Sobre Actualidad y Necesidad del Partido Revolucionario

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Sobre Actualidad y Necesidad del Partido Revolucionario Miguel Urbano Rodrigues

La decadencia de los partidos es desde hace años tema de una campaña que asume proporciones mundiales. Su época habría terminado. Los partidos surgieron como respuesta a situaciones históricas pasadas; habiendo cumplido su función no podrían, en una realidad social profundamente transformada, responder a las exigencias de su evolución natural. Esa campaña, auspiciada por fuerzas políticas identificadas con la globalización neoliberal y hábilmente trabajada por medios de comunicación controlados por las transnacionales, acabó influyendo segmentos de la intelectualidad progresista. Dos situaciones han contribuido a dar credibilidad a la tesis sobre la decadencia irreversible de los partidos. En primer lugar, la disgregación de la Unión Soviética y la incapacidad de cualquiera de los partidos comunistas del Este europeo para asumir la defensa de dichos regímenes socialistas. Todos esos partidos, burocratizados, eran ya en la época caricaturas de organizaciones revolucionarias. En Occidente, el Partido Comunista Italiano, el mayor del mundo capitalista, en metamorfosis rapidísima, se había transformado en socialdemócrata, rumbo al neoliberalismo, renunciando al marxismo. El Partido Comunista Francés, al respaldar la política de derecha del gobierno socialista de Jospin, hizo una opción que lo sitúa en la misma ruta, con la diferencia de que se autodestruye. La otra situación nació, paradójicamente, del subir de la marea de contestación a las políticas neoliberales que traducen la alianza del capital norteamericano con el europeo y el japonés. El relevante papel de los movimientos sociales en el rechazo a la globalización capitalista y a la creciente agresividad del imperialismo fue interpretada por eminentes cientistas políticos como prueba convincente de la decadencia de los partidos políticos. La fragilidad de esos análisis está en lo abarcador de su carácter. Podrían haber señalado la insignificancia de la contribución de los


partidos de izquierda al éxito de las gigantescas manifestaciones de masas de que Seattle ha sido la palanca. Pero en vez de reflexionar sobre las causas de esa ausencia, optaron por una conclusión genérica que, en lo fundamental, coincide con la difundida por los epígonos del neoliberalismo, es decir, que la decadencia de los partidos sería un fenómeno irreversible. Los errores (y traiciones) cometidos por partidos tan diferentes como el PCUS, el PCI y el PCF –apenas tres ejemplos- y su incapacidad transparente para responder a los desafíos de la historia no permiten, sin embargo, la conclusión voluntarista según la cual los partidos serían hoy inadecuados como instrumentos políticos en las grandes luchas contemporáneas. Cabría a los movimientos sociales asumir en gran parte el papel que ellos han desempeñado en el pasado. En Francia, Robert Hue, el dirigente que encadenó el PCF al carro de la socialdemocracia liberalizante, acaba de ser derrotado en un círculo electoral tradicionalmente comunista por un oscuro candidato de derecha. Pagó personalmente el precio de la capitulación. Un partido que fuera el mayor de Francia obtiene hoy menos votos que los verdes y los trotskistas. En Portugal, ex-dirigentes comunistas, defensores de una «renovación» del partido que lo descaracterizaría, exigen una modernización que haría del PCP un partido igual a los otros. Ejemplos como los citados comprueban que la burguesía, en la batalla ideológica en desarrollo, hace todo lo que puede para neutralizar y dividir los partidos comunistas. No porque identifique en ellos instrumentos políticos obsoletos. Sino porque teme, sí, que se mantengan fieles a su ideología y al compromiso que justifica su existencia. Una realidad con frecuencia olvidada merece reflexión. Los partidos comunistas que para «modernizarse» optaron por reformas al comienzo supuestamente renovadoras del marxismo han desaparecido, entraron en un proceso irreversible de decadencia o se transformaron en partidos burgueses. Mientras tanto, hostilizados y calumniados, partidos comunistas como el portugués, el PC do Brasil y el griego, que se mantuvieron fieles a los principios y valores del marxismo, no solamente resistieron bien los


choques y campañas que les han infringido, sino que conservaron intacta la confianza de las bases y el respecto de los trabajadores. La actualidad de Marx y Lenin La participación en el I y II Foro Social Mundial, en Porto Alegre, y la profundización de la crisis de civilización que la humanidad atraviesa han reforzado, por el contrario, mi convicción de que en los próximos años asistiremos a un renacimiento de los auténticos partidos de izquierda como instrumento indispensable de grandes transformaciones históricas. En los últimos meses he releído, con provecho, capítulos de obras de Marx y Lenin. Ambos coinciden, analizando acontecimientos diferentes, en que la existencia del partido revolucionario es indispensable para la derrota final del capitalismo. Desde luego, no acepto como válido el argumento de que, siendo otro nuestro tiempo, el recurso a opiniones respetables de clásicos del marxismo demostraría arcaísmo en el entendimiento de la historia. Los partidos se mueven y actúan en determinadas situaciones históricas y es en función de éstas que su estrategia y táctica debe ser apreciada. Pero las cuestiones, los problemas relacionados con su forma de intervención, su organización, estructura y funcionamiento conservan a través de los tiempos actualidad permanente. Es difícil olvidar que cuando Marx, con la colaboración de Engels, redactó el Manifiesto Comunista no existían partidos políticos de izquierda, tal como los concebimos hoy. Ellos fueron los primeros en llamar la atención para una realidad nunca antes mencionada: el proletariado, rebelándose, no tenía condiciones para conducir a la victoria revolución alguna, en proceso espontáneo. Solamente podría hacerlo con éxito bajo la dirección de un partido revolucionario. Sin embargo, la aparición de un partido revolucionario capaz de asumir esa tarea tardó muchas décadas. No solo surgió en un país atrasado, sino que se formó dentro de una organización con estructura de movimiento. Llamo la atención a tal hecho porque el llamado Partido Obrero Social Demócrata de Rusia-POSDR nació como movimiento en el que convivieron por muchos años fuerzas políticas dispares. El único denominador común era tal vez el rechazo a la autocracia zarista y a su política. Fue la Revolución de Febrero la que aclaró las cosas, iluminando la incompatibilidad de objetivos. En el propio Soviet de Petrogrado la izquierda bolchevique defendió a partir de abril una profundización de la revolución, orientada a la conquista del poder,


mientras los mencheviques y los socialistas revolucionarios se desplazaban a la derecha en una clara aproximación a la burguesía. No es, obviamente, esa compleja dualidad de poderes la que nos interesa hoy estudiar aquí. El mundo del año 2002 no se parece ni mínimamente al de las vísperas de la Revolución de Octubre, ni la clase obrera en los países industrializados permite paralelo con el proletariado ruso de la época. ¿Para qué entonces ir tan lejos? ¿Cuáles lecciones de esos acontecimientos nos interesan hoy? Lo que cambió muy poco fue el comportamiento de los hombres. Si así no fuera, el «Príncipe» de Maquiavelo no conservaría su modernidad, y el más antiguo tratado sobre política, el «Artasastra », del indiano Kautalya, con 22 siglos, no seguiría siendo fuente de enseñanzas muy actuales. La aparición del primer partido revolucionario moderno, el bolchevique, respondió a una exigencia de la historia. Estaban creadas las condiciones objetivas para la destrucción de un régimen anacrónico. Pero fue necesario que, en un parto lento, el partido revolucionario surgiera del partidomovimiento en que creció para que la ruptura definitiva con el viejo orden se consumara. Insurrección y lucha de clases Y hoy, ¿qué desafío enfrentamos? En el inicio del siglo XXI, el hombre, de pie en el umbral del universo, ha realizado prodigiosas conquistas científicas y culturales que debieran ser colocadas al servicio del bienestar y el progreso. Pero ocurre lo contrario. El hambre, la miseria, la ignorancia se arrastran, mientras la riqueza se concentra cada vez más en las manos de una pequeña minoría de privilegiados. Nunca desde el III Reich nazi –lo repito incansablemente- la humanidad se vio frente a una amenaza comparable a la resultante de la ambición ilimitada del sistema de poder de los EE.UU. Centenares de millones de personas, utilizando diferentes formas de lucha, manifiestan hoy su rechazo a las políticas neoliberales. Sin embargo, un ponderable porcentaje de esas masas, que repudian la globalización capitalista y condenan el orden social que ésta pretende imponer, no ha tomado todavía conciencia de que ese proyecto es complemento de otro


todavía más inquietante: la estrategia imperial que apunta a la militarización del planeta, a la dictadura mundial del sistema de poder de los EE.UU. La irracionalidad de tal estrategia -cuya imagen es reflejada por guerras de agresión como las del Golfo, Bosnia, Kosovo, Afganistánprovoca una reacción cada vez más fuerte de los pueblos. Seattle, Melbourne, Praga, Gotemburgo, Davos, Quebec, Génova, Barcelona, Sevilla, Porto Alegre, serán, entre otras, protestas recordadas como eslabones de la resistencia ascendente de la humanidad las amenazas que colocan en causa su propia continuidad. Paralelamente, en ritmo creciente, en países del Tercer Mundo tienen lugar protestas populares de otro tipo que movilizan grandes masas. Las situaciones que han determinado en cada uno la explosión de la violencia colectiva difieren, y en la mayoría de los casos son inseparables de problemas locales. Pero en el origen de la cólera de las masas encontramos en todas ellas las consecuencias de las políticas neoliberales impuestas por los EE.UU. a través del FMI y del Banco Mundial. En la Argentina esas políticas han conducido al país a la quiebra, generando la mayor crisis de siempre. La amplitud de la revuelta popular no produjo solamente una situación revolucionaria porque faltó precisamente el instrumento político partido o frente- capaz de asumir la dirección de las masas, con una estrategia definida por objetivos políticos claros, en que la disponibilidad para la lucha funcionase como arma decisiva para la conquista del poder. En Bolivia, en Paraguay, y sobre todo en Ecuador, hace dos años, cuando los indígenas de la CONAIE llegaron a tomar Quito, esas súbitas explosiones de repudio popular a políticas de recorte imperial presentaron facetas insurreccionales. La más cercana de esas protestas fue la que en Arequipa, en el Cuzco, y, de modo general, en todo el sur peruano, movilizó centenares de miles de personas contra la ley que privatizaba la empresa productora de electricidad. Al constatar, alarmado, que el movimiento asumía contornos de insurrección popular apoyada por los alcaldes de la región, Alejandro Toledo –que tipifica bien el presidente lacayo latinoamericano- se replegó, suspendiendo la ejecución del proyecto de entrega de la energía a una empresa belga. También en este caso, un poder frágil, sin base social mínimamente consistente, sustentado por el imperialismo, ha resultado beneficiado por la inexistencia de una fuerza política con fuerte implantación entre las masas,


capaz de capitalizar el descontento popular, interviniendo decisivamente en los acontecimientos. En Colombia, la guerrilla de las FARC se transformó en un auténtico ejército popular, y cada día demuestra que es posible, en determinadas condiciones, resistir victoriosamente por las armas a un estado oligárquico, sustentado política y militarmente por los EEUU. En Brasil, el Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra, blanco de una represión permanente y brutal, resiste también todos los esfuerzos para aniquilarlo y se presenta como fuente de experiencias novedosas que generan una gran esperanza entre las masas campesinas del continente. Una intensa lucha de clases está presente en todos estos choques. Una lucha de clases que transparece en las confrontaciones que se repiten. Un partido de nuevo tipo Marx escribió páginas muy interesantes sobre el «arte de la insurrección» y Lenin retomó y desarrolló el tema. Por mucho que eso choque la sensibilidad de los profetas del pesimismo, escépticos en cuanto a la posibilidad de una alternativa para la globalización capitalista, creo que la humanidad se encuentra en el umbral de un período de gigantescas luchas. Por primera vez en la historia, la contestación a una política que afecta simultáneamente a la totalidad de los países no desarrollados está encontrando una respuesta que es también global. El rechazo moviliza millones de personas en todos los continentes. Nunca antes se había asistido a un fenómeno similar. En la actual etapa histórica los movimientos sociales vienen desarrollando un esfuerzo impresionante que ha traspasado las expectativas más optimistas. Pero su papel en la lucha le depara limitaciones insuperables. Les falta la unidad de dirección, la organicidad, la firmeza y disciplina en el combate, la claridad de los objetivos que sólo los partidos revolucionarios (o frentes con estructura partidaria) pueden garantizar. La historia nos enseña que las insurrecciones de fuerzas elementales pueden hacer tambalear, pero no destruir los cimientos de los regímenes burgueses. La revuelta popular, por más amplia que sea, cuando no traspasa el cuadro de los movimientos espontaneistas, pierde ímpetu, tiende a diluirse, no alcanza la fase que culmina con la derrota del antiguo poder y la implantación de un nuevo orden social, su meta natural.


Con posterioridad al terremoto social y político que fue la Primera Guerra Mundial, las revoluciones alemana y austríaca de 1918, la húngara e italiana de 1919 y la española de 1931 han fracasado todas porque el formidable movimiento de masas que en cada una había sido el instrumento de la destrucción del viejo orden monárquico no fue dirigido por un partido capaz de impedir a la burguesía imponerse en la lucha por la preservación del régimen social, o sea, del capitalismo. En Europa, la socialdemocracia desde luego contribuyó decisivamente al funeral de algunas de esas revoluciones. En China, durante la revolución de 1925-27, en otro cuadro muy distinto, el Partido Comunista fue víctima de su alianza oportunista con el Kuomintang de Chiang Kai- Chek. Hay que renunciar a la ilusión de que, por si sola, la dinámica de los grandes Foros Sociales donde condenamos los males de la globalización imperial y debatimos la busca de alternativas al neoliberalismo nos acercará al objetivo condensado en el lema humanista: «!otro mundo es posible!» Henry Kissinger, en una conferencia pronunciada en el Trinity College, de Dublin, Irlanda, hizo una interesante e inesperada confesión: «el desafío básico es que la llamada globalización es realmente otro nombre para el papel hegemónico de los EEUU». Esas palabras, proferidas hace tres años, iluminan una evidencia que algunos intelectuales de izquierda simulan olvidar. Es ingenuo, para no calificarlo de utópico, el discurso de cuantos creen en la posibilidad de una reforma del capitalismo capaz de humanizarlo. El capitalismo es por su misma esencia deshumanizante. Y sus imponentes pilares se asientan en el sistema imperial de los EEUU. Ese sistema de poder es el enemigo concreto, permanente, el gran adversario de las fuerzas democráticas y progresistas que combaten el neoliberalismo y sus secuelas, de Seattle a Sevilla, de los páramos andinos a la pampa argentina, de las montañas y selvas de Colombia a las minas africanas, de las misérrimas megalópolis de India a las decadentes siderurgias rusas, de las usinas de la Unión Europea a los campos petroleros del Medio Oriente. En cada proceso revolucionario golpeado, en cada experiencia progresista ahogada en sangre por intervenciones extranjeras, identificamos en el último medio siglo la mano, el oro, y las armas del sistema de poder imperial de los EEUU. En estas semanas le cabe también la responsabilidad por el desarrollo de la tragedia que hace de la tierra milenaria de la Palestina árabe una vitrina de la barbarie fascista


reasumida por el sionismo. Fue ese sistema también el inspirador del frustrado golpe de estado de abril contra el gobierno democrático de Chávez. Es él quien incentiva, financia y aplaude la rearticulación de la conspiración contra la Revolución bolivariana, consciente de que ésta no consiguió todavía crear el partido revolucionario sin el cual no puede ser defendida con eficacia. En la crisis global que vivimos, objetan los pusilánimes que el poder económico, político y militar de los EEUU es tan colosal que, por tiempo imprevisible, cualquiera tentativa de combatirlo organizadamente sería inútil por estar destinada a una derrota inevitable. Olvidan esas casandras que todos los grandes imperios en el apogeo de su fastigio han exhibido una imagen de invulnerabilidad, como si fueran eternos. Así fue con el de Alejandro el Macedonio, con Roma, con Napoleón, con Inglaterra. Sin embargo, todos se desmoronaron. En el caso actual, el talón de Achiles del imperio americano es inseparable de la irracionalidad de su estrategia de poder orientada hacia la perpetuidad. Su ilimitada y arrogante ambición, desarrollada en un período brevísimo y ejercida a escala planetaria, ha generado en la reducida élite que controla el poder en íntima alianza con los gigantes transnacionales, la convicción de que los pueblos de la Tierra, con excepción de una minoría (G-7 y adyacencias), pueden y merecen recibir el tratamiento de esclavos de nuevo tipo. La incultura y escasa inteligencia de un presidente, colocado en la Casa Blanca precisamente por su primarismo intelectual, han agravado los efectos de la irracionalidad de un designio ecuménico que, después de los acontecimientos del 11 de septiembre, se expresa mediante acciones traslocadas que hacen germinar las semillas del fascismo. La rebelión de los pueblos, manifestada de múltiples maneras, es la respuesta de la historia a esa irracionalidad. Ella tiende a crecer como las olas del océano en las grandes tormentas. Y será de la misma lucha que brotarán los instrumentos de combate ajustados a su conducción. Los movimientos sociales continuarán cumpliendo el papel que tan bien han desempeñado. Fue suyo el arranque en el proceso de contestación mundial a la globalización capitalista. Más, en la próxima fase todo apunta a que el partido político de nuevo tipo asuma una función insustituible. Se dirá, no sin motivo, que son todavía brumosos los contornos de ese partido. Será la propia lucha la que los definirá. La historia no se repite.


Pero como las causas que determinaron las grandes revoluciones no han desaparecido de la Tierra, la rebelión de los explotados y excluidos contra el monstruoso sistema de poder que desarrolla una estrategia amenazadora para la humanidad –esa rebelión es una defensa y una exigencia que reactualiza ideales eternos. Y en ella el partido revolucionario se presenta como necesidad. El antídoto contra la nueva barbarie del imperio norteamericano no será una insurrección al estilo antiguo. No. Pero la humanidad, como siempre, encontrará la salida en esta crisis de civilización, la mayor, la más angustiante de todas.

Traducción de Marla Muñoz (*) Periodista portugués.


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