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SEGUNDA SECCIÓN Tres cuentos

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Facultad de HumanidadeS / Unicach

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Tres cuentos

Adriana Zebadúa Mendoza*

Crimen

Llovía. Una hora después solo habría de recordar la sensación de los pequeños riachuelos recorriendo su cuerpo de arriba a abajo. Pero de eso apenas era consciente en aquel momento, pues su mente no registraba ninguna otra información que no fuese la que había ocupado su pensamiento a lo largo de las últimas dos semanas: deshacerse del huésped incómodo que había invadido su hogar el día de su cumpleaños.

No se trataba de un ser de costumbres raras, ni siquiera de un amigo en apuro económico o emocional. De hecho hubiese preferido tener bajo su techo a un familiar indeseable antes que compartir su tiempo y espacio con aquel “personaje” chocante en grado superlativo, el cual había convertido en una pesadilla los días posteriores a su llegada.

Ese día lo vio aparecer ante él haciendo alarde de su majestuosidad, sin embargo, supo que ese halo era pura y vana apariencia. Y supo también, en el mismo instante en que dedujo para sí esa conclusión, que nadie, ni siquiera todas las fuerzas sobrenaturales del orbe, habrían de obligarlo a mantener en su hogar por tiempo indefinido a ese ente abominable que, de tan solo mirarlo, producía un prurito no localizable.

Compartieron techo durante tres largas semanas. Él, Jeremías de la Garza, dueño y señor de un pequeño departamento de los suburbios, de oficio redactor de la sección cultural de un periódico local y soltero por conveniencia y convicción (aunque sus compañeros aseguraran que lo era por simple

* Licenciada en Ciencias de la Comunicación. Desde 2008 es docente en la Escuela Secundaria Técnica Núm. 10 de Palenque,

Chiapas. resignación), hombre para quien el tiempo no tenía precio, metódico incorregible, había sido invadido en su intimidad por aquel intruso tan diferente a él. ¡Tan endiabladamente diferente a él! Sin oficio ni beneficio, concebido en un mundo tan dispar al suyo y sin nada nuevo qué aportarle.

Cada noche, al volver del trabajo y después de prepararse la misma cena de siempre, encendía el televisor para ver el noticiario nocturno y alcanzaba a divisar, por un rabillo del ojo, a esa “presencia” extraña que lo observaba despatarrado desde el sofá desteñido de la sala, desde el comedor o desde el lugar en el que se le ocurriera aparecerse. Sin embargo, trató de sobrellevar la situación durante los primeros días y no porque esperara que las cosas fuesen a mejorar, sino porque maquinaba un plan para poder actuar con la mayor cautela. El plan perfecto, el crimen sin mácula.

Y una tarde, casi por obra y gracia de la Divina Providencia, trazó en su mente fría, calculadora, el plan perfecto para deshacerse de él. Esa noche sonrió al entrar a casa. Lo buscó con la vista y, con bastante esfuerzo, logró sacarlo casi a rastras hacia la calle. ¡Si hasta parecía que el “indeseable” sabía que jamás regresaría al que había sido su hogar durante tres semanas!

Ahí estaban ambos. Observándose como dos rivales a punto de batirse en duelo. Jeremías sonreía. No había pensado que habría tanta gente alrededor, sin embargo se dijo para sí mismo: “más público, menos posibilidad de ser descubierto”. Y entonces

, año 3, núm. 1, enero-junio de 2014 /103

la persona delante de él abandonó la fila y Jeremías ocupó su lugar.

La joven sentada ante una gran mesa de formaica tuvo que hacerle dos veces la misma pregunta hasta que él logró aislarse de su pensamiento: —¿Cuál es? —Es éste —respondió haciendo una mueca con la boca. La joven le sonrió, dándole a entender que comprendía, que ella sí comprendía el porqué alguien como él había tomado semejante decisión.

Jeremías regresó a casa. Comenzaba a escampar. Y sonreía.

Sobre una mesa de formaica, apilado sobre decenas de volúmenes de diversos temas, sobresalía un libro grande y nuevo al cual su dueño había “renunciado” para contribuir con la campaña de donación de ejemplares de segunda mano destinada a incrementar el acervo de la biblioteca de algún barrio marginado de la ciudad. El crimen estaba consumado, pues para él no podía ser otra cosa el condenar a alguien más a leerse completo: Clasificación taxonómica de los insectos del este de América del Norte: una guía de identificación, en estricto orden alfabético.

Nanné

Es la primera vez que guiará un bote y pese a ello no se siente nerviosa. Nadie le ha enseñado cómo se hace, pero no parece ser tan difícil. Tampoco tiene miedo, se ha colgado al cinto la espada antigua que el abuelo guardaba en el armario, la cual será el arma que le ayudará si es preciso enfrentar algún peligro o altercado imprevisto y en un viejo baúl del cuarto de los tiliches, ha descubierto un mapa apolillado que le permitirá encontrar lo que tanto anhela.

Sube a la barca diminuta y toma su sitio. Sus ojos se entrecierran un poco al ser deslumbrados por el sol del atardecer. A tientas, busca los remos hasta que los toma entre sus manos y comienza a navegar con rumbo desconocido.

Le apena un poco dejar a su familia, sin embargo, ninguna lágrima resbala sobre su rostro, todo lo contrario. Piensa que será feliz de conocer –por fin– esos lugares lejanos que tanto mencionaba el abuelo en sus historias de corsarios y piratas. Por ello decidió ir en busca del tesoro que transportaba aquel buque mercante que naufragó cerca de uno de los puertos más importantes del Caribe mexicano.

Con una mezcla de alegría y nostalgia, comienza a remar alejándose cada vez más de la orilla, hasta que al volver el rostro solo divisa una línea horizontal que es en lo que se ha convertido la costa. Y ahora ¿qué es preciso hacer? Por primera vez se siente insegura. Mira alrededor y se encuentra sola en medio de un mar desconocido.

Extraña al abuelo. Él sabría qué hacer en un momento como éste. Nadie sabe adónde ha ido y ella también lo ignora. ¡Cómo lo echa de menos! Una de sus manos busca con rapidez la vieja espada del abuelo y la acaricia con toda la ternura que es capaz de sentir. Un murmullo que poco a poco va convirtiéndose en un sollozo se escucha: —Abuelito, ¿por qué te fuiste sin mí? ¿Por qué no me esperaste para ir juntos en busca del tesoro?

Ha caído la noche. Acurrucada en un rincón de la barquilla, su ocupante parece dormir abrazada a la antigua espada del abuelo mientras la embarcación es empujada de un lado a otro por el viento nocturno, hasta que una voz surgida desde quién sabe dónde, comienza a llamarla por su nombre haciéndola volver a la realidad: —¡Nanné! ¡Nanné! ¿Dónde te has metido ahora, chamaca traviesa? ¡Contesta que te estoy hablando!

Una mano pequeña asoma detrás de los lavaderos de cemento e instantes después aparece el rostro de una niña de seis años quien con la tristeza en la mirada responde a la mujer que la llama a gritos: —Acá estoy, tía Lupe. Estaba… estaba buscando al abuelo en mi barco. —¿Ese cacharro de hojalata es tu barco? ¡Mira nada más cómo te has puesto! Deja que le cuente a tu madre y verás la tunda que te da… ¿Y ese vejestorio oxidado que tienes en la mano? ¡Trae acá esa porquería! –con un rápido movimiento le arrebata un objeto alargado y lo lanza lejos de ella.

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—¡Es la espada del abuelo! ¡No la tires! –responde la niña a punto de llorar. —¡Qué espada del abuelo ni que ocho cuartos! ¡Ándale, vámonos derechito a tu casa!

La mujer tira con fuerza de una de las orejas de Nanné y la pequeña prorrumpe en tímidos sollozos. —¡No me jales las orejas! ¡Yo solo quiero ver a mi abuelito! —¿Así que quieres ver a tu abuelo? ¿No has entendido que se ha ido al cielo y nadie puede ir dónde él está? Si quieres verlo tendrás que llevarle flores al panteón pero no tienes por qué treparte a la azotea y ensuciarte como pordiosera ¿entendido?

Mas la niña no entiende. Nanné no sabe de qué habla la tía pues su inocencia pueril no alcanza a comprender por qué la regaña y le jala las orejas cuando ella solo quería llegar a la isla perdida, descubrir el tesoro pirata y reencontrarse con el abuelo.

Los ojos de la pequeña se vuelven antes de llegar a la escalera y ya no ve la costa, tampoco el mar. Desilusionada observa cómo la playa se convierte en vulgares lavaderos de cemento y que a unos metros de ellos, sobre el suelo, yace un objeto alargado de metal oxidado.

La barca, el mar, la espada, el tesoro… Todo ha desaparecido en un santiamén. Y solo hasta entonces comienza a entender. El abuelo y sus historias acaban de abandonarla para siempre.

María Castidad

Tenía ocho años cuando supo que su destino estaba inevitablemente ligado a su nombre. Contundente, único, elocuente. María Castidad no era un nombre común ni mucho menos corriente como para ser ostentado por la hija menor de una familia de pobres campesinos.

Su madre le había explicado cuál era el significado de su nombre y, de paso, también le había hecho saber que por ser la más pequeña de siete hijos, era la elegida por Dios para consagrar su vida al cuidado de sus progenitores hasta que la Divina Providencia decidiera llevárselos de este mundo. —¿Para qué casarse? —le había dicho su madre una tarde de principios de abril— observa a tus hermanas y vecinas cómo están condenadas a sufrir a diario por el simple delito de haber nacido mujer. Por eso, mi niña, considérate afortunada pues fuiste elegida para pasar por el pantano de esta vida sin mancharte.

María Castidad quiso preguntarle de qué habría de “mancharse” pero la pregunta escapó de sus labios antes de que éstos pudieran pronunciarla.

Es así como a tan corta edad, María Castidad tomó cabal conciencia del futuro que la esperaba escondido tras las esquinas del tiempo. Cocinar, lavar, planchar, limpiar y un sinfín de actividades hogareñas, constituían su única diversión y la única oportunidad para no pensar en el lento transcurrir del tiempo, dentro de cuatro paredes de adobe encaladas por las manos de su padre. Uno, dos, tres, diez años pasaron sin que la vida de María Castidad, ya convertida en una joven esbelta, de piel morena y tersa y dueña de un donaire peculiar, sufriera algún cambio significativo durante todo ese tiempo. Lo único que cambió en ella fue el padecimiento de algunas crisis nocturnas que la alteraban hasta el límite del paroxismo. Varias noches en el mes era presa de una extraña sensación de abrasamiento que comenzaba desde sus labios delgados y núbiles y se extendía por el resto de su cuerpo. A menudo confundía realidad con fantasía, siendo incapaz de escapar a ese delirio febril que a menudo la envolvía en una sensación de amenaza y zozobra constantes.

Esos breves episodios de fiebres inexplicables, eran todo lo que alteraba la rutina de la joven, quien jamás pudo ni quiso compartir con nadie su secreto, el secreto de su misteriosa “enfermedad”, similar a ese sitio también secreto localizado en alguna zona desconocida de su entrepierna, de la que, por momentos, también era consciente cuando percibía un extraño escozor no localizado…

Nadie en casa le había hablado del sexo, pues su madre no lo consideró propio ni pertinente para una mujer que estaba destinada a vivir célibe y mo-

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