Sucio amanece

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Sucio amanece Jorge Mรกrquez

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© JORGE MÁRQUEZ 1995

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Ă?ndice Sucio amanece (Casi una tragedia) ..........................................4 Sucio amanece (Casi una novela)...........................................49

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Sucio amanece (Casi una tragedia)

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Personajes DON LUCIO GATO DON PABLITO MARTA EL CANARITO CÉSAR AIT AHMED

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Escenario Dos pisos superpuestos en un bloque de viviendas de una gran ciudad. Ambos tienen la misma superficie, aunque distinta distribución; además el inferior disfruta de una extensa terraza de uso privado. Este, aunque en principio deshabitado, terminará siendo una vivienda moderna, de corte funcional y buen gusto. Lo que se ve es el salón (amplio, diáfano) y la terraza, amueblada con una mesa y dos sillas de jardín. Al fondo, un pasillo conduce al resto de la casa. La de arriba es una vivienda algo más abigarrada y extraña. Hay un carillón, una mesa grande, una mecedora donde descansa (inmóvil, envuelta en mantas) la anciana madre del dueño, una butaca (en medio), y, entre los dos asientos, otra mesa (ésta pequeña) con seis o siete mandos a distancia de distintos aparatos: el televisor (de espaldas al público, sin sonido, funcionando casi continuamente), el equipo de música (a la izquierda, junto a la puerta principal), el ventilador, etc. A la derecha hay un mueble repleto de libros abandonados; a su lado, una puerta que conduce al resto de la casa; en primer término, la ventana que asoma a la terraza de abajo; al fondo, otra que da al patio de vecinos. Al comenzar es noche de verano, agobiante, espesa.

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Acto Primero

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Escena Primera Oscuro. Se oye el lento tictac del carillón. Poco a poco, una luz ocre va mostrando a don Lucio dormido sobre su butaca. Tiene la boca tan abierta y está tan inmóvil, que parece muerto. Lleva puesto su quimono azul con adornos rojos. A sus pies dormita Gato don Pablito (negro, humano). La sonería del carillón empieza a dar las diez. Don Lucio se sacude con cada campanada, aunque no acaba de despertar. Cuando por fin lo hace, aún atontado, pregunta a nadie: DON LUCIO — ¿Eh? Y mira a su alrededor: a la madre, a la mesita de los mandos a distancia… Toma el del ventilador, aumenta la velocidad (le encanta), la reduce (se ahoga), la acelera al máximo (recupera el gesto de satisfacción). Coge el del televisor y cambia de programas (su rostro refleja el contenido de cada uno: aburrimiento, desagrado, tontería, sorpresa, sospecha…); en alguno, articula, sin hablar, las palabras del locutor. Lo suelta y coge ahora el del equipo de música. Hace sonar un pasodoble (un mohín español y sentido), el «Himno a la Alegría» (un gesto grave y profundo), el toque de corneta (una mueca militar y una lágrima de añoranza). Y súbitamente se aburre de nuevo, suelta los mandos y se levanta, se acerca a la madre y le grita:

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DON LUCIO — ¡Madre! ¡Madre! ¿Estás dormida, madre? ¿Tienes frío, madre? (La abriga bien.) ¿Quieres que baje la velocidad del ventilador? (Va a hacerlo, pero se detiene.) Verás. (Coge el mando correspondiente, se separa y reduce la velocidad.) ¿Eh? ¿Así está bien? Es el ventilador más moderno del mercado, y el más caro; pero es que algunos espíritus selectos no nos conformamos con cualquier cosa. ¿Te has fijado en este botoncito? Puedo hacer que el ventilador gire de pronto en sentido contrario. ¿Ves? Parece un detalle sin importancia; pero no lo es: un cambio súbito en el sentido de giro de las aspas del ventilador proporciona fluctuaciones infinitesimales en la carga electrostática del aire ambiente. Según estudios recientes de prestigiosos institutos científicos alemanes, esta variación iónica se ha demostrado altamente benéfica en el tratamiento coadyuvante de la tensión nerviosa, insomnio, fatiga, estreñimiento, palpitaciones y demás alteraciones psicosomáticas. Sobre todo, madre, se recomienda muy especialmente para el alivio de los síntomas neuróticos premenstruales. (Se ríe el gato.) Espera; será mejor que lo apague, no te vayas a resfriar. (Apunta con el mando y apaga el ventilador. Luego toma un periódico, se abanica y vuelve a sentarse. Suena una sirena en la distancia.) ¿Oyes? Ésos son los bomberos. ¿Que no? Lo que yo te diga. Mira: la sirena de la policía es un poco más aguda; la de los municipales va ligeramente más rápida, y las de las ambulancias, aunque de gran variedad, suelen ser más prolongadas. Ya sé que no es fácil, pero yo las diferencio sin mayor problema. Yo reconozco cada ruido que se mete en esta casa: las sirenas, el trajín de los vecinos… Son muchos años de oír siempre los mismos sonidos, siempre los mismos. Esos son los bomberos, te lo digo yo. Y además no tiene nada de extraño; está la nochecita… que hasta el aire quema. (Silencio.) ¿Me oyes, mamá? No, claro que no me oyes. (El gato se ríe.) ¡No te rías sin fundamento, gato maricón! (Falla un puntapié dirigido al gato, quien se esconde bajo la mesa grande.) El día menos pensado te vendo a la taberna de la esquina y terminas de chicha en el plato de un obrero. No tiene uno bastantes envidias que aguantar y encima viene el gato a tocarte los testes. ¿Qué habré hecho yo para que todo el mundo me odie? ¡Todo el mundo! Porque, vamos a ver, como tú muy bien dices, madre: ¿acaso no presento yo atractivos suficientes para cualquier mujer? Por lo menos, como la mayoría de los que se han casado; pero aquí me tienes: militar de graduación, demócrata, discreto, culto, moderno, bien parecido, buen tono sexual, eso puedes jurarlo, y un coche nuevo en la puerta que es la envidia, otra envidia más, de los vecinos. (Se asoma por la ventana exterior.) Míralo, madre: magnífico, «impoluto» (el gato se ríe), como todo lo mío, porque a mí no hay quien me gane en poderío y saber estar. Y, sin embargo, aquí me tienes: ¡solo!, ¡soltero! (El gato vuelve a reírse. Don Lucio le tira una de sus zapatillas.) ¡Gato cabrón; no te rías de las lágrimas de tu amo! (Pero falla. El gato insiste.) Claro, que ¿por qué no te ibas a reír de mí? Ríete; sí, ríete de tu amo, gato. ¡Soy un desgraciado; un gafe! ¡Hasta el vecino de abajo tuvo que mudarse por mi culpa, porque no me aguantaba ni siquiera con un techo de por medio! ¿Te das cuenta, mamá? No tengo a nadie; nadie arriba, nadie abajo; nadie a los lados… ¡Nadie! Ya ves: ¡de mí se ríe hasta el gato! (Se suena.) ¿Quieres una tortilla, mamá?

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¿Te hago una tortilla de dos huevos? Un día la televisión dijo que los huevos aportan tanta proteína como la leche y el pescado juntos; sin embargo, la radio ha dicho esta mañana que no, que es el pescado el que aporta tantas proteínas como el huevo y la leche juntos; y el periódico, ayer, decía que lo que en realidad aporta todas las proteínas del huevo y del pescado junios es la leche; pero la leche de burra, que es más rica en glucosa. ¿Quieres que te haga una tortilla de dos huevos con leche de burra y trocitos de pescadilla? Si al menos viniera alguna vez el técnico del televisor y arreglara el sonido… (Parece recordar algo. Consulta el reloj de pulsera.) Oh, qué tarde; será mejor dejar la tortilla para el desayuno. (Coge a la madre, envuelta en las mantas, y se la lleva camino del dormitorio.) Venga, venga, que sólo piensas en juergas y ya es hora de dormir. A la camita, a la camita… (Antes de llegar a la puerta, la arroja al pasillo y se vuelve.) Al fin solo. Hay momentos en los que un hombre necesita estar solo. (Ve a Gato don Pablito, que se aguanta como puede la risa.) Y tú, don Pablito… calladito, que la abuelita ya está dormidita. Se ha hecho muy tarde; y, además, que esto es… (saca del aparador de los libros un catalejo) asunto de hombres, ¿eh? (Gato don Pablito ignora el guiño y se refugia despectivo en la esquina más alejada.) Bah. Dentro de un minuto sonará la llamada del placer. (Se oye el motor de un exprimidor de zumos.) ¡Oh! Pero no puede ser; hoy se ha adelantado. Es prodigioso; nunca lo había hecho. ¿Estará enferma? (Se acerca a la ventana del patio y mira por el catalejo.) Ahí está, tan hermosa como cada noche. ¿Enferma? ¿Enferma? Oh, Dios mío; qué tormento; qué heridas para mi corazón desbocado. ¡Atento! Ya se ha tomado el zumo; ahora apagará la luz de la cocina… Eso es; y a continuación… encenderá la luz de su dormitorio; ¡eso es! Ahora… a desnudarse; vamos, vamos… ¡Eso es! ¡Eso es! ¡Ah! ¡Ah, la noche! ¿Cómo es posible, Dios mío, que esta mujer se conserve así a sus setenta y cuatro años? (Le resbala el catalejo y cae al patio formando un gran estrépito.) ¡Coño, el catalejo! ¡Si es que tengo las manos empapadas de sudor! (Abandona la ventana. Gato don Pablito se ríe.) No te rías, don Pablo, que el placer es sólo un segundo fugaz, y a veces ni eso. Te lo digo yo, que entiendo mucho de estas cosas. (Vuelve a sentarse. Se aburre, cambia de programa en el televisor. Alguien bate huevos.) Ya está la mujer del viajante como todas las noches. ¿Sabías que un cuarenta y nueve coma tres por ciento de la población mayor de cincuenta años tiene alterados sus niveles de colesterol? Tú qué vas a saber, gato ignorante. Tú sólo sabes reírte de tu dueño, ingrato, desaprensivo. Si al menos viniera algún día el técnico del televisor y arreglara el sonido… (Transición.) ¿Quieres que hagamos alguna llamadita? (Coge el auricular de un teléfono inalámbrico.) Venga, di un número. (Gato don Pablito se lame los genitales.) Cuatro veces te has relamido esa méntula de maniquí que tienes, vicioso. (Marca. Cuenta entre dientes.) Uno, dos, tres… Tres. (Marca.) Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Cinco (Marca.) Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce… ¡doce!, ¿cómo que doce?, pero ¿en qué estás pensando, gato marica? Despacio. Un uno y un dos. (Marca.) Otro dos… (marca) y uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete… Siete. (Marca.) Ya están todos. Deja quieto el apéndice, que te vas a condenar, pervertido. Ya verás, ya verás. (Remeda.) «¿Oiga? Aquí, funeraria La

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Humanitaria. ¿Han encargado ustedes un cajón para un maricón?». (Ríe tonto. Serio de pronto.) ¿Oiga? ¿Oiga? (Se oye el pitido inicial de un fax.) Vaya, hombre. ¿Adóndevamos a llegar con tanta electrónica? Ya no hay humanidad. ¿Ves cómo estás gafado, Pablito? No pienses que te voy a pedir otro número, lengua infame; esta vez lo pienso yo. Veamos… Dos, que es par; tres, que no lo es; siete, que es cabal; cinco, que termina en punta; cero, que no suma nunca; y sesenta y nueve, que no rima, pero ajusta que da gusto. Supongo. (Le cogen el teléfono.) ¿Oig… (Silencio.) ¿Cómo? (Silencio. Cuelga.) También es negra coincidencia, ir a dar con una funeraria. (Gato don Pablito se ríe.) ¡La gata que te parió, maldito gato! ¿No te he dicho que no te rías de mí? Vete ahora mismo a dormir, vamos. Y antes te haces diez minutos de flexiones. ¡Ah, y esta noche no hay cena! (Gato don Pablito se revuelve y le hace frente.) ¿A mí? ¿A mí? Te… te… te… te… te… te… te… te… te… te… (Gato don Pablito se pone sobre los cuartos traseros —es casi más alto que don Lucio— y le planta cara al amo.) ¡Gato, que te mato! ¡Que a mí quien me busca me encuentra! Anda, anda, anda, anda, anda, anda, anda. (Gato don Pablito se amilana y sale.) Y ahora además vas a dar treinta vueltas a tu cuarto, y deprisita. ¡Y más te vale que te cepilles los dientes y ordenes tu dormitorio, que parece una pocilga! ¡Calamidad, gato castaña! No tener respeto por tu amo… ¿Qué gato bien nacido se burla de quien le da techo, comida y calor? A ver si te enteras, pantera: mientras estés en esta casa, respetarás a tu amo y acatarás sus decisiones. Si no, ya sabes lo que te queda… Cuando hay redaños para tener ideas propias, también hay que tenerlos para ganarse la vida. (Transición.) No debería sofocarme tanto, con este calor, y a mi edad… A ver si lo de la llamada a la funeraria ha sido una premonición… Será mejor irse a acostar… ¿Y cómo me voy a acostar yo ahora, con el ahogo que tengo? Mira que si me da un síncope mientras duermo y me quedo pájaro sin enterarme siquiera… ¡Ah, ya sé! Un poco de oración me vendrá de perlas para espantar estos maléficos pensamientos. Precisamente… (consulta el reloj) ahora empieza «Rece antes de acostarse y duerma tranquilo». (Se sienta en su sillón y coge el mando del equipo de música creyendo que es el del televisor.) Aunque, claro, no sé… sin sonido, igual no absuelve lo mismo. Ese puñetero técnico… Sin pretenderlo, pone en marcha el equipo. Suena, a todo volumen, el final de la Obertura 1812 de Tchaikovski. Da un brinco y, nervioso, toca los botones de otros mandos, pero vuelve a equivocarse: el ventilador se apaga, las luces suben hasta su máxima intensidad: suena el toque de diana, el himno nacional español… Hasta que al fui consigue apagar el equipo. Silencio. EL VECINO PORTUGUÉS — ¡Ya está bien, que hay quien tiene que madrugar! DON LUCIO — No será usted, que lleva trece meses viviendo del paro. EL VECINO PORTUGUÉS — ¡Hombre, habló un trabajador!

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DON LUCIO — ¡Oiga, señor mío! Yo soy comandante retirado, y español; español, ¿me entiende? Yo no me voy al país de nadie a quitarles el trabajo, y menos aún a vivir de ellos con una mano detrás y otra delante. EL VECINO PORTUGUÉS — Y yo soy delineante, ¿y qué? DON LUCIO — ¿Y qué? ¿Y qué? Usted, señor mío, es uno de esos veintiuno coma cuarenta y tres por ciento que vive a costa del resto de la sociedad; en su caso, de una sociedad que ni siquiera es la suya. EL VECINO PORTUGUÉS — Sí, señor; yo vivo de los demás ahora, que estoy parado; pero usted… de toda la vida, y de mis impuestos, que los pago como el mejor español. DON LUCIO — ¿Usted español? ¡Ja! ¡Usted es un renegado; eso es lo que es usted! EL VECINO PORTUGUÉS — ¡Patriota! DON LUCIO — ¡Oiga! A la patria, ni tocármela, ¿eh? EL VECINO PORTUGUÉS — ¡Menos patria y más trabajar! DON LUCIO — Bueno, mireeee… mejor vamos a dejarlo. EL VECINO PORTUGUÉS — Sí; mejor lo dejamos. Y lo dicho: falou um trabalhador. DON LUCIO — Bueeeeno; que vamos a dejarlo. EL VECINO PORTUGUÉS — Más vale que sí. DON LUCIO — ¡Que vamos a dejarlo, digo! EL VECINO PORTUGUÉS — Pero ¿lo vamos a dejar o no? DON LUCIO — Eso depende de usted, que por lo visto no hay quien le gane a tozudo. EL VECINO PORTUGUÉS — Ya empezamos con los insultos. ¿Sabe qué le digo?, mejor vamos a dejarlo, trabalhador. DON LUCIO — Sí, vamos a dejarlo, delineante. EL VECINO PORTUGUÉS — Pero que conste que el que lo deja soy yo. DON LUCIO — Bueno, pues sí; vamos a dejarlo así; total, para qué discutir tonterías. (Vuelve dentro.) Qué barbaridad; qué testarudos llegan a ser algunos. (Gritando, a la ventana.) ¡Qué barbaridad; qué testarudos llegan a ser algunos! (Se sienta en su sillón.) ¡Portugueses de mierda! ¡Vienen huyendo de su propia miseria y todavía quieren darnos lecciones! (Enciende el televisor.) ¡Maldita sea! ¡Ya me perdí el programa por culpa de ese cretino! ¡Me cago en…! Y precisamente esta noche, con el mal augurio de la llamada a la funeraria. No es que me dé miedo morirme, no, que yo soy un soldado, sino que me coja la muerte en este renuncio y me tire una vida eterna de chupa de dómine. ¡Me cago en…! (Se oye una sirena.) ¡Eso es una ambulancia! Otro

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que se muere. (Reza por bajo. De pronto cesa y se dedica a escuchar.) ¡Jo! Ya está otra vez la vieja de enfrente hablando sola. Te digo yo… Más cuerdos los hay en el manicomio. En fin, vámonos a dormir, Lucio, que ya está bien por hoy de tanto desamparo y tanta soledad. Y que sea lo que Dios quiera. (Se desnuda de su quimono.) Coche, cochecito mío. Que pases buena noche, caprichito mío, mi coche. (Le sopla un beso desde la palma de su mano.) Debería aprender a conducir. Cualquier día de estos. Ahora, a dormir. Ya es casi media noche. Justo el momento de que suene, como siempre… (suena el motor de una taladradora) la taladradora del vecino del séptimo. Cuando yo digo que no hay una cabeza en su sitio… ¡Y que todas las noches espera a que me vaya a dormir para ponerse a hacer agujeros en la pared! Menos mal que… (deja de sonar la taladradora) es sólo un momento. ¿Será un capricho sexual de la mujer? Porque ésa tiene que ser una lagarta en la cama… que para mí la quisiera yo. (Apaga el televisor y la luz y se acuesta. Silencio.) ¡Jo! Mira que ir a dar con una funeraria… (Suena una sirena.) ¡Otro! ¡Me cago en…! (Silencio.) También es mala suerte, con la de números de teléfono que hay, ir a llamar a una funeraria. (Transición.) Estate quieta, Marilyn, que esta noche no tengo ganas… (Ronca.) Pausa. Suena cercano el canto de un gallo. DON LUCIO — ¡Maldita sea! ¿Otra vez? Y que no se te mete en la cachola que eso lo hacen los gallos; ¡los gallos!, ¿te enteras? y no los gatos. Luz de amanecer. Gato don Pablito entra y se despereza. Suena un ruido de trasteo en el piso de abajo.

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Escena segunda MARTA — Eso allí; esto aquí; no, eso no; sí, sí, eso sí; un poco más arriba, un poco más abajo; a la izquierda, a la derecha; por favor, tengan mucho cuidado. DON LUCIO — ¿Qué pasa ahí abajo, gato? (Se asoman.) MARTA — (Que los ve.) Buenos días. Don Lucio no contesta, se oculta bajo el alféizar. Marta ríe y se pierde en el interior de la casa. Después, tímidamente, don Lucio vuelve a asomarse. DON LUCIO — ¿Qué ha sido eso, gato? ¿Se ha ido ya? (Gato don Pablito, despectivo, se marcha sin responder. Don Lucio intenta ver algo del piso bajo, entra y se asoma otra vez con un cacharro, especie de extraño periscopio casero, con el que fisgonea.) Oh… oh… ¿Has visto a esa mujer, gato? ¡Qué señora! Y eso que la estoy viendo al revés. Oh… Qué pelo… qué piernas… qué cu… qué curioso, parece que se traslada a vivir sola. ¿Será posible tanta belleza? ¿Será posible que una mujer así se venga a vivir sola, sola precisamente debajo de mí; bueno, quiero decir debajo de mi casa? ¿Te lo imaginas, gato? Sola ella y solo yo. ¡Cuánta soledad junta!; si ella se deja, claro. Dios mío, pero ¿qué habrá pensado de mí al verme en calzoncillos, despeinado y sin dentadura postiza? No sé qué me estoy preguntando; bien me puedo hacer una idea de lo que habrá pensado. Y encima me saluda y yo, como un imbécil, no le respondo y además me oculto. Buen comienzo, amigo Lucio; ésta ya está en el bote. En fin, vamos a ver si aún se puede hacer algo. ¡Que viene! ¡Que viene otra vez a la terraza! (Corre a ponerse el quimono y se alisa el pelo.)

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MARTA — (Con el canarito César enjaulado en la mano.) Aquí. (Lo cuelga de una escarpia en la pared.) ¿Te gusta este sitio, César? (El canarito César se encoge de hombros.) Aquí tendrás mucha luz y disfrutarás de la compañía de los otros pajaritos. ¿Estás contento? Pues canta, tonto; si estás contento, canta. Mira, toma una hojita de lechuga, anda. (El canarito César la recoge y la mordisquea sin ganas.) ¿Verdad que está rica? Pues, venga, hala, canta; que yo te oiga, canarito bonito. El canarito César carraspea, y ataca la cavatina «Largo al factótum», de El barbero de Sevilla, de Rossini. Arriba, don Lucio ha terminado de arreglarse, se asoma a la ventana, se sienta sobre el alféizar y le silba al gato. DON LUCIO — Ven, don Pablito, ven a la ventana, que te tengo preparada una sorpresita. Gato don Pablito se acerca y, en cuanto se asoma y ve al canario, rebufa, le enseña los dientes. El canarito César deja de cantar. Los dos animales se miran. Al notar que su canario ha dejado de cantar, Marta vuelve a la terraza. Entonces, don Lucio le propina un pescozón a Gato don Pablito que le hace desaparecer. MARTA — César, ¿por qué has cesado de cantar? ¿Qué sucede? (Ve a don Lucio, se asusta y grita.) Don Lucio se asusta del grito de Marta y pierde el equilibrio y cae hacia dentro. Marta vuelve a gritar asustada. Gato don Pablito se ríe de la caída del amo. Don Lucio le lanza una zapatilla que no le da, pero sí hace caer un jarrón, que se rompe en mil pedazos. Al poco, don Lucio vuelve a asomar sobre el marco de la ventana. MARTA — ¡Ah, es usted! ¡Ahora le reconozco! Me había asustado. DON LUCIO — Buenos días. MARTA — ¿Se ha hecho daño? DON LUCIO — Bueno… un poco, aunque no se preocupe; tengo la cabeza muy dura. MARTA — Si es para eso, me alegro. Me llamo Marta, y soy su nueva vecina. DON LUCIO — ¡Caramba, Marta! ¡Qué nombre tan bonito! Bienvenida a esta humilde casa, Marta. Bueno, quiero decir a esa humilde casa… A… a esa casa. Al

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barrio. Yo me llamo Lucio. Y en lo que usted necesite… Si le puedo ayudar en algo, a usted o a su familia… MARTA — Oh, muchas gracias. Aunque le advierto que mi familia soy sólo yo. Ah, y César. César, saluda a don Lucio. Cántale algo, anda. (El canarito César lo intenta, pero apenas le sale un gemido agónico.) Debe de estar resfriado. Le ocurre en los viajes; por el cambio de aires, ya sabe. De todas formas, es extraño, porque hace un momento cantaba tan sano. (El canarito César lo intenta de nuevo, con los mismos resultados.) DON LUCIO — Será un constipado de verano. Los animales domésticos son muy delicados… algunos (mira a Gato don Pablito); y especialmente los canarios. Casi un sesenta coma seis por ciento de los canarios domésticos mueren de forma prematura. El canarito César emite un gemido más. MARTA — Ah, ¿sí? DON LUCIO — Lo dijo la televisión. ¿O fue la radio? No me acuerdo; de todas formas, yo, de usted, llevaría a su pajarito al veterinario hoy mismo; tal como suena, se le puede morir en un periquete. MARTA — Lo haré, lo haré. En fin, voy a llevarlo adentro, no se me vaya a resfriar aún más. DON LUCIO — Ah, muy bien. Pues lo dicho: bienvenida. Y si necesita algo, lo que sea, no dude en molestarme; quiero decir en llamarme, a cualquier hora del día o de la noche; usted me llama y no me molesta. Cada vez que quiera. Yo… estoy siempre aquí; así que… cuando necesite algo… usted no me molesta. Llámeme… Por favor. MARTA — Muchas gracias. DON LUCIO — No, se lo digo de corazón. Si necesita, por ejemplo, no sé… ir un día a comprar algo urgente a una tienda del centro y no tiene coche, ni le apetece ir en autobús, ni tomar un taxi, porque opina que los transportes públicos son demasiado impersonales… pues no se preocupe; ahí tiene mi coche, a su entera disposición. MARTA — Es usted muy generoso, Lucio. DON LUCIO — Pero se lo ofrezco de corazón; ¿ve?, ahí lo tiene, ahí mismito, ahí, abajo. MARTA — ¿Ése? DON LUCIO — Ése… ése de ahí es su coche. MARTA — Pero… es precioso, don Lucio; es… una maravilla. DON LUCIO — Bueno, bueno; es un coche… normal… Sí, buenecito y tal; pero…

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MARTA — No sea modesto, don Lucio, que debe de ser usted la envidia de todo el vecindario. DON LUCIO — Ah, si yo le contara… Bueno, de hecho, espero contarle algún día, si usted me honra escuchándome. Y mientras esa hora llega, que ojalá sea pronto, me gustaría tanto que me molestara usted cada vez que quisiera… MARTA — (Recogiendo su canario.) Es usted muy amable, Lucio. Por cierto: me temo que ahora, durante los primeros días, tendré que clavar algunos clavos y dar algún que otro golpe con el martillo. Espero que me disculpe. DON LUCIO — Oh, no; descuide. Yo, los ruidos del vecindario… ni los oigo, ya ve; es que no les presto atención. Y si son suyos, aún menos. Usted no me molesta; no podría aunque quisiera. MARTA — Es usted muy generoso. (Va a salir.) Lucio. DON LUCIO — ¿Sí? MARTA — Cuando esté todo un poco más ordenado, ¿querrá bajar una de estas tardes a tomar una taza de café conmigo? DON LUCIO — ¿Yo? MARTA — Claro. DON LUCIO — ¿Abajo? ¿Con usted? MARTA — Conmigo. DON LUCIO — ¿Café? MARTA — O lo que quiera usted tomar. (Don Lucio sacude la cabeza alucinado.) Muy bien. Recuerde que me lo ha prometido. Hasta luego. El canarito César hace un último intento por cantar, pero le vuelve a salir el gemido fúnebre. DON LUCIO — (Atontado, mucho después de que ella haya salido.) Adiós. (Entra en casa. Apaga el televisor —sin mando, con la mano— y pone a sonar, en el aparato de música, un vals. Baila, grita:) ¡Me ha invitado a tomar café! ¡Me ha invitado a tomar café! (A Gato don Pablito.) ¡Me ha invitado a tomar café! (Le coge las manos y le obliga a bailar con él, hasta que el animal consigue liberarse.) ¡Y está sola, mamá; sola en el mundo! O mejor dicho: estaba, porque ahora me tiene a mí. ¿Has oído lo que me ha dicho? Me ha llamado generoso, y simpático, y… y hasta guapo me ha llamado. Bueno, guapo todavía no, pero acabará llamándomelo. ¡Si no tenía ojos nada más que para mí! ¡Cómo me miraba! Amorosa, volcánica, ¡ninfómana! Me miraba… que ríete tú de los anuncios de colonia. En cuanto me ha visto, se ha dicho: «Éste, para mí». ¿Oyes, mamá? Yo, para ella. Y el día que me invite, me pondré mi uniforme de gala; entonces sí que no

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querrá que me separe nunca más de su lado. Pero no te vayas a poner triste, mamá. No pienses que cuando nos casemos, me voy a olvidar de ti. Tú eres mi madre, mi madrecita, y vivirás siempre conmigo; con nosotros, siempre. Ya verás qué bien os vais a llevar. Ya verás. (Se pone la manta por gorro. Al fin se abandona, agotado y feliz, en su sillón. Gato don Pablito se ríe.)

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Escena Tercera La ventana exterior de la casa de don Lucio está ahora cubierta por una tela metálica. Detrás, Gato don Pablito va y viene nervioso, sin perder de vista al canario, que se muere de miedo. De pronto, suena el timbre de abajo y Gato don Pablito se pierde casa adentro. DON LUCIO — (Vestido de amarillo y blanco, estilo francés, canotier incluido, le tiende a Marta el ramo de flores.) Bon jour. MARTA — Bon jour. E… Está usted… guapísimo. DON LUCIO — Viniendo de usted, resulta una belleza misma. Porque usted… es un halago de la belleza. Y me siento halagado porque es usted. Porque es usted la misma. Quiero decir la belleza misma. Y eso me halaga que usted me lo diga. Muchas gracias. MARTA — No hay de qué. (Le tiende la mano, que él estrecha.) Pero pase, por favor. ¿Le cuelgo el sombrero? DON LUCIO — Como usted quiera, aunque ha de saber que yo, Marta… estoy perdidamente enamorado de usted desde el mismo día en que la vi. MARTA — ¿Desde el lunes? DON LUCIO — Desde el lunes a las ocho y treinta y dos a. m., en efecto; y la pasión de mi pecho me quema porque no se lo digo, que me quema; digo… que la amo. Hasta ahora, que ya se lo he dicho. MARTA — Ah. Y… ¿no quiere un café?

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DON LUCIO — Sí, sí, por favor. Con leche y seis cucharadas de azúcar. MARTA — Enseguida. ¿Le parece que nos sentemos en la terraza? Hace una tarde maravillosa. DON LUCIO — Donde usted diga, Marta, yo me sentaré encantado. MARTA — Por favor. Voy a colgar el sombrero y a poner las flores en agua y enseguida estoy con usted. DON LUCIO — No, no hace falta que se moleste con las flores; son… son… de tela y plástico. Pen… pensé que durarían más. Las naturales se marchitan tan deprisa… MARTA — Ah, ya. DON LUCIO — (Grita creyendo que ella está lejos.) Enhorabuena, Marta. Le ha quedado encantadora; a la altura de quien la habita. MARTA — Siéntese, por favor (lo hacen). Perdone (se levanta, y él, detrás), voy a guardar a César; me dijo el veterinario que tomara el sol, pero poquito. DON LUCIO — Ya ve que he puesto una tela metálica en la ventana, para que no se inquiete con la presencia de mi gato. MARTA — Sí, sí; ha sido usted muy amable. Los dos le estamos muy agradecidos. Pero siéntese, por favor. (Va a salir.) Discúlpeme, don Lucio; ¿son imaginaciones mías o me ha dicho usted que está enamorado de mí? DON LUCIO — Con toda la pasión de mi fuerza. No lo sabe usted bien, Marta. No vivo. El canarito César canta «M’ama, si, m’ama. Lo vedo, lo vedo», de El elixir de amor, de Donizetti. MARTA — Cállate, César. (El canarito César calla.) Perdone. (Sale.) Don Lucio la vigila hasta perderla de vista. Entonces saca una pastilla tranquilizante de un bolsillito de su chaleco y se la mete en la boca; coge la lechera y se sirve una pizca que bebe de un golpe. Se quema, la escupe; se limpia con la servilleta. Luego limpia las manchas del mantel y los restos del fondo de su taza. Cuando quiere darse cuenta, Marta está en pie, bajo el marco de la puerta, mirándole maniobrar. DON LUCIO — Había una minúscula mota en el fondo. Debería usar un detergente concentrado. Los detergentes concentrados son hasta un veintitrés por ciento más eficaces que los normales. A la misma temperatura, claro.

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MARTA — (Se sienta.) Sabe usted de todo, Lucio. De todo… o casi de todo. ¿Me dijo usted…? DON LUCIO — Que la amo, Marta. MARTA — Me… me refería al café. ¿Me dijo con leche? DON LUCIO — Ah, sí, sí, por favor. Lo siento; es que no tengo otra cosa en la cabeza. (Transición.) ¿A qué se refiere usted con que sé de casi todo, Marta? MARTA — Quiero decir, precisamente, que no sabe nada de mí, ni de mi vida. DON LUCIO — Sé que es usted una mujer encantadora. Y que… MARTA — ¿Y que estoy casada? (Don Lucio no reacciona. Después de unos segundos, ella le toca en un brazo.) Lucio… DON LUCIO — Perdone. (Saca su pañuelo y empieza a llorar silenciosamente, aunque sin intentar ocultarse. Luego se suena con estrépito.) MARTA — Lucio, no llore; por favor. DON LUCIO — Por favor, no me pida que no llore. ¿Acaso le pido yo a usted que se divorcie? MARTA — No me lo pida, porque no podría complacerle. DON LUCIO — Pues ¿entonces? MARTA — Y no podría, porque ya estoy divorciada. DON LUCIO — (Como si no lo hubiera oído, se limpia la nariz y dobla el pañuelo, le da la espalda a ella y hace un gesto infantil de alborozo; luego, tan natural, se toca la nariz con el pañuelo una última vez y lo guarda.) Pero ¿no me dijo que era casada? MARTA — Y aún lo soy. Hace poco más de un mes que mi marido y yo nos hemos separado. DON LUCIO — Permítame, en el nombre de mi sagrado amor, que me entrometa en su vida. Era un canalla que llegaba borracho todas las noches a casa y le pegaba y abusaba de usted, ¿verdad? MARTA — No. Es un hombre maravilloso, exquisito, sensible y culto; pero con formas de pensar y de vivir muy distintas de las mías; tanto, que, a pesar de haberlo intentado, no ha podido ser. Eso es todo. DON LUCIO — No será tan perfecto; si no, se habrían entendido. Hay que ser muy necio para no entenderse con una mujer como usted, Marta, (se entusiasma) Marta. MARTA — A veces no es fácil; hay barreras insalvables: el idioma, la cultura… DON LUCIO — ¿Es que es extranjero?

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MARTA — Argelino. DON LUCIO — ¿Un moro asqueroso? MARTA — Una persona extraordinaria, ya se lo he dicho. DON LUCIO — Por favor, Marta, no me decepcione. ¿Cómo es posible que una mujer tan hermosa como usted, tan frágil, por tantos conceptos tan maravillosa, pueda caer en las garras de un salvaje africano? MARTA — Por favor, Lucio; le ruego que no hable así de mi marido. Los salvajes no suelen doctorarse en Prehistoria del Arte del Oriente Próximo y Medio, ni son catedráticos de Universidad. El es un gran especialista en su materia, cada vez más considerado entre sus colegas de Europa. Pero, por encima de todo eso, es el hombre que más me ha enseñado, no sólo de su mundo, sino del mío, y del de usted, Lucio; del de todos, ¡del mundo!, ¡de este mundo! Él me enseñó a vivir, a apreciar las luces del amanecer, la música, los olores… los sentidos… Perdone… (Llora.) DON LUCIO — Lo siento, Marta; no pretendía herirle (le ofrece su pañuelo.) MARTA — (Lo toma.) No, discúlpeme usted a mí. Me he dejado llevar… (Se limpia y se mancha con los mocos de don Lucio.) DON LUCIO — Hágame caso, por favor. Olvídelo, Marta; es agua pasada. MARTA — No tan pasada, Lucio, no tan pasada. Aún es demasiado pronto para olvidar tantas cosas hermosas: la arena blanca de las playas de Orán, la cal y el ladrillo, el azul brumoso de sus amaneceres y el rojo sangre de las puestas de sol. Y Tremecén, Tilimsani, como la llaman ellos, escarpada, rodeada de huertos, con sus mezquitas maravillosas… todavía casi pura de la huella de nuestras pezuñas civilizadas. Recuerdo, sobre todo, las mañanas de marzo; me gustaba levantarme muy temprano y salir a pasear sola por sus calles vacías, a emborracharme con el olor del cuero y del aceite. (Silencio.) Pero, claro, no todo en la vida son amaneceres sublimes. DON LUCIO — ¡Desde luego que no! Por eso, Marta, yo le prometo que, si usted me concede intentarlo, no echará de menos nada de aquello. Déjeme intentarlo, Marta, y no recordará más puestas de sol que las que viva a mi lado. MANTA — Pruebe las galletas. Son riquísimas. DON LUCIO — Ya lo creo. Marta, yo… quisiera corresponder a esta amable invitación suya ofreciéndole que subiera a mi casa a ver la televisión, pero es que a mi televisor no le funciona el sonido. El técnico me prometió venir hace más de seis meses y… ¡Ah, ya sé! ¿Querría usted acompañarme a dar un paseo en mi coche? MARTA — Claro. ¿Adóndeva a llevarme? DON LUCIO — Pues… no sé; adonde a usted le apetezca. En realidad… será usted la que tenga que llevarme a mí.

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MARTA — ¿Cómo dice? DON LUCIO — Ese coche que ve ahí abajo es lo único que tengo. Ahí tiene usted los ahorros de toda mi vida. Siempre me hizo mucha ilusión poseer un coche lujoso, pero nunca tuve dinero para comprarlo; ahora, que lo he podido hacer, ya no tengo edad para aprender a conducirlo. MARTA — ¿De verdad que no sabe conducir su espléndido coche? DON LUCIO — Ni el mío ni ninguno. Se lo juro. (Marta ríe divertida; él la secunda.) Daría todo lo que tengo por no ver desaparecer esa sonrisa de sus labios, aunque sea yo lo que le haga reír. MARTA — No… no piense que me río de usted. La verdad es que hace mucho tiempo que no me sentía tan a gusto. Y se lo debo a usted, Lucio. Es muy bueno conmigo. DON LUCIO — Y la amo. MARTA — Y cree que me ama. DON LUCIO — Y la amo. MARTA — Tengo una idea mejor. ¿Por qué no me invita a cenar en su casa el viernes? DON LUCIO — ¿En mi casa? Claro que sí, pero yo… yo no sé apenas cocinar… MARTA— No se preocupe. Yo subiré dos platos exquisitos, típicos de Orán. Usted se encargará del postre, ¿de acuerdo? DON LUCIO — ¡Claro! Como usted quiera. ¡Caramba! ¡Qué tarde se me ha hecho! Debo volver a casa. Tengo unos asuntos pendientes que no admiten más demora. MARTA — ¿Sí? ¡Qué lástima! Pensé que se quedaría un ratito más. Me hubiera gustado enseñarle algunas fotos de Orán y de Tremecén y de Annaba. En fin, ya tendremos tiempo el viernes, después de la cena, ¿no le parece? Muchas gracias por todo, Lucio; ha sido una tarde muy agradable. DON LUCIO — No me dé las gracias, por favor. Soy yo quien tiene que agradecerle esta tarde, porque ha sido la más feliz de toda mi vida. Ahora tengo un motivo para esperar. Le pido a Dios que me consienta vivir hasta el viernes; luego podré morir tranquilo. MARTA — Lucio, no diga eso. DON LUCIO — A mi edad, no puedo esperar de usted más que esa sonrisa maravillosa, lo sé; pero para mí su sonrisa es mi aliento. Marta, Marta… Déjeme llorar, Marta, por favor. No piense que soy un hombre débil; es que me desborda tanta fortuna. (Saca su pañuelo amarillo y llora. El canarito César, al fondo, canta otra vez la «furtiva lagrima» de Donizetti.)

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MARTA — Vamos, vamos, Lucio. DON LUCIO — A donde usted quiera, Marta; a donde usted quiera. Crea que dichoso consiento su piadoso engaño, pues no ignoro que sólo un siete coma veintitrés por ciento de las relaciones entre personas de tan dispar edad se mantienen aún dos años después de haber comenzado, y que en un noventa y dos coma tres por ciento de las ocasiones es el miembro joven de la pareja, en este caso usted, quien las da por concluidas. Mas ¿qué otra opción me cabe? MARTA — Lucio, por favor; no quisiera herirle; pero yo no estoy enamorada de usted. DON LUCIO — No me diga eso. Ya sé que es cierto; sin embargo, no me subraye tan cruel realidad, por favor. A los viejos apenas nos quedan los sueños y poco más. Y pues ni aun la oscura noche los estorba, sino que los aviva y alienta, ¿por qué usted, radiante como un sol de mediodía, quiere vedarme los míos? Déjeme soñar, Marta; déjeme soñar que soy amado por usted, igual que usted sueña con los crepúsculos de Orán. Los dos necesitamos nuestras fantasías. MARTA — Tranquilícese, Lucio, no vaya a sentarle mal la galleta. DON LUCIO — Sí, sí… En fin, hasta el viernes, queridísima Marta. No me olvide. MARTA — No me olvidaré, Lucio; descuide. (Cierra la puerta.) Don Lucio sube precipitadamente las escaleras. Al llegar a casa, coge un libro viejo del aparador y lee: DON LUCIO — «Y pues ni aun la oscura noche estorba los sueños, sino que los aviva y alienta, ¿por qué tú, radiante como un sol de mediodía, quieres vedarme los míos?». ¡Bien! ¡Lo he dicho igual! ¡Igualito! «Déjame soñar, Leonora; déjame soñar que soy amado por ti, así como tú sueñas con el amor de él. Los dos necesitamos nuestras fantasías». (Arroja el libro por los aires.) ¡Sabía que alguno de estos libros pestilentes acabaría sirviéndome para algo! Ya que el sonido del televisor no funciona… ¡Mamá! ¡Mamá! (Coge la manta en volandas.) ¡Qué cosas tan bonitas le he dicho! (Abajo, Marta, enredando entre sus cosas, ha tropezado con un retrato de Ait Ahmed y lo contempla triste.) ¡Ahora debe de estar suspirando por mí! ¡Mamaíta! (Marta suspira en ese momento sobre el retrato de Ait Ahmed. Gato don Pablito se ríe.) Y me ha pedido que la invite a… a… ¡a cenar! ¡A cenar, mamaíta! ¡A cenar, gatito precioso! (Agarra a Gato don Pablito por las orejas y le besa en los labios.) ¡Soy feliz! ¡Soy inmensamente feliz! ¡Mírame, mamaíta! ¡Mira cómo tu niño es feliz por primera vez en su vida! ¡Ya era hora! ¡Alguna vez me tenía que tocar también a mí!, ¿no? (Se sienta en su sillón y llora. Pasados unos segundos, se incorpora trabajosamente. Abajo, Marta se ha servido algo de beber, ha cogido un álbum de fotos y se ha sentado en su sofá a ojearlas.) Tengo que empezar a preparar la mesa. (Pone mantel.) No conviene dejarlo todo para el final. Sólo faltan dos días.

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(Coloca un par de candelabros y un centro de flores de plástico y tela a las que previamente ha sacudido el polvo.) Tengo que empezar a vivir, mamá. Apenas me queda tiempo. (Se asoma a la ventana: otra vez de noche.) Cochecito mío… Me parece que esta noche sonríes. Pronto, muy pronto, ella te tendrá en sus manos también a ti; te llevará, te conducirá; será la dueña de tu destino, como ya lo es del mío. (Apaga el televisor, recupera el libro y escoge el mando a distancia del equipo de música. Va a encenderlo pero se detiene, lo mira extrañado y lo arroja despectivo a un rincón. Después, todos los demás: el del ventilador, el de las luces, el del televisor…) No quiero mandos. No quiero mandos. Son para viejos inútiles y para tristes impedidos. Yo soy un hombre joven. ¡Qué me importa tener que morir dentro de pocos años: yo soy un hombre joven! (Pone en marcha el tocadiscos y comienza a sonar, suave y penetrante, el Preludio al Acto Primero de Lohengrin. Se sienta en su sillón y abre el libro. A lo lejos se oye una sirena. Más tarde, se escucha el motor del exprimidor de zumos de la vecina. Don Lucio se mira el reloj de pulsera.) ¡Vieja gorda! (Se levanta y comienza a desnudarse. Suena el tenedor contra el plato. Abajo Marta ojea sus fotos y llora.) EL VECINO PORTUGUÉS — ¡Esa música, que hay quien tiene que madrugar! Suena la taladradora del vecino del séptimo. Don Lucio se mete en la cama. Se oye una sirena. Don Lucio apaga su luz. Al mismo tiempo, Marta apaga también su luz. DON LUCIO — Ven aquí, Marta, cariño mío; abrázame. Así, así…

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Escena Cuarta El canarito César canta ufano su cavatina rossiniana (con acompañamiento musical). Arriba, Gato don Pablito se muere por comérselo. Al tiempo, don Lucio va y viene, se prepara, se retoca: está vestido de gala militar. Mientras, abajo, Marta, feliz, también termina de acicalarse. Don Lucio enciende las dos velas de la mesa, le da un puntapié a Gato don Pablito (dormido en el suelo), quien sale corriendo hacia su cuarto, aunque nada más irse el dueño, vuelve e intenta colérico arrancar la tela metálica de la ventana. Abajo, Marta se pierde en el interior de la casa. Cuando don Lucio va a llamar al timbre, Marta vuelve acompañada de Ait Ahmed. Abren la puerta y se encuentran los tres sin saber qué decir. En ese mismo momento, Gato don Pablito ha conseguido arrancar la tela metálica. El canarito César enmudece otra vez. MARTA — ¡Lucio! DON LUCIO — Ho… hola. MARTA — ¡Qué sorpresa! DON LUCIO — Sí; me temo que sí. MARTA — Permítame que le presente a… mi marido. Lucio, nuestro vecino. (Ait Ahmed le tiende la mano, pero don Lucio no responde al saludo.) ¿Su marido? ¿El moro? MARTA — (A Ait Ahmed.) ¿Nos disculpas un segundo?

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AIT AHMED — Claro, querida. Encantado de conocerle, señor. (Sale.) Gato don Pablito empieza a bajar en busca del canario. MARTA — Pase, Lucio; por favor… pase. DON LUCIO — No, no… Perdóneme. Tengo la sensación de que molesto. Perdóneme. (Corre escaleras arriba.) MARTA — ¡Lucio! ¡Lucio! (Le persigue.) Don Lucio cierra tras de sí. Gato don Pablito ha restablecido en su sitio la tela metálica. MARTA — Lucio, por favor, ábrame. DON LUCIO — No, váyase; déjeme solo. MARTA — Por favor, Lucio; ábrame. Necesito hablar con usted. DON LUCIO — (Que ha abierto de mala gana, señala la mesa adornada.) ¿Le gusta? Hacía años que no me ponía el uniforme de gala; sólo se usa en ocasiones muy especiales; y ésta desde luego lo era para mí. Pero usted ni siquiera se ha acordado. MARTA — Lo siento; lo siento; de verdad que lo siento. Perdóneme; ojalá no hubiera ocurrido. DON LUCIO — ¿Le ama? (Marta no responde.) ¿Le ama, Marta? MARTA — Sí. DON LUCIO — Sí. ¿Se va a quedar? MARTA — Sí. DON LUCIO — Sí. Serán muy felices. No hay más que verles. ¿Me perdona? Se ha hecho muy tarde y tengo muchas cosas que hacer. MARTA — Lucio, me gustaría que siguiéramos siendo amigos. DON LUCIO — No soy su amigo. Nunca me sentí amigo suyo. Yo la amo. Váyase, por favor. Váyase con su repugnante moro. MARTA —Lucio… DON LUCIO — ¡Váyase! Por favor. Marta accede. Antes de irse, quiere besar la mejilla de don Lucio, pero éste, cortésmente, la rechaza. Ya solo, don Lucio comienza a desnudarse, aunque no tiene fuerzas y lo deja. Enciende el aparato de música

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(se inicia otra vez el Preludio de Lohengrin), apaga las dos velas y besa la cabeza de su madre. DON LUCIO — Mamá, mamaíta; tu niño ya no es feliz. Abajo, el canarito César gesticula intentando que sus amos no le olviden. Cuando se aburre, se encoge de hombros y esconde la cabeza bajo el ala. AIT AHMED — ¿Marta? (Ella no responde.) ¿Qué ha ocurrido? Marta le pide en silencio que calle y se apoya en su pecho a llorar. El la consuela; luego la sienta en su sillón y le sirve una copa de vino. Don Lucio también llora. Abre la botella de champán que había reservado para la cena y bebe de ella groseramente. AIT AHMED — Ya no te apetece que salgamos a cenar, ¿verdad? Don Lucio sube el volumen de la música. EL VECINO PORTUGUÉS — ¡Esa música, que hay quien tiene que madrugar! Suena una sirena. AIT AHMED — No quiero verte llorar, Marta. (La abraza y le besa.) He dejado mi tierra y mi gente por vivir a tu lado. He hecho de ti mi religión y mi patria. No quiero verte llorar. Arriba, don Lucio rompe los platos de la cena, tira por tierra la mesa preparada y grita a las ventanas. DON LUCIO — ¡No me hagáis daño! ¡No me hagáis daño! (Y las cierra. Luego cae derrotado al suelo y golpea en él con el puño.) ¡Por favor! ¡Marta! ¡No me hagas daño, por favor! ¡No dejes que te acaricie, Marta, cariño mío! (Tose.) Abajo, el matrimonio se ama. Suena la taladradora eléctrica del vecino. Telón.

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Acto Segundo

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Escena Primera Amanece en invierno. En la terraza de Marta, el canari- to César canta bajito enfundado en una gabardina y con los puños hundidos en los bolsillos. Arriba, las ventanas siguen cerradas. El carillón ya no funciona. Don Lucio mira el televisor encendido; Gato don Pablito se aburre tendido en el suelo. Los dos tienen barba de meses, están sucios y malolientes. De pronto, don Lucio intenta incorporarse, se despereza, se levanta y se aproxima a gatas hasta la ventana cerrada. La abre y se asoman ambos a la calle. El canarito César calla y se cubre la cabeza con la gabardina. DON LUCIO — No te pienses que me voy a morir aquí encerrado mientras tú vives como un rajá, moro asqueroso. Desde este momento, moro, tú y yo somos enemigos hasta la muerte, que ojalá te llegue pronto. (Se santigua.) Claro que también podía haber tomado esta decisión hace tres meses; habríamos pasado menos hambre, ¿verdad, gato? Pero no; no hubiera sido lo mismo. Ahora está confiado; le cogeremos por sorpresa. Gato: el perro moro nos ha invadido. Esta también es tu guerra. Toma posiciones. (Gato don Pablito se frota las manos, se relame y descuelga una pata por la ventana.) ¡Un momento! El canario es de ella y a ella no vamos a hacerle daño. Aunque sea una puta. Ella no tiene la culpa; es una mujer y todas las mujeres son putas; por eso es una puta, pero no tiene la culpa. Para que me entiendas, es igual que lo de la vecina gorda; ¿te crees que no sabía que yo me asomaba todas las noches a verla desnudarse? Claro que lo sabía, pero como es una puta, no le importaba. Y es una puta

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porque le daba igual que la mirara yo o cualquier otro, con tal de que fuera un hombre; en eso se le conoce que era puta. Las mujeres son todas putas; lo que pasa es que no han elegido ser mujeres, eso es un accidente, por lo tanto, no tienen culpa. He tenido yo mucho tiempo para pensar en todo. Así que al canario no hay que tocarlo; métetelo en la mollera. (El canarito César se descubre aliviado.) Lo primero es espiar al enemigo. Trae el periscopio. (Gato don Pablito cumple la orden.) Temblad, huestes mahometanas. Por el momento… no hay moros en la costa. Aunque… aunque… ¡ajá! ¡Ahí estás, perro infiel, adorando a tus fetiches! (Ait Ahmed reza.) ¡Ahora vas a saber lo que es un guerrero cristiano! ¡Gato primero! Lo mínimo, cuadrarse cuando se dirige a ti un oficial, ¿no? ¡Y a ver si te afeitas! (Gato don Pablito se cuadra.) Muy bien. Atento, gato primero. Vamos a estudiar la situación. El enemigo ha invadido el territorio patrio desobedeciendo nuestras leyes, que explícitamente prohíben la permanencia en el país de extranjeros indocumentados, sobre todo si son pobres; los ricos siempre tienen papeles, como Dios manda. Puede que este moro no sea pobre ni esté indocumentado, pero si no adoptamos medidas ejemplarizantes, vendrán otros miles, decenas de miles, cientos de miles de extranjeros dispuestos a arrebatarnos a nuestras mujeres; bueno… y nuestro trabajo y nuestro pan. ¡Pero sobre todo a nuestras mujeres! Y, lo que es peor, a favorecer el mestizaje poniendo en peligro la pureza de esta raza viril y… y… estupenda. (Transición.) El final no me ha quedado… pero bueno. ¡Vivan los Reyes Católicos! Entonces… la estrategia es la siguiente: eh… tráete cinco o seis bananas de la cocina; si están pasadas, mejor. Busca globos; diez o doce. Si no hay globos, trinca la caja de preservativos que me compré para la cena con Marta. ¡Vana ilusión, menudo chasco! Estarán caducados, pero no importa. ¡Llénalos de agua! Bendita, si puede ser. ¡Si no, la bendecimos nosotros; Dios está de nuestro lado! ¡Esto es una cruzada! ¡Santiago y cierra España! ¡Con mil cerrojos cristianos! ¡Viva Europa! Trae los plátanos. Y abre de par en par puertas y ventanas. ¡Que entre el aire puro y renovador; que todo el mundo sepa que estamos en guerra y por qué y contra quién! ¡Que suene Haendel! ¡El aleluya del Mesías! Dame el megáfono. ¡Los condones! ¡Trae de una vez esos condones! Ya que no me sirvieron para joderla a ella, por lo menos que me sirvan para joder al marido. (Lanza, una detrás de otra, cuatro bombas de agua, que revientan sobre el piso de la terraza vecina. Alarmado por el ruido, Ait Ahmed acude a ver qué ocurre. Don Lucio pone un pie en el marco de la ventana y se abocina el megáfono.) Probando… Probando… Uno, dos… ¡Atención, atención! A ti te hablamos, perro moro. En el nombre de Dios Nuestro Señor, el único Dios verdadero, abandona tus herejías y conviértete. Reniega de tus falsos ídolos, pagano; el fin del mundo está próximo. No te postres más ante Alá, que Dios es sólo uno y a la vez trino. Arrepiéntete, ahora que puedes, no sea que el Cielo te envíe un rayo aniquilador que convierta en ceniza tu carne maldita, por los siglos de los siglos. (Ait Ahmed le habla, pero él no puede oírle.) Baja eso, gato, que no me entero (Gato don Pablito baja el volumen de la música.) ¿Qué tienes que decir en tu defensa, moro de mierda? AIT AHMED — Nada, don Lucio; le preguntaba si se encuentra ya mejor.

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DON LUCIO — No me hables, descreído. ¡A ti qué te importa cómo me encuentre yo! AIT AHMED — Ya veo que se encuentra muy mejorado. Me alegro. DON LUCIO — No te alegres y vuelve a los infiernos, Lucifer; abandona mi casa. No eres más que un moro infecto; ningún derecho te asiste para disfrutar de privilegio alguno. Por ejemplo, esa terraza; ¿por qué tienes tú una terraza de lujo mientras yo he de conformarme con sesenta y tres metros útiles? Eso es pecado contra natura. AIT AHMED — ¿La terraza? Pero si es de alquiler. DON LUCIO — ¡Ah!, ¿sí? No importa. No eres digno de gozar tales riquezas ni siquiera temporalmente. AIT AHMED — No sea envidioso, don Lucio. DON LUCIO — ¿De ti? ¡Ja! ¡Nosotros somos una raza superior! ¡Las razas superiores no envidian a las razas inferiores! Sois vosotros quienes nos envidiáis a nosotros; por eso queréis quitarnos lo que tenemos y venís aquí a robarnos el trabajo, la comida y las mujeres, que se van con vosotros porque son todas unas putas, si bien está demostrado que no tienen la culpa. AIT AHMED — Pero, hombre, no diga tonterías. Nosotros no les robamos nada. Simplemente hacemos los trabajos que ustedes desprecian, los más ingratos y los más penosos; menos mal que, a cambio, eso sí, ustedes nos pagan los salarios más miserables. Como ve, hay sitio para todos: ustedes arriba y nosotros abajo. DON LUCIO — Ya; y mujeres para todos, ¿no? Y soy yo el que dice tonterías, ¿no? Pues sí; yo digo tonterías. Y ¿sabes por qué? Porque soy un pobre infeliz; el más infeliz del mundo; por tu culpa, por tu culpa, moro del carajo. Yo vivía aquí tan contento, disfrutando de mi vida y de mi coche, que eso sí que es un coche. Por cierto, tú no tienes, ¿no? No, claro; tú usarás dromedario. ¡Jajajá! Ahora ya no soy feliz. Por tu culpa. Te odio; no sabes cómo te odio, Alioli. AIT AHMED — Pero ¿de qué culpa habla? Y no me llamo Alí. ¡Qué manía! Ustedes los europeos piensan que todos los moros nos llamamos Alí. Por si quiere saberlo, don Lucio, yo me llamo Mohamed. DON LUCIO — ¡Caramba, qué original! Sólo un sesenta y dos coma cinco por ciento de todos los cerdos musulmanes se llaman Mohamed. AIT AHMED — ¿Tantos? DON LUCIO — ¿Es que no ves la televisión, amiguito? AIT AHMED — No. DON LUCIO — Pues lo ha dicho… ¡el presidente, nada menos! AIT AHMED — ¿El presidente? ¿El presidente de qué?

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DON LUCIO — Pues el presidente, el presidente. AIT AHMED — Tampoco hay que creerlo todo. DON LUCIO — Bueno, y ¿a mí qué, cómo te llames tú, sátiro? AIT AHMED — Don Lucio… ¿por qué no abandona esa actitud y baja y nos tomamos juntos una taza de té? ¿No le parece que podríamos charlar tranquilamente, como dos personas adultas que somos? DON LUCIO — ¿Quieres que te conteste? ¡Aquí tienes mi respuesta diplomática! (Le lanza otra bomba de agua, que estalla justo a los pies de Ait Ahmed.) Yo no meriendo con africanos; ni negros ni siquiera oscuros. AIT AHMED — Pero ¿por qué me tira bolsas de agua? DON LUCIO — No son bolsas, son condones; condones usados; están rellenos de agua bendita; ¡agua cristiana! Y te los tiro, sí, señor; a ver si te bautizo; y también te tiro plátanos podridos. ¡Atiende! (Le lanza una banana. Enseguida, el canarito César se apresta a recogerla y se la come de un golpe.) ¿Quieres saber por qué? Porque me da la gana; porque para algo yo estoy arriba y tú abajo, moro de mierda. AIT AHMED — Eso lo he dicho yo antes, reconózcalo. DON LUCIO — No reconozco nada. Hemos roto las hostilidades, que te enteres; estamos en guerra; vete de mi país (le arroja otro plátano-bomba; el canarito César también se lo come); vete de mi vida (otro más; el pobre pájaro no da abasto); déjanos en paz a mí y a mi mujer. AIT AHMED — Su mujer es la mía, perdone. DON LUCIO — Perdona; mi mujer es mi mujer; la tuya será alguna de esas moras sucias que se afeitan las partes. Vete a buscarla, antes de que te la pegue con un berebere. Vete al desierto; éste no es tu sitio. Esto es Europa; ¡Europa! ¿Te suena? ¡Gato primero! ¡Enséñale al moro lo que es Europa! (Suena el Himno a la Alegría.) ¡Esto! ¡Esto es Europa, moro sucio del culo! (Se raya el disco. A Gato don Pablito.) ¡Quita eso, mamarracho! (Gato don Pablito no acierta. Tiene que ser él mismo quien lo apague. Cuando vuelve, le habla, ya sin megáfono, a Ait Ahmed, quien se ríe.) ¿De qué te ríes, blasfemo? AIT AHMED — De los mitos, don Lucio. DON LUCIO — ¿De qué pitos hablas, beduino? AIT AHMED — Mitos. Mitos, con eme de mentira. DON LUCIO — Que el diablo te entienda, moro. AIT AHMED — Si él no nos entendiera tanto, ya nos entenderíamos un poco mejor entre nosotros. DON LUCIO — ¡Vete al desierto y monta una carbonería!

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AIT AHMED — Estoy en el desierto; esto es el desierto. Aquí uno no encuentra un ser humano en mil kilómetros a la redonda. DON LUCIO — ¡Bah! (Le saca la lengua y cierra de un portazo la ventana. Enseguida se asoma y le increpa:) ¡Que te mate un judío! (Y le lanza un último condón de agua. El canarito César corre a hacerse con él creyendo que se trata de otra banana.) AIT AHMED — (Coge una escoba.) ¡Qué asco de plátanos! ¿Te das cuenta, César? Hay gente que aprovecha hasta la basura. (El canarito César se atraganta.) DON LUCIO — (Al gato.) ¡Me has hecho quedar en ridículo, gato maricón! AIT AHMED — (Mientras barre.) ¿Por qué todo el mundo se está volviendo violento y fanático, César? DON LUCIO — ¡Has puesto en evidencia la sagrada dignidad de tu patria! ¡Y la mía! AIT AHMED — Europeos racistas, islámicos integristas, asesinos neonazis… DON LUCIO — ¡Lo has hecho a propósito! AIT AHMED — Negros contra blancos, blancos contra negros… DON LUCIO — ¡Te obsesiona dejarme en ridículo!, ¿verdad? AIT AHMED — Padres, madres, hijos y hermanos. DON LUCIO — ¡Estoy harto de ti! ¡Harto! (Le da un puñetazo a Gato don Pablito y le derriba. Gato don Pablito sangra.) AIT AHMED — ¡Cuánta locura! ¡Cuánta estupidez! DON LUCIO — (Fuera de sí.) ¡La próxima vez que vuelvas a humillarme delante de nadie, te mato! ¡Te mato! (Se abalanza contra él.) ¡Te mato, cabrón! ¡Me has pisoteado delante de ese hijo de puta moro! (Le pisotea.) ¡Te mato! AIT AHMED — Este mundo acabará ahogado en su propia sangre. (Transición.) En fin. ¿Te apetece una hojita fresca de lechuga, César? (El canarito César rechaza la oferta.) DON LUCIO — ¡No vuelvas a hacerlo en tu vida! ¿Me oyes? ¡En tu puta vida! (No deja de golpearle. Suena una ambulancia a lo lejos.) AIT AHMED — Bueno, pues cántame algo mientras termino de limpiar esta pocilga. (El canarito César canta su cavatina de siempre.) Deberías ir pensando en ampliar tu repertorio, ¿no te parece? (El canarito César cambia a la «furtiva lagrima».) DON LUCIO — (Se sienta agotado en su sillón.) Delante de cualquiera, ¡delante de Dios mismo!, te consiento lo que me has hecho, ¡pero no delante de ese chulo cabrón! ¡Delante de él, no! (Llora.) ¡Delante de él, no! Sólo piensas en hacerme daño. ¡Todo el mundo quiere hacerme daño! ¿Por qué? ¿Por qué, Dios mío?

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AIT AHMED — (Amontona la basura.) Bueno, esto está listo. Por lo menos, hasta la próxima batalla.

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Escena Segunda MARTA — (Que entra.) Hola. DON LUCIO — ¿Por qué nadie me quiere? ¿Por qué nadie se fija siquiera en que existo? Mamá… Mamá: tu niño no le importa nada a nadie. MARTA — ¿Qué ha pasado aquí? DON LUCIO — Nada. Nada… AIT AHMED — Tu adorable vecino, que ha decidido despertar de su letargo. DON LUCIO — ¿Por qué no morirme? MARTA — ¿Ha salido Lucio? DON LUCIO — Ya ni siquiera me queda dignidad. AIT AHMED — ¡Ya lo creo! MARTA — ¿Y todo esto? AIT AHMED — Nada, que lo hemos estado celebrando. DON LUCIO — Gato… Gatito. (Se arrodilla a su lado.) Gatito mío. ¿Es que a ti tampoco te quiere nadie? MARTA — ¿Aún sigue enfadado? AIT AHMED — Enfadado, terco y agresivo. Le he invitado a bajar; ni siquiera ha querido escucharme. MARTA — Tal vez debería hablar yo con él. Después de todo, es culpa mía.

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DON LUCIO — A ti te quiero yo, gatito AIT AHMED — No, no es culpa tuya. (Le echa el brazo por los hombros, le besa la frente y la acompaña adentro.) El canarito César gesticula temiendo que sus amos vuelvan a olvidarle en la terraza. DON LUCIO — Tenemos que llevarnos bien, gatito mío (le besa y le limpia el sudor y la sangre), porque ninguno de los dos tiene a nadie más en el mundo. AIT AHMED — Este mundo está lleno de gente así: fanáticos intransigentes, locos solitarios persuadidos de las ideas más peligrosas. DON LUCIO — Estamos solitos, solitos. El canarito César intenta cantar para reclamar la atención de sus amos, pero no puede. Al fin se resigna. AIT AHMED — Si son inteligentes y malvados, pueden conducir al mundo a sus peores desastres. DON LUCIO — ¿Verdad, mamá? AIT AHMED — Si son pobres infelices, como ése (por don Lucio), sólo se harán daño a ellos mismos. DON LUCIO — Pero no necesitamos a nadie más. AIT AHMED — Y están ahí, por todas partes. Eso no es culpa tuya. (La besa en los labios.) DON LUCIO — ¿Quieres reírte un poco de mí? ¿Por qué no te ríes un poco de tu ridículo amo, eh, gatito? DON LUCIO — (Baila.) ¡Mira qué tonto es tu amo! ¡Mira qué payaso! Lalalalala. MARTA — Sí, lo es, porque no tuve en cuenta que podía hacerle daño; por eso. El es una persona muy frágil, y yo fui torpe. Me metí en su amargura y en su soledad con toda mi alegría de vivir; le inundé de luz; no respeté su penumbra. Y cuando me pidió más luz, le dije que no. Eso es una crueldad. Y un error. DON LUCIO — ¡Ríete, ríete! (Adrede resbala y cae.) ¡Ojojó! ¡He tropezado! (Transición.) No llores, mi vida, no llores. ¡Ya sé! ¿Quieres que hagamos alguna llamadita de teléfono? ¿Eh? AIT AHMED — Escúchame bien, Marta. Ese hombre… DON LUCIO — Mi gatito…

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AIT AHMED — …Está trastornado, confunde la realidad con los deseos; pero tú no lo sabías. Fuiste amable con él; nada más. Su mente perturbada deformó esa cordialidad y la convirtió en lo que no era. ¿Lo entiendes? DON LUCIO — Perdóname, gatito. (Le besa alocado.) Perdona, perdona, perdona… AIT AHMED — Quiso creerse una fantasía, Marta, un sueño; y se agarró a ti como podría haberlo hecho a cualquier otra quimera. A nadie en su sano juicio le habría ocurrido. ¿Qué puedes hacer? ¿Subir y decirle que le amas? DON LUCIO — Perdona a tu amo malo. Por favor, no llores; por favor… MARTA — No; subir y decirle que estamos aquí, por si necesita algo. (Se levanta.) AIT AHMED — Marta, por favor. MARTA — Que no crea que somos enemigos suyos, que sepa que tiene a alguien en el mundo. Está solo; si además es cierto que está enfermo… DON LUCIO — Gatito mío; mi gatito. AIT AHMED — Pero no podemos estar pendientes de cualquier mosca que pasa volando. MARTA — ¿Qué quieres decir? DON LUCIO — Ven conmigo, ven. (Le ayuda a levantarse.) AIT AHMED — Quiero decir que he arriesgado mucho viniendo aquí, que he renunciado a muchas cosas muy importantes para mí, Marta. Me vine dejando detrás de mí mis raíces, mi vida entera; me vine para empezar desde nada. Por ti. MARTA — Y por ti, espero. DON LUCIO — Ven. Veremos juntos la televisión. AIT AHMED —Y por mí, desde luego. Pero a los pocos días de llegar, a ese infeliz le da por decir que su mujer, que por lo visto eres tú, le está siendo infiel con un moro, que por lo visto soy yo, y se encierra en su cueva. A partir de entonces, tú te apagas, te pasas horas y horas pensando en ese pobre chiflado. DON LUCIO — Siéntate aquí. (Lo acomoda en la butaca.) Aquí. AIT AHMED — ¿Qué pasa, Marta? ¿No estamos volviendo todos locos? DON LUCIO — Y ahora, yo… aquí. (Se sienta a su lado, en el mismo sillón, forzando la postura de Gato don Pablito.) AIT AHMED — Necesito un equilibrio y un mínimo de felicidad para hacer frente a esta situación tan difícil. Vivimos en un país maldito en el que uno se presenta en cualquier universidad, para ofrecerse como simple profesor agregado, y hasta una secretaria, ¡una vulgar secretaria!, te mira con recelo el color de la piel antes de mirar tu título académico. Todo me agrede, todo; pero cuando vuelvo a casa, buscándote,

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buscando el refugio de tus caricias, tú empiezas a hablarme de la pena que te da ese pobre hombre. MARTA — No dramatices; no creo que sea de lo único que hablamos cada vez que vuelves a casa. ¿O es que quieres convencerme de que el viejo Lucio tiene la culpa de todos nuestros problemas? DON LUCIO — ¿Estás contento? (Gato don Pablito asiente.) AIT AHMED — Lo que quiero decir es que éste es un mundo brutal, Marta; y que no deja sitio para los pobres enfermos como él. Es muy triste, pero ésa es la realidad. Y tú y yo somos otra realidad, distinta de la suya. MARTA — ¿Ah, sí? ¿Pues no eras tú quien defendía que en este mundo cabemos todos? ¿O quizá te referías a que cabemos más dándonos la espalda que los unos junto a los otros? DON LUCIO — ¿Te gusta la televisión? AIT AHMED — Yo hablo de respeto, de vivir y dejar vivir. ¡Dejar vivir, Marta! ¡También a él! DON LUCIO — Y eso que no funciona el sonido… MARTA — ¿Para quién no hay sitio en este mundo, Ait? ¿A quién no le hacemos un hueco? ¿Quién no nos hace hueco a nosotros? Estamos hablando de lo mismo: el interés de cada cual y nada más. Si afecta a las grandes cuestiones hacemos de ello una bandera: el racismo, la igualdad, el respeto; y si se trata de un pobre infeliz, nos encogemos de hombros y decimos que así es la vida, y por respeto, por no meternos en su vida, le dejamos morir de asco; con todo respeto. Pero es lo mismo en los dos casos: desdén, egolatría, codicia… Codazos, Ait, codazos; algunos de ellos, mortales. DON LUCIO — Si al menos viniera alguna vez el técnico del televisor y arreglara el sonido… MARTA — Nuestro propio interés es el único tabique que separa el derecho a exigir del derecho a ignorar, y el auténtico respeto, de la insolidaridad, del desprecio, del egoísmo, del «no es mi problema», «la vida es así», «el mundo es muy cruel». Todos hemos dicho esas frases cada vez que hemos querido decir «¡y a mí qué me importa!». Para ti, el viejo Lucio es «tan mosca que pasa volando», como lo eres tú para un cabeza rapada. Si las cosas siguen como van, los dos moriréis aplastados, igual que simples moscas. Desde luego, tú haces lo que puedes por aplastarle a él. AIT AHMED — ¡Marta! DON LUCIO — ¡Oye, gato! MARTA — ¿Sabes por qué crees que es más grande tu causa que la suya? Porque es tu causa, la tuya. Pero tu causa, la nuestra, no empieza ni termina en ese pobre hombre, no nos engañemos. Lucio buscó refugiarse en mí de su fracaso como tú me

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buscas para refugiarte del tuyo. Y ¿dónde me refugio yo, eh?, ¿dónde? ¡Qué solos estamos todos! DON LUCIO — ¿No oyes algo? AIT AHMED — ¿Qué quieres decir con eso, Marta? DON LUCIO — ¡Es el televisor! ¡Se oye! MARTA — Nada, nada… O sí, sí quiero decir algo. Quiero decir que no usemos el pretexto de ningún pobre vecino loco para esconder lo que nos pasa. ¿Y Orán, Ait? No vivía ningún loco encima de nuestra casa de Orán, y sin embargo tuvimos que dejarlo. DON LUCIO — ¡Bajito, pero se oye! Ha dicho ella: «Y sin embargo tuvimos que dejarlo». AIT AHMED — Es muy duro lo que dices, Marta. DON LUCIO — ¿Tú lo has oído, gato? (Gato don Pablito afirma.) MARTA — Lo sé. Pero es así como lo pienso, y me quema las entrañas pensarlo y no decírtelo. AIT AHMED — Yo te amo. DON LUCIO — ¡«Yo te amo», le ha dicho él a ella! MARTA — Yo también. DON LUCIO — ¡«Yo también»! AIT AHMED — Marta, Marta… (La abraza.) No puedo vivir sin ti. DON LUCIO — ¡Cuánto se quieren!, ¿verdad? MARTA — Oh, Dios mío. AIT AHMED — Te necesito. (La besa largamente.) DON LUCIO — Mamá, será mejor que te lleve a acostar (recoge la manta cuidadosamente); mañana tienes que madrugar, que hay mucho que hacer en la casa. Tiene una de polvo la casa… ¿verdad, gato? (y la arroja, como siempre, al pasillo.) MARTA — ¿Quieres una cerveza? Verás cómo te gusta; es nueva y muy suave. AIT AHMED — Bueno. DON LUCIO — ¡Bah! ¡Anuncios! Con lo interesante que se estaba poniendo ahora, ¿verdad? ¡Mira, ya vuelve! MARTA — (Tras darle la cerveza.) Ait… AIT AHMED — Marta, por favor… MARTA — No sirve de nada callar, Ait.

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AIT AHMED — A veces, sí. MARTA— No, no… (Se sienta a su lado.) AIT AHMED — Por favor. (Vuelve a abrazarla y a besarla.) DON LUCIO — ¡Gato! Esto es asunto de hombres, ¿eh? (Silencio. Suena una sirena. De pronto ido.) No. No. No. No. ¡No! ¡Otra vez, no! ¡Otra vez, no! (Gato don Pablito corre asustado y se acurruca en un rincón. Don Lucio derriba el televisor de un manotazo.) ¡Otra vez, no! El golpe del televisor contra el suelo inquieta a Marta, quien se detiene y se aparta de su marido. Pero Ait Ahmed vuelve a besarla y apaga la luz. DON LUCIO — (Sereno de pronto.) Ya está, gato, ya está. No te asustes. No ocurre nada, no ocurre nada; tranquilo. Ven. (Gato don Pablito desconfía.) Ven, que quiero enseñarte algo. Quiero hacerte un regalo. Ven, mi gatito. Ésta guerra también es la tuya; ¿recuerdas que te lo dije? (Gato don Pablito asiente. Don Lucio aparta la red metálica de la ventana.) Que lo disfrutes. Adelante; es todo tuyo. Gato don Pablito se descuelga por la ventana y empieza a bajar. El canarito César se pone a temblar, intenta avisar a sus amos cantando, pero la voz no le responde; golpea la puerta de cristal, pero los amos no le oyen. Gato don Pablito se yergue sobre sus patas traseras. El canarito César se resigna; mira fijamente a su verdugo. Gato don Pablito se le acerca lentamente y extrae del bolsillo derecho una navaja, que abre. Apenas les separa un centímetro, Gato don Pablito descarga un navajazo en el costado del canarito César; al mismo tiempo, se oye un jadeo erótico de la pareja. Suena una sirena en la distancia. Gato don Pablito asesta un segundo navajazo al canarito César, de nuevo coincidiendo con el jadeo de los dos amantes. A partir de ese momento, Gato don Pablito clava una y otra vez su navaja al compás del apareamiento. Al fin, se confunde el grito del orgasmo con el de la muerte del canarito César. Silencio. Suena un grifo que chorrea. El canarito César se desploma.

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Escena Tercera Todavía de noche. Se escucha el ruido infernal de un grupo de “skin heads” que se entretienen destrozando el coche de don Lucio. Este enciende la luz de su habitación y abre la ventana. Mira espantado el espectáculo. DON LUCIO — Es mi coche. Mi coche. (Gato don Pablito vuelve a su rincón. A don Lucio Se le escapa una carcajada; luego, otras.) ¡Es mi coche! (Se ríe como un loco.) ¡Gato, mira! ¡Es mi coche! (Gato don Pablito ríe desconfiado.) ¡Dioooossssanntooooo! Abajo, Ait Ahmed abre apresurado la cristalera que da a la terraza y tropieza con el cadáver del canarito César. MARTA — (Que sigue a su marido, tropieza también con el cadáver.) ¿Qué ha pasado? AIT AHMED — ¡No lo sé! Llama a la policía, Marta. ¡Deprisa! Don Lucio corre hacia la cómoda y trae una pistola. Se asoma a la ventana y apunta al grupo, que ya huye calle abajo, pero el arma falla. Ait Ahmed se echa al suelo. Don Lucio insiste, aunque uno tras otro le van fallando los disparos. Al fin renuncia y se hunde. DON LUCIO — ¡Es mi coche! (Gato don Pablito sigue riendo loco.)

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AIT AHMED — ¡Lucio! Lucio! ¿Se encuentra usted bien? (A Marta, que sale en ese momento.) Marta, no salgas. DON LUCIO — ¿No te he advertido mil veces que no te rieras de mí, gato asesino? Coge del cajón un cargador nuevo, lo monta y dispara a Gato don Pablito en la cabeza. Gato don Pablito muere al instante. Marta grita; Ait Ahmed entra corriendo en casa. A lo lejos suena una ambulancia. AIT AHMED — Voy a subir. MARTA — ¡No! AIT AHMED — Voy a subir. No sé lo que está pasando ahí arriba. Escúchame bien: por nada del mundo, ¿me entiendes?, por nada del mundo se te ocurra presentarte allí arriba. ¿Me has oído? MARTA — Sí. AIT AHMED — Marta… MARTA — No vayas. La policía está a punto de venir. AIT AHMED — No podemos abandonarle. Está trastornado y tiene una pistola. Quédate tranquila; no va a pasar nuda. (Corre escaleras arriba.) MARTA — ¡Ait! AIT AHMED — ¿Sí? Desde la terraza, el espíritu del canarito César canta otra vez el «M’ama, si m’ama…». MARTA — Te amo. AIT AHMED — Yo también, Marta. (Corre arriba.) Don Lucio coge la mecedora, la arrastra hasta el centro de la habitación, se sienta y se cubre con la manta. Luego se mete el cañón de la pistola en la boca. AIT AHMED — ¡Lucio, abra! MARTA — (Acaricia el cadáver del canario.) Luego buscaré una caja de zapatos para ti. (Lo arrastra hasta la cocina.)

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AIT AHMED — ¡Lucio! ¡Lucio! Soy su vecino. Ábrame, por favor. (Don Lucio no responde. Ait Ahmed derriba la puerta.) ¡Lucio! DON LUCIO — (Se saca la pistola de la boca y encañona a Ait Ahmed.) Pase, vecino. Perdone que esté todo revuelto. AIT AHMED —Lucio. DON LUCIO — ¿Dígame? AIT AHMED — ¿Se encuentra bien? DON LUCIO — ¿Que si me encuentro bien? ¿Que si me encuentro bien, dices? ¡Cógeme los huevos, moro maricón! AIT AHMED — Lucio, por favor. DON LUCIO — ¡Que me los cojas, te digo! Tienes miedo, ¿verdad? ¿Verdad? AIT AHMED — Sí. DON LUCIO — Claro. Si yo ahora te pego un tiro, al ca- rajo tu cátedra y tu poesía. Yo podría seguir amándola desde la cárcel o desde el infierno; pero tú no volverías a ensuciarla con tus manos. Sí; te voy a matar. Igual que al gato, ¿ves? AIT AHMED — Lucio… DON LUCIO — Entérate; quiero que te cagues en los pantalones y que ella te vea así, lleno de mierda por fuera, igual que lo estás por dentro. Te voy a matar ahora. AIT AHMED — Nosotros… nosotros queremos ayudarle en todo lo que necesite, Lucio. Estamos aquí para eso. Somos sus vecinos. Podríamos haber seguido encerrados en casa, como los demás; pero, al oír los disparos, hemos pensado que necesitaría ayuda. Por eso he subido. DON LUCIO — ¿Sabes que un trece por ciento de los muertos se cagan en el momento de palmar? Tengo curiosidad por saber si tú vas a ser uno de ellos. AIT AHMED — Lucio, por favor… DON LUCIO — Mira. Esta manta era la que tenía mi madre siempre sobre las rodillas. ¿Quieres que te cuente una historia triste y que te hable de cómo mi madre me dejó solo al morir, siendo yo niño? AIT AHMED — Si usted quiere… Hábleme de lo que desee. Todos necesitamos hablar. DON LUCIO — Ahora, sobre todo tú, ¿verdad? Pues lo siento; no te voy a contar ninguna historia triste. Mi madre murió al día siguiente de cumplir noventa y dos años; hace más de nueve. Yo tenía… déjame echar la cuenta… sesenta, eso es. Así que, como supondrás, ya me había destetado. Todo ocurrió con la mayor naturalidad. Me quedé con esta manta por costumbre. Estaba acostumbrado a hablarle; era

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completamente sorda, y, cuando murió, me pareció que no molestaba a nadie si seguía hablándole a la misma manta sorda de siempre. Así de sencillo. ¿Te ha gustado? No, claro; porque eso quiere decir que no estoy loco, ni soy un espíritu maltratado por una infancia terrible, ni nada de nada. Te digo esto, moro, para que sepas que quien te va a matar no es un pirado, sino un militar de graduación en su sano juicio, y que lo que hago es lo mismo que este gobierno debería hacer con todos vosotros, escoria extranjera: exterminaros. Pero, claro, gobernantes con un par de huevos sólo nace uno cada doscientos años, por desgracia. AIT AHMED — Usted no piensa eso. No puede ser que un hombre culto… DON LUCIO — ¡Cállate! ¿Quién te autoriza a decirme qué es lo que pienso o lo que no? Se acabó. Ponte de rodillas, maricón. AIT AHMED — Lucio… DON LUCIO — Ponte de rodillas, por favor. (Levanta el cañón a la altura de su cabeza. Ait Ahmed accede.) Reza en cristiano, cabrón. AIT AHMED — No sé. DON LUCIO — Di: «Padre Nuestro, que estás en los cielos». AIT AHMED — Padre Nuestro, que estás en los cielos. DON LUCIO — No, no se te nota devoción. Reza otra cosa. AIT AHMED — ¿Cristiana? DON LUCIO — ¡Claro, cerdo! AIT AHMED — Pero… no sé. DON LUCIO — ¿No? ¿No sabes rezar en cristiano? Pues entonces que te jodan en hebreo, moro. (Amartilla el arma.) AIT AHMED — Lucio, por favor. DON LUCIO — (Con voz metálica y como si le hablaran desde la calle.) ¡Atención, atención! Le habla la policía. Salga con las manos en alto. (El mismo.) ¿La policía? Pero… ¿policía blanca o policía negra? (De nuevo imitando a la policía que le rodea.) La policía… la policía. (Otra vez él.) ¡Yo no soy un asesino, policía! Lo que pasa es que mi mujer me ha abandonado; me ha levantado los cuernos con un moro hijo de puta. ¿Me oyen? Y ahora lo voy a matar. ¡Tengo derecho! ¡No quiero que este cabrón se cepille a mi mujer y encima se vuelva riendo al desierto del Sahara! ¡Lo voy a matar! ¿Me oyen? (Haciendo de la policía.) ¡Déjate de tonterías y suelta al moro, que no tiene culpa de nada! (El.) ¡No! ¡No creo en la justicia de este país! El cincuenta y tres coma doce por ciento de los criminales condenados no llegan a cumplir ni una cuarta parte de su condena; ¿lo sabían? (La policía.) Noooo. (Él.) Pues hay que informarse amiguito. Lo ha dicho el presidente. (La policía.) Vaaaale. (Él.) ¿Saben lo que les digo? Éste la

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va a cumplir entera, por mis muertos; se la voy a aplicar yo ahora mismo. Tiene que pagar lo que ha hecho. Sí, de acuerdo, sí; ella también tiene culpa; pero todos sabemos que las mujeres son putas por naturaleza; ¿qué se le va a hacer? Moro, te voy a matar; está escrito. AIT AHMED — Lucio, por favor… DON LUCIO — Mmmm… Tienes suerte, moro; aún puedes disfrutar de algunos minutos de aplazamiento. Hay que meter los anuncios. Luego dirás que no fui generoso contigo. AIT AHMED — ¿C… C… cómo? DON LUCIO — Los anuncios, la publicidad… Ahora meten los anuncios y luego volvemos nosotros; entonces es cuando yo te mato. ¿No te enteras? (Ait Ahmed asiente.) Pues ya está. (Pone a sonar una melodía ligera en el aparato de música; luego se retrepa en su mecedora. Se oye una sirena.) Esa sirena es de la policía. ¿Que no? Lo que yo te diga. Mira: la sirena de la policía es un poco más aguda; la de los municipales va ligeramente más rápida, y las de las ambulancias, aunque de gran variedad, suelen ser más prolongadas.

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Escena Cuarta La casa de don Lucio está ordenada y pulcra. En lugar de la mecedora hay una silla. Ha desaparecido la manta y funciona otra vez el carillón. Hay un televisor grande —encendido— del que sale una música de dibujos animados: carreras, tropiezos, caídas, resbalones… Abajo todo está tranquilo. Suena el timbre de la puerta de arriba. Viene a abrir don Lucio, con aspecto bondadoso, fatigado y un tanto mecánico. Al otro lado de la puerta abierta, Marta sonríe como siempre. MARTA — Buenos días, don Lucio. ¡Mire lo que le traigo! (Le muestra la jaula en la que transporta un canario estirado y verderón. Don Lucio sonríe.) Vamos a ponerlo aquí. (Lo pone en el alféizar.) ¿Le parece bien? DON LUCIO — (Imperceptible.) Bien. MARTA — Le he puesto… Ait, Ait Ahmed, como… Pero, bueno; si a usted no le gusta, puede cambiarle el nombre. DON LUCIO — (Igual.) Bien. MARTA — Mire. Le vamos a poner una hojita de lechuga, a ver si se anima y canta. (Le tiende al canario una hoja de lechuga fresca que traía en la otra mano. El canario agradece la ofrenda y extrae del interior de su americana un cuchillo y un tenedor, envueltos en una servilleta, con los que desmenuza la verdura, que ingiere impasible.) Verá cómo dentro

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de poco se pone a cantar. Bueno, don Lucio; me voy. Ya sabe que estoy abajo; si necesita algo… Usted no me molesta. DON LUCIO — (Igual.) Bien. MARTA — (Besa dulcemente la mejilla de don Lucio.) Recuerde que me debe un café con galletas. Tengo que devolverle la visita. DON LUCIO — (Igual.) Bien. (Cierra la puerta, se vuelve al sillón y se sienta frente al televisor.) Abajo, Marta se sirve un café, se acomoda en el sofá y empieza a mirar sus viejas fotos. El canario termina su desayuno, se limpia, se aclara la laringe y canta, con voz de soprano, la vieja cavatina de César. EL VECINO PORTUGUÉS — ¡Esa música, que hay quien todavía duerme!

telón

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Sucio amanece (Casi una novela)

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Uno Nada; salvo que suena solemne el tictac largo de un carillón de afectado mostacho. Una chiribita de los infiernos apenas tinta de ocre mísero el cuarto donde el viejo momia, desparramado sobre la poltrona de sus costumbres, consagra al cielo tórrido de la noche el indigno aspaviento de un último suspiro. (Por cierto: rollizo debió de alumbrar de entre sus fauces el soplo del vivir, que al escapar le ha desternillado la quijada, así que su hocico parece el hondón de una sincera agonía). El riguroso tránsito le sorprendió doméstico, envuelto en un quimono zarco de adorno bermellón, hosco de ánima (según se diría por lo huraño del gesto) y escoradas las dignidades de su austera cabeza a mueca de guiñol cómico, si no fuera por lo trágico del episodio. El gesto, su gesto de muerte exagerada, cambia a destellos (ahora parece reír, ahora parece que no) de la luz del televisor encendido y mudo, que, puesto que se desentiende de súbitos desdenes, no respeta inopinadas muertes y sigue su camino, como la vida misma, ignorante de ajenos dolores. A los pies, un gato mil veces negro (un minino que pasa de cincuenta quilos y suele andar enhiesto sobre los cuartos traseros) le vela sin saberlo; sobre todo, porque vela adormilado, que es mal velar, o quizá porque en el tufo de los bajos del amo presiente, más que pútridas trascendencias, negros efluvios de vida, cochambre baladí. Y eso será, que el gato lo da a entender (y el gato, como todo animal, en cuestiones de muerte se guía del instinto y no de las apariencias) y, más que nada, porque cuando se dispara la sonería del reloj, atenta a las diez que caen, el muerto, que tal vez anduviera en tránsitos oníricos, se espabila con el repente y le gruñe a nadie la molestia de ser incordiado (en lo que se le conoce que está bien vivo, porque nunca se supo de ningún finado que rabiara tanto sólo porque le desvelara del perpetuo sopor el címbalo de un reloj patrimonial y soberbio).

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El muerto, vivo y amodorrado, se sacude el letargo a golpecitos de su propio esqueleto en pauta que dirigen los campanos del reloj, así que cada uno es un sobresalto nuevo, un nuevo fastidio, un amago epiléptico que desemboca en brusca mudanza de postura. Estéril lucha contra un enemigo inmensamente pérfido, despierto y travieso, por lo que el viejo (después de tanto ajetreo, expresión de viviente alelado, un párpado enrollado y el otro no) al fin decide balbucir al mundo inmenso su inteligente pregunta (un «¿Eh?» con vocación de «Ah») y luego porfía en desempastar la lengua, adherida por el oreo al rasposo paladar, mientras comprueba que, en este tiempo de pasmo, la vida apenas ha transcurrido dentro de su habitación. A su derecha, madre duerme aún ajena a la sonaja del reloj y al entero mundo. Es un rebujo de mantas encorvado y fusiforme, que, en descomedidos arrebatos de protagonismo, de lustro en lustro arranca un diminuto quejido (o quizá sólo lo parece) a la añosa mecedora donde acomoda la paraplejía desde los tiempos de cuando virgen; y así, tenaz en el indumento (para chasco del calor), cumplió anteayer siglo y décimo. Madre no habla jamás (ni falta que le hace a nadie), pero tiene un oído paciente y divino en el que se estrellan testarudas las cavilaciones del hijo. A su izquierda, una mesita que es mostrador de muchos pequeños aparatos con los que maneja, sin moverse del sillón, muchos aparatos grandes: Primer misterio: el ventilador: mohín de satisfacción vecina del placer cuando aumentan las revoluciones de sus aspas, mohín que poco a poco vira a sofoco según él mismo reduce la velocidad de giro y que roza la agonía cuando el motor casi se detiene; menos mal que, de pronto, como un capricho paradisíaco, el viejo se consiente volver a acelerarlo al máximo, así que regresan a su expresión sosiego y deleite. Segundo misterio: el televisor: gesto de tedio a cada cambio de programa, bostezo desaforado, exagerado ademán de desagrado, sonrisa estúpida, estúpida sorpresa; en otro, suspicacia; en otro, tontería; en otro, boquear sin decir las palabras del muñeco televiso; en otro… Tercer misterio: el artefacto de música: una pizca de pasodoble (mueca española, sentida y honda), un pellizco del «Himno a la Alegría» (pellizco en el alma, que le pone porte rotundo, grave, herido), un apunte del toque de diana (gesto marcial traicionado por una furtiva lágrima)… Y de pronto (cuarto misterio), bostezar de nuevo ruidosamente, como si nada hubiera pasado, sacudirse la lágrima y perturbar la quietud de alguna pulga que dormita entre el pelo de su pecho (suena; sí, ¡suena!, el rascar de su zarpa contra el velludo torso; y hasta el gemido del parásito sonaría, si no fuera porque no hay tal bicho, que él, eso sí, es caballero de fruición y rito en la higiene). dicho esto, se levanta con pesadez —por algo, más que adorno, la redondez casi divina de su vientre, Lucio (que así es como se llama, aunque con su don por delante, desde luego)—, vuelve a bostezar una y cien veces y se acerca a la madre y le grita: Y

—¡Madre! ¡Madre! Como si la madre fuera sorda, que sí.

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—¿Estás dormida, madre? Y

el silencio de la madre es toda una afirmación.

—¿Tienes frío, madre? Quizá también ahora su mutis signifique asentimiento; al menos así lo entiende él, que le ajusta la manta a cada rincón de su cuerpo serrano, por lo que es de creer que aquel emplasto humano iniciará muy pronto su natural efervescencia. —¿Quieres que baje la velocidad del ventilador? —sigue chinándole a la anciana, y el pobre suda y resopla sólo de pensarlo, a la vez que se acerca al aparato y, afligido y bizarro, en efecto, mueve hacia la izquierda el… Aunque no, no; a medio centímetro del interruptor, comprende de pronto la vulgaridad de sus pretensiones, así que se aparta… —Verás —le dice, llega hasta la mesita, recoge el mando correspondiente (luego de reconocerlo de entre otra media docena), se cuadra intendente, lo apunta hacia el ventilador y le fuerza a reducir su velocidad. —¿Eh? —pregunta triunfal—. ¿Así está bien? Es el ventilador más moderno del mercado, y el más caro; pero es que algunos espíritus selectos no nos conformamos con cualquier cosa —añade con voz profunda de anuncio de televisión. —¿Te has fijado en este botoncito? Puedo hacer que el ventilador gire de pronto en sentido contrario. ¿Ves? No, claro, aunque el aparato sí que ha variado de golpe el sentido de giro de sus aspas. —Parece un detalle sin importancia; pero no lo es: un cambio súbito en el sentido de giro de las aspas del ventilador proporciona fluctuaciones infinitesimales en la carga electrostática del aire ambiente. Según estudios recientes de prestigiosos institutos científicos alemanes, esta variación iónica se ha demostrado altamente benéfica en el tratamiento coadyuvante de la tensión nerviosa, insomnio, fatiga, estreñimiento, palpitaciones y demás alteraciones psicosomáticas. Sobre todo, madre, se recomienda muy especialmente para el alivio de los síntomas neuróticos premenstruales. Ríe el gato la propiedad con que el amo ha recomendado la aplicación última, y el don Lucio, que cae en la pifia, carraspea, concluye la exégesis científica y, como pensándolo en alta voz, recompone sus intenciones: —Espera —resuelve—; será mejor que lo apague, no te vayas a resfriar. ahora sí, medida la distancia, empuntillado, con aire ufano y ceremonial le da muerte al ventilador. Las aspas agonizan; al fin, del todo se detienen. No es que él salude al tendido, aunque sí se le aprecia un tris de andar chulesco y torerillo. Y

Pasada la fugaz ilusión, coge un periódico y se abanica, y vuelve a sentarse, a esparcir su cuerpo por toda la vieja butaca.

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—¿Oyes? —dice como acentuando en voz alta (por más que él insiste en que le habla a la madre) el lejano aullar de una sirena—. Ésos son los bomberos —afirma rotundo, y espera del silencio un aplauso. —¿Que no? Lo que yo te diga. Y justo; al silencio le dice, catedrático y pomposo: —Mira: la sirena de la policía es un poco más aguda; la de los municipales va ligeramente más rápida, y las de las ambulancias, aunque de gran variedad, suelen ser más prolongadas. Ya sé que no es fácil, pero yo las diferencio sin mayor problema. Yo reconozco cada ruido que se mete en esta casa: las sirenas, el trajín de los vecinos… —señala vagamente a una ventana que, al fondo, se abre, en efecto, a un patio de vecinos—. Son muchos años de oír siempre los mismos sonidos, siempre los mismos —remata una chispa melancólico, y luego se cambia el tercio, porque tampoco es plan ni quizá haya para tanto—. Esos son los bomberos, te lo digo yo. Y además no tiene nada de extraño; está la nochecita… que hasta el aire quema. De pronto sospecha que le habla al vacío, siente vértigo y busca un asidero urgente. —¿Me oyes, mamá? —pregunta al revoltillo de mantas, y él mismo se responde entristecido. —No, claro que no me oyes. Le remata la cuestión el gato con un bufido zumbón que tal vez sea antojo o arbitrariedad, aunque huele desde lejos a antigua reyerta y a despique insatisfecho. —¡No te rías sin fundamento, gato maricón! —responde el viejo a la guasa gatuna acompañando el anatema de un puntapié, por suerte fallido, que habría malogrado ocho de sus siete vidas. —El día menos pensado te vendo a la taberna de la esquina y terminas de chicha en el plato de un obrero —le increpa al gato, que espera bajo la mesa (el hocico torcido) a que pase la tormenta. Y pasa. Al viejo se le escapan las iras por el desagüe de la amargura y el sofoco. Derrotado otra vez sobre el sillón, se lamenta: —No tiene uno bastantes envidias que aguantar y encima viene el gato a tocarte los testes. ¿Qué habré hecho yo para que todo el mundo me odie? —ya la queja es casi lágrima—. ¡Todo el mundo! Porque, vamos a ver, como tú muy bien dices, madre: ¿acaso no presento yo atractivos suficientes para cualquier mujer? Por lo menos, como la mayoría de los que se han casado; pero aquí me tienes: militar de graduación, demócrata, discreto, culto, moderno, bien parecido, buen tono sexual, eso puedes jurarlo —aclara rijoso con sonrisa bucanera, y en un instante regresa al caudal de su dolor—, y un coche nuevo en la puerta que es la envidia, otra envidia más —subraya—, de los vecinos.

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Se asoma por la ventana exterior (un marco que flota en el aire de la fachada) y comprueba lánguido, paternal, que el cochecito está bien. —Míralo, madre —se emociona—: magnífico, impóluto —acentúa mal, pero, eso sí, con hondura e hincapié, y el gato se ríe—, como todo lo mío, porque a mí no hay quien me gane en poderío y saber estar. Y, sin embargo, aquí me tienes —coge aire y lo espira digno—: ¡solo!, ¡soltero! El gato, que no escarmienta, se ríe otra vez (o tal vez sea cierto que no puede evitarlo). Lloroso, al borde del síncope, el viejo le tira a dar, y mucho, una de sus zapatillas. —¡Gato cabrón; no te rías de las lágrimas de tu amo! —brama con ira y pena, y el gato, cabrón, vuelve a reírse; esta vez, de la escasa puntería de su amo. Pero al viejo ya no le importa la algazara del micho; está muy afanoso en descargar por el lacrimal aunque sólo sea una parte de sus miserias. —Claro, que ¿por qué no te ibas a reír de mí? Ríete; sí, ríete de tu amo, gato —grita teatrero trágico—. ¡Soy un desgraciado; un gafe! ¡Hasta el vecino de abajo tuvo que mudarse por mi culpa, porque no me aguantaba ni siquiera con un techo de por medio! ¿Te das cuenta, mamá? No tengo a nadie; nadie arriba, nadie abajo; nadie a los lados… ¡Nadie! Ya ves: ¡de mí se ríe hasta el gato! Y ya está. Sorbe las narices digno y da por terminado el berrinche. —¿Quieres una tortilla, mamá? ¿Te hago una tortilla de dos huevos? —pregunta solícito, aunque en verdad que no muy interesado por la posible réplica; tan es así, que se dedica a llenar de mocos el pañuelo, sin prestar ni mucha ni poca atención a la madre. —Un día la televisión dijo que los huevos aportan tanta proteína como la leche y el pescado juntos; sin embargo, la radio ha dicho esta mañana que no, que es el pescado el que aporta tantas proteínas como el huevo y la leche juntos; y el periódico, ayer, decía que lo que en realidad aporta todas las proteínas del huevo y del pescado juntos es la leche; pero la leche de burra, que es más rica en glucosa. ¿Quieres que te haga una tortilla de dos huevos con leche de burra y trocitos de pescadilla? Si al menos viniera alguna vez el técnico del televisor y arreglara el sonido… De súbito recuerda una cita cotidiana. Con los ojos inquietos (ahora sí), comprueba en su reloj que el momento está a punto. Una sonrisa le sacude los restos mortales de su pena precedente y larga a la madre (con su hambre, si la hubiera) camino de la próxima estación. —Oh, qué tarde —exclama con tono de mal actor—; será mejor dejar la tortilla para el desayuno.

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Y se levanta sin dar cuartel a otra opinión de la madre, la abraza envuelta en sus mantas perpetuas, la levanta de la silla como a una péndola y se la lleva camino del dormitorio. —Venga, venga —le dice zalamero y paternal—, que sólo piensas en juergas y ya es hora de dormir. A la camita, a la camita… Antes de llegar a la puerta la arroja sin más al pasillo y se sacude las manos. Cuando vuelve, medio segundo después, viene suspirando por recuperar el resuello perdido en el esfuerzo (que no es ninguno, pues, para ser justos, la madre no pesa más que un hato de ropa). —Al fin solo —exclama con rara felicidad—. Hay momentos en los que un hombre necesita estar solo —concluye decidido aventurero. Hasta que se tropieza con el gato, que se aguanta el carcajeo a duras penas. El viejo acera su mirada sobre el mizo, dudando si aliarse con él o declararle la guerra, y al fin opta por chistarle cómplice: —Y tú, don Pablito… —que es como rebautizó al morrongo, hace tic esto ya siete años, durante unas calenturas de paternidad que le atacaron en un delirio de melancolía— calladito, que la abuelita ya está dormidita. Se ha hecho muy tarde; y, además —sonríe pícaro camino del viejo aparador, del que saca un pequeño catalejo de pecador destino—, que esto es… asunto de hombres, ¿eh? —le guiña; es más: si hubiera estado a su altura, le habría propinado un codazo culpable. Pero el gato responde ahora altanero y desdeñoso, arremangando los bigotes, volviendo la cabeza y encaminando su felino pavoneo hacia la esquina más alejada. En mutua ignorancia, don Lucio —«Bah», le ha dicho con boca de lucio— ha clavado su vida a su reloj de pulsera, y con la atención que no dedicaría a cronometrar los últimos jadeos de su peor enemigo, mira impaciente pasar los segundos. —Dentro de un minuto sonará la llamada del placer —pregona iluminado y místico. Pero se sobrecoge en ese momento. —¡Oh! —exclama estirando un dedo al cielo cuando escucha, lejano, el motor de un exprimidor de zumos—, pero no puede ser; hoy se ha adelantado. Es prodigioso; nunca lo había hecho. ¿Estará enferma? Aunque pronto cae en que tanta cavilación le priva de lo que de verdad le interesa. Se acerca a la ventana del patio, encanuta en su ojo derecho el catalejo y busca, busca tenso. Dos segundos después se tranquiliza. —Ahí está —murmura apenas—, tan hermosa como cada noche. ¿Enferma? —bromea; y enseguida le cambian los tonos a graves, encelados, guerrilleros—. ¿Enferma? —se le escapa entre dientes—. Oh, Dios mío; qué tormento; qué heridas para mi corazón desbocado. ¡Atento! Ya se ha tomado el zumo; ahora apagará la luz de la cocina… Eso es; y a continuación… encenderá la luz de su dormitorio; ¡eso es! —se escora buscando situar su curiosidad en la habitación contigua a la cocina de la mujer: su

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dormitorio, ni más ni menos—. Ahora… a desnudarse; vamos, vamos… —dice con voz temblorosa, doblegado a que el caudal de la emoción de un segundo desplome para siempre el muro de su vida entera. —¡Eso es! ¡Eso es! ¡Ah! ¡Ah, la noche! —musita febril, borracho de insaciable deseo—. ¿Cómo es posible, Dios mío, que esta mujer se conserve así a sus setenta y cuatro años? Pero, aunque las venas le resistan la presión de sus anhelos sin estallar, un tributo sí ha de pagar a tanta demasía y libertinaje: la agitación le pone temblores en el pulso hasta hacer que le resbale de entre los dedos el anteojo. —¡Coño, el catalejo! —maldice—. ¡Si es que tengo las manos empapadas de sudor! El canuto metálico cae al fondo del patio y bota y rebota armando un gran estrépito. Se asusta él, se asusta la vecina (quien por instinto presiente que tanto ruido guarde alguna relación con su desnudo, así que de inmediato apaga la luz del dormitorio) y se desternilla flamenco el gato, que se revuelve por el suelo en el lodazal del talión. Fracasado, el viejo abandona la ventana de sus pecados. —No te rías, don Pablo, que el placer es sólo un segundo fugaz, y a veces ni eso. Te lo digo yo, que entiendo mucho de estas cosas. El gato persevera, más que nada por contumacia, que se le nota que la sentencia del amo le ha helado la mofa y la cosa ya no es lo que era. El viejo, de nuevo en su sillón (sobre el que se ha dejado caer perezoso), resopla, se aburre, cambia de programa en el televisor, se enjuga el sudor con la manga del quimono, escucha sin quererlo una nueva sirena que en la distancia rompe el silencio de la noche. Al fondo, luego, un tenedor golpea machacón contra un plato. —Ya está la mujer del viajante como todas las noches. ¿Sabías —le dice al gato (y le mira)— que un cuarenta y nueve coma tres por ciento de la población mayor de cincuenta años tiene alterados sus niveles de colesterol? El gato pone cara de circunstancias. —Tú qué vas a saber, gato ignorante. Tú sólo sabes reírte de tu dueño, ingrato, desaprensivo. El gato bosteza. Y él también. Vuelve a aburrirse. —Si al menos viniera algún día el técnico del televisor y arreglara el sonido… Pero la soledad y el calor le recalientan el cerebro. La chispa le prende de repente, se le ilumina la mirada y, ladino, le espeta al gato sin pensárselo dos veces: —¿Quieres que hagamos alguna llamadita? —pregunta de trámite, porque sin esperar respuesta se ha levantado para coger el auricular de un teléfono inalámbrico.

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El gato se lame el sitio de las pulgas; a tanto le llega la indiferencia, pero él se lo toma como le conviene. —Venga, di un número —continúa igual que si el otro se hubiera contagiado de su entusiasmo, que no tanto, aunque accede paciente. —Cuatro veces te has relamido esa méntula de maniquí que tienes, vicioso. Marca y cuenta entre dientes. —Uno, dos, tres… Tres. Vuelve a marcar y sube de nuevo el cálculo. —Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Y… —Cinco —pulsa, mientras sigue el gato acumulando lengüetadas. —Uno, dos, tres, cuatro, cinco —empieza a alarmarse—, seis, siete, ocho, nueve —no da crédito—, diez, once, doce… —sigue impresionado—. ¡Doce! ¿Cómo que doce? Pero ¿en qué estás pensando, gato marica? Despacio. Un uno y un dos —más lengua—, otro dos, y… uno, dos, tres —sube la cuenta—, cuatro, cinco, seis, siete… Siete. Ya están todos. Marca. —Deja quieto el apéndice, que te vas a condenar, pervertido. Carraspea y aguarda a que, en algún sitio que él ignora, una voz interrumpa el tono intermitente del teléfono. —Ya verás, ya verás —le dice entusiasmado al gato—. «¿Oiga? —remeda con voz gangosa—. Aquí, funeraria La Humanitaria. ¿Han encargado ustedes un cajón para un maricón?» se ríe tontito, aunque enseguida se detiene, pues han levantado el auricular, y le hace un gesto elocuente al gato. Y

—¿Oiga? ¿Oiga? Pero se aparta del cacharro extrañado y molesto por el volumen excesivo de un pitido borracho, informe. —Vaya, hombre. ¿Adóndevamos a llegar con tanta electrónica? Ya no hay humanidad. ¿Ves cómo estás gafado, Pablito? No pienses que te voy a pedir otro número, lengua infame; esta vez lo pienso yo. Veamos… Dos, que es par; tres, que no lo es; siete, que es cabal; cinco, que termina en punta; cero, que no suma nunca; y sesenta y nueve, que no rima, pero ajusta que da gusto. Y

medio segundo más tarde (lo que le pide el seso para pensarlo) añade:

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—Supongo. Le cogen el teléfono, va a hablar muy animado. —¿Oig… Pero se queda perplejo. —¿Cómo? —pregunta. Le repiten y calla. Le recorre el cuerpo un violento escalofrío. Cuelga y añade sombrío: —También es negra coincidencia, ir a dar con una funeraria. El gato, que es un obseso (ya nadie lo duda), vuelve a reírse del—Y yo soy delineante, ¿y qué? —objeta el otro cachazudo y testarudo. —¿Y qué? ¿Y qué? Usted, señor mío, es uno de esos veintiuno coma cuarenta y tres por ciento que vive a costa del resto de la sociedad; en su caso, de una sociedad que ni siquiera es la suya. —Sí, señor; yo vivo de los demás ahora, que estoy parado; pero usted… de toda la vida, y de mis impuestos, que los pago como el mejor español. —¿Usted español? ¡Ja! ¡Usted es un renegado; eso es lo que es usted! —¡Patriota! —¡Oiga! A la patria, ni tocármela, ¿eh? —¡Menos patria y más trabajar! —Bueno, mireeee… mejor vamos a dejarlo —cede, sabedor de que por ese atajo se tiene ganado convertirse en asesino. —Sí; mejor, lo dejamos. Y lo dicho: falou um trabalhador. —Bueeeeno; que vamos a dejarlo —advierte éste más amenazador si cabe. —Más vale que sí. —¡Que vamos a dejarlo, digo! —Pero ¿lo vamos a dejar o no? —Eso depende de usted, que por lo visto no hay quien le gane a tozudo. —Ya empezamos con los insultos. ¿Sabe qué le digo?, mejor vamos a dejarlo, trabalhador. —Sí, vamos a dejarlo, delineante —subraya con toda la intención. —Pero que conste que el que lo deja soy yo —remata provocador el luso flemático. —Bueno, pues sí; vamos a dejarlo así; total, para qué discutir tonterías —termina, y se aparta de la ventana—. Qué barbaridad; qué testarudos llegan a ser algunos —se dice pensando en alta voz, aunque enseguida advierte que desaprovecha una lucida

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oportunidad y decide compartir con el vecino, otra vez junto a la ventana, sus más íntimos pensamientos. —¡Qué barbaridad; qué testarudos llegan a ser algunos! —grita al hueco del ventanal. Y otra vez se vuelve, ahora un poco más ufano, aunque no menos agrio. Se deja caer en el sillón con tanta rabia que al pobre mueble le crujen todos los travesaños. —¡Portugueses de mierda! Vienen huyendo de su propia miseria y todavía quieren darnos lecciones! Enciende el televisor y aprieta los botones del control remoto, cambiando de canal, igual que si estuviera aplastando sabandijas con el pulgar. —¡Maldita sea! —sentencia al cielo—. ¡Ya me perdí el programa por culpa de ese cretino! ¡Me cago en…! Y precisamente esta noche, con el mal augurio de la llamada a la funeraria —chasca la lengua—. No es que me dé miedo morirme, no, que yo soy un soldado, sino que me coja la muerte en este renuncio y me tire una vida eterna de chupa de dómine. ¡Me cago en…! Anda el hombre pensativo, haciéndose cábalas metafísicas, solo como está, poniendo gestos y gestos según calcula que le puedan ir las cosas, si es que por fin el hado decide esta noche que ya ha molestado bastante al mundo. Aunque ni tan abstraído ni tan preocupado que no le saque del abismo de sus reflexiones la sirena que chilla al fondo. —¡Eso es una ambulancia! —se dice con los ojos espantados—. Otro que se muere.

Y empieza a rezar por bajo, acongojado y maniático. De pronto calla y aplica oreja al resto del mundo: alguien habla. —¡Jo! —se chufla olvidando su propia tribulación—.Ya está otra vez la vieja de enfrente hablando sola. Te digo yo… Más cuerdos los hay en el manicomio. En fin, vámonos a dormir, Lucio, que ya está bien por hoy de tanto desamparo y tanta soledad. Y que sea lo que Dios quiera. Don Lucio, más cansado de la holganza y del encierro que de los mismísimos años, comienza a desnudarse de su quimono y se queda en calzoncillo amplio y abolsado. Le fatiga ya remolcar las últimas frases del día. —Coche, cochecito mío —dice poeta asomado a la ventana mientras contempla, allí abajo, aparcada junto a la acera, la gloriosa recapitulación de los sueños de toda su vida—. Que pases buena noche, caprichito mío, mi coche.

Y le sopla el beso que ha posado amoroso sobre la palma de su mano.

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—Debería aprender a conducir —concluye al girarse camino de la cama—. Cualquier día de estos. Se quita el reloj de pulsera. —Ahora, a dormir. Ya es casi media noche. Justo el momento de que suene, como siempre…

Y suena, sí señor; suena a lo lejos, como todos los días, justo a la misma hora, el motor de una taladradora. —…La taladradora del vecino del séptimo. Cuando yo digo que no hay una cabeza en su sitio… ¡Y que todas las noches espera a que me vaya a dormir para ponerse a hacer agujeros en la pared! Menos mal que —deja pasar un segundo y el ruido cesa—…es sólo un momento.

Y se detiene en sus preparativos a pensar, sesudo, profundo, al borde del catre. —¿Será un capricho sexual de la mujer? Porque ésa tiene que ser una lagarta en la cama… que para mí la quisiera yo. Apaga el televisor; apaga la luz (rendida ya a estas horas) y, envuelto en la oscuridad, se zambulle entre las sábanas y bosteza ruidoso. —¡Jo! Mira que ir a dar con una funeraria… —se le oye quejarse después de un silencio. Suena una ambulancia y chasca. —¡Otro! ¡Me cago en…! —exclama contrariado. Luego, cuando todo el mundo diría que se ha dormido, aún se le oye lamentarse desde el umbral del sueño: —También es mala suerte, con la de números de teléfono que hay, ir a llamar a una funeraria.

Y enseguida se le oye darse la vuelta en la cama y murmurar con voz soñolienta, paciente y aburrida: —Estate quieta, Marilyn, que esta noche no tengo ganas…

Y ronca. Diez segundos después, le despierta el canto próximo de un gallo alborotador. —¡Maldita sea! ¿Otra vez? —se lamenta a voces destempladas—. Y que no se te mete en la cachola que eso lo hacen los gallos; ¡los gallos!, ¿te enteras?, y no los gatos. Un albear todavía fresco y joven alumbra el dormitorio. El gato entra y se despereza desdeñando las protestas de su amo. Un ruido de trasteo acaba con el poco silencio que aún pudiera quedar atrapado entre los párpados del viejo Lucio. En el pi-

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so de abajo entra y sale gente que carga muebles, los arrastra, los ajusta‌ mientras una voz de mujer

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Dos dirige, con tono delicado pero vigoroso, las maniobras de los encargados de la mudanza. —Eso allí; esto aquí; no, eso no; sí, sí, eso sí; un poco más arriba, un poco más abajo; a la izquierda, a la derecha; por favor, tengan mucho cuidado. A la luz de su tono alegre y cautivador, acude el sol a iluminar la mañana recién estrenada y acude el viejo (que salta de la cama con sus calzoncillos pajizos y sus pelos revueltos) a que la ventana le explique aquella batahola desconocida y, por encima de todo, aquella voz exquisita, vibrante, turbadora y cálida. —¿Qué pasa ahí abajo, gato? —pregunta encendido mientras se asoman los dos a mirar la amplia terraza del piso inferior. Antes de que el viejo Lucio pueda darse cuenta, desde allí mismo una criatura bellísima (y aun más que bella, de una frescura luminosa, cristalina) le saluda jovial levantando el brazo y agitando la mano con una gracia perfecta. —Buenos días —sonríe ella. Cuando, enceguecido por un aura tan dulce y avergonzado del incierto encanto de sus legañas, al momia no se le ocurre nada mejor que ocultarse como un rayo bajo el alféizar de la ventana (sin responder siquiera al saludo), la joven ni se extraña ni se inquieta; simplemente colma cada rincón de la mañana con un borbollón de risa cantarina que se lleva, tras de sí, por todos los recovecos de la casa. Un segundo después de que el gato (abandonado ya por su púdico amo) replicara desde la ventana al saludo de la deidad con una mueca desdeñosa, asoma en el mar-

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co la cabeza despeinada del valeroso Lucio, su mirada alucinada y temerosa, su tartamuda arrogancia. —¿Qué ha sido eso, gato? ¿Se ha ido ya? Pero el que se va es el minino Pablo, molesto por ser usado en un negocio que no le incumbe y muy sabedor de que tres (aun cuando uno de ellos sea todo un señor don gato y los otros dos simples seres humanos) son multitud. Acto seguido, el viejo le saca propina de varios centímetros a su gañote intentando ver lo que pasa debajo (donde continúa el trasteo) y se juega el físico por el arrojo de su curiosidad, que nunca se topa con escollo ineludible. Y como esta vez no ha de ser excepción, enseguida encuentra cómo abrirle más puertas al huroneo sin comprometer el talle; ni más ni menos que echando mano de un artilugio aparatoso y esmerado que él mismo se fabricó con materiales caseros, muchas horas de ocio y aún más ganas de recrearse en la ajena vida: un tubo largo, varias veces acodado y provisto de espejos cuasi científicamente calculados para fisgar (indemne si cauteloso) los pecados y milagros de quienes viven (cuando viven) encima, debajo y a los lados del mirón. —Oh… oh… —repite cien veces emocionado—. ¿Has visto a esa mujer, gato? ¡Qué señora! Y eso que la estoy viendo al revés. Oh… Qué pelo… qué piernas… qué cu… qué curioso, parece que se traslada a vivir sola. ¿Será posible tanta belleza? ¿Será posible que una mujer así se venga a vivir sola, sola, precisamente debajo de mí; bueno, quiero decir debajo de mi casa? ¿Te lo imaginas, gato? Sola ella y solo yo. ¡Cuánta soledad junta!; si ella se deja, claro. Siguiendo el curso tarambana de sus fantasías, acaba de caer en la cuenta del pésimo estreno que ha tenido su futura relación amorosa con aquella etérea criatura. —Dios mío, pero ¿qué habrá pensado de mí al verme en calzoncillos, despeinado v sin dentadura postiza? No sé qué me estoy preguntando; bien me puedo hacer una idea de lo que habrá pensado. Y encima me saluda y yo como un imbécil, no le respondo y además me oculto. Buen convenzo, amigo Lucio; ésta ya está en el bote. En fin, vamos a ver si aún se puede hacer algo —concluye decidido a enfrentarse a la cruel enemistad del espejo. Y entra, no sin haber echado una última ojeada al territorio enemigo y, sobre todo, al enemigo mismo, que es más sugestivo. —¡Que viene! ¡Que viene otra vez a la terraza! Desencajado, adrenalínico, recoge precipitadamente el cacharro del espionaje (golpeándolo ciento cincuenta y tres veces antes de conseguir introducirlo del todo en la casa) y corre a ponerse el quimono y a alisarse el pelo ayudándose de un par de lamidas en las palmas de las manos, que la saliva no sólo limpia y fija, sino que, con un poco de fe, además da esplendor.

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La joven (bien mirada quizá no lo sea tanto) trae en la mano un canario enjaulado al que quiere acomodar en la terraza. A propósito (bueno será ponerlo en claro lo antes posible, a fin de prevenir eventuales desconciertos), que el pajarito fácilmente puede dar en cualquier báscula sincera sus buenos cuarenta y muchos quilos y alargar la regla de medir estaturas más allá del metro y cincuenta. Por si fuera poco, tiene un aire tristón, solemne, timorato y fúnebre, por partes iguales: un regalo, vamos (un regalo, cierto; regalo de un hombre para ella singular). —Aquí —le dice la dueña al canario al ubicarlo contra una de las paredes—. ¿Te gusta este sitio, César? César, en su común alegría de vivir, encoge sus tristes hombros y ojea los alrededores con un entusiasmo peligroso. —Aquí tendrás mucha luz y disfrutarás de la compañía de los otros pajaritos. ¿Estás contento? Y, bueno, para qué extenderse en más detalles del alborozo canario. —Pues canta, tonto; si estás contento, canta. Mira, toma una hojita de lechuga, anda. El pájaro recoge de mala gana la hoja de lechuga y aún con menos unción le deja caer un bocado que se traga sin apenas masticar. —¿Verdad que está rica? Vuelta el canario a la noria de la dicha. —Pues, venga, hala, canta; que yo te oiga, canarito bonito. Agradecido y venturoso, el canarito bonito carraspea, se prepara y, calentando su voz de barítono, que para eso la tiene, se arranca con una partitura apropiada: la cavatina «Largo al factótum», de El barbero de Sevilla. No lo hace ni mucho menos mal, aunque cualquier crítico severo caería en la fácil tentación de apuntar que el ejecutante resalta los tonos solemnes en detrimento de los jocosos, más propios del Fígaro rossiniano. De cualquier manera, satisfecho el propio Rossini y satisfecha la dueña del canario barítono, el uno sigue muerto tan ricamente, ajeno al ultraje, y la otra se encamina, puerta adentro, al interior de la vivienda. Arriba, el viejo, que ha terminado de arreglarse, se asoma a la ventana con su quimono lechuguino coquetamente descolocado (de manera que osa exhibir su peludo y canoso pecho) y el cabello peinado con raya geométrica en el centro geométrico de la cabeza, así que parece como si un hachazo ceniciento de impecable perpetración le hubiera partido el coco en dos hemisferios capilares perfectamente idénticos. Y aun se mira en los cristales de la ventana, se humedece los labios, ensaya posturitas y al fin decide que jugará al atrevimiento y al desdén hacia la muerte sentándose sobre el derrame del hueco, con lo que (calcula él) es más que probable provocar en su amada una inquietud, una aflicción, quizás hasta una congoja; y ya se sabe que de

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ahí a la cama no hay más que un par de pequeños pasos; al menos, así ocurre siempre en su televisor. Cuando le parece que la pose es insuperable y que ya nadie en el mundo podría mejorar su donosura y virilidad, su belleza macha y potencia persuasiva (no es que otro cualquiera no pudiera estar más seductor que él, que eso sí, sino que nadie en el mundo podría conseguir que él lo estuviera más de lo que ahora lo está), cuando, en suma, decide que ha llegado el momento de que aquella jovencita de abajo empiece a sufrir por él, le silba al gato. —Ven, don Pablito, ven a la ventana, que te tengo preparada una sorpresita —le dice. El gato se acerca con aire desabrido (de puro incrédulo); mas, en cuanto se asoma, empunta al cielo las orejas y clava hocico y ojos en el canarito cantor, que aún machaca a Rossini con su pulmón taciturno. El gato rebufa y enseña los dientes, y el volátil, aunque no ha podido oírle, por alguna causa barrunta que el fiel de su destino se tambalea azaroso, porque lo cierto es que levanta el pico de las baldosas y no precisamente errabundo, sino certero y derechito hacia la punta de los bigotes del gato asesino, que ya se relame. Al triste canario se le congela el «factótum» en la laringe y el pico le castañetea. No es que tenga miedo; es que se ha dado por muerto ya y mira al gato sin inmutarse, como si se le hubiera atragantado la vida entera y no le cupiera otro remedio que intentar digerirla durante el resto de la eternidad. Los dos animales se miran: uno mira como miran los carniceros; el otro, como lo hacen las víctimas. La afonía repentina y fosca del canario intriga (si no alarma) a la dueña, quien se apresura a averiguar lo que ocurre (y es ahora cuando uno entiende la abyecta estrategia del anciano Lucio, porque en cuanto la siente acercarse, le propina tal pescozón al gato, que igual da que éste no lo comprenda como lo que es: una orden de evaporarse, pues de todas formas va a desaparecer de la ventana y a aparcar sus huesos a varios metros dentro de la casa, que es donde frena antes incluso de que el amo haya terminado de acariciarle la nuca). Lo siguiente, ya se sabe, mudar la expresión ceñuda por otra de complacencia y sonrisa publicitaria (un tanto inmoderada, como las de su televisor) y aguardar acontecimientos. —César, ¿por qué has cesado de cantar? ¿Qué sucede? —pregunta la dueña así que sale a la terraza, y el pájaro le responde en silencio, ignorándola, con su pico entreabierto y mirando, apenado y bobo, a la ventana donde (qué más da que ahora se haya ido) hace escasamente un minuto vio por vez primera a quien está escrito que ha de llevarle a la tumba. La muchacha sigue la dirección de la mirada del canario en busca de una respuesta a su curiosidad y se topa con la efigie sublime, arrebatadora, del caballero de la ventana. Curiosamente, el efecto que no le produjo la visión del viejo Lucio despeinado y casi desnudo se lo produce este otro Lucio plastificado y grotesco que le son-

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ríe (más aún: es sólo dientes, una impúdica exhibición de dientes) subido, como un gallito lujurioso, al marco de la ventana y agarrado temblón (aunque él pretende que fatuo), al dintel del hueco mientras agradece que, por fin, la muchacha le haya descubierto, con lo que podrá relajarse antes de dar con sus huesos en el pétreo y distante suelo. De momento, la mujer se asusta y le dispensa un grito cobarde que le asusta a él, quien pierde el equilibrio y, ahora sí, a punto está de rematar su aventura en el hospital o la funeraria; suerte que, puesto a caer, ha caído hacia dentro, y no hacia fuera de la ventana. Huelga decir que el desplome del hombre provoca otro grito de susto en la mujer. Y aquí, con la costalada de él, termina lo que corría la suerte de convertirse en cadena de golpes y gritos. Bueno, casi; faltaba (ya no falta) que el gato se revolcara por el suelo, sinceramente muerto de risa al ver a su dueño con tan ridículo ornamento y en tan humillante postura. Y, claro, que el dueño aproveche para, en baja voz, maldecir al micifuz y arrojarle lo que tiene más a mano: una zapatilla que al bicho le resulta ya tan familiar como sus propios bigotes y que (también es familiar) no acierta en su objetivo, aunque sí algo más allá, en el soporte de un jarrón de porcelana que cae al suelo y se hace mil pedazos o dos mil, según puede uno deducir de la zapatiesta que se oye. Con ello, la mujer, que no puede ver la causa verdadera del estrépito, puesta en lo peor, más aún se sobrecoge, mientras que el canario sigue atontado, mirando triste a la ventana—No sea modesto, don Lucio, que debe de ser usted la envidia de todo el vecindario. —Ah, si yo le contara… Bueno, de hecho, espero contarle algún día, si usted me honra escuchándome. Y mientras esa hora llega, que ojalá sea pronto —se pone un poco serio, un poco melancólico, un poco desvalido; pero muy sincero—, me gustaría tanto que me molestara usted cada vez que quisiera… La mujer se ríe con su risa maravillosa y, recogiendo al canario (que sigue fascinado con la visión de la parca, lo cual le ha producido en el alma una mortal desolladura), se despide. —Es usted muy amable, Lucio. Por cierto: me temo que ahora, durante los primeros días, tendré que clavar algunos clavos y dar algún que otro golpe con el martillo. Espero que me disculpe. —Oh, no; descuide —se precipita—. Yo, los ruidos del vecindario… ni los oigo, ya ve; es que no les presto atención. Y si son suyos, aún menos. Usted —añade afable, como si fuera la primera vez que lo dice—no me molesta; no podría aunque quisiera. —Es usted muy generoso. Ya se iba, pero le frena una idea. —Lucio. —¿Sí? —responde alerta como un podenco.

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—Cuando esté todo un poco más ordenado, ¿querrá bajar una de estas tardes a tomar una taza de café conmigo? —¿Yo? —Claro —esboza una sonrisa. —¿Abajo? Ella asiente divertida. —¿Con usted? —Conmigo. —¿Café? —O lo que quiera usted tomar. El viejo alucinado Lucio sacude arriba y abajo la cabeza, como si en las cuatro últimas palabras hubiera agotado todo su vocabulario y hasta su inteligencia entera. —Muy bien. Recuerde que me lo ha prometido. Hasta luego —concluye ella, otra vez sonriente. Y se lleva adentro al pájaro, que hace un último intento por recuperar su voz, aunque con el mismo (o incluso peor) resultado que antes, pues su aflicción ya no le da más que para un quejido sordo salido llanamente del estómago. Casi un minuto después, responde el viejo desde otro mundo: «Adiós», se da la vuelta hipnotizado y enciende (¡chito!: sin mando a distancia, con su mano despistada) el aparato de música. Comienza a sonar un vals linajudo y vaporoso. Al instante despega: empieza a gritar, a brincar, a menear los brazos en alto. —¡Me ha invitado a tomar café! —atruena al techo repleto de felicidad—. ¡Me ha invitado a tomar café! —Y se lo repite al gato pretendiendo darle achares—. ¡Me ha invitado a tomar café! Canta y baila el vals; coge las manos al gato y le obliga a bailar con él, hasta que el minino, fastidiado, logra liberarse. —¡Y está sola, mamá; sola en el mundo! —le grita a la manta, aovillada sobre la mecedora—. O mejor dicho: estaba, porque ahora me tiene a mí. ¿Has oído lo que me ha dicho? Me ha llamado generoso, y simpático, y… y hasta guapo me ha llamado. Bueno, guapo todavía no, pero acabará llamándomelo. ¡Si no tenía ojos nada más que para mí! ¡Cómo me miraba! Amorosa, volcánica, ¡ninfómana! Me miraba… que ríete tú de los anuncios de colonia. En cuanto me ha visto, se ha dicho: «Este, para mí». ¿Oyes, mamá? Yo, para ella. Y el día que me invite, me pondré mi uniforme de gala; entonces sí que no querrá que me separe nunca más de su lado. Pero no te vayas a poner triste, mamá. No pienses que cuando nos casemos, me voy a olvidar de ti. Tú eres mi madre, mi madrecita —grita rebosante de alegría—y vivirás siempre conmigo; con nosotros, siempre. Ya verás qué bien os vais a llevar. Ya verás.

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Y luego se pone por montera la manta de la madre (quiero decir, a la madre; o lo que lo era, o lo que lo es para él; qué sé yo). Al fin se abandona, sofocado y feliz, en su sillón y recuesta la cabeza, mirando al techo, y sueña, sueña… mientras el gato se ríe de él quizá con más desprecio de lo que nunca antes lo hizo.

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Tres Detrás de la malla metálica recién fijada por su amo en la ventana, el gato Pablo babeaba diabólico pensando en apiparse aquel pájaro canario, que, sin desviar de él sus ojos atemorizados, malentonaba la cavatina de siempre. El pobre canarito (un grifo de sudor abierto más, sin duda, por el pánico que por la insoportable canícula) se le entregaba triste y dócil, persuadido de estar rindiéndose a su estrella fatal. A veces, el morrongo, nervioso, se esfumaba casa adentro, en busca de otro camino que le guiara hasta la codiciada merienda, y entonces el plumífero recobraba algo de potencia y garbo en la voz; pero, en cuanto el otro regresaba a su escaparate de pastelería, a éste se le atragantaba otra vez el destino entre nota y nota, y empezaba a morirse de nuevo. Hasta que alguien llamó a la puerta de abajo, abrió la dueña de la casa y apareció en el umbral el amo Lucio. Porque en cuanto el espectro inexorable discernió la voz de su amo, agachó las orejas y se agachó él mismo para evitar ser ni tan siquiera intuido, con lo que serenó un ápice el lúgubre cantor y pudo afinar la cavatina (así que todos salimos ganando). El amo Lucio empalmaba en su diestra un ramo de margaritas amarillas y blancas; con la izquierda agarraba a la espalda un sombrero canotier… Sí, canotier; porque el amo Lucio venía ataviado de estío transpirenaico: pantalones blancos de algodón, chaqueta rayada de amarillo y cande (y tocada de mouchoir jaune), camisa inmaculada, pajarita a juego, zapatos bicolores… y su coco de las fiestas: dividido, de frente a nuca, por un peine ducho y rectilíneo. —Bon jour —saludó meloso al ofrecer a su encantadora vecinita el ramo de flores.

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—Bon jour —respondió ella pasmada al tiempo que lo recogía maquinal—. E… Está usted… guapísimo —añadió intentando despejar sus palabras de cualquier tono burlón, aunque sin lograr salir de su asombro. Don Lucio, por su parte, se empeñó en interpretar el embeleso de ella como un testimonio de seducción, ignorando que si afrontaba su mirada pertinaz no era más que por la pura extrañeza que su facha estrambótica le provocaba. —Viniendo de usted —dijo nervioso—, resulta una belleza misma. Porque usted… es un halago de la belleza. Y me siento halagado porque es usted. Porque es usted la misma. Quiero decir la belleza misma. Y eso me halaga que usted me lo diga. Muchas gracias. —No hay de qué —respondió aturdida, aunque sin haber escuchado la réplica del vecino, y le tendió la mano, que él estrechó—. Pero pase, por favor —le invitó—. ¿Le cuelgo el sombrero? —Como usted quiera —se lo alargó—, aunque ha de saber que yo, Marta… estoy perdidamente enamorado de usted desde el mismo día en que la vi. —¿Desde el lunes? —pregunta ingenua. —Desde el lunes a las ocho y treinta y dos a. m., en efecto; y la pasión de mi pecho me quema porque no se lo digo, que me quema; digo… que la amo. Hasta ahora, que ya se lo he dicho. —Ah —aprovechó para decir, ya que la boca se le había abierto más aún; y tras un silencio de perplejidad, añadió: —Y… ¿no quiere un café? —Sí, sí, por favor. Con leche y seis cucharadas de azúcar. —Enseguida —continuó respondiendo atontada—. ¿Le parece que nos sentemos en la terraza? Hace una tarde maravillosa. —Donde usted diga, Marta, yo me sentaré encantado. —Por favor —le señaló la puerta que daba a la terraza—. Voy a colgar el sombrero y a poner las flores en agua y enseguida estoy con usted. —No, no hace falta que se moleste con las flores —señaló apresurado y vacilante—; son… son… de tela y plástico. Pen… pensé que durarían más. Las naturales se marchitan tan deprisa… —Ah—balbució aún más desconcertada—, ya. Y mientras ella buscaba dentro dónde dejar las flores y el canotier, su invitado miraba educadamente a un lado y otro.

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—Enhorabuena, Marta —gritó (pues pensó que ella estaba lejos), aludiendo a la decoración de la casa—. Le ha quedado encantadora; a la altura de quien la habita. —Siéntese, por favor —sonrió agradeciendo la gentileza. Y se sobresaltó él al advertir que, contra lo que creía, su anfitriona andaba próxima. Luego, ambos tomaron asiento. —Perdone —se levantó ella enseguida, y él, detrás—, voy a guardar a César; me dijo el veterinario que tomara el sol, pero poquito. —Ya ve que he puesto una tela metálica en la ventana, para que no se inquiete con la presencia de mi gato. —Sí, sí; ha sido usted muy amable. Los dos le estamos muy agradecidos. Pero siéntese, por favor. Cuando se dirigía al interior de la vivienda, volvió sobre sus pasos y, con el canario en una mano, le preguntó: —Discúlpeme, don Lucio —él saltó de la silla, claro—, ¿son imaginaciones mías o me ha dicho usted que está enamorado de mí? —Con toda la pasión de mi fuerza —se atragantó—. No lo sabe usted bien, Marta. No vivo. El canario, quién sabe si adrede o no y aprovechando el aturullamiento del ama, se arrancó a cantar, en ese punto, aquella frase de la «furtiva lagrima», de Donizetti, en la que el cándido Nemorino se convence de que Adina le ama. —Máma, sí, mama. Lo vedo, lo vedo —entonó a pleno pulmón César. —Cállate, César —sacudió la jaula, y César retornó a su lánguido mirar—. Perdone —le dijo distraída a su invitado, y se fue. El viejo Lucio la vigiló hasta perderla de vista. Entonces, con las manos temblorosas, sacó una pastilla tranquilizante de un bolsillito de su chaleco y se la metió en la boca; cogió la lechera, de encima de la mesa y se sirvió una pizca que bebió de un golpe… y que escupió de otro, pues la leche hervía. Escaldado el morro, se limpió con la servilleta, se abanicó con la mano, hizo todo cuanto se le pudo ocurrir para ventilarse la boca. Luego limpió con esmero las manchas del fino mantel y los restos del fondo de su taza. Cuando quiso darse cuenta, ella estaba en pie, bajo el marco de la puerta, mirándole maniobrar otra vez atónita. Y lo peor era que no tenía ni idea de cuánto tiempo podía llevar allí plantada. —Había una minúscula mota en el fondo —se justificó patoso con la taza en una mano y la servilleta en la otra; pero ella no reaccionó—. Debería usar un detergente concentrado. Los detergentes concentrados son hasta un veintitrés por ciento más eficaces que los normales.

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Y, como si olvidara algo fundamental, añadió: —A la misma temperatura, claro —y dejó la taza y la servilleta sobre la mesa. —Sabe usted de todo, Lucio —tomó asiento tanteando una sonrisa—. De todo… o casi de todo —recalcó deliberadamente—. ¿Me dijo usted…? —preguntó con la lechera en la mano. —Que la amo, Marta —se apasiona. —Me… me refería al café. ¿Me dijo con leche? —Ah, sí, sí, por favor. Lo siento; es que no tengo otra cosa en la cabeza. Un breve silencio de ambos dejó oír el chorro de leche que colmaba las tazas. —¿A qué se refiere usted con que sé de casi todo, Marta? —Quiero decir, precisamente, que no sabe nada de mí, ni de mi vida. —Sé que es usted una mujer encantadora. Y que… —¿Y que estoy casada? —le interrumpió. Se le congeló la vida en las entrañas, quiso preguntar si había dicho lo que él sabía que había dicho, quiso morirse, quiso… Después de unos segundos sin la más pequeña reacción, ella le tocó en un brazo. —Lucio… —Perdone —reaccionó él. Y sacó su mouchoir jaune y empezó a llorar callandito pero sin intentar ocultarse. Luego se sonó ruidosamente. —Lucio, no llore; por favor. —Por favor, no me pida que no llore. ¿Acaso le pido yo a usted que se divorcie? —No me lo pida, porque no podría complacerle. —Pues ¿entonces? —Y no podría, porque ya estoy divorciada. Como si no lo hubiera oído, sin mirarla siquiera, se limpió la nariz y dobló el pañuelo. De pronto, imaginando que ella no podría verle (quién sabe por qué extraño motivo creyó algo tan singular), le dio la espalda e hizo un gesto infantil de exaltado alborozo; luego, tan natural, se tocó la nariz con el pañuelo una última vez y lo guardó. —Pero ¿no me dijo que era casada? —Y aún lo soy. Hace poco más de un mes que mi marido y yo nos hemos separado.

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—Permítame, en el nombre de mi sagrado amor, que me entrometa en su vida —adoptó un aire entre cómplice y misterioso—. Era un canalla que llegaba borracho todas las noches a casa y le pegaba y abusaba de usted, ¿verdad? —No —sonrió—. Es un hombre maravilloso, exquisito, sensible y culto; pero con formas de pensar y de vivir muy distintas de las mías; tanto, que, a pesar de haberlo intentado, no ha podido ser. Eso es todo. —No será tan perfecto; si no, se habrían entendido. Hay que ser muy necio para no entenderse con una mujer como usted, Marta, Marta —se apasiona de nuevo. —A veces no es fácil; hay barreras insalvables: el idioma, la cultura… —¿Es que es extranjero? —Argelino —asintió. Un instinto le arrugó la nariz y le hizo soltar ruidosamente la taza sobre el plato. Se tomó tiempo y aire para, echando la cara atrás, escupirle a ella su pregunta: —¿Un moro asqueroso? —Una persona extraordinaria —añadió paciente—, ya se lo he dicho. —Por favor, Marta, no me decepcione —exclamó imperativo y áspero—. ¿Cómo es posible que una mujer tan hermosa como usted, tan frágil, por tantos conceptos tan maravillosa, pueda caer en las garras de un salvaje africano? —Por favor, Lucio —le remedó indignada—; le ruego que no hable así de mi marido. Los salvajes no suelen doctorarse en Prehistoria del Arte del Oriente Próximo y Medio, ni son catedráticos de Universidad. Él es un gran especialista en su materia, cada vez más considerado entre sus colegas de Europa. Pero, por encima de todo eso, es el hombre que más me ha enseñado, no sólo de su mundo, sino del mío, y del de usted, Lucio; del de todos, ¡del mundo!, ¡de este mundo! Necesitó un suspiro para domar su creciente ira, que mudó en melancolía. —El me enseñó a vivir, a apreciar las luces del amanecer, la música, los olores… los sentidos… —se ahogó—. Perdone —y se ocultó discretamente para llorar. —Lo siento, Marta; no pretendía herirle —le ofreció su pañuelo. —No, discúlpeme usted a mí —dijo reponiéndose y aceptando el moquero—. Me he dejado llevar… Se limpió las lágrimas y se manchó con el fruto nasal, aún fresco, del vecino. Evitando demostrar su repugnancia, le devolvió el pañuelo. Se le había perdido la mirada en el recuerdo; necesitó callar, tanto como le urgió al viejo vecino sacarla de aquel pozo de recuerdos. —Hágame caso, por favor. Olvídelo, Marta; es agua pasada.

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—No tan pasada, Lucio, no tan pasada. Aún es demasiado pronto para olvidar tantas cosas hermosas: la arena blanca de las playas de Orán, la cal y el ladrillo, el azul brumoso de sus amaneceres y el rojo sangre de las puestas de sol. Y Tremecén, Tilimsani, como la llaman ellos, escarpada, rodeada de huertos, con sus mezquitas maravillosas… todavía casi pura de la huella de nuestras pezuñas civilizadas. Recuerdo, sobre todo, las mañanas de marzo; me gustaba levantarme muy temprano y salir a pasear sola por sus calles vacías, a emborracharme con el olor del cuero y del aceite. Guardó un instante de ausente silencio. —Pero, claro, no todo en la vida son amaneceres sublimes. —¡Desde luego que no! —aprobó él con la ostensible intención de convertirse en su aliado—. Por eso, Marta, yo le prometo que, si usted me concede intentarlo, no echará de menos nada de aquello. Déjeme intentarlo, Marta —insistió tomándole la mano—, y no recordará más puestas de sol que las que viva a mi lado. —Pruebe las galletas —volvió a sonreír al tiempo que propinaba unos golpecitos en la mano que cogía la suya—. Son riquísimas. —Ya lo creo —respondió decepcionado tomando una. Luego adoptó un aire inquieto. —Marta, yo… quisiera corresponder a esta amable invitación suya ofreciéndole que subiera a mi casa a ver la televisión, pero es que a mi televisor no le funciona el sonido. El técnico me prometió venir hace más de seis meses y… ¡Ah, ya sé! —dijo de pronto ilusionado—. ¿Querría usted acompañarme a dar un paseo en mi coche? —Claro —concedió ella jovial por sacudirse la añoranza—. ¿Adónde va a llevarme? —Pues… no sé; adonde a usted le apetezca. En realidad… será usted la que tenga que llevarme a mí. —¿Cómo dice? Él rió en señal de que aprobaba por adelantado la predecible burla de ella; luego dijo: —Ese coche que ve ahí abajo es lo único que tengo. Ahí tiene usted los ahorros de toda mi vida. Siempre me hizo mucha ilusión poseer un coche lujoso, pero nunca tuve dinero para comprarlo; ahora, que lo he podido hacer, ya no tengo edad para aprender a conducirlo. —¿De verdad que no sabe conducir su espléndido coche? —Ni el mío ni ninguno. Se lo juro. Se echó a reír francamente divertida. Él lo hizo también, aunque más por la alegría de verla feliz que porque encontrara nada de raro en la situación.

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—Daría todo lo que tengo por no ver desaparecer esa sonrisa de sus labios —dijo enamorado—, aunque sea yo lo que le haga reír. —No… no piense que me río de usted —replicó ella de pronto enternecida, y le acarició cariñosa y espontánea una mejilla—. La verdad es que hace mucho tiempo que no me sentía tan a gusto. Y se lo debo a usted, Lucio. Es muy bueno conmigo. —Y la amo —añadió como si le recordara que había olvidado una apostilla ineludible. —Y cree que me ama —corrigió ella. —Y la amo —sentenció con un contundencia que liquidaba la disparidad. —Tengo una idea mejor —cambió por no continuar la halagadora discusión—. ¿Por qué no me invita a cenar en su casa el viernes? —¿En mi casa? —dijo aturdido—. Claro que sí, pero yo… yo no sé apenas cocinar… —No se preocupe —sonrió ella—. Yo subiré dos platos exquisitos, típicos de Orán. Usted se encargará del postre, ¿de acuerdo? —¡Claro! —dijo sin acabar de creer que fuera cierto lo que ella le estaba proponiendo—. Como usted quiera. Algo le avisó de que aquella invitación a cenar era también una invitación a despedirse. Se levantó, aunque era lo último que hubiera deseado hacer, y dijo con su tono de pésimo actor: —¡Caramba! ¡Qué tarde se me ha hecho! Debo volver a casa. Tengo unos asuntos pendientes que no admiten más demora. —¿Sí? ¡Qué lástima! Pensé que se quedaría un ratito más —dijo ella levantándose también—. Me hubiera gustado enseñarle algunas fotos de Orán y de Tremecén y de Annaba. En fin, ya tendremos tiempo el viernes, después de la cena, ¿no le parece? Y antes de darle tiempo a arrepentirse, se encaminó hacia la salida. —Muchas gracias por todo, Lucio; ha sido una tarde muy agradable. —No me dé las gracias, por favor —respondió él emocionado. Soy yo quien tiene que agradecerle esta tarde, porque ha sido la más feliz de toda mi vida. Ahora tengo un motivo para esperar. Le pido a Dios que me consienta vivir hasta el viernes; luego podré morir tranquilo. —Lucio —sonrió recriminándole mimosa—, no diga eso. —A mi edad, no puedo esperar de usted más que esa sonrisa maravillosa, lo sé; pero para mí su sonrisa es mi aliento. Marta, Marta. Déjeme llorar, Marta, por favor. No piense que soy un hombre débil; es que me desborda tanta fortuna.

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Sacó su pañuelo amarillo y lloró con ponderación y discernimiento, mientras el canario, al fondo, atacaba otra vez la «furtiva lagrima» de Donizetti. —Vamos, vamos, Lucio. —Adonde usted quiera, Marta; adonde usted quiera —le tomó la mano y la besó con devota fruición—. Crea que dichoso consiento su piadoso engaño, pues no ignoro que sólo un siete coma veintitrés por ciento de las relaciones entre personas de tan dispar edad se mantienen aún dos años después de haber comenzado, y que en un noventa y dos coma tres por ciento de las ocasiones es el miembro joven de la pareja, en este caso usted, quien las da por concluidas. Mas ¿qué otra opción me cabe? —Lucio, por favor —advirtió ahora circunspecta—; no quisiera herirle; pero yo no estoy enamorada de usted. —No me diga eso —enfatizó sentimental y profundo—. Ya sé que es cierto; sin embargo, no me subraye tan cruel realidad, por favor. A los viejos apenas nos quedan los sueños y poco más. Y pues ni aun la oscura noche los estorba, sino que los aviva y alienta, ¿por qué usted, radiante como un sol de mediodía, quiere vedarme los míos? Déjeme soñar, Marta; déjeme soñar que soy amado por usted, igual que usted sueña con los crepúsculos de Orán. Los dos necesitamos nuestras fantasías. —Tranquilícese, Lucio —dijo francamente preocupada—, no vaya a sentarle mal la galleta. —Sí, sí… En fin —concluyó en vista de que ella le había abierto ya la puerta de la calle, y no parecía cuestión de instruir al vecindario entero en lo que allí se cocía—, hasta el viernes, queridísima Marta. No me olvide. —No me olvidaré, Lucio; descuide. En cuanto hubo cerrado la puerta, Marta resopló. De haberlo pensado, tal vez no lo habría hecho; pero no fue un gesto de su cabeza, ni siquiera de sus pulmones, sino del alma, de la cueva misma donde bullen misteriosos los presentimientos. Y el que entonces le rondaba no era bueno. Lucio subía los peldaños de tres en tres. Cuando entró en casa, aún le temblaban las manos, pese al tranquilizante. Se fue derecho a una vieja y alabeada estantería repleta de libros mugrientos y tomó uno y lo ojeó ansioso. —«Y pues ni aun la oscura noche estorba los sueños —leyó en voz alta—, sino que los aviva y alienta, ¿por qué tú, radiante como un sol de mediodía, quieres vedarme los míos?». Levantó la vista de las biliosas páginas. —¡Bien! ¡Lo he dicho igual! ¡Igualito!

Y continuó leyendo:

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—«Déjame soñar, Leonora; déjame soñar que soy amado por ti, así como tú sueñas con el amor de él. Los dos necesitamos nuestras fantasías». Cerró el libro, lo arrojó por los aires y se puso a gritar y a brincar de alegría. Abajo, Marta (que recogía la mesa del café) miraba al piso del vecino entre indulgente y extrañada, y sonreía al tiempo que se mordía el labio y negaba con la cabeza. Luego anduvo trasteando de aquí para allá, colocando unos objetos, ordenando otros… —¡Sabía que alguno de estos libros pestilentes acabaría sirviéndome para algo! Ya que el sonido del televisor no funciona… ¡Mamá! ¡Mamá! —cogió en volandas el lío de mantas y giró y giró con él en brazos—. ¡Qué cosas tan bonitas le he dicho! Abajo, Marta, enredando entre sus cosas, había tropezado con un retrato de su argelino y lo contemplaba triste. —¡Ahora debe de estar suspirando por mí! ¡Mamaíta! —gritaba Lucio.

Y Marta suspiraba en ese momento sobre el retrato del moro. El gato, como si lo adivinara, se reía odioso. —Y me ha pedido que la invite a… a… ¡a cenar! ¡A cenar, mamaíta! ¡A cenar, gatito precioso! Tomó al gato por las orejas y le propinó un largo, apretado y sonoro beso en los labios. El gato se moría del asco y, aún más, de la humillación: se retorcía, escupía, gesticulaba… —¡Soy feliz! ¡Soy inmensamente feliz! ¡Mírame, mamaíta! ¡Mira cómo tu niño es feliz por primera vez en su vida! —se le humedecieron los ojos—. ¡Ya era hora! ¡Alguna vez me tenía que tocar también a mí!, ¿no?

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Cuatro No parecía el mismo; era otro pájaro. De tenebroso y pusilánime se había transformado, en cuestión de horas, en un canario alborozado y animoso; puede que hasta algo fanfarrón. Cantaba su cavatina con tal energía y empeño en vivir, que obtenía de su garganta no sólo la voz (por otra parte, ahora singularmente bella) del «Largo al factótum», sino incluso la orquesta entera, cuyos instrumentos le brotaban de la laringe con la misma propiedad y escaso esfuerzo que la tos a un tísico. Esta enigmática mudanza ofuscaba al gato don Pablo (quien sufría ahora con mayor violencia el desorden de sus apetitos), pero, sobre todo, había acrecentado en su más profundo interior el deseo ingobernable de martirizar a César antes de merendárselo. Espoleado por la provocación pajarera, le atravesaban las mientes torcidos anhelos de regodeo y casquería, y es que nada desconsuela tanto como la felicidad de un enemigo. Aunque sí ciertas cosas; por ejemplo, la felicidad de dos enemigos. Tan vivo y pletórico, tan fogoso y dispuesto como el pájaro «trompeta» (pero incomparablemente más frenético) y canturreando la misma cavatina, el viejo amo Lucio iba y venía, se miraba en el espejo, se retocaba, examinaba escrupuloso el más diminuto pormenor de su traje de gala: guantes, gorra, entorchados, fajín y, al fin… el sable (sí, el sable, el sable); peculiar exhibición que provocaba en el gato el mudar, sin orden alguno, del llanto a la risa y de la risa al llanto, según mirara a su dueño o al canario de sus inquietudes. Y por no ser menos (y porque, en realidad, menos motivos no tenía —aunque sí distintos— que su vecino de arriba), abajo Marta parecía el espejo de Lucio: igual que él, andaba resuelta de un lado a otro, dando fin a los últimos detalles de su aspecto fascinador; igual se miraba, se ajustaba; igual tarareaba (fondo de su canario) la cava-

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tina y bromeaba con el contraste entre su voz atiplada y la barítona del volador; igual sonreía feliz, inmensa, anchurosa. La hora de la cita en punto suena. El viejo, acicalado de postín, enciende las dos velas que presiden su mesa de cenar, le dedica un último columbrón y verifica entonces que todo se ajusta armonioso al bello orden absoluto; todo, menos un detalle; así que vuelve, le da una patada en los bigotes al detalle inconveniente (que corre blasfemando en busca del pasillo) y, ¡ahora!, todo primor, guiña un ojo, apenas se acaricia a dos manos su cabello bífido y cierra tras de sí la puerta. Aunque… no bien se ha extinguido el eco de la cerradura, el gato vuelve inflamado de cólera y odio y arrecia contra la red metálica que en la ventana protege al canario de su anhelo asesino (que, dicho sea de paso, ya supera con creces al gastronómico). Forcejea, forcejea y el pájaro (ingenuo y mal calculador) se crece en la pujanza y alegría de su canto, convencido de que no habrá en las vísceras de aquel mamífero rabioso fuerza bastante para chasquear los designios humanos. Abajo, ella, más que nunca jacarandosa, se pierde en el interior de la casa. Va (seguro) en busca de alguna íntima gota de perfume y de la secreta bendición del azogue. Cuando Lucio llega al umbral de la puerta, Marta ha regresado al salón, y con ella un hombre joven, apuesto, dispuesto y peripuesto (para no desentonar). Cuando Lucio va a llamar al timbre, la pareja primorosa abre la puerta (críticos momentos impone la vida). El viejo militar se queda con la boca tonta y el índice en alto, como si acabara de pedir la palabra en una reunión de bobos. Marta (no lo puede evitar) parece condenada a pasmarse cada vez que se encuentra con su vecino, aunque esta vez no le faltan razones: ni se acordaba de la cita con el viejo Lucio, ni esperaba encontrárselo allí, ni mucho menos con esa pinta (de entrada, mientras tardó en reconocerle, el pensamiento le zigzagueó desde calendas carnavalescas hasta rebelión golpista, pasando por fuga siquiátrica). Pero lo que menos esperaba era coincidir con su viejo enamorado justo enfrente de su exmarido, quien mira la escena con una sonrisa congelada de las de entender menos que nada (o bien creyó que habían venido a pedirle explicaciones, que a fin de cuentas esto es Europa y él un magrebí). Para rematar el pastel, arriba, en tan exacto segundo, el gato ha logrado desembarazarse de la mordaza que el amo implantó a su carpanta, y babea, y babea y se recrea en su baba matadora. El canario, que lo ha visto, vuelve a su éxtasis fúnebre de viejos tiempos: ni corre, ni se asusta, ni siquiera se estremece; sólo arquea las cejas, descuelga la mandíbula, relaja el cuello y prende su mirada mártir en el entrecejo del destino, que desde el más allá le reclama (nadie diría entonces que aquel canario alguna vez cantó). —¡Lucio! —exclama ella sorprendida. —Ho… hola. —balbuce él sorprendido.

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—¡Qué sorpresa! —añade ella mucho más sorprendida de lo que declara. —Sí; me temo que sí —confirma él mirando apesadumbrado al marido. —Permítame que le presente a… mi marido. Lucio, nuestro vecino. El moro, que recupera el sosiego al conocer la identidad del fantoche milite, le tiende la mano especialmente eufórico; pero el viejo no responde; no quiere responder. Apoyando la izquierda en el puño del sable envainado, mira despectivo aquellos cinco dedos, luego a los ojos de su propietario y finalmente a los de la mujer que (ahora ya no le cabe duda: ha dicho «nuestro vecino») está a su lado. —¿Su marido? ¿El moro? —intenta una sonrisa de asco. Y el otro retira la mano. —¿Nos disculpas un segundo? —pide Marta a su marido. —Claro, querida —responde éste con un acento calculadamente exquisito—. Encantado de conocerle, señor —le dice a él, mientras, lejos de manifestar el más mínimo vislumbre de cinismo, casi inclina la cabeza y se cuadra. Luego se pierde por el fondo. Arriba, sin ninguna prisa, sabedor de que es ley natural disfrutar cada segundo de aquella borrachera de venganza, el gato empieza a deslizarse por la ventana camino de su presa, que continúa mirando fascinado y sumiso a su más que probable sayón. —Pase, Lucio; por favor… pase —le ruega Marta al viejo mucho más allá de cualquier protocolo. —No, no… Perdóneme. Tengo la sensación de que molesto. Perdóneme —responde éste oprimido por el soponcio, y echa a correr escaleras arriba. —¡Lucio! ¡Lucio! —le grita Marta persiguiéndole hasta su casa. Cuando el viejo entra y cierra la puerta, apoyándose contra ella como si huyera del más espantoso de los monstruos, el gato (que nadie me pregunte cómo) ya ha restablecido la red metálica en el marco de la ventana y camina hacia su habitación sin ni siquiera jadear por la presteza y el trajín. Lo cual no significa que el pobre canario recupere su voz, pues ya para siempre conoce, al igual que su carnicero (y, lo que es aún peor, sólo ellos dos lo saben), el secreto de la fragilidad de su existencia, brutalmente oculto en la engañosa protección de la ventana. —Lucio; por favor; ábrame —grita ella desde el otro lado de la puerta. —No, váyase; déjeme solo. —Por favor, Lucio; ábrame; necesito hablar con usted —insiste ella, y su tono angustiado convence al viejo, quien abre de mala gana, sin apenas volverse para recibirla. —¿Le gusta? —dice señalando la mesa adornada—. Hacía años que no me ponía el uniforme de gala; sólo se usa en ocasiones muy especiales; y ésta desde luego lo era para mí. Pero usted ni siquiera se ha acordado.

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—Lo siento; lo siento —murmura ella a punto de llorar—; de verdad que lo siento. Perdóneme; ojalá no hubiera ocurrido. —¿Le ama? —pregunta en apariencia sereno, al tiempo que se deja caer en su sillón. Y, puesto que ella no responde, le insiste después de una breve espera—. ¿Le ama, Marta? —Sí. —Sí —repite sin poder evitarlo—. ¿Se va a quedar? —Sí. —Sí. Serán muy felices. No hay más que verles. ¿Me perdona? —añade con su tono habitual de mal actor, y se levanta para acompañarla hasta la puerta—. Se ha hecho muy tarde y tengo muchas cosas que hacer. —Lucio; me gustaría que siguiéramos siendo amigos. —No soy su amigo. Nunca me sentí amigo suyo. Yo la amo. Váyase, por favor. Váyase con su repugnante moro. —Lucio… —se queja dolida. —¡Váyase! —le grita. Y luego se sobrepone—. Por favor —le ruega. Ella accede porque comprende que no hay ningún remedio posible para el tormento y la herida de su viejo vecino. Encara la puerta y bajo el dintel se vuelve a mirarle; él no quiere enfrentar su mirada con la de ella; no quiere dejarse acariciar por su piedad; sólo quiere que le deje solo. Enternecida, apenada, se acerca y pretende besarle mansamente en la mejilla, pero el viejo retira la cara con una deliciosa cortesía. Ella se guarda las lágrimas entre los labios apretados y sale. El cierra la puerta y se hunde en el abismo de su soledad. Con la torpeza del quebranto, empieza a desnudarse de su traje de gala, pero no tiene fuerzas para continuar; por primera vez en la noche (quizá por primera vez en la vida) se siente ridículo, mamarracho. Enciende el aparato de música, se inicia otra vez el Preludio de Lohengrin, apaga las dos velas y besa la cabeza de su madre (—Mamá, mamaíta; tu niño ya no es feliz —le dice lloroso), que se desmorona como si nada más fuera que un trozo de cobertor. Abajo, el canarito César bracea alborotado intentando que sus amos no se olviden (esta noche, precisamente esta noche) de guardarlo bajo techo. Cuando comprende que nadie se acordará de él (salvo quizás el gato bribón), se encoge de hombros, se encomienda al perezoso ángel protector de los pájaros y, con un ojo cerrado y el otro en la ventana del vecino, esconde la cabeza bajo el ala. Si hay suerte, mañana será otro día; si no, acabará en el contenedor de la basura; aunque, en tal caso, él no lo sabrá; no sentirá nada. «Entonces, ¿por qué preocuparse?», medita César, que es un canario de vocación metafísica. Marta cierra la puerta de su casa; desde dentro, se oye la voz del marido:

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—¿Marta? Ella no responde. Él se le acerca. —¿Qué ha ocurrido? Pero Marta le pide en silencio que calle y se recuesta sobre su pecho a llorar. Su marido la consuela; luego se la lleva cariñosamente, la deja sentarse en su sillón y le sirve (y se sirve él mismo) una copa de vino. Lucio se deja inundar por la música y también llora. Llora de dolor y de rabia. Abre la botella de lujoso champán que había reservado para la cena y bebe de ella metiéndole la lengua en la boca, babeando sobre sus labios de cristal, hiriéndola, profanándola. —Ya no te apetece que salgamos a cenar, ¿verdad? —le pregunta el moro a Marta mientras le ofrece la copa de vino. El viejo Lucio sube el volumen de la música. Ella niega con la cabeza a la oferta del marido y bebe y mira al techo y llora. —¡Esa música, que hay quien tiene que madrugar! —protesta la voz de siempre, pero Lucio no la escucha. Una sirena se confunde con los violines; todo es la misma soledad de la noche, el mismo desamparo. —No quiero verte llorar, Marta —le suplica sentado junto a ella mientras acaricia sus brazos y la besa y se emborracha del calor de sus labios, quemados por el llanto—. He dejado mi tierra y mi gente por vivir a tu lado. He hecho de ti mi religión y mi patria. No quiero verte llorar. ella sonríe porque sabe que es cierto. Acabarán amándose. El recordará el sombrío abrazo de la soledad y se recogerá impaciente en el vientre de ella. Ella repasará con miedo el tiempo huido y querrá retener entre sus manos la ilusión que estuvo a punto de perder; entonces, cada vez se olvidará un poco más de su viejo vecino chiflado. Y

Mientras tanto, arriba, el viejo vecino chiflado, loco de dolor, romperá los platos de la cena, arrasará el altar barroco de sus fantasías y gritará delirante a las ventanas. —¡No me hagáis daño! ¡No me hagáis daño! las cerrará, querrá encerrarse en su jaula para no soportar más dolor. Caerá derrotado al suelo, techo que bendice, espléndido y protector, la pasión de los amantes y que, humillante y humillado, acoge los golpes del pobre Lucio. Y

—¡Por favor! —suplica patético y se lastima el puño, aunque es incapaz de sentir más dolor que el de sus ojos—. ¡Marta! ¡No me hagas daño, por favor!

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Llorará enloquecido y babeará, y se tumbará borracho sintiendo en lo más hondo de su estómago que ellos se están amando. El ahogará con su ternura los gritos del viejo, para que ella no pueda oírlos, y apagará hasta la más diminuta luz, para que ella no pueda verlos. —¡No dejes que te acaricie, Marta, cariño mío! Una arcada de vino le nubla la voz. Lucio tose, tose, se muere, se deja morir entre lágrimas, sudor y babas. Abajo nadie escucha nada más que los latidos del vértigo y el roce de las caricias; arriba, aun con las ventanas cegadas, Lucio oye, más vehemente y bárbara que nunca, la taladradora eléctrica del vecino. Maldita sea la hora en que el mundo se hace así y así discurre la vida, tan animal para unos, tan animal para los otros. Malditas sean todas las horas del mundo.

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Cinco Alborea en la ciudad deshabitada un domingo húmedo y gris; el asfalto es un espejo sucio; los semáforos bostezan; en el suelo, el viento juguetea desmayado con una hoja seca; las beatas van a misa y vuelven en gracia de dios (les brinca la hostia en sus buches vacíos). Apenas nadie. En la terraza de Marta, el canarito César entona bajito su aria (el fresco matutino no da para más) enfundado en una gabardina de cuello hacia arriba y con los puños hundidos en las faltriqueras. Arriba, las ventanas cerradas aún aprisionan la noche. El carillón se murió hace mucho, mucho tiempo. El viejo Lucio mira apagado el televisor encendido; el gato se muere de tedio mientras olfatea el pavimento. Los dos tienen barba de meses, traza doliente y malsana presencia; están cerúleos y canijos. El comandante viste aún, a medio desabotonar, el uniforme de aquella noche, pero velado de un polvo perlino. El cuarto huele a inmundicia enclaustrada y a olvido; las telarañas se han doctorado en arquitectura; los cáncanos pasean aburridos, leen el periódico, toman zumo de piel con gas en veladores de pelo. No pasa ni el tiempo. Aunque alguna ofuscación reciente le anda enredando al viejo los argumentos, porque de pronto ensaya incorporarse (puede que sea la primera vez que se mueve en una cuarentena) y el gato iza la mirada (que no la cabeza) en busca de la novedad. Desentumiendo artejos ya herrumbrosos, el decrépito soldado se despereza; luego, con notable esfuerzo se levanta y se aproxima gateando (quién lo dina) a la ventana cerrada. Libera pestillos y abre prevenido las hojas, que giran sobre sus pernios con un rechinar doloroso. La luz del mundo les ciegaa los dos; a la luz del mundo, su as-

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pecto es mucho más lamentable: parecen un par de monigotes de feria asomados al mostrador de su barraca. El canario calla y se cubre la cabeza con la gabardina; intenta pasar por otro, a ver si mudando la apariencia mudan también los destinos. —No te pienses que me voy a morir aquí encerrado mientras tú vives como un rajá, moro asqueroso —sentencia el viejo con su voz desmañada y mirando (los ojos aún doloridos por la luz) hacia la terraza de abajo—. Desde este momento, moro, tú y yo somos enemigos hasta la muerte, que ojalá te llegue pronto. Se santigua y luego se queda pensando perplejo y se dice en voz alta: —Claro que también podía haber tomado esta decisión hace tres meses; habríamos pasado menos hambre, ¿verdad, gato? El gesto gatuno no puede ser más elocuente. —Pero no; no hubiera sido lo mismo. Ahora está confiado; le cogeremos por sorpresa —se convence—. Gato —le anuncia grave al minino—: el perro moro nos ha invadido. Ésta también es tu guerra. Toma posiciones. El gato se frota las manos, se relame y descuelga una pata por la ventana, camino del canario; pero el amo le detiene. —¡Un momento! El canario es de ella y a ella no vamos a hacerle daño. Aunque sea una puta —añade por sorpresa—. Ella no tiene la culpa; es una mujer y todas las mujeres son putas; por eso es una puta, pero no tiene la culpa. Para que me entiendas, es igual que lo de la vecina gorda; ¿te crees que no sabía que yo me asomaba todas las noches a verla desnudarse? Claro que lo sabía, pero como es una puta, no le importaba. Y es una puta porque le daba igual que la mirara yo o cualquier otro, con tal de que fuera un hombre; en eso se le conoce que era puta. Las mujeres —explica erudito— son todas putas; lo que pasa es que no han elegido ser mujeres; eso es un accidente; por lo tanto, no tienen culpa —concluye—. He tenido yo mucho tiempo para pensar en todo —puntualiza dándose golpecitos de índice en el caletre—. Así que al canario no hay que tocarlo; métetelo en la mollera. El gato hace mohín de tenerlo todo perdido y admitido; el pájaro, que lo ha oído, se descubre la cabeza y sonríe contento mirando al infinito, aunque algo sibilino e irremediable le prohíbe volver a cantar. —Lo primero es espiar al enemigo. Trae el periscopio. El gato va a buscar el espectacular cachivache del fisgoneo. —Temblad, huestes mahometanas. El viejo encañona su ojo dilatado a cada rincón de la casa vecina. —Por el momento… no hay moros en la costa. Aunque —se endereza—… aunque… ¡ajá!

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Divisa a Ait, que entra recogido y meditabundo en el salón y se arrodilla para rezar sus oraciones. —¡Ahí estás, perro infiel, adorando a tus fetiches! ¡Ahora vas a saber lo que es un guerrero cristiano! ¡Gato primero! —dispone castrense, y mira de arriba abajo el aire desgalichado del subordinado animal—. Lo mínimo, cuadrarse cuando se dirige a ti un oficial, ¿no? —le recrimina asqueado. El gato mira lelo y se encoge de hombros—. ¡Y a ver si te afeitas! Ahora, sí: don Pablo saluda como el más sumiso de los reclutas. —Muy bien. Atento, gato primero. Vamos a estudiar la situación. El enemigo —comienza a pasear, las manos a la espalda, el paso largo— ha invadido el territorio patrio desobedeciendo nuestras leyes, que explícitamente prohíben la permanencia en el país de extranjeros indocumentados, sobre todo si son pobres; los ricos siempre tienen papeles —explica al gato—, como Dios manda. Puede que este moro no sea pobre ni esté indocumentado, pero si no adoptamos medidas ejemplarizantes, vendrán otros miles, decenas de miles, cientos de miles de extranjeros dispuestos a arrebatarnos a nuestras mujeres —exclama particularmente agrio—; bueno… y nuestro trabajo y nuestro pan. ¡Pero sobre todo a nuestras mujeres! Y, lo que es peor, a favorecer el mestizaje poniendo en peligro la pureza de esta raza viril y… y… estupenda —enfatiza predicador ardoroso, y con otra inflexión se anota al margen—. El final no me ha quedado… pero bueno. ¡Vivan los Reyes Católicos! —grita para liquidar el discurso—. Entonces —se dirige al gato—, la estrategia es la siguiente: eh… tráete cinco o seis bananas de la cocina; si están pasadas, mejor. Busca globos; diez o doce. Si no hay globos, trinca la caja de preservativos que me compré para la cena con Marta. ¡Vana ilusión; menudo chasco! —acota entre agraviados paréntesis—. Estarán caducados, pero no importa. ¡Llénalos de agua! Bendita, si puede ser. ¡Si no, la bendecimos nosotros; Dios está de nuestro lado! ¡Esto es una cruzada! ¡Santiago y cierra España! ¡Con mil cerrojos cristianos! ¡Viva Europa! —le navegan los tonos de filípicos a cotidianos: la falta de costumbre, se conoce—. Trae los plátanos —le arrebata al gato un manojo amarronado y pocho—. Y abre de par en par puertas y ventanas. ¡Que entre el aire puro y renovador; que todo el mundo sepa que estamos en guerra y por qué y contra quién! ¡Que suene Haendel! ¡El aleluya del Mesías! Dame el megáfono. ¡Los condones! ¡Trae de una vez esos condones! Ya que no me sirvieron para joderla a ella, por lo menos que me sirvan para joder al marido. Lanza, una detrás de otra, hasta cuatro de sus bombas de agua, que revientan, con notable estruendo, sobre el piso de la terraza vecina. El moro, claro, acude despistado al ruido de los zambombazos. El firmamento gris de aquel domingo empieza a rebosar aleluya. El viejo Lucio, militar de graduación en la reserva, demócrata de toda la vida, obediente defensor a ultranza del poder civil, planta un pie sobre el marco de la ventana, se abocina el megáfono y comienza a vocear.

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—Probando… Probando… Uno, dos… Por más probar, sopla al micro; su entonación es rígida, pregonera, como si viera claro que así es como debe sonar un megáfono que se precie. —¡Atención, atención! A ti te hablamos, perro moro. En el nombre de Dios Nuestro Señor, el único Dios verdadero, abandona tus herejías y conviértete. Reniega de tus falsos ídolos, pagano; el fin del mundo está próximo. No te postres más ante Alá, que Dios es sólo uno y a la vez trino. Arrepiéntete, ahora que puedes, no sea que el Cielo te envíe un rayo aniquilador que convierta en ceniza tu carne maldita, por los siglos de los siglos. En principio el moro no sale de su asombro; luego, cuando sale, le habla algo al viejo caudillo, pero éste, aunque adelanta la oreja, no consigue oírle. —Baja eso, gato, que no me entero —dice a través del megáfono. El gato acata y el volumen de la música se reduce considerablemente. —¿Qué tienes que decir en tu defensa, moro de mierda? —le pregunta por el altavoz; es decir, con tono impersonal. —Nada, don Lucio —responde paciente—; le preguntaba si se encuentra ya mejor. —No me hables, descreído. ¡A ti qué te importa cómo me encuentre yo! —sigue diciendo con su voz cibernética. —Ya veo que se encuentra muy mejorado. Me alegro. —No te alegres y vuelve a los infiernos, Lucifer; abandona mi casa. No eres más que un moro infecto; ningún derecho te asiste para disfrutar de privilegio alguno. Por ejemplo, esa terraza; ¿por qué tienes tú una terraza de lujo mientras yo he de conformarme con sesenta y tres metros útiles? Eso es pecado contra natura. —¿La terraza? Pero si es de alquiler —embroma fino el moro. —¡Ah!, ¿sí? —replica contrariado—. No importa. No eres digno de gozar tales riquezas ni siquiera temporalmente. —No sea envidioso, don Lucio. —¿De ti? ¡Ja! ¡Nosotros somos una raza superior! ¡Las razas superiores no envidian a las razas inferiores! Sois vosotros quienes nos envidiáis a nosotros; por eso queréis quitarnos lo que tenemos y venís aquí a robarnos el trabajo, la comida y las mujeres, que se van con vosotros porque son todas unas putas, si bien está demostrado que no tienen la culpa —aclara imparcial. —Pero, hombre, no diga tonterías. Nosotros no les robamos nada. Simplemente hacemos los trabajos que ustedes desprecian, los más ingratos y los más penosos; menos mal que, a cambio, eso sí —ironiza—, ustedes nos pagan los salarios más mi-

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serables. Como ve —sonríe mordaz—, hay sitio para todos: ustedes arriba y nosotros abajo. —Ya; y mujeres para todos, ¿no? Y soy yo quien dice tonterías, ¿no? Pues sí; yo digo tonterías. Y ¿sabes por qué? Porque soy un pobre infeliz; el más infeliz del mundo; por tu culpa, por tu culpa, moro del carajo. Yo vivía aquí tan contento, disfrutando de mi vida y de mi coche, que eso —señala— sí que es un coche. Por cierto, tú no tienes, ¿no? —se carcajea—. No, claro; tú usarás dromedario. ¡Jajajá! —escandaliza; y de pronto regresa a su expresión áspera—. Ahora ya no soy feliz. Por tu culpa. Te odio; no sabes cómo te odio, Alioli. —Pero ¿de qué culpa habla? Y no me llamo Alí. ¡Qué manía! Ustedes los europeos piensan que todos los moros nos llamamos Alí —sonríe—. Por si quiere saberlo, don Lucio, yo me llamo Mohamed. —¡Caramba, qué original! —exclama sin el menor entusiasmo, puesto que la bocina no le permite inflexiones—. Sólo un sesenta y dos coma cinco por ciento de todos los cerdos musulmanes se llaman Mohamed. —¿Tantos? —se extraña divertido. —¿Es que no ves la televisión, amiguito? —No —responde Ait (que éste es su verdadero nombre) con la mayor naturalidad. —Pues lo ha dicho… el presidente, nada menos. —¿El presidente? ¿El presidente de qué? —Pues el presidente, el presidente —insiste un tanto molesto por la evidencia. —Tampoco hay que creerlo todo. —Bueno —se harta—, y ¿a mí qué, cómo te llames tú, sátiro? —Don Lucio —intenta conciliar—… ¿por qué no abandona esa actitud y baja y nos tomamos juntos una taza de té? ¿No le parece que podríamos charlar tranquilamente, como dos personas adultas que somos? —¿Quieres que te conteste? ¡Aquí tienes mi respuesta diplomática! —y le lanza otro de sus condones rellenos de agua, que estalla justo a los pies del moro—. Yo no meriendo con africanos; ni negros ni siquiera oscuros. —Pero ¿por qué me tira bolsas de agua? —No son bolsas, son condones; condones usados; están rellenos de agua bendita; ¡agua cristiana! Y te los tiro, sí, señor; a ver si te bautizo; y también te tiro plátanos podridos. ¡Atiende! En efecto, le lanza una banana que se chafa contra el pavimento luego de pasar lamiéndole la cabeza. Enseguida, el canarito César se apresta a recogerla y la engulle

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de un golpe (su secreta querella es que está, como todos los canarios, más que harto de lechuga). —¿Quieres saber por qué? Porque me da la gana; porque para algo yo estoy arriba y tú abajo, moro de mierda. —Eso lo he dicho yo antes, reconózcalo. —No reconozco nada. Hemos roto las hostilidades, que te enteres; estamos en guerra; vete de mi país —le arroja otro plátano-bomba; el canario no cabe en sí de alegría—; vete de mi vida —otro más; al pobre César, que rebosa carne bananera por las junturas del pico, se le amontona la labor recolectora—; déjanos en paz a mí y a mi mujer. —Su mujer es la mía, perdone —sonríe prepotente. —Perdona; mi mujer es mi mujer; la tuya será alguna de esas moras sucias que se afeitan las partes. Vete a buscarla, antes de que te la pegue con un berebere. Vete al desierto; éste no es tu sitio. Esto es Europa; ¡Europa! ¿Te suena? ¡Gato primero! ¡Enséñale al moro lo que es Europa! El minino hace sonar en el aparato (e inunda triunfal el otoño) el Himno a la Alegría. —¡Esto! ¡Esto es Europa, moro sucio del culo! Y el megáfono multiplica por cien su tarareo de exaltado patriotero. El moro se resigna, se rasca la nuca mientras enarca las cejas y mira al suelo, esperando a que al vecino loco se le pase el ataque nacionalista. Pero no ha de aguardar mucho, porque algún duende travieso y universal hace que el disco se raye, así que la música gloriosa se atasca en un fragmento del himno (con lo cual, todo hay que decirlo, pierde mucho de su esplendor). El viejo Lucio enrojece de ira y de vergüenza. —¡Quita eso, mamarracho! —le grita encendido al gato, cuyos dedos planean desconcertados sobre cien botones distintos (y no atina a pulsar ninguno). Por fin, ha de ser el propio amo quien detenga el infernal tartajeo. Abajo, el moro no puede evitar una risa paciente y relajada. —¿De qué te ríes, blasfemo? —le berrea, ya a pelo, cuando regresa a la ventana. —De los mitos, don Lucio —responde él cediendo a la risa. —¿De qué pitos hablas, beduino? —Mitos. Mitos —recalca—, con eme de mentira. —Que el diablo te entienda, moro. —Si él no nos entendiera tanto, ya nos entenderíamos un poco mejor entre nosotros. —¡ Vete al desierto y monta una carbonería!

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—Estoy en el desierto —sonríe—; esto es el desierto. Aquí uno no encuentra un ser humano en mil kilómetros a la redonda. —¡Bah! —le saca la lengua y cierra de un portazo las dos hojas de la ventana. Al poco, se asoma y, con la presteza del cuco que da las medias, le increpa: —¡Que te mate un judío! Antes de volver a encerrarse, aún tiene tiempo de arrojar otro condón aguado. César corre a recogerlo creyendo que se trata de un plátano más. Cuando se da cuenta de que no es así, disimula su embarazo como puede: mal. El moro sonríe y cimbra la mocha. Luego entra en casa y apaña una escoba y se dedica a barrer el estropicio del bombardeo. Arriba, el piloto de guerra fija rumbo asesino contra el gato. —¡Qué asco de plátanos! ¿Te das cuenta, César? —dice el moro aludiendo al viejo loco—. Hay gente que aprovecha hasta la basura. Y al canario, claro, se le atraganta la basura en la garganta. —¡Me has hecho quedar en ridículo, gato maricón! —escupe entre dientes el viejo, obstinado en asustar a su doméstico (y lo está consiguiendo). —¿Por qué todo el mundo se está volviendo violento y fanático, César? —barre sosegado el morito pacífico. El canario se encoge de hombros, pero no es que no le importe la cuestión, sino que en realidad no lo comprende: él mismo tiene su cruz clavada en el gólgota del piso de arriba (hacia allí, hacia su interrogante existencial, dirige la mirada, filosófica y Cándida). —¡Has puesto en evidencia la sagrada dignidad de tu patria! —le crecen los colmillos al viejo—. ¡Y la mía! —Europeos racistas, islámicos integristas, asesinos nazis… —merodean las moras reflexiones. —¡Lo has hecho a propósito! —Negros contra blancos, blancos contra negros… —¡Te obsesiona dejarme en ridículo! ¿Verdad? —Padres, madres, hijos y hermanos. —¡Estoy harto de ti! ¡Harto! No ha servido de nada la previsión del gato: un puñetazo macizo del viejo en su hocico le derriba. Al felino se le escapa un gruñido penetrante, lastimero, que le desgarra el decoro y la hombría. Sangra profusamente, pero guarda silencio.

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—¡Cuánta locura! ¡Cuánta estupidez! —murmura Ait abismado, como se reza una oración frecuente y profunda. —¡La próxima vez que vuelvas a humillarme delante de nadie, te mato! ¡Te mato! —grita histérico y se abalanza a patearle en el suelo—. ¡Te mato, cabrón! ¡Me has pisoteado delante de ese hijo de puta moro! —le pisotea—. ¡Te mato! El pobre animal no gime, no llora, ni se lamenta apenas más que de vivir lo que está viviendo. El televisor monologa furia de sombras y destellos. —Este mundo acabará ahogado en su propia sangre. En fin —resume dispuesto a no consentirse más meditaciones sombrías—. ¿Te apetece una hojita fresca de lechuga, César? —sonríe al canario, y César corresponde al gesto, arruga la nariz y rehúsa. —¡No vuelvas a hacerlo en tu vida! ¿Me oyes? ¡En tu puta vida! —le rebasa la cólera. Por más que golpea, no ve la manera de calmar el escozor de la herida abierta en su orgullo. El gato sangra sangre de niños. Chilla una ambulancia a lo lejos. —Bueno, pues cántame algo mientras termino de limpiar esta pocilga. Mira el canarito hacia la ventana cerrada del gato, carraspea y ataca de nuevo su cavatina. —Deberías ir pensando en ampliar tu repertorio, ¿no te parece? Apenas pedido y ya satisfecho; sin inmutar su gesto canoro, el pájaro cambia a la otra cara de su catálogo y le zurra a la «furtiva lagrima». Supongo que es fácil decir que el dueño lo esperaba, pero la verdad sólo tiene un camino (a veces, eso sí, demasiado tortuoso). Agotado, empapado en sudor, resuella el viejo y abandona su caza moribunda y se abandona en los brazos del sillón. —Delante de cualquiera, ¡delante de Dios mismo! te consiento lo que me has hecho, ¡pero no delante de ese chulo cabrón! ¡Delante de él, no! su alma atormentada encuentra al fin una espita por donde huir de la angustia: el llanto fúnebre, pueril, de sus ojos turbios. Y

—¡Delante de él, no! —se desespera—. Sólo piensas en hacerme daño. ¡Todo el mundo quiere hacerme daño! ¿Por qué? ¿Por qué, Dios mío? En un rincón (y ni siquiera su rincón preferido), el gato don Pablo yace desmoronado, blando como la madre de su viejo amo, tibio sobre su misma sangre y huido de todos los mundos. —Bueno, esto está listo —dice morito Ait después de amontonar sobre un recogedor la porquería embarrada en sus trincheras—. Por lo menos, hasta la próxima batalla.

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Y le remata el soliloquio Marta, que en el momento cierra tras sí la puerta de la casa. —Hola —canta como suele su tono transparente. El marido la mira acercarse. —¿Por qué nadie me quiere? —se lamenta el viejo con el más doloroso candor—. ¿Por qué nadie se fija siquiera en que existo? Mamá… —se levanta y abraza a la manta que se acuna—. Mamá: tu hijo no le importa nada a nadie. Ella roza con sus labios los labios de su marido. —¿Qué ha pasado aquí? —se extraña. —Nada —gotea el lamento del viejo—. Nada… —Tu adorable vecino —sonríe él quitándole monta al disparate—, que ha decidido despertar de su letargo. —¿Por qué no morirme? —sonríe agrio. —¿Ha salido Lucio? —se le ilumina la mirada. —Ya ni siquiera me queda dignidad. —¡Ya lo creo! —dice el moro. —¿Y todo esto? —se refiere al frangollo ensopado. —Nada, que lo hemos estado celebrando. —Gato… Gatito —se arrodilla delicado junto al pobre animal y le acaricia—. Gatito mío. ¿Es que a ti tampoco te quiere nadie? —¿Aún sigue enfadado? —Enfadado, terco y agresivo. Le he invitado a bajar; ni siquiera ha querido escucharme. —Tal vez debería hablar yo con él. Después de todo, es culpa mía —dice. —A ti te quiero yo, gatito —le susurra con un cariño que, de inoportuno (si es que el cariño es alguna vez inoportuno), asusta. — No, no es culpa tuya —le echa el brazo por los hombros, le besa la frente y la acompaña adentro. El canarito César, que teme que sus amos vuelvan a olvidarle en la terraza, les hace mil aspavientos; pero nada. —Tenemos que llevarnos bien, gatito mío —le besa y le limpia el sudor y la sangre—, porque ninguno de los dos tiene a nadie más en el mundo. —Este mundo —le dice sentados los dos en el sofá— está lleno de gente así: fanáticos intransigentes, locos solitarios persuadidos de las ideas más peligrosas. —Estamos solitos, solitos —se lamenta.

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El canario parece un molino loco. Y como la mímica no acaba de favorecerle, igual de angustiado que se agita, pone en marcha la máquina de cantar cavatinas, a ver si con el lamento se espabilan los despistes. Pero no hay como el ánimo y el brío natural para ciertas artes, que el miedo es mal afinador; de modo que, entre abortado el empuje y proscrito el buen gusto, los amos continúan ignorando el angustioso reclamo del canarito César (la tarde amenaza frío; la ventana, ni se sabe). —Si son inteligentes y malvados, pueden conducir al mundo a sus peores desastres —prosigue predicador el moro. —¿Verdad, mamá? —le ruega la pregunta el viejo. —Si son pobres infelices, como ése —señala arriba—, sólo se harán daño a ellos mismos. —Pero no necesitamos a nadie más —se convence Lucio lejano. —Y están ahí, por todas partes. Eso no es culpa tuya —le mira cariñosamente a los ojos. —¿Quieres reírte un poco de mí? —se le ocurre de pronto al viejo, y se entusiasma—. ¿Por qué no te ríes un poco de tu ridículo amo, eh, gatito? Ungido de su potestad matrimonial, el marido se adueña de los labios ausentes de su esposa. Con el derecho de los locos benditos, el viejo baila, lloroso y risueño, para arrancarle la pena a su gatito herido. —¡Mira qué tonto es tu amo! ¡Mira qué payaso! Lalalalala. —Sí, lo es —replica ella apartándose con delicadeza del hurgador de su boca, quien muestra palmarios indicios de perseguir otros rumbos más frenéticos—, porque no tuve en cuenta que podía hacerle daño; por eso. Él es una persona muy frágil, y yo fui torpe. Me metí en su amargura y en su soledad con toda mi alegría de vivir; le inundé de luz; no respeté su penumbra. Y cuando me pidió más luz, le dije que no. Eso es una crueldad. Y un error. —¡Ríete, ríete! Adrede resbala y cae. Es el más triste guiñol, el más mísero. —¡Ojojó! ¡He tropezado! Pero el gato sólo puede llorar. Llora el dolor de la humillación, llora la efímera sorpresa, el miedo, la crueldad y el absurdo. Llora lo irremediable, lo ya ocurrido por más que algún día llegara a olvidarlo. Abajo, se desespera el canarito César, acepta que es inútil tanto esfuerzo vehemente y, como en otras ocasiones, se encoge de hombros y oculta la cabeza bajo el ala (el dios de los pájaros domésticos proveerá).

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—No llores, mi vida, no llores —se precipita consternado el viejo hasta él y le arrulla—. ¡Ya sé! ¿Quieres que hagamos alguna llamadita de teléfono? ¿Eh? —Escúchame bien, Marta —yergue una punta seco después de meditar su respuesta—. Ese hombre… —Mi gatito… —…Está trastornado, confunde la realidad con los deseos. Pero tú no lo sabías. Fuiste amable con él; nada más. Su mente perturbada deformó esa cordialidad y la convirtió en lo que no era. ¿Lo entiendes? Ella tiene la mirada perdida en su propio regazo. —Perdóname, gatito —le besa alocado y le repite cien veces un perdón apasionado, deforme—. Perdona, perdona, perdona… —Quiso creerse una fantasía, Marta —enfatiza inseguro de persuadir a su mujer—, un sueño; y se agarró a ti como podría haberlo hecho a cualquier otra quimera. A nadie en su sano juicio le habría ocurrido. ¿Qué puedes hacer? ¿Subir y decirle que le amas? —Perdona a tu amo malo —sigue besándole—. Por favor, no llores; por favor… —No; subir y decirle que estamos aquí, por si necesita algo —razona para sí mientras se levanta y pasea. —Marta —intenta detenerla—, por favor. —Que no crea que somos enemigos suyos, que sepa que tiene a alguien en el mundo. Está solo; si además es cierto que está enfermo… —Gatito mío; mi gatito —le acaricia conmovido mientras el gato desahoga en lágrimas su rabia y su miedo. —Pero no podemos estar pendientes de cualquier mosca que pasa volando. —¿Qué quieres decir? —se vuelve brusca. —Ven conmigo, ven —quiere ayudarle a levantarse; el gato se deja. —Quiero decir —coge aire intentando calmar el enojo de ella— que he arriesgado mucho viniendo aquí, que he renunciado a muchas cosas muy importantes para mí, Marta. Me vine dejando detrás de mí mis raíces, mi vida entera; me vine para empezar desde nada. Por ti. —Y por ti, espero. —Ven —dice sofocado por el esfuerzo, al tiempo que le arrastra hasta su sillón preferido—. Veremos juntos la televisión. —Y por mí, desde luego —admite después de un suspiro—. Pero a los pocos días de llegar, a ese infeliz le da por decir que su mujer, que por lo visto eres tú, le está

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siendo infiel con un moro, que por lo visto soy yo, y se encierra en su cueva. A partir de entonces, tú te apagas, te pasas horas y horas pensando en ese pobre chiflado. —Siéntate aquí —lo acomoda en la butaca—. Aquí. El pobre gato se vacía entre los brazos del mueble; pero al fin se va serenando y hasta recobra sus fuerzas. Es un guiñapo sanguinolento y mocoso que mira fijamente al televisor y de vez en cuando suspira. —¿Qué pasa, Marta? ¿Nos estamos volviendo todos locos? —Y ahora, yo… aquí —se incrusta en el sillón, forzando la postura del gato. Parecen dos colegiales que comparten un asiento imposible. El viejo niño mira a su compañero: todo le parece bien (sonríe), y, para rubricarlo, le pone el brazo por encima de los hombros. El gato ni se inmuta; tiene una expresión angelical, derrotada, y un hilo de agüilla mocosa le cae de la nariz. Sólo les falta, en la mano, una rebanada de pan untada de mantequilla. —Necesito un equilibrio y un mínimo de felicidad para hacer frente a esta situación tan difícil —continúa él avivando su tono según se crece en la seguridad de los razonamientos—. Vivimos en un país maldito en el que uno se presenta en cualquier universidad, para ofrecerse como simple profesor agregado, y hasta una secretaria, ¡una vulgar secretaria!, te mira con recelo el color de la piel antes de mirar tu título académico. Todo me agrede, todo; pero cuando vuelvo a casa —se duele apasionado—, buscándote, buscando el refugio de tus caricias, tú empiezas a hablarme de la pena que te da ese pobre hombre. —No dramatices; no creo que sea de lo único que hablamos cada vez que vuelves a casa. ¿O es que quieres convencerme de que el viejo Lucio tiene la culpa de todos nuestros problemas? —¿Estás contento? —le pregunta el viejo a su compañero gato, y éste responde aseverando con la cabeza (aunque sin apartar la mirada del televisor) y se limpia con la manga los mocos que le caen. El viejo Lucio es feliz con el sosiego de su gato. —Lo que quiero decir es que éste es un mundo brutal, Marta; y que no deja sitio para los pobres enfermos como él. Es muy triste, pero ésa es la realidad. Y tú y yo somos otra realidad, distinta de la suya. —¿Ah, sí? ¿Pues no eras tú quien defendía que en este mundo cabemos todos? ¿O quizá te referías a que cabemos más dándonos la espalda que los unos junto a los otros? —¿Te gusta la televisión? —vuelve a preguntarle al gato, y el gato responde igual que antes lo hizo. El viejo Lucio es feliz con la paz de su gato. —Yo hablo de respeto, de vivir y dejar vivir. ¡Dejar vivir, Marta! ¡También a él! —Y eso que no funciona el sonido… —se lamenta.

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—¿Para quién no hay sitio en este mundo, Ait? ¿A quién no le hacemos un hueco? ¿Quién no nos hace hueco a nosotros? Estamos hablando de lo mismo: el interés de cada cual y nada más. Si afecta a las grandes cuestiones hacemos de ello una bandera: el racismo, la igualdad —sentencia épica—, el respeto —subraya—; y si se trata de un pobre infeliz, nos encogemos de hombros y decimos que así es la vida, y por respeto —vuelve a acentuar, ahora cáustica—, por no meternos en su vida, le dejamos morir de asco; con todo respeto. Pero es lo mismo en los dos casos: desdén, egolatría, codicia… Codazos, Ait, codazos; algunos de ellos, mortales. —Si al menos viniera alguna vez el técnico del televisor y arreglara el sonido... —dice pensando en alto una vieja obsesión. Y el gato contesta, como si con él fuera, igual que las otras veces. Los dos siguen mirando atentos a la pantalla. —Nuestro propio interés es el único tabique que separa el derecho a exigir del derecho a ignorar —argumenta dolida—, y el auténtico respeto, de la insolidaridad, del desprecio, del egoísmo, del «no es mi problema», «la vida es así», «el mundo es muy cruel». Todos hemos dicho frases como esas cada vez que hemos querido decir «¡ya mí qué me importa!» —intenta sosegar su creciente agitación—. Para ti, el viejo Lucio es «tan mosca que pasa volando», como lo eres tú para un cabeza rapada. Si las cosas siguen como van, los dos moriréis aplastados, igual que simples moscas. Desde luego, tú haces lo que puedes por aplastarle a él —señala arriba. —¡Marta! —protesta convencido de lo inicuo de la afirmación. —¡Oye, gato! —exclama sorprendido, y escucha con atención. —¿Sabes por qué crees que es más grande tu causa que la suya? —continúa sin permitir la respuesta de él—. Porque es tu causa, la tuya. Pero tu causa, la nuestra, no empieza ni termina en ese pobre hombre, no nos engañemos. Lucio buscó refugiarse en mí de su fracaso como tú me buscas para refugiarte del tuyo. Y ¿dónde me refugio yo, eh?, ¿dónde? ¡Qué solos estamos todos! —¿No oyes algo? —los dos afinan el oído. —¿Qué quieres decir con eso, Marta? —¡Es el televisor! ¡Se oye! —grita ya convencido de sus sospechas. —Nada, nada… O sí, sí quiero decir algo. Quiero decir que no usemos el pretexto de ningún pobre vecino loco para esconder lo que nos pasa. ¿Y Orán, Ait? No vivía ningún loco encima de nuestra casa de Orán, y sin embargo tuvimos que dejarlo. —¡Bajito, pero se oye! Ha dicho ella —señala el televisor—: «Y sin embargo tuvimos que dejarlo» —Es muy duro lo que dices, Marta. —¿Tú lo has oído, gato? El gato afirma con los ojos aún más abiertos que los de su amo.

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—Lo sé. Pero es así como lo pienso, y me quema las entrañas pensarlo y no decírtelo. —Yo te amo. —¡«Yo te amo», le ha dicho él a ella! El gato afirma otra vez. El viejo le hace un gesto para que calle. Ambos vuelven a escuchar. —Yo también —se encoge de hombros. —¡«Yo también»! —grita el viejo al mismo tiempo que se miran ambos y se señalan con el índice, como si hubieran descifrado la adivinanza más difícil del libro de todas las adivinanzas. Y se vuelven expectantes hacia el aparato. —Marta, Marta… —la abraza—. No puedo vivir sin ti. —¡Cuánto se quieren!, ¿verdad? —le dice el viejo al gato. —Oh, Dios mío —se lamenta ella convencida de que nada soluciona ocultar la realidad entre caricias. —Te necesito —le llora, y sin darle más opción le besa los labios largamente. Ella consiente el beso como consentirá el capricho cobarde de sus manos; pero algo le rumia en los sentidos, una certeza negra, un presagio olfateado en la memoria de otros tiempos, de otros besos urgentes y desesperados. Orán no está, ni mucho menos, lejos. Mientras, los dos niños del piso de arriba sonríen vergonzosos y se dan codazos cómplices. —Mamá —carraspea el viejo y se levanta—. Será mejor que te lleve a acostar —dice con su tono de mal actor mientras recoge las mantas cuidadosamente y se vuelve para guiñarle un ojo pícaro a su compañero gato—; mañana tienes que madrugar, que hay mucho que hacer en la casa. Tiene una de polvo la casa…, ¿verdad, gato? Y arroja el cobertor, como siempre hace, al pasillo. Luego vuelve frotándose las manos. El gato ni siquiera aparta la mirada de la pantalla. —¿Quieres una cerveza? —dice ella aprovechando la tregua al beso, casi robada a su marido—. Verás cómo te gusta —se levanta—; es nueva y muy suave. —Bueno —acepta él no de muy buen grado. —¡Bah! —exclama el viejo con el descontento excesivo de un niño contrariado—. ¡Anuncios! Y el gato le dobla el gesto: se cruza de brazos y piernas. —Con lo interesante que se estaba poniendo ahora, ¿verdad? —otro codazo y otro guiño al compañero—. ¡Mira, ya vuelve!

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Ambos recomponen su atenta figura: el televisor manda otra vez. —Ait… —dice preocupada mientras le tiende la cerveza y se acomoda frente a él. —Marta, por favor… —le alarga la mano pidiéndole que se siente a su lado. —No sirve de nada callar, Ait. —A veces, sí. —No, no —insiste esquiva, aunque aceptando cambiarse junto a él y entregándose sin la menor confianza a su deseo. —Por favor —le murmura al oído un ruego más cercano a la premura de sus instintos que a la necesidad de cariño. Y ella acepta resignada el ansia torpe de sus nuevos besos y sus viejas caricias. —¡Gato! Esto es asunto de hombres, ¿eh? —dice atragantándose. El gato responde sacudiendo la mano, como todos los niños que exageran. La noche se cierra. Un borracho que pasa escupe carcajadas de vino. Una remota sirena de ambulancia seduce, con su cántico agónico, a los náufragos de la esperanza. Abajo, la pareja se ama obstinadamente para no concederse admitir que el amor se acaba. Gimen la rabia, no el placer; les llora el dolor, no la felicidad. Les abraza el miedo, el vértigo, la casi fe de los vencidos. Arriba, gato don Pablito mira el televisor con los ojos redondos y balancea las piernas y las bate contra el friso del sillón. Embutido a su lado, el viejo Lucio tiene la expresión visionaria y el cuerpo abstraído. No se mueve; ha dejado de respirar. Es una estatua de cera y furia. —No —murmura apenas perceptible al fantasma que en su cabeza le desafía—. No. No. No. Es un reloj que niega, un temblor acompasado. El gato le mira extrañado y receloso. Lucio se levanta atraído por el televisor y lo apaga. Abajo, arriba, en el mundo entero seguiría escuchando los gritos de amor perdido de sus vecinos. —¡No! —grita súbitamente el viejo amo; y ahora es una negación prolongada, curva, de piedra, que se convierte en la horma de un lamento tragicómico—. ¡Otra vez, no! ¡Otra vez, no! Gato corre asustado y se acurruca en un rincón. El viejo derriba el televisor de un manotazo y el suelo se llena de fragmentos de cristal. —¡Otra vez, no! —chilla embrujado.

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El golpe del televisor contra el suelo inquieta a ella, que se detiene y se aparta de su marido. Pero el moro vuelve a besarla, le cierra con los labios la sospecha y le obliga a tumbarse de nuevo; le acaricia terco y apaga la luz. El gato quiere consolar a su viejo amo; sin embargo le vence el pánico. Este desvía entonces su mirada hacía él. Los dos se miran durante un segundo. —Ya está, gato, ya está —intenta tranquilizarle recuperando él mismo el sosiego. De pronto está frío, espantosamente sereno. —No te asustes —le dice al gato—. No ocurre nada, no ocurre nada; tranquilo. Ven —el gato desconfía—, ven —insiste seductor—, que quiero enseñarte algo —se aproxima a la ventana frontal. Poco a poco, el gato cede a la curiosidad, tal vez al instinto, que presiente beneficios. —Quiero hacerte un regalo. Ven, mi gatito —le pone el brazo por los hombros—. Esta guerra también es la tuya; ¿recuerdas que te lo dije? El gato asiente. Lucio aparta ritual la red metálica de la ventana. El canarito César destoca su cabeza inadvertida. Aún con los ojos entreabiertos, busca desmañado el origen de aquel chasquido leve y grave. —Que lo disfrutes —le dice el viejo. El gato le mira extrañado, incrédulo. —Adelante; es todo tuyo —le anima, cordial anfitrión. El gato se sienta en el alféizar de la ventana y empieza a bajar. Cuando el canario lo ve descolgarse por la gárgola hasta su terraza, se pone a temblar corderito, se le despinta la cara, se le aparece la muerte. Intenta avisar a sus amos cantando su escaso repertorio, pero la voz se le niega; golpea con las alas la puerta de cristal, pero los amos no tienen ya oídos. Al enfrentarse de nuevo a su amenaza, el gato se ha erguido sobre sus patas traseras. Igual que aquella noche en que se encaró al viejo amo Lucio, su aspecto es humano, terrorífico, asesino. Y el viejo, que lo ve desde la ventana, sabe que ahora ya no parará hasta saciarse. Seguro de ello, cierra las dos hojas y se sienta en su sillón a esperar pacientemente, casi deleitándose en los gemidos sexuales de la pareja del piso inferior, gozando ahora su padecimiento para que luego le sea más dulce el sabor de la venganza, ya convocada. Como si un empeño fatal le hubiera adiestrado durante meses para este momento, el canarito César abandona cualquier lucha o esperanza y entreabre el pico y se adormece. No deja de mirar a su verdugo, pero ni siquiera es una mirada implorante, sino sólo fascinada ante la certeza extraordinaria de estar viviendo sus últimos se-

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gundos, como si le obsesionara retener en su memoria moribunda hasta el más mínimo detalle de su propia muerte. El gato camina lento, felino y a la vez persona. Se acerca vigilante al canario y se palpa el bolsillo derecho. De allí suavemente extrae una navaja y luego, con ella en la mano, separa el brazo del resto de su cuerpo. Nada gesticula; si acaso, no puede evitar un amago de cruda sonrisa al apretar el botón de la navaja. Chasca entonces la entraña y aparece una hoja angosta y larga, como sus propias uñas de gato cazador. César no retrocede; no podría hacerlo aunque quisiera. El gato avanza y él se mantiene quieto en ese punto del pavimento, en ese lugar del mundo donde el destino ha decidido que el canario César, variedad «trompeta de París», nacido en una pajarería céntrica de Orán hace tres años y cinco meses, viva su último suspiro. Cuando apenas les separa ya un centímetro las puntas de los zapatos, el gato Pablo adelanta el pecho y avasalla con él la pechuga retraída del dulce canario. Quiere el minino que el pajarito sufra, quiere que sienta el pánico del desahuciado; no puede entender que la indolencia canaria no es chulería, ni tan siquiera resignación, sino hechizo mortal, atávico, extraño. Al fin, escocido por la incuria mártir de su víctima, el gato Pablo descarga un navajazo hondo y crujiente en el costado izquierdo del canario. Es el mismo maldito segundo en que un profundo jadeo de la pareja confunde humores de amor y de muerte. La sangre fluye por debajo de las costillas del canarito, que se palpa la navaja hundida en la carne, pero no aparta su mirada, deliciosamente ingenua y torpe, de los ojos muertos del asesino. Chilla una sirena en la distancia. El gato asesta un segundo navajazo cerca, muy cerca de la herida anterior. Otra vez ha corrido el acero jaleado por el frenético quejido de los amantes. A partir de esa sangre, el gato clava una y otra vez su navaja entre plumas al compás obsceno del apareamiento. El final del rito, el impúdico orgasmo de los cerdos, la eyacula- ción miserable de sus cobardías es también la última gota de vida del canarito César; y el lamento placentero de ellos, su último lamento, su único lamento, que tal vez no fuera ya suyo, sino del alma que se le escapa por las quince bocas abiertas en su carne. Silencio de jadeos. Huye el calor de las sábanas. Chorrea un grifo tibio. César se desploma en el suelo. Se le ha desmayado la vida y aún no lo comprende. La noche se ahoga en una tómbola de sangre, alcohol y semen. Durmamos.

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Seis Todavía madrugada. Desvela los sueños rendidos una marcha fúnebre: el paso de la parada que retumba bajo las bóvedas de la ciudad maldita. Intrusos mercenarios de cabeza afeitada (jugadores de la muerte) taconean un compasillo letal de horror y de miseria. Silencio de redonda. Estalla en mil pedazos sordos un cristal abombado (principio de compás). Arranca la sinfonía. Platillos de chapa seca, más vidrios, cuatro corcheas se hunden en el caucho de los neumáticos. Solo de salvaje carcajada. Percusión. Se enciende alguna luz dormida. La ventana del viejo Lucio se rompe súbitamente en dos hojas que golpean las paredes. Mira espantado el bestial espectáculo. Apenas quiere reconocerlo. —Es mi coche —murmura, y se queda en silencio. Alza la vista a uno y otro lado del firmamento sucio. Inspira romántico el aire de la madrugada. Está tranquilo, casi poeta. Luego vuelve a mirar el destrozo de los bárbaros (sólo ha hecho un gesto singular, como si el cuello le hubiera gastado una traición insignificante y por un segundo le hubiera fallado enderezar la cabeza en aquella dirección). La orquesta desafina; no se ponen de acuerdo. —Mi coche —repite. El gato vuelve a ovillarse en su rincón favorito. Al viejo se le escapa un amago de carcajada, pero enseguida se domina y recompone su gesto sereno. Parece aturdido por una extraña droga; su cuello se ha vuelto fofo, inconsistente, y las risotadas le brotan ya a espasmos, como vómitos de una mórbida alegría que alternara sin querer con el sosiego.

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—¡Es mi coche! —revienta por fin en una carcajada atiplada e incesante—. ¡Gato, mira! ¡Es mi coche! El gato ríe tímidamente, desconfiado de acertar en lo que conviene. Y, sin solución de continuidad, la carcajada del viejo Lucio se rompe en un grito inmenso, desgarrador. —¡ Dioooossssanntooooooo! El chillido inhumano rebota en cada fachada y hiela la sangre de las ratas de todas las cloacas de la ciudad. Se deshace en pánico la cama del matrimonio (se enciende la luz abajo). El viejo sigue bramando. Los salvajes músicos de la noche huyen corriendo (aterra, aun sabiendo que se van, oír sus botas golpear el asfalto). El gato don Pablo se ha vuelto loco; no puede dejar de reír con una risa apasionada, enferma; quiere llorar, quiere gritar, pero sólo le sale reír como un endemoniado, cada vez más fuerte, cada vez más. Abajo, el moro abre apresurado la cristalera que da a la terraza y tropieza con César. Su mujer, que le sigue, se estremece ante el cadáver retorcido y ensangrentado del candoroso pajarito. —¿Qué ha pasado? —pregunta más horrorizada que de verdad interesada en conocer lo ocurrido. —¡No lo sé! Llama a la policía, Marta. ¡Deprisa! —le apremia su marido cuando, asomado al antepecho de la terraza, comprueba el destrozo que acaban de provocar aquellos salvajes en el coche de Lucio. El viejo ha corrido hacia la cómoda y trae una pistola enfundada. Se asoma a la ventana y apunta al grupo, ya informe, que se pierde calle abajo, pero el arma, vieja y descuidada, no logra corresponder a la ira del anciano. El moro, al ver a Lucio empuñando la pistola, pone cuerpo a tierra. El viejo insiste, aunque uno tras otro le van fallando los disparos. Al fin renuncia y se hunde exhausto. —¡Es mi coche! —repite bajito, con su extraña mirada puesta en el malherido automóvil, intentando adivinar qué ha ocurrido, por qué está él en mitad de la madrugada allí, asomado a la ventana, frente a su coche flamante, inmenso, reducido a una abolladura infame. Pero pronto le tranquiliza saber que aquello no le está ocurriendo a él, sino a alguien distinto, quizá a otro vecino, o a algún desconocido, que se ha colado de rondón en una pesadilla terca y absurda. Ya despertará. Mientras tanto, le atornilla los sesos la risa escandalosa de su gato, su maldito gato que siempre se burla de él, de sus errores, de sus pequeñas miserias. —¡Lucio! —le grita Ait, y a él le parece oírlo desde la distancia. Nunca quiso a su gato. No recuerda ya por qué está ahí, a su lado, ni cuándo lo compró, si es que lo compró, o quién (maldito enemigo) le regaló aquel bicho inso-

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lente. Pero sí ha visto en algún documental de la televisión que las obsesiones suelen aparecer deformadas en las pesadillas, para así liberar la mente agobiada de la carga que impone una idea fija. —¡Lucio! ¿Se encuentra usted bien? —grita el moro—. Marta, no salgas —le ruega a su mujer cuando la ve aparecer en la puerta de la terraza. No sabía que las burlas de su gato le obsesionaran hasta el punto (tan incómodo) de surgir machaconamente en una pesadilla, en aquella misma pesadilla en la que (aún le duele pensarlo) ha soñado que un grupo de gamberros desalmados quebrantaban su maravilloso coche, el sueño de toda su vida. Si pudiera levantarse, lo haría en aquel momento y se asomaría a la ventana sólo para comprobar que todo está bien, que a su coche no le ocurre nada; así cerraría del todo la herida dolorosa de aquel desvarío. Pero está demasiado dormido. Menos mal que siempre hay un despertar, un amanecer; menos mal que es mentira. Sin embargo, mientras llega ese amanecer y el horror se disipa entre las primeras luces del día, la risa loca, improcedente, de su gato continúa ahí, repiqueteando en sus oídos, martirizando su dignidad. —¿No te he advertido mil veces que no te rieras de mí, gato asesino? —le recrimina a voces al desquiciado animal. Es mejor enfrentarse al fantasma incómodo de la obsesión. Mañana convendría regalar el gato a quien quiera hacerse cargo de él. Cuando amanezca, telefoneará a alguna de esas sociedades que acogen animales domésticos. Es lo mejor para los dos. Mientras tanto, es preciso deshacerse de la pesadilla. Ya sabe que el destrozo de su magnífico coche de lujo ha sido sólo un delirio; ahora necesita librarse de la mentira del gato que se burla de él. Aunque no es suficiente con rogarle que calle; el gato sigue ahí, en su rincón, tendido en el suelo, riendo. Por si fuera poco, su risa es más enfermiza y burlona que nunca; es una risa descompuesta, deformada como sólo deforman la realidad las alucinaciones. Molesto pero tranquilo, el viejo Lucio tomó del cajón de la cómoda un cargador nuevo, lo montó y se acercó a su gato con curiosidad casi científica; se inclinó para observarle la frente, extendió cuanto pudo el brazo derecho, en cuya mano empuñaba la pistola, y se la puso en la sien. Disparó y volvió atrás como si acabara de atrapar un ratón en una ratonera. No le dio más importancia. No la tenía. Simplemente, la risa había cesado. Se limpió la frente de sudor. El gato don Pablito (que probablemente odió siempre, como tantas otras cosas de su amo, el nombre ridículo que le impuso), había rebotado una única vez contra el suelo; después había dejado de existir. Yacía en su rincón favorito con una risa congelada en los labios. Marta ahoga un grito; el moro entra corriendo en casa. A lo lejos suena una ambulancia.

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—Voy a subir. —¡No! —Voy a subir —insiste él—. No sé lo que está pasando ahí arriba. Escúchame bien: por nada del mundo, ¿me entiendes?, por nada del mundo se te ocurra presentarte allí arriba. ¿Me has oído? —Sí —dice asustada. —Marta… —le clava la mirada en la suya, buscando un compromiso inviolable. —No vayas —le ruega—. La policía está a punto de venir. —No podemos abandonarle. Está trastornado y tiene una pistola. Quédate tranquila; no va a pasar nada. Echó a correr escaleras arriba. —¡Ait! -¿Sí? Desde la terraza, el alma perezosa del canarito César subraya, con la segunda y última parte de su copioso repertorio («M'ama, si m'ama»…), la tensión amorosa de la escena que protagoniza el matrimonio. —Te amo. —Yo también, Marta. Y ya basta. El alma cantora se serena y al fin empunta hacia el cielo de las almas pajareras (que bien se lo tenía ganado el pobre César), el marido corre en busca de la proeza que le reconcilie con su querida esposa y la esposa querida sufre en casa atenazada por los nervios, tal cual le impone su condición de heroína consorte. El viejo Lucio miró a todos los lados de su habitación; parecía buscar algo, aunque no desesperadamente. En ningún modo era consciente de haber matado; se sentía como si hubiera conseguido descorchar una botella un tanto rebelde, nada más. Por fin cogió la mecedora, la arrastró hasta el centro de la habitación, se sentó en ella y se cubrió con la manta a la que había querido considerar su madre desde que ella murió, muchos años atrás. Luego, con toda serenidad, se metió el cañón de la pistola en la boca. —¡Lucio, abra! —gritaba el moro detrás de la puerta. El viejo Lucio, con el cañón entre los labios, miraba a la puerta educadamente contrariado, igual que si una visita inoportuna le estuviera interrumpiendo su bocado más exquisito. Abajo, con una sonrisa de lástima, Marta acariciaba el cadáver del canarito, lo besaba, le atusaba las plumas revueltas de su jabot…

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—Luego buscaré una caja de zapatos para ti —le anunció cariñosa al metro cincuenta de cadáver pajarero. Y se adosaba al antepecho de la terraza, intentando averiguar qué podría estar pasando arriba. O iba y venía nerviosa hasta la puerta de la casa, que permanecía abierta. Después, convencida de que nada podía hacer sino esperar, se dedicó a remolcar el canario hasta la cocina. Allí prepararía las sagradas honras fúnebres, que habrían de culminar (digo yo) con la inhumación del cadáver en el cubo de la basura. —¡Lucio! ¡Lucio! —insistía Ait aporreando la puerta—. Soy su vecino. Ábrame, por favor. Y, puesto que el viejo no respondía, temiendo que se le pudieran estar escapando segundos vitales, se decidió a tumbar la puerta. La lámina de madera vana se derrumbó sin ofrecer ninguna resistencia. —¡Lucio! Con la serenidad que sólo algunos dementes disfrutan, Lucio sacó la pistola de su boca y encañonó al moro. —Pase, vecino. Perdone que esté todo revuelto. —Lucio —le dice suavemente. —¿Dígame? —contesta él beatífico. —¿Se encuentra bien? —¿Que si me encuentro bien? ¿Que si me encuentro bien, dices? —se calienta—. ¡Cógeme los huevos, moro maricón! —Lucio, por favor. —¡Que me los cojas, te digo! —insiste mucho más alterado ahora. El vecino no contesta. —Tienes miedo, ¿verdad? ¿Verdad? —le espolea acuciado por su silencio. —Sí. —Claro. Si yo ahora te pego un tiro, al carajo tu cátedra y tu poesía. Yo podría seguir amándola desde la cárcel o desde el infierno; pero tú no volverías a ensuciarla con tus manos. Sí; te voy a matar —le anuncia como si acabara de tener la mejor idea del mundo—. Igual que al gato, ¿ves? —le señala al animal muerto. —Lucio —tiembla el moro. —Entérate; quiero que te cagues en los pantalones y que ella te vea así, lleno de mierda por fuera, igual que lo estás por dentro. Te voy a matar ahora.

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—Nosotros… nosotros queremos ayudarle en todo lo que necesite, Lucio. Estamos aquí para eso. Somos sus vecinos. Podríamos haber seguido encerrados en casa, como los demás; pero, al oír los disparos, hemos pensado que necesitaría ayuda. Por eso he subido. —¿Sabes que un trece por ciento de los muertos se cagan en el momento de palmar? Tengo curiosidad por saber si tú vas a ser uno de ellos. —Lucio, por favor… —Mira. Esta manta es la que mi madre tenía siempre sobre las rodillas. ¿Quieres que te cuente una historia triste y que te hable de cómo mi madre me dejó solo al morir, siendo yo niño? —Si usted quiere… Hábleme de lo que desee. Todos necesitamos hablar. —Ahora, sobre todo tú, ¿verdad? Pues lo siento; no te voy a contar ninguna historia triste. Mi madre murió al día siguiente de cumplir noventa y dos años; hace más de nueve. Yo tenía… déjame echar la cuenta… sesenta, eso es; así que, como supondrás, ya me había destetado. Todo ocurrió con la mayor naturalidad. Me quedé con esta manta por costumbre. Estaba acostumbrado a hablarle; era completamente sorda, y, cuando murió, me pareció que no molestaba a nadie si seguía hablándole a la misma manta sorda de siempre. Así de sencillo. ¿Te ha gustado? No, claro; porque eso quiere decir que no estoy loco, ni soy un espíritu maltratado por una infancia terrible, ni nada de nada. Te digo esto, moro, para que sepas que quien te va a matar no es un pirado, sino un militar de graduación en su sano juicio, y que lo que hago es lo mismo que este gobierno debería hacer con todos vosotros, escoria extranjera: exterminaros. Pero, claro, gobernantes con un par de huevos sólo nace uno cada doscientos años, por desgracia. —Usted no piensa eso. No puede ser que un hombre culto… —¡Cállate! ¿Quién te autoriza a decirme qué es lo que pienso o lo que no? Se acabó. Ponte de rodillas, maricón. —Lucio… —Ponte de rodillas, por favor —le ruega amable levantando el cañón a la altura de su cabeza. El moro accede esperando agotar todas las posibilidades antes de intentar algo desesperado. El viejo le pone el cañón de la pistola en la frente. —Reza en cristiano, cabrón. —No sé —suda el africano. —Di: «Padre Nuestro, que estás en los cielos». —Padre Nuestro, que estás en los cielos —repite el pobre Ait sin apenas aliento.

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—No —arruga la nariz—, no se te nota devoción. Reza otra cosa. —¿Cristiana? —¡Claro, cerdo! —Pero… no sé. —¿No? ¿No sabes rezar en cristiano? Pues entonces que te jodan en hebreo, moro —amartilla el arma. —Lucio, por favor. —¡Atención, atención! —grita el viejo Lucio volviendo la cabeza hacia la ventana, con voz metálica y abocinada por su mano izquierda—. Le habla la policía. Salga con las manos en alto. —¿La policía? —grita ahora vuelto a su tono criminal—. Pero… ¿policía blanca o policía negra? —La policía… la policía —se responde. —¡Yo no soy un asesino, policía! Lo que pasa es que mi mujer me ha abandonado; me ha levantado los cuernos con un moro hijo de puta. ¿Me oyen? Y ahora lo voy a matar. ¡Tengo derecho! ¡No quiero que este cabrón se cepille a mi mujer y encima se vuelva riendo al desierto del Sahara! ¡Lo voy a matar! ¿Me oyen? —¡Déjate de tonterías y suelta al moro, que no tiene culpa de nada! —imita de nuevo la voz lejana y paciente de un megáfono policial. —¡No! —vuelve a incorporar su propia voz—. ¡No creo en la justicia de este país! El cincuenta y tres coma doce por ciento de los criminales condenados no llegan a cumplir ni una cuarta parte de su condena; ¿lo sabían? —Noooo —contesta rutinaria la voz del megáfono. —Pues hay que informarse amiguito. Lo ha dicho el presidente. —Vaaaale. —¿Saben lo que les digo? Éste la va a cumplir entera, por mis muertos; se la voy a aplicar yo ahora mismo. Tiene que pagar lo que ha hecho. Sí, de acuerdo, sí; ella también tiene culpa; pero todos sabemos que las mujeres son putas por naturaleza; ¿qué se le va a hacer? Moro —se vuelve a él—, te voy a matar; está escrito. —Lucio, por favor… —suplica el catedrático. —Mmmm… Tienes suerte, moro; aún puedes disfrutar de algunos minutos de aplazamiento. Hay que meter los anuncios —explica resignado, apartando la pistola de la cabeza de Ait—. Luego dirás que no fui generoso contigo. —¿C… C… cómo? —casi se le escapa al monto un chapurreo incrédulo y sudoroso.

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—Los anuncios, la publicidad… —le recalca Lucio alucinado al tontito de ojos redondos que le mira de rodillas—. Ahora meten los anuncios y luego volvemos nosotros; entonces es cuando yo te mato —añade con el mismo tono con que explicaría una receta culinaria—. ¿No te enteras? Cabecea enmudecido el argelino, y el viejo Lucio, tras un gesto obvio (—Pues ya está—, concluye), pone a sonar una melodía intranscendente en el aparato de música; luego se retrepa en su mecedora. El moro, paralítico de miedo, no encuentra el momento de salvar los mil kilómetros que le separan de la puerta. El viejo, con las manos cogidas en la nuca, mira distraído al techo mientras se mece; simplemente espera a que termine el tiempo de la publicidad para cepillarse al magrebí (suponiendo que antes no se le muera del canguelo). Pero la providencia mora es (sólo a veces y siempre por casualidad, como todas las providencias) generosa con sus hijos: huyendo del fúnebre silencio de aquel amanecer, se aproxima una sirena. Morito Ait llora agradecido a la voluntad divina y, de paso, ya que está arrodillado, aprovecha para alabar a Alá; luego, se deja caer de bruces en el suelo. —Esa sirena —le dice de pronto Lucio al moro— es de la policía. ¿Que no? —reta chulesco—. Lo que yo te diga. Mira: la sirena de la policía es un poco más aguda; la de los municipales va ligeramente más rápida, y las de las ambulancias, aunque de gran variedad, suelen ser más prolongadas.

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Epílogo Mañanita de azahar. La brisa enreda en las acacias, las niñas visten de niebla tibia, se empapan de aromas y acarician con la punta jabonosa de los dedos el vuelo de sus faldas; una anciana suspira la juventud entallada; le duele la frescura de sus ojos insolentes, descaradamente limpios. Fatigan el taco de los días los anhelos veraniegos de un imberbe oficinista. La casa del viejo Lucio está ordenadita y pulcra. Ya no hay mecedora; le usurpa la veteranía una silla sosa. Tampoco hay manta, pero sí que gobierna de nuevo en el reino del orden el carillón solemne. De las cenizas del viejo y pequeño televisor mudo ha resurgido un aparato superlativo cuyos destellos (está encendido, aunque nadie lo mira) asustarían al gato don Pablito (q. e. p. d.), y que desprende un sonido transparente y veraz: ahora, la musiquilla juguetona e imprevisible de una película de dibujos animados; se oyen carreras, tropiezos, caídas, resbalones y muertes de mentira. Abajo, todo está como parece: sereno, permanente. Suena el timbre de la puerta de arriba. Viene a abrir un anciano lento, de aspecto bondadoso y fatigado. Envuelto en paño, despide fragancias de sintética dulzura (algo hay en su expresión que no convence) y está, faltaría más, aseado y barbihecho. La cabeza, canosa, decrépita, esquilada en corto, resalta la neutralidad de su aspecto. Al otro lado de la puerta abierta, Marta sonríe como siempre. —Buenos días, don Lucio. ¡Mire lo que le traigo! —y le levanta cuanto puede (que es poco) la jaula en la que transporta un canario verderón con cara de recia institutriz (pero bigote carabinero).

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El viejo esboza una sonrisa tímida, más bien papal; el canario no se digna (armoniza tonelaje y gravedad). —Vamos a ponerlo aquí —lo sienta en el alféizar. Don canario, mesurado, se estira el traje, alisa una arruga, sopla una mota. —¿Le parece bien? —Bien —aprueba inaudible don Lucio con gestos benditos y beata sonrisa. —Le he puesto… Ait, Ait Ahmed, como… —se le aprecia un ribete melancólico—. Pero, bueno; si a usted no le gusta, puede cambiarle el nombre. —Bien —aprueba inaudible don Lucio con gestos benditos y beata sonrisa. Marta se enternece mirándole; refleja en la piel flaca del viejo domado su propia tristeza, su misma compasión. Siente deseos de acariciarle, pero se reprime. —Mire. Le vamos a poner una hojita de lechuga, a ver si se anima y canta. Le tiende al canario una hoja de lechuga fresca que traía en la otra mano. El canario, rígido como un mayordomo artrítico, agradece educado la ofrenda y, sin manifestar el más leve sentimiento, extrae del interior de su americana un cuchillo y un tenedor (envueltos en una servilleta) con los que desmenuza la verdura, que ingiere afectado e impasible. —Verá cómo dentro de poco se pone a cantar. Bueno, don Lucio; me voy. Ya sabe que estoy abajo; si necesita algo… Usted no me molesta —sonríe por la complicidad. —Bien —aprueba inaudible don Lucio con gestos benditos y beata sonrisa. Y, ahora sí, Marta besa dulcemente la mejilla fláccida del anciano. —Recuerde que me debe un café con galletas. Tengo que devolverle la visita. —Bien —aprueba inaud… Y cierra la puerta, se vuelve al sillón y se sienta frente al televisor. Nadie adivinaría jamás si está mirando la película de dibujos animados o si se pierde en el laberinto, enderezado por la fuerza, de sus cá- balas elementales. Abajo, Marta se sirve un café, se acomoda en el sofá y empieza a mirar sus viejas fotos. Todo está en paz, sereno, cuadriculado. Don Canario Ait Ahmed ha tenido a bien concluir su frugal desayuno. Se ha tocado apenas el pico con la servilleta orlada, ha limpiado los útiles del almuerzo y se los ha guardado. Entonces, y sólo entonces, se aclara la laringe y ataca (¡con voz de castrado, casi de soprano!) la vieja cavatina del pobre César (alguien debería estudiar por qué el noventa y dos coma siete por ciento de los canarios domésticos que consumen habitualmente lechuga, cantan siempre el mismo repertorio).

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—¡Esa música, que hay quien todavía duerme! —grita desde el patio de vecinos una voz acostumbrada.

fin

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