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Dos cuentos cortos

Juan Carlos Chau Chang *

EL PEZ MORO

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Tu solo nombre hace que evoque a otros famosos: Otelo, Avicena, Tomás Moro. Compartes quizás con ellos el origen, el color o el nombre. Negro como el carbón, con escamas relucientes y la misma silueta del pez japonés, pero con unos ojos enormes y tranquilos, paseas tu negrura insondable por palacio –que realmente es mi pecera– y te me figuras un pequeño y brioso corcel árabe. Se me antoja a veces construirte una mezquita con su minarete desde el que clames cada tarde llamando a la oración. Confieso que más de alguna vez no he resistido a la tentación de orar genuflexionado apuntando hacia la Meca para orar por ti, y por mí, que soy tu carcelero. Quizás con un turbante a rayas, chilaba roja y alfanje pasarías por guardián de algún harén, pero necesitarías estar más gordo y enjoyado para pretender ser el dueño de tal montón de huríes. Me pregunto si serás tan celoso como Otelo, aquél moro apasionado hasta el extremo, o si serás dueño del álgebra y la alquimia y pasarás tus noches pensando en calcular los granos de grava de tu estanque. Seguramente sabes jugar ajedrez como un gran maestro, y pensando en ello estoy trabajando en construir un tablero cuyos sesenta y cuatro escaques hagan juego con tu ropa y con la grava del estanque. Cada vez que estoy a punto de terminarlo, lo destruyo y vuelvo a empezar, porque sé que no soportaría que ganaras la partida en unos cuantos movimientos. Lo vuelvo a empezar pensando en que quizás me dejes ganar considerando que yo soy tu dueño y que a fin de cuentas soy bastante más grande que tú y esa es una ventaja nada desprecia

* Originario de Pijijiapan, Chiapas. Médico con especialidad en

Medicina Interna. ble, creo. Podría venderte, claro, pero tú sabes que no me atrevería a faltarte al respeto de esa manera, vendiéndote como vil esclavo.

De cualquier manera siempre siento que me aventajas mucho, porque vienes de un mundo antiquísimo y exótico en el cual mi pobre y humana filosofía no es más importante que un simple grano de arena en tu desierto líquido.

EL PEZ ÁNGEL

Los ángeles se mueven con elegancia de aristócratas; sus cortos movimientos, reposados y precisos, corresponden más a una recepción en palacio que a una pecera. Su costumbre de andar juntos refuerza la impresión que han de ser una comitiva que visita cada rincón de la pecera en gira oficial con algún oculto fin protocolario, y cuando comen las hojuelas de alimento para peces, uno esperaría verlos sacar de algún bolsillo sus cubiertos de plata. Quizás en algún tiempo fueron vistos exigiendo al sommelier sendas botellas del mejor vino para celebrar algún logro diplomático. Vestidos a rayas con las puntas de sus aletas perfectamente alineadas y el gesto de altivez de la mandíbula, han perdido el monóculo en algún baile, y ahora flotan ingrávidos, suspendidos en el espacio líquido. Maestros en el savoir-faire, permanecen casi inmóviles dueños de su papel de anfitriones por antonomasia, esperando desde siempre que el ujier golpee con su bastón tres veces en el piso para anunciar la entrada triunfal de Poseidón.

La vida de los peces ángel está regida por normas antiquísimas que perviven impresas en el corazón mismo de estos peces, acostumbrados a la vida palaciega de la corte. A falta de rey, uno de ellos asume tal papel, casi siempre el más grande y el de mayor

edad. Los otros se reparten los papeles: un consejero, un jefe de guardias, un bufón y una reina. Los rangos pueden descubrirse impresos con minúsculas rayas negras en las puntas de las aletas. Pero hay que saber interpretarlas, para no confundir a un simple guardia de palacio con el consejero real, lo que podría desencadenar una revuelta en la corte. No tengo que advertir al acuariófilo inexperto que se trata de peces sumamente quisquillosos en eso de las cuestiones protocolarias. Se dice que, si fueran humanos, solamente podrían vivir en el palacio de Buckingham, en Inglaterra.

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