La Infancia Perdida

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La Infancia Perdida Roberto SantamarĂ­a MartĂ­n



Esta pequeña novela está dedicada a los niños que vivieron durante la guerra civil española y a todos aquellos que coexistieron y sobrevivieron a la postguerra, durante los cerca cuarenta años que duró la dictadura. Mención especial al recuerdo de mi padre, un hombre que luchó por la democracia fiel a sus principios. Al recuerdo de mi madre, una gran mujer valiente y abnegada, así como al recuerdo de mis hermanos nacidos en plena contienda. A mis hijos y nietos para que la mantengan viva, siempre en la memoria.

R. Santamaría


Agradecimientos: A mi gran amigo Jesús Antonio Peñas Navarro por su amable dedicación en la corrección de los textos de esta novela, así como a la creación del prólogo de la misma. A mi gran amiga Leonor Aguilar que me animó a seguir escribiendo ésta novela desde el primer capítulo.

© Roberto Santamaría 1ª edición

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pasionporloslibros www.pasionporloslibros.es

pasionporloslibros ISBN: 978-84-938605-6-1 DL: V-464-2011 Impreso en España / Printed in Spain


Índice

Página Capítulo 1 Emigrantes ................................................................. 15 Capítulo 2 Buenos Aires .............................................................. 29 Capítulo 3 Elsa y Antonio ........................................................... 44 Capítulo 4 El regreso .................................................................... 58 Capítulo 5 Las desheredadas . .................................................... 68 Capítulo 6 El País Vasco .............................................................. 75 Capítulo 7 La IIª República ........................................................ 84 Capítulo 8 La Guerra civil ........................................................... 92 Capítulo 9 La Postguerra ............................................................. 100 Capítulo 10 De Palencia a Madrid ............................................ 106 Capítulo 11 Madrid . ..................................................................... 111 Capítulo 12 El reencuentro . ....................................................... 119 Capítulo 13 Por fin juntos . ......................................................... 125 Capítulo 14 El regreso de Alfonso ............................................ 133 7


Capítulo 15 Un nuevo hogar ...................................................... 140 Capítulo 16 Andrés encuentra trabajo .................................... 147 Capítulo 17 Mayo 1942 ............................................................... 158 Capítulo 18 San Isidro ................................................................. 165 Capítulo 19 Rafael se declara a Celi ......................................... 172 Capítulo 20 El baile ...................................................................... 181 Capítulo 21 Alfonso y Cristina .................................................. 189 Capítulo 22 El Noviazgo de Alfonso ........................................ 197 Capítulo 23 Anselmo y el colegio ............................................. 201 Capítulo 24 El Frente de Juventudes ....................................... 207 Capítulo 25 Control policial ....................................................... 213 Capítulo 26 La ruptura con La Falange ................................... 217 Capítulo 27 Las fiestas del barrio ............................................. 225 Capítulo 28 ¿Estudiar o trabajar? ............................................. 231 Capítulo 29 Epílogo ....................................................................... 248

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Prólogo

A

fronto por primera vez en mi vida la tarea de prologar una obra escrita. Esta labor supone, pues, un pequeño reto personal. Deseo no decepcionar a nadie. Se puede afirmar que la creación literaria presenta una doble vertiente: forma parte de una de las bellas artes y posee capacidad de transmitir. Roberto Santamaría aúna y conjuga con maestría esas dos facetas y añade otra más, su firme compromiso social. Infatigable lector desde su juventud, avanzó pasos y más pasos hasta irse aficionando con pasión a la escritura. Se ha adentrado en el mundo de la poesía con la publicación de dos libros de poemas, ”Luces y sombras” y “Laberintos ingrávidos”. Con esta su primera novela que lleva por título “La infancia perdida” emprende la navegación en el proceloso y agitado mar de la narrativa. Muchas son las novelas y no pocos los autores que han ambientado sus obras en los trágicos años de la guerra civil española y en los no menos infaustos de la posguerra. El exilio, la crueldad, las brigadas internacionales, el hambre, los maquis, los niños de la guerra… han constituido los temas más recurrentes que podrían formar, en su conjunto, un subgénero dentro de la novela. “La infancia perdida” presenta al menos dos características que la definen como singular y original. 9


Por un lado, el desarrollo del argumento. El autor nos presenta un hilo conductor en el que el eje lo compone una familia a lo largo de tres generaciones. Roberto Santamaría mantiene su enfoque en las personas, en sus relaciones e ideas. El trabajo, la camaradería, la solidaridad, el amor, la justicia social, la infatigable lucha por la supervivencia personal y familiar, la fidelidad a unos ideales, son los temas que el autor va desgranando a lo largo de las páginas. Todo ello sin arrinconar los acontecimientos a un segundo plano, sino sirviéndose de ellos para enmarcar hábilmente la historia. Por otro lado, el lenguaje. R. Santamaría posee un estilo directo y transparente. Una sencillez exenta de cualquier artificio de cosmética literaria. Unos diálogos vivos, reales, creíbles como la vida misma. El autor se aplica con justo rigor contra los que arrebataron por la fuerza de la sinrazón el gobierno a quien lo detentaba por la fuerza de la democracia. No se le puede exigir más sinceridad ni más compromiso. Además le asiste todo el derecho. Jesús Antonio Peñas Navarro

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Acuérdate Acuérdate de cuando fuimos niños los turbios niños de cuando fuimos vivos por pura complacencia del destino. Mudos. Turbios niños Callados cuando fuimos niños Creciendo silenciosamente educados. Nunca fuimos realmente niños en mitad del dolor amargo de las guerras. ¿Y ahora? nunca seremos nada Nunca es imposible así con este aire de injusticia brutal acometida ante los ojos. Acuérdate de cuando turbios niños fuimos despoblados. Nada como entonces a pesar de todo. © José Antonio Labordeta (Descanse en paz)



Capítulo

1

Emigrantes

A

ndrés había nacido en Venialbo, en el seno de una familia humilde de labradores sin tierras. Él, que era el pequeño y Antonio, el hermano mayor, junto con sus padres, componían la familia Galán. Unos años atrás, Juan Galán, padre de Antonio y Andrés, ante las penurias para sacar adelante a su familia, una noche, después de una larga jornada de trabajo en el campo, cansado y derrotado ante la situación de no poder atender las más elementales necesidades de los suyos, decidió que había llegado la hora de tomar una determinación para tratar de solucionar el futuro de su familia. Habló con su mujer y los dos estuvieron de acuerdo en que lo mejor para ellos era emigrar hacia otro país donde tratarían de cambiar su suerte. Juan había oído decir que desde Vigo todos los meses estaban saliendo buques para Argentina. Argentina era un gran país, sobre todo muy rico en ganadería y agricultura, que necesitaba para seguir su desarrollo, mucha mano de obra. Esas circunstancias fueron principalmente, el motivo de que muchos emigrantes españoles, en particular los de origen campesino, aprovecharan para cambiar su suerte lejos de España. Una vez que Juan y su mujer, llegaron a la conclusión de que buscar mejor suerte en otro lugar sería lo mejor para todos, que-

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daba un gran problema por resolver y este era el dinero para los pasajes, ya que estos sólo eran asequibles para unos pocos afortunados. De algún modo había que conseguir salir de allí. Cómo conseguir el dinero para los gastos del viaje, cuando este lo hacían, como otros muchos, obligados por su precaria economía. Juan tardó tres días en solucionar el problema, se entrevistó con unos primos hermanos a los que pidió ayuda, esta ayuda, en realidad no era tal, pero a él le sirvió como si realmente lo hubiera sido. Acordó con sus parientes en que estos se quedarían con la casa de los padres de Juan, y con todos sus enseres, además de un pajar y una bodega que tenían en las afueras del pueblo. A cambio, ellos les prestarían el dinero que les costaba el pasaje. Aquella mañana de julio del año 1908, Juan y María, acompañados de sus dos hijos, Antonio de diecisiete años y Andrés de catorce, después de despedirse de sus parientes y amigos, cogieron un autobús que les llevaría hasta Benavente. Desde allí tomarían el tren hasta Vigo. Después de doce largas horas de viaje y ya casi anochecido, llegaron a Vigo. Juan preguntó a un mozo de la estación por el puerto de embarque y una vez informado del lugar, se dirigieron hacia allí cargando sus dos pesadas maletas. Debían apresurarse si querían llegar a tiempo. La salida del barco estaba prevista para las diez y media de la noche. Antonio y Andrés, de vez en cuando se turnaban con su padre para llevar el equipaje, mientras caminaban contentos con la ansiedad lógica al pensar que iban a descubrir un mundo nuevo. –Mira, padre, ese debe ser el puerto – dijo Antonio señalando hacia donde se veía la enorme silueta de un gran barco. –Si hijo, ya hemos llegado – respondió el padre, preocupado por la aventura que les esperaba. Tanto Antonio como Andrés se quedaron contemplando con

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asombro aquel inmenso barco. Nunca antes habían visto algo parecido. Se trataba de un lujoso buque trasatlántico, con una altura cercana a un edificio de tres plantas. Junto a la grandeza y suntuosidad de estos barcos trasatlánticos, aparecía la cara oscura de la emigración de los desposeídos. Con sus últimos ahorros se pagaban los pasajes, en la mayoría de los casos sin retorno, a la tierra prometida. La mayoría de ellos huía del hambre y de la miseria, otros de la clandestinidad y del servicio militar obligatorio de los “pobres”, ya que no podían pagarse un sustituto que cumplieran por ellos. Muchos de estos hombres y mujeres, e incluso niños, no llegarían nunca a esa tierra; hacinados en la cubierta o en las bodegas de esas grandes naves, perecerían durante la travesía. Juan y su familia, esperaban a ser embarcados, tras una larga cola de gentes, que, al igual que ellos, trataban de escapar de la miseria. Era realmente penosa la escena de esas gentes, en cuyos rostros se reflejaban las huellas del fracaso. Los más optimistas, entre los cuales se encontraba Juan, lucían en sus ojos un extraño brillo de esperanza. –Ya nada nos queda que perder aquí –pensó Juan mientras cerraba con fuerza sus encallecidos puños. Por fin parecía que se acercaba el momento para subir al barco, a través de una larga pasarela, comenzaron a desplazarse hasta acceder a la primera cubierta por un estrecho pasillo formado por dos gruesas maromas, que obligaban a los humildes pasajeros a formar en fila de a uno. Al llegar al final, un sujeto uniformado les iba pidiendo la documentación y el dinero del pasaje. Algunos no tenían suficiente y para no ser rechazados, se ofrecían como ayudantes de cocina, o para tareas de limpieza. A Juan y los suyos los alojaron en la bodega del barco. Ellos serían más afortunados que aquellos que pasarían el resto del viaje tirados en la cubierta del buque. –Aquí al menos no pasaremos frío – se dijo Juan. –Echarme una mano, vamos a bajar al suelo esa pila de sacos 15


de harina, ellos nos servirán de cama. –Vamos allá, padre. ¡Tú! Andrés, ayuda también. Entre los tres, extendieron suficientes sacos para de ese modo, pasar la primera noche de viaje. Juan se despertó con las primeras luces del alba, sus huesos estaban entumecidos por la humedad y el frío. Miró a su alrededor y vio cómo María y sus hijos dormían. El aire en la bodega estaba tan cargado que se hacía insoportable respirarlo. Haciendo un esfuerzo, se estiró sacudiéndose el polvo de los sacos de harina y subió a la cubierta. El escenario que contempló Juan al llegar allí, le pareció dantesco. Numerosas personas permanecían tiradas en el suelo. Algunas trataban de apretarse junto a sus familiares, en un vano intento de conseguir un poco de calor. Habían pasado toda la noche a la intemperie, sin una manta que les protegiera del frío y de la humedad que se hacían sentir a pesar de que aún era verano. El ronco sonido de una sirena les despertó a todos. Les hicieron formar una larga hilera. Al fondo de la cubierta, una gran marmita de humeante chocolate esperaba. Juan se apresuró a bajar a la bodega donde aún dormían María y sus hijos. –¡Vamos chicos, despertaos! Apresuraros si queréis tomar algo caliente – y dirigiéndose a su mujer –María, cariño, despierta. En cubierta están dando el desayuno. Los cuatro subieron deprisa a cubierta, donde aún un numeroso grupo de emigrantes formaba cola. Un grueso individuo con vestimentas de cocinero, les iba dando a cada uno, una jarrita de aluminio llena de un líquido oscuro, chocolate según algunos, y un panecillo. –No alimenta, pero calienta el cuerpo – pensó Juan con sorna. Tomaron el tentempié y Juan, dirigiéndose a sus hijos, les dijo: –Venga chicos, tenemos que bajar a la bodega para apilar los sacos, antes de que nos llamen la atención. Los cuatro terminaron de dar el último sorbo a su precario 16


desayuno y, acto seguido, bajaron a la bodega. Una vez apilados los sacos de harina, volvieron a subir a cubierta. Allí, al menos, se podía respirar. Antonio y Andrés se dirigieron hacia una larga escalera situada en la proa del barco, con la idea de curiosear y tratar de conocer aquel gigantesco buque. Dicha escalera daba acceso a la segunda cubierta. No habían subido dos de los escalones, cuando una enérgica voz se escuchó a sus espaldas. –¡Eh muchachos…! ¡Alto ahí! Los dos hermanos se pararon en seco, mientras el mayor se disculpaba diciendo. –Perdone señor, sólo queríamos conocer el barco. –Pues lo siento mucho por vosotros, pero de esta cubierta para abajo podéis ver todo lo que queráis, así que el resto del barco os está prohibido. –Descuide señor, no lo sabíamos. Los dos muchachos, desanduvieron sus pasos y fueron en busca de sus padres. Juan, que conocía muy bien a sus hijos, observó la cara que traían, dedujo que algo les había contrariado y preguntó: –¿Qué pasó chicos?...Parece que os preocupa algo. –No es nada padre, sólo que nos han prohibido el acceso a las plantas del barco. En ese momento un individuo que estaba cerca de ellos y que había escuchado al muchacho, intervino diciendo: –Sí, amigos, es cierto. Subir a las plantas del resto del trasatlántico es algo que nos está denegado. No les gusta que los pobres emigrantes se mezclen con los elegantes y acaudalados pasajeros. –Tal vez tienen miedo a contagiarse de pobreza – le respondió Juan con ironía. Dicho esto los dos se contemplaron por unos segundos y simultáneamente alargaron sus brazos, dándose un vigoroso apretón de manos. 17


–¡Qué tal amigo!, me llamo Pedro. –Hola Pedro, yo soy Juan, Esta es mi mujer María y estos dos mozalbetes son mis hijos Antonio y Andrés. –¿De dónde sois? –preguntó Pedro –Somos de Venialbo, una pequeña aldea del partido judicial de Vermillo, en la provincia de Zamora – respondió Juan, preguntando a su vez – ¿Y tú, Pedro, de donde eres? –De Monforte de Lemos, en la provincia de Lugo. ¿A qué parte de Argentina pensáis ir? – preguntó Pedro –De momento a Buenos Aires, y tú ¿a dónde te diriges? –Yo también voy allí. Tengo unos parientes que me están esperando. –Te envidio, amigo. A nosotros no nos espera nadie y no sé cómo vamos a hacer, prácticamente sin dinero ni trabajo; todo lo que teníamos lo hemos invertido en los pasajes. –Tal vez yo pueda ayudaros. Los parientes que me están esperando trabajan en una gran hacienda del interior de Buenos Aires y me mandaron llamar porque necesitan vaqueros y gentes que sepan trabajar con el ganado; podríais venir conmigo, de momento y ver si hay trabajo, aunque sólo fuera para uno de vosotros. Juan le miró con sorpresa y agradecimiento y sólo acertó a decir. –¿De veras harías eso por nosotros? –Sin dudarlo amigo, somos compatriotas viajando hacia un país extraño. Si no nos ayudamos entre nosotros ¿quién lo va a hacer? –Gracias, Pedro, por tu generosa oferta. Ha sido una suerte haber conocido a una buena persona como tú. –No es nada amigo. Estoy seguro que tú harías lo mismo por mí. A las pocas horas en la cubierta donde estaban todos los emigrantes, sonó de nuevo una sirena. Se trataba de un toque de atención para anunciarles que la hora de la comida había llegado. A diferencia del desayuno, en esta ocasión varios empleados

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del barco, habían dispuesto a un lado de la cubierta, unos largos tableros sobre unas borriquetas, a modo de largas mesas, y, alrededor de estas, situaron numerosas sillas de tijera en las que se fueron sentando todos. Juan rodeó con su brazo la cintura de su mujer en un gesto de cariño, mientras se acercaban a la mesa diciendo: –Vamos mi amor, al menos hoy comeremos algo que nos ayudará para reponer fuerzas. –Sí mi vida, pero a mí lo que me preocupa es pensar en qué será de nosotros cuando lleguemos; sin conocer a nadie y con el poco dinero que nos queda. –No te preocupes cariño. Por suerte hemos dado con una buena persona que se ha brindado a ayudarnos. –Tienes razón Juan. Hemos tenido una gran suerte en dar con tan buena gente. Tomaron asiento todos juntos y a los pocos minutos se les unió Pedro, que se sentó a la izquierda de Juan. –Espero que la comida que nos van a dar sea más consistente que el desayuno – dijo Pedro. –Esperemos que así sea, amigo. De pronto, desde el fondo de la cubierta de popa, aparecieron cuatro pinches vestidos de cocineros, con dos grandes y humeantes marmitas. Las colocaron a cada extremo de la improvisada mesa y comenzaron a llenar los platos de los hambrientos emigrantes. Comieron con avidez el potaje que les sirvieron, repitiendo cuando uno de los rancheros preguntó: –¿Alguien quiere repetir?... Y así se fueron sucediendo los días que duró el largo viaje. La monotonía les acompañó durante todo ese tiempo. La única distracción para ellos era contemplar el inmenso mar. Por suerte, el buen tiempo les había acompañado hasta ese momento. 19


De vez en cuando, Antonio y Andrés disfrutaban de la presencia de unos ágiles delfines que daban agudos silbidos al tiempo que saltaban en alegres piruetas. Con lo que más disfrutaba Andrés era con las maravillosas y esplendidas puestas de sol y los amaneceres. Aquello era lo más grandioso que jamás había contemplado. Por fin se acercaba el tan ansiado momento del final del viaje. Pedro se dirigió a Juan comentándole: –¿Sabes una cosa, amigo? –Tú dirás Pedro ¿De qué se trata? –He oído decir a un marinero que mañana llegaremos a Buenos Aires. –¡Qué gran noticia amigo! Ya tenía ganas de acabar esta travesía. Aquella noche ni Juan ni ninguno de su familia pudo conciliar el sueño. La incomodidad de los duros sacos que tenían por camas, añadido al pensamiento y las dudas de cómo resolverían sus problemas a la llegada, les impedía dormir y habían hecho mella en sus doloridos cuerpos. Poco antes del amanecer los cuatro se quedaron dormidos, rendidos por el cansancio. De pronto, un gran revuelo de gritos y llantos consiguió despertarlos. Cuando Juan abrió los ojos y se hizo consciente de lo que estaba ocurriendo, un escalofrió recorrió su espalda. Un numeroso grupo de gentes se fueron agrupando alrededor de un bulto que se hallaba tirado en el suelo. Se trataba de un hombre de mediana edad que se encontraba inerte en el mismo sitio de la cubierta donde horas antes se disponía a dormir, como cada una de las noches que duró el viaje. El pobre hombre había llegado a su último destino. No había

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conseguido soportar las bajas temperaturas que aquella noche habían barrido la cubierta de la nave. –¡Descanse en paz! –dijo para sí Juan, mientras recordaba con amargura cómo aquella madrugada, cuando no podía conciliar el sueño, llegaba a sus oídos el murmullo de la fiesta que en los elegantes salones del trasatlántico, celebraban los multimillonarios viajeros, ajenos a lo que ocurría más abajo. Aún no se divisaba la costa de Argentina. Todavía estaban en aguas internacionales, con lo cual a los pocos minutos, una vez que uno de los médicos que asistía en el barco certificó la muerte de aquel pobre hombre, dispusieron de una caja mortuoria de las que ya tenían preparadas para atender tales casos, tan frecuentes en estas travesías entre los emigrantes. Metieron el inanimado cuerpo en la caja y sin ceremonia alguna, aplicaron la ley del mar, deslizando el ataúd por una rampa hacia el fondo marino. Andrés quedó apoyado en la baranda de la cubierta de popa, en el mismo lugar en el que, unas horas antes, el cadáver de un hombre había sido arrojado al mar. Y pensó en el duro precio que había pagado por pretender escapar de la miseria. –¿Tendremos nosotros mejor suerte? –se preguntó mientras mantenía su mirada perdida en el horizonte. De pronto la voz de su padre le sacó de su abstracción, cuando dijo con júbilo: –¡Mirad chicos! ¡Ya se ve la costa! Y dando un salto de alegría se dirigió a María para abrazarse a ella y compartir aquel inolvidable momento. Al cabo de una hora el potente y ronco rugido de la sirena del barco, surgió rompiendo el silencio. A lo lejos la silueta de los edificios del puerto bonaerense, apenas visible por la bruma, se insinuó a los ojos expectantes de los pasajeros. Una vez que el

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barco hubo hecho las maniobras correspondientes para quedar atracado al puerto, los marinos desplegaron una gran pasarela por donde comenzaron a bajar los acaudalados pasajeros. Los emigrantes tuvieron que esperar pacientemente a que aquellos abandonaran la nave para poder hacerlo ellos. Juan y su familia, descendieron por la pasarela, cargando con sus exiguos equipajes y se detuvieron unos minutos observándolo todo a su alrededor con la curiosidad y el asombro normal en aquellas personas que jamás habían salido de su pequeña aldea.

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Capítulo

2

Buenos Aires

J

uan sintió una extraña sensación cuando pisó aquella tierra extranjera por primera vez. Un escalofrió recorrió todo su cuerpo y sin poder evitarlo pensó. ¿Cuándo podré volver a España?. Unas amargas y frías lágrimas empañaron su mirada. Y apretando la mano de su mujer, que lo miraba todo a su alrededor con curiosidad, le preguntó: –¿Qué te parece todo esto? –No sé qué decir mi amor, todo es tan diferente a lo que conocemos. Pedro, mientras tanto, había bajado del barco y buscó a sus amigos. Respiró aliviado al descubrir, entre tantos pasajeros, que seguían en la gran explanada del puerto y, dirigiéndose a ellos, les dijo: –Venid conmigo. He quedado con mis primos en aquel edificio que hay enfrente y no creo que tarden mucho en llegar– Pedro señaló hacia un edificio ubicado frente al puerto. En una de las esquinas había un gran local, donde numerosos grupos de gentes conversaban, mientras tomaban la bebida más consumida del país. Se trataba del mate, un líquido amargo, procedente de la infusión de unas hierbas, que se bebía a través de una especie de pipa introducida, a modo de sorbete, en unas pequeñas calabazas vacías y decoradas artesanalmente.

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Pedro ya conocía esa típica bebida, Un pariente se la había regalado como recuerdo en uno de sus viajes a España. –Mis primos han quedado en recogerme aquí mismo, pero aún no han llegado. Vamos a tomar un mate mientras llegan. Espero que os guste ya que es la bebida nacional por excelencia –dijo Pedro Pidieron mate para Pedro, Juan y sus hijos, y para María un vaso de café con leche, pensando que a ella no le gustaría el mate. Al poco tiempo dos individuos de aspecto fuerte y curtidos por el sol entraron en el bar y se dirigieron directamente hacia donde el grupo de Pedro y sus nuevos amigos se encontraban. Los tres se dieron un abrazo y, acto seguido, interrogaron a Pedro dirigiendo una mirada de curiosidad a Juan y su familia. –Mirad primos, estos son Juan y María y sus hijos Antonio y Andrés. Son buena gente y hemos hecho el viaje juntos desde Vigo hasta aquí. Isidro y Jacinto saludaron amablemente a la familia y preguntaron. –¿Tenéis algún familiar o algún conocido en Buenos Aires? Pedro adelantándose a Juan, respondió a su primo: –No tienen a nadie aquí. Deberíamos echarles una mano, primo. Yo respondo por ellos. Son muy buena gente. – Mirad amigos – dijo Isidro, el mayor de ellos. – Nosotros estamos trabajando en una hacienda, en una ciudad del interior llamada Lomas de Zamora. Si os parece podéis venir con nosotros y una vez allí, vemos si os pueden dar trabajo. Pero no os prometo nada, ya que no depende de mí. Yo lo único que puedo hacer por vosotros es llevaros y hablar con mi patrón. –Eso ya es mucho más de lo que esperábamos. Muchísimas gracias por vuestra ayuda –respondió Juan. –Pues no se hable más. Dentro de una hora sale un autobús. 24


Juan tenía curiosidad por conocer algo de Buenos Aires. Sabía que, en menos de una hora, poco era lo que podrían ver, pero al menos conocería aquello que tenía más cercano. Habló con el camarero y le pidió que le guardara el equipaje durante una hora. Este aceptó amablemente. Los cuatro comenzaron a andar hasta que llegaron a la calle Médanos. Ellos se quedaron boquiabiertos, jamás habían visto una calle tan larga, el final de la misma se perdía en el horizonte. Al poco tiempo dieron la vuelta y se encaminaron hacia el bar donde habían quedado con sus amigos. –Daos prisa, hijos – Les dijo. Tenía miedo de llegar y no encontrar a Pedro y a sus primos. Allí estaban. No se habían ido. Debían contarse muchas cosas y el tiempo se les había pasado sin darse cuenta. –Hola amigos, ¿dispuestos a viajar de nuevo? –dijo Pedro a modo de saludo. –Lo bueno de este viaje, es que es muchísimo más corto. –intervino Isidro. El autobús llegó en ese momento. Subieron todos y se fueron acomodando en los asientos. Durante el viaje hablaron, recordando todo aquello que habían dejado en España. Por fin llegaron a su destino. Lomas de Zamora era una pequeña ciudad situada a trece kilómetros al sur de Buenos Aires. La hacienda en la que trabajaban Isidro y Jacinto era una explotación ganadera, aunque la agricultura también ocupaba una importante actividad. Isidro buscó al capataz y les presentó a su primo y a sus amigos. –Hola Ricardo, te presento a mi primo Pedro y a sus amigos. Se trata de una familia que ha coincidido con él durante su viaje. ¿Tendrías trabajo, al menos para uno de ellos? 25


–Veamos, ¿qué sabéis hacer? –preguntó dirigiéndose a Juan. –Bueno, yo siempre he trabajado en el campo, y conozco todo lo que es necesario. También he tratado con el ganado, sé esquilar y ordeñar, entre otras cosas. –Está bien, tú, Juan, junto con Pedro, podéis quedaros a trabajar aquí. Os encargareis de llevar a pastar el ganado a las praderas cercanas al río y del ordeño y cuidado de las terneras. –Gracias, amigo, por darme el trabajo, no se arrepentirá, se lo aseguro, trabajaré duro para demostrarle que sé corresponder – dijo Juan dirigiéndose al capataz. –Eso espero. En cuanto a tu mujer, ¿qué sabe hacer? –Ella cocina muy bien y, como buena ama de casa que es, también sabe lavar, planchar y coser – respondió Juan. –Magnífico. Entonces, ella trabajará en la cocina a las órdenes de la gobernanta. –Y mis hijos, señor Ricardo ¿habría algo para ellos? –No amigo, lo siento, pero ya no nos queda ningún otro puesto de trabajo. Tendrán que buscar en el pueblo. Puede que en algún almacén, o tienda de ultramarinos consigan algo – Y dirigiéndose a Isidro le dijo: –Acompaña a esta familia al barracón de los trabajadores. Que se alojen en el número doce. Dicho barracón había quedado vacío cuando la familia de labradores que la ocupaban, habían vuelto a España unas semanas antes. Isidro acompañó a la familia de Juan y les ayudó a instalarse. –¿Qué os parece? ¿Estáis contentos de ver cómo se están solucionando vuestros problemas? –Ya lo creo que sí, amigo. Siempre te estaremos agradecidos.

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Ahora lo que nos vendría bien, sería que los muchachos también encontraran trabajo. –No te preocupes. Mañana os acompañaré al pueblo, y seguro que allí encontramos algo para ellos. –Antonio trabajaba de mancebo en la farmacia del pueblo, en Venialbo, pero Andrés, nunca ha trabajado. Él no tiene experiencia alguna. –Bueno, no se hable más. Seguro que mañana se soluciona todo. Ahora, a descansar, que falta nos hace después de tan larga travesía. –De acuerdo amigo, hasta mañana y gracias una vez más. Amaneció un nuevo día para Juan y su familia. Todo era muy diferente a lo que estaban acostumbrados. Tardarían en adaptarse, Nuevos amigos, distinto país, una cultura diferente, una comida extraña, un idioma que a pesar de ser el mismo que el suyo, no siempre era fácil entenderse. Juan estaba afeitándose cuando escuchó llamar a la puerta del barracón. Salió al pasillo y abrió. Al otro lado de la puerta encontró a Isidro, que le saludaba. –Hola Juan, ¿Qué tal habéis pasado la noche? –Bien amigo, buenos días, aunque hemos extrañado algo la cama del pueblo. Este catre es muy duro. –Ya os iréis acostumbrando, hay otras cosas que extrañaréis más que un colchón. –Tienes toda la razón Isidro. Todo será cuestión de irse acostumbrando. –Bueno Juan, yo venía para enseñaros cuáles van a ser vuestras tareas y deciros los horarios de las jornadas de trabajo, así como el de las comidas.

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–Me parece bien que nos informes y te agradezco que hayas venido a hacerlo ya que estamos un poco perdidos y no sabemos qué hacer. –Bueno, como ya sabes, mi primo Pedro y tú, saldréis todos los días después del desayuno con el ganado hacia los pastos del sur de la hacienda. Una vez allí, uno de vosotros se quedará al cuidado de las reses y el otro volverá a los establos para la limpieza y el ordeño. Cada día os turnaréis los dos, de modo que cada día cambiéis las tareas. Por la tarde antes del anochecer, traeréis al ganado de nuevo a los establos. –De acuerdo Isidro. Se hará como tú dices. –En cuanto al horario de las comidas: a las siete y media de la mañana será el desayuno. A la una y media, la comida y a las ocho de la tarde se servirá la cena. Una cosa más, para no dejar solas las reses, el que vaya con ellas se llevará la comida y comerá allí. De ese modo nunca las perderá de vista. –Está bien Isidro, ¿Cuándo empezamos? ¿Mañana? –No, ya empezaréis el lunes. Así os repondréis del cansancio del viaje y del cambio de hora. –Estupendo. Así nos dará tiempo a bajar hoy al pueblo y ver si encontramos trabajo para los chicos. –Si quieres, podríais venir conmigo en el coche. Tengo que ir para hacer unas compras al almacén de víveres. –De acuerdo, amigo. Te lo agradezco ya que para ir a pie, nos queda algo lejos. –Pues entonces no se hable más. Después del desayuno nos vamos. Díselo a tus chicos para que estén preparados. Juan cerró la puerta y se dirigió hasta la habitación donde dormían sus hijos y los llamó. 28


Tanto Antonio como Andrés dormían profundamente cuando su padre les despertó. La travesía desde España había sido más dura de lo que todos esperaban, sobre todo por la escasez de comida y la falta de una cama donde dormir confortablemente. Cuando Juan consiguió despertarlos, estos preguntaron al tiempo que se desperezaban: –¿Qué ocurre, padre? – dijo Antonio. – ¡Si aún no ha amanecido! –Sí ya lo sé, pero si no queréis quedaros sin desayuno, deberéis espabilaros. Y a continuación, volvió a su dormitorio. María seguía dormida y sintiendo mucha pena por tener que despertarla, al fin se decidió a hacerlo. –Mari, mi amor, despierta, tenemos que irnos a desayunar a la “casa grande”. –De acuerdo cariño, voy enseguida. Entraron todos juntos a la que llamaban “la casa grande”. Esta se trataba de un anexo a la mansión de los patrones de la hacienda. Situada junto a la fachada posterior de la misma, se encontraban dos grandes dependencias, una de ellas era la cocina, la otra una sala grande que estaba habilitada como comedor de los trabajadores. Fueron tomando asiento y al momento una mujer de mediana edad, llamada Dolores, les fue sirviendo el café y la leche, con dos grandes vasijas que acababa de retirar del fuego. Unas bandejas repletas de bizcochos y bollos recién horneados, esparcían un inconfundible aroma de mantequilla por toda la estancia. Todos tomaron el desayuno con apetito. Aún recordaban lo 29


exiguo de lo recibido durante la travesía y en comparación con el de hoy, pensaron que este era un verdadero banquete. Entraron en el pueblo. Eran las nueve de la mañana y los comercios hacía tiempo que estaban abiertos. Isidro y Juan, junto con los hijos de este, se dirigieron a uno de los almacenes. Tanto Juan como sus hijos se quedaron con la boca abierta nada más poner un pie en el local. Aquel era el almacén más grande que jamás habían visto. Su asombro no era solamente por el tamaño del mismo, sino por la gran variedad de los productos que allí se encontraban: herramientas, muebles, tejidos, calzados y un sinfín de productos de alimentos y bebidas, distribuidos en grandes estanterías. –Buenos días, Román. ¿Qué hay de bueno? – saludó Isidro. –¿Cómo vas amigo? ¿Qué tal por El Chaparral? –Todo bien, como siempre. Traigo una lista de cosas que nos hace falta. Si te parece, te la dejo y me lo vas preparando. Mientras voy a hacer otras gestiones. –De acuerdo, Isidro – dijo mientras echaba un vistazo a la lista. –Pasaos en media hora y tendréis listo el pedido. –Gracias, Román. Por cierto, te presento a unos amigos recién llegados de España. Por casualidad, ¿no tendrías trabajo para alguno de ellos? – preguntó mientras señalaba a los dos muchachos. –Bueno, ya sabes. El muchacho que tenía de aprendiz conmigo, que era el hijo del vaquero que trabajaba con vosotros. Todos se volvieron para España hace unas semanas. Naturalmente que me vendría bien la ayuda de un aprendiz. Ya ves que esto es muy grande y hay mucho trabajo. –Pues aquí tienes dos candidatos. Elige tú mismo con cuál te quedas.

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En ese momento Juan, que aún no había hablado dijo: –Creo que ese puesto sería ideal para mi hijo Andrés. Había intervenido instintivamente, conocía bien a sus dos hijos. Antonio tenía un carácter y una formación diferentes a su hermano. A Andrés le encantaba el contacto con la naturaleza, siempre acompañaba a su padre en las tareas del campo y en el cuidado de los animales. Una de las cosas con las que más disfrutaba era la caza. Su hermano Antonio en cambio, siempre había preferido los estudios. Poseía una facilidad asombrosa para retener en la memoria los textos de los exámenes. De ideales conservadores y con una mente analítica del mundo que le rodeaba. Andrés en cambio, poseía un carácter más soñador y temperamental, generoso y enemigo de todo aquello que le pareciera injusto. A pesar de sus pocos años mostraba siempre una madurez fuera de lo común. Le gustaban los espacios abiertos, la naturaleza, ser amante de los animales. Siempre iba por los campos, acompañado por su fiel perrita “Aischa”. –Pues no se hable más. El lunes puede comenzar. Que se pase por aquí a las ocho de la mañana. Todo les estaba saliendo a pedir de boca. Ya sólo le quedaba encontrar trabajo a Antonio. Salieron del comercio y se dirigieron hacia la farmacia. Allí Isidro tenía que comprar unos productos para las reses. Entraron e Isidro saludó amistosamente a la dueña. –Hola, Doña Amelia. ¿Qué tal están? –Bien Isidro, gracias. ¿Y vosotros qué tal? –Todos bien, gracias. ¿Está su marido? –No, no está. Ha salido a hacer unas gestiones al banco, pero no creo que tarde. –Estupendo, porque quería hablar con él. 31


–Si yo puedo ayudarte en algo – dijo Amelia. –Bueno sí, en parte sí. Podría ir preparándome la receta con los polvos para las reses, mientras espero a que vuelva Don Alfredo – dijo Isidro mientras alargaba la receta que el veterinario le había extendido A los pocos minutos el farmacéutico aparecía por la puerta y nada más ver a Isidro le extendió la mano mientras le saludaba amigablemente. –¿Qué tal estás, Isidro? –Hola, don Ernesto. Bien ¿y usted? –Bien, gracias. ¿Qué se te ofrece por aquí? –He venido para que me preparen más cantidad de la receta de los polvos que me mandó el veterinario. –¿Qué tal ha ido esa receta?... ¿Funciona? –Por suerte sí. Nos ha dado buen resultado. Las reses afectadas ya casi están curadas. –Bueno, por suerte y porque además don Francisco es uno de los mejores veterinarios de la comarca –dijo el farmacéutico. –Tiene usted razón, Don Ernesto. –¿Qué tal por la hacienda? –Bien, no falta trabajo. Ahora mismo acabamos de contratar a dos hombres para las tareas del ganado y una mujer para la cocina. Por cierto le presento a uno de ellos y a sus hijos. Al más joven le he conseguido trabajo en el almacén de Román. Ahora sólo falta encontrarlo para este mozo – dijo mientras señalaba a Antonio. Don Ernesto se quedó observando al muchacho. Antonio tenia buena presencia, tal vez le vendría bien contratarle. –Dime muchacho, ¿Has trabajado ya en algo? 32


–Sí señor, he estado trabajando en la farmacia de mi pueblo, de ayudante, durante dos años. –Tal vez tenga algo para ti, pásate dentro de tres semanas y hablaremos sobre ello. Don Ernesto se despidió de ellos y mientras lo hacía se quedó pensando en su hija Elsa. Ella les ayudaba en el despacho de farmacia en los dos últimos años. Dentro de un mes ingresaría en la universidad de Buenos Aires para estudiar la carrera de farmacia. Los estudios no le permitirían seguir con su ayuda y tal vez este muchacho recién llegado fuera la solución al problema. Isidro y sus tres acompañantes se dirigieron al almacén de Román. Cargaron la compra en la camioneta y se pusieron en marcha para regresar a la hacienda. Juan iba muy satisfecho y estaba deseando llegar para darle las buenas noticias a María. Las cosas no les podían estar saliendo mejor. En unos días todos ellos tendrían trabajo.

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Capítulo

3

Elsa y Antonio

T

ranscurrido el tiempo marcado por don Ernesto, Antonio se presentó una mañana ante él.

Detrás del mostrador de la farmacia una muchacha, de la que Antonio pensó que tendría su misma edad, atendía a unos clientes. El muchacho esperó paciente a que ella terminara con aquellos parroquianos y cuando estos se despidieron de ella, esta le preguntó amablemente. –¿Qué desea joven? –Buenos días señorita. ¿Está don Ernesto? – preguntó el muchacho. Elsa se quedó mirando a Antonio con extrañeza, mientras pensaba ¿Quién será este chico tan apuesto y por qué querrá hablar con mi padre? Aquel pensamiento sólo duró unos segundos. Inmediatamente Elsa reaccionó y dedicándole a Antonio una amplia sonrisa, que al muchacho le pareció la de un ángel, respondió: –Sí, sí está. Perdona que voy a decirle que has llegado… ¿Quién le digo que pregunta por él? –Dígale que soy Antonio, el chico español que busca trabajo. Ella desapareció tras una puerta y a continuación salió seguida de don Ernesto.

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