Pobacma. Época I. 2015

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, año 4, núm. 1, enero-junio de 2015 /105

Suicidio pintoresco Efraín Cortez

E

nrique se despertó en la cama, sobresaltado, abrió los ojos con rapidez, su corazón latía fuerte en su pecho, lo sentía palpitar como pocas veces. Su cerebro poco a poco empezó a asimilar todo lo que había a su alrededor, el cuerpo pasó de la inmovilidad a un pronto alistamiento, la temperatura era agradable, el aire acondicionado le proporcionaba ese pequeño lujo y placer a la hora de dormir, lo que hacía plácidamente a pesar de sus sesenta y cinco años. Vivía solo, hacía apenas un año y medio que su esposa había muerto de cáncer de estómago, que de forma sorpresiva se la llevó en apenas cuatro meses desde su diagnóstico. Ahora su recuerdo lo acompaña en aquella casa en donde vivieron durante cuarenta años y criaron a tres hijos, los que ahora como profesionistas radican en distintos lugares de México. Se sentó al borde la cama, respiró hondo y notó que sus pulmones estaban bien, el pulso empezó a disminuir poco a poco, pero se sentía inquieto, algo no estaba bien, lo presentía, y él era bueno en eso. Observó todo alrededor, la televisión estaba apagada, todas las cosas en su sitio ¿Habría sido algún temblor? Por esos días la naturaleza le daba por despertar a los tapachultecos con fuertes sacudidas, sobre todo por la madrugada. No encontró nada anormal, se puso de pie y avanzó hacia la puerta de madera de su cuarto, la abrió y un cálido vientecillo que recorría la casa lo impregnó. En ese momento notó con claridad el motivo de su ansiedad: la música. Una canción se repetía, una y otra vez, incluso que la casa estaba cerrada y aislada con cortinas y ventanas de cristal, el sonido se esparcía por todo el ambiente, era una canción de José José; no recordó cómo se llamaba, pero llamó su atención que terminaba y volvía a empezar con su tono de tristeza,

¿A qué clase de vecino loco se le ocurría escuchar la misma melodía reiteradamente? Pensó en el vecino de a lado, el siempre distraído y solitario Arturo, hombre de unos cuarenta años de edad y de pocas palabras, a pesar de haberse mudado hacía tres años, no había podido cruzar más palabras que los saludos ocasionales cuando se encontraban en la calle. Se dirigió a la puerta de la calle y, quitando la llave, abrió para salir a la banqueta. Corroboró, efectivamente, que la música provenía de la casa de Arturo, intensa, como queriendo despertar a todo el vecindario. Don Raúl, el vecino de enfrente, al verlo salir abrió su puerta y se dirigió a su lado para hablarle. —Enrique ¡qué bueno que te veo! —moviendo las manos hacia él dijo: ¡Esa música no se detiene, está muy raro! ¿No crees? —La verdad, no sé, me acabo de despertar y la escuché, por eso salí a ver —respondió Enrique con cierta calma. —Entonces… ¿No escuchaste los gritos de anoche? Preguntó mientras expresaba su incredulidad. —¡Gritos! ¿Cuáles? Enrique quiso hacer memoria pero no recordó nada anormal. Disculpa, pero cuando me encierro a dormir no escucho nada. —Mira, como a la media noche, escuché a Arturo gritar, como que peleaba con alguien, era su voz, estoy seguro, pero no escuché que nadie le respondiera los insultos, a veces no se escuchaba claramente lo que decía por la música que ya estaba sonando, esa canción que continúa ahorita. —Es de José José ¡verdad! —interrumpió Enrique. —Sí, creo que se llama La Barca. Raúl volteo la mirada hacia la casa de Arturo y siguió con su relato. Pues como te decía, no podía dormir, la música se mete de lleno a mi casa y me impidió conciliar


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