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LA REBELIÓN DE LAS GALLETAS Texto Óscar María Barreno Ilustraciones Kamila Erazo Diseño y Maquetación Mayra Paredes Ortega El presente documento se encuentra protegido por Licencia Creative Commons Versión 4.0: BY - SA Abril de 2018 (www.creativecommons.org)

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A mi sobrina Natalia. Y a mi amigo Juan.

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- CAPÍTULO 1 -

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ulce Miel pertenecía a una saga de pasteleros cuyos orígenes se remontaban al principio de los tiempos, su padre y su madre fueron pasteleros, sus abuelos, sus bisabuelos y sus tatarabuelos también lo fueron, y, según una leyenda familiar, todos sus antepasados lo habían sido desde antes incluso de que se inventara la rosquilla, allá por los días de Maricastaña. Generación tras generación, los conocimientos sobre el oficio pasaban de padres a hijos, perfeccionando estos el arte de los progenitores. Siempre había sido así, lo cual provocaba admiración en el resto de la población. Pero ahora esa admiración se había tornado en adoración sincera, pues Dulce Miel había adquirido el rango de Eminentísima Santidad doña Pastelera. Sus dulces no solo gozaban de un sabor incomparable, sino que, además, tenían múltiples propiedades, todas ellas beneficiosas para la salud del alma y el cuerpo. Si alguien estaba afectado de un problema de riñón, 7


tomaba una galleta y, al momento, este recuperaba su buen funcionamiento. Cualquier dolor de cabeza pasaba si en la leche mojabas una de sus magdalenas. Y para el resto de enfermedades había soluciones parecidas, una torta, una trufa, un pastel, y la salud reaparecía. La pena también se curaba, y la angustia, y el miedo, y la vergüenza, todo se esfumaba al olor de las galletas, sobre todo de las galletas. El resto de dulces también levantaban al enfermo de la cama, pero sólo las galletas se ocupaban al mismo tiempo del alma. Si tenías remordimientos por alguna mala acción cometida con tu hermano, tomabas una galleta y, al momento, la culpa desaparecía, a la vez que te invadía una incontenible sensación de paz que te movía hacia el amor y la armonía con todos y cada uno de los seres humanos. La soledad era pasajera, liviana, si en tu desayuno había galletas de Dulce Miel. Y lo mismo ocurría con todas las emociones, una galleta de la pastelera bastaba para que te invadiera el espíritu de la belleza. Tanto era así que la gente hacía largas colas para acceder al establecimiento

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de Miel. En una ocasión, por ejemplo, un niño espero tantos años en la fila de la pastelería que, cuando le tocó el turno, ya era un anciano, y, al probar, satisfecho, una de las galletas que con tanto anhelo y paciencia había buscado, recuperó la juventud, volviendo a ser de nuevo un niño como el que había sido décadas atrás. Otro caso famoso fue el de Fermín Trompetero, un músico archiconocido que, antes de un concierto, decidió ir a la pastelería, y allí guardó cola hasta que el evento en el que él tenía que actuar terminó; por fortuna la galleta hizo que regresara al pasado, pudiendo llegar a tiempo para acompañar a la orquesta con la que tocaba sin que nadie se diera cuenta de que había faltado. Y así podríamos rellenar cientos de formularios con extraños y maravillosos sucesos provocados por las galletas de Dulce Miel. Pero no es la historia que nos ocupa, lo que aquí queremos relatar es cómo Dulce Miel estuvo a punto de perder su noble oficio, y las graves consecuencias para el mundo que eso pudo haber tenido. Así que, empecemos.

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Todo comenzó el día que Alberto, el señor alcalde, inauguraba la carretera central. Era una vía importante, la más importante inaugurada hasta la fecha, ya que unía pueblos y ciudades distantes de diferentes puntos del país. A lo largo de varios meses la expectación había sido máxima, radio, prensa escrita y televisión, en todas partes se hablaba de las ventajas que esa carretera tenía y de cómo a partir de ahora la vida de todos los habitantes iba a ser maravillosa. Alberto se hinchaba de orgullo leyendo y escuchando las noticias que hablaban de él como el alcalde que había hecho posible semejante acontecimiento. Pero llegó el día de la inauguración y, sorpresivamente, nadie acudió al acto, ni invitados, ni periodistas, ni otras importantes personalidades que se suponía debían estar, nadie. -¿Pero dónde están todos? –se decía Alberto, totalmente desorientado. 10


Llegó a pensar que había confundido el día en su agenda, así que sacó el móvil del bolsillo de su chaqueta y llamó a su secretaria. -Matilde, ¿cuándo era el día de la inauguración de la carretera central? -Hoy, señor alcalde –respondió Matilde amablemente. -¡Pero no puede ser! -¿Por qué, don Alberto? -Porque estoy al pie de la carretera y aquí no hay nadie. -Eso sí que es raro, ¿quiere que investigue? -Por favor, sería de gran ayuda. -Está bien, ahora mismo me pongo con ello, y en cuanto sepa algo se lo comunico. -Muy bien. -Hasta luego. -Hasta luego. 11


Se despidieron e inmediatamente Matilde desenfundó su listín telefónico, un cuadernillo de piel que casi nunca usaba, porque ya todos los contactos se realizaban a través del correo electrónico, pero que en esta ocasión se veía obligada a utilizar, ya que se trataba de contactar con una serie de personas, y contactar con ellas en este instante, no podía arriesgarse a que los receptores de sus mensajes tardasen horas o días en abrir el correo. De modo que comenzó por llamar al teniente de alcalde. -Ring, ring, ring… El teléfono sonaba y nadie respondía. Se agotaron los tonos de llamada y saltó el contestador. ¿Qué podía decirle? Nada. Prefería hablar con él personalmente, así que colgó y volvió a llamar. Y volvió a suceder lo mismo, nadie al aparato. Una y otra vez lo intentó hasta que, al fin del décimo intento, desesperada, dejó un mensaje de voz. 12


-Señor teniente de alcalde, soy la señorita Matilde, ¿podría ponerse en contacto conmigo? Necesito localizarle en nombre del alcalde. Sin darle mayor importancia pasó a otra persona, empezando por los concejales y las concejalas. Uno a uno se fue repitiendo el proceso que un instante antes había acontecido con la llamada al teniente de alcalde. Nadie atendía ni respondía a sus llamadas, se agotaban los tonos y saltaban los contestadores. -Está usted llamando al teléfono de Pepito el de los Palotes, por favor, deje su mensaje después de la señal, piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii… Todo aquello era extraño, muy extraño. Lo había intentado con toda la corporación municipal, con las familias de estos y con los contactos en la prensa que tenía, ¡y nadie le respondía! Confundida ante tamaña coincidencia, decidió llamar a su casa, para 13


contarle a su pareja lo que estaba sucediendo. Pero nada, tampoco le localizó. Llamó a sus padres, y a sus hermanos, a sus primos cercanos y a los más lejanos, llamó a sus amigos y vecinos y después a todos los conocidos que alguna vez le habían dado el teléfono. ¡Qué espanto! Nadie contestaba. Aterrada decidió llamar a la policía, y sus temores se convirtieron en pánico cuando tampoco allí encontró a nadie. Tenía que hablar de esto a sus compañeros, pues, tal vez, simplemente se trataba de un error en su teléfono que se subsanaría rápidamente llamando desde otro despacho, pero cuando salió de su oficina, algo nerviosa por cierto, descubrió que tampoco en las dependencias municipales había nadie. ¡El ayuntamiento estaba vacío! Comenzó a recorrer pasillos arriba, pasillos abajo, todas las estancias, abría puertas y se asomaba como si estuviera buscando un tesoro. -¡Clara! ¡Paco! ¡Marga! ¡Antonio! Iba gritando los nombres de sus compañeras y compañeros de trabajo, con la infundada esperanza de encontrar a alguien. Y digo 14


infundada porque era evidente que no había rastro de gente en todo el edificio. Los percheros estaban vacíos, sin ropa de abrigo que alguien hubiera dejado ahí para comenzar la jornada. Los ordenadores estaban desconectados y las luces apagadas. ¿Dónde se había metido todo el mundo? Un escalofrío recorrió de punta a punta el cuerpo de Matilde. ¿Y si una invasión alienígena había acabado con todos los habitantes del planeta, tal y como las películas de cine anunciaban que algún día pasaría? Casi de puntillas regresó a su despacho, cogió el paraguas, se puso la bufanda, la chaqueta y el gorro, desconectó con sigilo todo cuanto estaba conectado y, a hurtadillas, se deslizó camino del ascensor. Cuatro plantas descendió, aunque a ella le parecieron ciento veinte, nerviosa como estaba. Llegó al hall de entrada y tampoco allí había rastro del conserje, ningún ciudadano esperaba a ser atendido en alguna de las ventanillas habilitadas, ni el guardia de seguridad estaba en la puerta, siendo como era ese su puesto habitual. Es más, ya desde dentro, a través de las grandes hojas de cristal que conformaban la entrada, se podía ver que la calle estaba igualmente desierta. Ni coches, agentes de tráfico o viandantes, 15


solo gatos y perros campaban a gusto por la ciudad. ¿Qué estaba ocurriendo? Se iría a casa y allí se encerraría hasta que todo volviera a la normalidad. Y se iría corriendo, no solo porque fuera aprisa, sino porque tenía que hacerlo a pie, ya que autocares y taxis habían dejado de funcionar. Con esa idea clara en su cabeza, atropellada por la inquietud, salió del ayuntamiento. Pero nada más salir algo cambió en su manera de pensar. De pronto un olor llegó a su nariz, un aroma extrañamente familiar y dulce que dejaba en paz a todo aquél que lo percibía. Efectivamente, la soledad de Matilde en la ciudad seguía siendo completa, en cambio las preocupaciones y los temores habían desaparecido de su corazón. Lo único que deseaba era descubrir la fuente de aquella esencia, y, presta, se dejó guiar por su olfato. Recorrió las calles aledañas, dando vueltas en torno de un mismo punto, pues el aroma lo inundaba todo y era difícil discernir de qué extremo procedía. Al fin se decidió por una dirección, por la que encontró un poco más de intensidad olfativa. Los coches estaban abandonados, las puertas y ventanas de los pisos abiertas de par en par, 16


los establecimientos igualmente abiertos y desocupados, como si dueños y clientes hubieran salido con toda urgencia de aquel lugar. Cambiaban de color los semáforos, pero no había tráfico que regular. Y en medio de todo, caminando por el centro de la calzada, sin riesgo a ser atropellada, Matilde, arrastrada por la sensación de paz que aquel aroma provocaba. Así avanzó, girando a derecha y a izquierda, por donde su nariz le guiaba, hasta que otro sentido comenzó a darle nuevas pistas. Llegada a un punto comenzó a escuchar algo, como un rumor lejano de un tumulto que se hallaba justo en el trayecto que ella misma estaba dibujando. Dobló la esquina y descubrió de qué se trataba. Al fondo, en lo largo y ancho de aquella enorme avenida había, ordenada y paciente, como una compañía militar, una multitud que esperaba aún no se sabía qué. Matilde se aproximó al gentío, muerta de curiosidad, ¿qué hacían tantas personas reunidas? ¿Y por qué en esa parte de la ciudad y no en otra? Su inquietud pronto encontró respuesta cuando, al intentar adelantar al grupo, varios desconocidos la increparon. 17


-¡Eh tú, aprovechada! -A la cola, a la cola. -Que también nosotros tenemos prisa. -¿Pero para qué guardan esta fila? -preguntó Matilde. -Sí, sí, no te hagas la despistada. -Dulce Miel acaba de sacar una nueva hornada. -¡De galletas! -Y esperamos nuestro turno para comprar las que nos correspondan. Así que era eso, ¿cómo no había caído en la cuenta antes? Efectivamente, la pastelería de Dulce Miel estaba muy cerca, y esta era la hora en la que la pastelera horneaba con su misteriosa receta las galletas. El misterio parecía resuelto, había que llamar al alcalde e informarle de lo ocurrido, así que se retiró unos metros, sacó el celular del bolso y marcó el número de don Alberto. 18


-¿Sí? Dígame. -Don Alberto, soy yo, Matilde. -Pero bueno, señorita, ¿se puede saber a qué se debe este retraso? -Usted perdone, es que no ha sido fácil. -¿Y bien? ¿Ya sabe dónde está la gente? -Todo el mundo espera junto a la pastelería de Dulce Miel. -¡Ay! ¡No me diga! Cómo lo habré olvidado, ¡pero si hoy es el día que pone a la venta sus galletas! Ahora mismo inauguro la carretera y voy para allá. -Muy bien señor alcalde, le guardo sitio. Sin despedirse siquiera, don Alberto colgó el teléfono. -¡Quedas inaugurada! -gritó a la carretera. Y rápidamente se montó en su coche, camino de regreso a la ciudad, en dirección a la tienda de la pastelera.

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- CAPÍTULO 2 -

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uando don Alberto llegó a la ciudad, se encontró con los accesos cortados por la propia multitud que abarrotaba calzadas y aceras. No había modo de avanzar en coche ni a pie, de modo que hizo lo que él creía que cualquier otro hubiera hecho en su lugar, sacó el megáfono del maletero y trepó hasta el techo del automóvil para, tomando aire como si fuera un globo, gritar con el ensordecedor aparato del diablo. -Señoras y señores, les habla el alcalde. Desalojen inmediatamente la zona, ¡es una orden! Repito, desalojen inmediatamente la zona. Al principio nadie escuchaba, atentos como estaban todos a las indicaciones que recibían de los que estaban más adelante. Pero, poco a poco, empezando por los de atrás, por aquellos que es21


taban más próximos al coche del alcalde, comenzaron a prestar oído al mensaje que llegaba desde el altavoz. Unos y otros se iban girando, tratando de confirmar que era la voz del propio alcalde la que escuchaban. Dadas las circunstancias, nadie descartaba que todo fuera una broma de mal gusto gestada por algún descarado adolescente. Pero no era así, se trataba del mismísimo don Alberto en persona. Nada podían hacer, pues, más que aceptar la autoridad. Y como migas desgranadas de la barra de pan, comenzaron a marcharse, mascullando los más entre dientes algunas imprecaciones, y aceptando los menos la situación, confortados en que era igual para todos. -Bueno, pues, si nos tenemos que ir todos, bien está –dijo uno. -¡Maldita sea! Esto no es justo –dijo otro. El caso es que la multitud se fue diseminando, inundando las calles aledañas. Unos entraban a edificios cercanos, porque eran 22


vecinos de la zona. Otros marchaban a sus trabajos, los cuales habían sido abandonados repentinamente con las noticias llegadas de la pastelería. Los conductores de autobuses volvían a sus puestos, el tráfico recuperaba su aspecto cotidiano, con miles de conductores que habían mal aparcado sus coches en medio de cualquier parte. En un par de horas no quedaban más que veinte o treinta personas enfrente de la pastelería, entre ellos Arturo, el policía, y don Manuel, el cura de la parroquia. Ambos, al escuchar al alcalde, se acercaron a interrogarle. -¿Pasa algo, don Alberto? –preguntó don Manuel. -¿Quiere que haga algo? –añadió Arturo, poniéndose a su servicio, tal y como la ordenanza mandaba. -Pues sí, Arturo, ahora que lo dice puede usted dispersar a esta gente. Necesito con urgencia hablar con la pastelera. Don Manuel enseguida entendió que lo que don Alberto quería 23


era probar las galletas, como todos, y había hecho uso de su cargo para aprovecharse. Semejante actitud no le caía en agrado al buen cura, pero, dado que así desaparecían todos, dejándole un lugar preferente junto al alcalde, calló, mientras observaba cómo Arturo cumplía con su deber. -Ya está –regresó el policía, satisfecho-, todo despejado. Dulce Miel, algo extrañada por la inesperada decisión policial de desalojar su tienda, aguardaba a mejores explicaciones en el interior, tal y como Arturo le había dicho. Sin embargo, nada agriaba el espíritu de la pastelera, que en todo momento gozaba de buen ánimo, como pudieron comprobar el alcalde y sus amigos al entrar a su establecimiento. Allí, limpiando de harina y polvo el mostrador, tras el mismo sonreía llena de paciencia, y se alegraba de recibir nuevas visitas. 24


-¡Don Manuel! ¡Don Alberto! Así que para esto era el desalojo, ¿Arturo? -Pues sí, para esto era –se interpuso el alcalde-. Tengo asuntos importantes que tratar con usted. -Dígame, ¿qué le puedo ofrecer? -Necesito una de sus galletas. Es que me da congoja que la gente no me valore, vengo de inaugurar una carretera y he tenido que hacerlo yo solo, ¿comprende lo que le digo? -Claro que le comprendo, y entiendo su malestar. Pero no debe importarle si los demás o no le reconocen, sino tan solo si lo que realiza en su trabajo es para bien de la ciudad. De todas formas, tenga, una galleta. -¿Una? ¡Necesito más! -De eso nada don Alberto, una por persona, esa es mi condición. -Pero se las pienso pagar.

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-¡Si es que yo no se las quiero cobrar! Mis galletas se regalan, pero, si quiere otros dulces, con gusto se los vendo. -No deseo otra cosa, sólo galletas. -Pues entonces ya sabe… Si quiere más, vuelva mañana. Nadie doblegaba la voluntad de Dulce Miel, y Arturo y don Manuel ni lo intentaron. Al contrario, se contentaron con su solitaria y maravillosa galleta, sin añadir una sola coma a la conversación entre el alcalde y la pastelera. A fin de cuentas, ya sabían que eso sería así, de modo que, para qué insistir. La degustaron allí mismo y salieron de la pastelería. Pero el alcalde seguía con su letanía. -Pues yo quiero más, ¡no entiendo por qué no puede ser! -No insista señor alcalde, ya escuchó –trató de apaciguar el cura. -Cuando ella no quiere, no hay más que hablar -sentenció el policía.

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Entonces don Alberto se dio cuenta de un pequeño detalle, pero importante para el curso de los acontecimientos que estamos relatando. Escondidos tras las esquinas cercanas, y asomados con disimulo a las puertas y ventanas, cientos de miles de ojos observaban atentamente. La gente había fingido su marcha, pero muchos, la gran mayoría, se habían quedado en los alrededores a la espera de que el señor alcalde y sus acompañantes dejasen libre la entrada de la pastelería, para volver a la carga. Más a la vista estaban los tres o cuatro que, antes de que Arturo ejecutase la orden de don Alberto, habían tenido la fortuna de conseguir su ración de galletas. Uno de ellos, embriagado por el sabor de la que se estaba comiendo, bailaba alegremente con una farola. Otro, delgado como un alambre, al probar la suya, se elevó como un ángel del cielo, y, por encima de las azoteas, gritaba:

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-¡Vuelo! ¡Vuelo! Los demás, que permanecían escondidos, veían a los afortunados que habían conseguido su premio, y aguardaban ansiosos a que se produjera la marcha de la autoridad. Así lo comprendió el alcalde, que, astuto como era, quiso demostrarles al policía y al cura cuán insignificantes eran al lado de la pastelera. -Vengan, vengan. Escondámonos tras esa papelera, ya verán lo que sucede. Se alejaron unos metros, y, agachados tras el contenedor de basura, se ensuciaron con mondas de plátano y de naranja, y alguna que otra raspa de pescado, para simular ser ellos mismos desperdicios. Al momento, como un grifo recién abierto, un torrente de personas se precipitó hacia la pastelería. Dulce Miel salió a recibirlos a la puerta, y desde allí repartía y gritaba. -No se apuren, hay para todos. Y recuerden, una por persona. 28


Cada uno que tomaba la que le correspondía sentía una cosa distinta. Había algunos que se sentían asfixiados por las corbatas, y, al probarlas, rasgaban sus trajes, como solía hacer Superman, y saltaban de semáforo en semáforo como si fueran Tarzán entre lianas por la selva. Otros, que soñaban con ser libres, se convertían momentáneamente en golondrinas veloces que volaban rozando los tejados, para, después de varias pasadas vertiginosas, descansar en las cornisas de los edificios más elevados. Quienes tenían alguna cojera, de inmediato la perdían, y los jorobados parecían espigados como atletas de baloncesto. La algazara llegaba hasta Marte, y todos en el mundo pensaban que estaban de fiesta en la ciudad. -Fíjense en eso –comentó el alcalde-. La pastelera nos gana por goleada, ¡ninguno de nosotros puede competir con su prestigio! -Pero es que yo no lo pretendo –dijo el cura-, me basta con probar lo que ella hace. -¡No sea panoli don Manuel! ¿Se imagina lo que haría usted con 29


esas galletas? Dígame, ¿cuánta gente acude a misa regularmente? ¿No le gustaría tener el templo lleno de feligreses? Pues eso lo tendría si en lugar de repartir obleas diera galletas para la comunión. -Eso es cierto –añadió Arturo, el policía-, si repartiera galletas hasta yo acudiría, y ya sabe que no soy creyente. -Dices bien Arturo –continuó el alcalde, dirigiendo esta vez la palabra al policía-, pero no se limite con eso, ¡piense en usted mismo! Si fuera como la pastelera y en lugar de regalar sus galletas las vendiera, ¡se haría rico! ¿Para qué iba a trabajar entonces? ¡Otros lo harían por usted! Y pasaría el resto de su vida de vacaciones. Arturo y don Manuel quedaron pensativos, nunca habían imaginado tamaña treta, pero las palabras de don Alberto eran ciertas.

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Don Manuel deseaba tener más feligreses, y Arturo soñaba con ser millonario. La solución para ambos casos estaba en las galletas. La solución para los tres, porque también don Alberto tenía su propio sueño, ser alcalde toda la vida, y eso lo conseguiría si también él repartiera esas galletas… Ya imaginaba a todos los ciudadanos ofreciéndose. -Don Alberto, don Alberto, nosotros le votamos si nos da una cajita de galletas. Era sin duda la solución perfecta. -¿Les parece entonces que también nosotros hagamos galletas? –preguntó a sus compañeros. -¡Me parece! –gritó emocionado el policía. -¡Lo haremos! –se animó a sí mismo don Manuel. -Pues no se hable más, vayamos a casa y pongámonos a trabajar.

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- CAPÍTULO 3 -

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ada uno se encerró en su casa y comenzó a preparar galletas. Al principio todo fue sencillo, y no digo que les resultara sencillo preparar ricas galletas, sino que no se complicaban demasiado con la masa: leche, harina, azúcar, y listo. El cura pensaba en la masa fervorosa que acudiría a misa a partir de ahora, la gente sanaría de todas sus dolencias al tomar su comunión y pronto empezarían a llamarle santo, tal vez incluso llegase a ser Papa de Roma. Arturo se imaginaba descansando en una hamaca, bajo la protección de una sombrilla, al abrigo de un Sol resplandeciente, allá por las costas caribeñas; nunca más trabajaría ni vestiría su traje de oficial. Don Alberto en cambio era eso lo que buscaba, que su cargo se convirtiera en algo oficial y eterno, quería ser alcalde de la ciudad para toda la vida con el fin de imponer su voluntad a la ciudadanía. Y así, cada cual con sus deseos, horneaban al calor de su ambición. 33


-Seré el más poderoso –decía don Alberto. -Seré el más famoso –suspiraba don Manuel. -Seré el más rico –festejaba Arturo. Pero, al probar sus galletas, se daban cuenta de que no lo conseguirían fácilmente, pues las suyas no tenían nada que ver con las de Dulce Miel. Aquellas eran dulces, y, al tomarlas, quedabas satisfecho, en cuerpo y alma, pero estas eran amargas y provocaban dolor de estómago, ¡tenías suerte si te daba tiempo a llegar al retrete! Algo hacían mal, tal vez faltaba por añadir un ingrediente, con lo que comenzó la experimentación. Visitaron páginas de internet en las que aparecían distintas recetas de repostería, y siguieron todas al pie de la letra. Después pensaron que, dado que las galletas de Dulce Miel curaban las enfermedades, a lo mejor estaban hechas con algún medicamento, y empezaron a preparar la masa con polvos de aspirina y otros fármacos, lo cual 34


fue peor que lo anterior, ya que cayeron intoxicados y tuvieron que pasar por el hospital. El cura, incluso, añadió agua bendita y vino consagrado, pero nada. Por lo que, en un intento a la desesperada, decidieron visitar a una bruja, con la esperanza de que alguna de sus pócimas les ayudara. -Una cola de ratón y babas de sapo. -¿Cómo dice? –preguntaron los tres, al unísono. -Que debéis añadir babas de sapo y una cola de ratón, si queréis conseguir vuestro propósito. ¿Qué podían hacer? Aquélla parecía una idea disparatada, pero la bruja era de las de verdad, con verruga incluida en la punta de la nariz, y sombrero de pico, así que debía saber de estos asuntos, por lo que marcharon a casa y siguieron su consejo. ¡Qué disparate! Los tres se convirtieron en ranas, y así pasaron una semana. Durante 35


siete días estuvieron escondidos sin salir a la calle, viviendo en la bañera y comiendo insectos, arañas, moscas y alguna que otra polilla. Eran la comidilla del barrio, que si dónde están el alcalde y el cura, que no se ve al policía por la calle… La gente comenzó a murmurar. Y tanto creció el rumor, que a muchos la curiosidad les llevó a golpear en la puerta de sus vecinos. -Toc, toc, toc… ¡Alcalde! ¿Está usted en casa? -Señor cura, abra la puerta. -Arturo, ¿se encuentra bien? Cuando por fin recuperaron su aspecto, no pudieron ignorar a los curiosos, y los dejaron entrar. Para asombro de todos, las casas de los tres amigos estaban blancas por dentro, la harina había manchado las paredes y los techos, y todas las habitaciones estaban repletas de galletas infructuosas, miles de galletas sobre las camas, arrojadas por el suelo, encima de los muebles, en el baño y en el salón. 36


-¿Pero qué es esto? –preguntaban los sorprendidos vecinos. A lo que los amigos tuvieron que dar una explicación. -También nosotros queremos hacer galletas. Les contaron que habían pasado los últimos meses intentando imitar a la pastelera, pues querían ser como ella, y la gente comenzó a pensar que esa no era mala idea. Efectivamente, si todos supieran hacer galletas como las de Dulce Miel, cada uno sería dueño de sus más inconfesables anhelos, que, en resumidas cuentas, casi todos se resumían a los tres ya mencionados, fama, riqueza y poder. ¡Menudo plan! ¿Cómo no se les había ocurrido antes a ninguno? Ahora todos querían seguir sus pasos. -Nosotros llevamos meses intentándolo –dijo el policía-. Pero no hemos conseguido nada.

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-¿Y le habéis preguntado a la pastelera? –sugirió uno. ¡Pues claro! ¡Qué estupidez no haber empezado por ahí! Alguien debía averiguar la receta de Dulce Miel para informar después a los demás. -Yo iré –se abalanzó el cura, que quería ser el primero en enterarse. -Y yo –añadió el alcalde, que no se fiaba del cura. -Pues yo también –sentenció el policía, que desconfiaba de los dos. Y, sin más dilación, los tres se dirigieron a la pastelería, reflexionando sobre si era mejor interrogar a Dulce Miel en grupo o de uno en uno. Puestos en situación, determinaron que sería más apropiado esto segundo, ya que, de entrar los tres juntos, podrían levantar sospechas en la pastelera, la cual se negaría inmediatamente a brindarles ayuda, o eso era al menos lo que pen38


saban estos sus ínclitos vecinos, que, muy alejados de la verdad, desconfiaban de Dulce Miel, manteniéndose en el error, pues no otra cosa deseaba ella sino el bien de todos, para lo cual se hallaba siempre bien dispuesta. Dicho esto, comprenderemos que de nuevo se alegrara el corazón de la artesana al ver llegar, con paso firme, al bueno de Arturo, que, por sorteo había sido el elegido para entrar primero. -¡Arturo! ¡Mi buen amigo! ¿Qué quiere usted? -Pues mire, Dulce Miel, que traigo una pregunta en mente cuya respuesta me ha robado el sueño. -Dígame usted, a ver si le puedo ayudar. -Hace días que intento hacer galletas como las suyas, pero no obtengo resultado alguno, y cuando digo alguno me refiero a alguno que sea digno de mención, pues, tal y como puede comprobar usted misma –dijo ofreciéndole una de las galletas que él mismo 39


había hecho-, no se parecen en nada, ni en sabor ni en textura, a las que salen de su horno. Dulce Miel, sin perder la sonrisa un solo instante, alargó la mano para tomar una de las que se le ofrecían, y concluyó: -Por la vista ya le digo que a estas galletas les sobra codicia –y seguidamente se la llevó a la boca-. Efectivamente, esta galleta está hecha con avaricia, y no puede dar lo mejor de sí. -¿Con avaricia? -preguntó Arturo, haciéndose el despistado-. Pues no lo entiendo, porque yo me conformo con poco. -Si usted lo dice, –respondió la sonriente pastelera. -De todas formas, la avaricia no es un ingrediente, esto debe ser un problema de harina, leche o levadura. -¡Cómo que no es un ingrediente! –se sorprendió Dulce Miel-. ¡Claro que lo es! Y uno de los más nocivos, a decir verdad. 40


-¿Quiere usted decirme que también sus galletas pueden llevar avaricia? -¡Noooo! Eso nunca, ¡jamás! El secreto de mis galletas es que están hechas con amor. -¿Y solo eso? -Nada más. Arturo no estaba muy convencido, pero, ¿qué otra cosa podía hacer sino creer a pies juntillas a la pastelera? Además, él no tenía conocimientos culinarios, así que tal vez estaba ella en lo cierto y el amor y la codicia eran ingredientes tan importantes como los huevos o el azúcar. Incrédulo y algo confuso, salió del establecimiento para ir a encontrarse con sus amigos. -¿Qué te ha dicho? –le preguntaron a dúo el cura y el alcalde. -Dice que el secreto está en hacerlas con amor. 41


-¿Qué? -¿Cómo? -Eso dice. -¡Paparruchas! –profirió el alcalde-. ¡Eso no es un ingrediente! -Nos toma el pelo –sugirió el cura-. Tal vez no quiera compartir con nosotros el secreto de su receta. -Pues es cuanto puedo decirles. Vayan ustedes y prueben fortuna. Así hicieron. Primero fue Alberto, el insigne alcalde de la ciudad, porque estaba convencido de que, a él, siendo hombre respetable donde los haya, no le faltaría al respeto con embustes ni bromas de mal pelo, como la que, a buen seguro, había usado con el policía. Pero a él le repitió que el secreto era hacerlas con amor, y que no se podían hacer buenas galletas si con ellas se buscaba el poder. -La ambición amarga el producto –le dijo Dulce al probar su ga42


lleta-, y es como un veneno, ¿no se habrá convertido usted en sapo o algo similar? -Yo, esto, yo, ¿a qué me pregunta eso? –respondió don Alberto, que no sabía dónde esconderse. Acto seguido llegó Manuel, el apacible sacerdote, tratando de encontrar la explicación satisfactoria que no habían hallado sus dos compañeros. Saludó, como solía hacerlo. -La paz contigo, hermana, -y entró. -Buenas palabras me dedica –respondió Dulce Miel-, y, con las mismas, le recibo a usted, que la paz esté contigo también. -Pues no puedo afirmarlo –añadió el cura-, porque ando últimamente algo liado con estas galletas… -¿Pero usted también? -También, hija, también. -A ver, deje que pruebe una. 43


Al verlas, Dulce Miel manifestó agrado en esa primera impresión, pues gozaban de un muy buen aspecto, pero, al probarlas, como a las otras, les encontró un grave error. -Huy, huy, huy… Estas galletas se hicieron con demasiado ego. -¿Ego? ¿Qué es eso? -¡Orgullo, don Manuel, orgullo! No se puede ser pastelero y buscar la fama, ya que, lo más probable, si uno busca estas dos cosas a la vez, es terminar en la cama. Apuesto a que ha estado usted enfermo a causa de su ingestión. -¿Enfermo?… Esto… Digo, quiero decir… Que sí, vamos, que estuve enfermo, pero nada, cosa de poco. -Lo que yo le diga, ¡si para hacer galletas no hay que volverse loco! Tan solo hay que dejarse guiar por el amor.

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Y con las mismas se marchó el párroco, indeciso, inseguro, sorprendido de los poderes adivinatorios de la pastelera, la cual, con solo probar un bocado, sabía del estado de ánimo que las había creado. -¡Qué gran misterio! -pensaban los tres amigos-. Este es un dilema que hay que resolver, pues no nos deja satisfechos la respuesta de esta buena mujer. Así que, sin más ni más, determinaron reunir al pueblo en una convocatoria secreta, para informarles de lo averiguado, y para que, de este modo, todos pudieran opinar sobre cuál era el paso a seguir.

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- CAPÍTULO 4 -

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or todos los barrios de todas las ciudades, y por todos los pueblos, en todas partes se colgaron carteles que anunciaban la convocatoria de una reunión secreta, y también en radio y televisión se emitieron anuncios en este sentido. Todos sabían que, Dulce Miel, que no tenía tele en casa, ni prestaba atención a la publicidad que se colgaba en paredes de la calle, portales de internet, o que aparecía en radio y prensa escrita, no se enteraría de esta convocatoria secreta, siendo así que la llamada cumpliría a la perfección con su objetivo, como de hecho ocurrió. El día acordado, a la hora acordada, en la Plaza Mayor se reunió un grupo incontable de personas. Todos miraban al cielo, o al suelo, silbando disimuladamente, tratando de pasar desapercibidos. Los había que habían acudido a la cita disfrazados de bancos de madera, o de farolas de metal, para permanecer en el encuentro escondidos, respetando el sentido secreto de su presencia. Y 47


luego estaban los más, la inmensa mayoría, que, para no desvelar el verdadero objetivo de su visita, se habían colgado un cartel en el pecho que decía: yo no vengo a ninguna reunión secreta. Pero lo cierto era que toda aquella multitud estaba allí por lo mismo, para intentar desvelar el enigma de la receta. De pronto, don Alberto, que iba disfrazado de domador de elefantes, tomó la palabra, subido a un semáforo que resultó ser don Manuel, el cual había acudido igualmente camuflado para pasar desapercibido. -¡Señoras! ¡Señores! No me andaré por las ramas, Dulce Miel, la pastelera, nos toma el pelo, quiere hacernos creer que el secreto de su receta es hacer las galletas con amor, pero todos sabemos que el amor no es un ingrediente, y que esa no puede ser la razón que las hace tan buenas. 48


Se pasaron toda la tarde, y parte de la noche, discutiendo qué podían hacer para comprobar las verdaderas intenciones de la pastelera, y, al final, decidieron que lo mejor sería introducir a un espía dentro del propio obrador, un agente camuflado que informara puntualmente de las idas y venidas de Dulce Miel. ¿Pero quién podía ser esa persona? Ninguno quería, pues todos temían que, si Dulce Miel los descubriera, les retirara el saludo, y con él las galletas que tanto necesitaban. Lo cual no era sino una mala noticia que nadie quería afrontar. Visto lo cual, y, sopesados los inconvenientes de la decisión, a todos les pareció bien que Tozudo Quemasangres fuera el encargado de ello. Este era un hombre que, digamos, no gozaba de la amistad del pueblo, pues andaba siempre borracho, solitario de un lado a otro sin más compañía que una botella de vino. Si él era descubierto, pensaba la multitud, aunque jurase que se trataba de un plan urdido por todos, nadie le habría creído, teniendo por verdad que el único motor de sus actos era esa inseparable borrachera que le gobernaba. Y él mismo aceptó con gusto el encargo, 49


convencido como estaba, ya que todos habían ocultado los auténticos motivos de su elección, de que era un honor representar al pueblo en semejante cometido. Así pues, se dispusieron a ejecutar el plan que habían acordado, que no era otro que llevar a Tozudo disfrazado a la pastelería, y dejarle allí solo con su disfraz, para provecho de todos. El disfraz, como se vio al día siguiente, consistía en un traje de báscula, con el que debía simular el ejercicio propio de esos aparatos, algo que no extrañaría a Dulce Miel, ya que su peso era antiguo y, por bien suyo y de todos, debía pensar, le venían a regalar uno nuevo por parte de la comunidad. Eso mismo es lo que sucedió al día siguiente, cuando, estando Dulce Miel en plena faena, a ritmo de bombo y platillo, ocupando toda la calle, de acera a acera, acudió a su pastelería una multitud con Tozudo en volandas.

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-¡Viva Dulce Miel! ¡Viva nuestra pastelera! –gritaban sin parar los manifestantes. La pastelera, que de pura ingenuidad no esperaba ninguna afrenta, abrió las puertas de su establecimiento a quien con tanto gozo y algazara se acercaba, y, viendo que le traían como regalo una báscula, les compensó el detalle vaciando sus estanterías, pues no quedó un solo pastel que no fuera devorado por unos y otros, los cuales, tan entusiasmados estaban por los efectos de los dulces, que olvidaron decirle a Dulce Miel que Tozudo era una báscula, y cómo funcionaba, de modo que, apenas hubieron digerido los bollos y galletas que la pastelera les había dado, se marcharon cantando y bailando, dejando al bueno de Quemasangres frente a la repostera, y a la repostera delante del infiltrado. Esta, muy curiosa ella, empezó a dar vueltas alrededor del peso, tratando

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de descubrir cómo funcionaba semejante aparato, e intentando al mismo tiempo averiguar de qué modo lo iba a introducir a la pastelería para colocarlo sobre el mostrador, pues a buen seguro pesaba más de la cuenta, al menos más de lo que ella podía levantar. En estas estaba cuando, Tozudo, que ya se empezaba a poner nervioso de tanta observación, le habló, presa de los nervios que sentía por la posibilidad cierta de ser descubierto. -No, no, no te preocupes, yo mismo iré adentro. Y por el funcionamiento queda tranquila, que yo me ocupo de todo. -¡Pero, si hablas! Quemasangres, que no sabía cómo salir de semejante atolladero, le explicó, medio tartamudeando, que se trataba de un invento japonés de última generación, mucho más moderno que una es-

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tación espacial y más sofisticado que un chupete digital. Sin esperar a que Dulce Miel le cosiera a preguntas, antes de que ella abriera la boca, aquel se dirigió, pasito a pasito, hacia el mostrador, y sobre él se sentó, mirando al techo y silbando una tonadilla, para hacerse el ocupado y evitar así entrar en conversación con la pastelera. Ella, muy emocionada, le pasó un trapo por encima, para quitarle el polvo, y le puso alguna que otra cosa sobre la bandeja, bolsitas de harina, envases de huevos, y otras por el estilo, tan solo para comprobar su buen funcionamiento. Hecho lo cual, quedó satisfecha y no investigó más nada que pudiera inquietar al asustado espía. El plan del alcalde cumplía su primer objetivo, introducirse en el obrador, y ahora solo quedaba dar tiempo al tiempo y confiar en el buen hacer de Tozudo.

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- CAPÍTULO 5 -

C

uando, llegada la noche, habiendo cerrado y después de marcharse Dulce Miel, quedando el establecimiento entero a disposición de Tozudo, pensó en su corazón que no habría ser en la Tierra más afortunado que él, pues, tan a gusto como quisiera, podía ir de allá para acá y de acá para allá, y tomar una galleta, si era su gusto, o un pastelillo, o una rosca de anís, de tal modo que nunca en la vida estuvo mejor de ánimo ni de salud. Efectivamente, hasta la fecha se había visto presa de su alcoholismo, pero dentro de la pastelería ninguna fuerza tenía el vino, bastaba con que tomara una galleta y, al punto, su dependencia del alcohol desaparecía, dibujando un Sol resplandeciente en lo más profundo de su alma. Allí, pensaba Tozudo, podría estar toda la vida, porque en ningún lugar había sido tan feliz como lo era ahora, no solo por las razones que ya hemos expuesto, sino porque, llegada la mañana, entrando Dulce Miel por la puerta, un 55


nuevo abismo de luz, paz y amor le acompañaban. Apenas si giraba la llave, la cerradura ya sonaba a música celestial, tras de la que accedía la noble pastelera, siempre dichosa, sonriente, siempre feliz, como un payaso de circo, pero serena y relajada como una abuela. Su ternura no tenía fin, y esta quedaba proyectada en todo lo que hacía: si barría, barría cantando, si amasaba, igual canturreaba, si llevaba algo al horno suplicaba a Dios que fuera buena la cocción, y, como en eso, en todo. Eran sus palabras tales que semejaban oraciones encendidas. ¡Nunca, en toda su vida, había visto Tozudo hacer las cosas con tanta pasión! Pero eso sí, ingredientes secretos, o aditivos misteriosos, nada de nada, por ninguna parte vio que la pastelera añadiera nada que no fuera leche, harina, huevos, azúcar y levadura, a no ser por las palabras que, llenas de amor, podría decirse que también vertía sobre la masa, amén del cariño con que amasaba, y, en fin, todas las cosas que la propia Dulce Miel había dicho en repetidas ocasiones eran el secreto de sus recetas. 56


Pasaron los días, y la gente comenzó a interrogar al pobre Tozudo, enviando a la pastelera a por cualquier cosa al almacén, de modo que a solas pudieran preguntar al espía del pueblo sin ningún miedo. -¿Has averiguado ya qué es lo que añade la pastelera a las galletas? -Nada –respondía Tozudo. Y todos pensaban que, al decir nada, se refería a que no había descubierto nada, no a que en realidad no echase nada a la masa la buena pastelera, tal y como él venía observando. En fin, que los muchos se cansaban de ir a preguntar al borracho sin encontrar respuesta, y el borracho se cansaba de los que con ese propósito venían, pues él empezaba a convencerse de que Dulce Miel tenía razón, y de que no otra cosa sino el amor procuraba tantos bienes a sus riquísimos y artesanales productos, los cuales, y él era 57


un ejemplo, curaban cualquier dolencia, siendo así que ya no le gustaba que le tratasen de borracho, porque borracho ya no era desde que había entrado en esa pastelería, y, a modo de paraíso, hubiera probado sus galletas como si fueran el fruto del perdón. Todo él se encontraba en paz, y lo único que rompía esa quietud, era la certeza que tenía de estar traicionando a Dulce Miel, a quien debía su propia sanación, por lo que llegó a una conclusión inevitable. -Debo abandonar este engaño –se dijo. Justo a la mañana siguiente de haber tomado esa decisión, vinieron a la pastelería Arturo, don Manuel y don Alberto, ansiosos por encontrar respuestas. -¿Qué sabes? –preguntó don Manuel. -Sé que estoy enamorado –respondió Tozudo. 58


-No nos vengas con evasivas –le interrumpió el alcalde-, dinos ahora mismo qué has descubierto. -He descubierto lo mismo que ya nos había descubierto Dulce Miel, que el secreto de su receta es el amor con que la hace. -¡Ah, ya veo por dónde viene usted! –le increpó Arturo, el policía-. Lo que ocurre es que, este malos pelos –dijo mirando a sus amigos-, este, como digo, ha descubierto cuál es el verdadero secreto y ahora no lo quiere compartir, se lo quiere guardar para él solo, de modo que solo él llegue a ser rico, poderoso y famoso. Tozudo no paraba de reír ante semejante ocurrencia, y eso aumentaba la ira de esos desesperados clientes, los cuales tomaban por ciertas las palabras de Arturo, y no daban crédito alguno al hecho de que Tozudo se hubiera realmente enamorado, ni mucho menos a que fuera verdad eso de que el secreto de las galletas milagrosas era el amor con que se hacían. Pero claro, en estas llegó Dulce Miel del almacén, y se tuvieron que contentar 59


sin más explicación, con lo que, airados como llegaron, airados se despidieron. -Brrrr… –dijeron al alejarse. -¿Y ahora qué les pasa a estos? –se preguntó Dulce Miel, ya a solas. -Yo te lo explicaré, -le respondió sorpresivamente Tozudo. Este bajó del mostrador y se dirigió a la puerta, giró la llave y echó el pestillo, ante la atenta mirada de la pastelera, que no imaginaba lo que estaba a punto de suceder. Tozudo, con la lentitud que le obligaba su sentimiento de culpa, se fue sacando por la cabeza el disfraz, al tiempo que enmudecía por el nudo que se le había gestado en la garganta. Dulce Miel, al comprobar, una vez visto al hombre bajo el atuendo, que no era báscula lo que por tal había tenido, igualmente enmudeció. No sabía qué preguntar, pues 60


muchas eran las preguntas que acudían a su mente, que quién era él realmente, que qué había hecho en su pastelería, y otras cuestiones todas encaminadas en ese sentido, tantas que ninguna formuló. Pero no hizo falta, porque, Tozudo, en una demostración de arrojo, impulsado por la nobleza que había visto día tras día en la pastelería, comenzó a explicarle que era un espía, que lo había sido por voluntad del pueblo, pues todo el pueblo quería dominar el arte que solo Dulce Miel dominaba, aunque aquellos lo querían por otras razones distintas a las de esta, razones mucho más deshonestas y peligrosas, pero que no quería desprenderse de su culpa, pues él había consentido en ello, y si ahora lo dejaba, era por ella, por Dulce Miel, de quien había comprendido que el amor es la base de todo lo bueno de la vida. Esto le decía y más quería decir, que ardía en deseos de declararle su amor. Pero no tuvo tiempo, ya que, apenas mencionó lo de la traición del pueblo, cuando, la pobre pastelera, se desplomó. Tozudo co61


rrió a socorrerla, la desabrochó el botón superior de la camisa, para que pudiera coger más aire, sopló en su cara y le dio golpecitos en las mejillas, mientras gritaba. -¡Dulce Miel, Dulce Miel! ¡Despierta! Pero nada. Y, viendo que no reaccionaba, Tozudo hizo lo que cualquiera en su caso hubiera hecho, llamar al médico. Cogió rápidamente el teléfono y llamó al número de urgencias. -Por favor, vengan aprisa a la pastelería de Dulce Miel, ha sufrido un síncope y no se recupera. Todos en la ciudad conocían a Dulce Miel, y por supuesto también todos en el hospital, por eso al oír su nombre en el teléfono cundió la alerta. -Dulce Miel está mal, ¡necesita nuestra ayuda! 62


Todos los médicos de urgencias salieron disparados a la calle, treinta ambulancias y varios taxis con personal médico se dirigieron hacia el lugar indicado, incluso un helicóptero se presentó en el lugar, por no hablar de los cientos de policías y bomberos que también acudieron por si podían hacer algo. Cortaron el tráfico, despejaron el recorrido que llevaba al hospital, y esperaron a que los médicos tomaran una determinación, que no fue otra sino la de trasladar inmediatamente a la pastelera al centro médico más cercano. Tozudo quiso acompañar, pero no le dejaron por no ser él un familiar, y, como fuerzas no tenía para contradecir a los médicos, pues se hallaba apesadumbrado por haber sido él la causa de su desfallecimiento, se sentó en una silla de la pastelería y rompió a llorar. Todo el rato estuvo llorando hasta que por fin se llevaron a la repostera, y con más fuerza aun cuando desapareció montada en esa ambulancia. Bomberos y policías fueron los últimos en alejarse, después de comprobar que ya no había nada que 63


hacer. Y fue en ese instante cuando aparecieron los tres bandoleros que habían iniciado aquella desgraciada aventura. Arturo, por ser él policía, había recibido el aviso de lo que sucedía en la pastelería, y, él, rápidamente llamó a don Alberto y a don Manuel, para que, juntos, se personaran en el lugar de lo que ellos ya consideraban un crimen seguro. Para ellos no quedaba lugar a dudas, Tozudo había averiguado la receta original y, poco después, para convertirse en el único conocedor de la misma, había asesinado a Dulce Miel. Y así se lo hicieron saber cuando lo encontraron solo y aparentemente abatido. -Vamos, Tozudo –dijo el alcalde-, con nosotros no tienes que disimular. -Sabemos que has sido tú –añadió el cura. -Pero puedes estar tranquilo –continuó el policía-, porque no pensamos denunciarte. 64


Tozudo no daba crédito a lo que oía, pero su pena era más grande que su enfado. -No pensamos denunciarte –continuaron los tres-, siempre y cuando compartas con nosotros la receta. Esa acusación le hería en lo más hondo, no porque le llamaran asesino, sino porque, estando Dulce Miel en una ambulancia, camino de algún punto entre la vida o la muerte, estos tres solo pensaban en la receta y en cómo conseguirla, lo cual, mezcla de ira y desprecio, provocó que Tozudo los echara a empujones y patadas de la pastelería. -¡Fuera de aquí, cuervos de mal agüero! –les gritaba.

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Y los otros tres se fueron, no sin antes advertirle de que contaba con diez días tan solo, si en ese plazo no compartía con ellos la receta irían a la policía. -¡Por mí como si lo gritas en misa! –dijo, en clara alusión a don Manuel, mientras cerraba definitivamente la puerta. La calle, pasada la sorpresa del incidente, volvía a la normalidad, estaba cayendo la noche y era hora de bajar la persiana, así que Tozudo pensó que, lo mínimo que podía hacer por Dulce Miel, era mantener la pastelería como ella lo hubiera hecho, de modo que recogió las pastas, guardó cuanto había que guardar, y limpió cuanto había que limpiar. Pero justo cuando terminó, al buscar las llaves de la reja de la entrada en los cajones, encontró una nota inquietante que decía:

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-A quien viere esta nota, si, por desgracia me ha pasado algo, por favor visiten el número treinta y cinco de la calle Alegría, allí me podrán ayudar. ¿El número treinta y cinco de la calle Alegría? ¿Qué sería eso, una clínica privada tal vez? No tenía ni idea, pero una cosa estaba clara en su corazón, no podía permanecer de brazos cruzados, tenía que obedecer a esa nota y cumplir con el guion que, misteriosamente, la propia Dulce Miel había dejado escrito.

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- CAPÍTULO 6 -

T

ozudo no podía esperar a la mañana siguiente, tenía que correr a informar del hecho a quien quiera que estuviera en esa dirección, y eso hizo, cerró la pastelería y, en el primer taxi que encontró, se montó. -Al treinta y cinco de la calle Alegría, por favor. Sin más indicación, el taxista metió primera y retomó la calzada. -Sí… Señor. Algo le pareció extraño a Tozudo, nada que fuera descabellado, pero aquel taxista había respondido medio cantando. Se quedó con ganas de decirle que él no estaba para canciones ni para bromas, pero qué culpa tenía ese pobre hombre de su situación, así

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que no le dijo nada, aunque le miró fijamente por si aquel le observaba a través del espejo interior del coche y caía en la cuenta de que, por su expresión, estaba ante un viaje más serio de lo que parecía. No debió ser así, porque el taxista silbaba una tonadilla y canturreaba por lo bajo, lo cual no dejaba de ser alegre, como alegre era la imagen que transmitía. Tenía una visera a rayas rojas sobre un fondo gris, y bajo la gorra aparecía una mata nutrida de pelo rizado, ondulado más bien, que le cubría la parte del rostro que Tozudo hubiera podido ver desde la parte de atrás. Llevaba gafas, unas de estas extremadamente delgadas, que parecen de alambre, cuyas lentes no puede creer uno que se mantengan en sus monturas, y constantemente se las empujaba con el índice, o el corazón, pues le caían por la nariz, debido al bailecito de cabeza que llevaba con la música que silbaba. Su camisa, desabrochada hasta al pecho, dejaba a la vista que no andaba escaso de pelo tampoco en esa parte del cuerpo, algo que compartía con el rostro, porque lucía un mostacho, sobre la boca, descomunal. 70


Si el frío viene, agárrate el abrigo, si viene el frío, que vendrá, ya te lo digo, quedas bien advertido, cógete la bufanda porque es el frío quien manda. No dejaba de tararear esta melodía, y de silbarla mientras giraba a izquierda y derecha por entre las calles, tanto que a Tozudo le parecía que estuviera perdiendo atención en lo que hacía, pues, estaba seguro, ya habían pasado dos veces por la misma calle. -¿Está usted seguro que vamos bien por aquí? Juraría que estamos dando vueltas. -¿Vueltas? –se preguntó el taxista alegremente-. ¡Esto son vueltas! 71


Y, aprovechando que habían llegado a una rotonda, el coche comenzó a girar y a girar sobre la misma, para sorpresa y desconcierto del propio Tozudo que, si todo eso se trataba de una broma, pensaba, no tenía ninguna gracia, pues era un asunto muy serio el que le llevaba a la calle Alegría. -Haga usted el favor de salir de esta rotonda y seguir con el camino –le espetó, contundente. Pero el taxista seguía en su particular mundo y, no contento con eso, bajó la ventanilla, empezó a hacer sonar su claxon, y a gritar a través de la misma. -¡Guapos! ¡Guapas! ¡Sois todos maravillosos! ¿No os dais cuenta? ¡La vida llama a vuestra puerta! Los viandantes miraban al taxista como quien mira a un loco, pero al menos tenían la deferencia de reírle la gracia, aunque también había quien se enojaba por semejante atrevimiento. El caso es 72


que, de pronto, cuando ya nadie atendía, estando Tozudo a punto de estallar, dio un giro completo al volante del coche, y, este, en lugar de torcer, comenzó a volar. Tozudo se agarraba fuertemente al asiento, como si eso le fuera a salvar de una segura caída, y el taxista no dejaba de cantar. El frío, el frío, que viene el frío, saca del armario y ponte tu mejor abrigo. Veía pasar a su lado las ventanas de las quintas y sextas plantas de los edificios, y de las séptimas y de las octavas, hasta que las ventanas dejaron paso a las antenas. Ya no quedaba más que el cielo sobre sus cabezas, y bajo ellas el horizonte de azoteas que, desiguales en altura y tamaño, relucían por todas partes. En una de ellas vino a detenerse el coche, en una azotea amplia que tenía tendederos en un extremo, antenas en otro, y un espacio intermedio lo suficientemente grande como para que aparcara un 73


camión, claro que, ¡cómo demonios iba nadie a imaginar que un camión pudiera llegar a esa azotea! Y sin embargo lo había hecho el taxi. Tozudo, que lo vio detenerse sobre suelo firme, asustado, aprovechó la ocasión para huir a toda velocidad, abrió la puerta y se arrojó fuera del automóvil. Lo que él esperaba encontrar después de su caída era eso que había visto mientras se acercaba volando, un grupo de antenas en un lado y un tenderete en el otro, con el taxi en medio, tal y como había quedado tras el aparcamiento. Pero, cuando se detuvo, después de rodar varias vueltas por el suelo, se encontró que todo era bien distinto. Sorpresivamente se hallaba en medio de una calle, y ni rastro había del vehículo. Era como si nada de cuanto había vivido fuera real, pues efectivamente estaba en el suelo, sentado, sobre la acera de una calle, en la que, a su alrededor, crecían, como árboles gigantes, los rascacielos. De pronto pensó que sería una vergüenza que alguien lo viera sentado en la acera, aunque no había cuidado de ello, pues la vía estaba de74


sierta, ni coches ni peatones circulaban por ella. Se levantó, por tanto, sacudiéndose el trasero del pantalón, por si algo de suciedad se le hubiera quedado pegado al mismo, e inmediatamente trató de averiguar dónde estaba, buscando en las esquinas de los edificios las placas donde suelen estar reflejados los nombres de las calles en las que se ubican. -¡Qué extraño! –pensó Tozudo. Los nombres de las calles eran muy raros. Calle Racatacapún, decía un cartel, y al girar la esquina, Avenida Rascaracatraca, decía el otro. Ninguno de esos nombres le resultaba familiar, por no decir que eran nombres sin sentido. Juraría, pensaba Tozudo, que esas calles no lo eran de su ciudad, la cual él conocía al dedillo. Pero,

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si no lo eran, ¿dónde se hallaba? Por fortuna vio a lo lejos que se acercaba un hombre, era barrigudo, y tenía pelo y bigote como el taxista, pero vestía traje y corbata, llevaba un maletín en una mano y en la otra un paraguas, pues, aunque no llovía, no podía jurar que no lo fuera a hacer en los próximos minutos, cerrado como estaba el cielo en esa parte del mundo. Sonrió Tozudo y dibujó su cara más amable, esperando encontrar la misma reacción del extraño, cuando le interrumpió. -Perdone, señor, ¿podría indicarme dónde me hallo? El hombre aquel resopló repetidas veces, se ajustó sus delicadas gafas, y, como si estuviera molesto por la pregunta, farfulló. -Pa, pa, pa, pa, pa… Que dónde se halla dice, ¿habrase visto cosa igual? ¡Pues dónde se va a encontrar! En cualquier parte, mu76


chacho, justo delante de mí, ¡qué más quiere saber! -Pero, señor –le interrumpió Tozudo. -Ni señor, ni peros, ni nada –y siguió su camino. Al alejarse, para sorpresa de Tozudo, los zapatos de aquel comenzaron a hablar entre sí, como si fueran dos pasajeros de un mismo camello, los cuales, en medio del vaivén propio del animal, conversan amistosamente. -¿Pues cómo no va a saber dónde se halla? -¡Todo el mundo sabe dónde está! -Lo que hay que hacer es abrir los ojos y dejar de preguntar. -¡Pues claro! -¡Pues eso! -¡Pues ya está!

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Un taxi de otro mundo, una calle misteriosa, dos zapatos que hablan… ¡Qué extraño! Miró Tozudo a un lado y a otro, y descubrió en su misma calle, un poco más alejada, a una castañera. Sin demorarse en darle vueltas a lo que acababa de vivir, se dirigió hacia ella. Era la típica castañera, entrada en edad a juzgar por las ropas, falda y chaqueta negras, y pañuelo negro cubriéndole la cabeza, con una toquilla echada sobre los hombros, también negra, de punto. Estaba sentada sobre una silla de estas plegables que venden en las tiendas de playa, al calor del fuego que asaba las propias castañas. Pero, cuando Tozudo se acercó, descubrió que era una mujer muy singular, tenía pelo rizado, que asomaba bajo el pañuelo, ¡y bigote! No simple pelusilla que le creciera bajo la nariz, no, ¡sino un bigote de tomo y lomo! Estuvo a punto de reírse, pero se contuvo, y, con toda la naturalidad del mundo le preguntó. 78


-Perdone, buena señora, ¿la calle Alegría? -Sí, sí, jovencito –respondió ella, con la voz propia de una anciana-, aquí mismo está. Se levantó de la silla, momento en el cual Tozudo pudo observar que tenía los mismos zapatos parlanchines que había visto en el hombre anterior, y salió de detrás del hornillo casero que le servía como asador de castañas. Torpemente se puso a su lado, y, señalando a algún lugar más adelante, dijo. -¿Ves aquella farola de allí? -Sí, -respondió Tozudo. -Pues justo detrás. ¿Justo detrás? Justo detrás no había nada, y eso llenaba de asom79


bro a Tozudo y le movía a preguntar de nuevo, pero no tuvo tiempo de réplica, pues, apenas dijo eso la extraña señora, cuando el puesto de castañas y ella misma desaparecieron. Otra vez estaba solo y confundido Tozudo, ¿qué podía hacer? Pues, pensaba él, no otra cosa sino seguir la extravagante indicación de la castañera. Así que, sin más ni más, echó un pie delante del otro y se encaminó hacia su objetivo. Llegó hasta la farola, la tocó, se apoyó en ella, una farola como otra cualquiera, en medio de la calle, calle que continuaba más allá de donde estaba. Pero, sucedió que, dando un paso más el bueno de Tozudo, sobrepasando el límite de la farola, toda la calle que estaba ante sí se transformó, los edificios saltaron de sus asientos como espectadores de teatro que se hubieran vuelto locos, los apartamentos que estaban en una parte corrían a ubicarse en otra, y lo mismo hacía cada bloque de pisos. La calle, que seguía recta justo un paso antes, ahora serpenteaba como un río, como una espiral más bien, tal y como Tozudo comprobó al recorrer sus aceras. Al inicio de la misma, en la placa indicativa, rezaba: Calle Alegría. 80


-Esta es –se convenció Tozudo. Y empezó a caminar por ella, buscando el número 35. Era de esperar que los números siguieran un orden, del uno al cien, por ejemplo, o del cien al uno. Claro que, después de todo lo vivido, ¿quién hubiera esperado nada coherente en ese sitio? Efectivamente, los números saltaban sin orden alguno, del veinte al sesenta, y del dieciocho al noventa y dos. Tal y como dijimos, la calle era una espiral que se iba encerrando, y Tozudo caminaba por la acera de la derecha, en círculos, hacia ese más que probable centro, prestando atención a los números de las viviendas, y a los extraños escaparates: una tienda de sombreros rotos, otra de remiendos para trajes, otra de zapatos con agujeros en las punteras, y otra de camisas sin botones. Al fin llegó al centro, una casa bajita, de una planta, rodeada de enormes rascacielos, se puso frente a ella y observó sobre el dintel. -Número treinta y cinco –leyó en voz alta-. Ya llegué. 81


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- CAPÍTULO 7 -

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a casa era una casita vieja, de estas que suele haber en los pueblos, encalada de abajo arriba, y revestida con tejas de barro antiguas, entre las cuales resaltaba una chimenea redonda, ni muy grande ni muy pequeña, de la que salía un humo constante que anunciaba la existencia de alguna estufa en el interior. Asimismo tenía dos ventanas, una a cada lado de la puerta, tras las que colgaban sendas cortinas de igual tono y tela, que, algo recogidas, dejaban paso a los curiosos que quisieran ojear más allá de los muros. A través de una de ellas, sentado en un butacón estaba, cerca del fuego de una estufa pequeña, el hombre que había visto en el taxi, y después en la calle, y como castañera. Ahora leía un libro, despreocupado del mundo, aparentemente ignorando que era observado por Tozudo, el cual, sospechando que en aquel estaban las respuestas a todos estos misterios, y la sanación de Dulce Miel, decidió tocar a la puerta, y pedirle una 83


audición. De modo que cruzó la carretera, camino de la puerta de doble hoja de madera que era entrada de la casa, y, al cruzar, sucedió algo extraordinario que en nada desmerecía a lo que ya había vivido. La casa, la vieja y pequeña casita, se transformó en un modernísimo y elevado rascacielos, como ninguno de los de al lado se le pudieran comparar. Asustado, se alejó, retrocediendo hacia la otra acera, y el rascacielos menguó, adquiriendo de nuevo el aspecto que antes tenía. Esto raptó el pensamiento de Tozudo, quien calló un instante, el justo que le llevó en decidir que no había marcha atrás. Si quería solución para la pastelera tenía que entrar en esa casa que se transformaba, así que respiró profundamente y volvió a caminar hacia la puerta. Ahora la puerta ya no era de madera, sino de cristal, y los grandes ventanales se prolongaban por toda la altura del edificio, el cual, visto desde fuera, parecía un espejo. La puerta, como decimos, también era de cristal, tintado, oscuro por fuera, aunque dejara 84


pasar el claro de la luz. Era corredera, de estas automáticas que se abren al sentir la presencia de una persona, y eso hizo al llegar Tozudo frente a ella, abrirse. Dentro había un hall enorme, con una fuente de chocolate gigante en el centro como único objeto decorativo, ni puertas que condujeran a otras estancias, ni muebles, ni nada, tan solo esa fuente de dulce chocolate, y un ascensor al fondo. -Pero, si, ahora mismo, por la ventana, he visto a ese extraño personaje sentado junto a una estufa –se decía a sí mismo Tozudo-, ¿cómo es que en esta primera planta no hay más estancias? Dado que, era evidente, se trataba de una pregunta sin respuesta, cruzó el suelo enmoquetado, de una punta a otra punta, pasando por junto a la fuente, en la que no introdujo ni la yema de uno de sus dedos, y se adentró en el ascensor. En él, justo en un lateral de la puerta, estaban marcados los pisos, desde el uno hasta 85


el mil doscientos cincuenta y ocho, ¡tantos eran! Pero, por más que pulsabas sobre uno u otro, el ascensor no se movía. Al parecer, los únicos botones hábiles eran el de subida y bajada, lo cual era desconcertante, porque, aunque quisieras subir, no sabías si querías ir al treinta o al cuarenta, y eso tampoco lo podía saber el ascensor, o, al menos, así lo imaginaba Tozudo, ya que, apenas pulsó el botón de ascenso cuando este se precipitó hacia arriba, deteniéndose en la planta en la que, él, sin pensarlo, hubiera decidido estar. Al abrirse la puerta, Tozudo descubrió ante sus ojos una habitación perfectamente iluminada, en la que destacaba la presencia de una cama blanca sobre la que descansaban los rayos más importantes de la luz que entraba por la ventana. Arropada en sus sábanas estaba Dulce Miel, dormida. -¡Dulce Miel! –gritó Tozudo. Y corrió hacia ella. Pero, al hacerlo, la cama se disipó, como una montaña de vapor que, puesta al calor, desaparece. Así la pastelera se transformó en nube, y la nube en aire, volviendo a quedar 86


la habitación vacía. Inspeccionó Tozudo por todos los rincones, por ver si hallaba alguna pista que le fuera de utilidad, pero nada encontró que le dejara satisfecho, pues era un espacio diáfano, como un almacén, en el que no quedaba recuerdo de la pastelera, ni de la cama, ni de nada. De modo que volvió al ascensor, sin saber muy bien si habría de pulsar el botón de ascenso o el de descenso. Se inclinó por el primero, queriendo visitar alguna planta superior que le mostrara más a las claras el motivo de su visita a la calle Alegría, nuevamente pulsó el botón, y nuevamente subió el ascensor. Cuando se detuvo y volvieron a abrirse sus puertas, llegó a una sala llena de gatos. Sobre ellos, colgadas del techo, tres jaulas de oro, y, en ellas, pequeños como jilgueros, encerrados tras sus rejas, el alcalde, el cura, y el policía, Arturo, don Manuel y don Alberto. Parecían asustados, lo cual no era de extrañar, pues un ejército de gatos hambrientos esperaba que alguno de ellos cayera para zamparlo de un bocado. No eran tres angelitos, sin duda, pero el corazón de Tozudo se encogió al imaginar a esos tres po87


bres diablos devorados por los mininos. Así que se acercó a las jaulas, para rescatarlos de su cautiverio y llevarlos consigo en un bolsillo de su chaqueta. No hubo sacado a cada uno de su jaula, sin embargo, cuando estos se convirtieron en agua, empapando la pierna del pantalón por la que resbalaron, hasta llegar al suelo, salpicando hasta medio metro más allá de donde Tozudo estaba, haciendo saltar a los bigotudos que estaban más próximos, los cuales, como es sabido, odian que les caiga encima cualquier tipo de líquido. Así pues, con la ropa mojada y las manos vacías, Tozudo regresó al ascensor. No tenía ganas de averiguar más cosas de ese estúpido edificio que todo lo hacía bajo el velo del misterio, porque él no estaba allí para descubrir acertijos, la vida de Dulce Miel estaba en peligro y ganas no le quedaban para ninguno de esos jueguecitos. Se cerraron las puertas y apretó el botón de descenso. No sabía dónde iba a parar, pero él tenía claro que, fuera la 88


planta que fuera esa en la que se detuviera, no iba a salir, pues no deseaba otra cosa que abandonar ese rascacielos, de modo que pulsaría una y otra vez el botón de bajada hasta que llegara a la planta baja, lo tenía decidido. Sin embargo, no hizo falta provocar semejante actitud, ya que, al deslizarse las hojas de la puerta del ascensor, descubrió que se hallaba en el hall de entrada. Pero algo había cambiado, allí, de pie junto a la fuente de chocolate, se encontraba el extraño personaje de pronunciado bigote que le había salido al encuentro en tantas ocasiones. Siendo que no fuera eso casualidad, entendió Tozudo que aquel personaje le ofrecería alguna respuesta, y se acercó hasta él. -Buenos días. -Buenos días –respondió amablemente el caballero. -No hay tiempo para presentaciones, ni yo me andaré por las ramas, ya que supongo que usted sabe a qué he venido. -Pues no, no lo sé jovencito. 89


-Dulce Miel, la pastelera, ha sufrido un desvanecimiento, y está gravemente enferma. -Ay sí, la pastelera, pobre. -En uno de sus cajones encontré una nota, donde decía que viniera aquí para ayudarla. ¿Puede usted hacerlo? ¿Puede ayudarla? -Tanto como ayudarla, ¡quién sabe! Solo uno puede ayudarse a sí mismo, los demás hacemos lo que podemos sin saber si lo hacemos bien. -No me hable con misterios, ¿puede o no puede? -¿Y tú, puedes? -Yo no sé qué hacer. -Bueno, por eso no te preocupes, ven que yo te indicaré. Dio media vuelta y salió por la puerta de la calle. Tozudo, sin dudarlo, le siguió. Avanzaron unos metros, tras de los cuales el hombre se detuvo junto a una alcantarilla, la abrió, y se sumergió 90


en el subsuelo de la ciudad. Dentro estaba oscuro, y Quemasangres tuvo que darse prisa para no perderle de vista, bueno, para no perder su rastro porque de vista sí le perdió, tan profunda era la oscuridad, aunque eso no evitó que Tozudo pudiera seguir el camino por donde oía los pasos del extraño. Al fin llegaron a otra sala, y en ella otra escalera por la que se descendía a algún lugar inferior al que estaban, ¡pero había luz allí! Llegaron, y, para sorpresa de Tozudo, ¡estaban en la pastelería! No debía ser real, sin embargo, porque en ella andaba trajinando Dulce Miel, y ellos pasaban a su lado sin que, ella, al parecer, los percibiera. Era como si hubieran viajado a algún día del pasado. -¿Dónde estamos? –preguntó Tozudo, que sospechaba no estar en el lugar que parecía. -¿Dónde estamos, cuándo? ¿Ahora o desde que montaste en el taxi? 91


Quemasangres no entendió, así que hizo lo que toda persona inteligente debe hacer en estos casos, confirmar su ignorancia y esperar pacientemente a ser adiestrado. -No entiendo qué quieres decir, disculpa mi torpeza, por favor. Aquel hombre le explicó que la calle Alegría es el lugar donde viven las almas, al menos donde viven las almas que no saben si quedarse en el cuerpo o marcharse a otro lugar. -¿Adónde? –interrogó Tozudo, lleno de curiosidad. -¡Ni idea! –respondió el otro, con una sonrisa de oreja a oreja. -¡Pero cómo! ¿No lo sabes tú? Por lo que llevaba visto hasta ahora, empezaba a pensar que fueras Dios. -¿Dios? ¡Qué disparate! –dijo, conteniendo la risa-. Solo soy un pobre hombre que vive para conservar lo importante. -¿Lo importante? ¿A qué te refieres? 92


Cada persona, en su vida, hace muchas cosas, unas que son importantes, y otras que lo son menos. Entre las cosas importantes, por ejemplo, está el amar a tu vecino, ayudándole cuando está en problemas, o simplemente dándole los buenos días con alegría cada mañana. Y entre las cosas menos importantes, pues, por ejemplo, podemos citar el ir de compras. Vaya usted a saber por qué, que eso no lo explicó aquel hombre, las cosas importantes que uno hace se acumulan en un banco que está en el subsuelo de la calle Alegría, al que llamó el Banco de Almas, y allí permanecen hasta que esa alma las necesita, como era el caso de Dulce Miel para este momento. Los dos atravesaron la tienda en la que la pastelera colocaba con mimo sus pastas y entraron al almacén, allí, en un rincón, sobre una repisa, encima de un montón de sacos de harina, había un rosal, en una maceta grande y ancha.

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-Estas son las buenas obras de Dulce Miel –le explicó el buen hombre a Tozudo-. Como ves, el rosal está fresco, pero sus hojas pronto empezarán a secarse, y sus flores a marchitar. Cuando el último pétalo haya caído, si Dulce Miel no ha despertado de su sueño, la habremos perdido del todo. -¿Pero qué hay que hacer para despertarla? Existirá algún medicamento que lo haga, vamos, digo yo. Nada de medicamentos, lo que había hecho caer a la pastelera era la desconfianza de sus vecinos, la codicia, el ánimo de poder, la falta de amor en definitiva, y solo recuperando la fe en ese amor volvería a la luz de la vida. Alguien, quien fuera que estuviera lleno de un amor verdadero, tenía que besar a Dulce Miel, y tenía que hacerlo antes de que marchitase su rosal. Si ese beso llegaba a tiempo, todo volvería a ser como antes, pero, si ese beso no llegaba, el destino de la pastelera sería incierto. Tozu94


do, rápidamente, al oír al extraño doctor, pensaba en él mismo, pues él verdaderamente se hallaba enamorado de la repostera, ¡quizá eso sería suficiente! El caso es que el hombre siguió con su explicación, advirtiendo del peligro de los besos falsos, pues, decía, si alguien besa a la pastelera sin sentir amor verdadero, aumentará su desgracia, ya que el rosal secará más rápidamente. Y esto desconcertaba al bueno de Tozudo, ya que, por un lado, él sentía latir su corazón con solo pensar en la pastelera, pero, por otro lado, había sido él parte importante en la causa de su desvanecimiento, pues él, como todos, la había traicionado. ¿Acaso era esa una prueba de amor verdadero? ¿Y si la besaba equivocadamente, provocando su pérdida definitiva? No sabía qué hacer. Entre tanto, la imagen de Dulce Miel seguía trabajando en esa pastelería ficticia, y, aquel personaje, que parecía poder leer el pensamiento de Tozudo, al ver las dudas de este, le dijo:

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-No te apures, si quieres comprobar si amas o no amas a la pastelera, demuéstratelo. -¿Cómo? -Ella seguirá aquí, trabajando en sus cosas, mientras alguien cuide de su alma allí afuera. Ve, abre su pastelería cada mañana, atiende a sus clientes, pon en ello todo el amor que tengas. Con eso que hagas será suficiente para que compruebes lo que quieres comprobar. Y, sin decir más nada, tomó el camino de vuelta, a través de escaleras de hierro, hacia la calle. Tras él fue Tozudo, algo retrasado pues se demoró en observar un segundo a su amada pastelera, o, mejor dicho, al alma de su amada pastelera. Sentía pena de dejarla allí, pero se conjuraba a sí mismo para hacer cuanto estuviera en su mano que la sacara de ese sueño en el que estaba ahora sumergida. 96


Una vez fuera del Banco de Almas, el extraño creyó conveniente deshacer la visita. -Pues nada, lo mejor será que tú regreses a tus ocupaciones, y yo a las mías. -¿Y ya está? ¿Así me despide? -No te preocupes, no estás solo, yo estaré a tu lado, siempre que lo necesites. Bastará con que me llames desde lo más hondo de tu corazón para que yo aparezca. -¿Pero cómo he de llamarte? ¡Ni siquiera conozco tu nombre! -Bueno, nombre no tengo, pues vengo de un tiempo donde no existían los nombres. Cada cuál que me conoce me llama como quiere, y, a lo largo de mi vida, Dios sabe cuántos he tenido, ¡más de mil! El último que me bautizó fue un joven, Pablito se llamaba, él quiso llamarme Bigotes, y con ese nombre me quedé.

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-Pues Bigotes te llamaré –añadió Tozudo, que no era muy dado a la imaginación como para inventarse él mismo un nombre. -Está bien, como quieras. -Y, hablando de otra cosa, ¿cómo salgo de aquí? La salida de la calle Alegría tenía varios caminos, uno de ellos era desandar lo caminado, volviendo por la acera que corría en espiral a través de extraños escaparates, hasta la azotea de aquel edificio que quién sabe dónde estaría, y, de ahí, bien por medio del taxi volador, con la ayuda de Bigotes, o bien descendiendo las escaleras, hacia la calle, hasta llegar por fin a la ciudad. Pero otra salida, más rápida, se la mostró el propio Bigotes. -Cómprale un cucurucho de castañas a la castañera, y regresarás al punto donde quieras estar. -Pero no tengo dinero –respondió Tozudo. -Todo el mundo tiene dinero para comprar a la castañera, si es que en verdad le quiere comprar. 98


Volvió a sonreír Bigotes, y se marchó, cruzando las puertas del rascacielos, el cual, al punto, volvió a ser la pequeña casa vieja que había encontrado Tozudo al llegar al lugar. Por ella, como comenzara a anochecer, de su chimenea salían diminutos puntos de luz que, como luciérnagas encendidas, trepaban por el aire hasta llegar al cielo, y, una vez allí, habiendo subido en grupos de cuatro, y de diez, y de veinte, se separaban, formando las estrellas del manto luminoso al que nos acostumbran las noches. No había tiempo, sin embargo, para detenerse a contemplar esas maravillas, debía volver, y en marcha se puso, desenrollando los círculos de la calle Alegría hasta llegar a la Avenida Rascaracatraca, donde, solitaria, estaba la castañera. Mientras se acercaba a ella, pensaba Tozudo en cómo habría de comprarle nada, sin un céntimo en el bolsillo como tenía, pero, sin saber muy bien por qué, confío en las palabras de Bigotes y metió su mano en el mismo, esperando rascar la tela vacía. Sin embargo, ¡sorpresa! Allí había una moneda, justo la que necesitaba. 99


-Buenas noches, señora. -Buenas noches, jovencito. -¿Me da un cucurucho, por favor? -Claro que sí, ahora mismo. Removió las castañas con una espumadera, y sacó un cacito lleno de ellas, para ponerlas en un cucurucho formado con papel de periódico, que amablemente extendió a Tozudo, a cambio de la moneda.

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-Buen viaje, -le dijo al entregarle las castañas. Y, apenas este las recibió, sintió un golpe de aire en el rostro que le hizo cerrar los ojos. Cuando, al instante, volvió a abrirlos, ya no estaba en la Avenida Rascaracatraca, frente a la castañera, sino en la pastelería de Dulce Miel. -Muy bien –se dijo-, a partir de ahora yo cuidaré de ti –dijo hablándole a la pastelería-, hasta que vuelva tu dueña.

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- CAPÍTULO 8 -

L

a noche la pasó en el hospital, al lado de la pastelera, y, como esa, muchas otras que vinieron después, y el día en la pastelería. Dormía junto a la cama de Dulce Miel, y trabajaba en su establecimiento, esperando no sabía muy bien qué, pero deseando con toda el alma que su amada despertara. La gente acudía a la pastelería, y se sorprendía de encontrar a Tozudo en aquel puesto de trabajo, pero sin darle más importancia. Compraban las galletas y se iban. Los que sí insistían una y otra vez eran Arturo, don Alberto y don Manuel, los cuales, al ver a Tozudo al frente de la pastelería, se confirmaron en la creencia de que este sabía la receta original, y de que había matado, o intentado matar a Dulce Miel, para quedarse con el ventajoso negocio de las galletas milagrosas.

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No obstante, los días vinieron a deshacerles el entuerto, pues también ellos acudían a la pastelería a comprar dulces, esperando hallar en ellos los mismos remedios que encontraban cuando eran hechos por la señora Miel, pero, esto no sucedía, ya que, el bueno de Tozudo, a pesar de poner en ello toda su buena intención, no era capaz de hacer más que unas informes tartaletas, de las cuales no se obtenía ningún sabor delicioso, absolutamente insípidas como eran, y mucho menos regalaba su degustación un efecto milagroso, como era el caso de las galletas de Dulce Miel, de modo que, todos, los tres, se desengañaron de su idea primera, aun no comprendiendo qué era lo que había pasado realmente con la pastelera, pero siempre teniendo presente que las galletas que Tozudo hacía no tenían nada que ver con las de aquella.

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Todo eso, de hecho, les vino muy bien a su propósito, pues, no hallando nadie ningún gusto en la labor del nuevo pastelero, la gente dejó de acudir a comprar sus dulces. Don Alberto, que para esto era muy espabilado, se dio cuenta de que este era el momento de abrir por su parte otra pastelería, ya que, no importaba que no hiciera galletas como las de Miel, al menos las hacía mejor que Tozudo, siendo así que la multitud preferirían las suyas a las de, el que aún consideraban, un impostor. Y, sin más ni más, convenció al policía Arturo, al que empleó como dependiente, y al cura don Manuel, que utilizó el dinero del cepillo para montar el negocio, para que se sumaran al proyecto en el que, por bien del trío, todos serían socios.

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Efectivamente, tal y como habían pensado, el negocio de Los Auténticos, como irónicamente se dieron en llamar, subió como la espuma. La multitud, nunca presa de un desorbitado entusiasmo, como ocurría con Dulce Miel, todo hay que decirlo, pero huyendo de las galletas de Tozudo, acudían a la pastelería Los Auténticos para realizar sus pedidos. Uno se llevaba dos kilos, otro tres, otro cuatro, y la cuenta corriente de los empresarios crecía como un árbol floreciente. Lo cual no hubiera sido digno de lamentar, si no fuera porque esta situación llevaba aparejada otra, aún y verdaderamente más terrible. Cuando, en la época dorada de Dulce Miel, alguien se encontraba mal, tomaba una de sus galletas y toda pena o angustia desaparecía, y los vecinos, pues, se hallaban llenos de dicha, una felicidad que ansiaban compartir unos con otros, con lo que la vida en la

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ciudad era plena y satisfactoria. ¡Ni un solo problema había que no se solucionase con una galleta de Dulce Miel! Pero ahora, que sus galletas no existían, no había cura para esos males, cualquier problema se volvía irresoluble, y las personas se asfixiaban en un sinfín de inquietudes. Los padres desconfiaban de los hijos, y los hijos de los padres, los lazos de amistad se deshacían como hielos al Sol, y ya nadie tenía amigos, sino que la amistad, por llamarla de algún modo, se compraba a precio de saldo. Los que tenían mucho dinero compraban a los que no lo tenían, para que, estos, hicieran sus tareas en el hogar, hablasen con ellos como hacían antaño los amigos, y cosas por el estilo. Pero ya nada se hacía de corazón, salvo, por supuesto, discutir. Eso sí se realizaba con vehemencia. La gente iba llena de rabia al trabajo, y ni en sus casas estaban a gusto, siempre refunfuñando por algo que les había pasado o por algo que les pudiera ocurrir, teniendo siempre pre-

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sente que nadie se ponía en lo mejor, sino que todos imaginaban que algo malo, a buen seguro, debía de acontecerles pronto, bien que un vecino les robara, o bien que uno de sus empleados les traicionara. Nadie daba los buenos días, ni, por supuesto, se pedían favores. Cuando alguien preguntaba la hora a un viandante, este le ladraba como un perro, por lo que, hasta los más valientes, todos andaban temerosos de entablar relación alguna con nadie. Incluso entre los países se habían enturbiado las situaciones, los ejércitos se desplegaban en las fronteras, amenazando a los gobiernos contrarios con una segura guerra, y los gobiernos contrarios respondían con las mismas bravuconadas. Todo parecía estar perdido, y Tozudo lo sabía, lo sentía, cuando, por el día, ya no recibía visitas a la pastelería, si acaso algún despistado que entraba a preguntar. -¿Se sabe algo de Dulce Miel? 108


Pero que rápidamente se marchaba al no encontrarla en su puesto. Y también de camino al hospital, anocheciendo, porque la gente pasaba a toda prisa por su lado, temiendo ser atracados, y ni hola decían al que, por cierto, varias veces desbalijaron los ladrones. Salían a su encuentro con navajas y le pedían lo que tuviera encima, y, Tozudo, llorando de pena, que no por miedo, les daba las pocas monedas que, antes de salir de casa, había cogido para entregárselas al ladrón que sabía se iba a encontrar en el camino. Él era el único que no tenía miedo de los demás, porque tenía esperanza de recuperar a Dulce Miel. Lo que no le dejaba vivir era la tristeza, el enorme pesar de ver pasar los días sin cumplir con su objetivo. Noche tras noche, llegando junto a la cama de la pastelera, se decía a sí mismo que su beso lo cambiaría todo, pero, cuando, noche tras noche se hallaban sus labios a punto de besar los de ella, se desmoronaba pensando en cuán descabellado era su propósito, pues ni en los mejores sueños podría compararse 109


él a Dulce Miel, de la que no se sentía digno de besar, echándose hacia atrás, cayendo de bruces sobre la butaca de al lado, llorando sin consuelo. Y así hasta el día siguiente en que regresaba a la pastelería, para pasar una nueva jornada sin nadie a quien atender, pues ya nadie entraba a comprar allí, todo el negocio era de la pastelería Los Auténticos, los cuales, sin importarles que el mundo fuera hacia su perdición, se hinchaban de gloria, viendo satisfechos que poco a poco se iban convirtiendo en los más ricos del planeta. Llegó el fatídico día en que Tozudo se sintió derrotado, no porque se viera sin clientes, ni siquiera porque gastara y gastara su fortuna en hacer galletas que luego nadie compraba, arriesgándose a perder cuanto tenía, sino porque la vida en el barrio se había vuelto realmente fea. Nadie se tenía por amigo de nadie, y, él mismo, había perdido la costumbre de saludar con una sonrisa 110


en el rostro. Su corazón estaba absolutamente desolado, como un antiguo castillo en ruinas, no encontrando en él motivos para vivir. Fue entonces cuando, incomprensiblemente, pues no le había llamado, apareció Bigotes en la pastelería, despreocupado y feliz, como siempre, tal que si con él no fueran los problemas que asolaban al mundo. -Hombre Tozudo, ¡qué alegría verte de nuevo! -Bi, Bigotes –tartamudeó el aprendiz de pastelero-, ¿qué haces aquí? ¡No te he llamado! -¡Ya lo creo que sí! Te dije que acudiría cuando me llamases desde lo más hondo de tu corazón, y, eso, mi querido Tozudo, sucede cuando menos lo buscamos. -¿Qué haces aquí? ¿Has venido a ayudarme? -Pues eso depende de cómo se mire –le dijo tranquilamente-. Ya te dije que, en realidad, solo uno puede ayudarse a sí mismo, los demás simplemente hacemos lo que podemos. 111


-Entonces, ¿para qué estás aquí? -Pues estoy aquí para traerte una cosa que es tuya –continuó el feliz visitante. Abrió la mano, y en ella descubrió un pétalo, el último, según le dijo, del rosal de Dulce Miel. Ahora era suyo, de Tozudo, y en él quedaba la responsabilidad de resucitarlo o dejarlo marchitar. No entendía Tozudo cómo podía estar Bigotes tan sonriente trayendo noticias tan malas, pues verdaderamente eran malas las que traía. ¡El rosal de Dulce Miel se secaba y él no podía hacer nada! Sin esperar a que sucediera nada nuevo que le explicara tan extraña situación, Tozudo salió corriendo en dirección al hospital, Dulce Miel estaba a punto de morir definitivamente, y, todo, en parte, por su culpa. Corría sin parar, y cuanto más corría más lloraba. La gente le miraba y, sorprendidos, como si de una enferme-

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dad contagiosa llevara, le dejaban pasar, pues hacía tiempo que nadie veía llorar a otra persona por amor. Al fin llegó al hospital, y, de ahí, a toda velocidad, a la habitación de Dulce Miel. Con el corazón deshecho cayó a sus pies, desesperado. -No te mueras, por favor, no te mueras –le suplicaba, como si ella pudiera oírle. Tozudo tenía la mano de la pastelera entre las suyas, y, llevándola junto a su rostro, la bañó en su propio llanto. Sentía la pérdida de su amada, pero no solo porque fuera su amada, sino porque él sabía que ella era la única esperanza del mundo, y, perdida toda esperanza, pensaba Tozudo, la vida dejaba de tener sentido. Nada importaba ya que nacieran y vinieran al mundo nuevas generaciones, su nacimiento era una desgracia, pues no habría amor que

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les recibiera con los brazos abiertos. El último aliento del amor se apagaba en esa cama de hospital donde, la mujer que tanto amaba, moría. Ya no pensaba en si él era digno o no de besar a Dulce Miel, simplemente, así como estaba, con la mano de ella junto a su rostro, apoyó sus labios en el dorso de aquella y, mezclando la humedad del beso con la humedad de las lágrimas, regó la mano de la pastelera. De pronto, como si el cuerpo de esta fuera una maceta de tierra limpia, negra y fértil, Tozudo sintió, con los ojos cerrados, que sus labios se acariciaban con una hoja, los abrió y vio que, efectivamente, de la mano de Dulce Miel brotaba una hoja verde, y tras ella un tallo, y lo mismo desde el otro brazo, y así de su vientre y de su pecho, por todas partes germinaban brotes de rosal, enredándose por el armazón de la cama, trepando por las paredes, llenando la habitación de pétalos que caían al suelo, pues eran tantas las flores que las ramas no las soportaban. To-

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zudo se levantó, incorporándose, sin soltar ni por un instante la mano de su amada, y contempló, lleno de felicidad, cómo los ojos de esta se movían bajo sus párpados. ¡Había vida de nuevo en el cuerpo de Dulce Miel! Rápidamente salió de la habitación para llamar a alguien del cuerpo médico que viniera a ayudarle, pero cuando quiso hacerlo, corriendo a toda velocidad, gritando a pleno pulmón que alguien viniera aprisa, descubrió que se hallaba en la habitación donde, él creía que mucho tiempo atrás, en el rascacielos de la calle Alegría, había visto tumbada a la pastelera. Esta se ponía en pie, y le miraba con ojos tiernos, y Tozudo tenía miedo de moverse, no fuera a ser que nuevamente se convirtiera en nube y desapareciera. No fue así, al menos en un principio. Ella se acercó, lenta, pausadamente, hasta tomar la mano de Tozudo con la suya, el cual, desarmado, lloraba como un bebé.

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-Sch… Tranquilo –le susurró Dulce Miel-, ya está, ya lo has conseguido. Y, tras besar sus labios, desapareció envuelta en una nueva cortina de vapor de agua. Tozudo se alarmó y salió corriendo de la sala, pero en la puerta se encontró con Bigotes, que le explicó cómo había pasado todo. Aquel día, cuando Dulce Miel se desmayó, Tozudo quedó apresado con ella en el mundo de los sueños, pues tan hondo era su amor. Y allí estuvo hasta que, él mismo, sin más ayuda que la del amor que sentía, pudo recuperar a la pastelera para el mundo real. Todo cuanto había vivido fue soñado, todo cuanto sucedió desde aquel fatídico desmayo, sus estancias en el hospital y sus infructuosos trabajos en la pastelería, todo sueño. En realidad, Dulce Miel le esperaba en su misma pastelería, desmayada. Para despertarla solo tenía que coger una hoja,

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una rama o una flor del rosal que había vuelto a germinar en el Banco de Almas, y dárselo a oler, para, al punto, volverla a la vida. El camino de vuelta ya sabía cuál era, comprar un cucurucho a la anciana castañera. Tomó una rosa y corrió por la calle Alegría hasta la Avenida Rascaracatraca. -Un cucurucho, por favor. Y al instante estaba arrodillado en la pastelería, con Dulce Miel en sus brazos. Acercó la rosa a su nariz, y, esta, despertando, abrió los ojos, miró a Tozudo, como si fuera consciente de todo lo que este había hecho por ella, y le dijo: -Te amo. -Te amo –respondió él, ambos llorando.

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- CAPÍTULO 9 -

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ras ese episodio, Dulce Miel y Tozudo decidieron vivir juntos. La gente acudía a la pastelería y se sorprendía de encontrar a Tozudo sirviendo las galletas que, con todo amor, horneaba la genial Dulce Miel. Con sorpresa decimos que acudían, y con alegría, pues esos dulces quitaban, como queda dicho, todas las penas. Pero había unos que no sentían alegría alguna. Arturo, don Manuel y don Alberto, confirmando sus sospechas, sentían que Tozudo les había traicionado, y no estaban dispuestos a quedarse con los brazos cruzados. Llegaron a la pastelería y gritaron. -¡Un momento! ¿Qué pasa aquí? -No pasa nada, mis queridos amigos, solamente que Dulce Miel y yo nos hemos enamorado.

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La pastelera, al oír a los cuatro hablar en el despacho, salió del obrador, con una bandeja repleta de galletas en sus manos, y se las ofreció a los tres delincuentes, los cuales no pensaban en las galletas si no era para hacerse ricos, famosos o poderosos, y, suponiendo que Tozudo conocía la verdadera receta, tiraron la bandeja de Dulce Miel al suelo y se llevaron arrastrando al pobre de su aprendiz, el cual suplicaba que no le separasen de su amadísima esposa, que a su vez también lloraba sin entender qué era lo que estaba pasando. ¡Pero si ella les había dicho desde un principio que el único secreto era hacerlas con amor! ¿Qué más querían saber esos desaprensivos? Nada les importaron a esos tres los llantos de los dos enamorados, metieron a Tozudo en un furgón, y se lo llevaron quién sabe a qué cueva remota.

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Pero entonces pasó algo extraño de explicar. Las galletas que habían caído al suelo, presas de la rabia de aquellos malandrines, también comenzaron a llorar. Y, como si estuvieran en contacto con todas las galletas del mundo, lo mismo pasó en cada tienda, en cada casa, en cada pastelería, allí donde había una galleta se despertaba un mar de lágrimas. No se iban a quedar con los brazos cruzados, ¡tenían que ayudar a su amada pastelera! Abandonaron cada caja, cada bolsa, no hubo paquete que las pudiera contener, y así, organizadas como un ejército, tomaron el edificio de la televisión. En todos los hogares del mundo donde había un televisor encendido, y lo mismo en los restaurantes, incluso en las pantallas de cine, de pronto aparecieron en imagen las galletas.

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-Señoras y señores –decía una que parecía la más decidida-, estamos hartas de su codicia, y de que nos quieran amasar para hacerse ricos con nosotras, o para hacerse famosos y otras estupideces por el estilo. El mundo necesita del amor, y, hoy día, las únicas personas que demuestran tener amor en su corazón son Tozudo y Dulce Miel. Pero Tozudo ha sido raptado por unos malhechores, que bien pudieran ser cualquiera de ustedes, pues todos se comportan con la misma displicencia, y nosotras no estamos dispuestas a consentirlo. Por ello, y muy a nuestro pesar, emitimos este comunicado: a partir de hoy, y en tanto en cuanto no se restablezca el amor entre Dulce Miel y su desaparecido esposo, no habrá galletas en el desayuno, de modo que, si quieren volver a desayunar, ayuden a encontrarlo, ¡sano y salvo!

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Tras estas duras palabras se cortó la emisión, en todas las pantallas apareció esa niebla gris propia de los televisores estropeados, y el mundo enmudeció. Rápidamente, empezando por los niños, que no estaban dispuestos a quedarse sin galletas, todos salieron a la calle a buscar a Tozudo, al cual encontraron antes de abandonar la ciudad. La furgoneta estaba parada en un semáforo cuando una niña que pasaba por allí oyó las voces de Tozudo en su interior pidiendo auxilio. -¡Está aquí! ¡Lo he encontrado! –gritó la muchacha.

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La multitud acudió en su ayuda, cortando el paso del furgón, liberando a Tozudo de su cautiverio. Arturo, don Manuel y don Alberto no sabían dónde esconderse, pues toda la ciudad les recriminaba su actitud. Pero entonces llegó Dulce Miel, y les recordó a todos que cualquiera de ellos podía haberse comportado así, pues todos estaban movidos por la codicia, siendo la codicia traicionera. -Abracemos el amor –les dijo-, y todo nos irá mucho mejor. Desde entonces Dulce Miel y Tozudo viven juntos, repartiendo por el mundo galletas milagrosas. Arturo, don Manuel y don Alberto, voluntariamente, trabajan como barrenderos, pues creen

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que así mejor pagan su error con la sociedad, y aprenden a servir a los demás de buen grado. Y en las escuelas, en los institutos y en las universidades, en ninguna parte se estudian ya matemáticas ni lengua como materias principales, pues en todos esos lugares se aprende a amar al prójimo como a uno mismo, la cual, siendo una tarea ardua e importante, necesita de todos los esfuerzos del sistema educativo. Y colorín colorado, me como una galleta de un bocado.

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