;

[11]


yo, en serviros, sin segundo. La escena queda como rota por el silencio. Los nobles no se atreven a mirar hacia atrás porque todos han reconocido la voz de Cortés. BARÓN — (Recomponiendo la figura, sarcástico.) ¿Sólo vos, señor Cortés, tan sublimado servidor? Cortés avanza; entonces se le ve. Está viejo. Probablemente vive sus últimas semanas de vida; y con tal edad aparecerá en toda la obra, no importa la circunstancia que protagonice ni el año en que ésta sucediera. CORTÉS — Sólo yo, barón, en tanto vos no os dignéis medir vuestra conquista con la mía. BARÓN — ¡Yo soy barón, señor! CORTÉS — ¿Antes, señor, o después de la muerte de vuestro señor padre? VIZCONDE — (No puede contener su exaltación.) ¿A quién en el alma servís vos, que no sea a la ambición de dinero, poder y mujeres! Cortés, mirando, seguro, no responde. DUQUE — (Animado por el silencio de Cortés, al comprobarla vejez de este.) ¡Qué mal, por cierto, os anda el cuerpo, y vos, sin tomar precaución! ¿No sabíais, acaso, que ni aun tanto oro indio espanta los males de la vejez? Ríen todos y se lanzan contra Cortés en un violento ataque verbal. CONDE — (Sarcástico.) El señor Cortés había pensado engañar a la muerte con riqueza de los indios. ¿Lo sabíais, caballeros? MARQUÉS — O quizá comprar la gloria. BARÓN — Decidme, señor Cortés, ¿dónde ponéis a don Juan, obispo de Burgos, que no está antes que vos, según decís? MARQUÉS — (Con acritud.) Señor Cortés, la necedad de quienes se dicen primeros es sólo comparable a la grandeza de quienes, aun callándolo, lo somos.

[12]


DUQUE — (Paternalista.) Habéis obtenido de Su Majestad un marquesado; consideradlo debilidad real y retiraos a bien morir, señor marqués del Valle, antes de que esta nobleza que tan altivamente despreciáis, (enfatizando) la nobleza, influya ante el emperador para que os despoje de aquello que no os corresponde. (Un silencio. En otro tono, a los demás, sonriendo.) Señores…, creo que deberíamos entrar a reunirnos con el resto de los huéspedes. Todos se dirigen sonrientes, seguros, despectivos, comentando, hacia la puerta del salón. Cortés avanza cabizbajo hacia el frontal. CORTÉS — (De espaldas a ellos. Casi tímido.) ¡Esperad, duque! Todos se detienen y se vuelven lentamente. DUQUE — ¿Qué puedo hacer por vos, Cortés? CORTÉS — ¿Querríais contestarme a una sola pregunta? DUQUE — Os escucho. CORTÉS — ¿Puede uno ser noble de sangre sin serlo de entrañas? ¿Puede uno ser noble de pensamiento sin serlo de corazón? DUQUE — (Después de un silencio, sonriente.) He accedido gustoso a daros respuesta a una pregunta, mas me habéis hecho dos. (Todos sonríen; otra vez se van.) CORTÉS — (Súbitamente enfurecido, se vuelve hacia ellos.) Entonces, contestadme a una sola pregunta, si es que os llegan las entendederas. ¿Para qué ser nobles de título, si no lo sois de mérito? (Enfrentado a ellos.) Decidme, nobles; espero vuestra noble respuesta. MARQUÉS — Caballeros…, vuelve el asno a rebuznar queriendo ser caballo. CORTÉS — (Es un auténtico ciclón de ira.) ¡Y el jamelgo moribundo vuelve a soñar que es potro, mas nunca pasó de potranco haragán y pendenciero! (Señalando al duque.) ¡Ahí tenéis, marqués, vuestra ansiada juventud! ¿De verdad queréis volver atrás? Favor os hace la memoria de guardar tanta ingeniosa frase que a los hombres de letras hurtasteis, pues si no fuera por ella, bien al raso quedaría esa necedad que tenéis por sesos. Y vos, duque, habéis obtenido de Dios, Nuestro Señor, una vida; consideradlo debilidad divina, y apartaos de mi vista, antes de que os despoje de ella, que mal sufro la vanidad de quienes poco

[13]


o ningún merecimiento tienen para sentarse delante de nadie. O, si no, decidme, (al vizconde) ¿qué habéis hecho para ganaros los favores del emperador, además de nacer de un hombre noble o de una noble hembra? Y ni siquiera sois parteras, conque tampoco en esto hicisteis chico ni grande esfuerzo. Mas sí debierais entender de partos, (al barón) que a vos bien se os hincha la barriga de tragar y no trabajar, y se os vienen los vómitos, de tanta hiel, que por más que escupís, siempre más se os queda en las tripas; y la cara la tenéis cetrina de envidia, aunque decís que se ha de ser muy blanco para no confundirse con cristiano nuevo. Pues andaos con tino, que morena es Nuestra Señora de Guadalupe, y ni podéis compararos con su nobleza, ni sueñan vuestras hijas compararse con su pureza, por más que desmientan ahora haber perdido las flores en catres de criado. Y de vosotros mismos, vigilad la apariencia, que si no quise llevar cabras en mis conquistas fue por no mostrar a los indios la nobleza de esta España. A propósito, conde, celad a vuestra esposa, que ni aun la preñez le apaga tanta sed como le tenéis impuesta, y no es que os sobre nobleza; es que os falta entrepiernas, que se os va el deseo a otras preferencias, me parece. (Transición.) ¡Nobles! ¡Estúpidos vanidosos! ¡Nadie! ¿Me oís? ¡Nadie os recordará jamás por otra cosa que no sea la envidia que os ahoga! ¡Jamás pasaréis de comparsa burda en letra pequeña a la sombra de mis apellidos, así se hunda España entera en los jugos de la envidia! ¡Por Dios, que así será! Sale abriendo de un golpe las puertas de la habitación.

[14]


SEGUNDA ESCENA La música del salón de baile irrumpe en la estancia. Salón de baile en la Corte Imperial. La nobleza — y, entre ella, los mismos de la escena anterior —, algunos clérigos principales, damas lujosamente ataviadas… conversan animadamente. En una esquina, Cortés habla con otros nobles. DUQUE — (Riendo, en medio de un corrillo de curiosos.) ¡Por Dios que así será! ¡Por Dios que así será! (Ríen.) Mas debió de pensar que la voluntad de Nuestro Señor anda parca en el deseo de los necios y, entre algún sollozo que otro, vino en fin a rogarnos que hiciéramos ver al emperador cuán grande era el merecimiento de sus actos; y pues que le respondimos, con burla, que tal cometido era más propio de los indios a quienes por ambición había matado y saqueado, dio en el infortunio de brindarnos, a cambio, parte de sus bienes y riquezas, con lo que, en un instante, el soberbio león habíase tornado manso cordero. A esto sólo pudimos replicar con algunas sonrisas desdeñosas, y, de que así nos vio, le asaltó una como desesperación, y, dando de bruces en el suelo que pisábamos, comenzó a proferir toda suerte de indignos ofrecimientos con que agradarnos, así que hubimos de salir sujetando la carcajada, antes de que el buen hombre concluyera por ofrecernos el servicio de sus propias hijas, a las que bien a gusto hubiera metido en nuestras camas, con tal de recibir apoyo de la nobleza ante el rey. (Risas.) CONDE — (En otra esquina, junto a cinco o seis divertidas damas.) Ya veis, mis queridas señoras, que en las Indias no todos son esforzados guerreros, pues hay quien dedica su empeño a ser titulado bufón, y, antes o después, es de justicia reconocerlo como tal. UNA DAMA JOVEN — (Mira con disimulo a Cortés.) Pues no parece bufón, sino caballero de gran hidalguía, y es altivo y señorial. CONDE — ¡Y hermoso, terminaréis por decir en el colmo del desatino! (Ríen.) No olvidéis, señora mía, que mucho ha estudiado los modales de la nobleza para convencer a los cándidos y generosos espíritus, como el vuestro; mas no creo necesario recordaros que la cuna, aun sin fortuna, distingue tanto en público, como en privado; es… ese rasgo indecible de hermosura y delicadeza en lo grande y en lo pequeño, que de vos misma, sin daros cuenta, brota a cada instante con natural elegancia. Se ruboriza la dama y olvida a Cortés, tal como pretendía el conde.

[15]


Segundos después la música cesa, se produce un general silencio y los músicos, poniéndose en pie, dan a entender la próxima entrada del rey. Expectación y disposición protocolaria de los reunidos. Luego, ceremoniosamente, entra el emperador acompañado del séquito real. Saludos de rigor hacia Su Majestad, a medida que éste va acercándose a cada uno de los principales invitados. Agasajo excesivo, incluso grotesco, por parte de la mayoría, a los cuales responde el emperador con fría y distante amabilidad. Después de haberlos saludado a todos, se vuelve e indica al mayordomo real, con un vago gesto, que da por terminada la ceremonia. La música, muy suave, se reanuda y el protocolo se rompe: murmullos de los presentes. Carlos V se acerca entonces a un clérigo anciano situado en primer término. CARLOS V — Monseñor Las Casas, cuánto me alegra teneros otra vez en la corte, sea siquiera por breve tiempo, pues conozco la mucha dedicación que profesáis a los indios. LAS CASAS — No hay favor más grande para mí que el haber sido llamado por Vuestra Majestad, y en ello se honra mi dedicación a los indios, pues sólo tan real y sapientísimo juicio puede traer la paz a aquella desdichada gente. El emperador asiente con una breve sonrisa y se acerca a Cortés. El capitán se arrodilla ante Carlos V, y el monarca, abiertamente cordial y cariñoso, le impide el gesto con sus propias manos, rogándole que no se incline. Esta inhabitual reacción del emperador provoca un notable murmullo de asombro y envidia, y el desaire incontrolado de la nobleza. Carlos V, observando el lamentable estado físico de Cortés, ordena que le acerquen una silla; un mayordomo la sitúa detrás del capitán y, con una reverencia, se la ofrece. Mayores gestos de asombro de la nobleza. No obstante, Cortés rehúsa la invitación. CORTÉS — Permítame vuestra majestad que permanezca erguido, pues es tal el tiempo que llevo en sillas desde que regresé de las Indias, que mis huesos, avezados al movimiento, mal sufren tanta postración. CARLOS V — (Captando la doble intención, sonríe.) Sea como queréis, marqués, si pensáis que, erguido, han de recobrar vuestros huesos el vigor de otros tiempos. (Se aparta de él, dirigiéndose a un sillón, puesto especialmente para el monarca a la derecha del escenario). Los nobles sonríen; algunos no caben en sí de gozo.

[16]


CORTÉS — Así lo espero; mas no depende de mí, como Vuestra Majestad bien sabe, tal restablecimiento, sino de Dios, Nuestro Señor; y de la divina voluntad, jamás temí yo la hora en que sea servida llamarme a su presencia, pues ésta es, y no otra, la única manera en que veo posible el final de tan cruel dolor. CARLOS V — (Que ya se ha sentado.) ¿Acaso os encontráis enfermo, marqués? CORTÉS — De vejez y fatigas, majestad, que no son males, sino augurios de muerte, mas por bienvenido tendría yo el desbaratamiento de mi esqueleto entero si vuestra majestad se dignara hacerme justicia, pues antes sufriera de buen grado mil agonías de mí cuerpo, que ésta de mi alma, urdida por la infamia de unos cuantos celosos de mi lealtad a vuestra real persona. MARQUÉS — (Al conde.) ¿Habéis visto alguna vez mayor cinismo? CORTÉS — Mas, en fin, es cosa humana martirizarse por no haber podido lo que otros, con grande esfuerzo, valor y talento, pudieron; y gran merced me haría vuestra majestad si así lo entendiera, desoyendo las voces que no claman por el reconocimiento del propio mérito, sino por el descrédito del ajeno. CONDE — (Al marqués.) Ni mayor humildad. CORTÉS — Señor, he conquistado para el Sacro Imperio Romano de su excelsa majestad, dominios de más grandor que las Galias de Julio César, mas dicho está por lengua infame (mira a los nobles de la escena anterior) que he de acabar mis días pobre y sin gloria ni reconocimiento, que es mayor pobreza aún. ¿Me cree Vuestra Majestad digno de saber siquiera… (emocionado) por qué? (Un silencio breve.) ¿Es cierto que hubo una hora en que vuestra majestad pensó, de corazón, que esta conquista no era mía? Porque si lo es, en esa hora maldigo la hora en que nací, que no hay mayor desdicha que la de creerse dichoso, siendo, en verdad, desdichado. MARQUÉS — (Al conde.) ¿Vos conocíais tan jugoso desprecio del emperador? BARÓN — (Sarcástico.) ¡Tenedme, duque amado, que se me parte el corazón! CARLOS V — (Frío, parece resumir definitivamente una interminable discusión.) Vos, marqués, hicisteis imperio de una rebeldía contra el gobernador don Diego Velázquez, mi enviado; y quien se rebeló contra mi enviado, contra mí se rebelaba. A cambio de ello, os di un título, pues entendí que corregíais la traición al someteros al imperio y entregarme la Nueva España. Esto, marqués, ajustaba el fiel al centro de la balanza; mas no pensasteis vos lo mismo, y veo asombrado que aún seguís insistiendo en que os conceda mayores

[17]


privilegios. No, querido marqués, no; la mayor desdicha es la de aquél que anhela lo que no merece alcanzar. BARÓN — (Rebosante de gozo.) ¿Qué os decía? ¿Sabe o no sabe darle justo trato? Miradas y gestos de satisfacción entre los nobles de la escena anterior. CORTÉS — No sabe vuestra majestad cuánto me hieren sus palabras, pues son crueles; y más se acera la crueldad viniendo de quien tuve en mis pensamientos a cada paso que avanzaba; y en la guerra sufrí pensando que vuestra majestad sufriría, y con la paz gocé, creyendo que habría de ser gozosa a vuestra majestad. CONDE — (A la misma joven dama.) ¿Seguís pensando que no es un bufón? LA DAMA — Más pena da que risa. CORTÉS — Señor, mi vida y mi hacienda consumí en agrandar los horizontes del imperio; con menos esfuerzos, otros se ven más recompensados. ¿Es larga la ambición, majestad, o corta la justicia? VIZCONDE — ¡Descarado! Se produce un murmullo de asombro y reprobación. CARLOS V — (Ordena que cese la música.) Es larga la ambición, señor marqués del Valle, y la obstinación lo es aún más. No os preocupa otra cosa que vuestra gloria, y, por conseguirlo, me habéis asediado de cartas halagadoras en las que, con fatigante minuciosidad, narrabais cómo vos, sino que no os hubieran servido capitanes y soldados, sólo vos, digo, sometíais a los indios con justicia y bondad. Mas no sería tanta la justicia ni tan larga la bondad, cuando hombres de mucha religión se escandalizan de algunas de las cosas que os vieron hacer. Dad por bueno que habéis prestado un servicio al sacro imperio y que con generosidad imperial se os ha pagado, y no volváis atrás en la historia buscando en ella más merecimientos, que soy yo quien la historia mira y aún, a veces, pienso que todo cuanto os di, más salió de mi augusta bondad, que de la justicia. No me obliguéis ahora, con vuestra porfía, a ser más justo que bondadoso. Los invitados, que han seguido con expectante silencio las palabras del emperador, estallan ahora en un murmullo de aprobaciones y comentarios.

[18]


DUQUE — (Al corrillo que está con él.) ¡Por fin, caballeros, se hace justicia a este hombre! CORTÉS — (Hundido.) ¿Majestad? CARLOS V — (Molesto por la insistencia de Cortés.) ¿No os parece que esté todo dicho, marqués? CORTES — (Afirma.) ¿Me permite ahora vuestra majestad tomar el asiento que antes me ofreció? CARLOS V — Sentaos, si así lo deseáis. CORTÉS — (En un susurro.) Gracias…, majestad. Lo hace Cortés agachando la cabeza y poniendo la mirada en sus piernas, que acaricia mansamente con manos temblorosas. Su imagen conmueve. CARLOS V — (Después de un tiempo en el que, inevitablemente, contempla al capitán sintiendo lástima de él. A Las Casas.) En cuanto a vos, obispo, os he hecho llamar porque me han llegado noticias de que os alarma el estado de las encomiendas. Sabed que un día ordené al obispo de México, fray Juan de Zumárraga, hacer relación de las maneras de vivir, ceremonias y riquezas que tuvieron los indios de la Nueva España antes de la llegada de nuestros soldados. No os oculto, pues, que ésta es cuestión de grande importancia para el alivio de mi conciencia. LAS CASAS — Majestad, ni una palabra diré de las que tengo en el pensamiento, sin juraros primero que sólo ante Dios y ante vuestra real persona hago queja del trato que a los indios se da. He conocido, señor, que otras naciones arrojan contra España mis argumentos; pero os juro que nunca quise ni supe sentirme más que español, y que, por esta causa, como digo, sólo a vuestra majestad doy cuenta de mis quejas, porque, si así lo entiende, sólo vuestra majestad puede remediarlas. CARLOS V — Más son los enemigos del imperio de los que vos tenéis en la cabeza, obispo. Hacéis bien en presentaros ante mí, pues he de juzgar lo que ahora sucede, y repararlo, llegado el caso; mas también os presentáis ante la humanidad entera, y no es a mí a quien corresponde, en el futuro, juzgar la historia. Hablad ahora y no os ocupéis del mañana, que, aunque por justa causa, el mal está ya hecho. LAS CASAS — Sea, entonces, la justicia por encima de la hipocresía, que tanto se dará mal nombre a España por sus errores, como bueno por haberlos corregido.

[19]


CARLOS V — Sea, mas no empeñéis con tanta ligereza vuestra palabra en el juicio de los que aún están por nacer. LAS CASAS — Majestad…, (reflexionando) no miente el que dice de mi inquietud por las encomiendas, pues es mucho el atropello que se hace a los indios, a quienes por animales se los tiene y como a animales se los trata, olvidando que son también personas y criaturas de un mismo y único Dios Todopoderoso. Señor, nuestra gente castiga al indio sin piedad, y le da tormento inhumano hasta límites que revolverían el más asentado estómago. (Expectación.) Los matan, con suplicios, por cientos de miles, así que las calles de todos los pueblos son como de arena roja por la mucha sangre india; (murmullos) pero, antes, les arrancan un ojo y el otro se lo abrasan con espadas calientes, y les van cortando los dedos de las manos, sin prisa y con mucho recreo y fiesta, y, aún vivos, también les cortan sus vergüenzas y las ponen entre las piernas de otros, pues dicen que el indio sólo entiende por las nalgas, (el murmullo llega a exclamaciones de escándalo. Algunas damas son abrazadas por los caballeros que las acompañan) y hacen grande escarnio de ellos; y después les abren las tripas con el acero, que algunos he visto yo andar moribundos y arrastrándolas; y hacen con ellos juegos muy crueles que inventan para reír mientras los indios agonizan caminando torpemente de uno a otro lado. Y todo esto lo hacen así, majestad, no por causa alguna, que sólo por salvaje diversión lo hacen. Y a otros los tienen sujetos con mordazas, y, antes de hacer con ellos lo que antes le narré a vuestra majestad, les obligan a ver cómo violan a las mujeres y a las niñas de corta edad (gritos femeninos apagados), que las violan en medio mismo de las calles, no uno ni dos, sino hasta cien españoles a la vez, y, luego de que se han satisfecho de ellas, las matan y les cortan los pechos, como a Santa Eulalia de Mérida, (más murmullos; Las Casas parece entusiasmarse con el horror de la descripción; el escándalo empieza a tomar proporciones considerables) y también las empalan por la boca del cuerpo hasta que revientan echando sangre por las narices y por los ojos; entonces las bañan de orines y de saliva y de otras inmundicias, y luego las queman, y el hedor que desprenden… El relato de Las Casas se interrumpe por el murmullo, que ya impide que se le oiga. Una mujer grita y se desvanece. Hay un revuelo; otras salen de la estancia con evidentes deseos de vomitar. El emperador se levanta. LAS CASAS — (No encuentra mejor salida.) Quizá me excedí en la minuciosidad del relato.

[20]


Entra un médico que atiende a la dama desvanecida. La tumban en el mismo suelo. El doctor pide que la saquen de la habitación. El emperador sale tras ellos interesándose por la joven noble. SEPÚLVEDA — ¿Quizá, obispo? ¡Dios mío! Si cada uno de los españoles tuviera sólo unas migajas de la fantasía que vos tenéis, no habría en España una verdad que no fuera mentira, ni una mentira que no fuera verdad. ¿Y cuántos indios decís que matan los nuestros cada día? LAS CASAS — Miles, señor; miles de víctimas que la Divina Providencia os ha ahorrado ver, como no me lo ahorró a mí, como tampoco me ahorró los crueles tormentos de que hablo; y si perdí el límite del buen gusto al contarlos, es porque ni cabe buen gusto alguno en lo que los españoles hacen, ni es fácil olvidar lo que por estos ojos entró y de aquí mismo (señalándose la frente) no consigo arrojar. SEPÚLVEDA — ¿Miles, decís? ¿Cada día? ¿Y no se acaban nunca? LAS CASAS — Dichoso vos, que, por no haberlo vivido, podéis, en vuestra ignorancia, hacer escarnio de lo que creéis mentira sin que la conciencia os pida rendir cuentas. Pero si algún día sentís la sed de la verdad, entonces, preguntad por su honor a capitanes tan crueles y tiranos como este don Hernando Cortés, y leed en sus ojos la verdad que os cuento. Muy despacio, Cortés levanta la mirada y, plácida y amargamente, sonríe con una extraña mezcla de desprecio y perdón que no es sino soberbia. SEPÚLVEDA — Tenéis razón, obispo; bien se lee en sus ojos la verdad, mas no muy parecida a la que vos contáis. Regresa el emperador y se sienta. LAS CASAS — Ruego a vuestra majestad perdón por mi torpeza, pues comprendo que ni a tan sensibles espíritus como los de estas damas, (a Sepúlveda, en otro tono) ni a tan incrédulo, resulta de provecho la monstruosidad. CARLOS V — No es la sensibilidad del espíritu la que hace vomitar, obispo, sino la del estómago. Continuad, pues; mas eludiendo en lo posible tanta prolijidad de entrañas.

[21]


LAS CASAS — Señor, nuestra gente, como digo, castiga al indio sin piedad, y lo carga como a las bestias; y a muchos de ellos he visto yo morir en las minas de oro, y los que viven, andan como topos, sin saber cuándo es el día y cuándo es la noche, pues no les está permitido salir; y les dan de latigazos hasta que se les abren las carnes y sangran y mueren con muchos dolores (otra vez murmullos y gestos de hastío entre las damas}, y lo mismo hacen con las mujeres y los niños. Señor, puesto que es claro que son tan criaturas de Dios como nosotros, quiero rogar a vuestra majestad que dicte orden para que nunca más se les obligue a tan inhumanos esfuerzos, ni se los someta a castigo de tanta atrocidad; y, porque comprendo que no es cosa buena dejar en las minas el precioso fruto de la tierra, propongo que estos trabajos sean encomendados a los negros llevados de África, que éstos, en fin, no son humanos, ni criaturas que puedan parecer gratas a Dios, Nuestro Señor. Murmullos de aprobación entre los presentes. CARLOS V — Concedido; así se hará. Algunos aplausos tímidos. Murmullo. LAS CASAS — Dios premiará a vuestra majestad tan justa decisión. (Transición.) Y, ahora, mi señor, quisiera responder a la duda que tanto os aflige, preguntando a vuestra majestad si cabe mayor desatino que el predicar una religión de paz y amor, como la nuestra, usando el ejemplo de la guerra. SEPÚLVEDA — Majestad, ¿acaso no usaron los abuelos de vuestra majestad, los muy católicos reyes, don Femando y doña Isabel, la fuerza de la guerra para unir España en la cristiandad y expulsar al moro? Señor, ¡qué fácil resulta confundir, usando de maliciosos argumentos, al alma atormentada por la duda; mas no olvide vuestra majestad que son cosas bien distintas la bárbara guerra (el tono, por solemne, es ridículo) y la santa cruzada. LAS CASAS — Los moros, como los turcos, señor cronista, conocen los Santos Evangelios, mas los repudian y ofenden, y, por tal causa, es necesidad hacerles guerra con todas nuestras fuerzas y con la ayuda de Dios, Nuestro Señor; pero los indios, majestad, nunca hicieron ofensa de las Sagradas Escrituras, porque nadie ofende a quien desconoce. Los indios no fueron más allá de la natural defensa de sus vidas ante el ataque bárbaro del español. Mas, si con paz se les hubiera predicado, y, luego de conocida la Divina Palabra, hubieran hecho desprecio de ella, entonces más que justificado sería darles guerra, como a turcos y a moros.

[22]


Los invitados comienzan a aburrirse. Comentan entre ellos. SEPÚLVEDA — Piense vuestra majestad que la guerra trajo, en fin, la paz, y, con ella, la propagación de la Santa Fe, así que las torpes gentes de aquellos mundos entendieron y abandonaron la locura del sacrificio humano, el pecado nefando de la sodomía, la salvaje y repugnante costumbre de devorarse unos a otros… Cuentan los nuestros, señor, que cada año sacrificaban, entre ellos, hasta setenta mil de los suyos. Algunos bostezos. LAS CASAS — ¿Tantos, decís? ¿Y no se acababan nunca? UN NOBLE — (A otro.) ¿Para cuándo preparáis las nupcias de vuestra hija Leonor? EL OTRO — Esperaba conversar hoy con el marqués de Astorga, mas no sé por qué causa no se encuentra aquí. I.AS CASAS — Todas las religiones, majestad, aceptan que no hay mejor manera de agradar a los dioses, que el sacrificio humano; incluso la Sagrada Biblia nos enseña cómo Abraham no dudó un instante en ofrecer la vida de su hijo al Todopoderoso, sin otra razón más que la de complacerle, pues se lo tenía solicitado, como bien conoce todo cristiano viejo. Señor, ¿cabía para aquella pobre gente más grande honor que el de morir por dar gusto al deseo de sus dioses? ¿Acaso no ama a Dios quien, sin conocerlo, ama a los que tienen por sus divinidades? SEPÚLVEDA — Mas, nuestro Creador, en su infinita bondad, no permitió que Abraham le ofreciera a su hijo, pues, estando la mano del padre sobre la cabeza de Isaac, y viendo el Todopoderoso… Poco a poco, la discusión entre Las Casas y Sepúlveda se ha ido desvaneciendo. Las voces han disminuido intensidad, el murmullo de los presentes, perdido el interés en la conversación, aumenta. Todo el escenario se ha oscurecido, excepto la figura cabizbaja de Cortés. Lentamente ha ido apareciendo una pavana del XVI o algún otro tipo de composición musical de la época para voz femenina; el aria tendrá un marcado aire de tristeza. La situación de montaje resalta el aislamiento de Cortés, con sus propias reflexiones, en medio de una inútil controversia. La luz sobre el personaje comienza a debilitarse hasta convertir todo el escenario en un cuadro de siluetas.

[23]


CORTÉS — ¡Dios mío! ¡Cuánta palabra inútil! Deja reposar la cabeza sobre el respaldo del sillón en un gesto de infinito cansancio. Lentamente… oscuro total.

[24]


TERCERA ESCENA La música finaliza. Poco antes del alba, en su casa de San Marcos (Sevilla), en igual postura —el mismo sillón, el mismo lugar de la escena —, Cortés está sentado con la mirada ausente en la lumbre. Después suenan golpes en la puerta de la residencia, que no le sacan de su abstracción. Poco más tarde aparece, por la izquierda, una criada joven. CRIADA — Señor marqués. (Al no obtener respuesta, se acerca más.) Señor marqués, pide por vos un criado de donjuán Rodríguez. (Silencio.) ¿Le hago pasar, señor? Cortés levanta la mirada y afirma con un gesto. Luego de haberse marchado la criada, aparece en la misma puerta un niño de sobre diez años. EL NIÑO — (Aterido, sin atreverse a entrar, suelta una frase que tiene aprendida de memoria y que, probablemente, ha venido ensayando durante todo el camino.) Buen día os dé Dios, señor; cuando su excelencia lo desee, podemos partir hacia Castilleja. CORTÉS — (Reaccionando con simpatía ante la inesperada edad del criado.) Entra. (El niño no se decide.) Vamos, entra y acércate al fuego, que estas horas del alba son las más frías. EL NIÑO — (Casi imperceptiblemente.) Gracias, señor. Temblando de frío, tímido, curioso, el niño se acerca hasta Cortés. Al llegar a su altura, le hace una ingenua' reverencia; anda unos pasos, y otra. Entonces se pega al hogar, siempre de frente a Cortés, y, mirando al suelo, restriega las manos contra las nalgas. Mira tímidamente al marqués, el cual sonríe divertido con la confusión del niño, y, ruborizado, vuelve a bajar la vista. CORTÉS — (Con un tono que pretende dar importancia a su visita.) Así es que vos servís a don Juan Rodríguez Jurado. EL NIÑO — (Sin captar la broma.) Sí, señor. CORTÉS — Pero, por favor, acercad una silla y sentaos junto al fuego. El niño mira a uno y otro lado y encuentra una silla. EL NIÑO — (Aproximándose a ella.) ¿Ésta, señor?

[25]


CORTÉS — Comprobad si tiene fondo. EL NIÑO — (Ingenuamente lo hace.) Sí, señor. CORTÉS — Entonces, ¿no os parece que ésa misma puede servir? EL NIÑO — (Acercándola, nueva reverencia.) Gracias, señor. Se sienta. Otro silencio deliberado de Cortés. El niño no sabe a dónde mirar. CORTÉS — Y ¿cuántos años habéis dicho que tenéis? EL NIÑO — (Por primera vez seguro.) Trece, señor. CORTÉS — Perdonadme, pero es que, por culpa de la mucha edad, apenas oigo. (Enfatizando de forma que deja entrever su incredulidad.) ¿Cuántos? EL NIÑO — (Comprendiendo, avergonzado.) Diez, señor. (Más seguro.) ¡Casi once! CORTÉS — Ya me parecía… Creí haberos entendido siete; mas, por lo muy desarrollado que estáis, y por esa recia complexión que aun debajo de tanto trapo se os adivina, me dije: «Seguro que el oído os vuelve a confundir, marqués»; y lo cierto es que, si en lugar de siete, hubierais dicho trece, igual os hubiera creído, pues de tal edad, y aun de más, tenéis cuerpo, señor criado. El niño, orgulloso pero disimulado, se observa brazos y piernas. CORTÉS — A propósito, ¿cuál es vuestro nombre? EL NIÑO — (El niño se levanta como por resorte.) Diego me dicen, señor. (Y vuelve a sentarse un tanto apesadumbrado.) El cura me bautizó Francisco, según cuenta don Juan, pero él dice que el mío no es nombre para un criado, y que es menester contentarse con la suerte de cada cual. CORTÉS — ¡Ah, sí? ¿Eso dice don Juan? DIEGO — Sí, señor. CORTÉS — Entonces, Diego, cambiad vuestra suerte. DIEGO — (Es, en verdad, una doble pregunta de ignorancia y de asombro.) ¿Cómo, señor? CORTÉS — ¿No preferís ser llamado Francisco? DIEGO — Sí, señor; me gustaría mucho.

[26]


CORTÉS — Pues ganaos el merecimiento de ser llamado Francisco, y no Diego. DIEGO — Pero, ¿cómo, señor? CORTÉS — Luchad porque así os reconozcan. DIEGO — ¿Luchar? ¿Contra quién, señor? CORTÉS — Contra quienes os llaman Diego por vuestra condición de criado. (Se levanta y, por respeto, también lo hace el niño.) Coged vuestras cosas y salid a recorrer las tierras de España en busca de la aventura. Defended el honor y la justicia. Ganaos el respeto, el cariño y la admiración de los demás con bondad y valor; mas, si ante alguien no fuera bastante la palabra…, entonces usad vuestra espada. DIEGO — ¿Qué espada, señor? CORTÉS — (Que ha tomado la suya, la esgrime contra Diego) ¡Ésta! DIEGO — (Retrocediendo, entre confuso y asustado.) ¿Ésa? Pero…, pero, señor, yo no soy hidalgo. CORTÉS — (Jugando en el diálogo con la espada contra el niño, quien retrocede cada vez más asustado.) ¡Ah, no? Respondedme, Diego, ¿cuántas veces el alba os sorprendió trabajando? DIEGO — Mu… muchas, señor. CORTÉS — ¿Cuántas veces habéis corrido tras un cerdo hasta atraparlo y darle muerte? DIEGO — Muchas, señor; so… sobre todo, por diciembre. CORTES — ¿Y cuántas habéis robado al usurero para alimentar al hambriento? DIEGO — Algunas, señor; pero sólo cuando me ladraban las tripas por la mucha necesidad. CORTÉS — (Dando por terminado el juego.) Entonces, vos merecéis ser titulado hidalgo con mayor justicia que el que nunca conoció el alba sino desde la cama, ni dio muerte jamás a un cerdo, ni tuvo agallas para repartir a cada cual lo que es de su necesidad. DIEGO — Pero yo, señor… CORTES — (Rotundo.) ¡Vos sois hidalgo por derecho y no se hable más! Venid aquí. (Se acerca el muchacho, aturdido.) Arrodillaos. (Lo hace.) Señor don Diego…, don Diego… ¿Cuál es vuestro apellido? DIEGO — No tengo, señor. CORTÉS — ¿Cómo?

[27]


DIEGO — Yo, señor…, (avergonzado) aunque bien sabe Dios que no quisiera y que mucho me duele hablar de ello, soy hijo de… de… CORTÉS — (Comprendiendo, afirma.) Entonces Diego, más habrás de luchar por tu gloria, y con mayor ahínco y bravura, pues cuanto más baja es la cuna, más grande ha de ser el reconocimiento de quienes te tomen de ejemplo. DIEGO — Mirad, señor marqués, cuán grande es vuestro error, pues yo no nací hidalgo. Dejémoslo así, señor, que, como dice don Juan, es menester conformarse con la propia suerte. CORTÉS — ¿Y quién nació para qué, Diego? Si alto te llama la ilusión, no quedes bajo por no haber luchado lo bastante. Yo confío en ti, en tu fuerza, en tu bondad y en tu justicia. Algún día las harás valer en memoria del marqués del Valle. DIEGO — ¿Yo, señor? CORTÉS — Vos, señor, vuestra ingenuidad, la maldad que no tenéis, la envidia que desconocéis. (Aún dentro del juego, con mayor solemnidad.) Señor don … (Reflexiona.) Es preciso encontraros unos apellidos. ¿De dónde sois? DIEGO — ¿Yo? De Sevilla, señor. CORTÉS — Señor don Diego de Sevilla: yo, Femando Cortés Pizarro, marqués del Valle de Oaxaca por la gracia de Su Majestad, el emperador don Carlos, señor del Sacro Imperio Romano, (ritual con la espada sobre los hombros del niño) os nombro caballero de la Corte de Su Majestad. Desde este momento, seréis llamado don Francisco de Sevilla y defenderéis el nombre de España y el del rey, vuestro honor de caballero y la justicia, con vuestra sangre, si fuera necesario; y contra el infiel y por noble causa cualquiera, levantaréis siempre la hoja de esta espada que ahora os entrego. (Coge la espada, por la hoja, con las dos manos, y la ofrece al niño.) Levantaos. (Lo hace.) Esta espada, señor…, (reflexiona y le asalta, de pronto, su realidad) conoció tantos triunfos y de tanta gloria, que llegó a ser envidiada por los nobles y por el mismo Emperador Carlos, así que, cuando vieron que las suyas no alcanzaban ni aun la mitad de las victorias que ésta había coronado, sintieron celos de ella, y la difamaron, y nunca quisieron hacerle justicia. Por eso, señor, esta espada, que entre los mortales no halló recompensa a sus desvelos, sólo al juicio de Dios se entrega. (La recoge el niño, quien se encuentra con un peso que no esperaba. La observa primero con asombro, excitado y confuso. Cortés vuelve a su asiento.) Diego…

[28]


DIEGO — (Abstraído en jugar con la espada contra imaginarios enemigos, se dedica a propinar mandobles a diestro y siniestro en los que, las más de las veces, termina perdiendo el equilibrio.) ¿Qué, señor marqués? CORTÉS — Ahora que ya eres caballero, recuerda, hijo, que, aunque luches por dar grandeza a España, España no te dará nunca grandeza. DIEGO — (En su juego.) ¿Por qué, señor? CORTÉS — (Viendo el entusiasmo del niño, desiste.) Y ahora que los dos somos caballeros, y, puesto que aún no tenemos nombrado escudero que nos sirva, será mejor que prepares la caballería. (En otro tono.) Va siendo hora de ajustar la cuenta con Dios. DIEGO — Sí, señor; perded cuidado, que en breve tendré listos la yegua y el asno. (Sale corriendo con el arma al hombro.) Se oyen los gritos, perdiéndose, de Diego en su guerra imaginaria. Cortés queda otra vez solo, contemplando el fuego. Al poco, se oyen cuatro golpes de aldaba muy seguidos, resonantes y algo lejanos. VOZ DE CRIADA — ¡Ya va, ya va! VOZ DE CRIADO — Mira bien quién llama, no sea otro de esos mercaderes que tanto incomodan al marqués. VOZ DE CRIADA — ¡Pues quién ha de ser, sino alguno que se apresura a negociar? (Vuelven a sonarlos cuatro aldabonazos.) ¡Y mucha prisa trae el pájaro por ganarse unos ducados! (Otros golpes.) VOZ DE CRIADO — ¡Éste suena por las traseras! VOZ DE CRIADA — ¡Santísima Virgen! ¡Así que huelen dineros, tiempo les falta para venir a alargar la mano! Se repiten y confunden los golpes entre sí. Se oye el ir y venir de los criados, portones que se abren y se cierran con gran estruendo; los golpes, cada vez más insistentes, forman, con las voces de la servidumbre, un abigarrado conjunto de ruidos que llegan a alcanzar un ritmo frenético difícilmente soportable. Éstas son, más o menos, las voces de los criados que se escuchan en medio del general alboroto.

[29]


VOZ DE CRIADO — Señor, ya os dije ayer que no. VOZ DE CRIADA — (Insistiendo.) El señor marqués no está en Sevilla. VOZ DE CRIADO — ¿Estáis ciego, o es que os parece que falten? VOZ DE CRIADA — (Al criado.) ¡Es la principal! VOZ DE CRIADO — ¿La casa del señor marqués? No, al final de esta misma calle. VOZ DE CRIADA — ¿Y qué queréis que resuelva yo, señor? VOZ DE CRIADO — Disculpadme, llaman a la otra puerta. VOZ DE CRIADA — No, señor, yo sólo soy una criada. VOZ DE CRIADO — ¡Cuidado que sois tozudo! ¡Id en paz, hermanos, y en busca de otra puerta, que no será ésta la que se os abra la próxima vez, por más que insistáis! VOZ DE CRIADA — ¡Ya va! ¡Ya va! VOZ DE CRIADO — No señor, creedme que si en mi mano estuviera… VOZ DE CRIADA — ¿Pero, es que se han vuelto locos? VOZ DE CRIADO — Sea, señor; no me olvidaré. VOZ DE CRIADA — ¡El diablo os confunda a todos, judíos! VOZ DE CRIADO — (En un punto insostenible.) ¡Basta, señor, basta! CORTÉS — (Incapaz de soportarlo, su voz se mezcla con la del criado, se levanta torpemente, fuera de sí.) ¡Basta! ¡Ya basta! ¡Ya basta! Se produce un absoluto silencio que deja oír con claridad la respiración fatigosa del marqués. Después, al fondo, se oye una voz pregonera muy lejana: ALGUIEN — ¡Vendo paños! CORTÉS — (Conteniéndose.) ¡Dios mío! ¡Por qué se burlan de mí? ¿Quién les dijo que yo fuera mercader o charlatán? VOZ DEL PRIMER MERCADER — (Muy cercana, como si estuviera dentro de la habitación.) ¿Lo sois? CORTÉS — (En una violenta reacción.) ¡No, por San Pedro, no! VOZ DEL PRIMER MERCADER — (Extrañado.) ¿No sois vos don Hernán Cortés?

[30]


CORTÉS — (Tranquilizándose, va a sentarse.) Sí…, sí lo soy. (Se sienta fatigado y se sujeta las sienes cerrando los ojos). VOZ DEL PRIMER MERCADER — ¿Y es cierto, como dicen, que vos conquistasteis dominios de los terrenos que hoy llaman Nueva España? CORTÉS — Sí, así es. (Suspira.) VOZ DEL PRIMER MERCADER — Pues inmensa es vuestra gloria, marqués, y ante vos me inclino, que habéis hecho tierras de Castilla las de los indios salvajes. CORTÉS — (Sin mostrar gran interés, gira la cabeza como suponiendo que su interlocutor se encuentra a sus espaldas.) ¿Quién sois vos, que aún no os ha dañado la ceguera de la envidia? VOZ DEL PRIMER MERCADER — (Continuando con sus intenciones, ignora la pregunta del marqués.) Y por tan sinigual motivo, señor, no pongo en duda vuestro gusto de la belleza, que cuentan de vos haber gozado de las más hermosas mujeres, y de muy preciadas riquezas, y de boato que pocos nobles alcanzan. ¿Es así, señor? CORTÉS — Sí, así es; como lo habéis dicho es. VOZ DEL PRIMER MERCADER — Y así, sabréis igualmente apreciar las excelencias de este paño bordado con grande artesanía y que quisiera vender, si vos me ayudarais con vuestro dominio de las gentes y con un dinero que no os supondrá mucho más que una limosna. Cortés vuelve a agachar la cabeza. Súbitamente, se escucha la voz, también cercana, de otro mercader. VOZ DEL SEGUNDO MERCADER — (Al primero.) Márchate de aquí, mendigo, que no te acierta el entendimiento a ver con quién tratas. ¡Fuera de aquí!, y vete al mercado, a confundirte con los de tu ralea. (Al marqués, quien se levanta agotado e indiferente a lo que ocurre y se dirige al hogar, apoyándose sobre el antebrazo, en el borde superior de la chimenea y fijando la mirada en el fuego.) Disculpad, señor, la osadía de ese ignorante mercader, y oídme, que yo no os demando limosna, sino poco gasto con el que pronto habréis de ganar buen dinero, y fácil, si escucharais el negocio que vengo a proponeros. VOZ DEL PRIMER MECADER — Dejadme vos en mis palabras con el marqués, y más os valiera regalar a la Santa Iglesia lo que malgastáis en putas, que es en los lupanares donde no hallaréis competidor, y no aquí, entre gente honrada.

[31]


VOZ DEL SEGUNDO MERCADER — ¡Prendedlo! ¡Prended al hereje! ¿Sabes que te digo, rufián? Que la Santa Inquisición te condene, por mezclar Iglesia y puta en poco claras palabras. VOZ DEL PRIMER MERCADER — A mí la Inquisición me quemaría, no lo dudo; pero también a vos, y menos tardaríais en arder, por aquello de andar siempre entre tanta paja. VOZ DEL SEGUNDO MERCADER — (Como corriendo detrás del otro y, por tanto, alejándose.) ¡Ven aquí, cornudo, que me ha de durar tu vida aún menos de lo que me duró la castidad de tu mujer! CORTÉS — (En un puro lamento.) Oh, Sevilla, Sevilla. (Se aparta del fuego.) ¿Por qué quieres cavarme tumba a fuerza de socavar mi gloria? (Irritado.) ¿Crees que das con abacera o mendigo o comadre, que así los recoges como los echas a la soledad y al olvido? (Se sienta. Más calmado, casi irónico.) ¡Sevilla! Con quien te conozca me voy a los infiernos, que si es en tal compañía, quedo tranquilo de haberme ganado el cielo. (Un silencio.) No te deseo mejor marido que Castilla, porque vivierais en el lodo turbio… VOZ DEL MENSAJERO — (Interrumpiendo.) ¡Traigo noticias, señor! CORTÉS — …De los chismes. VOZ DEL MENSAJERO — (Compasivo.) Malas noticias. CORTÉS — Pues dilas pronto, que no serán tan malas, después de lo que llevo andado. VOZ DEL MENSAJERO — Señor, acerca del juicio de residencia que ahora os toman, he sabido, señor, que… (Un silencio.) CORTÉS — Habla de una vez por todas. (Grita.) ¡Habla! UNA VOZ — (Resonante, hueca, poderosa e irónica.) Así, pues, caballeros; dado que el más grande anhelo de Cortés es regresar a la Nueva España, y puesto que tal no podrá ser en tanto demos por finalizado el juicio de residencia que su majestad nos tiene recomendado, ¿cabe mayor acierto que el tomamos con calma lo que el marqués se toma con prisas? (Murmullo y risas.) Dejemos, señores, que el tiempo se dilate en favor de la justicia, y no la sacrifiquemos por el anhelo del acusado. Volvamos al asunto con mucho estudio y detenimiento, y si muriéramos todos por la edad en el empeño, ya vendrán nuestros hijos a concluir el juicio, para que, de ahora en veinte años, o en cuarenta, pueda el marqués ver cumplidos sus deseos de regresar a la Nueva España. (Risas.)

[32]


Se produce un largo e intenso silencio, en el que toda la acción dramática se desarrolla en las expresiones inefables del capitán. CORTÉS — (Tembloroso, sin entenderlo, perdida la serenidad.) ¿Por qué derramé para ti la sangre de mis soldados? (Intenta levantarse. La mirada espantada.) Sus ardientes sudores y hasta el jugo mismo de mis vísceras. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué han regado con todo esto, sino la negra flor de la envidia? ¿Qué has hecho de tu corazón, España, que no separas lealtad de felonía? (Son lágrimas de odio.) ¡Tierra yerma, no sabes cuánto te odio! (Se levanta torpemente.) ¡Hasta la médula de mis viejos huesos te odio, cruel España muerta! (Cae al suelo, impotente. Llora. Grita.) ¿Por qué arranqué para ti el cuerno mismo de Amaltea, oro, poder, gloria eterna que ahora me niegas con tu silencio atroz, ciega España negra? (Toda la soberbia que pueda imaginarse.) ¡Juro en mi conciencia que no moriré antes de que implores mi perdón! (Intenta incorporarse.) Y así que lloren tus hijos, y llorarán; y así que clamen los hijos de tus hijos, y clamarán, no volveré mi rostro a ti. (Se oyen carcajadas esperpénticas.) Y aunque otra cosa mendigaran cien emperadores, voy a enterrar mis cenizas lejos de tu frío seno; (evocador) allí donde la tierra es promesa que un día dejé a tus pies, torpe promesa de amor, de impagable deuda que ayer reconociste y hoy te conviene ignorar. (Más carcajadas.) Pondré mi carne muerta al paso del indio arrodillado, (se incorpora tambaleándose) entre los huesos del cacique amigo, junto al cu rendido, sobre la tumba misma del rey Moctezuma. (Se dirige a uno de los muebles y revuelve sus cajones hasta encontrar el testamento.) Así lo dejo escrito en mi última carta. (La arruga entre los dedos temblorosos y la agita en el aire. Un tiempo. Desfallecido.) Que te he sido fiel y me has repudiado; que te he solicitado amor y me has abandonado; por eso, que la tierra que conquisté acoja mis restos como mis sentimientos la acogen a ella. (Su llanto es ya de impotencia.) Y que no reconozco ninguna vieja España más que la de mis padres, la de mi infancia adorada; (cae de rodillas) y que esa España que amé apenas muere donde se pierde la última pared de Medellín. (Transición.) ¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me hiciste nacer en esta tierra ingrata? ¿Por qué, Dios mío; por qué, por qué? Entra el niño y, al darse cuenta del estado del marqués se apresura a ayudarle. DIEGO — (Apenado.) Señor marqués… (Intenta levantarlo.) Señor marqués. Vámonos, señor, que el sol está bien alto y habéis pasado la noche entera al raso. (Consigue levantarse Cortés apoyado en el niño.) ¡Vámonos, señor, que viene crudo el invierno!

[33]


Empiezan ambos a caminar hacia un lateral. Cortés cojea. Su aspecto es lamentable. El niño mira compasivo a Cortés y, a veces, le acaricia la mano. Empieza a sonar lejana una música muy triste. Van saliendo los personajes: el marqués, intentando contener las lágrimas; el niño, acongojado. Cuando han desaparecido, con la música, muy lentamente, se irá haciendo el oscuro hasta extinguirse el fuego del hogar.

TELÓN

[34]


SEGUNDO ACTO

PRIMERA ESCENA Últimos días de noviembre de 1547. Habitación principal de los aposentos de Hernán Cortés en la casa de don Juan Rodríguez Jurado, Castilleja de la Cuesta. La estancia es muy amplia y despejada. Al fondo, a la derecha, una cama con dosel; junto a ella, algunos efectos personales del capitán: su espada —la misma que entregara a Diego en la escena anterior—, algo de vestuario, gran cantidad de objetos personales sobre un mueble viejo y varios manuscritos. En el lateral derecho, una pequeña capilla con un crucifijo y la Imagen de la Virgen cortejada por dos palmatorias con sendas velas encendidas que apenas iluminan el rostro cabizbajo de Cortés, arrodillado en su reclinatorio, los dedos entrelazados en gesto de oración. Las partes central e izquierda se mantendrán a oscuras permitiendo un segundo y principal escenario. El sonido aún lejano de truenos esporádicos anuncia la proximidad de una fuerte tormenta. Cortés, en camisón de dormir, reza sus últimas oraciones antes de acostarse. Luego se incorpora pesadamente abandonando el reclinatorio, apaga las palmatorias y se introduce en la cama. A veces, la habitación se ilumina con los relámpagos. Comienza a sonar, distante, aunque acercándose paulatinamente, un ritmo fúnebre de tambor azteca. A ratos, los truenos. Cortés duerme. Poco a poco, el resto del escenario —el principal— empieza a inundarse de una tibia luz que muestra el interior de un adoratorio indio: sus ídolos manchados de sangre fresca y encostrada. Los relámpagos y truenos irán desapareciendo; los resonantes golpes de tambor dominan el ambiente. Empiezan a entrar indios en el adoratorio con los habituales modos de extrema humildad que les eran característicos hasta postrarse en tierra boca abajo, con los brazos extendidos, tocando el suelo con el pecho. Son diez o doce. Les siguen seis papas y una voluntaria víctima de la «muerte florida». Éste es un anciano al que sitúan sobre el altar, dando con la espalda en la piedra y forzando su cuello con un yugo que le obliga a ofrecer el pecho. Gime. Cuatro

[35]


sacerdotes sujetan sus brazos y sus piernas; un sexto levanta el cuchillo de obsidiana sobre la víctima. A su cabeza, la "taza del águila " espera bañada en sangre. El cuchillo está en su punto más alto y suena, entonces, un violento trueno que parece salir de la garganta misma de Cortés. CORTÉS — (Vestido ahora de batalla, entra por la derecha.) ¡Dios! ¡Dios! ¡Santo Dios! (La luz se hace uniforme e irreal en los dos escenarios. Los indios, asustados, suspenden la ceremonia provocando un revuelo de temor. Cortés toma su espada y se acerca al adoratorio.) ¿Por qué permites que el diablo ciegue a esta pobre gente? (Desde todos los puntos del escenario, comienzan a entrar más y más indios, todos ellos atemorizados; también fray Bartolomé de Olmedo, quien acude presuroso a calmar al capitán. Cortés aparta a empujones a los indios hasta llegar al cacique.) ¿Acaso no os tengo ordenado que derribéis a estos demonios y que no hagáis más sacrificio de hombres? EL CACIQUE — (Muy asustado.) Señor, mi señor, (se arrodilla ante él) tened compasión de nosotros, que ha de ser de mucho mal el castigo de los dioses si tal cosa hiciéramos. Todos los indios se arrodillan en súplicas al capitán; la mayor parte de ellos se lamentan o repiten «Señor, mi señor», formando un coro patético y abigarrado. CORTÉS — Pues mira entonces, que como yo no temo el enojo de vuestros ídolos, con mi propia espada he de echarlos por tierra. Se produce un hondo silencio en el que resuena la voz del cacique. EL CACIQUE — (Amenazador, pese a su miedo.) Antes de que los tocarais, señor, tened por cierto que os daríamos muerte. CORTÉS — (Sonriendo despectivo.) Hacedlo, pues, y dejad que sean estos monstruos quienes os defiendan del tirano Moctezuma, que nosotros, si muertos, mal podremos guardar vuestras vidas y riquezas. EL CACIQUE — (Aceptando las razones, cambia la amenaza por súplicas.) ¡Señor! (Se tira al suelo.) ¡Mi señor! (Llora. Algunos indios también se echan al suelo, otros, de rodillas, suplicantes, intentan detener a Cortés agarrándole las piernas y besando sus pies y sus manos. Todo son lamentos.) ¡No hagáis tan grave ofensa a nuestros dioses!

[36]


CORTÉS — (Colérico.) ¡Fuera! ¡Fuera! ¡No os arrodilléis nunca sino ante la Cruz Sagrada y ante la Virgen, Nuestra Señora! (Más calmado.) ¡Y aprended que de nada os sirven vuestros falsos ídolos, pues así que los haya destruido, ningún mal os ha de sobrevenir, mas sí grande prosperidad por obra de Nuestro único y verdadero Dios y de su Santa Madre! OLMEDO — Mirad, capitán, que en poco aprovechan a estas gentes las palabras que no alcanzan a entender. CORTÉS — ¡Tenéis razón, Olmedo! Y si no han de entender por palabras, hagamos que comprendan por hechos. (A sus soldados.) ¡Derribadlos! (Entran gran cantidad de soldados y comienzan alocadamente a destruir los ídolos a golpes de espada. Se produce una profunda consternación entre los indios: llantos y lamentos a los que Cortés y los suyos permanecen ajenos. Algunos nativos se hieren con espinas y cuchillos, otros, mesan sus cabellos entre desgarradores gritos.) OLMEDO — (Persiguiendo a Cortés.) Teneos, señor, que la Santa Fe más requiere paciencia que iras. CORTÉS — (Sin escucharlo.) ¡No dejéis ninguno en pie! ¡Ninguno! ¡Por Santiago! OLMEDO — …Que así que les damos las espaldas, vuelven a ponerlos en sus sitios. CORTÉS — (Fanático.) ¡Concedednos, Señor, vuestra divina ayuda en esta lucha contra Satanás! OLMEDO — ¡Mejor haríais en tomar consejo de los ministros de Dios, si es que en verdad buscáis su ayuda! CORTÉS — (Que ha terminado. Después de un silencio, jadeante.) Rezad, padre Olmedo, que no es el Espíritu Santo quien ahora os asiste. OLMEDO — Rezaré, señor, porque este desatino vuestro no nos traiga mayores desgracias. (Se va a atender a los indios.) CORTÉS — (Después de haber reflexionado y observado el destrozo y la pena de los indios, cambia de estrategia: se acerca al cacique y le habla con ternura.) Levantaos. (No responde el cacique.) Vamos, levantaos. (Le ayuda. Después apoya sus manos sobre los hombros del indio.) No debéis llorar por unos dioses que jamás guardaron vuestras vidas, ni las vidas de vuestras mujeres, ni la de vuestros hijos. Mira que rotos y caídos como están, nada malo os sucede. (Le acaricia el rostro.) Ahora que el Todopoderoso os guarda, podréis veros libre de Moctezuma, pues no queremos para ti y para tu pueblo otra cosa que la paz.

[37]


Mora, un soldado, irrumpe en escena persiguiendo a dos gallinas. MORA — ¡Malditas seáis! ¿Habré de pasarme el día corriendo detrás de vosotras? (Los soldados empiezan a reír: los indios, agotados por el llanto, todavía gimen.) ¡Ven aquí! (Coge a una. Carcajadas.) Y tú no creas que llegarás más lejos que tu hermana. (Consigue, después de mucho correr, y tras algún que otro resbalón, atrapar a la segunda. Las gallinas cacarean.) ¡Por mi santa abuela que de nada os han de servir las protestas! CORTÉS — ¡Buen festín os aguarda, Mora! MORA — (Riendo.) Si, mi capitán. (Levanta las gallinas como quien muestra un trofeo.) ¡Y mi trabajo me costó, que, por más que las invitaba a mi mesa, las muy ingratas no querían acompañarme! Carcajadas. CORTÉS — Mucho alimento y cuidado habréis puesto en esas gallinas para engordarlas tanto desde que salimos de Cuba. MORA — (Confuso.) ¿Cómo decís, señor? CORTÉS — ¿O se las comprasteis a los indios? MORA — (Riendo.) No, mi capitán; las tomé de sus corrales. CORTÉS — ¿Sí? Y… ¿qué generoso cacique os las ha regalado? MORA — Ninguno, capitán. CORTÉS — (Riendo cada vez más fuerte. Mora le sigue; también los demás.) ¿Queréis decir que las habéis robado a estos indios necios? MORA — ¡Y aún tendremos cuantas se nos antojen, señor! ¡Y más hermosas que éstas, que, con las prisas de no ser descubierto, apenas tuve tiempo de elegir! CORTÉS — ¿Descubierto? ¿Por quién? ¿Acaso teméis el castigo de tan pobres jueces? MORA — Nunca se sabe, capitán; que son, me parece, traidores. CORTÉS — (Serio, pero sin alterarse. Al resto de sus soldados.) Ahorcadlo. (Todos quedan perplejos.) Sois vos, Mora, el traidor a la palabra que di a estos indios de que no haríamos con ellos ningún mal. (Enérgico.) ¡Ahorcadlo! MORA — Pero, señor…

[38]


CORTÉS — (Colérico.) ¡Ahorcadlo! Entre unos cuantos soldados cogen a Mora, le atan las manos a la espalda —las gallinas corretean por el escenario— y, después de caer desde lo alto una soga, se la ajustan al cuello. Mora grita y patalea enloquecido. La cuerda empieza a subir. Los indios cesan en sus lamentos, asombrados por la justicia de Cortés. De pronto, Alvarado, que se ha contenido hasta ese momento, de un tajo firme corta la soga. Mora cae medio asfixiado. Alvarado se enfrenta a Cortés esperando su enojo. CORTÉS — (Ignorando a Alvarado, se dirige a Mora.) Ahora no dudo de que os lo pensaréis dos veces antes de robar a esta gente una gallina o el más pequeño grano de su cosecha. (A Alvarado.) En cuanto a vos, me siento orgulloso de teneros por capitán, pues habéis sido lo bastante razonable como para entender que no es prudente deshacerse de un soldado por motivo de tan escasa importancia, más aún, estando nuestro ejército necesitado de hombres valerosos, como éste. ALVARADO — Gracias, mi capitán. CORTÉS — (Por Mora.) Lleváoslo y cuidad de que sane. (Lo hacen entre dos. Al cacique, con el mismo tono amable de antes.) Ved todos que, en tanto aceptéis el vasallaje a nuestro emperador Don Carlos, no permitiré que ni aun el más pequeño mal se os haga. Y si adoráis a Nuestro Señor Jesucristo y desterráis de vuestras vidas a estos demonios, os juro que viviréis en la felicidad todavía después de muertos. EL CACIQUE — (Se levanta atónito, muy despacio, deslumbrado por las últimas palabras de Cortés.) Si así lo hiciéramos, señor, ¿después de muertos, gozaríamos de abundantes cosechas y buen chocolate? CORTÉS — Paréceme de más razón, fray Bartolomé, que seáis vos quien les explique tan intrincados asuntos. Gesto de paciencia de Olmedo. Entra un indio corriendo muy excitado. INDIO — (Al cacique.) ¡Señor! ¡Señor! ¡Cinco enviados de Motezucoma! ¡Vienen cinco enviados de Motezucoma!

[39]


Se produce un revuelo general: gritos, las madres cogen en brazos a sus hijos y corren. Las muchachas no saben dónde esconderse. Temblorosos, se apiñan todos en las paredes. Gimen. Lloran, presas del terror. CORTÉS — (Gritando.) ¡Doña Marina! MARINA — ¿Qué, mi señor? CORTÉS — ¿Quiénes son éstos, que tanto miedo dan a nuestros indios? MARINA — Recaudadores de Motezucoma, mi señor; gente de mala voluntad que vienen a cobrar el tributo de los indios. Fuerzan a sus doncellas y se llevan a sus hijos para ofrecerlos en sacrificio al dios Huitzilopochtli. CORTÉS — (Tranquilo.) ¡Sandoval! ¡Apresadlos así que entren! (Se sienta en una silla de tijera, a la derecha del escenario.) Sandoval elige a diez soldados y les indica una distribución; después, saca su espada y los otros con él. Por la izquierda entran los recaudadores con tanta arrogancia que casi no aciertan a ver la punta del acero en sus gargantas. Se sobresaltan y acongojan tanto por el aspecto de sus atacantes, como por las espadas mismas. Hay un segundo de silencio al que contribuye la estupefacción de los indios ante la insólita escena. Luego, una madre, vieja ya, se abalanza salvajemente contra los recaudadores profiriendo atroces e incomprensibles gritos. Detrás, el pueblo entero. CORTÉS — (Incorporándose violentamente, grita a sus soldados.) ¡Detened a esa gente! ¡Detenedlos! ¡Que los enviados no sufran ningún daño! Trabajo cuesta a los soldados de Cortés. EL CACIQUE — Mi señor, éstos son recaudadores de Motezucoma. Creí haberos oído decir que nos libraríais de nuestros enemigos. CORTÉS — ¿Y no os parece corta venganza darles muerte? ¿Acaso no son éstos quienes roban joyas y mantas a vuestro pueblo? ¿No son los mismos que violan a vuestras jóvenes doncellas? EL CACIQUE — Sí, mi señor; ellos son.

[40]


CORTÉS — Escúchame, entonces. Tomaréis las cinco mujeres más hermosas de vuestro pueblo y llenaréis sus manos y sus gargantas de las más bellas piedras. Después, las desnudaréis y pondréis a sus pies las mantas de mayor riqueza. Haced luego que bailen alrededor de los enviados, y si alguno diera un solo paso hacia ellas, mis soldados le atravesarán el cuello con las espadas. No hay mayor sufrimiento que el de quien ha de conformarse acariciando con la mirada lo que quisiera gozar con las manos. EL CACIQUE — (Deslumbrado, se echa de bruces en el suelo.) ¡Señor! ¡Mi señor! (Se levanta precipitadamente y cumple lo sugerido por Cortés.) CORTÉS — Sandoval, que echen cadenas a los enviados. Alvarado, haced que traigan la yegua que está alta y la pongan junto a mí; después de que haya dejado su olor, ordenad que se la lleven y que acerquen al macho entero. ALVARADO — Mirad, mi capitán, que es mucho el celo del caballo, y será costoso dominarlo. CORTÉS — Nervioso y mal encarado quiero yo a ese caballo, que, de otra forma, poco podría ayudarme en lo que tengo pensado hacer. ALVARADO — ¡Traed a la hembra! Y se sitúa frente a Cortés, los brazos en jarra observando la escena. Mientras tanto, los soldados españoles se emboban tanto como los recaudadores de Moctezuma contemplando el baile provocador de las indias. Hay una inevitable similitud de situaciones entre la yegua, movida en círculos alrededor de Cortés, y las bailarinas, que giran en tomo a los enviados mientras el resto del pueblo se burla de ellos. Sacan a la bestia y traen al semental. El caballo, al oler a la hembra, relincha y levanta las manos de forma que apenas pueden, entre dos, hacerse con él. ALVARADO — (Divertido.) Muchos olores son estos para caballo tan entero. CORTÉS — Y muchas indias aquellas para soldados tan hambrientos. ¡Puerto Carrero! (Ni le oye, absorto. Grita.) ¡Puerto Carrero! PUERTO CARRRERO — (Es un resorte.) ¿Sí, mi capitán? CORTÉS — Haced que el baile acabe, antes de que los de Moctezuma y los nuestros den en comer del mismo plato. Y traed a dos de ellos a mi presencia. PUERTO CARRERO — ¿Y los otros tres, mi capitán? CORTÉS — Dejad que esta pobre gente goce un poco más haciendo escarnio de ellos.

[41]


Puerto Carrero va hacia el grupo y vuelve con dos recaudadores escoltados por cuatro hombres del capitán. CORTÉS — ¿Sois, como tengo oído, enviados del gran señor Moctezuma? UN RECAUDADOR — Tú y los tuyos pagaréis por esta ofensa. CORTÉS — Os juro que no he dictado orden que en nada pudiera agraviaros, y que mucho me pesa el trato que los indios, en mi ausencia, han tenido con vosotros. Pero ved que, a mi vuelta de la guerra, en la que, por cierto, di muerte a un pueblo entero rebelde a mi señor Don Carlos, y así que he visto cómo éstos os hacían mal trato, he sufrido grande enojo por ello, de modo que muy duramente castigaré a quien afrentó a los enviados del gran señor Moctezuma, pues como a hermano lo queremos. Ahora, por mi decisión quedáis libres. Partid y decidle a vuestro rey que os he quitado de morir a manos de los indios, y que somos teules venidos de donde nace el sol, y éste (por el caballo), el de peor genio (se excita el caballo y relincha, a un tirón de bridas del soldado que lo sostiene.) Mas antes nos tenemos por gente de paz, y por esto mismo, quien nos da guerra acaba muerto o malherido. Decidle también al gran Moctezuma que iremos a verle para obedecer lo que quisiera mandarnos. Se van los dos recaudadores entre gestos de reverencia y miedo sin perder de vista el caballo, que no les pierde de vista por arte de la mano que sujeta su freno. Luego de que han salido, todos los españoles ríen con grandes carcajadas. CORTÉS — Llevaos a este pobre animal, que él necesita una yegua, y a nosotros no nos estaría de más algún caballo nuevo. Vuelven a reír. Entra el cacique muy sofocado. EL CACIQUE — ¡Mi señor! Dos de los enviados de Motezucoma se han dado mañas para huir. CORTÉS — (Incluso convincente.) ¡Maldición! ¿Qué torpes indios habéis puesto en vigilarlos, que delante mismo de ellos han podido escapar? EL CACIQUE — (Entre sonrisas contenidas de los españoles.) ¡Dejadnos, mi señor, matar a los otros tres antes de que lo mismo hicieran!

[42]


CORTÉS — (Después de simular una profunda reflexión.) Mirad, cacique. He pensado que si esto acordáramos, Moctezuma habría de darnos mala muerte a todos; pero si los conservamos a buen recaudo, siempre tendremos con qué amenazar al tirano. Así que (a sus soldados), encadenadlos y mirad muy bien que no logren huir. (En bajo, a un capitán.) Cuando los tuvierais a solas, quitadles las cadenas y tratadlos como a huéspedes principales. (Al cacique.) ¿No os parece más juicioso esto que os propongo? EL CACIQUE — ¡Mi señor! ¡Que nada detiene a los mexicas, pues ahora mismo andan en el río destruyendo las tierras y robándonos las mujeres! CORTÉS — No os aflijáis, que también esto ha de tener buena solución. ¡Heredia! HEREDIA — (Un tipo viejo, tuerto, la cara señalada por las muchas heridas y feo hasta la maldición.) Mandad, mi capitán. CORTÉS — Mirad, Heredia. Como… la naturaleza no fue generosa con vos, y la vida en sus tropiezos más ha contribuido a esa fealdad vuestra, he pensado que a tanto llega el mal gesto que presentáis que los mexicas pueden tomaros por ídolo, para mayor abundamiento de sus recelos sobre nuestra condición. Id, pues, con los indios, y llegaos hasta el río. Haced allí como que os laváis las manos y, en estas, disparad un tiro de escopeta, que, entre vuestra apariencia y el trueno, de sobras habrá para asustarlos. Ríen todos. HEREDIA — Sea, mi capitán, que es la primera vez en mi vida que me prueba el ser tan mal encarado. Y a éstos que se ríen, mi capitán, decidles de qué valen ahora sus rostros de doncella. (A los indios.) ¡Vámonos! (Le abuchean los soldados, en tono cordial. Jocosamente persigue a un grupo de soldados.) ¡Venid aquí, mi señora, que voy a dejaros un recuerdo que nunca olvidaréis! (Desiste. Risas. Se va.) ¡Vámonos! CORTÉS — (Al cacique.) Ordenad a los vuestros que vayan con mi hermano hasta el río y tened por cierto que él solo hará correr a los mexicas con mucho espanto. Heredia sale por la izquierda disparando tiros de escopeta y seguido de una gran cantidad de indios divertidos con la situación. EL CACIQUE — Señor, mi señor. (Con grandes reverencias.) Ahora vemos que sois teules, como los viejos augures contaban, y porque os amamos como a hermanos de nuestra misma sangre, os pedimos que aceptéis a las hijas más hermosas de este pueblo para que

[43]


hagáis descendencia con ellas. (Las presenta. Son las mismas que bailaban ante los recaudadores.) Las miradas y los gestos de los soldados a los cuerpos desnudos de las indias son de una transparencia abrumadora. CORTÉS — (Después de un tiempo.) Nos halagáis con esta prueba de amistad. También nosotros os tenemos por hermanos, y como a tales queremos; pero sabed que nuestra sagrada religión nos prohíbe tratar con mujer alguna que no sea cristiana. Las tomaremos y haremos con ellas descendencia; mas, antes, tu pueblo entero debe ser bautizado en la fe de Nuestro Señor Jesucristo, y abandonar el pecado de la sodomía, así que ningún varón yacerá jamás con otro, sino siempre con hembra. Luego de aceptado esto, abandonaréis a vuestros ídolos y escucharéis misa cada día, y vuestros papas vestirán telas blancas y cortarán sus cabellos, y adorarán a Dios, Nuestro Señor, y a su bien amado hijo, Jesucristo, y al Espíritu Santo, que son tres personas distintas y un solo Dios. (A lo largo del discurso, todos los indios, que escucharon muy atentos al principio, han ido mirándose unos a otros con gestos de incomprensión y escepticismo.) ¿Entendéis mis palabras? EL CACIQUE — (Un inefable…) Sí. (…Y vuelta a buscar entre los suyos a alguien que, con la mirada, demuestre haber entendido algo.) CORTÉS — Será entonces cuando tomemos a las hijas que ahora nos ofrecéis. Fray Bartolomé, empezad presto, que hay mucho sacramento que administrar. Olmedo, auxiliado por otros curas, comienza a bautizar entre latinajos, al final de los cuales añade un nombre español a cada uno. La escena divierte y extraña a los indios, que, en primera instancia, miran desconfiados a los sacerdotes. Los nombres impuestos, como es natural, se repiten. Abundan las «María Guadalupe», en las mujeres y los «Diego» y «Pedro», en los hombres. Ríen los españoles. CORTÉS — (Levantándose.) Y, ahora, caballeros, ha llegado el momento de partir. Tlascala nos espera. Todos se preparan. ESCUDERO — (Saliendo de entre la tropa.) Señor Cortés.

[44]


CORTÉS — (Gritando a sus soldados.) Preparad mi caballo. (A su interlocutor, después de un largo silencio.) Escudero, ¿por qué no estáis disponiendo la marcha, como los demás? Otros seis secundan a Escudero; uno de ellos, un cura. Cortés aguarda acontecimientos. ESCUDERO — Señor, nosotros hemos acordado pediros licencia para volver a Cuba. CORTÉS — (Sin mirarlos, comienza, tranquilamente, a ajustarse las grebas y escarpines. Un silencio interminable durante el cual los siete hombres cruzan miradas.) ¿Por qué? CERMEÑO — Porque nos parece de mucha locura pretender conquistar este imperio con tan poco ejército, y al fin todos habremos de morir. CORTÉS — (Levanta el pie izquierdo del asiento, donde lo había puesto para acomodarse el escarpín. Muy calmado.) Un buen soldado, caballeros… (silencio, eleva considerablemente el volumen de su voz para que todos puedan oírle) jamás abandona la bandera de su capitán. (Cesan los murmullos entre la tropa y se dedican a escuchar.) Mas no seré yo quien os retenga. Tenéis mi licencia, puesto que tal es vuestro deseo, para regresar a Cuba; pero no contéis con mi aprobación. Los siete disidentes miden recelosos los movimientos, se apartan de la tropa. Cortés vuelve a sus quehaceres. SANDOVAL — No debéis otorgar tal licencia, señor, que es licenciar traición a Su Majestad don Carlos. Murmullo y revuelo que crece hasta convertirse en vocerío. Los siete se acobardan. CORTÉS — (Ordena silencio. A los siete.) Ya veis, caballeros, que os he dado licencia, pero no es mi voluntad la que se ha de hacer, sino la de la mayoría. Así, pues, si ellos quisieran, podríais marchar. (Nuevo y más feroz griterío.) Mas parece que la idea no es muy de su agrado. ESCUDERO — Prometisteis, y no habéis cumplido, que nos haríais ricos. Más de cuatro meses arrastramos de privaciones y fatigas en estas tierras malditas, y ninguno de nosotros, (a los soldados) ¡ninguno! ha recibido a cambio ni un solo maravedí. CORTÉS — ¿Sabéis, acaso, qué rumbo tomaron las pocas riquezas que hasta ahora hemos conseguido? ¡España y nuestro amado Emperador! Pero, como parece no agradaros rendir

[45]


vasallaje al rey don Carlos, desde este momento os declaro rebeldes a su soberana autoridad. Apartaos, por vuestro bien, de mi espada. CERMEÑO — Buena palabrería os dio la Providencia; mas para engañarnos a todos. (A los soldados.) ¿Quién de vosotros comprobó con sus ojos que el oro que embarcaba hacia España no era menos del recaudado? Si queremos regresar a Cuba es por no traicionar a Velázquez. (A Cortés.) Es él quien rinde vasallaje a Su Majestad, y vos le habéis desobedecido. Vos sois, pues, el único traidor. CORTÉS — (Sonriendo.) Cuatro meses tiene el polvo de mi arnés, polvo de esta tierra que sólo a vosotros parece maldita. Desde entonces, (a los soldados, grave, de pronto) ¿quién dejó alguna vez de oír de mis labios el nombre del emperador? (Silencio.) ¿Viome alguien enriquecerme lo más mínimo? ¿Acaso fui yo, en algún momento, tanto así más privilegiado que cualquiera de vosotros? (Amable.) Respondedme, caballeros. Los soldados, casi a coro, contestan: «¡No!». CORTÉS — (Vuelve a sentarse.) Velázquez será ejecutado por decisión real. Traed pluma y papel. (Lo hace uno de ellos. Cortés escribe en medio de un expectante silencio.) Por esta mi sentencia, en el nombre del emperador don Carlos, condeno a los soldados Pedro Escudero y Juan Cermeño a la pena de morir ahorcados; al piloto Gonzalo de Umbría, le serán cortados los pies; y a cada uno de los hermanos Peñates, a doscientos azotes. (Levanta la cara del escrito.) En cuanto a vos, Juan Díaz, los hábitos os salvan de morir, pero andaos con mucho cuidado, que si hubiera otra vez, antes de dictar sentencia, os dejara desnudo de hábitos y os ahorcara igual. (Aparte, en voz alta.) ¡Dios Todopoderoso! (Llora, es un decir.) ¡Quién ignorara las letras por no firmar esta horrible sentencia! (Deja de llorar, entregando el manuscrito con indiferencia absoluta.) ¡Cúmplase! Se los llevan entre gritos, forcejeos, maldiciones… Juan Díaz se escabulle soportando miradas acusadoras y despectivas de la tropa. CORTÉS — (Como si nada especial hubiera ocurrido.) Quédome en la duda, caballeros, de si, en tanto las naves continúen ancladas en la Villa Rica de la Vera Cruz, no habrá algún otro cobarde que intente la vergonzosa huida, mas no se me ocurre qué cosa pueda hacerse por evitarlo. ¿Y a vos, caballeros?

[46]


SANDOVAL — (Después, otros.) Señor capitán, parécenos lo más juicioso que ordenarais dar al través con las naves. Siendo así, a buen recaudo pondríais el pensamiento de los traidores. UN SOLDADO — Sí, capitán; hundamos las naves. (Casi a coro.) Hundamos las naves. CORTÉS — (Ruega silencio mientras simula calibrar la proposición.) ¿Dar al través con las naves, decís? (Medita. Otra vez el coro.) ¡Sea! ¡Rompedlas contra la costa! (Griterío general de regocijo.) Y, porque no deseo atribuirme idea alguna que de mí no haya salido, aunque muy honrado me sentiría por ella, dé fe el escribano y recoja en sus cartas que sois vos, y no yo, quienes acordasteis hundir las naves; y que a vos, por tanto, se os ha de premiar o… pedir dineros con que reponerlas. (Silencio de desconfianza.) Cosa improbable, siendo el Emperador tan generoso con quienes antes juran el honor que la hacienda. (El recelo aún persiste; Cortés trata de disiparlo.) ¡Por todos los santos, caballeros, que os envidio el ingenio! ¡Que es ocurrencia digna del más valeroso capitán! (Ríen todos y lo celebran. Cortés suspira aliviado.) Salen casi todos los soldados. Los indios que fueron bautizados iban saliendo al concluir el ritual. Quedan ahora diez o doce de los de Cortés. El último indio se va. Tras él, Olmedo y los demás curas. Aparecen entonces, por la derecha, dos sobrinos de Moctezuma acompañados de algunos mexicas. Traen mantas y varios regalos que ponen a los pies de Cortés. CORTÉS — Bienvenidos seáis, hermanos. UN SOBRINO — (Después de reverenciar a Cortés.) Nuestro Gran Señor Motezucoma os agradece que salvarais las vidas de sus dos recaudadores, mas quiere saber qué se hizo de los otros, y por qué estos indios ya no le rinden servidumbre. CORTÉS — (A sus soldados.) ¡Traed a los recaudadores! (Salen tres.) Decidle en mi nombre al gran Moctezuma que estos indios no le sirven ahora porque jamás pudo nadie sujetarse a la voluntad de dos reyes a un tiempo, y que en tanto estemos aquí nos obedecen a nosotros, que es como obedecer a nuestro gran señor don Carlos. En cuanto a los tres recaudadores, enseguida veréis que los he apartado de las iras de sus enemigos, y ellos mismos han de contaros cómo han vivido regaladamente, pues siendo enviados de Moctezuma, por hermanos los tenemos. (Llegan los tres recaudadores.) Decid a vuestro gran señor que iremos a su ciudad. Nuevas reverencias y parten todos.

[47]


CORTÉS — Alvarado, ved que los hombres estén dispuestos para entrar en batalla. (Preocupado; en cierta forma triste.) Tlascala no quiere la paz. ALVARADO — Sí, mi capitán. Salen todos. Quedan a solas Cortés y Marina. El capitán continúa preocupado. Se sienta en el sillón de tijera. La luz del escenario se reduce sensiblemente. Cortés apoya la barbilla sobre las manos, mirando al suelo. Marina lo contempla. Lejos, se escuchan las órdenes de carga y el intenso fragor de la guerra: lombardas, caballos, gritos de indios heridos, gritos de españoles en ataque. Marina sonríe satisfecha. Se acerca luego a Cortés y, arrodillándose a sus pies, comienza a acariciar las piernas del soldado, sus muslos —Cortés permanece abstraído— y le besa en los labios y le abraza. El marqués responde. Marina, tomándole de la mano, se echa en el suelo; él se deja arrastrar y empieza a besarla y acariciarla. Suena, de pronto, una lombarda más fuerte que las demás y el grito lastimero de los indios mezclado con las voces de mando de los capitanes españoles. Los dos amantes se detienen. Cortés levanta la cabeza y Marina, después de unos segundos, intenta reanudar las caricias. Cortés desiste y se levanta. MARINA — (Contrariada.) ¿También he de compartir vuestro lecho con esos indios rebeldes? CORTÉS — Están muriendo sin necesidad. Si al menos hubieran querido escucharme… MARINA — Entonces no habrían corrido peor suerte que los cempoalos. (Se sienta.) ¿Por qué os remuerde la conciencia, mi señor? CORTÉS — No es la conciencia lo que me remuerde; es la ira de que todo haya de suceder en la forma que no deseo. MARINA — Pero lo habéis intentado. CORTÉS — Sí… MARINA — Y presiento que aún es peor lo que os resta por vivir. CORTÉS — ¿De qué estáis hablando? Comienzan a entrar los soldados de Cortés; la mayor parte de ellos heridos; todos, cansados. Mientras, al fondo, continúa oyéndose la guerra.

[48]


MARINA — Esta noche, mi señor, vino a hablarme una vieja de Cholula que me quiere para uno de sus hijos. Me rogó que con ella me fuera y evitara así la muerte que a todos piensan daros a poco que el alba claree, antes aun de que despertarais. ALVARADO — (Entrando desde la oscuridad, donde ha permanecido escuchando estas últimas palabras.) Yo he notado, señor, que los indios nos sirven con menos gentileza que a nuestra llegada, y los he visto reírse entre ellos del modo en que lo hacen los traidores, así que se adivinaba la venganza en la sonrisa y en los gestos que se hacen unos a otros. CORTÉS — ¡Oh, Dios! (Un silencio.) Marchad, doña Marina, y decidle a esa vieja que antes del amanecer estaréis en su casa. MARINA — (Sonriendo levemente.) Mi señor… (Le besa en los labios fugazmente y se va.) CORTÉS — (Pensando en alto.) Lo que la paz no puede, la guerra lo ha de conseguir. (A sus soldados.) ¡Matadlos! ¡Matadlos a todos! Pesadamente, los soldados, aun los heridos, se levantan y salen. ALVARADO — Así se hará, mi capitán. Perded cuidado. (Sale.) El estruendo de la batalla de Tlascala, casi apagado, se renueva de pronto con el de Cholula: el mismo griterío, el mismo reventar de lombardas, los mismos lamentos… Por encima del fragor se escucha un tambor azteca. Quetzalcóatl medita, la cabeza baja, los brazos en la cintura, un pie adelantado. Suena, de pronto, el profundo quejido de La Llorona. El capitán levanta la mirada, como si buscara en el cielo presagios de una tormenta. Se repite el lamento, más angustiado, de La Llorona. El tambor y la flauta azteca continúan sonando. Cortés, cansado, quizá descontento, se aparta de la escena dirigiéndose hacia la cama. Después se deja caer sobre el lecho. Nuevamente La Llorona, un relámpago, un trueno, los gritos angustiados de los indios. Un último trueno. Oscuro total. Empieza a llover con fuerza.

[49]


SEGUNDA ESCENA La lluvia cesa. Comienza a clarear. El gallo canta a lo lejos. Después alguien llama suavemente a la puerta —situada en el fondo, izquierda—. Cortés duerme. Un silencio. Vuelven a llamar y nueva espera infructuosa. Los goznes chirrían al girar; la puerta deja entrever un torrente de luz fresca, que recorta medio cuerpo del pequeño Diego. DIEGO — (En un susurro.) Señor marqués. (Espera. Entra. Abre los postigos de una ventana que da al patio porticado, al que corona el tímido azul del cielo nuevo. Se dirige, entonces, al lecho del marqués, aún dormido y, luego de dudarlo mucho, le sacude suavemente los pies al tiempo que repite:) ¡Señor marqués! CORTÉS — ¿Despertó ya mi pierna, Diego? DIEGO — ¡Señor! ¡Creí que estabais aún dormido! CORTÉS — Disculpando a esta pierna, que siempre la tuve más perezosa… (Transición.) ¿Queréis que os confiese una cosa? DIEGO — ¿Qué, señor marqués? CORTÉS — Pero, ¡demonios!, dobladme la almohada, que apenas si os veo. DIEGO — (Lo hace, ayudando al capitán, quien se incorpora fatigosamente.) ¿Estáis más cómodo ahora? CORTÉS — (Asiente y le hace un gesto cómplice para que se acerque y suba hasta el borde de la cama. Mira después a todos lados, como si temiera ser escuchado por alguien extraño.) Soy yo quien despierta al gallo cada mañana para que cante. DIEGO — (Sonriendo.) ¿Vos? (Gesto de Cortés.) ¡No! CORTÉS — (Afirma.) Los viejos dormimos poco y mal. Algunos dicen que por robarle más tiempo a la poca vida que nos queda; otros, que Dios nos dispone para acoger con agrado al largo sueño de la muerte. (Despectivo.) Pero ninguno sabe la verdad. ¿Queréis que os diga por qué duermo poco? Si juráis por vuestro honor de caballero guardarme el secreto, os lo confesaré. DIEGO — Lo juro. CORTÉS — (Continuando con la confidencia.) Paso media noche subiendo y bajando de la cama.

[50]


DIEGO — ¿Por qué, señor? CORTÉS — Porque la otra media la paso sentado en el bacín. (Diego empieza a reír estrepitosamente. Cortés, haciendo gestos para que se calle, también, pero entrecortadamente. Se queja). Diego. (El niño, riendo, se agacha a mirar la bacinilla. El dolor del viejo capitán aumenta.) ¡Diego! (Se lleva las manos al vientre.) DIEGO — (Al oírle y ver su gesto, se alarma.) ¡Señor! ¿Os sentís mal, señor? CORTÉS — (Agobiado, intenta sonreír.) No, Diego. Es que… a estas malditas tripas mías, cada vez les cuesta más trabajo moverse. (Intenta incorporarse.) DIEGO — ¡Esperad, señor! ¡Llamaré a don Juan! (Se va corriendo.) CORTÉS — (Deteniéndolo.) ¡Diego! DIEGO — (Muy nervioso, no sabe qué hacer.) ¿Sí, mi señor? CORTÉS — (Le tiende la mano.) ¡Ayúdame a llegar hasta la letrina! (Diego rodea la cintura de Cortés con su brazo y pasa el del capitán por encima de sus hombros.) ¡Espera! (Se sujeta el vientre; el dolor le es insoportable.) DIEGO — ¡Señor! ¡Dejadme avisar a don Juan! Cortés niega y se pone en pie ayudado por el pequeño. Caminan lentamente unos pasos. Un dolor más punzante hace al capitán llevarse las dos manos al vientre. Se dobla y cae aparatosamente al suelo, donde sigue retorciéndose, incapaz de hablar. DIEGO — (Que ha caído con él. Muy asustado.) ¡Señor! ¡Señor marqués! (Sale corriendo hacia la puerta mientras grita enloquecido y lloroso:) ¡Don Juan! ¡Don Juan! (Se va perdiendo, y con él, sus gritos en la distancia.) ¡El señor marqués se está muriendo! ¡Don Juan! Un criado irrumpe en la habitación; al ver al marqués en el suelo exclama: «¡Santo Dios!» y se precipita a levantarlo. Detrás de él, otros criados y criadas permanecen inmóviles por el susto. UN CRIADO — (Cogiéndolo por los pies.) ¡Ayudadme a ponerlo sobre el lecho! Otros dos lo hacen. Salen los hombres corriendo, y las mujeres intentan calmar a Cortés mientras le secan el sudor.

[51]


UNA CRIADA — ¡Santísima Virgen! ¡Tiene la muerte en la cara! Otra se santigua, otra reza, otra le abriga. Cortés empieza a temblar violentamente. El sonido de la escena se va perdiendo, al tiempo que un aria femenina a capela empieza a sonar. Los personajes, sin ser escuchados por el público, se mueven y hablan normalmente. Entra asustado Juan Rodríguez. Los criados le siguen. Ordena algo. Uno de ellos sale precipitadamente. Luego, a las mujeres; una sale y vuelve poco después con mantas que pone sobre el capitán; otra continúa enjugándole el sudor. Cortés sufre fuertes convulsiones: la fiebre. El anfitrión le mira, le habla, se desespera, intenta dirigir cada pequeña operación en medio de una confusión total. Mientras, muchos sirvientes se limitan a mirar, sin la menor capacidad de reacción. Entra el médico, seguido de Diego, y pide que todos salgan. Con él queda sólo Juan Rodríguez. El niño, del otro lado de la ventana, llora al tiempo que, angustiado, trata de ver algo. El físico toma el pulso a Cortés y dice algo al anfitrión; éste abre la puerta y se supone que grita una orden; cierra otra vez, vuelve junto al capitán y habla con el médico; los gestos de éste son de negación: se encoge de hombros; los de aquél, de cierta resignada angustia. Habla más el médico; Rodríguez Jurado asiente, se vuelve de pronto hacia la puerta y va a abrirla. Aparece una criada con más mantas y, junto con el médico, las extiende sobre Cortés, quien va cesando en sus temblores. La criada, volviendo una y otra vez la cabeza, sale de la habitación santiguándose. El médico da instrucciones a Jurado; éste afirma repetidamente. Los dos se dirigen hacia la puerta. Diego desaparece de la ventana y, al salir los dos hombres, intenta entrar; el doctor se lo impide razonándole. El niño llora. Se cierra la puerta. Segundos después, entra una criada, entorna los postigos y sale. Otra vez oscuro total. El aria, que a sus últimos compases había añadido un tambor, sigue sonando. Luego, se oye solo el tambor.

[52]


TERCERA ESCENA Lentamente, una concentrada luz irá dibujando la silueta de Moctezuma, sentado a la izquierda del escenario en su trono. Está triste y preocupado. Después de iluminado por completo, desde la zona oscura, se oye la voz de un sacerdote azteca. SACERDOTE — Señor, mi señor, mi gran señor. Detrás de él, todo un coro de sombras. Cuatro papas portan cuencos llenos de sangre; otros cuatro, vasijas en las que hacen arder alguna sustancia aromática. Hay también varias mujeres que sostienen entre las manos pequeñas estatuas de los dioses del hogar. El sacerdote principal —que es augur— permanece de pie, cabeza baja, sin mirar nunca a Moctezuma, al igual que todos los demás. Las vasijas de fuego, en orden ritual, son situadas geométricamente en el centro del escenario. MOCTEZUMA — (Ataviado con toda la riqueza de su rango. Preocupado.) ¿Habéis leído las estrellas? SACERDOTE — Una espiga de fuego, mi señor, gotea llamas en el cielo de la noche, y así que amanece, se esconde hasta que otra vez duerme el sol. MOCTEZUMA — Degollad, pues, codornices y salpicad el suelo con su sangre. Los cuatro sacerdotes que llevan cuencos de sangre, acompañados de algunas indias, mojan sus manos en ella y salpican el suelo, las paredes y la arrojan hacia el cielo. SACERDOTE — Tlacateccan desapareció entre las llamas, mi señor; el templo de Huitzilopochtli ardía más mientras más agua arrojábamos intentando apagarlo, así que no hay ya maderas ni otra cosa que cenizas en la Casa de la Guerra. Todo ha ardido, mi gran señor; todo se ha consumido por voluntad de los dioses. MOCTEZUMA — Ofreced al dios Huitzilopochtli la sangre de tres niños nacidos ayer. Los sacerdotes vierten el resto de la sangre sobre el escenario. Las mujeres sitúan, sin orden, en el suelo, los ídolos. SACERDOTE — El cielo escupió un rayo mi señor; mas no hubo tormenta ni lluvia, ni trueno alguno se oyó. El sol escupió un rayo y ardió Tzummulco, la casa del dios Xiuhtecuhtli.

[53]


MOCTEZUMA — (Colérico, se levanta.) ¿Quién ha de venir? ¡Decidme quién viene! (Cesa, de pronto, el tambor azteca con un golpe más fuerte. Moctezuma se abate. Gime.) ¿Quién viene, que de tal forma a los dioses incomoda? (Se sienta otra vez.) ¿Quién viene? SACERDOTE — Alguien que al viento enoja y domina, mi señor, hasta levantar las aguas como si la laguna hirviera. MOCTEZUMA — (En bajo.) ¿Qué dios entre los dioses? (Gritando fuera de sí.) ¿Qué dios entre los dioses? Se escucha, largo, el quejido de La Llorona. Moctezuma, aterrorizado, se pone en pie y mira al cielo, buscando en él una respuesta. Se mueve nerviosamente de un lado a otro. Vuelve a sonar, lejano, el tambor azteca. SACERDOTE — (Que también ha escuchado a La Llorona, en medio de un revuelo de murmullos indios, acongojado.) Tenemos que partir, mi señor; abandonar el corazón del Único Mundo. ¿Adónde iremos, mi señor; adónde? MOCTEZUMA — (Desquiciado.) ¿Qué dios? SACERDOTE — El que a los hombres pone dos cabezas, mi señor; monstruos que nunca vimos, y un pájaro que sobre el pico muestra un espejo lleno de estrellas. MOCTEZUMA — ¿Qué leéis en esas estrellas? SACERDOTE — ¡No lo sé, mi señor! MOCTEZUMA — (Rebosante de ira.) ¡Decís saber leer las estrellas! ¡Leedlas! ¡Leedlas! SACERDOTE — Altas torres de madera flotan sobre las aguas de la costa, y de ellas salen hombres de piel blanca. ¡Señor, mi señor! ¡Es Quetzalcóatl! MOCTEZUMA — ¡Degolladlos! ¡Matad a todos los augures! Varios indios entran por la derecha y rodean al sacerdote augur y a los otros ocho, pero dejan a las mujeres. Todos gritan. Las mujeres lloran. En medio de un estruendoso revuelo, se los llevan. MOCTEZUMA — ¡Ahogadlos en la laguna! Confundido con el griterío, el fuerte galopar de caballos españoles se acerca por la izquierda. Por este lado, en el escenario apenas iluminado por el fuego de las vasijas, entran veinte o treinta soldados gritando, borrachos, riendo. Unos clavan en el suelo varias cruces de distintos tamaños; otros se divierten forzando a las indias —jóvenes y no tan jóvenes—. En su entrada, arrollan a Moctezuma, que cae al suelo.

[54]


LA LLORONA — (En un puro lamento.) ¡Ya tenemos que partir, hijos! ¿Adónde os llevaré? ¿Adónde? Los soldados, en su ambiente salvajemente festivo, salen por la derecha llevándose a las mujeres, que no cesan de gritar. El sonido de los caballos se va alejando. Queda Moctezuma tendido en el suelo y empieza a removerse con lentitud. El escenario es ahora un campo tenebroso de sangre, cruces e ídolos de barro, en el que arde una substancia inconfundible por su olor: incienso. En medio del absoluto silencio, sólo se aprecia el llanto de Moctezuma. Después, al fondo, muy al fondo, el tambor y la flauta en un ritmo fúnebre. Por la derecha, vestido como en el acto primero, de luto y gorguera blanca, entra Cortés caminando lentamente, con la mirada puesta en Moctezuma. MOCTEZUMA — (Que ve a Cortés, deja de mirarle; después de un tiempo, comienza a levantarse e intenta dejar de llorar. Jadeante, con un profundo odio.) Sentaos, dios Quetzalcóatl, en el trono de oro de los dioses. (Le señala su propio trono.) CORTÉS — Hombre soy, como vos mismo, y no dios, ni teul. MOCTEZUMA — (Ya de pie.) Que sois hombre, y no dios, antes lo supe de que vuestra soberbia os permitiera comprenderlo. Mas sentaos, de todas formas, en el trono de oro, que ya viene vuestra muerte, Quetzalcóatl, por si alguna duda os cabe. CORTÉS — Jamás tuve miedo a la muerte o a la vida, sino al juicio de Nuestro Señor, único y verdadero Dios. MOCTEZUMA — ¡Maldito dios el vuestro, que con duras palabras os prohibió matar mientras ponía espadas en vuestras manos! ¡Y maldito vos, que le adoráis pretendiendo que otro tanto ha de hacer toda criatura viva! ¿Acaso injurié yo alguna vez a esta cruz asesina (arranca una de ellas) como vos hicisteis con mis dioses? (Estrella la cruz contra el suelo.) CORTÉS — De nada os sirve ahora, (irónico) gran señor del Único Mundo, deshonrar la divina fuerza que os sometió. MOCTEZUMA — No es la fuerza de tu dios la que acaba con mi imperio, sino la mucha debilidad de mi espíritu, que cuando pude apretar el puño hasta convertiros en agua, no lo hice, y mil veces me arrepiento y maldigo haberos creído hombre de paz.

[55]


CORTÉS — (Absolutamente superior, se sienta en su sillón de tijera.) Otras tantas sentiríais esa misma debilidad, porque tal era el designio que la Providencia me reservaba: conquistar estas tierras para mi señor don Carlos y a sus hombres para la vida eterna. MOCTEZUMA — ¿Y no puso vuestro dios un techo a la conquista? ¿A cualquier precio habrían de ser vuestros mis dominios? Tomad para vos estas tierras, que un día fueron verdes y ricas y que vuestra ambición ensangrentó. CORTÉS — ¿Ambición decís? Fui llamado por Dios, mi señor, a la más grande empresa que hombre alguno haya acometido jamás. Buscó la Providencia entre los mortales al de más valor, al más ferviente servidor de la santa fe, al más diestro; y el designio divino puso la mano sobre mi cabeza. ¿Acaso logró alguien tanto con su sola ambición? MOCTEZUMA — Preguntadle a vuestro dios, porque tanta soberbia no pudo nunca surgir de un buen espíritu. El dios más cruel puso cebo ante los ojos del más ambicioso hombre, del más sanguinario, del más mentiroso; crecieron plumas de águila carnicera en la piel repugnante de la serpiente. Los augures se equivocaron: Quetzalcóatl era un dios asesino y ávido del excremento de los dioses. ¡Cogedlo! ¡Coged el oro que tanto os cegó, y que su resplandor abrase vuestros ojos! (Se sienta.) Gran cantidad de indias, en ritual silencio, van entrando y arrojando al suelo, en el centro del escenario, numerosas joyas de distintos tamaños y colores. Cortés mira a Moctezuma fijamente, reflexionando sobre sus palabras, triste. Poco a poco, comienzan a entrar soldados españoles con la vista clavada en el tesoro. Caminan despacio. De pronto, alguno, y todos los demás inmediatamente después, se precipita sobre las joyas. Forman un gran alboroto de alegría y disputas. Moctezuma tampoco aparta la mirada de Cortés. Después se levanta gritando MOCTEZUMA — ¡Apartaos, soldados! ¡No toquéis ese oro! (Se produce un gran silencio.) No lo toquéis, porque, aunque mucho pareciera para repartir entre todos, luego vendrá vuestro Capitán a rendir cuentas y cobrará hasta el gasto de sus ropas. Tal es la justicia de vuestro señor, que a todos dejará descontentos; mas si alguno replicara, de espaldas a los otros comprará su silencio con un poco de oro. (Silencio. Se ríe.) El poder, vuestro poder, es el más feroz enemigo de la honestidad. (Se ríe.) Cortés permanece abatido, sentado en su sillón, sin levantar la cabeza. MOCTEZUMA — Comprad ahora la muerte que viene con el oro que vuestra justicia robó.

[56]


ALVARADO — (Se acerca a Cortés.) ¿Es eso cierto, señor? (Cortés no responde. Su silencio es en sí mismo un reconocimiento.) Alvarado, después de esperar, se dirige al montón de oro y a patadas, iracundo, lo pone a los pies de Cortés. ALVARADO — Ahí lo tenéis, (despectivo) mi capitán. Es todo para vos. Si era esto lo que buscabais, aquí termina vuestra conquista. Desde este punto y hora, señor, habéis dejado de gobernar a un puñado de valientes que nunca se rindieron, como vos lo hicisteis, al indio salvaje, a una impura amistad que levantaría las náuseas de cualquier cristiano viejo. Creímos de vos que buscabais en ello la confianza de esta gente para mejor poder darles muerte, y lo que en verdad buscabais con tan amable trato y tanta caricia eran sus riquezas. También en esto nos habéis engañado, mas os juro que no volveréis a hacerlo. (A Moctezuma.) ¡Y tú, indio, eres preso desde ahora! ¡Vale más que los tuyos no intenten nada contra nosotros, o por Dios que has de pagarlo con tu vida! MOCTEZUMA — (Gritando asustado.) ¡No! ALVARADO — ¡Echadle cadenas! CORTÉS — (Reaccionando.) Si alguno de vosotros osara tocarle, con mis propias manos lo estrangulo. ¡Juro que lo estrangulo! Puedo estar muriendo; puedo, incluso, estar muerto; pero ni aun delante de mi cadáver permitiré la traición. Silencio largo en el que Cortés mide sus fuerzas con Alvarado en una tensa mirada. MOCTEZUMA — ¡Yo soy el Uey Tlatoani, el Gran Señor del Único Mundo! No permitáis que me humillen con trato que sólo a los infames traidores se da. CORTÉS — (Sin apartar la mirada de Alvarado.) Señor, debéis venir con nosotros para evitar males mayores. Tu pueblo se siente incómodo con nuestra presencia en la ciudad; si llegaran a atacarnos, sólo vos podríais detenerlos. No quiero más muertos en esta guerra inútil. ALVARADO — (Enojado.) ¿Habéis llamado guerra inútil a tan Santa Cruzada? CORTÉS — A las puertas de la muerte, capitán, toda muerte es por fuerza inútil; mientras no os llegue la hora, no podréis comprenderlo.

[57]


MOCTEZUMA — (Con un llanto sereno.) Señor, no permitáis que me humillen. (Se acerca a él.) Dadme muerte, si tal es vuestro deseo, mas no me echéis cadenas delante de mi pueblo. CORTÉS — ¿Por qué he de ser yo quien vea brotar lágrimas de tan nobles ojos? Treinta años atrás, la certeza de saberme elegido no me habría hecho dudar ni un solo instante. MOCTEZUMA — Señor, un día dijisteis: «¡A sangre y fuego! ¡A sangre y fuego!». Y, desde entonces, el agua de mis ríos fue sangre, y las casas de mis pueblos se hicieron fuego. No dejéis que el honor se torne también en vergüenza; no permitáis tal cosa, señor, que en más estima tengo mi honra que mi vida. CORTÉS — No lloréis, mi señor. Ninguna conquista merece una lágrima vuestra. (Le acaricia.) ¡Oh, Dios mío! (Se aparta.) ¡Dios mío! ALVARADO — ¡Acabemos de una vez, por todos los demonios! Se levanta Moctezuma. Va hacia Alvarado y le tiende las manos para que le pongan las cadenas. MOCTEZUMA — (A Cortés, mientras Alvarado procede.) Me pediréis, señor, que aplaque las iras de mi pueblo, mas no me escucharán; lanzarán piedras contra mí y se reirán de mis palabras. El orgullo de Motezucoma, señor, no estará entonces por encima del de un esclavo; y aunque los dioses, crueles por mi cobardía, no quisieran llevarme con ellos a Cincalco, en ese punto daré fin a una vida que no merece ser vivida. CORTÉS — (Arrepentido.) ¡Soltadle! ¡Soltadle! (Se precipita contra ellos.) Tres soldados sujetan enérgicamente a Cortés, que retrocede hasta sentarse. Permanece hundido. Salen todos empujando a Moctezuma. MOCTEZUMA — (Gritando.) Aún algo más os ha de atormentar en la hora de vuestra muerte. CORTÉS — ¡Esperad! Obedecen.

[58]


MOCTEZUMA — Tenéis mi licencia para ejecutar a los siete señores aztecas que os han traicionado. ¡Quemadlos vivos, como hacen vuestros malditos inquisidores! Y sufrid la vergüenza de haberos dejado arrastrar por la soberbia hasta plasmar en vuestro escudo de armas a siete reyes encadenados que murieron por salvar a su pueblo. ¡Sólo puedo sentir pena por vos! ¡Nada más que pena! (Salen definitivamente. Moctezuma repite sus últimas palabras, ya fuera.) Se oyen golpes en una puerta. En el mismo escenario, quieto Cortés en su sillón, aterrado, entran Juan Rodríguez y el médico. EL MÉDICO — (Comprobando su pulso y tocándole en la frente.) Las calenturas no remiten y ya está muy débil. No podemos hacer otra cosa que rezar por que Dios, Nuestro Señor, le conceda buena muerte. Creo que es menester llamar a un sacerdote. Se santigua Juan Rodríguez hincándose de rodillas. El médico, después de esperar, le toca suavemente en el hombro. El anfitrión de Cortés se levanta apesadumbrado y salen los dos. Cortés queda solo. Empieza a llorar. Suena un canto coral fúnebre. Desde los lados del escenario, empujados, entran indios de todas las edades; mujeres y hombres que se van apiñando, presas del pánico, en el centro. Cuando hay veinte o treinta, aparecen varios soldados españoles que los rodean espada en mano. Luego, entra Pedro de Alvarado. CORTÉS — ¿Qué hacéis, Alvarado? ¿Por qué cercáis a estos indios? Los más pequeños lloran muertos de miedo, al tiempo que se aprietan contra las piernas de sus padres. ALVARADO — (Que no escucha a Cortés.) Caballeros… (Los soldados se preparan.) UN INDIO VIEJO — ¡Tonatiuh! ¡Tonatiuh! ¿Qué vais a hacer con nosotros? ¿Por qué vais a matarnos? Tu capitán nos dio licencia para estas celebraciones. Vos mismo la habéis dado después. No hacemos nada malo contra vos ni los vuestros. ¿Por qué vais a matarnos? ALVARADO — Caballeros… Sois testigos de que esta gente preparaba conspiración contra nosotros y nuestro emperador, don Carlos. En ausencia del Capitán General Cortés, yo, Pedro de Alvarado, su primer capitán, os ordeno que deis muerte a estos indios. ¡Por el escarmiento se hará lealtad! ¡Matadlos!

[59]


UN INDIO VIEJO — (En medio de una gran conmoción y miedo.) ¡Tonatiuh! CORTÉS — ¡No, no! ¡Dios mío, no! (Intenta levantarse y cae.) La luz se desplaza al centro del escenario. Por encima del canto, se escucha el último quejido de La Llorona. Mientras Cortés, a oscuras, repite: CORTÉS — ¡Dios mío, no lo permitas! ¡No, Dios mío!, ¡otra vez, no! (Llora.) ¡Otra vez, no! El llanto de Cortés se mezcla con otro más infantil: el de Diego. La luz, que vuelve, muestra el montón de indios muertos, ensangrentados. A su alrededor, las espadas españolas, manchadas también de sangre, están clavadas en el suelo, formando los barrotes de una cárcel circular atroz. En medio, Diego llora mirando los cadáveres y tratando de no pisarlos. CORTÉS — ¡Diego! DIEGO — ¡Señor marqués! ¿Por qué están muertos los indios? ¿Quién los ha matado, señor? (Limpia la cara a un niño indio.) CORTÉS — ¡Diego! ¡Ven! ¡Tú eres mi mejor amigo! ¡El único amigo que tengo! ¡Ven a mi lado! DIEGO — ¡Están muertos, señor marqués! CORTÉS — Sí, están muertos. (Reaccionando, angustiado,) ¡Vámonos, Diego, que el sol está ya alto y viene crudo el invierno! DIEGO — ¿Habéis sido vos, señor? CORTÉS — ¡Vámonos, Diego; vámonos de este horrible sitio! DIEGO — ¿Habéis sido vos? CORTÉS — (Después de un tiempo y luego de llorar, más calmado.) No, Diego. Yo no he matado a esos indios. Ni di orden de muerte en Tlascala. Ni en Cholula. Ni en Otumba. Y la única noche triste de mi vida fue aquella en que soñé que llegaría a conquistar un imperio. Una noche más triste aún que ésta, la de los fantasmas de mi ceguera y mi ambición y mi soberbia y mi… (Suspira.) No, Diego, no; yo no conquisté ningún imperio. Tú, bandido, bien que te reías con aquella historia, ¿no la recuerdas? Júrame por tu honor de caballero que nunca la contarás a nadie. ¿Lo juras? (Sonríe.) Cuando tenía diecisiete años, estaba yo en perseguir a una muchacha que me dio cita de noche en su alcoba; y por el atontamiento de ser la primera vez, al saltar la tapia me falló el asidero, así que fui a

[60]


dar de bruces contra las piedras, y me partí la cabeza… (Riendo aún más.) Son cosas de la mucha prisa y la poca costumbre. (Serio, ahora.) Tenía yo pocos años más que tú, Diego. (Se tumba completamente.) Mis padres me lloraron mucho, mucho…, mucho (débil), mucho… porque tenía yo pocos años más que tú, (es un susurro) Diego. DIEGO — (Lo mira indiferente; e indiferente, con la morbosa ilusión infantil de ser el primero en comunicar una desagradable noticia, sale corriendo mientras anuncia.) ¡Hernán Cortés ha muerto! ¡Hernán Cortés ha muerto! La luz se concentra en el cadáver de Hernán Cortés, a cuya cabeza, se encuentra clavada una de las cruces. DIEGO — (Más lejos.) ¡Hernán Cortés ha muerto! UNA VOZ — (Cualquiera. Indiferente.) ¿Quién? Silencio. Suena otra vez el aria mezclada con el fúnebre tambor azteca.

TELÓN

[61]


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.