Especial mapeos y narraciones

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Ediciรณn Susana T. Santoyo y Pilar Morales Producciรณn Nomastique Los textos e imรกgenes son propiedad de sus autores. Los contenidos de textos e imรกgenes son responsabilidad de sus autores. Se autoriza la reproducciรณn total o parcial de este impreso, siempre y cuando se cite la fuente y sea sin fines de lucro.


Mapeos y narraciones Dossier de lectura


Carta de navegación (Presentación)

Hace cerca de dos años fue planificado y lanzado el primer taller de Mapeo. En aquel entonces, ni Susana Santoyo ni yo teníamos muy claro hacia dónde iba el proyecto, ni qué rumbo tomaría; las ediciones posteriores que compartimos en distintos lugares y con nuevas personas fueron poco a poco marcando la ruta. En ese camino se nos unió Pilar Morales. Entonces, nuestro mapa se fue ensanchando. La primera sesión del taller siempre fue un intento por explicar a qué cosa le llamábamos “mapeo” (y utilizo la palabra “intento”, porque, aunque nos interesaba que los asistentes comprendieran nuestra idea, jamás quisimos que la perorata se convirtiera en un manual de pasos rigurosos, puesto que la subjetividad debía imponerse para interpretar y apropiarse del mapeo como mejor le pareciera a cada uno). Usamos algunas muestras de cómo los “mapas”, que se supone representan el espacio, no siempre lo hacen con la exactitud que creemos. Mostramos incluso casos en donde el tiempo y la diferencia cultural borraron por completo, o de forma parcial, los significados. Uno de estos ejemplos fueron las cartas de navegación de los habitantes de las Islas Marshall; en ellas se narra, a través de varitas y conchitas, el movimiento habitual de las olas. Pero aquellas señales, que en otro momento sirvieron muy bien para leer el mar durante las navegaciones, ya no le comunican nada a nuestros ojos modernos tan acostumbrados a la precisión digital.

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De ahí surgió nuestra necesidad persistente de inventar nuevas representaciones cartográficas, alejadas del rigor de la ciencia, más cercanas a nosotros; reflejos de lo individual y lo colectivo, unidos en un esfuerzo por contar historias y discursos paralelos que no se pueden encontrar en la casi extinta Guía Roji. El presente compendio es el resultado de un taller que se bifurcó en tres ejes y provocó resultados heterogéneos. Se reúnen aquí los trabajos de talleristas de la Biblioteca José Vasconcelos, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México y del taller La Trampa. Los mapeos se construyeron principalmente en lugares de la Ciudad de México, aunque la mente y el cuerpo también fueron territorios explorados: la mnemotecnia y el sueño; lo abstracto y lo vivido… Todos comparten un objetivo principal: representar un lugar desde la subjetividad para apropiarse del espacio y bordear los límites de distintas disciplinas en pos de su capacidad expresiva.

Cecilia Santillán

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Colores pesados

Camino hasta el gigante blanco dos veintidós de Reforma. Busco en gmaps el lugar. Una chica escribió que las comidas rápidas están a un lado. Las portadas de los libros me llaman, cautivan mis ojos y me dicen que los compre, aspiro su perfume de árbol muerto, siento pena por ellos, no puedo tenerlos. Al fondo en un pequeño espacio que sirve de almacén, el encargado y su asistente están dispuestos a escudriñarme. Él me recuerda a mi hermano, sus ojos, su timbre de voz. Tiene la edad de mi hermano pequeño. No pregunta mucho, sólo lo suficiente para hacerme saber que no soy la indicada. “La distancia es de más de dos horas, ¿crees poder llegar a tiempo?” Me resuelvo, llegaría a tiempo, pero no ganaría lo suficiente. Salgo, el azul de once años de mi saco me sofoca, he llegado al punto de repetir la arcaica combinación, azul marino, blanco, negro, negro. Me rodean las marcas de moda, precios estrafalarios que alguna vez pude pagar. Hoy busco sobrevivir entre preguntas de: cuántos hijos tienes o si se enferman quién los cuidaría. Entretuve mi tiempo en juegos que no eran de mi edad. Siento que mi situación se complica con el tiempo, las arcas ya vacías contienen una moneda menos cada día, pero a unos metros de la tienda de conveniencia veo a un sueño tirado en la banqueta, con algo tan roto como los zapatos que calza, la vida. A su lado no he perdido todo, ¿será que aún tengo algo? La glorieta está cerca, reconozco el lugar donde una vez tuve una esperanza de viajar, pero que se diluyó cuando el trabajo desapareció. Esto lo he pasado tantas veces, que creo que debo vivir en esta rueda sin parar. Perfumes, barbas, comales calientes y el olor de los guisados se mezclan; el estómago protesta, tiene hambre y yo no tengo centavos, mucho menos pesos.

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Génova me recibe con bochorno, miro alrededor y los edificios no son los mismos desde el 19S, las grietas sobresalen, pero sobre todo la ausencia. Las soluciones llegan en un volante, él ha de ser un adivino que sabe lo que no tengo; quiero llamar, dios sabe que quiero llamar, pero mi celular no me deja, las palomas mensajeras no viajan si no han comido, tienen hambre. Horas después, descubriría que de haber llamado, caería en la avaricia de los que buscan vivir de otros, de los que van perdiendo todo. Los zapatos quieren dejar mis pies, están a punto de reventar, cubren a dos bolas deformes con dedos, mi andar ha sido desde los vestigios de los conquistados hasta la revuelta de las clases, esa que nunca tuvo un vencedor. De ahí, hasta la glorieta de las gotas que caen hacia arriba. Las grandes letras negras y rosas no me dejan olvidar en dónde estoy. Desciendo al manto freático. Antes, debajo de la ciudad, miles de ríos subterráneos se unían, ahora en esos huecos ya secos fluye la gente, hacinada en latas eléctricas. En los andenes voy al lugar dónde están ellas, porque soy igual que ellas y me siento segura entre ellas. Porque las amo. Las miro, me miro, no somos tan distintas. Una come enfrente de mí y mi estómago vuelve a protestar. Ensimismada en estas líneas, llego al final de los rieles, mi inconsciente ha confabulado con mi estómago, saben que los pocos pesos en la bolsa alcanzarán para comer algo. Salgo consciente de pagar nuevamente mi ingreso al subsuelo, a los túneles; sin embargo, él se ha calmado, aunque en cinco minutos protestará por más comida. Nuevamente me monto en la lata eléctrica, me pregunto si en algún momento llegaré a mi destino, es mi otra yo que no quiere regresar, aunque los hijos tengan hambre y no haya dejado comida hecha. 8


Retomo mi camino, los túneles se convierten en puentes por los que las latas se deslizan, puedo ver cómo se agranda mi pueblo. Me da miedo enfrentarme a la escasez del refrigerador. Cuántas veces he de ir por el mismo sendero, me pregunto si acaso cuando el título universitario cuelgue en la pared esto terminará o seguiré buscando. El rojo de sus tierras me alegra pero también me entristece, durante muchos años deseaba estar ahí y ahora no puedo, no hay morralla suficiente para servir la mesa. Las lápidas que lo adornan, vistas desde arriba son aterradoras, me tientan para finalizar mi drama. El guionista de la serie que es mi vida, siempre me pone el pie para que no salga del fango. Del centro al oriente, me doy cuenta que los humanos son, somos, tan distintos, unos buscan un ajuar nuevo para la boda de la amiga, otros buscamos comer carne aunque sea una vez a la semana. Llego a casa, un mundo hecho caos, después de creer que había encontrado un lugar, la conciencia me recuerda que para mí no existe tal cosa. Aún no.

Nayeli J. Ildefonso

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Dulce hogar

La casa que ella habita mide un metro con setenta centímetros y pesa 52 kilogramos. Está desubicada en el límite de la ciudad, ahí, donde converge la metrópoli y el campo, donde no se distingue la izquierda de la derecha pero siempre se sabe dónde es arriba y dónde abajo. La casa está de frente al oriente, porque la brújula nunca supo decir dónde quedaba el norte. La construcción tiene cimientos fuertes pero desgastados, se apilan en huesos largos que forman la estructura y sostienen las paredes… y el techo. La instalación eléctrica recorre toda la casa entre cables que a veces se enredan entre sí y a menudo causan cortos circuitos. Intentar arreglarlos siempre requiere abrir esas puertas prohibidas, esos pozos sin fondo y enfrentar los fantasmas que gustan de hacer jugarretas y mezclar los cables. Toda la casa es caos. Pero el plano arquitectónico señala que en el centro hay un almacén donde se atesoran las cosquillas que hacen sonreír y las sacudidas que hacen llorar. Es una habitación de paredes rojas con un reloj que no sabe marcar los segundos, pero sí los latidos. En un extremo hay algo parecido a una cocina. Tiene ventanas amplias y un refrigerador y una estufa. y una mesa en la que se planean recetas que casi nunca salen, pero los ánimos se cocinan, las pasiones se enfrían y la temperatura de la casa se estabiliza. En el despensero hay reservas grandes de recuerdos, la memoria abunda en grandes cantidades para no quedar en desabasto. La habitación es blanca, pero siempre termina embarrada de los colores de las salsas que explotan desde la licuadora. El recetario contiene registros de guisos que no se pueden repetir. Ella quiere inventarse algunos, pero en la punta del lápiz duermen las letras que no escribe y la hoja espera en un blanco que la invade. A veces, las palabras se hacen humo porque la poesía no llega, y otras, 11


el ventilador susurra al oído la letra de canciones en lenguas desconocidas. Al fondo, la recámara aguarda… En la habitación de la luna la niña duerme se acuna en el menguante se sabe llena, en lo invisible se renueva y vuelve creciente. La casa está rodeada por un jardín. En una esquina hay un árbol que dicen que da frutos, pero ella no lo sabe porque hay nubes en sus ojos, la nitidez se le escapa y no puede ver que la saludan las flores blancas y le sonríen los limones escondidos entre las hojas y el verdor de sus vecinos. Hay limones mirando su diario andar, la ven, la observan, la persiguen. Limones verdes y discretos que le susurran el secreto de la vida, que está frente a sus ojos, detrás de las nubes, esperando en un árbol, o en una roca, o en un suspiro. La entrada de la casa tiene grandes puertas. No se sabe si son para entrar o para salir. De la puerta hacia afuera hay un camino empedrado que nadie sabe a dónde va y por el que atraviesan ríos caudalosos de gente sin rostro, personas diluidas entre multitudes borrosas, van con pasos a prisa y las miradas perdidas. Son rutinas sin vida, sobrevivencia le llaman. La casa que ella habita mide un metro con setenta centímetros y pesa 52 kilogramos. Está ubicada en los límites del presente, ahí, donde converge el pasado y el futuro, donde no se distingue lo propio y lo heredado, pero siempre se sabe que se tiene un cuarto propio. 12


Viene ella rompiendo el silencio crea caos arma guerras. Sus labios pronuncian sonidos extraĂąos el mundo al ritmo de su andar se quiebra No es mĂĄs del hogar fantasma ni sierva, ni reina ni del altar figura. ÂżContadora de historias? Creadora. Se reinventa y a su paso firme, la Tierra tiembla.

Perla Urbano

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La cena

Nuestra historia tendría que continuar así: es de noche, camino por una calle que a esa hora es muy transitada y ruidosa por el silbido de los autos que están detenidos en la avenida; los niños juegan en el parque de la esquina. Mientras camino hacia nuestro edificio, me encuentro con varios vecinos que van llegando de trabajar, nos saludamos con una sonrisa. Nuestro departamento está en el cuarto piso. Empiezo a subir las escaleras, por primera vez no me importa la ausencia del elevador. En cuanto llego al segundo piso el olor de una receta familiar llega hasta mi nariz y me hace salivar. Mi madre suele cocinar recetas especiales en ocasiones especiales, hoy es un día especial. Subo corriendo y me detengo en la puerta marcada con el número trece, la abro y el olor a hierbabuena sale como una ola gigante que me envuelve y se dispersa en cada rincón del edificio. Entro. La luz de la sala está encendida, los sillones rojos forman una línea recta desde la entrada hasta la pared del fondo donde cuelgan infinidad de cuadros con nuestras fotos. Fotos mías y de mi madre. La mesa todavía no está puesta, eso me toca hacerlo a mí. Voy directo a la cocina. Mi madre está de espaldas vertiendo los últimos ingredientes en la olla que está sobre la estufa; apenas termina, vuelve a taparla como tratando de capturar aquel aroma dulce y picoso que lo inunda todo. –¡Ya casi está listo! –me dice, mientras se acerca para saludarme con un beso en la mejilla. Mientras ponemos la mesa quiero preguntarle muchas cosas pues esa mañana antes de irme a la universidad ella me había dicho que me iba a invitar a cenar porque tenía algo que contarme, yo suponía de qué se trataba, estaba segura que por fin me diría quién era su nuevo amor. Que estaba 15


enamorada, ya lo sabía, de lejos se le notaba. A mí me hacía muy feliz, me gustaba escucharla hablar por las noches hasta muy tarde, se levantaba de muy buen humor, y, últimamente, sus citas se prolongaban hasta la madrugada. Yo la había estado bombardeando con preguntas para que me contara quién era la persona con quien estaba saliendo, me había prometido que me lo diría esa noche. Estoy a punto de iniciar la conversación cuando ella vuelve a entrar a la cocina, cierra la puerta para sacar algo del refrigerador; a través del vidrio empañado, miro cómo su imagen se va disolviendo en el vapor. Ahora un vidrio nos separa, a través de él miro a mi madre pero no la reconozco, su rostro refleja una tranquilidad que me aterroriza… No. Nuestra historia tendría que continuar así: martes diecinueve de septiembre. A pesar de los mensajes de mi madre, no puedo evita llegar más tarde de lo acordado, subo las escaleras, todo está en calma. Abro la puerta, la luz del pasillo que conduce a nuestras recámaras está encendida, eso me indica que mi madre está en su habitación, voy directo hacia allá, al entrar la veo sentada frente al tocador, está quitando de su rostro los restos de una mascarilla. Me mira a través del espejo. Está enojada, lo sé por su expresión, pero no me dice nada porque justo en ese momento suena su celular. La dejo sola para que hable. Voy por un vaso de agua a la cocina. La comida sigue caliente. Me apresuro a poner la mesa porque sé que en cuanto se le pase el coraje vendrá para cenar. Durante la cena, tendríamos que hablar sobre aquello que quería contarme… daría muchos rodeos para empezar, siempre hacía lo mismo cuando quería mi opinión, como 16


aquella vez que me confesó que quería tatuarse. Me esperó hasta las doce de la noche y mientras tomábamos café, me dijo: –Quiero tatuarme esto –y me mostró una imagen en su teléfono. –¡No sabía que te gustaban los tatuajes! –le respondí con los ojos bien abiertos. Ella se sonrojó–. Me gusta, ¿cuando te lo vas a hacer? –volví a decirle para sacarla de su incomodidad. –Mañana mismo. Un par de días después, me mostró orgullosa su brazo izquierdo, donde estaba todavía fresco aquel símbolo, además me dijo que la persona con quien salía se había tatuado lo mismo. Me reí, me pareció una actitud de adolescentes. Vuelvo a mirar el rostro de mi madre, entre más lo miro me parece más distante, más extraño. Una desconocida se nos acerca, llora en silencio. Estira su brazo izquierdo sobre el féretro y ante mis ojos aparecen aquellos trazos que yo conozco de memoria.

Irene Esteban Narciso

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Aprenda a leer su historia 1. Línea de la vida (Sauces #56): En mi niñez mi tía me leía Narraciones extraordinarias, La metamorfosis o Aura antes de dormir, en casa sólo tenían novelas cortas que no parecían importarle a nadie y libros de superación personal, nadie más me leyó algo. Mi papá se jubiló y se dedicó a cuidarme, cortó mi cabello, porque no sabía peinarme sola. Encerré mi voz lejos de mi alcance. En mi adolescencia mi tía me regalo algunos libros: El perfume, Atrapados en la escuela y una antología de poesía, ahí conocí a Rosario Castellanos. Sola comencé a murmurar poesía, escondida de la mirada del mundo escribía de noche. Un año después, una amiga encontró los versos escondidos en una pequeña libreta y se burló. Ya no hubo más libretas como esa. Soñaba con ser locutora y escuchar mi voz en todas partes. 2. Línea del amor (Abetos #12): La relación con mis padres no era la mejor, había dejado la escuela y mi sueño de ser socióloga, así que me fui a vivir con un par de amigos: I, mi exnovia y mejor amiga, y su novio D. Fui mujer bajo mis propias reglas, nada de rosa y nada de lágrimas. Trabajé como estilista porque necesitaba colorear el cabello del mundo, el cabello era mi bandera de libertad. Conocí a un joven con una voz encantadora, fue el primero en querer escuchar mis palabras en mucho tiempo, poco a poco mi voz se fue camuflando con la suya, me mostró a Lovecraft y un poco de ciencia ficción. A los pocos meses nos fuimos a una casa que ambos pudiéramos llamar propia.


a en las líneas de la mano 3. Líneas del compromiso (Santa Cruz #127): Cuando llegamos teníamos un librero con unos treinta libros, sólo un par de ellos eran míos, y muchos cómics, fue la primera vez que leía algo de narrativa gráfica. No podíamos pagar internet así que cuando estaba sola leía, primero fue la saga de Vampire Academy, me encantó. Después de eso empecé a comprar cómics que hablaban de mujeres: Rachel Rising, Fables, Persépolis o Saga, además mi pareja hablaba de ciencia ficción todo el tiempo, así conocí Un mundo feliz y 1984. Me encontraba tan enamorada de la otra voz en casa que no me importaba ser un eco. La poesía no era un género existente en el librero. Mi voz y la poesía seguían resguardadas en un lugar lejos de la luz. 4. Línea de cabeza (UACM SLT): Ingresé a la escuela para estudiar Ciencias Sociales porque quería ayudar a otros, pero la teoría sólo eran más palabras en que no reconocía mi voz, mientras tanto mi esposo hablaba mucho de su carrera, así que me convenció de tomar una clase de Creación Literaria sólo por probar. Casi todo el semestre creí que no tenía ningún tema para escribir, acomplejada por mis escuetos referentes me acercaba con miedo a la literatura. Hasta que la poesía apareció de nuevo: Coral Bracho resonó en mi pecho y mi voz se hizo presente después de tantos años, tarde un par de semestres en plantarme firme en mi pasión por la poesía. Ahora el librero es mío, he recuperado mi voz en un largo y tortuoso camino, Sé dónde me encuentro y puedo dialogar con otras voces sin perderme en ellas, escribo para escucharme y para ayudar a otro a escuchar su propia voz. Sandra Elide Herrera Rivera


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Mapa de los sitios errados

Soñé que la ciudad es como el mar, un lugar que todo lo borra sin cesar. Maldita vecindad y los hijos del quinto patio.

La niña es un faro de luz y ha traído con ella todas las constelaciones. Las hemos mirado juntos. Le he llevado lagartijas, aves, ratones, abejas, mariposas e incluso esqueletos de hojas secas. De todos mis obsequios lo que más parece gustarle son las abejas; se entretiene mirándolas revolotear sobre su propio eje antes de la muerte. Abre mucho los ojos y separa los labios a punto de decir algo importante, pero siempre se le escapa. Ella cree que las abejas bailan y cantan al morir. Abandonan el mundo en completo éxtasis, locas y felices; piensan que con su danza han salvado la vida de otras como ellas. Aunque todos sabemos que eso no sucede. ¿O sí? Días antes de conocerla, mientras vagaba bajo tierra tratando de conseguir un poco de alimento, escuché a una pareja murmurar algo sobre una dirección. Veían la pared y señalaban un mapa. “Usted está aquí”, les escuché decir al unísono, riendo porque además de coincidir en el espacio, coincidieron temporalmente en esa frase. Me puse a mirar y entendí que ellos, como yo, querían encontrar el camino. Tenía hambre cuando por primera vez vi la casa. Había abandonado los alrededores del subsuelo, de donde acababan de echarme. Los restos de carne y las migas de pan se habían terminado. Con la cabeza baja y el estómago vacío, caminé sobre la avenida, gritando sin sentido a quienes pasaban a mi lado. Al ver a un vago, la gente siempre se sigue de largo, como si la prisa por llegar a algún lugar aumentara de manera repentina; sólo los niños y una que otra persona muestran un poco de interés. Pero siempre, tarde o temprano, hay que volver al camino. 21


Llegué al parque alentado por el aroma de un pollo rostizado. Una mujer lo llevaba bajo el brazo, envuelto en una bolsa de plástico. Mi reacción fue automática: el aroma tocó la punta de mi nariz y se dirigió a mis entrañas. La perseguí lanzando una voz que ni yo mismo me conocía, más aguda de lo normal. En lugar de caminar más aprisa, ella me permitió seguir sus pasos. Tal vez era también un alma solitaria. Me hizo andar un largo trecho, eligió una banca y se sentó. Yo hice lo mismo y la miré directo a los ojos. Algo le debí provocar porque abrió la bolsa y me arrojó un pedazo de la carne del sudoroso cadáver. Comimos como verdaderos amigos. Después de desmenuzar al animal, me dejó un hueso pequeño y se marchó apresurada. Me concentré tanto en la comida que no miré hacia dónde se fue. Quedé solo, limpiándome, sin saber qué dirección tomar. Me sentí tan vigoroso que empecé a correr en círculos, escalé un árbol, brinqué hacia otro y bajé, intentando atrapar a una abeja que se perdió entre las flores. Después corrí sobre una calle empedrada. Estaba alterado, fuera de mí. Crucé una ruta saturada de piedras. Nunca había sentido algo similar. Era incómodo. El terreno accidentado me señalaba el rumbo y yo avanzaba con dificultad sobre el camino. Me hubiera gustado entrar a todas las casas de la zona. Unos pasos más adelante, vi a unas mujeres rasgando el piso con un objeto hecho de pelos endurecidos. Lo vi como una provocación. Una cacería sin presa. Me lancé contra el movimiento de esa cabellera gruesa. Una de las mujeres fue más hábil y me la arrebató antes de que pudiera atraparla; brincó, lanzó un chillido fuerte y me golpeó como si yo fuera una rata. Corrí. 22


Desde mi primer encuentro con la sirena, he dormido cada noche en su regazo. Durante mis largas caminatas sólo pienso en el regreso. Temo que se me olvide: mi carácter es atento, pero impredecible. La calle es mi otro hogar. Reconozco cada uno de sus aromas y jardines, el calor de las banquetas durante los días fríos, los charcos de los que es seguro beber agua e incluso el sonido de los autos para sacarme de su camino. Algunos crean rutas de regreso con la orina, pero yo no soy capaz de hacerlo. Tengo miedo de que alguien limpie mi rastro y nunca pueda volver. Vagabundeando llegué a esa esquina. El aire comenzó a saturarse de un aroma poderoso, una mezcla extraña de carnes secas, sin putrefacción y todavía suculentas. Me dejé guiar por aquella fantasía. El olor parecía venir de una zona resguardada por hierbas, en cuyo centro había un edificio. Me escabullí como pude entre la maleza y, en cuánto pisé el asfalto de aquel pequeño predio, sentí algo: una presencia, una mirada ajena y la señal de peligro en toda la piel. Pero, como siempre, mi gula se impuso. Alrededor de una construcción, que era como una casa chica, me dejaron comida. Ya conocía ese sabor. Cierta vez, al salir de las escaleras subterráneas, una mujer me ofreció el mismo alimento. Esta vez, comí todo lo que pude y cuando me cansé, me recosté bajo el sol. Aunque lo deseara, no hubiera podido levantarme. Recordé las suaves tetas de mi madre y me quedé dormido. Guiado por el tacto y el olfato descubrí un hueco en el piso: una escalera que desciende al subsuelo. Aunque todo estaba en penumbras, bajé. Olía a moho y orines diversos. Al bajar del último escalón, sentí otra vez la presencia. Lejos de mi voluntad, mi piel se erizó. Caminé de puntas, 23


rodeando la puerta de la casa, midiendo el peligro. Dos pasos adelante y dos atrás. El lugar estaba vacío, pero se veían rastros de vida. Podía sentir otras fétidas presencias en mis fosas nasales. Pero había una muy particular que no dejaba de sentir. Muy cercana e invisible de momento. La niña me recordaba una imagen que había visto. La mujer del puesto de juguetes decía que era su carta favorita y la mostraba a todos, incluso a mí. Honestamente, ésta y la del dibujo no se parecían casi nada, salvo en algo: ella había nacido con las piernas pegadas, las plantas de sus pies se separaban al final. Una hacía cada lado. Estaba ahí arrumbada en la casa, no sé por qué. No emitía un sólo sonido, aunque movía los labios y los ojos. Me pareció que tenía éstos últimos siempre al borde del llanto, muy brillantes, pero no podría decir de qué color. A su rostro apenas lo tocaban los rayos del sol. Ella no hacía absolutamente nada, sólo estaba y estaba, tendida en un camastro. Me miraba y me acariciaba la espalda con una mano gruesa y oscura. Era todo. Sin embargo, es probable que sólo ella sea la única capaz de manejar tan bien la infravocalidad de mi lenguaje. Cuando me vio por primera vez, su boca se abrió como si fuera a pronunciar una “a”, estirando mucho los labios hacia abajo. Aquella nota imperceptible, se columpió en mi oído y bajó como un dedo índice sobre la espina dorsal. Acababa de nombrarme. Me gustó, no había en el mundo un nombre más alegre. Y mientras todo mi pelo y mi pellejo se estremecieron al sentir su voz, una chispa me iluminó por dentro y se apagó de golpe. Creo que la sirena puede comunicarse con los seres; yo no puedo. Mi limitado conocimiento del lenguaje me impide 24


traducir aquella magia particular de su acento. Aunque si a algo se parece la manera en que ella me habla, lo llamaría música. Toda ella es armonía. Me intriga hasta dónde entiende mi comportamiento. Salvo por lo poco que puede moverse, es como yo. Apenas estira una mano para tocar algo; rara vez, coge una lagartija o un distraído ratón que descabeza con la boca; muchas veces me he preguntado si también piensa en las tersas tetas de su madre antes de cerrar los ojos, y si ese recuerdo la ayuda a conciliar el sueño. Me pregunto si somos parte de lo mismo, si yo soy una sombra de su cuerpo que se escabulle al exterior para traerle vida, o al revés. Por la noche, se rodea de otros como yo, vagos que llegan a pernoctar sobre su cuerpo que ofrece como un gran lienzo. Todos nos recostamos sobre aquella superficie que no conoce el tibio sol, pero sí el cálido bienestar que nosotros podemos proporcionarle. Sólo con su ser, con su estar, uno la quiere rápido. Nadie es, ni está como ella. La acariciamos para que se quede dormida. Es sólo dulzura. Yo ocupo la zona alta de su vientre, pero hay quienes con descaro se dejan caer sobre su rostro o le arañan la piel para sentarse. Ella sólo hace una mueca ilegible y no sabemos si le duele. Sólo por curiosidad, también he querido ubicar cosas en el muro subterráneo. Busqué a la niña en el mapa; estaba la casa, pero de ella, ni señales. Por fortuna, yo sé que ella existe, acurrucada en su camastro; nadie más puede verla, pero ahí está, mirándome desde la profundidad de sus ojos de agua. He comprendido que algo la oculta, no la casa, sino el suelo; pensé que los dos somos sitios errados escondidos en esta ciudad, residuos de historias de desamor que se diluyen en tempestades invisibles. Cecilia Santillán 25


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Encuentros

Me quedé parada frente a la entrada, esperando la figura de mi madre. Había pasado mucho tiempo desde que no visitaba una. De pequeña me parecía un santuario sólo para las señoras “bien”, de esas que se la pasan criticando y juzgando a los demás con la palabra de Dios. Sin duda las admiraba por fuera, su estructura arquitectónica me agrada, sobre todo, las que tienen una esencia barroca con figuras policéntricas, junto con esa combinación de espirales y elipses, que resaltan a primera vista. El color dorado, le da una luz tenue que deja perplejo, por su contexto. Al entrar y observar a los querubines, todavía me da la sensación de que poseen algo maléfico en su mirada, son voyeristas en todo momento. No logro entender cómo pueden ser los guardianes de la gloria de Dios; esa mirada le pertenece más a la gloria pecaminosa de Satán. De igual forma me cautivan las imágenes sagradas, contienen algo grotesco que me da un placer visual. Su realidad no pertenece a este mundo, y no dan significado a lo divino. Me encontraba temprano ahí, más temprano de lo que acostumbro a estar en algún sitio. Tenía que esperar a escuchar la aclamada misa, aunque bien hubiese preferido que el sacerdote entrara y me sujetara de la mano, para llevarme al confesionario, mientras adentro me toqueteara las piernas y los senos, y en voz baja me leyera algún Salmo; así recuperaría mi fe, extraviada en alguna parte de mi vida. Pero no, no sucedió lo que esperaba, ya que al mirar detrás de mí, me encontré con una pequeña sorpresa. Había un gatito negro sin cola, me dio la impresión de que así había nacido, por lo pequeño que era, o quizás algún malnacido lo había mutilado, sin compasión alguna. Traté de acercarme a él, pero en el intento salió huyendo hacía la calle, no pude alcanzarlo y caminé a la entrada. El gato me sacó de mis 27


pensamientos y me arrojó en ese instante a preocuparme más por él. Me dieron ganas de adoptarlo, cuidarlo y llevarlo a casa. Tenía esa inmensa necesidad de protegerlo como una madre a su hijo. Regresé a la entrada. El gato me dejó consternada, él había sido más rápido que yo, al huir. ¿Y cómo no hacerlo? Quizás, al sentir mi mala vibra prefirió irse, que estar con alguien inestable y con muchas carencias. ¿Por qué sigo aquí? Me pregunté. No quería estar en este sitio, y era obvio que no sería bien recibida, después de todo lo que había pasado. Pero seguí esperando, por quedar bien conmigo misma, o tal vez con ella. Di unos pasos, hasta llegar al centro de la Iglesia. No pasaron ni cinco minutos y apareció mi hermana, su semblante me hizo recordar muchas cosas, como cuando vivíamos juntas, en casa de mis padres. Compartíamos casi todo, incluso los problemas que nos afectaban en ese tiempo con la familia, hasta las peleas por un labial o la ropa secuestrada por la otra, que olvidábamos al amanecer. Pero sobre todo los buenos momentos. ¿Realmente éramos felices? Sí. A esa etapa de mi vida la puedo llamar felicidad. Cada paso que daba hacía mí, lo hacía con impaciencia, buscándome, encontrándome. Ella me miró a los ojos y se refugió en mis brazos, y yo me refugié en los suyos. El tiempo comenzaba a pasar más lento. Y ella, aún no aparecía. Abrazada a mi hermana miraba las imágenes sagradas, y me quería perder en ellas. Eso, a veces lo hacía de niña, mirando una pared fijamente. Me agradaba que al despertar, podía observar en el cemento seco las siluetas y los rostros de personas que no conocía, pero en el fondo sabía que eran malas, y vendrían por mí, para llevarme a un lugar indeseable para una niña de cuatro años. En ocasiones había 28


monstruos que sobresalían del muro poroso, para arroparme con sus grandes y deformes manos, querían sustituir de forma deseable la ausencia de mi madre que tenía que salir temprano a trabajar y no podía darme los buenos días, con un beso, y decirme que ya estaba listo el desayuno. No pude tener esa alucinación deseada, donde podía refugiarme de la incómoda percepción del espacio en el que estaba aislada, junto a mi hermana, en la Iglesia. La figura de mi madre apareció en la entrada, con las deformidades que poseían los monstruos en aquellas alucinaciones, y aún más pálida que de costumbre, lloraba en silencio. El miasma era su sombra permanente ya. Delante de ella iba su madre, sumida en un féretro de madera. Estaba hastiada, no podía quedarme en ese sitio, la ausencia de vida y mi pensamiento profano me susurraron al oído que saliera. Hui como aquel gato negro, con las piernas temblando, pero con un gran alivio.

Mayte García

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Señales de la caída

Vivimos como al principio de la adolescencia: ensimismados, intoxicándonos de distracciones pasajeras para olvidar cualquier asomo de dolor o responsabilidad para con nosotros y el mundo. Karen Chacek, La caída de los pájaros

Primera señal 12 de abril Calle 18

Un pájaro caído, probablemente esta mañana muy temprano. No parece muerto. El perro se acerca y lo huele. Por su reacción, confirmo que lo está. Las plumas siguen mostrando ese arreglo perfecto que siempre he admirado en las aves. Siento deseos de que se mueva, que dé señales de vida, pero el desinterés del perro y el jalón que siento en la correa me dice que ya nada puede hacerse. Empujo con la punta del pie el pequeño cadáver hacia la orilla. Que nada turbe el camino de los que vienen detrás. 30


Segunda señal 14 de abril Calle 14 4 cuerpos de pájaros tocan el concreto de las aceras como la mano a la inmundicia. Yacen descabezados, destripados, desmembrados. ¿Qué depredador los acecha en aquella altura? El perro ni siquiera se acerca. Ha decidido que ese tipo de violencia es nada comparado con lo que escuchamos a diario en el noticiero. Inconmovible, decide seguir un rastro de orines (de hembra, seguramente). Nada nos turba cuando hemos decidido interesarnos selectivamente.

Tercera señal Calle 19 15 de abril Han caído varios nidos. En el trayecto hemos encontrado nueve polluelos desnudos. El perro ha cavado un gran hoyo en la orilla del parque. Entiendo el mensaje. He traído los cadáveres y también las marañas de hojas y desperdicios que protegían a los recién nacidos en lo alto de algún árbol. Los hemos enterrado sin testigos. El perro me mira depositar la tierra sobre los restos como si se tratara de una coreografía y él fuera el encargado de verificar cada que uno de mis movimientos sea el adecuado. Todo ritual exige precisión y penitencia. 31


Cuarta señal Parque Miraflores 19 de abril En una banca del parque encontramos un libro: La caída de los pájaros, de una tal Karen Chacek. Señalada con una pluma de ave usada como separador, en la página 180 alguien ha subrayado los siguientes fragmentos: La Calle Quince, con todos los letreros luminosos de sus comercios congelados en pausa, luce abarrotada de gente. Por todos los medios nos fue asegurado a la población adulta que lo sucedido en la ciudad aquel diecinueve de abril había sido la confirmación del carácter prodigioso de los manuscritos. El parque se ha convertido en cementerio de columpios. Han transcurrido veintitantos años desde la caída de los pájaros. El lugar es todo lo opuesto a un jardín de juegos; uno de los tantos bunkers que fueron construidos en la década pasada para contrarrestar el terror al tan publicitado Fin del Mundo.

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Después de la caída Parque Pombo 19 de abril (10 años después)

El perro camina con la parsimonia de siempre. Evita la energía de los más jóvenes de su especie. Sabe que todo es un gasto inútil de babas, saltos y jadeos. Hace tiempo, su interés estaba en las caricias de los niños y en sus manos entretenidas con su pelo; ostentaba con frecuencia eso que algunos llaman sonrisa pero que no es más que un gesto de interés y chantaje. Mañana se cumplen diez años de la caída de pájaros. Todos los que eran niños en ese entonces murieron. Hoy, en el parque, puede verse a dos o tres perros balanceándose en los columpios frente a la mirada divertida de sus dueños.

Pilar Morales

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Giro

Michelle Cosme Soto 34




Índice

4

Carta de Navegación (Presentación) Cecilia Santillán

7

Colores pesados Nayeli J. Ildefonso

11

Dulce Hogar Perla Urbano

15

La cena Irene Esteban Narciso

18

Aprenda a leer su historia en las líneas de la mano Sandra Elide Herrera Rivera

21

Mapa de los sitios errados Cecilia Santillán

27

Encuentros Mayte García

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Señales de la caída Pilar Morales

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Giro Michelle Cosme Soto


Este Dossier de lectura fue impreso en el marco de la exposición Mapeos y narraciones. Exposición y lectura inaugurada el taller La Trampa. Gráfica Contemporánea (Centro Histórico, Ciudad de México) el 1º de junio de 2018. En su formación se utilizaron las fuentes Adobe Garamond Pro y Clarendon. Se imprimieron 50 ejemplares en papel bond y circula en línea una versión digital. nomastique.org | info.nomastique@gmail.com Ciudad de México, mayo 2018




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