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Entre dos mundos

3.º LUGAR / 3RD PLACE

(Narrativa / Narrative)

Isabela Jiménez Hernández

La primera vez que me subí a un avión fue la tarde que dejé atrás a mi país. En tan solo unos minutos, había sido desprendida de todo aquello que había conocido como un hogar. Tenía la ilusión de poder encontrar mi casa desde el cielo, una de tantas pintadas de colores sobre el cerro. Debido a mi gran miedo, después de sentir que el cuerpo de metal del avión se estremecía entre más acelerábamos hacia lo desconocido, no pude evitar cerrar los ojos con fuerza hasta sentir que habíamos estado unos buenos cinco minutos sobre las nubes. No he vuelto a viajar desde ese entonces, atada a mi lugar por la frontera. Todavía, a pesar de que ha pasado ya una década desde mi travesía a doce mil metros sobre el suelo, sueño con haber abierto los ojos para asomar la cabeza por la ventana y poder despedirme de México una última vez. Es un sueño recurrente, que a pesar de sonar fantasioso en voz alta al contárselo a Antonio, tiene más aire a pesadilla que a cualquier otra cosa. Me deja con el cuerpo frío y con un vacío en lo más profundo del corazón, donde solo llegan las palabras de una madre. En mi caso, un vacío inconsolable.

Mi mamá falleció dos meses antes de mi primer viaje en avión.

Guadalupe era una mujer de abrazos apretados, recetas secretas y consejos compuestos por refranes que solo llegué a entender en la adolescencia. Pequeña

y obstinada, después de que mi papá se fue a Estados Unidos para escapar la carencia que nos rodeaba y acechaba sin piedad, ella juntó cada último peso que nos quedaba y abrió su propia tienda de dulces mexicanos. La ayudábamos entre mis hermanos y yo a promocionar por el pueblo sus mazapanes, cocadas y si de buen humor estaba, sus tamales. Ese fue el principio de su fin, ya que el día que mi tía nos dijo que mamá ya no despertaría, justificó la desgracia en que siempre había sido demasiado dulce para su propio bien. Así, sin más, con el corazón en la garganta, no tuvo más remedio que aceptar el hecho de que su salario como mujer en México no le alcanzaba ni para sus propios hijos y mucho menos, los de su hermana difunta. Nos subió al avión con una carta para mi papá, un diccionario inglés-español y un beso en la frente.

José, mi papá, un hombre de carácter fuerte y con una ética de trabajo digna de un premio, logró sacarnos adelante en dólares. Siendo la única mujer en casa, mis hermanos comenzaron a trabajar en las construcciones junto a él, mientras yo me quedaba en casa leyendo de pies a cabeza el diccionario que nos regaló la tía. Entre más comprendía el inglés, más abandonaba el español. Cada palabra que aprendía me acercaba más a este nuevo mundo desconocido, al que tanto anhelaba pertenecer. Mi papá se enorgullecía, viendo en mí la oportunidad de ser bienvenida con mayor amabilidad a la que él había enfrentado. Cada que me veía leyendo en el comedor sonreía y decía en voz alta: “Sofía, mi pequeña americana”. Después de ahorrar lo suficiente para clases de inglés y de muchas horas de estudio, pude conseguir un trabajo como ama de casa de un vecindario rico cerca de la zona de construcción donde trabajaba mi papá.

Había una casa en particular con la que me encariñé. El padre siempre estaba ausente, pero la madre era amable conmigo al igual que su hija, Katherine. Kat y yo teníamos la misma edad, dieciséis recién cumplidos. En cuanto yo terminaba de barrer y trapear, comenzabamos a platicar. Estaba fascinada de poder ver su cuarto, de escuchar lo que era ser un adolescente americano y las cosas que le preocupaban. Muchas veces, no sabía distinguir si mi curiosidad nacía del interés o la envidia. Yo nunca había tenido un novio, había abandonado la escuela y las únicas

fiestas a las que había asistido en mi vida habían tenido piñatas. Su realidad sonaba mucho más fácil que la mía. En lo que yo la escuchaba y anotaba sus frases, ella me sentaba en su vestidor y me transformaba. Me deshacía las trenzas, me alisaba el pelo, recreaba su maquillaje en mí y para finalizar me prestaba su ropa para escenarios imaginarios.

Como esa tarde en el avión, cuando obtuve suficiente valor para asomarme por la ventana para ver el paisaje siempre cambiante de cerros convertidos en ciudades llenas de miles de autos y edificios, ver mi reflejo en el espejo del vestidor de Kat me evocaba un sentimiento similar. Cada vez que me volvía a ver, me había transformado en alguien que desconocía, dejaba de ser esa pequeña mexicana perdida en el aeropuerto y me convertía en una más de las amigas de Kat, lista para ir a salir de compras sin preocupación alguna. Satisfecha con su trabajo, Kat me regaló una de sus blusas favoritas así como un poco de su maquillaje para llevarme a casa. Apenada, se lo negué hasta que Kat con su actitud relajada simplemente dijo: “Seriously Sophie, its not a big deal, just take it.”

Sophie. Sophie. Sophie. Esa palabra había llenado en mí ese vacío que me atormentaba cada mañana al verme en el espejo y no saber qué sentir con respecto a mi reflejo. La niña que estaba en México ya no me miraba de regreso, sino más bien una mujer que hasta ahora no había podido nombrar. Sophie, la pequeña gran mujer americana.

A partir de ese día me propuse a transformarme de acuerdo a lo que yo sentía que “Sophie” tendría. Sophie tenía un novio, amigas, hablaba en inglés. Sophie salía a fiestas por las noches, Sofía se quedaba en casa a cocinarle a su papá y a sus hermanos. Sophie tenía un apartamento en la ciudad, Sofía aún vivía con su familia. Sophie era libre.

Tiempo después, conseguí un trabajo como mesera en un bar del centro de la ciudad, donde me daba la oportunidad de tener una excusa para arreglarme y disfrazarme como “Sophie”. Allí frecuentaban muchos

estudiantes universitarios durante toda la semana, en especial los miércoles de “Happy Hour”. En uno de mis muchos turnos de trabajo, se sentó frente a mí un hombre moreno, cejón y amable. Después de varios minutos de sentir su mirada, me acerqué a tomar su orden. En respuesta, me preguntó mi nombre. El acento lo delató como latino, pero aún así respondí Sophie.

Poco después, comenzamos a salir todos los miércoles después del trabajo. Antonio había nacido en los Estados Unidos pero era de padres mexicanos. Él estaba contento de haberme conocido, y nos enamoramos en tiempo récord. Cuando conocí a Antonio, también cambió mi reflejo en el espejo. Estaba contenta, pero aún me sentía profundamente incompleta. Por su cuenta, comenzó a decirme Sofía sin importar mis reproches y súplicas. Como venganza, yo le decía Tony en acento americano y me negaba a decirle Antonio. A él le daba risa nuestro pequeño juego, a mi sólo me quitaba el sueño por las noches. Con él, mi papel de Sophie se iba desmoronando poco a poco. Me sentía frágil.

En ese entonces comencé a vivir en un apartamento por mi cuenta. Creí que ese cambio representaba el fin de mi papel como la hija y hermana que cuidaba y alimentaba a su familia, el punto final en el doloroso reemplazo de mi madre ausente. El abandonar ese papel al que me había entregado durante tantos años me dejó con la mente en blanco. Pasaba las tardes sentada frente a la televisión durante horas, cambiando de canal sin parar. Nunca encontraba aquello que me llamara la atención. Prendía y apagaba la radio, desordenaba y volvía a ordenar, dormía y despertaba. Había conseguido lo que quería. Ya no tenía esas etiquetas que tanto me lastimaban por más que lo intentara reprimir, pero su ausencia no se tradujo a comodidad como yo inocentemente lo había deseado. De hecho, fue todo lo contrario. Sentía que no tenía hogar alguno en el mundo, ni conmigo misma. Sin importar cómo me arreglara o el idioma en el que hablara, la mujer que me regresaba la mirada en el espejo siempre se sentía como una desconocida. Me alejé de todo.

En mi soledad, me perseguía mucho la presencia de mi mamá. Escuchaba

su risa, su música romántica, sus pasos alrededor de la cocina en lo que preparaba recetas que nunca llegué a memorizar. Escuchaba y sentía a México. Sabía en qué momento me había alejado, más no sabía en qué momento lo había perdido. ¿Habrá sido en el avión, en la mesa del comedor mientras estudiaba inglés, en el vestidor de Kat, en el bar con Antonio?

No podía decir con certeza, pero sabía que si aún lo recordaba, aún debía de existir en alguna parte. A pesar de que fueran los recuerdos de la pequeña Sofía mexicana, existían dentro de quien sea que fuera yo hoy. Pasé las siguientes semanas intentando recordar las recetas de mi madre, anotando lo que venía a mi en sueños como en conversaciones en un pequeño cuaderno. En poco tiempo, había logrado armar mi propio recetario escrito a mano. Empecé a cocinar.

Cada vez que probaba los platillos que preparaba, descubría que la pequeña Sofía que escondí durante mucho tiempo era talentosa y tenía el mismo sazón que su mamá. Dejé de buscarme en el espejo, y empecé a encontrarme en lo que disfrutaba. Me atrevía a cambiar y a modificar las recetas a mi gusto, transformándolas en lo que fuera que se me antojará en el momento. Ya no le tenía miedo a mi pasado, ni dejaba que me controlara a través de la vergüenza. En cambio, me empoderaba.

Antonio me fue a visitar en una de las muchas tardes que pasé dándole vueltas a la pequeña cocina de mi apartamento. Repentinamente, mientras lo hacía probar los distintos dulces que había preparado durante el día, Antonio me hizo una de las preguntas más importantes de mi vida. Me pidió que me casara con él. Acepté casi de inmediato.

Dos meses antes de nuestra boda, no pude evitar cuestionar ese precipitado “sí”. La cuestión en duda no era Antonio, ni nuestra relación. De nuevo, era esa mujer en el espejo que ahora se había transformado en la mujer en el altar. Ya no la sentía como una completa desconocida, habíamos comenzado a sonreírnos a través de reflejos y poco a poco comenzábamos

a ser amigas. Sin embargo, no sabía cuál era su nombre. No era sólo una hija, una hermana o una novia. No era sólo Sofia la niña mexicana, ni tampoco sólo Sophie la mujer americana. Era todo eso y más.

Un miércoles por la tarde, me enteré de que iba a ser madre. La noticia me estremeció el mundo más que el despegue de aquel avión hace tantos años. Todo había cambiado una vez más. Desde el segundo que confirmé que la prueba fue positiva, comencé a preparar el mundo para la llegada de mi bebé. No podía contener mi emoción ni mi temor. Volví a sentir muy cerca a mi mamá. Encontraba sus consejos en canciones, sus recetas en recuerdos y su amor en toda la compañía que tenía a través de Antonio, mi papá y mis hermanos.

Había desbloqueado un nuevo papel: madre. Mi cuerpo lo sabía y cambió su forma como si fuera un acto de magia. Mi cuerpo no me lo había preguntado, ni mi mente me había castigado por no saber la respuesta. Simplemente sabía qué hacer, sin necesidad de que yo lo ordenara, escondiera, cambiara o nombrara. Para el bebé como para mí misma, me había convertido en un hogar en eterna transformación.

Entre más cambiaba mi cuerpo, más anhelaba regresar a mis raíces. Había recuperado a través de la cocina un poco del México que vivía dentro de mí, pero no era suficiente. Necesitaba volver siendo la mujer que era hoy, sin importar cuánto había cambiado. Sabía que para iniciar esta nueva etapa en mi vida debía de tener la oportunidad de ver a mi país aunque fuera solo desde el cielo, de agradecer y de volver a sentirlo cerca.

Así fue mi segundo viaje en avión, esta vez con otra personita dentro de mí y con un anillo en el dedo anular de la mano izquierda. Sabía que después de tantos años desde mi partida, mi país también había cambiado y transformado tanto como yo lo había hecho, y que así seguirá pasando mientras pase el tiempo. La transformación es inevitable. Cuando despegó el avión, en lugar de miedo sólo podía sentir emoción. Me asomé por la ventana y entre los dos mundos, sentí paz.