EL CORAZÓN DEL PAPA LUNA

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Yo le arranqué El corazón del

el corazón a Benedicto XIII

Papa Luna

CORAZÓN PAPA LUNA

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Título: “El corazón del Papa Luna ” c Autor: Vicent Melià i Bomboí Segunda edición: 12 de Noviembre de 2009 Asesoramiento literario: Vicent Palatsí i Armero Fotografías: Vicent Maura Albiol Jordi Maura i Posas Ediciones: www.peniscolamagica.com Contacto: Bajada del Bufador 19. 12598 Peñiscola (Castellón) - ESPAÑA Teléfono: 638032154 Edición e-book: ISBN: 978-84-613-5979-0 Edición libro: ISBN: 978-84-613-6156-4 Depósito Legal: CS - 360 - 2009 Registro General Propiedad Intelectual: Biblioteca Valenciana, asiento: 09/2008/1075 Impresión: Imprenta Rosell (Castellón de la Plana) Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin previo permiso escrito de los titulares del copyright. Todos los derechos reservados.


El corazón del Papa Luna

Vicent Melià i Bomboí Fotografías: Vicent Maura Albiol Jordi Maura i Posas



Peùíscola, ciudad en el mar. (1420 -1424)



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A

unque apenas podía ver

. más allá de un brazo de distancia sentía de nuevo su presencia. Después de casi tres ciclos lunares en aquel lugar había aprendido a anticipar la visita, puede que fuera el calor que emitía su cuerpo, o quizá era su olor, o tal vez su apagada y sorda respiración, no podía afirmar qué era pero lo cierto es que sabía que estaba ahí, cerca, muy cerca, esperando pacientemente el momento en el que fuera vencido por el cansancio y quedara sumergido en un pesado sueño. Cerró los ojos, se mantuvo quieto e imitó la respiración de un hombre profundamente dormido. No sabe el tiempo que transcurrió fingiendo pero éste le pareció una eternidad. Durante la angustiosa espera se repetía, una y otra vez: —¡Tengo que mantenerme despierto! ¡No debe ser consciente de mi miedo! Le rozó la pierna, su pelaje era resbaladizo. Iba acompañada de un hedor tan fuerte que éste le ascendió por las fosas nasales y le golpeó en el cerebro activándole el recuerdo de su más temida pesadilla. Pese al terror, intentó controlar la respiración para evitar que el corazón desbocado le delatara. Era consciente que tarde o temprano todo hombre tiene que enfrentarse a sus fantasmas y que a él le había llegado el momento. En ese mismo instante notó que le trepaba por el pecho, con las afiladas uñas le hería en la piel. Entreabrió suavemente los ojos y ante ellos vio los suyos, rojos como dos brasas, se le heló la sangre ante esa mirada. Sintió cómo el vello de la nuca se le erizaba. La bestia al detectar la emboscada se lanzó sobre el cuello desnudo. Mordiéndose los labios aguantó el dolor, no debía ni podía gritar. Logró atraparla del hinchado vientre; al verse cazada se removió dando latigazos con el rabo, profundizando más y más en busca de la yugular. Con ambas manos la apretaba sobre los arcos de las costillas, a la vez que notaba cómo un cálido riachuelo de sangre le resbalaba por el pecho, pasándole por el vientre hasta empaparle los testículos. —¡No puedo aplastarla! Estirando con todas sus fuerzas logró arrancarla y la lanzó contra la pared; al estamparse sonó como un reseco pellejo de tambor quedando aturdida. Aprovechó la desorientación de su enemiga y se abalanzó para acorralarla, ambos sabían que sólo uno de ellos debía sobrevivir.

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Gruñía a cuatro patas balanceándose de un lado a otro, buscando encontrar el punto débil, mientras que la alimaña babeaba a la vez que levantaba el pelaje de la espalda para dar la sensación de que aumentaba de tamaño. ¡Ahí estaba, el filósofo frente a la bestia! Fue ésta quien primero decidió el ataque, pero esta vez saltando en busca de los ojos. Durante ese vuelo mortal, milagrosamente el pensador consiguió atraparla y rápidamente la arrastró hacia la boca apretando su cabeza entre los dientes. Ella seguía desgarrando con las uñas, azotando con el rabo, incluso buscaba destrozarle la lengua. No sabe cuánto duró la cruel batalla puesto que el tiempo parecía haberse detenido para siempre, pero por fin logró reventar la bóveda que fortificaba los sesos, no sin antes romperse un par de dientes. Al paladear la sangre de su enemiga emitió un rugido de orgullo similar al del león de la tierra de sus antepasados, un grito que le afloró de lo más profundo. Había conseguido cazar a la bestia que le produjo torturas de tal magnitud que ni siquiera los oscuros seguidores del falso Papa Clemente VIII conseguían afligirle con sus aparatosos instrumentos. Durante este tiempo de cautividad le había visitado todas las noches para cobrarse tiránicamente su impuesto de sangre y de carne, incluso en una de ellas, cuando el agotamiento le quebró el cuerpo y el alma, ésta le arrancó de cuajo uno de los dedos del pié derecho. Por todo ello, pese al dolor de la herida sintió una satisfacción indescriptible al saborear los sesos aplastados, mezclados con el pegajoso pelaje y el líquido de las bolsas oculares. Y para disfrutar mucho más de la victoria se tumbó sobre la paja panza arriba, parecía el perro que busca ser acariciado, desplazando los restos una y otra vez, sobre la lengua; los saboreaba como si de un dulce de miel se tratara. Utilizó los castigados dientes para desgarrarle la tripa y arrancarle el pequeño corazón, que todavía seguía latiendo. Al observarlo le vino a la mente su gran pecado y abrazado por el amargo recuerdo lo dejó caer. ¡Yo le arranqué el corazón! —gritó. Con la habilidad del gran cirujano que era la fue descarnando para después, como el ladrón que quiere ocultar el botín de su fechoría, enterrar los despojos debajo del lecho de paja putrefacta. Mezcló la sangre del roedor con barro para aplicárselo de empaste buscando taponar la herida y detener la hemorragia. Sabía que pronto sufriría una infección que acabaría con su vida, pero esto no le importaba pues ya había decido cómo y cuándo marcharse. —Me queda poco tiempo, tengo que completar la obra antes de cruzar el laberinto —musitó. La luz del amanecer filtrada por la pequeña y única reja del techo comenzó a iluminar débilmente su pálido rostro. La sangre de la rata

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y la suya se habían mezclado coagulándose en la cara y en el pecho, formando una costra, una cálida coraza que le ofrecía un aura de vencedor; parecía la armadura de un caballero entregada tras una épica gesta. Cogió la piel y la frotó contra la piedra hasta dejarla sin pelo, después la recubrió con el salitre que surgía de entre las grietas. Extendiéndola sobre el suelo la golpeó rítmicamente con el puño hasta que pudo notar que era tan suave como aquellos pergaminos que utilizó en sus mejores tratados filosóficos, obras tan prestigiosas que recorrieron los principales centros de estudio siendo tema central de disputa. Sí, porque él en occidente fue el respetado Jerónimo de Santa Fe y en oriente, el conocido Iéhoshua ha Lurqui. Y ahora, en el momento en que los labios de la Señora de la Guadaña le acariciaban la frente, su gran reto se había convertido en sobrevivir el tiempo justo. Para no dejar rastro de la lucha lamió como un gato la sangre coagulada y comió toda la carne, incluso armándose de valor tragó la hiel y las vísceras que todavía se retorcían como pequeñas culebras. No sintió repugnancia sino todo lo contrario, puesto que sabía que le ayudarían a aguantar unos días y que además le aportarían la energía suficiente para finalizar. Arrastró la mano por debajo de la paja apresando los huesos, de entre ellos eligió un fémur y con la lengua lo hurgó para comerse el tuétano, después lo restregó sobre la pared hasta conseguir una afilada punta. De repente mostró una sonrisa de satisfacción que dejó ver en la penumbra sus muelas rotas, pues había conseguido un pergamino del tamaño aproximado de dos palmos por uno y una rudimentaria pluma. —¡Ya sólo me falta la tinta! Así que, clavándose el hueso varias veces en la muñeca y después de varios intentos fallidos, perforó la vena e hizo brotar un pequeño hilo de sangre que mezcló con las sales minerales que arrancó de las piedras. —¿Qué más puede desear un filósofo? Ya estaba preparado para la que iba a ser su última obra, la que quizá pasarían siglos antes de ser leída. La escribiría con su sangre, grabándola como un tatuaje sobre la piel de aquella rata que le torturó primero en sueños y después en la realidad y que ahora, se había convertido en su mejor aliada. Le quedaba apenas el tiempo de trece vueltas de un medidor de arena, pero estaba contento porque ya había decidido el modo de escapar hacia el Cisne, se sentía extrañamente feliz al saber que controlaba su propio destino. Y con la ansiedad que produce conocer el tiempo que queda por vivir, comenzó a grabar con el punzón de hueso y la tinta de su sangre. Se enfrentaba de nuevo a un pergamino

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inmaculado como esa nueva vida que pronto comenzaría en la otra esfera. Sólo tuvo tiempo de punzar un par de símbolos antes de que la noche asesinara con el azul de Algol la luz de la celda, le hubiera gustado poder comenzar su última obra con esta introducción: —Hoy noche de la festividad de la Santísima Trinidad, mientras duermen el Águila y el Dragón, siendo el año de nuestro señor Jesucristo de 1424, yo Jerónimo de Santa Fe, conocido también como Iéhoshua ha Lurqui, respetado por los hijos de David, los hermanos de Mahoma y los seguidores de Cristo, confieso ante el Gran Arquitecto mi gran pecado y arranco el secreto que encarcela mi alma. Pero ese deseo era totalmente imposible puesto que estaba obligado a representar una historia tan grande como el universo en apenas dos palmos de piel. ­­

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C.

omo ya anticipó,

. la fiebre hizo su presencia, la delataba la lengua reseca y un sudor frío que le recorría la sien, a pesar de que ésta la notaba a punto de reventar por el calor. Tenía el cuello tan hinchado que apenas podía mover la cabeza. Intentaba mantenerse erguido apoyado contra la pared. Parecía una rama cortada y lanzada lejos del árbol. En la oscuridad deslizó la mano entre la paja tentando con los dedos hasta encontrar la piel, después buscó el punzón y esperó la llegada de esa luz tenue que le visitaba con el nuevo día. Para evadir el dolor constante que le abrasaba la herida, se concentró en visualizar aquellos ojos de gata, que algunas veces, mostraban destellos rojizos similares a los que se reflejan sobre el mar cada atardecer cuando éste hace el amor con el Sol. Sabía que en este mundo ya no volvería a reflejarse en ellos, pero estaba convencido que los encontraría de nuevo en la otra esfera. Quizá fue la fiebre quien le hizo desvanecerse y sumergirse en un sueño o tal vez fue sólo una alucinación, pero lo cierto es que se vio de nuevo cogido de su mano, vagando por el interior de la mente, navegando por todos los rincones de los recuerdos. ¡Ya no le importaba morir! ¡Deseaba morir! Pues estaba en la otra orilla acariciando su suave plumaje. Pero ella le miró con sus ojos de cisne y le dijo:

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—Iéhoshua debes regresar, no puedes quedarte, es importante que arranques el secreto que te aprisiona el alma. Un brusco ruido mezclado con el chirriar metálico del cerrojo de la prisión, le hizo volver con un sobresalto a la realidad. Aunque desorientado, le dio tiempo a ocultar el punzón y la piel. No sabía si se había dormido o era una traición por parte de sus sentidos. ¡Pero fue tan real! Dos hombres entraron furiosos, apenas pudo verles el rostro, olían a estiércol de oveja. Con un fuerte embate le derribaron como a una frágil pieza de ajedrez arrastrándole contra la pared, le levantaron a tres palmos del suelo con los brazos abiertos y apresándole con los grilletes del muro le dejaron caer de golpe, los huesos emitieron un profundo crujido al tener que soportar en la caída todo el peso del cuerpo. El metal de las abrazaderas le hirió llegándole hasta el hueso, y a pesar de todo sonreía, cosa que provocó la ira de los dos brutos. —¡El hijo de Satanás se burla de nosotros! Uno de ellos, el que más olía a vino rancio, le lanzó la mano a los testículos y la apretó con todas sus fuerzas, mientras le repetía en la cara con la boca pegada a la nariz, salpicándole de pastosa saliva: —¡Voy a destrozarte los huevos! ¡Te los voy a arrancar para que en el otro mundo seas un maldito eunuco! —a la vez que los retorcía de un lado hacía otro. Pero seguía sonriendo, ya le era imposible sufrir más. Aunque parezca increíble había llegado a tal intensidad de dolor que era insensible al aumento del mismo, en ese momento le podían arrancar la piel a tiras y sería incapaz de notar más. Este estado donde se llega al límite y ya sólo queda traspasar la fina línea de la muerte no le era desconocido, puesto que en los campos de batalla donde participó como médico, comprobó durante cientos de intervenciones quirúrgicas, al introducir en los cuerpos las vísceras arrancadas, durante la amputación de piernas y de brazos, en la recomposición de rostros destrozados..., que el dolor fuerte y continuo produce un efecto sedante y eso es lo que él sentía, una sedación total. Y sonreía también porque paradójicamente lo que más le dolía eran las dos muelas que se había destrozado luchando con aquella rata que le había perseguido en los sueños y en la realidad, y que ahora, después de muerta le ayudaría a que el código no se perdiera. —El gran enemigo, al final, resulta ser el mayor benefactor de nuestra existencia —pensaba mientras los brutos intentaban doblegarle con dolor. Sólo la entrada de un nuevo visitante evitó que esa bestia mezcla entre hombre y buey dejara totalmente castrado a quien fue famoso cirujano y filósofo. Vestía el hábito negro, el de aquellos nuevos monjes a los que Jerónimo de Santa Fe había denominado mordazmente en una de

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sus clases de la Universidad de Salamanca, “los cuervos”, puesto que siempre acudían en bandada como carroñeros al olor de la muerte y eran ellos, quienes muchas veces la portaban tejida en su tela oscura de noche sin Luna. Para esta orden de estructura militar, dirigida desde la corrupta Roma, los enemigos de la verdad eran de dos clases: Una, los que corroen desde el propio seno de la Iglesia los cimientos del orden sagrado y a su máximo representante el Papa Martín V. Y otra, quienes desde las cátedras, con la excusa de la búsqueda del conocimiento “manipulan y cuestionan” los dogmas de fe. Era en este segundo grupo donde le clasificaban. Y para proteger los dogmas de la Santa Madre Iglesia tenían bula papal para utilizar sin límite todos los medios a su alcance. Sin duda eran maestros en estrategias que iban, desde la conspiración para derribar a un rey hasta el más burdo asesinato. Durante los últimos días de su Santidad Benedicto XIII, con la excusa de negociar el fin del Cisma, surgieron como una plaga de cucarachas por toda la Roca de Peñíscola. El Papa en su lecho de muerte, en un momento de lucidez, tuvo fuerza para expulsarlos: —Serpientes que trenzáis, el cabello de la muerte... ¡Regresad a vuestro nido de víboras! Iéhoshua siempre tuvo la sospecha de que la mano de estos monjes negros estuvo detrás de varios intentos de envenenamiento que sufrió Don Pedro de Luna. Y ahora, el títere, el Papa de trapo y de paja Clemente VIII, les había hecho regresar para negociar su salida. Tremendamente pálido con ojos amarillentos de enfermizo, se le acercó a escasos pasos el mensajero de Roma y le susurró: —¡Que el Creador de todos los seres del Universo bendiga a nuestro amado Iéhoshua ha Lurqui, también conocido en toda la cristiandad como Jerónimo de Santa Fe! Estoy aquí para transmitirte los saludos de su Santidad Clemente VIII y hacerte llegar el interés que el Santo Padre está dedicando a tu persona. Todas las noches implora a Dios que la verdadera luz guíe tu reconocida inteligencia para que, como en su momento supiste renegar de la herejía judía que heredaste desde el nacimiento, ahora rechaces la influencia del Maligno y vuelvas a ser sabio, aceptando la gran verdad que representa su persona. Esa voz dulce le sonó a silbido de serpiente. Pero lo que realmente le acuchilló el alma fue cuando, sin modificar su tono empalagoso, le dijo: —¡Gran filósofo de la Cristiandad! ¡Artesano de Dios! Te muestro el Cáliz que su Santidad Clemente VIII utiliza desde el día de hoy en las liturgias. De la negra sotana sacó, con un movimiento y gesto de desprecio, el Recipiente Sagrado.

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Al verlo no pudo aguantar la rabia, gritando desde lo más profundo: —¡Malditos asesinos, buitres del infierno! ¡Maldita sea la sangre de los Trastámara! El visitante sin ocultar la satisfacción al ver el efecto psicológico del objeto y con una mueca similar a una sonrisa, añadió sin alterarse: —Los hermanos de la Orden, deseamos con todo el amor del mundo que la presencia de esta Copa sirva para que abras el corazón y nos dejes ver el secreto que tortura tu alma —y con tono suave como el susurro de una nana, añadió—: Nuestro gran anhelo es que puedas descansar y que vuelvas a disfrutar del prestigio de los hombres y de todos aquellos placeres de la vida que has olvidado. A cambio, únicamente te pedimos que entregues las notas de una simple partitura. ¡Muéstranos la composición y todo lo que has perdido se te devolverá multiplicado por mil! A la vez que decía estas palabras ordenó con una señal a las dos bestias casi humanas que le soltaran los brazos. Se desplomó llorando sobre la paja podrida. Sonriendo levantó el Cáliz y dándole la espalda, se dirigió custodiado por los dos brutos como en una macabra procesión de ánimas hacia la salida, recitando suavemente con voz profunda y pausada: —¡Medita mis palabras! ¡Todo te será devuelto multiplicado por mil! Tras un fuerte golpe y un estridente chirrido metálico la celda quedó casi en silencio, únicamente roto por el llanto.

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Y

a no tenía fuerzas para seguir,

. se hundía poco a poco en la paja como cera ardiendo ante un altar. Deseaba que la infección, que le trepaba hasta el rostro amoratándole la mirada, avanzara rápidamente, e igual que una serpiente le anudara el pecho para asfixiarle. Suplicaba que de una vez ésta le envenenara la sangre con su mortal picadura para así poder huir de ese pestilente lugar. —¡Quiero morir, no puedo aguantar más! Todo estaba perdido, habían conseguido el Sagrado Recipiente y ahora únicamente les quedaba poseer la composición de las esferas que activaba el poder. Iéhoshua conocía esta partitura, la clave musical que al sonar

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junto al Grial abría las puertas del Templo y mostraba el Arca dejando escapar la fuerza del Séptimo Sello. Este conocimiento le corroía por dentro produciéndole un dolor más intenso que el de las heridas del cuerpo, pues le enfrentaba a un dilema, debía evitar a toda costa que la melodía fuera controlada por la desmesurada ambición de los Trastámara y de los Colonna, pero a su vez, tenía que conseguir antes de su inevitable viaje a la otra esfera que no desapareciera para siempre. Al ver de nuevo la translúcida ágata del Santo Cáliz sintió pánico porque todo se estaba desmoronando, pero extrañamente también, le creció una renovada necesidad de resistencia y de lucha. Este preciado Vaso en un principio estuvo custodiado por los monjes de San Juan de la Peña y más tarde reclamado por el Papa Luna para la coronación del gran rey Martín I, el Humano, el año 1395. Para esta ceremonia, los mejores orfebres de San Mateo le dieron “la forma digna de un rey”, siguiendo las directrices de su Santidad Benedicto XIII para que el Cáliz simbolizara a un olivo milenario, puesto que es el olivo el único árbol que posee el mismo significado espiritual para las religiones besadas por el Mediterráneo. La base de la Copa, una exquisita pieza de calcedonia, fue pulida por artesanos de Granada, siendo los plateros de la judería de San Mateo quienes la engarzaron con veintiocho perlas, dos rubíes y dos esmeraldas, burilando con exquisito punzón el oro del nudo y de las asas. Y fue para la fundación de una Nueva Jerusalén cuando el Papa Luna exigió a la viuda de Martín I el Humano, Margarita de Prades, que devolviera el Santo Cáliz al Rey Pescador (1410). La Reliquia viajó en el año 1411, durante casi tres lunas, desde la ciudad de Barcelona hasta Peñíscola acariciada por las voces blancas de religiosas de Valldonzella, portada por monjes de Montserrat y custodiada por hombres armados de Santa María de Montesa. El Papa del Mar pretendía que la Sagrada Copa fuera la nave insignia de la auténtica fe y que ésta descansara sobre el cimiento firme de la Roca. Era también ante este Grial donde juraban los votos los nuevos miembros constructores. En la ceremonia de aceptación se postraban totalmente desnudos, para demostrar su rechazo a toda riqueza y ambición terrenal, sobre unos círculos marcados por el compás del maestro constructor que representaban las esferas celestes. El maestro trazaba 28 círculos que a su vez definían un perfecto triángulo equilátero que era la representación del número triangular de 7 (0+1+2+3+4+5+6+7=28), fundamento de la aritmética pitagórica y el mismo número que de perlas adornan la base del Grial. Esta figura pitagórica compuesta por 28 (7) círculos, estaba presa por sus vértices dentro de una gran esfera, signo del Arquitecto del Universo.

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Desnudos sobre el entramado geométrico sostenían, con la firmeza de quien empuña una espada, el compás de artesano. Y mientras el maestro les untaba la frente con aceite de oliva, símbolo del espíritu de Dios, recitaban versos del Talmud, del Corán y del Nuevo Testamento. Entonces era cuando el aprendiz juraba sobre los libros de las tres religiones y ante el Cáliz proteger el secreto de los Artesanos de Dios. Una vez realizado el juramento, el maestro constructor le susurraba al oído un nuevo nombre que no debía dar a conocer a nadie, otorgándole una marca que utilizaría a partir de ese momento en todas las obras. Era consciente de que la posesión del Grial por Clemente VIII significaba que todos sus seres queridos estaban muertos. —¡No sé si mi alma resistirá! —gimió derrotado. En ese momento le retumbaron en la cueva del recuerdo las palabras de su Santidad Benedicto XIII cuando en una de las ceremonias dijo con voz firme, esa voz que nunca tembló ante emperadores y reyes, aunque él en privado la vio convertirse en amargo llanto: —Et ansí commo el oro de este Cáliz ha sido probado e purificado por el fuego, así el homme por la tribulación es probado, e de los pecados purgado, e es dispuesto para que sea vaso puro para rescebir a Dios. Et aún más: la presente tribulación que el homme padesce en la tierra, es ansí commo melecina dada del muy alto físico... Realmente se sentía como un vaso, pero destrozado contra el suelo, reventado en mil pedazos imposibles de recomponer, al que el muy Alto Físico había abandonado sin ningún tipo de medicina. Y de pronto, cuando sus lágrimas golpearon melódicamente la paja, ante él surgió de nuevo el Cisne que, abrazándole entre su blanco plumaje, le hizo el amor.

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enía tan poco control

. sobre su cuerpo que no se dio cuenta cuando las heces le mancharon los harapos que vestía. Por el desagradable sabor ácido del líquido que le recorría las piernas supo que su hígado se estaba descomponiendo. En esta situación tan cercana a la muerte, a lo que realmente temía era a la pérdida de la voluntad. Sólo la voz de ella, que cada

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vez era más clara en el interior de su cerebro, le mantenía firme orientándole en el oscuro laberinto, y, con la misma intensidad que produce un grito desesperado en el vientre de una catedral, le repetía incansable que no podía abandonar esta esfera de sufrimiento sin terminar antes su misión. Marcando una huella similar a la de los reptiles de la ciénaga, se arrastró hacia el montículo de paja donde guardaba los restos de su ya querida enemiga. Tenía que dejar escrito el secreto. Ante la piel meditó y el vértigo que produce la impotencia le encogió el pecho. —¿Cómo podré vaciar mi alma en tan poco espacio? Sabía que estaba ante su último reto, quizá el más grande de su existencia. Había escrito numerosas obras: de filosofía, de medicina, de matemáticas..., pero en ellas nunca había tenido problema para expresar su pensamiento, disponía de todo el espacio del mundo. Y ahora, en sólo dos palmos, estaba obligado a escribir la obra más importante de su vida. Lloraba con sorda amargura. Y cuando su abatimiento era total, de nuevo la voz de su interior le golpeó: —¡Tú, que navegaste por el Río del Olvido! ¿Por qué tienes miedo del espacio? Este reproche le hizo retroceder en el tiempo, a su época de juventud, cuando era estudiante de matemáticas y medicina en la ciudad de El Cairo. En ella aprendió el secreto de la geometría celeste aplicada a las grandes construcciones y consiguió ser reconocido como maestro cirujano. En ese califato heredero del conocimiento de Bagdad, descubrió que pese al engaño al que nos someten los sentidos, el espacio y el tiempo siempre son infinitos. Recordó que en una pequeña tablilla, con jeroglíficos se podía reflejar una gran historia. —¡Ése es el camino! Debo olvidar las reglas de la escritura de occidente para reflejar con símbolos el mensaje. Sólo así el espacio de dos palmos de piel se convertirá en infinito. En sus estudios de geometría y matemáticas había buscado casi de forma obsesiva el concepto “infinito” porque pensaba que esta definición era la que más nos aproximaba al Creador. —Dios es la representación del poder sin límites porque dentro de él caben todos los seres —escribía—. Y si esto es así, cada ser es infinito e inmortal puesto que es parte de la idea del Obrador. Y quizá para convencerse de sus propios pensamientos se dijo en voz alta: —La piel que tengo en mis manos, aunque mis sentidos digan lo contrario es un espacio infinito. Sin señalar nada en ella ya es en sí misma la representación de la historia de la bestia que ha viajado

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por el tiempo, hasta colisionar con mi esfera para convertirse en el instrumento que proteja la melodía. Para Iéhoshua nuestra alma era una esfera en el seno del Hacedor, donde en un aparente caos, similar a un juego de bolos sin normas, chocaba con otras para formar la idea siempre caprichosa del gran Arquitecto del Universo. Entre tanto dolor levantó la mirada hacia la pequeña abertura del techo para calcular el tiempo que del día le quedaba. A través de los barrotes se filtraban los últimos destellos de la tarde. —¡Ilumina mi oscuridad! —suplicó. Volviéndose a clavar el hueso en el brazo hizo brotar el líquido vital. Después recogió gota a gota la sangre enferma y la mezcló pacientemente con las sales minerales, y, con la misma técnica que se utiliza para realizar un tatuaje, fue grabando su secreto sobre dos palmos infinitos de piel de rata, buscando entre los recuerdos aquellos símbolos sencillos que pudieran condensar toda la historia. Punzó el signo del Sol para representar que: — Dios es una esfera intelligible, de la qual el punto de medio es en toda part, et la fin suya no es en ningun lugar...

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S

us pupilas se habían acostumbrado

. a las sombras que le rodeaban, aunque este lugar seguía siendo un mundo traidor donde cientos de diminutos insectos le vigilaban esperando pacientemente a que se desvaneciera para poder alimentarse. Intentaba mantener en alerta los sentidos, pero de vez en cuando sin poderlo remediar, pese al duro esfuerzo, su mente huía de la prisión dejándole totalmente inconsciente. La mayoría de las veces se quedaba como el muerto a quien ningún ser querido le ha podido cerrar los ojos. Durante los últimos días su universo se llenaba de extraños seres y visiones, e incluso de almas conocidas que le visitaban. Los recovecos e irregularidades de las piedras parecían adquirir vida. Ante él, un par de agujeros se transformaron en dos grandes ojos y una grieta en una terrible boca dentada. Y desde el rincón más oscuro brotaron dos enormes alas parecidas a las de murciélago. De repente, surgió el Dragón que con su cola de trece estrellas iluminó con un latigazo de luz la oscuridad. Draco se retorcía sobre sí mismo por el dolor

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que produce haber perdido el poder del Norte, sobre él cabalgaba el espectro de Jaime el desafortunado conde de Urgel, quien extendiendo su escudo de tablero de ajedrez le gritó: —¡Muerte a la Dama! ¡Jaque al Rey! Fue entonces cuando, aprovechando la agonía de la bestia, un Águila de plata, nacida como un espectro del tenue rayo de Luna que se filtraba por la reja, se lanzó en picado y le desgarró el pecho al reptil, apresándole con las garras el corazón. Volando en círculos sobre Iéhoshua, dejó caer la víscera todavía latiente sobre el pergamino de piel de rata. El impacto del órgano sanguinolento dibujó la silueta del Cisne. Ya tenía otro signo del mensaje. Cuando punzaba este símbolo, el tiempo se detuvo y, con el vértigo que produce la caída libre desde una gran torre, su mente retrocedió al pasado. Mirándose las manos se las vio ensangrentadas sujetando el corazón del hombre más indomable de la historia. —¡Yo le arranqué el corazón a Pedro de Luna! —gritó con desesperación a la vez que se envolvía como un feto que desea regresar al principio, mientras que de nuevo le golpeaban las palabras de su Santidad—: Cuando vieres la muerte acercarse non hayas tristeza, ca ella es fin e olvidanza de todas las miserias de aqueste mundo... La muerte es remedio de todos los males, e necio es el tirano que la muerte da por pena... Agachándose, con la resignación del reo que no puede evitar su ejecución, siguió grabando con el punzón todos los signos que componían aquella enigmática partitura. Después del Cisne, tatuó sobre la piel al Dragón; le siguió el Águila.

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e era imposible dormir,

. el sueño le había abandonado definitivamente. Entre las tinieblas esperaba la llegada del alba con la piel tan prieta en el puño que parecía que tuviera miedo a que tomara vida y huyera. A pesar de que le ardía la sien, estaba helado, tiritaba de frío. Su pensamiento se había convertido en un río desbordado que arrastraba imágenes que se fundían unas con otras para crear caóticas alucinaciones.

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Fue entonces cuando surgió moviéndose con la suavidad de las hojas cuando danzan mecidas por la brisa, le cogió de la mano y le levantó. —Mi amado cada día nos encontramos más cerca, pronto podrás descansar. Sabía que los sentidos le estaban engañando, pero ella parecía tan real que hasta su perfume le embriagó, incluso tuvo la sensación de notar el roce de sus pechos. Por eso no pudo, ni quiso evitar que sus manos se decidieran a explorar ese cuerpo fruto de la imaginación, en busca de aquel lunar donde sus dedos se detuvieron mil veces para jugar con su forma de estrella. Cuando lo encontró se inclinó para besarlo con los agrietados labios y la boca se le humedeció con la frescura de manantial. Fue tanto el placer que su pene desafió todas las fuerzas de la naturaleza levantando la cabeza hacia las esferas celestes. Hambriento por memorizar de nuevo cada rincón, recorrió con las yemas la zona donde el vello cubre el altar de Venus, y, abrazándose con la misma desesperación que lo hace un náufrago al sujetarse a una tabla, se dejó arrastrar por la corriente sin oponer ningún tipo de resistencia, hacia la otra orilla, hacia la otra esfera. La paja de la celda se transformó en fina arena y las piedras en caracolas y juntos recorrieron desnudos aquella playa. —¡Debes regresar y cerrar el círculo! Si no lo haces todo se habrá perdido, nuestro esfuerzo no servirá de nada. Ella le acarició las mejillas y le besó sobre los ojos. Al abrirlos se vio de nuevo tirado sobre la paja, rodeado por alimañas. Estalló en una risa tan potente y cercana a la locura, que fue escuchada en toda la fortaleza.

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S

u mano temblaba

. y de vez en cuando sufría un espasmo que alteraba la finura del grabado, pero seguía aprovechando con obsesión cada fracción de tiempo que el día le regalaba. En apenas dos días ya había finalizado una de las caras de la piel. Ahora, en la siguiente, le quedaba el gran reto de grabar las claves para que el secreto no se perdiera y sobre todo para que perdurara a través del tiempo. Mientras reflexionaba cómo representar los signos, escuchó pasos de varias personas que se aproximaban a la celda. Con rapidez

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ocultó la piel en un rincón. Sonó de nuevo el grito metálico y la gruesa puerta fue abierta por uno de aquellos hombres bestia que le visitaron antaño, mientras que el otro, con una tosca escoba tejida con ramas de palmera comenzó a barrer, limpiando de paja y putrefacción un espacio de cuatro pasos. Después de esto, como si de un escenario se tratara, saltaron sobre el cuadrado dos niños de apenas siete años. Llevaban pelucas repletas de tirabuzones rubios y vestían una túnica blanca amarrada en la cintura con un cordón dorado. Alas cosidas en la espalda, hechas con plumas de pavo real, y en sus manos cestos de mimbre. Y al ritmo de una danza muy ensayada, recubrieron con pétalos de mil flores el cuadrado barrido en el suelo. Tuvo la sensación de estar ante la representación popular de un auto sacramental en la plaza de cualquier aldea del Maestrazgo. De pronto entró la oscura y flacucha figura del representante de Roma anunciando con tono grave y solemne: —¡Su Santidad Clemente VIII! En ese momento media docena de niños más, también vestidos de ángel, se deslizaron colocándose tres a cada lado de la puerta de la celda e hicieron sonar unas arpas. Y como en una estudiada obra de titiriteros, cuatro fornidos mozos entraron majestuosamente a hombros a Clemente VIII, sentado en la silla que mandó construir con urgencia para su papado. Un sillón de delicada talla, pero de medida especial para que le cupiera con holgura el enorme trasero. El Papa llevaba puesto con excesivo recargo, todos los atributos de poder. Sobre la cabeza, el alto tocado de la Tiara con las tres coronas del trirreino, en las manos, guantes blancos, y en cada dedo, dos sortijas, e incluso en alguno de ellos tres, con rubíes, zafiros, esmeraldas y diamantes. Colgada del cuello la cruz del gran Maestre de Montesa y en la enorme espalda, la capa de las grandes celebraciones. Iéshoua ha Lurqui se fijó en primer lugar, con un rápido golpe de vista, en la capa pluvial. Ésta había pertenecido a su buen amigo Pedro de Luna y fue bordada con hilo de oro y sedas policromas por hábiles artesanos ingleses. Sus ojos se pararon momentáneamente sobre la escena de la crucifixión y reconoció la cruz. Cristo estaba clavado sobre un tronco de árbol vivo, era la Cruz Olivo. Con atención recorrió la capa, de forma ascendente, palmo a palmo, buscando otra escena, dejando entrever una pequeña sonrisa de satisfacción cuando la descubrió, era la glorificación de Cristo, que sentado en su trono mantenía en sus manos la esfera del Corazón del Corazón. Después de ver estos dos medallones que representaban las escenas que más le interesaban de esta preciosa capa opus anglicanum, levantó la mirada y vio ante él la cara redondeada del cardenal Gil Sánchez Muñoz, ahora convertido en el Papa Clemente VIII. Tenía una piel extremadamente brillante por los aceites aromá-

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ticos que ungían todo su cuerpo y exageradamente sonrosada, casi a punto de hacer estallar en rojo fuego las mejillas consecuencia de una alimentación muy rica en mariscos y carne de cerdo. Observó que sus piernas se habían hinchado denunciando ante Dios y los hombres el pecado de la gula. —¡Oh mi querido amigo Jerónimo de Santa Fe! —comentó con tono y gesticulación teatral—. Te he tenido presente en todas mis oraciones. Le he pedido al Creador de todas las cosas que te ilumine para que confieses todos los pecados a tu Santo Padre. Y hoy he venido para que vacíes el dolor que mortifica tu cuerpo y puedas volver a ser la columna vertebral que la verdadera fe necesita. Levantándose hizo el intento de acercarse al maltrecho cuerpo, pero el dolor que sintió en las piernas por el sobrepeso le hizo desistir, así que dejó caer su trasero desnudo sobre el orinal de plata incrustado en el fondo del sillón. —¡Hijo, acércate a tu Padre! —le dijo ante la imposibilidad de andar unos pocos pasos—. Escucharé tu confesión y perdonaré tus pecados. Después te liberaré de esta oscuridad y te conduciré como el Buen Pastor guía a su oveja preferida hasta los verdes valles y ordenaré a toda la cristiandad que te sea devuelto el prestigio que has perdido ante los hombres y ante Dios. Guardando un sepulcral silencio, Iéhoshua se dio la vuelta mirando hacia la pared en señal de desprecio. Entonces las dos bestias humanas aproximándose le forzaron a mirar hacia el teatral escenario. En ese momento, el cardenal Pierre de Foix, acercándose a menos de un brazo de distancia, con el sigilo de la serpiente que está a punto de atacar a su presa, clavó sus amarillentos ojos en los del físico, aclarándole con voz suave pero firme por la rabia: —Lo que el Santo Padre quiere decirte es que debes desvelar la partitura, puesto que si no lo haces, dejaremos que tu cuerpo se pudra en esta mazmorra y además, quemaremos todas tus obras para sumergirte en el olvido de los siglos. De Foix mostró una sonrisa de satisfacción al notar que esta última amenaza le estremeció. Sin duda le había detectado un punto débil. Iéhoshua tornó su cuello dolorido hacia Gil Sánchez para pedirle una explicación con la mirada. —¡Este pueblo es una auténtica prisión, aquí me aburro! —comentó Clemente VIII, con el mismo tono que un niño utiliza para pedir disculpa por una trastada realizada—. ¡Necesito vivir en una gran ciudad, ser cardenal en Barcelona, en Milán…! ¡No quiero ser Papa en este pedrusco rodeado de mar por todas partes! ¡Quiero regresar a Roma! ¡Peñíscola es realmente como dijo Benedicto XIII el Arca de Noé, pero repleta de moscas! El cirujano mostró una especie de sonrisa, quizá más bien una

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mueca de pena, ante esas palabras que mostraban la mente voluble de Gil. —Tanto tú como yo... ¡merecemos otra vida! —añadió con tono de súplica—. El Santo Padre de Roma, el gran Martín V, me ha prometido por medio de su representante el cardenal Pierre de Foix aquí presente —señalando a la tenebrosa silueta— y a través de la mediación de nuestro bien querido canónigo de la catedral de Lérida Alfonso de Borja, que si retornamos la Tiara papal, la Biblioteca con todo su contenido y el Santo Cáliz de la Última Cena, incluida la partitura que conoces, nos devolverá multiplicado el prestigio que nos corresponde en el seno de la Madre Iglesia. Ha prometido por su santo nombre que me nombrará cardenal en una gran ciudad y a ti, mi querido amigo, olvidará tu origen judío y te designará canciller de la Universidad de Salamanca. Y con los ojos humedecidos a punto de desbordar en lágrimas, con tono plañidero, añadió: —¡Mírame! No tengo fuerzas para seguir con el proyecto de Pedro de Luna, soy débil. Necesito cuidados especiales —a la vez que decía esto acarició obscenamente las nalgas de uno de los angelitos. Hizo una pausa y cubriéndose con ambas manos la cara representó un escénico lloriqueo. Uno de los fornidos mozos le acercó un pañuelo, lo cogió suavemente e hizo una trompetera sonada de nariz para después devolverlo acompañado de una femenina caída de párpados. Una vez repuesto se dirigió de nuevo a Iéhoshua: —El cardenal Pierre de Foix ha hecho todo lo posible para que sea Papa, pero con la condición de que abdique en público la próxima festividad de la Virgen de Agosto. Me ha aconsejado que este acto se celebre en la ciudad de San Mateo para que toda la cristiandad sea conocedora del fin del Cisma. Además, mi querido amigo, me ha suplicado que te convenza para que nos descifres el código y podamos devolver el Grial, el Corazón del Corazón, al autentico Papa. ¡Y yo quiero abdicar, quiero abdicar, quiero abdicar! —repetía con rabieta y pataleta incluida—. Deseo regresar a Pisa, a Milán, a Roma... Todo nuestro proyecto ya no tiene sentido. ¡Esta Tiara pesa mucho y Peñíscola es una gran prisión! —explosionó con otro teatral llanto—. Todas las noches tengo pesadillas y sueño que quieren envenenarme, por eso últimamente tengo descomposición de tripa —aquí emitió una sonora pedorreta para certificar su miedo—. He tenido que instalarme un orinal en esta hermosa silla tallada por los mejores artesanos. ¡Es una locura haber intentado dialogar con las tres religiones! La plebe no lo ha comprendido. Es normal, ¡entiéndelo! Los musulmanes se lavan demasiadas veces al día, incluso sus partes más íntimas, y eso nunca puede estar bien visto por Dios. Además, no comen la deliciosa carne del cerdo y ello es un insulto a los placeres que el Creador a puesto a nuestro servicio. Y a los judíos les gusta demasiado el oro y la plata, están enfermos por la usura... ¡Bueno! Con la salvedad de tu sabia persona —aclaró titubeando como

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si quisiera rectificar el error cometido por no haber medido las palabras— al fin y al cabo, tú rechazaste esta creencia... ¡Son religiones de infieles que contaminan la verdadera fe! Sólo te pido —otra vez utilizó el tono lastimero—, que nos indiques dónde está la pieza musical y te doy mi palabra, que hoy mismo, te cuidarán los mejores doctores y las más bellas muchachas calmarán tu dolor con ungüento. ¡Bueno, y si quieres los más bellos muchachos! —señalando con su mano derecha al conjunto de angelitos—. ¡Piénsalo un instante! Iéhoshua seguía sin pestañear los inflamados ojos. Hubiera pasado por una estatua de sal si no hubiese intentado escupir una pastosa saliva en señal de desprecio a los pies de Gil Sánchez, convertido ahora en una bufonada del poder papal. Los dos brutos ante tal insulto le propinaron un par de puñetazos en el estómago, el fuerte dolor le derribó dejándolo postrado de rodillas jadeando como un perro. A la vez que el cuervo llegado desde Roma inclinándose sobre él a una distancia de un palmo, le susurró al oído, con su melodioso y pegajoso ritmo verbal: —Tienes dos días y dos noches para pensar en la generosa oferta que su Santidad te ha ofrecido. Si aceptas tendrás todos los honores y cuidados que un hombre pueda desear en este valle de lágrimas. Pero si la rechazas, yo mismo quemaré todos tus libros delante de ti y te pondré por el culo unas pinzas de herrero al rojo vivo para sacar tus entrañas. Y Clemente VIII desde su silla papal le suplicó mientras era sacado a hombros: —¡Hemos perdido la lucha! ¡Entrega la partitura musical y los dos olvidaremos esta prisión! Fue una salida accidentada en la que desapareció el teatral protocolo, pues le levantaron tan bruscamente que la Tiara cayó al suelo de la celda. La recogieron con ingenua gracia un par de angelitos que no pudieron evitar reír ante tal situación. Arrastrándose hasta el cuadrado cubierto de pétalos se sumergió envuelto por los aromas en un profundo sueño.

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l perfume le hizo volar

. como a una semilla de diente de león suspendida en el viento hasta aquella lejana y cálida noche de verano. El reflejo de la luna penetraba por el entretejido de tracería del rosetón central iluminando tenuemente las vidrieras, que al descomponer la luz azulada daba a los personajes que en ellas se representaban, cierta niebla de misterio.

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Esa noche de agosto visitaba la que iba a ser la construcción más admirada de todo Occidente dedicada a Nuestra Señora, financiada a regañadientes por la reina María de Castilla, como pago de Alfonso V a Benedicto XIII en agradecimiento por haber cedido éste parte de su flota, 10 galeras que tripuladas por marineros de Peñíscola, Benicarló y Vinarós, zarparon en mayo de 1420 junto con otras 14 embarcaciones de combate desde el puerto de los Alfaques en Tarragona, para sofocar la rebelión en las islas de Cerdeña y Córcega así como para sitiar a la propia Roma. Aquí el rey Magnánimo volvió a demostrar la debilidad que sentía por las faldas abandonando el sitio de la ciudad de Bonifacio para ayudar a Juana II de Nápoles. Mientras Iéhoshua observaba con la atención de un físico la técnica desplegada por los artesanos para la construcción de las bóvedas, el sonido constante de un cincel llamó su atención. —¿Quién puede estar labrando piedra? Cruzó intrigado la planta de la catedral dirigiéndose hacia el fondo, caminaba con cuidado para esquivar en la oscuridad los ingeniosos artilugios repletos de engranajes y poleas, diseñados para la elevación de las piedras que iban a formar parte de las llaves y de las gráciles bóvedas. Detrás del altar, construido provisionalmente para realizar la liturgia, descubrió una silueta tan bien proporcionada que le pareció una bella escultura similar a las que había visto tiempo atrás en la patria de Aristóteles. Oculto por una columna, observaba cómo el artífice con la habilidad de un orfebre labraba un capitel con rostros humanos, no se atrevía a interrumpir tan delicado trabajo, así que permaneció inmóvil, parecía una talla de madera policromada que esperaba encontrar su lugar definitivo. El reflejo de las esferas filtrado a través de las vidrieras iluminaba el rostro del artesano mostrando unos rasgos perfectos. Sus labios eran finos pero exquisitamente perfilados. Un pequeño lunar, al lado de la respingona nariz competía con la belleza de una estrella. Los ojos le brillaban con el verde del mar y su piel aceitunada, por el constante beso del Sol, aparentaba la suavidad del terciopelo. Con finas manos tallaba piedra y lo hacía con la delicadeza de un platero. No sabe bien qué es lo que de repente le sucedió pues un sentimiento desconocido se le apoderó del alma, llegó a pensar que había sido hechizado, por más que lo intentara le era imposible apartar la vista de aquel cuerpo, incluso se ruborizó cuando los ojos le traicionaron el sexo de varón y sin poderlo evitar, guiados por una fuerza lujuriosa recorrieron aquella espalda con la pasión que no recordaba haber sentido antes. Le embargó una sensación de vergüenza al notar cómo una erección le tensaba el calzón. Adivinando la presencia, el artesano dejó de golpear y giró

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lentamente la cabeza hasta clavar sus ojos de felino en los ojos de halcón que le vigilaban, no cruzaron una palabra, estuvieron observándose como dos agujas de piedra condenadas a estar una frente a la otra, sólo escuchaban su propia respiración. En ese preciso instante se dieron cuenta que ambos eran parte de la misma esfera. En silencio el escultor recogió la herramienta y sin darle la espalda, mirándole fijamente a los ojos como quien intenta evitar el ataque de un lobo, a paso muy lento, retrocedió hacia la oscuridad. Quedó tras la columna sin reaccionar. Estuvo varias noches sin poder conciliar el sueño recordando aquellos ojos. Hasta ese instante había estado convencido de su tendencia para el amor, pero ahora una enorme duda le derribaba como si de una gran torre sin cimientos se tratara, el conocimiento que creía tener sobre sí mismo. —¡Necesito volverle a ver! Durante varios días se acercó a la construcción y preguntó a los albañiles, a los artesanos y al maestro constructor, nadie le conocía, nadie sabía nada de él. Llegó a pensar que fue una prueba del diablo para hacerle dudar sobre su masculinidad. Pero una noche de aquel mismo verano, mientras el sudor le recorría el cuerpo humedeciendo la blusa de fino lino y su mente de filósofo vagaba por la alcoba sin rumbo realizándose preguntas sin respuesta, una extraña fuerza que no podía adivinar de donde nacía le impulsó de nuevo a visitar la catedral. Arrancándose la blusa cubrió su desnudez con una chilaba, calzó las sandalias de cuero y recorrió a paso ligero las estrechas calles hasta llegar a los pies de la construcción. Ésta ya mostraba de forma soberbia su enorme fachada con arcos en forma de ojiva, realizados con piedra tan bien tallada que apenas se apreciaban las juntas de la masa, parecía de una sola pieza. Las torres de aguja se levantaban como dos gigantes intentando tocar las estrellas, mientras que docenas de inquietantes gárgolas desde lo alto seguían con los ojos de piedra su recorrido. De momento le pareció escuchar el sonido de un bastón al golpear contra el suelo, tuvo la sensación de que era vigilado. Giró nervioso el cuerpo mirando a su alrededor. —Has vivido demasiado para temer a fantasmas —se dijo buscando tranquilizarse, a la vez que entraba en el templo con la humildad de quien visita la casa del Gran Arquitecto del Universo. Pero, a pesar de que únicamente eran sus pasos quienes rompían el silencio, no podía evitar, por más que lo intentara, el angustioso presentimiento de que le seguían. Se acercó hasta detrás del altar.

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El corazón le golpeó bruscamente en la bóveda de las costillas cuando reconoció los capiteles, allí estaban con los rostros tallados. Se quedó meditando ante la filigrana de piedra. —¿Por qué son retratos y no figuras religiosas? De repente de una de las grúas le pareció adivinar que colgaba una extraña carga que al balancearse emitía un suave rechinar. —Ese puede ser el sonido que he escuchado —pensó como explicación a la sensación que tenía de ser seguido. La oscuridad deformaba de tal manera el bulto que desde el lugar de donde estaba no podía ver de qué se trataba, así que guiado por la curiosidad se dirigió hacia él. Una vez debajo, al levantar la cara notó que un par de gotas de un líquido denso le golpearon sobre la frente. Rápidamente desplazó la mano derecha para limpiarse, por la viscosidad adivinó que era sangre. Retrocedió unos pasos y fue entonces cuando pudo ver la blanca planta de unos pies descalzos meciéndose circularmente. Asustado emprendió la huída, pero en el desenfreno de la carrera tropezó y cayó estampando el rostro contra el suelo. Al intentar erguirse un golpe seco en la cabeza hizo que se desplomara quedando pegado como un insecto aplastado por una bota. Aturdido abrió los ojos. Un intenso dolor e hinchazón cerca de la oreja delataban que había sido golpeado con un objeto contundente. Fue embargado por el pánico cuando de las sombras surgió una figura que se le aproximaba, no podía levantarse. Arrastrándose a cuatro patas se agazapó detrás de un banco cubriéndose con las manos. —Tranquilo, no temas —le dijo con tono amistoso. Alzó la mirada y ante sí vio al artesano. —¡Hay un muerto en...! —balbuceó señalando hacia la grúa—. ¿No habrás sido tú el...? —¡No! —contestó interrumpiendo la pregunta a la vez que le ayudaba a levantarse. Y fue en la distancia corta cuando adivinó que debajo del ropaje se ocultaba una mujer, puesto que en un roce notó el volumen esponjoso de un pecho. Boquiabierto parecía no creer lo que estaba sucediendo, sorprendido sobre todo porque, ante sí había una hembra oculta en ropas de varón. Titubeando se aproximaron al cuerpo. Por la forma en la que estaba sujeto atado con los brazos en la espalda, era evidente que había sido asesinado. —¡Salgamos de aquí! Quizá quién me ha golpeado sea el criminal y esté todavía dentro del templo. ¡Debemos dar parte a la autoridad del Rey! Tras una carrera salvando piedras, herramientas y máquinas llegaron a la salida, fue aquí cuando ella le dijo:

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—Lo siento, no puedo acompañarte... ¡Prométeme que nadie sabrá que he estado aquí! Al mirar en el interior de sus ojos le pareció ver, en una bravía colisión, una ola descomponerse en miles de gotas contra un acantilado, ante esa hermosa ilusión no pudo evitar que sus labios pronunciaran: —¡Lo prometo! Ante la repentina promesa, se sintió estúpido porque en ella no había mediado reflexión, fue un impulso sin control que de repente se convirtió en una afirmación, por eso el gran pensador y orador se ruborizó como un aprendiz. Ella dibujó una sonrisa. —¿Quién eres? —preguntó todavía inquieto por la facilidad en la que había regalado su palabra de honor, mientras recorría con la mirada el compás de oro que llevaba en el cinto, por las marcas dedujo que éste pertenecía a un maestro constructor. Tras un instante de duda, contestó con un tono que rebosaba orgullo: —¡Soy hija del gran maestro del Corán y arquitecto Lahcen El Ghoulb! Buscó en la memoria ese nombre recordando que Lahcen cayó en desgracia años atrás, cuando en un atrevimiento que se aproximaba a la locura, mandó construir una escalera de caracol con más de doscientos escalones. Un diseño arquitectónico tan arriesgado que únicamente se sostenía en dos puntos, parecía que flotara en el aire. Pero el mismo día de su inauguración sin más, se desplomó arrastrando tras ese atrevimiento que desafiaba a toda fuerza natural a más de veinte personas. En la logia de los Artifi Dei un grupo de artesanos criticó con dureza al maestro constructor exigiendo que fuera expulsado y apartado de toda responsabilidad. Lahcen no pudo soportar la humillación y se sumergió en el Bufador para pasar a la otra esfera. Enfadada como si adivinara lo que estaba pensando añadió: —¡Mi padre no tuvo la culpa de esa gran desgracia! ¡Alguien alteró su proyecto para robarle el prestigio! No sabía qué decir, sin duda era capaz de leerle la mente. Girando el cuerpo con un movimiento seco que delataba furia, caminó para perderse entre las sombras. —¡Dime tu nombre! —le suplicó. —Mi nombre es secreto. Tenía un nombre secreto, eso indicaba que era conocedora de las ceremonias de los Artesanos de Dios, además utilizaba con gran habilidad el cincel. Pero, ¿por qué esculpía oculta por las noches?

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E

ntró pisando fuerte

. sin importarle lo más mínimo encontrarse en la casa de Dios. De aspecto corpulento, con una nariz ancha y aplastada que junto con dos cicatrices en la cara, una en la mejilla y la otra en la frente, delataban su pasado de soldado. Era el alguacil, acompañado por Iéhoshua y dos ayudantes. Mirando a su alrededor sin decir una palabra ordenó con un simple chasquido de los dedos que descolgaran el cadáver. —¡Dios mío, es el rabino de Peñíscola! —exclamó Iéhoshua al ver de cerca el cuerpo. Una vez en el suelo, el alguacil comenzó a voltear el cuerpo, parecía el depredador que quiere asegurarse de que su presa está realmente muerta. Al cabo de tres recorridos circulares agachándose observó detenidamente cómo le habían cortado las dos orejas. —Es imposible que haya muerto por esas heridas —dijo con un tono campanudo buscando transmitir seriedad—. ¿Dónde están las orejas? —preguntó mientras buscaba—. ¡Han desaparecido, se las ha llevado el asesino! —concluyó. A Iéhoshua este crimen le recordó otro que sucedió en Zaragoza y que él investigó siguiendo las directrices de su Santidad y aunque no pudo resolverlo fundamentó sospechas tan importantes que hubieran podido hacer tambalear a la propia Corona. Este asesinato mostraba similitud con aquel, pero pensó que por la lógica del lugar, del tiempo y de las características del muerto, no podían mantener entre ellos relación. Al ver los ojos dilatados y la cara congestionada del rabino, añadió: —Ha sido en el corazón. Los ayudantes se quedaron sorprendidos cuando al desnudarle el pecho observaron un punzón tan fino como los que utiliza un cirujano para traspasar un cráneo en busca de la piedra de la locura, clavado en el centro, había penetrado sin rasgar la carne y tan ajustado que no dejaba pasar una sola gota de sangre, únicamente un pequeño moratón lo envolvía. Uno de ellos, el más rechoncho, con mirada amenazante se dirigió hacia Iéhoshua: —¿Cómo sabías que ha sido herido en el corazón? ¿Acaso has hecho tú esto? —No, no ha sido él —sentenció el alguacil—. No hay nada más que verle las arrugas de la frente, las tiene curvadas de tanto asombrarse ante lo insignificante, parece más bien un filósofo, un judío

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pensador. ¡Es imposible que haya sido él! Además no se le ven agallas para un acto tan cruel. Al registrar el ropaje de la víctima la autoridad encontró dos monedas de cobre y una curiosa esfera. El representante del Rey dio una vuelta de trescientos sesenta grados alrededor mirándole detenidamente, a la vez que giraba en la mano, una y otra vez, la esfera. —¿Por qué se ha producido esta muerte? ¿Quién ha sido? ¿Has visto a alguien más? ¿Le conoces? —interrogó sin apenas dejar espacio de tiempo para las respuestas. Iéhoshua pensativo, parecía buscar un argumento, una explicación. —Sí, era Samuel ben Sahula, el rabino de la ciudad de Peñíscola. Pero no sé quien le ha podido asesinar ni por qué, ni siquiera veo lógico el porqué su muerte se ha producido en un templo cristiano y además, con tanta saña. —¿Por qué le han cortado las orejas y dónde están? —Quizá escuchó algo que no debiera... —¿Hay más testigos? Deseaba contar todo lo ocurrido, pero el temor de que apresaran a la mujer que había conseguido hechizarle hizo que mantuviera silencio. Además ella le pidió que nadie conociera que había estado en el templo y él, por una extraña fuerza mágica, le hizo la promesa. El alguacil arrancó la aguja del corazón del rabino y se la entregó, Iéhoshua la cogió con suavidad observándola al detalle, era de oro y sin duda pertenecía a un cirujano, pero por las marcas y factura que presentaba no era de un físico de occidente sino más bien de un médico cuyo origen estaba en oriente. —¿A quién puede pertenecer? En ese momento interrumpiendo el interrogatorio, entró en el templo el capitán de la guardia personal del Papa acompañado por tres soldados. —¿Pero, quién diablo les ha avisado? —¡Este hecho está dentro de la jurisdicción de la Iglesia! —gritó. —Todo lo que ocurre en esta ciudad está bajo la ley del Rey —replicó el alguacil. —Se equivoca el representante del Rey, Peñíscola es un estado pontificio donde la única ley es la del Papa. Además, este incidente se ha producido en un lugar sagrado propiedad de la Iglesia —sentenció mientras ordenaba a los soldados con un gesto que retiraran el cadáver. Los ayudantes del alguacil en un acto teatral más que real empuñaron la espada, pero éste levantando la palma abierta les indicó calma. —¡Entrégueme todo lo que ha encontrado! —ordenó el capitán.

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El alguacil, a la vez que le entregaba las dos monedas de cobre y el punzón, giró la mirada hacia Iéhoshua diciéndole: —Te vigilaré de cerca. Juro por la ley del Magnánimo que conoceré qué es lo que ha ocurrido aquí esta noche y que no te quepa la más mínima duda, que aplicaré con mano firme la Justicia del Rey. Rumiando unas maldiciones se retiró. Los soldados envolvieron con una sábana al rabino y sin ningún tipo de respeto, le arrastraron hasta un carro que esperaba fuera. Iéhoshua quedó extrañado porque el capitán no le interrogó, ni siquiera mostró interés por conocer el posible motivo del asesinato, lo único que parecía interesarle era el cuerpo. Cuando sólo un pequeño charco de sangre y un doloroso chichón delataban lo que había ocurrido, a solas musitó el Kaddish para honrar al difunto rabino. En ese instante, tuvo la sensación de volver a escuchar el golpetear de un bastón.

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L

a buscaba día y noche

. por toda la ciudad propiciando adolescentes encuentros. La seguía a distancia como un perrito por el mercado, mientras que ella cuando veía que se acercaba con esa torpeza que caracteriza a los embrujados por el amor, sonreía tonteando con los vendedores. Aunque creía que nadie se daba cuenta de su enamoramiento, los artesanos comentaban con burla en las reuniones de trabajo: —¡El gran Jerónimo de Santa Fe ha perdido su rumbo dentro del ciclo de las esferas por las faldas de una mujer! Estaba tan obsesionado que parecía que navegara por otra esfera distinta a la de este mundo, una esfera con otras dimensiones y con otro tiempo histórico. Ya no mostraba interés por la medicina, ni por la geometría... su mente regresaba una y otra vez al recuerdo de aquellos ojos llenos de mar que se le aparecían en cada rincón. Era insoportable, tenía que decidirse. Así que dentro del delirio de amor buscó provocar un encuentro de apariencia casual, para poder entablar una conversación con la dueña de su corazón. Aquel día se armó de valor y decidió vestirse con sus mejores galas, cubriéndose el cuerpo con una capa azul de fino bordado, que con una estudiada caída realzaba su altura. Calzó las sandalias de piel de camello, aquellas que sólo utilizaba en las audiencias con el

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Santo Padre, se ciñó el cinto de cuero repujado, dejando entrever su daga con la empuñadura de marfil, cogió su compás de plata grabado con la Estrella de David y pinzó bajo el sobaco, como quien no quiere exhibir pero que desea que le pregunten, un par de sus últimos manuscritos. Además en el afán desmesurado de causar buena impresión se vertió un frasco de esencia de jazmín. ¡Ya estaba preparado para la que iba a ser su estrategia más elaborada! ¡No podía fallar! Esperó en una esquina de la calle Mayor medio recorrido solar. —¡Precisamente hoy parece que se retrasa! La gente al pasar le saludaba preguntándole con cierta sorna: —¿Qué esperas tan elegante? ¡Qué bien hueles! ¿Tienes audiencia con el Santo Padre? Según transcurría el tiempo se sentía frustrado, por lo que no respondía a los irónicos saludos. Cuando valoraba dentro de su plan la retirada, de pronto, notó la subida de una llamarada hacia el rostro, puesto que en el fondo de la estrecha y fresca calle de San Juan apareció ella, que al verle, exageró su feminidad con esos gráciles movimientos de cadera que sólo una mujer que busca hechizar a un hombre es capaz de producir. Le temblaban las piernas. Deseaba que no se notara. Caminó hacia su encuentro con el porte de un caballero que se dirige a batirse en un torneo. Al llegar a una distancia de dos brazos inclinó la cabeza en señal de saludo y de respeto, ella, le devolvió el saludo acompañado con una pícara sonrisa. Y fue esa maliciosa sonrisa la que, como un maleficio, le anudó la garganta incapacitándole para articular una sola palabra, así que siguió recto sin detenerse. Sintiéndose estúpido como un tonto disfrazado para el carnaval se retiró derrotado. —¡Dios mío! ¿Cómo un plan tan bien elaborado ha podido fracasar? Ya en la alcoba, engalanado y perfumado, se abofeteó varias veces. Al día siguiente del frustrado intento de comenzar el cortejo, fue solicitado por el maestro constructor Felipe de Bertalla para que ofreciera su opinión sobre unos cálculos geométricos realizados para levantar la gran torre aguja que presidiría la obra. —¿Iéhoshua no hueles en el ambiente un fuerte perfume a jazmín? —le preguntó con tono burlesco. A pesar de ruborizarse mantuvo la compostura intentando demostrar indiferencia, como si no se hubiera producido el comentario, dibujando sin inmutarse con el compás las esferas sobre una capa de yeso. Calculó las proporciones y las comparó con las conclusiones matemáticas del constructor. —Los cálculos son correctos —contestó con seriedad.

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El maestro dejó escapar una sonrisa apagada que por el efecto de tener la boca prieta, le sonó por la nariz en forma de explosión de aire comprimido. Fue al terminar esta visita cuando de repente sintió de nuevo el cosquilleo en el estómago al descubrir que estaba allí, enfrente del pórtico. Intentó ocultarse, pues no estaba presentable, iba lleno de polvo, con los calzones salpicados de pegotes de yeso. Adivinando el intento de evasión, ella se le acercó sonriendo cortándole la retirada. —¡Buenos días le dé el Creador de todas las cosas al gran Iéhoshua ha Lurqui! Se puso tan nervioso que cegado por Eros perdió el equilibrio, sumergiendo la cara en una cubeta de madera repleta de masa. —¡Dios mío, hazme desaparecer! En un principio, asustada por el golpe que se propinó, le ayudó a levantarse, pero después, sin poderlo remediar, comenzó a reír al verle la cara recubierta por la pegajosa mezcla de cal y arena. Iéhoshua ante la explosiva risa, pese a la ridícula situación, no pudo evitar contagiarse. Ambos se fundieron en una gran carcajada. Le limpió con el pañuelo el rostro. Notó el calor de su mano en la piel produciéndole una sensación indescriptible. Y tartamudeando como un aprendiz el que era gran maestro orador, le preguntó, sin apenas razonar lo que decía: —¿Paseamos juntos? Como respuesta únicamente le regaló una hermosa caída de párpados que, pese a la gran torpeza para asuntos de amores, interpretó como un sí. Erguido como el palo de una escoba caminó a su lado a una distancia de un brazo. Transcurridas dos lunas, después de recorrer mil veces la calle Mayor, fue cuando decidieron romper la monotonía del paseo y buscar un fresco rincón frente al mar para regalarse el primer beso. Pero realmente fundieron sus almas un atardecer, en una playa de finas conchas, en el momento en que el Sol vertía sus lágrimas de rubí. Con los labios recorrió la fresca piel, besando los lunares, deteniéndose en cada uno de ellos, parecía un cartógrafo que desea memorizar hasta el último detalle de una isla. Y con las manos, como el alfarero, acarició y modeló con suavidad las caderas y los pechos. Ella con pequeños y continuos besos, comenzó el recorrido desde la frente, pasó por cada uno de los ojos, deteniéndose en los labios, para después en un rápido movimiento llegar hasta la oreja derecha, donde, mordiéndole el lóbulo le susurró su nombre secreto: —Mi nombre es Lilzáhira. Con suavidad la apretó contra sí como quien desea unir dos partes de una misma cosa. Embriagados cayeron rodando sobre la arena, hasta que la luz de la Luna les vistió de azul la desnudez.

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S

u madre junto con las amigas

. íntimas y las más ancianas del clan, la hubieran masajeado con aceite de romero, perfumado y bañado con esencias. Entre sonrisas cómplices estarían educándola en la forma de tratar a un hombre en la noche de bodas y sobre todo, de cómo satisfacerle en todas las necesidades básicas de sexo y comida durante el resto de la vida. Pero nada de esto estaba ocurriendo, pues su madre había muerto cuando era sólo una niña y sus amigas la habían dejado totalmente sola, pues esta boda rompía todas las tradiciones y todas las leyes establecidas por las autoridades coránicas. Ella era una mujer musulmana que iba a casarse con un hombre judío. Era consciente de que esta violación de las normas sagradas establecidas durante siglos no podía traerle nada bueno. Lilzáhira sabía que esto no era bien visto y que, como si de una ramera se tratara, sería repudiada por los miembros de su comunidad. Estaba desnuda, con los ojos convertidos en lagunas, embargada por un extraño sentimiento, mezcla de emoción y de remordimiento, untándose ella misma el cuerpo con esencias de jazmín y de romero, pasándose las manos sobre el pecho, el vientre, las nalgas... Intentaba visualizar la imagen de su madre, pero ésta le resultaba tan difusa que apenas podía recordar su sonrisa. Los recuerdos le brotaban en la mente tamizados por la niebla de la infancia. Acercándose al pequeño baúl que descansaba a los pies del lecho sacó el Corán que le perteneció, lo besó y cubriendo la desnudez con una fina y transparente gasa rezó una plegaria al Creador: —Sé que no tienes rostro, pero también sé que todo lo ves. Sé que no puede representarse tu forma, pero sé que ahora me estás abrazando. Sé que eres mi único Dios, pero también sé que eres el Dios de todos los hombres ¡Guíame para que mis pasos sean seguros en este camino que voy a comenzar! ¡Ayúdame a no dudar! Y ante el espejo de agua se fue engalanando como las flores en mayo. Tejió su pelo con dos cintas de colores, el blanco de la pureza y el verde de la esperanza. Del largo cuello de cisne colgó la cadena de plata con el signo de su madre, a la vez que sobre la cabeza, dejó caer un velo transparente como una nube para que le cubriera de misterio la mirada. Bajó solitaria los peldaños de la que fue casa de su padre. El silencio era total.

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En la calle no se escuchaban los cantos de júbilo, ni el sonido de los panderos. No la esperaba el cortejo de mujeres para cubrirla de pétalos y de halagos, simplemente estaba el alguacil y sus dos ayudantes armados con daga y lanza para escoltarla hasta el lugar donde se iba a celebrar la ceremonia. Cuando el Representante del Rey la vio cruzar la puerta exclamó: —¡Ahora comprendo esta locura! Con una señal de la mano ordenó a sus ayudantes que envolvieran como un escudo humano a la novia para recorrer las estrechas calles de la comunidad musulmana. Aunque todas las puertas estaban cerradas detrás se escuchaba la respiración. De una de ellas salió una niña guiada por la curiosidad, pero rápidamente un brazo censor la arrastró como si de un muñeco de trapo se tratara hacia el interior. Era tan espeso el silencio que el sonido que producía el caminar les dolía al oído. Fue al girar la primera esquina cuando se quedaron paralizados, ante la desagradable visión que ofrecía una cabeza de cerdo, decapitada a machete y cubierta con un velo de novia, tirada delante del paso del cortejo. El alguacil desenvainando la daga se acercó hacia el macabro regalo, mientras que los ayudantes apretaban con tanta fuerza las lanzas que se les amorataban las manos, colocándose preparados para el combate, uno delante y el otro detrás de la novia. Sin decir una palabra propinó una patada a la cabeza de tal magnitud que ésta esparció todo su contenido pegajoso de sesos y líquido ocular a más de diez pasos. Volviendo la mirada hacia la novia, sonrío diciendo: —¡Únicamente era una piedra en el camino! Lilzáhira no pudo contener las lágrimas que le reventaron la presa de los ojos desparramándose por las mejillas, arrastrando con ellas el maquillaje de gena que le adornaba con estrellas el rostro. Nunca un recorrido tan corto les había parecido tan largo. Cuando llegaron a la explanada de la mezquita, cerca del cementerio, estaba esperando Iéhoshua, con una túnica de lino blanco y un hermoso turbante de seda roja. A su derecha se encontraban los que iban a ser los testigos, el artesano Jaume Scarp y el maestro constructor Felipe de Bertalla. Con una sonrisa se dirigió al encuentro de la novia y le puso los dedos en los lagrimales para detener el río de tristeza. En ese momento sonaron las cítaras y las guitarras moriscas de los artesanos músicos llegados desde las alquerías de Benicarló. La explanada se lleno de melodías y de cantos que volaban buscando los aromas del Reino de Granada, era una extraña fusión de sonidos pertenecientes a las tres culturas. Sobre el andamiaje de madera decorado con bellas telas, estaban

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los invitados, los principales representantes de las religiones que convivían sobre la Roca, el clérigo musulmán, un sustituto del desgraciado rabino y por supuesto el propio Benedicto XIII, así como cardenales de la talla de Julián de Loba y de Juan de Carrier. Y aunque las alegres melodías invitaban al baile, los rostros de los líderes religiosos eran fríos, más bien parecía que estuvieran observando un ajusticiamiento en la hoguera. Se hizo un silencio sepulcral en la explanada cuando en la ceremonia cada uno de ellos leyó un pasaje de su libro sagrado. Las palabras tenían tanto peso simbólico que quedaron enganchadas en el aire como cogidas por alfileres, hasta tal punto, que a pesar de su belleza, por el tono de los sermones, sonaron más bien a reproche que a bendición. Después de la unión matrimonial tuvo que fluir mucho el vino, los licores y las infusiones de hierbas, para que el pueblo llano se olvidara de la sensación desagradable y se sumergiera sin complejos de culpa, en un baile festivo que duraría tres días con sus tres noches. El alguacil vigilaba, pero presentía en el ambiente que en cualquier momento podía producirse una rencilla o una pelea que desembocara en un auténtico baño de sangre. Pensaba hacia sus adentros que lo que estaba ocurriendo era una locura. —¡Sólo la belleza de la novia puede quizá dar una explicación a esta boda! ¡Sin duda el Papa está sufriendo algún tipo de demencia! Pero yo únicamente estoy aquí para hacer cumplir la ley del Rey, no para pensar ni opinar —se repetía. En un momento de la fiesta, una extraña fuerza le hizo volver la mirada hacia la mezquita, allí, le pareció ver entre las sombras una silueta que delataba un hábito de monje. Tuvo la sensación de que realizaba un extraño movimiento con un bastón dibujando en el aire un círculo. Curiosamente en ese mismo momento, comenzó una pelea que rápidamente sofocaron miembros de la guardia personal del Papa, arrastrando a los implicados fuera de la explanada. Sin perder tiempo se dirigió a gran velocidad hacia aquel rincón, al llegar el personaje se había diluido como sal en el agua. Se agachó para rastrear. No existía ningún tipo de huella sobre el fino polvo. Esto le hizo dudar, quizá la silueta que le pareció ver era una ilusión producida por la distancia y el caprichoso movimiento de las sombras. —Tal vez se ha debido a una de las ramas del ciprés movida por el viento. A pesar de que la evidencia afirmaba que el personaje no era real, no podía evitar la sensación de que era observado muy de cerca. Estaba en alerta, tenso, inquieto, por ello ordenó a sus ayudantes que al finalizar la fiesta escoltaran a los recién casados.

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omo melodía de fondo

. únicamente se escuchaba la vibración que producía el oleaje del Bufador al golpear contra la roca. Acercándose lentamente le acarició con las yemas todos los recovecos de la cara. Le abrazó por la cintura regalándole un beso sobre cada uno de los ojos. Después bajando le mordió suavemente el labio inferior. Desesperadamente cuatro manos excitadas buscaron desabrochar cinturones, acariciando con desenfreno las curvas y las rectas del trayecto. El traje de novia cayó tan lentamente como lo hace una gota de miel por el borde de un carnoso labio dejando al descubierto unos pechos que suplicaban ser acariciados. Ante tan bella visión no pudo resistirse y deteniéndose en cada uno de ellos, con la lengua vibrante, similar a la fina caña de una boquilla de flauta de fauno, los lamió. Bramó igual que un ciervo en celo al notar cómo las uñas se le clavaban en la espalda, era una increíble sensación de suave dolor, dominado por el placer. Parecían dos animales anudados en una danza. El aire se impregnó de perfumes, la habitación rebosaba de los aromas que desprende el amor. El olor a sexo se hizo tan intenso que les hizo entrar en una espiral sin control, besándose, mordiéndose, devorándose. Durante tres noches, la Luna apresuró su salida para curiosear con envidia a través de la pequeña abertura que dejaba el ventanuco.

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añada en sudor

. se despertaba gritando, llamando a su padre. La observaba desde un rincón de la alcoba, sufriendo por no poder ayudarla. Adivinaba que un terrible enigma le quedaba por resolver en lo más profundo del alma. ¿Qué podía ser? —¿Quizá sea su padre quien le llame en sueños pidiéndole ayuda? —razonaba en silencio—. Esto no es extraño pues Lahcen se sui-

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cidó. ¿Tal vez por ello esté preso por una cadena de dolor en la Esfera de las Sombras? Deseaba que ella le abriera el corazón, esperó durante días. Frente al silencio, sólo roto en las pesadillas, decidió por su cuenta descubrir qué era lo que la torturaba. —La respuesta —pensó— puede estar en la catedral, en aquel capitel que talló en secreto. Fue durante una noche de tormenta, mientras observaba cómo volteaba inquieta sobre el lecho emitiendo voces de tristeza, cuando decidió que debía conocer la causa de su dolor. Para no interrumpirle el sueño, contuvo la respiración y bajó lentamente los peldaños para evitar el crujido de la madera. En la cuadra, al notar el cálido estiércol en la planta de los pies se calzó las sandalias y cubriéndose la cabeza con un saco de esparto se dirigió sorteando y saltando charcos, hasta la catedral. El olor a tierra mojada le acariciaba las fosas nasales. Los relámpagos iluminaban con destellos de fulgor las esculturas que adornaban el magnífico portalón. Los impactos caóticos de luz, mezcla de azul y amarillo envolvían a todas las figuras sagradas dando la sensación de que éstas tomaban vida y danzaban. La lluvia se intensificaba con rabia. Los truenos cada vez más potentes, eran capaces de estremecer al hombre más valeroso, parecían los gritos de las almas que vagan por el infierno. Empujando la gran puerta de madera entró. El sonido que produce el roce de las bisagras quedó atrapado como una mosca en la tela de una araña. Ante la grandeza del templo se sintió insignificante. Despojándose del saco lo dejó caer, recorriendo con la mirada cada rincón de la planta. A pesar de que todavía faltaban muchos años para finalizar se adivinaba que sería un templo admirado en toda la cristiandad. Guiado por un instante fugaz de luz nacido de un relámpago, se dirigió hacia los capiteles esculpidos con caras humanas, éstos ya ocupaban su lugar. En ese momento un trueno hizo vibrar las vidrieras. Tuvo la sensación de que debajo de sus pies sonaba una especie de zumbido metálico, le pareció extraño, pues no era ruido, más bien se aproximaba a una melodía. De repente el golpetear de un bastón sobre piedra le alertó, este sonido no le era desconocido y por desgracia no le anticipaba buenos presagios, así que inquieto se apresuró a terminar lo que había comenzado analizando al detalle cada capitel, éstos representaban el retrato de dos personas, una en la diestra y otra en la siniestra, además se habían tallado doce, por tanto veinticuatro retratos. De cada uno de ellos nacía la mitad de un arco puntiagudo que se unía en el centro a una llave, de donde partía la otra mitad del arco hasta

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enlazar el rostro del ángulo opuesto. Así los rostros enlazados constituían tres enormes bóvedas que daban la amplitud y la longitud del templo. Apoyando la espalda en un banco de madera centró la reflexión en los retratos, buscaba la lógica del porqué de su distribución. Presentía que la ubicación de las caras de piedra en el espacio del templo ocultaba un significado. El aroma de algunas velas encendidas le recordaba constantemente que el lugar donde meditaba era sagrado y esto le tranquilizaba el alma. Por la estrecha relación que mantenía con los maestros albañiles, con los que colaboraba en estudios matemáticos y geométricos, sabía que éstos nunca realizaban una composición arquitectónica al azar. Era consciente que hasta el mínimo detalle de lo que estaba observando tenía un significado, por ello levantándose caminó lentamente hasta la mitad del templo e intentó mentalmente ponerse en el lugar del maestro que diseñó la obra —¿Qué buscaba transmitir? Los retratos soportan los arcos principales, así que —dijo en voz alta como si hablara con alguien—: son el espinazo de la obra. Sin duda, son rostros de personalidades importantes. El razonamiento parecía acertado puesto que en uno de ellos reconoció el rostro de Benedicto XIII. —Pero, ¿quiénes son los demás? Fue el gran maestro constructor Lahcen el Ghoulb quien diseñó estos capiteles ¿Qué intención tuvo con ello? Mientras seguía buscando la posible lógica arquitectónica, otro trueno reventó el silencio, pero esta vez fue tal la fuerza del eco que le dolió como un zarpazo, tuvo tanta intensidad que las losas del suelo se agitaron y sonaron igual que un teclado de organistrum golpeado con rabia. Aturdido se dejó caer sobre la tabla de un banco, le silbaban los oídos y estaba algo desorientado, parecía que le hubieran dado una enorme bofetada. A pesar de ello siguió buscando pistas. —¿Qué les une? ¿Por qué mi amada añadió el retrato de su padre tiempo después de su muerte? Levantándose guiado por la intuición se tumbó en el suelo mirando hacia las altas bóvedas, con los brazos en cruz y las piernas juntas. Orientó la cabeza hacia el Este, así las piernas le quedaron indicando hacia al Oeste, con el brazo derecho señaló el Norte y con el Izquierdo el Sur. — ¿Quizá la orientación pueda aportarme alguna pista? Sospechaba que al ser Lahcen de origen musulmán podría haber realizado una composición arquitectónica con un mensaje que pudie-

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ra leerse en la piedra orientando la mirada hacia el lugar sagrado de los hermanos del Islam. Pero por más que analizaba los capiteles según la distribución que presentaban en función de los puntos cardinales seguía sin encontrarles sentido. —¡Demasiado simple el razonamiento! ¡Estás pecando de ingenuo! ¡Esta obra es mucho más compleja de lo que aparenta! ¿Qué secretos esconde? Y cuando era embargado por la sensación de derrota y comenzaba a pensar que no sería capaz de encontrar la punta del ovillo que le guiara hasta el significado oculto en las piedras, por uno de los ventanales del fondo de la nave central irrumpió el impacto de un relámpago que iluminó la grúa en la que encontraron el cadáver del rabino Samuel ben Sahula, y a la misma vez que el trueno rugía, le vino al recuerdo la imagen de ese extraño asesinato. Una terrible sospecha que pensó superada, le volvió a rondar por la cabeza: ¿Existía algún tipo de relación entre su esposa y la muerte de este maestro judío? ¿Era coincidencia que estuviera ahí esa misma noche? —No, no creo que Lilzáhira tuviera algo que ver —se contestó. Pero otras preguntas comenzaron a fluir con la rapidez de un pequeño arroyo cuando es alimentado por la lluvia. —¿Por qué la guardia del Papa no le interrogó sobre lo ocurrido? Únicamente parecían interesados por el cuerpo ¿Existía algún mensaje en el asesinato? Intentó recordar todos los detalles de la escena del crimen, la posición del cuerpo colgado, el punzón clavado en el corazón y sobre todo el absurdo hecho de haberle cortado las orejas. Esto último le recordó aquel asesinato que ocurrió en Zaragoza hacía ya casi doce años, en el año 1411, donde al muerto le cortaron la nariz. —¡Es imposible que tengan relación! Se acercó mirando hacia el elevador de piedras, colocándose debajo del lugar exacto donde colgaba el rabino. Comenzó a girar con los brazos en la espalda como una peonza, no veía nada extraño, pero presentía que algo se le escapa. —¿Por qué tenía clavado un punzón de atacar la piedra de la locura? Acaso el asesino estaba diciendo que el rabino tenía el corazón poseído. ¿Por qué le cortó las orejas? ¿Qué había podido escuchar? ¿Por qué tanto trabajo? Atravesado, mutilado, colgado... ¡Eso es colgado! —exclamó—. De la misma forma que un péndulo en la mano de Dios. La grúa representa el poder del constructor y por tanto, es una idea de la mano del Gran Arquitecto. Entonces el rabino pasa a ser el símbolo de un instrumento en la mano de Dios... ¿Pero para qué? Para medir, para conocer, para observar... ¡Sí, para observar! De repente, un impulso hizo que se dirigiera hacia la máquina

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de madera para trepar hasta su cima. Ascendió poco a poco, indeciso. Una vez en lo más alto se arrastró por el brazo hasta el gancho central. Miró hacia el suelo y tuvo la sensación de que éste se movía igual que lo hace la superficie del mar, cerró con fuerza los ojos, no quería mirar, pues todo le daba vueltas, notaba la rigidez de sus músculos y el palpitar irreverente del corazón. Le dominó el pánico al pensar que terminaría estampado contra el suelo. Un sudor frío le recorrió la sien. Tras un largo y angustioso instante, se autoconvenció que tenía que superar esa situación fruto de su inconsciencia, así que abrió los ojos y en ese momento, pudo ver lo mismo que el rabino observó durante su último aliento. —Al estar colgado como una plomada sus ojos recorrieron un círculo perfecto —pensó temblando. Mirando el perímetro lo único que le llamó la atención fue la marca de los restos de la cimentación de la escalera de Lahcen. —¡Ahí está el mensaje! Samuel ha sido un instrumento en la mano del Gran Arquitecto relacionado con el accidente que ocurrió en la catedral… ¿Pero qué pudo escuchar que no debería haber oído nunca? Al seguir recorriendo lentamente con la mirada el espacio pudo apreciar que la cimentación de la escalera dibujaba una corona circular, esta forma geométrica era utilizada en la alquimia para la representación gráfica del Sol. —¿Qué tiene que ver el Sol con el asesinato del rabino? Sobre todo: ¿Por qué está asociado con la tragedia del maestro Lahcen? El Sol es el centro de la gran obra del Creador, pero: ¿Qué sentido tiene en la arquitectura humana? Las preguntas que nacían de la observación eran de apariencia tan absurda que creaban un acertijo imposible de resolver, en el que se relacionaba: Sol, arquitectura, accidente, asesinato, con el retrato tallado por Lilzáhira. A la vez que descendía con increíble lentitud por la atrofia que produce el miedo en los tendones, notaba cómo sus músculos perdían tensión, aunque le dolían todas las articulaciones. Sujetándose de cada tabla con la obsesión que contagia el vértigo, bajó ronroneando el enigma, no encontraba la solución, todo lo contrario, cada vez dudaba más de todo lo que había razonado, lo único que sabía es que si quería ayudar a su esposa, tenía que conseguir que vertiera el vaso de su alma para conocer los secretos que guardaba. Al sentir la firmeza del pavimento bajo sus plantas se dejó caer respirando con tanta intensidad que parecía que por su garganta surgiera el hálito del Bufador. Cuando notó que la humedad se hacía insoportable y le apuñalaba sin piedad los huesos, se dirigió de nuevo hacia su cálida casa. Caminaba pensativo, parecía no importarle la lluvia, de todas formas era imposible empaparse más de lo que estaba. Al llegar ella seguía durmiendo, se acurrucó en un rincón ol-

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fateando el perfume que desprendía por la condición de mujer, pero también escuchó la inquieta respiración que delata que Lilzáhira viajaba a través de una pesadilla.

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on la ropa totalmente empapada

. la miraba sin hacer ningún tipo de movimiento que pudiera perturbarla y arrancarla de su inquieto viaje por la esfera de los sueños. Notaba cómo el Bufador hacía vibrar la estructura de la casa. Con la mirada seguía las bellas curvas que se adivinaban debajo de la sábana. Un hermoso paisaje repleto de montañas y valles, pero con un irresistible aroma que hacía que su miembro de varón estuviera totalmente erguido, igual que el vigía que estudia con la cabeza levantada el movimiento de las esferas celestes. Y cuando la primera luz del día perforó las nubes y empujó el pequeño ventanuco, dibujando un cuadrado luminoso sobre el suelo de madera, un golpe de puño en la puerta hizo que con un sobresalto se pusiera en pie. Ella abrió los ojos, y mantuvo durante un instante la mirada desorientada, intentaba ubicarse en la realidad. —¿Llaman? Seguidamente le miró y con un tono de voz que indicaba que estaba todavía algo adormecida, añadió: —¿No has dormido? ¡Estás chorreando! —He visitado la catedral —contestó mientras bajaba la pequeña escalera que llevaba hasta la puerta. Lilzáhira sentándose sobre el lecho de lana guardó silencio para poder escuchar de qué se hablaba. Al abrir la puerta, levantando la barra que la cruzaba por detrás, tuvo que colocar rápidamente la pierna a modo de barrera para que no escaparan las tres gallinas y los dos patos. Los criaba para comer de vez en cuando carne fresca, y, para lo que era más importante, utilizar la clara de los huevos para elaborar, mezclándola con azafrán y óxido de hierro, los colores, amarillo, naranja y marrón, tintas con las que decoraba las artísticas letras de inicio de los capítulos. También utilizaba esta parte del huevo para fijar el minio en la escritura de sus obras filosóficas. En apenas un espacio de cuatro

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pasos por cinco, tenía un corral que aunque molesto, por el intenso olor a estiércol y a las pegajosas moscas, les regalaba diariamente con más de una docena de huevos. Ante la visita inesperada también comenzó a balar nerviosa la oveja que engordaba para la festividad del Cordero, después del sacrificio con su piel elaboraría suaves pergaminos. Era un hombre de la orden de Santa María de Montesa vestido con armadura de punta en blanco, que le preguntó con voz tranquila: —¿Estoy ante Jerónimo de Santa Fe? A la vez que Iéhoshua afirmaba con un simple movimiento de cabeza el soldado le recorría con la mirada la vestimenta que seguía rezumando por las costuras. —¡Tengo órdenes de conducirle a la fortaleza del Santo Padre! Por la importancia del requerimiento solicitó algo de tiempo para cambiarse de ropa. —¡Vigile por favor que no escapen los animales! —añadió, mientras subía desprendiéndose de la blusa de lino y el calzón de lana. No era la primera vez que visitaba la fortaleza, ya lo había hecho en ocasiones anteriores, pues Benedicto XIII, le consideraba un fiel amigo y un buen consejero. Además, Iéhoshua llegó a ser el médico personal de su Santidad, incluso se trasladó con el Papa Luna el año 1415 a la ciudad de Valencia para intentar remediar la dolorosa enfermedad que sufría el rey Fernando I de Antequera. Con ellos viajó el Santo Cáliz de la Cena, depositado desde la muerte de Martín I el Humano en el palacio pontificio, pues el rey Fernando suplicó beber de él para sanar su extraño mal y que además con el Sagrado Vaso se celebrara la boda de su heredero. Aquí fue cuando comenzó a germinar la semilla de enemistad entre Alfonso y el Señor de Luna, también con la que sería la astuta reina María, puesto que en principio el Papa no vio con buenos ojos este matrimonio entre primos. A pesar de ello, tras una larga negociación en la que el futuro Rey de la Corona de Aragón juró defender la causa de Benedicto XIII, éste accedió a celebrar el enlace el 12 de Junio de 1415 en la Catedral de Valencia. Fue ese mismo día cuando Alfonso, más tarde conocido como el Magnánimo, vio reflejada en la piedra del Vaso Sagrado su ambición y comenzó a desearlo con toda el alma. Curiosamente durante el camino de retorno hacia Peñíscola la expedición del Papa fue asaltada por bandidos en las afueras de la ciudad de Castellón, cerca de la ermita dedicada a Sant Jaume, pero los hombres de Montesa lograron repeler el ataque y salvar el Vaso Sagrado. Iéhoshua siempre sospechó que este incidente fue fruto de la incontrolable ansia de poder del Magnánimo. Cuánta razón tuvo su Santidad al escribir: —Maldita es la soberbia e la ambición que ansí encona toda la

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cristiandad e pone escándalo a todo el mundo, ansí en clérigos commo en religiosos. Pasados unos años el rey Alfonso V logró imponer al Papa, con la excusa de mantener la seguridad del pontífice, un galeno de su confianza. En agradecimiento a su fiel servicio como físico y cirujano, Benedicto XIII le ofreció a Iéhoshua las credenciales de la cátedra de medicina y geometría de la Universidad de Salamanca en la que estuvo impartiendo clases casi cinco años, hasta que decidió regresar de nuevo a la ciudad de Peñíscola. Ahora, después de tanto tiempo era citado de nuevo a la fortaleza, pero la solicitud actual era diferente, era la primera vez en la que un hombre armado le requería a viva voz. En las peticiones anteriores siempre fue por medio de un mensaje, con el sello lacrado y distintivo de algún obispo, cardenal o incluso del propio Papa, además, se efectuaban los avisos con una antelación de al menos tres días, por ello le extrañó la urgencia y el modo. Aunque le costó muy poco subir los escalones que llevaban hasta la alcoba, Lilzáhira ya había sacado del arcón, donde guardaban las mudas principales, la capa azul, el calzón verde de lana, las sandalias de cuero de camello y la faja de artesanos de Cinctorres. Incluso había dado brillo con ceniza de la lumbre a su compás de plata y extendido sobre el lecho el cinturón con la daga de empuñadura de marfil. Quedó sorprendido por la rapidez del preparativo. Mientras le ayudaba a evitar el desaliño en la vestimenta le preguntó con tono suave, pero a la vez cargado de reproche: —¿Qué buscabas una noche como ésta en la catedral? La miró fijamente a los ojos de gata y le contestó con dulzura: —¡El origen de tu dolor! Lilzáhira bajó la mirada y no supo qué responder. Su rostro se iluminó con el carmesí. —Deseo que compartas tu amargura, es importante que confíes en mí —y besándola en los labios, compuesto con sus mejores galas descendió la escalera en tres saltos. Al llegar a la altura de la puerta, la gata ronroneando se le restregó por las piernas, agachándose le pasó suavemente la mano por el lomo hasta llegar a la frontera del rabo. —¡Cuídala pequeña!

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quella mañana

. en la garganta del Bufador, las olas golpeaban con tal fuerza contra la roca que éstas se descomponían en auténticas lágrimas que con rabia mutaban en el rugido airado de un cíclope. Era un soplo de espuma que ascendía vertiginosamente llenando de aromas marinos cada rincón. La subida hacia el castillo fue desde la casa del Bufador, que daba pared a pared con el molino, el roce de las muelas de piedra indicaba que en ese preciso instante comenzaba la actividad diaria. Siempre mirando hacia el mar bordearon la ciudad pegados a las murallas en dirección a la fortaleza, subían esquivando los numerosos charcos consecuencia de la lluvia, presos en las hondonadas de las piedras. Durante todo el camino estuvieron pendientes de sus pies, no sólo para evitar sumergirlos, sino además para no pisar las boñigas de estiércol de los bueyes y de las mulas que subían con toscos carros las piedras para la construcción de la catedral. El estiércol humeante cubría con cientos de montículos esparcidos al azar la mayoría de las calles. Decenas de ojos curiosos les espiaban por las pequeñas aberturas, desde los bachilleres y ocultos tras las celosías de las ventanas. Pese a la tormenta de la noche anterior el Sol luchaba con las nubes atravesándolas con flechas de luz, iluminando con tímidos destellos las balsas que se dirigían equipadas con grúas de madera hacia la cantera de la Sierra de Irta. Toscas barcazas tripuladas por presos, ladrones, asesinos, e incluso conspiradores, a los que el Papa había prometido la libertad a cambio de su trabajo en la Nueva Jerusalén. El soldado caminaba tres pasos delante con gestos marciales, sin hablar, únicamente abrió una vez la boca para insultar: —¡Cerdo, más que cerdo! A quien desde una ventana vació el orinal en plena calle, sin avisar con: —¡Agua va! —salpicándole con meado sus desgastadas, aunque bien lustradas botas de piel de cabra. Al llegar a la altura del cementerio ubicado bajo las murallas del imponente castillo, junto a la encalada mezquita, tres niños con la piel pegada en las costillas corrieron hacia ellos imitando entre juegos la marcialidad del soldado y aunque caminaban totalmente descalzos no parecía importarles pisar las duras rocas o el pegajoso barro, ni siquiera les molestaba introducir sus pequeños pies en el apestoso estiércol, sólo buscaban, entre risas y juegos parecerse al flamante

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guerrero de la Orden de Montesa. Iéhoshua les saludó con una sonrisa, pasando la mano derecha por el cabello de uno de ellos, lo notó tan enredado y áspero que le dio la sensación de acariciar esparto. —¡Buen día le ofrezca Dios a Jerónimo de Santa Fe! Al escuchar el saludo giró el rostro y vio que sentado en una de las rocas ubicadas a los pies de la fortaleza estaba el alguacil, con la daga afilaba la punta de una rama, mientras sujetaba como mondadientes un joven brote de olivo. Al paso de los dos hombres agachó la cabeza en señal de saludo y al alzarla dejó ver una maliciosa sonrisa, su forma de mirar se le asemejó a la de un perro de caza. —Este encuentro sin duda no es casual —pensó. Empezaba a sospechar que el representante del Rey le seguía los pasos y le vigilaba de cerca. En la entrada les esperaba el canónigo de la catedral de Lérida Alfonso de Borja, quien le recibió con una gratificante sonrisa de amistad. Ambos ya se conocían de tiempo atrás, puesto que en su época de hombre de confianza de Don Pedro de Luna, Iéhoshua respaldó el nombramiento de Borja como doctor en leyes en la Universidad de Lérida, ante el Papa y sus cardenales. —¡Permíteme amigo mío que sea tu humilde guía en la fortaleza de la Cristiandad! —¿Qué hace un diplomático del Rey tan lejos de Castel Nuovo? —¡Buscar la unidad del Cuerpo de Cristo! —¡Ah! ¿Pero se puede servir a dos señores a la vez? —preguntó con una sonrisa. —Siempre has sido muy ágil y mordaz querido Jerónimo —añadió Borja con una mueca que intentaba parecer una sonrisa e inclinando la cabeza desplazó la mano como señal de “tocado” al corazón. Le siguió hasta llegar a la plaza de armas donde pudo ver un grupo inusitado de caballeros de Montesa, perfectamente equipados para la batalla con sus penachos distintivos, cubriendo todos los puntos estratégicos del castillo. También le llamó la atención las máquinas de guerra, puesto que normalmente éstas se solían distribuir sobre la muralla apuntando hacia tres direcciones, al mar abierto, al pantano y a la sierra, pero siempre esperando que el posible ataque de los invasores fuera desde el exterior. Ahora notó extraños cambios en la ubicación, estaban todas orientadas de forma amenazadora hacia el interior de la ciudad. La distribución estratégica de éstas, anunciaba a gritos que se presuponía que el enemigo del Santo Padre estaba dentro de las propias murallas. Los caballos estaban preparados con testeras y capizanas, con los flancos cubiertos por escudos de denso esparto, para evitar heridas de arma blanca y de flechas lanzadas a corta distancia. Tenían las

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sillas puestas, con todos los arneses abrochados para ser montados de inmediato. Era evidente que reinaba la alerta en todo el palacio pontificio.

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o podemos imaginar

. nuestra vida sin colores, puesto que éstos nos transmiten emociones de tal magnitud que son capaces de acariciarnos o de apuñalarnos el alma. Son también los colores quienes van asociados al poder, pero sobre todo al peligro. En la puerta de la capilla, al fondo de la plaza de armas, el rojo púrpura indicaba que el auténtico poder de la Iglesia le esperaba. Eran dos cardenales, uno Juan Carrier, que proyectaba su sombra alargada como un ciprés sobre los adoquines de piedra, otro el recién nombrado cardenal Gil Sánchez, quien la dibujaba de forma esférica. A este último se le veía incómodo, resoplaba por el calor e intentaba despegar del cuero cabelludo el sombrero cardenalicio, que a todas luces era de talla pequeña, puesto que en vez de posado con soltura parecía más bien embutido. Después de un formal saludo, los cuatro entraron en el salón de las recepciones, allí les esperaba el cardenal Julián de Loba. Esta sala con una gran bóveda de piedra a Iéhoshua no le era desconocida puesto que en ella Benedicto XIII le había recibido en más de una docena de audiencias. Pero esta vez el Santo Padre no estaba presente y eso le extrañó. Acercándose Julián le saludó con un apretón de manos. Y al llegar ante la solitaria silla papal el cardenal Gil Sánchez se excusó: —¡Cuánto siento no poder atender la visita del gran Jerónimo de Santa Fe! —exclamó con tono teatral—. Pero mi dedicación exclusiva a la vida del Santo Padre hace que sea necesario a mi pesar, que le deje al cuidado, en las buenas manos, de mis hermanos en Cristo —señalando con la mano al canónigo Borja y a los cardenales Carrier y Loba—. ¡El Padre de la Fe necesita mi atención diaria! —añadió con tono solemne mientras entregaba la mano sudorosa y blanda a Iéhoshua para que la besara, éste no lo hizo, sólo inclinó la cabeza en señal de saludo. Y Gil Sánchez abandonó sofocado, entre resoplos como buey que arrastra un enorme carro, el salón gótico. —También he de retirarme a mis aposentos —añadió Borja—. El

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Rey está deseoso de conocer cuál es el estado del Santo Padre. Prepararé un correo, mis palomas hace días que están inquietas, desean respirar de nuevo el aire de Nápoles. —¿Quizá este nerviosismo sea debido a que huelen la presencia del halcón? —apuntilló con malicia Carrier. Con una rápida carrera Julián de Loba se acercó hasta la entrada de la estancia para comprobar visualmente que tanto Gil Sánchez como Borja se habían marchado y que no había nadie escuchando. Se quedó como un centinela en la puerta. Ante tales precauciones Iéhoshua pensó que era evidente que deseaban que esta reunión fuera confidencial. —Mi querido Jerónimo, te estarás preguntando, por qué hemos solicitado tu presencia en la fortaleza —comentó el cardenal Juan Carrier mientras desplazaba su brazo derecho hasta ponerle la mano en el hombro—: El Santo Padre está a punto de morir y necesitamos tu ayuda —dijo sin ningún tipo de rodeo. —No puedo evitar la muerte, únicamente soy un cirujano que puede sanar algunas dolencias y aspirar con humildad a atenuar el dolor. —Lo sabemos querido Iéhoshua, pero su Santidad quizá esté contando sus últimos días entre nosotros. Deseamos de todo corazón que el Obrador de todas las cosas no lo quiera, pero si nuestras sospechas son ciertas necesitaremos algo más de tiempo para preparar su viaje a la otra esfera. —¿Y qué puede hacer un modesto físico ante la voluntad del Gran Arquitecto del Universo? Carrier le acercó cogido suavemente por el hombro hasta un ajedrez tallado en marfil que se encontraba en un rincón. —¿Conoces las reglas? —Por supuesto —contestó molesto por la pregunta—, he sido profesor en la logia de los Artifici Dei. —Si es así, podrás comprobar que en estos momentos jugamos la partida decisiva. Efectuando un rápido reconocimiento del tablero, analizó visualmente las piezas, de inmediato descubrió que éstas no estaban cumpliendo las reglas. —No es correcta la distribución —comentó con la firmeza de quién realmente conoce las normas y sabe de lo que habla—. No pueden mezclarse, son dos ejércitos diferenciados, y aquí todas están revueltas sin lógica, no puede distinguirse al contrincante y parece que no existen leyes. Carrier guardó un espeso silencio. En ese periodo de tiempo sospechó que había respondido ingenuamente, puesto que intuyó que las piezas que tenía ante sus ojos

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se batían en algo más complejo que una simple partida de ajedrez, era un juego de estrategia pero con normas distintas a una partida convencional. —El juego de poder nos fuerza a crear diariamente nuevas reglas y al día siguiente nos obliga cruelmente a violarlas. Son estrategias que tenemos que preservar dentro del máximo secreto. Y en esta gran partida— señalando con su mano derecha el tablero—: estamos obligados a anticipar los movimientos, no de un único enemigo, sino el de un grupo de ellos, jugamos con múltiples adversarios a la vez. Y ahora, en este momento necesitamos de tus conocimientos para la que va a ser nuestra última jugada. Te confesamos que es la más desesperada. —En esta extraña partida ¿qué piezas son las suyas cardenal? —Las blancas. ¡Son las nuestras! —contestó Carrier realzando con el tono la última frase, mientras le apretaba en señal de amistad la mano sobre el hombro. Volvió a mirar el tablero. Fuera cual fuese el juego las blancas lo tenían muy mal, parecía imposible siguiendo cualquier regla establecida vencer. —Sí mi querido Iéhoshua, estamos en los últimos movimientos y como bien puedes observar hasta nuestro protector el rey Alfonso V ya tiene el corazón negro —levantando la pieza blanca del rey le mostró dibujado en su base un punto negro—. Ha olvidado nuestra santa causa atraído por los cantos de las rameras de Nápoles. Y nuestro alfil Vicente Ferrer —cogiendo la pieza tumbada en un lado— hace tiempo que nos ha traicionado incluyéndonos en sus apocalípticas maldiciones… Carrier detuvo aquí su conversación y apretó con fuerza la mandíbula y los puños, dando la sensación de que contenía un impulso animal que le surgía desde lo más profundo de las entrañas. —El antipapa Martín V y sus aliados, ante la pasividad de nuestros protectores nos está derrotando en nuestro propio tablero —añadió después de beber con ansiedad varias bocanadas de aire—. Está tiñendo de negro el corazón de nuestras principales piezas, la mayoría de las que observas con apariencia de blanco inmaculado ya tienen el corazón contaminado por la traición. Quedamos pocos para la última partida. Por eso hemos recurrido a tus servicios, para preparar la que va a ser nuestra estrategia definitiva. Aquí el cardenal se detuvo un instante para observar el interior de los ojos de Iéhoshua, buscaba cualquier modificación en las retinas del físico que le permitieran leer sus pensamientos. —¡Necesitamos que detengas en el tiempo la muerte del Santo Padre! Ante esta inesperada solicitud se quedó petrificado. ¿Había escuchado bien? ¿Le estaban pidiendo que detuviera a la muerte? —Nuestros enemigos esperan —continuó Carrier— el último

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aliento del Santo Padre para arrancarse el disfraz de cordero y mostrarse como los lobos que son, están dispuestos a devorar nuestra gran obra. ¡Míralos! —señalando con el dedo a un grupo de piezas blancas marcadas con un punto negro, entre ellas estaban el rey, la reina, un alfil...—. ¡¡Qué desagradecida la sangre de los Trastámara!! Notó en la mirada de Carrier la desesperación del general que ve vencido a su ejército y al que únicamente le queda una salida suicida.

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eor que un ejército indisciplinado,

. o unos soldados desmoralizados, es un general desesperado. Pues es la desesperación la que le hace obviar los pequeños detalles, y es el olvido de lo aparentemente insignificante quien conduce irremediablemente a perder las grandes batallas. Adivinaba en las acciones y pensamientos de Juan Carrier, desesperación. Sin duda la última partida se dirigía hacia un suicidio colectivo, porque la inquietud que sufría el cardenal le convertía en una persona ciega ante todo lo pequeño de su alrededor. —¿Pero cómo voy a detener el tiempo de la Señora de la Guadaña? —preguntó con impotencia. —Conocemos de tu devenir, en la juventud, por la ciudad de El Cairo, sabemos que en su hospital fuiste aprendiz de un embalsamador bien considerado. ¡Y en esta última jugada necesitamos de tu aprendizaje por aquellas tierras lejanas! Se quedó mudo y sin sangre en las venas, ante tal solicitud. —El Cairo está bajo la ley de nuestros hermanos en el Islam —aclaró Iéhoshua titubeando con inseguridad—, y ésta prohíbe bajo pena de muerte utilizar los viejos ritos de momificación. —¡Hemos sido formados para saber qué es lo que dictan las leyes del Islam! Pero también tenemos información de que fuiste miembro de un grupo de cirujanos que practicó el estudio en cadáveres humanos y la momificación de la carne, y que fue precisamente la pertenencia a este grupo secreto quien te hizo huir perseguido por las autoridades religiosas hacia nuestro mundo. Ante esta observación que delataba que conocían al detalle su pasado, guardó silencio, era como si intentara reorganizar en poco tiempo los recuerdos. —Mi afán en aquella época de juventud fue la búsqueda del conocimiento, era el único modo de aprender los secretos de la cirugía.

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—Alabamos tus ansias de buscar la sabiduría y no dudamos en ningún momento de que fuiste guiado por la buena fe, por eso nuestra intención no es acusarte ante la Santa Iglesia por esas prácticas contrarias a los libros sagrados, sino todo lo contrario, necesitamos de tus conocimientos. A cambio de tu ayuda, podemos ofrecerte información muy valiosa relacionada con los secretos que se ocultan tras la muerte del gran constructor Lahcen El Ghoulb, al que deseo —añadió colocándose la mano en el pecho—: que el Gran Obrador de toda criatura tenga en su seno. A la vez que el cardenal intentaba descubrir en el rostro de Iéhoshua el efecto de la propuesta le asió por la cintura y caminaron dirigiéndole hasta la sala de depósito de libros y archivo de documentos, sin duda la biblioteca más admirada por la cantidad de libros y temáticas que custodiaba. Una vez en ella, Carrier abrió uno de los arcones de nogal y eligió uno a uno casi una docena de planos realizados sobre pergamino. En ellos reconoció la firma de Lahcen. —Aquí encontrarás el inicio del camino —dijo el cardenal mientras extendía el brazo con la intención de entregárselos. Titubeó un pequeño instante, pero de repente alargó la mano y los empuñó, con lo que sin palabras ni documento había sellado un pacto inquietante, detener el paso de la muerte. —Recuerda, pronto precisaremos de tus conocimientos. —No olvido mis promesas. Pero, eminencia... ¿Puedo formular una pregunta? El cardenal asintió con la cabeza. —¿Qué conoce del asesinato del rabino Samuel ben Sahula? —Estimado Jerónimo no todo lo que parece es… Fue en ese preciso momento, sin dejar que terminara la respuesta a Carrier cuando la puerta de la biblioteca se abrió e hizo entrada, cubierto con un amplio y vaporoso camisón de seda, apoyado sobre un cayado de olivo, su Santidad el Papa Benedicto XIII. Le seguía a dos pasos el cardenal Gil Sánchez empapado de sudor suplicándole que regresara a su lecho. —¿Por qué nadie me ha comunicado que estaba entre nosotros el gran Jerónimo de Santa Fe? —Santidad debe volver a su aposento, es el momento de la sangría —suplicaba Gil Sánchez. —¡Mandad al infierno los remedios de ese galeno está aquí mi buen amigo! ¡Sin duda él me aconsejará, sobre las dietas, las purgas y las sangrías! Y mientras levantaba su bastón como Moisés en el desierto lanzó maldiciones en latín y en hebreo... —Porque es mi deber mantener las buenas costumbres, puesto que si esto no fuera así —apuntando a Gil Sánchez con el báculo como

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si de una espada se tratara—, le diría cardenal con la misma voz que utiliza el pueblo llano, dónde debe aplicarse esas malditas sanguijuelas. No pudieron evitar sonreír ante la escena. —¡Fuera todos, dejadme con mi buen amigo! —ordenó. Agachando la cabeza Carrier, Sánchez y Loba, en señal de respeto salieron de la biblioteca. —¡Saludos mi querido Iéhoshua ha Lurqui! —y acercándose a un palmo le puso la mano en la frente en señal de bendición y le besó en las mejillas. Inclinando la cabeza, Jerónimo desplazó la mano hacia el corazón para indicarle fidelidad. —¡Estos cardenales, junto con el galeno mandado por el Magnánimo van a conseguir lo que no ha conseguido ningún veneno, acabar con mi vida! ¿A qué se debe tu visita? Se quedó perplejo ante la pregunta, en ese momento la solicitud que le acababa de hacer el cardenal le pareció una broma puesto que Benedicto XIII parecía más sano y más fuerte que nunca. La duda le asaltó la razón: ¿Debía contarle a Pedro de Luna la petición de Carrier? ¿Sería un traidor si lo hacía? Frente al sentimiento contradictorio que le embargó, decidió hacer partícipe a Benedicto XIII de la extraña propuesta, consideró que esto no era traición porque tanto ellos, como él, únicamente le debían fidelidad a Pedro de Luna. Pero a mitad de su confesión, cuando llegó a la parte del proceso de embalsamarle, el Papa le interrumpió diciendo: —¡No importa! Si estás aquí sin duda es por un buen motivo que deberás considerar a solas ante el Obrador de todas las cosas. Se quedó desconcertado al entender con esa respuesta de que el Papa Luna era conocedor de la extraña propuesta de Carrier y que además parecía observarla con naturalidad. —¿Acaso era un plan elaborado por el propio Pedro de Luna? —pensó.

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l olor a tinta y a minio,

. mezclado con la intensidad del hedor de las pieles de cordero, cabritillo y ternero, le recordó que estaba en una biblioteca y que además ésta era la más importante de la cristiandad, quizá, sólo quizá, superada en el pasado por la de Alejandría.

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Siete hornos caldeaban día y noche el ambiente para evitar la humedad del mar e impedir que el efecto corrosivo del salitre devorara el conocimiento. El bullicio que provenía de la sala de los curtidores donde se elaboraban los blancos pergaminos contrastaba con el místico silencio de los alquimistas, que buscaban tintas que duraran a través del tiempo e incluso que fueran capaces de vencer al agua y al fuego. Decenas de aprendices y maestros iluminadores copiaban sin descanso e ilustraban nuevos libros para que éstos fueran consultados con la misma claridad con la que se observa el cielo estrellado en las noches de mayo. Cientos de arcones, sellados por enormes cerrojos, avisaban a los lectores que existía un conocimiento totalmente prohibido y que únicamente el Papa estaba autorizado a abrir esas cajas de Pandora. Benedicto XIII levantó su bastón señalando las enormes estanterías de la biblioteca. —¡Mira Iéhoshua! Aquí está todo el saber conocido: Pitágoras, Platón, Aristóteles, Homero, Virgilio, Séneca..., los padres San Agustín, San Antón, San Gregorio, San Jerónimo..., las obras de Ramón Llull e incluso las más recientes, como las cartas y obras del dominico Vicent Ferrer, al que creí amigo. Últimamente muchos de mis seguidores están rompiendo sus votos de fidelidad: Ítem, non debes de te doler de la mala compañía que non puede esquivar; ca mucho te aprovecha para te velar e guardar. Onde dice sant Gregorio: “En todo logar son de sofrir los malos amigos, porque non puede ser alguno tal commo Abel, si non toviere tal compañero commo fue Caín. Al pronunciar las últimas palabras tuvo una sensación de ahogo, y apoyándose en un pequeño scriptorium mostró un profundo agotamiento. Con rapidez Iéhoshua se aproximó para ayudarle, pero con la mano el Papa le indicó que no necesitaba de su atención. Tras una pausa en la que respiró profundamente siguió hablando como si el incidente nunca hubiera existido. —Esta biblioteca está tan actualizada que incluso tengo todas las copias de tus obras y… ¿por qué no? —mostrando una sonrisa acompañada con un guiño de ojo—. ¡También las mías! Te voy a mostrar el último tratado en el que estoy trabajando —acercándole cogido por el brazo hasta un pequeño escritorio de roble—, su título: Libro consolatorio para las tribulaciones que a los hommes mortales venir pueden. Jerónimo no pudo evitar pasar la mano derecha por el pergamino para notar en las yemas la suavidad del curtido y leer en voz alta: —Et aun, tú, homme atribulado, debes saber que la tribulación en el presente acrecienta corona en el cielo, y la diversidat de las tribu-

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laciones añade diverso ornaminto de corona; por cuanto el que non es guerreado non guerrea nin resiste; el que non face guerra non vence; mas el que padece, guerra face, guerra vence... ¡Es bello y profundo! —Quiero escribir con las voces del pueblo —añadió con orgullo—. Deseo que mis ovejas conozcan que nunca les he fallado, que el camino por el que las he guiado ha sido un sendero trazado por el Hacedor de todas las cosas. Después de esta reflexión, en el semblante reflejó por un instante la derrota, la triste mirada delataba que era conocedor que su tiempo estaba a punto de finalizar. Pero tras una pausa acariciada por el silencio, sus ojos volvieron a emitir el destello del general dispuesto a resistir y cambió radicalmente de tema: —¡Espero que me aportes tus últimos estudios sobre las esferas! ¡Mira estos escritos! Acaban de llegar mandados por el Rey, son obra de un poeta de apenas veinticinco años, un tal Ausiàs March que se encuentra a sus órdenes cantando sobre las excelencias de la bella Giraldona de Carlino —aquí dejó entrever una maliciosa sonrisa—. ¡Sin duda este joven tiene mucho talento! Iéhoshua eligió de los escritos de Ausiàs March un poema al azar y lo leyó en silencio: Llir entre cards, lo meu voler se tempra en ço que null amador sap lo tempre. Ço fai amor, a qui plau que jo senta sos grans tresors : sols a mi els manifesta. Descubriendo preso entre sus líneas el mismo deseo irresistible que él sentía por Lilzàhira. —¡Hasta los reyes son hechizados por el perfume de una bella e inteligente hembra! —pensó. —¡Observa esta sección de libros, están en árabe y en hebreo! Son de: filosofía, geometría, astrología, música, alquimia, remedios mágicos, exorcismos… Aquí en estos arcones de nogal descansan los planos de las catedrales, mezquitas y sinagogas más importantes, así como sus secretos más ocultos. Estos dos —señalando con el bastón—: son planos técnicos de origen bizantino para construir dromones, las mejores naves de guerra del mundo. En ese preciso instante Iéhoshua dio un paso hacia atrás asustado, pues ante él surgió de entre los pergaminos una serpiente tan gruesa como su pierna, que emitiendo una especie de silbido mezclado con el sonido de un bufido, se deslizaba para oler con la lengua bífida a los visitantes. —¡Hola Agustín! —saludó Pedro de Luna al reptil—. ¿Estás solo? —al terminar la pregunta otra cabeza de serpiente asomó por detrás de una estantería de libros de astrología—. ¡Hola también a ti querida María! ¡No te preocupes éstos son parte de los fieles vigilantes de esta biblioteca!

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Levantando la mirada observó a un búho que desde la atalaya de un libro les miraba con sus grandes y luminosos ojos esféricos. A pesar de que Iéhoshua conocía que estos animales tenían la importante misión de controlar a los roedores e insectos que pudieran devorar el conocimiento custodiado, no podía evitar asustarse. —Fíjate en este pergamino de piel de oveja —siguió diciendo Benedicto XIII— aquí se describen al detalle las máquinas de guerra del sirio Calínico y la composición alquímica del terrible fuego griego. ¡Por esta biblioteca muchos emperadores y reyes venderían su alma al Rey de los Abismos! Pero mi querido Iéhoshua, no lo harían por el conocimiento que se guarda en estos libros que te he mostrado. ¡Eso es lo que menos les importa! Sacrificarían su alma porque en esta biblioteca se custodia el secreto más preciado de la cristiandad. Mientras decía esta última frase deslizó sus manos hacia un resorte oculto entre las formas de un grabado sobre piedra y lo empujó, éste se desplazó acompañado por un sonido metálico dejando al descubierto una especie de sarcófago embutido en el muro. En él había un pequeño arcón de plata que sobre la redondeada tapa tenía grabada tres esferas enlazadas que formaban un triángulo equilátero. El Papa Luna presionó con el índice varias veces sobre cada una de ellas, a la vez que vocalizaba, sobre unos orificios tonos de canto gregoriano, el arcón se abrió. Introdujo la mano derecha y sacó del interior un códice repleto de exquisitas miniaturas. A Iéhoshua se le agrandaron de tal forma las esferas oculares que parecía que le iban a salir de las órbitas, pues ante él estaba el código que tejía el Corazón del Corazón. Se hizo un silencio tan denso, que únicamente se escuchaba el salto armonioso del agua de la fuente del jardín.

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l cabello y la poblada barba

. trenzados con mechas de blanca nieve le hacían resaltar el iluminado rostro de cuero curtido por el Sol. Observaba las huellas que le recorrían la frente, unas arrugas que como las vetas de un tronco de olivo mostraban silenciosas una larga historia de lucha. Con las manos marcadas por el tiempo como surcos arados en la tierra, acariciaba el pequeño códice, a la vez que pronunciaba una pequeña plegaria cantada con tono monofónico de canto gregoriano, cuya letra decía:

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—¡Este es el librito que al comerlo es dulce como la miel, pero en las entrañas se convierte en amargo como la hiel! En ese instante los cansados ojos de Pedro de Luna mostraron un océano de tristeza y reflejaron la necesidad del gran descanso. Mirando hacia todas partes, como para asegurarse de que nadie escuchaba, dijo con voz muy baja: —Mi buen amigo, cuando llegue la hora de mi gran viaje al seno del Obrador deseo, que este librito ocupe el lugar de mi corazón. Y esto no debe ser conocido por nadie, ni siquiera por mis más próximos colaboradores. Interpretó que se refería a todos los cardenales y obispos, sin excepción. El Señor de Luna apoyándose en el hombro de Iéhoshua dejó caer el bastón de olivo y apresándole la mano se la desplazó para que acariciara el pequeño libro. —¡Ésta es la llave del Santo Cáliz! ¡Aquí está el sonido de los Siete Truenos! ¡La voz del Séptimo Ángel! No pudo resistirse a mirar. Entonces una inexplicable fuerza le arrastró sobre los códigos musicales que entretejiéndose formaron una espiral que giró hacia el infinito, en ese momento tuvo la sensación de que el tiempo desaparecía. Estaba sin duda ante la composición musical del Gran Arquitecto, la voz que en el Génesis hizo girar por primera vez a todas las esferas. —¡En este librito está la clave que convierte al Santo Cáliz en el instrumento de poder! Para protegerlo de la oscuridad debe ocupar el lugar de mi corazón: Ca así commo el martillo del platero face extender la plata debajo de su mano, de la cual entiende la su copa obrar, ansí ciertamente el platero celestial, obrador de toda criatura, entiende extender tu corazón por las tribulaciones, porque pueda en él poner muchos dones e bienes espirituales, e porque el corazón tuyo sea copa preciosa de muy preciosas e muy santas reliquias… —cerrándolo con suavidad lo devolvió al seno protector—. Este arcón fue diseñado por Lahcen El Ghoulb, el padre de tu amada. El gran maestro Lahcen fue mi hombre de confianza, a mi llamada dejó el hermoso Reino de Granada y fielmente se puso a mis órdenes. Le encargué la difícil misión de diseñar la Nueva Jerusalén, una ciudad donde pudieran convivir en armonía las tres religiones con el mismo Dios. Pero… ¡Le fallé, no pude protegerle de las fuerzas del mal! —añadió con tono de culpa—. Veo que te estás preguntando por qué elegí esta roca para este fracasado sueño y no las grandes ciudades de Barcelona o de Valencia. Jerónimo no contestó pero asintió con la mirada. —Simplemente porque Peñíscola es donde brotan los manantiales más puros, la montaña salvada del Diluvio, la metáfora hecha realidad del primer Papa. ¡Pedro, tú eres piedra, y sobre esta piedra

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edificaré mi Iglesia! —exclamó con tono solemne—. Por todo eso la he convertido en la morada del Santo Cáliz. Y entre miradas cómplice de entendimiento entre ambos, el Papa del Mar le fue mostrando uno a uno los códigos que sellaban el arcón de plata para cuando llegara el momento de su último aliento. Por un instante Iéhoshua se sintió de nuevo aprendiz. —Las tres esferas que formaban el triángulo equilátero, son la representación matemática del número triangular de lado 2 (0+1+2=3) símbolo geométrico de la Trinidad. Donde el cero, como ya estarás imaginando representa al infinito. El uno, el primer número triangular (0+1=1) representa al Gran Arquitecto del Universo, al Antiguo Testamento. El dos, simbolizaba a los dos grandes pilares de Dios en la Tierra (0+1+2=3), uno a Cristo, representación del Nuevo Testamento y el otro, a Mahoma, santo profeta del Corán. Cuando llegue el momento de mi viaje, sobre el triángulo de lado 2 tendrás que pulsar 7 veces, con el siguiente orden: Sobre el segundo círculo pulsarás cuatro veces, en el primero dos y en el tercero una vez. Así este sistema de filtros y membranas —señalando con el dedo los orificios— actuará abriendo la tapa del arcón. Estas membranas se organizan taponando y abriendo los orificios como en un instrumento musical de viento. Seguía la clase con la boca entreabierta, sin pestañear. —La combinación de presiones que te he desvelado, transforma en un minúsculo laberinto musical la tapa. Al emitir sobre ella el casi imposible tono monofónico del lobo, la quinta musical a la que Pitágoras denominó comma, una vibración activa los resortes de la cerradura dejando libre el secreto. El sonido del lobo lo debes pronunciar desde lo más profundo, con la siguiente posición de la boca y de la lengua —le puso un ejemplo de cómo tenía que mantener la lengua y el ángulo de abertura de la boca. Juntos practicaron varias veces hasta que Iéhoshua dominó el sonido y su primitivo tono. —¡Lahcen El Ghoulb sin duda era un arquitecto de los sonidos! —comentó con la euforia de la persona que se siente maravillada. —¡Es importante que cumplas lo que te he comentado! —le recordó su Santidad—. Los cuervos del abismo están acechando, han anidado en las grietas de la fortaleza. Arrodillándose en señal de juramento, trasladó la mano derecha hacia el pecho y con la izquierda empuñó el compás. —¡Qué el Obrador de todas las cosas guíe tus pasos! —dijo el Santo Padre mientras le ofrecía la bendición. Levantándose agachó la cabeza ante el Pontífice dirigiéndose hacia la salida de la biblioteca. —¡Olvidas los planos! —comentó Pedro de Luna. Jerónimo mostró una sonrisa de agradecimiento mientras los

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pinzaba debajo del brazo. En la plaza de armas, entre el bullicio de las caballerías y el preparativo militar le esperaba Alfonso de Borja, quien se prestó para acompañarle hasta la puerta de la fortaleza. Al pasar entre el hermoso jardín le volvió a llamar la atención el canto del agua de la fuente, era un sonido especial, una melodía tintineante que acariciaba lo más profundo del alma. Se detuvo un instante para poder disfrutar… pero el golpeteo de un bastón le volvió a inquietar. —¡Vamos amigo! —le dijo Borja a la vez que le abrazaba por la cintura. Mientras bajaban las escaleras que les llevaba a la salida tuvo la sensación de que eran vigilados, levantando la mirada reconoció el redondeado rostro del cardenal Gil Sánchez Muñoz que intentaba ocultar torpemente su esférica figura detrás de una ligera columna. Iéhoshua sonrió ante la infantil situación y levantó la mano derecha para indicarle que le estaba viendo, así como para despedirse. En la puerta de la fortaleza Alfonso de Borja le abrazó de la misma forma en la que se abraza a un amigo, susurrándole al oído: —Mi consejo es que te traslades cuanto antes a Valencia o a Barcelona, es la rencorosa mano de la Dama castellana quien mueve las piezas. ¡Olvida la traicionera luz de Peñíscola! La nave de Pedro de Luna ha perdido el rumbo y puede quedar destrozada en cualquier momento contra los arrecifes. Abriendo la mano le mostró una pluma ensangrentada. —¡Ya no hay paloma que pueda traernos la buena nueva de que ha finalizado el Diluvio!

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ajaba como sonámbulo,

. estaba tan absorto en sus pensamientos que ni siquiera se dio cuenta que el alguacil y sus dos ayudantes le seguían muy de cerca. Le daba tantas vueltas a todo lo sucedido en la visita a la fortaleza que apenas percibía la realidad que le envolvía, incluso llegó varias veces a hundir sus hermosas sandalias de piel de camello en las defecaciones todavía calientes y humeantes. Pasó con los ojos ausentes por delante de los artesanos que pulían con suaves golpes de cincel las esculturas que adornarían el pórtico de la catedral, tropezó un par de veces con unos puestos del mercadillo de especias y llegó con los pies manchados de estiércol más

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arriba de los tobillos a la casa del Bufador. Sólo la voz de ella le hizo regresar, consiguiendo que paralizara el rumiar de su cerebro. —Veo que te está preocupando la visita a la fortaleza del Santo Padre. Sin duda Lilzáhira podía leer en sus ojos y en las arrugas de su frente, aunque también conocía su temperamento, por eso sabía que no era el momento de interrogarle. Dejó caer con desánimo los planos sobre la única banqueta de la entrada realizada con un tosco tronco de algarrobo dirigiéndose hacia el fondo de la pequeña cuadra, los animales organizaron una ruidosa algarabía quizá pensando que les iba a dar de comer. Con las piernas apartó a las gallinas que nerviosas picoteaban sus sandalias y limpió con las manos la paja de un rincón dejando a la vista una pequeña losa. Arrastrándola descubrió una cavidad labrada en la roca, introdujo la mano y sacó un paquete de piel untado con manteca de vaca. Lo desenvolvió. Después de más de quince años volvía a empuñar aquella piedra etíope. Comprobó pasándosela lentamente por el brazo que todavía mantenía el filo intacto, pues le afeitó como una cuchilla. También revisó, pasando las yemas por el instrumental de cobre, el buen estado de los ganchos y de las cucharas imprescindibles para la extracción del cerebro y para eviscerar. Volcándose sobre la mano un poco de casia y aceite de lino la acercó hasta su nariz para comprobar por el aroma el buen estado, el penetrante olor de estas sustancias le hizo regresar hacia el pasado, un pasado que creía olvidado. —¡Es evidente que somos prisioneros de nuestra propia historia! —murmuró—. ¡Por más que nos empeñemos en sepultarla siempre vuelve a resucitar! Ella miraba cómo envolvía cuidadosamente de nuevo el extraño instrumental y lo depositaba en su lugar. Después de esta inspección ocular, parecía sentirse más tranquilo y relajado, momento en que Lilzáhira no dudó en aprovechar para preguntarle: —¿Para qué has sido citado? Ante la pregunta, se quedó reflexionando, parecía que ordenara todo lo que había sucedido en aquella visita. Dudaba, pues no sabía cómo explicarle sus temores, ni siquiera tenía claro si debía hacerla partícipe de ellos, pero se decidió a contarle lo sucedido porque notó que adivinaba su preocupación y que además era inútil que intentara guardar el secreto, puesto que ella podía leer en su alma. Lilzáhira era como una gata que mucho antes de llegar el peligro ya estaba preparada, poseía un sexto sentido que le avisaba activándole las armas de hembra felina. Así que, buscando la manera más sencilla posible, porque incluso él mismo no acababa de entender, le contó la lucha por el poder que se vivía en la fortaleza e intentó detallarle la extraña solicitud de los cardenales Juan Carrier y Julián de Loba de “detener

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el tiempo de la muerte” a cambio de información sobre la obra de Lahcen; añadiendo que sospechaba que ésta era una estrategia compartida y planificada por el propio Benedicto XIII. —Además he comprometido mi alma en una promesa. Aquí Lilzáhira no le preguntó de qué se trataba, sabía por el brillo de la mirada que era una promesa inquebrantable, ni siquiera la muerte podía modificarla. —El canónigo Alfonso de Borja, me ha aconsejado que huyamos a Valencia o a Barcelona —comentó con voz rota por la tristeza— pero no puedo romper mi promesa al Santo Padre —sentenció—. Mi querida Lilzáhira quizá debas ser tú quien abandone Peñíscola y esperes en la ciudad de Valencia. Desde esa ciudad, en caso de que la situación se complique puedes huir con facilidad hacia el Reino de Granada, allí nos volveríamos a encontrar. Borja me ha llegado a insinuar que es la reina María de Trastámara quien puede estar tramando una estrategia contra el Santo Padre y su obra. —¿Qué tiene la reina de Aragón contra el Papa? —La historia viene de tiempo atrás y está fundamentada en la ambición y la codicia. Todo comenzó aquel día 31 de mayo del año de 1410 en Valldonzella, a las afueras de la ciudad de Barcelona. La capilla del monasterio se encontraba repleta por los representantes de las principales casas reales y de la nobleza. Las plañideras cumplían con su misión de halagar y llorar al que fue el Gran Martín I. Lo único que diferenciaba al Humano de cualquier otro féretro es que, era un cadáver rodeado por una docena de religiosas vestidas con el blanco contemplativo del Cister y estaba a los pies de la serena mirada de la Virgen del Coro, por lo demás, se había convertido igual a todos los muertos, e incluso más desgraciado que alguno de ellos, porque a pesar de haber poseído el Santo Cáliz, la Señora de la Guadaña no había tenido piedad de su sangre viendo en vida morir a sus cuatro hijos. ¡El Rey de la Corona de Aragón no dejaba descendencia legítima para el trono! Asiéndola por el brazo se sentaron en el banco de tronco de algarrobo y gesticulando con las manos a la vez que contaba iba interpretando los recuerdos. —¡En el nombre de Dios! —exclamó Berenguer Sarta, Secretario Real—: Sea a todos manifiesto que, así como el excelentísimo Príncipe y Señor Don Martín, Rey de Aragón, Valencia, Mallorca, Cerdeña y Córcega, y Conde de Barcelona, del Rosellón y de la Ciretánea, deseó y procuró con ahínco, tener este Cáliz de piedra en el cual Nuestro Señor Jesucristo, en su Santa Cena consagró su Preciosa Sangre, y que fue recibido en su día por el bienaventurado Lorenzo del Santo Sixto..., de la misma forma que el Humano lo recibió del auténtico Papa Benedicto XIII, que sea hoy, día de su encuentro con el Creador, entregado a quien tuviera mejor derecho... —tras una pausa exclamó—:

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¡Este fue el primer paso para la coronación de un peón! —¿La coronación de un peón? —Sí, en el juego de ajedrez un peón puede ser coronado si logra vencer y llegar al final del tablero y esto es lo que aquí ocurrió… Aunque en apariencia se violaba la norma, ya que era coronado un Rey, en el fondo, se estaba cumpliendo la regla básica, puesto que se le entregaba todo el poder a una Dama —aquí sus ojos con un pequeño movimiento indicaron que buscaba en la memoria cada detalle, cada palabra—. Al finalizar la intervención del Secretario Real, levantándose la reina viuda Margarita de Prades caminó tambaleándose por el dolor, sujeta del brazo por la Abadesa hasta el altar ubicado a los pies de la Virgen del Coro, de donde recogió el estuche de cuero blanco para entregárselo al Secretario del Rey, quien con delicadeza lo abrió para asir la Reliquia diciendo: Cáliz de vincle e calcedonia, lo cual, segons se diu, fo aquell ab que Jhesu Christ consagrà la sua Sancta e preciosa sanch lo dijous sanct de la Cena, encastat en aur ab dites nences e canó d’aur e lo peu del qual ha dos granats a dos meracdes e XXVIII perles... ¡Sólo una persona digna y justa deberá poseerlo! ¡Yo soy! —gritó Jaime II—: ¿Qué poco imaginaba el señor de Urgel que la araña tejía la trampa a su alrededor? ¡No, el Grial me corresponde! —replicó Fernando de Trastámara regente de Castilla y futuro peón de la Dama—. ¡El derecho del Cáliz corresponde a Alfonso duque de Gandía! ¡Sólo Luis de Anjou, duque de Calabria merece el Vaso Sagrado! Se equivocan vuestras eminencias la legitimidad pertenece a Fadrique de Aragón, Conde de Luna, pues en sus venas corre la sangre del Humano... ¡La batalla estaba servida! Con paso firme se acercaron hasta Berenguer Sarta que desconcertado mantenía el Sagrado Vaso, y mirándose con el odio que produce la ambición gritaron a la vez: ¡¡Tengo el derecho!! De repente otra voz más potente cruzó la sala rasgando el conflicto: ¡¡Sólo el Papa tiene el derecho!! Con decisión cual guerrero que va a la batalla, cubierto con todos los símbolos de poder, caminó Benedicto XIII hasta el Cáliz y abrazándolo por el nudo indicó con la mirada a los nobles enfrentados que cada uno volviera a su lugar. —¿Respondieron a la llamada de cordura del Santo Padre? —Regresaron a regañadientes, aunque durante el funeral sonó el roce inquietante de las dagas y se cruzaron miradas de odio. Fue al finalizar el mismo cuando su Santidad por medio del arzobispo de Zaragoza García Fernández de Heredia, instó para que fuera designado un Parlamento General de la Corona. —¿Pero sigo sin entender porqué siente rencor la Dama de Castilla, si esto que estás contando fue antes de su reinado? —Sí, pero en esta historia se encuentra el origen de su pecado… Se rumoreó que Jaime de Urgel y Luis de Anjou auspiciaron el asesinato del arzobispo de Zaragoza, este acto fue muy cruel pues después de muerto le amputaron la nariz, fue un crimen parecido al del rabino

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Samuel —añadió—. Y además les acusaron de estar detrás de una trama para acabar con la vida del dominico Vicente Ferrer… Desde mis reflexiones, creo que estos nobles no estuvieron implicados en la muerte del arzobispo, y en cuanto a Vicente Ferrer, éste se ha ganado con su discurso apocalíptico los enemigos en todos los reinos… Sigo pensando que detrás de este acto estuvo la mano de los Trastámara, pues una vez desprestigiados por la sospecha Don Jaime y Don Luis, quedó como principal candidato Fernando con el sobrenombre de Antequera tras la conquista de esa plaza perteneciente al rey nazarí Yusuf III. —¿Piensas que detrás del asesinato del arzobispo García Fernández estuvo Fernando de Antequera? —Creo que la jugada fue una obra maestra de la Dama que buscó coronar a un peón. —¿La Dama? —Su esposa Leonor de Alburquerque, conocida más por su poder económico que por su belleza, hasta tal punto que el pueblo llano la llamaba: la Rica Hembra; fue ésta quien maquinó la trampa para que la revuelta de Jaime de Urgel contra los Trastámara terminara con éste y sus aliados. El desafortunado Conde de Urgel perdió todos sus dominios pudriéndose en una prisión. También preparó al detalle, en una magistral jugada, la boda de su hijo Alfonso con su propia prima María de Castilla. —¿El Santo Padre conocía tus sospechas? —Sí, le informé personalmente… —¿Qué te dijo? —Simplemente me contestó que Aragón necesitaba de la lana de Castilla, y, que Castilla necesitaba de los barcos de Aragón… Así como la auténtica Iglesia necesitaba de la unión de estos dos reinos para combatir al antipapa Colonna, y eso era mucho más importante que unas simples estrategias de alcoba tejidas en los bajos de unas faldas, añadiendo: Mas es la lengua refrenar que los castillos derribar. Ítem, el silencio muestra al hombre ser sabio. ¡Cuán equivocado estaba! Buscando consolidar un gran imperio sin querer estaba abriendo la puerta a la traición y a la deslealtad porque, aunque el enfermizo Fernando le juró en 1412 apoyo incondicional éste no recibió, aunque lo esperaba y deseaba, de su Santidad el Santo Cáliz. Eso le dolió en el orgullo de Rey y cuatro años después, poco antes de morir, influido por la bilis de la Dama, la Rica hembra, le retiró la obediencia de sus reinos. La viuda Leonor Urraca de Castilla se encargó de que su nuera María le jurara a sus quince años acabar con la obra del Papa Luna para así poseer el Poder del Vaso Sagrado. Esta semilla negra germinó con profundas raíces, creciendo un árbol de maldad, que tuvo sus primeros frutos amargos cuando el Papa se negó a condenar públicamente la infidelidad de Alfonso V el Magnánimo con la

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bellísima, culta y afamada en el arte de hacer del amor, Giraldona de Carlino. —¿Crees que la reina María intentará arrebatar la Sagrada Reliquia? —Sin duda, es una buena estratega. Aprovechará, que el rey Alfonso sigue en Nápoles, más preocupado por inmortalizarse en un arco triunfal, como un emperador de la antigua Roma, que por lo que sucede en Peñíscola, y que, el Papa está débil y ha sido abandonado por muchos de sus colaboradores, para arrancar de raíz la obra de Benedicto XIII. Quizá por eso tenga razón Alfonso de Borja. ¡Debes marcharte hacia Valencia y esperar allí mi llegada! —¡No! —contesto con firmeza—. ¡Nuestra lucha está entre estas murallas! Mi padre vino aquí en busca de una nueva vida, transportándome con gran esfuerzo sobre su espalda, movido por la ilusión de esta Nueva Jerusalén. Recorrió polvorientos y peligrosos caminos con la carga de mi cuerpo desde el lejano Reino Nazarí hasta este sueño. Y aunque ahora éste comienza a desvanecerse y parece que se va a convertir en una pesadilla quiero estar aquí hasta su final. Entre las piedras de esa catedral —señalando con la mano en dirección a la gran obra—, se encuentra el enigma de su muerte y como hija, debo descubrir qué pasó y qué es lo que mantiene presa su alma en la Esfera de las Sombras. Es necesario que consiga liberarla, para que por fin mi padre pueda descansar en el seno del Gran Arquitecto. ¡Entiéndeme! —le dijo con tono de súplica. Como señal de que deseaba complacerla le puso las manos en las mejillas y le besó en la frente, en medio de los ojos, entonces ella le ofreció como regalo una hermosa sonrisa y abrazándole por la cintura le invitó con un beso en el cuello a subir la escalera. Allí la lumbre de la chimenea iluminaba los rincones con cálidas tonalidades granates. Sobre la mesa esperaba la cena. Observó que era una cena especial, su elaboración y presentación era la de una festividad señalada, pero él no recordaba que fuera ninguna, ni siquiera era jueves, día festivo del Islam o viernes, el Sabbath. Pato asado, relleno con pasas y almendras, recubierto con miel, queso de San Mateo con manzanas asadas y frutas silvestres acompañadas con vino dulce de las alquerías de Benicarló. Llegó a pensar que se había vuelto a olvidar de algún detalle importante para ella, y mientras buscaba desesperado en el recuerdo un significado, preguntó con la resignación del hombre que va a recibir un reproche por el injustificado olvido: —¿Qué celebramos? —¡Vamos a tener un hijo! Estalló con una gran sonrisa. Y en ese instante Lilzáhira, sin esperar a comenzar la cena, dejó

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caer con un suave movimiento de sus manos la blusa sobre las tablas del suelo dejando al descubierto un hermoso desnudo. Los pezones de sus pechos le apuntaban para pedirle una caricia, los labios húmedos cantaban una canción silenciosa de enamorada, el vientre aterciopelado realizaba armoniosos movimientos de danza convirtiéndose en un hechizo que le impulsaba a recorrer su infinito. Y sin oponer resistencia ante tanta belleza se lanzó a viajar por todos los rincones repletos de lunares, hasta detenerse en aquel mismo lugar donde Venus apresa los sentidos. Cubrió su desnudez con miel y la volvió a desnudar con el paladar. La volvió a vestir, una y otra vez, y con la lengua a desnudar. Ella le bañó todo el cuerpo con vino dulce y se lo secó lentamente con la seda de sus labios. Notaba la firmeza de sus pechos y cómo estos le araban la piel. Se fundieron en un solo cuerpo unido de forma inseparable por miel y licor, iluminados por los tonos rojos del fuego danzante. La semilla blanca le hidrató el vientre convulso por el placer.

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a primera luz del día

. les sorprendió desnudos, uno encajado en el otro con la misma precisión que dos piezas de un mosaico de Alejandría. Mirándose se vieron cada uno de ellos reflejado en la pupila del otro y aunque la lumbre ya se había consumido, el calor todavía dilataba sus corazones. Aquel día desayunaron totalmente desnudos los restos de la dulce cena sintiendo la misma libertad que debieron disfrutar la primera mujer y el primer hombre en el Huerto del Edén. Eran felices y el brillo de sus ojos lo delataba. Sólo cuando el Sol llegó a lo más alto de su recorrido decidieron regresar a la realidad. Hablaron largamente del futuro que esperaban para su hijo, pero también de la necesidad de dejarle como herencia la limpieza del nombre de su abuelo. Sin importarles la desnudez extendieron sobre las tablas del suelo los planos del gran Lahcen, moneda de pago anticipado realizada por el cardenal Juan Carrier y Julián de Loba para la extraña petición. Eran ya una sola esfera que debía compartir todos los secretos, así que Iéhoshua volvió los ojos hacia ella, que no necesitó de palabras para saber cuál era la pregunta. —Tallé el retrato de mi padre para honrar su memoria. Fue él

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quien diseñó la catedral —contestó con un tono que desvelaba defensa—. Esos capiteles tienen la misión de homenajear durante siglos el nombre de todos los Artifici Dei que han aportado sus conocimientos y habilidades. ¡Mi padre se merecía un lugar central, el más importante! En el inicio estaba previsto su retrato, pero al caer en desgracia por aquel maldito accidente, decidieron en la logia que su nombre y recuerdo fuera borrado de la catedral. ¡No podía permitir tal injusticia! —Conozco esa norma, es una ley que tiene su origen en el antiguo Reino de los Muertos. En mi época de aprendiz de medicina en la ciudad de El Cairo conocí esas leyes. En tiempos muy lejanos en ese reino, cuando un arquitecto, sacerdote, noble o incluso faraón, caía en desgracia su nombre era borrado y arrancado de todo templo, columna o roca para sepultarlo en el olvido. ¡Sin duda, el olvido es la auténtica muerte! Se quedó un instante en silencio, buscando en su propio razonamiento una pista, una lógica a seguir, y de repente con la euforia que produce encontrar un punto de partida comentó: —¡Eso quiere decir que los Artifici Dei que dictaron la norma sobre tu padre son conocedores de las antiguas leyes! Con lo cual o bien han estado allí, o bien ahí tienen su origen —sentenció—. ¡Qué extraño que no les conozca! Lilzáhira le interrumpió el razonamiento. —Mi padre me habla casi todas las noches desde la Esfera de las Sombras y me suplica que limpie su nombre —por fin le hacía partícipe—. Si no lo consigo su alma seguirá atrapada por toda la eternidad en el laberinto oscuro. Guardando silencio ante tanto dolor, se le acercó para beber las lágrimas que le comenzaron a brotar. —¡Conseguiremos guiarle a la Esfera de Luz! —le dijo con tono de promesa, mientras mentalmente elaboraba una estrategia para conocer qué es lo que ocurrió—. Deberíamos clasificar los planos de forma cronológica, quizá en ellos encontremos alguna pista que nos ayude a seguir el camino. Extendió los bocetos sobre el suelo de madera, mirándolos uno a uno, para ver cualquier tipo de anotación que pudiera servir para ordenarlos en el tiempo. Arrugó la frente, abriendo y cerrando los ojos varias veces en señal de sorpresa, al darse cuenta de que en casi todos los dibujos aparecían anotaciones marginales relacionadas con las esferas celestes. Aunque éste no había sido tema de interés en su formación reconoció los símbolos que representaban a las principales esferas del universo. Con anterioridad ya lo había visto en tratados pitagóricos, pero ahora le llamó la atención la forma en que estos símbolos se combinaban sobre los dibujos y planos de Lahcen. Señalando con el dedo sobre uno de los pergaminos, que por su

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blancura y suave textura era sin duda de la panza de un ternero recién nacido, exclamó: —¡Es la Scala Célite! Al lado de columnas, bóvedas, arcos, rosetones de tracería, había combinaciones con los signos de los planetas y de los astros. Era como si la arquitectura buscara enlazarse con las esferas del universo. —¡Mira Lilzáhira! Sobre este diseño de cimentación está el signo de la Tierra, aquí sobre este pórtico el de la Luna. Mercurio y Venus están anotados sobre esta columna. El Sol está representado en la tracería de este enorme rosetón. Marte y Júpiter en estas bóvedas. Saturno en esta llave principal y el Octavo Cielo en estas agujas... ¿Te habló alguna vez tu padre del concierto de los cielos? La pregunta le hizo retroceder en el recuerdo a los primeros meses de la llegada a Peñíscola, contando cómo su padre se pasaba las tardes enteras sentado ante el Bufador, tomando notas y dibujando con el compás. Una de esas tardes vencida por la curiosidad le preguntó: —¿Por qué no realiza sus trabajos en la calidez de la cocina, en vez de en la dura roca? Sonrió diciéndole: —Es necesario que pueda apresar todos los sonidos y melodías de la Creación. —¿La Creación tiene música? —Todo es una composición musical, desde la más dura roca a la más frágil flor, desde el Cielo hasta el Infierno. Todo es una melodía que se combina y crea el gran concierto del Obrador de todas las cosas... ¡Escucha el Bufador! Se quedaron en silencio como si estuvieran en el interior de una mezquita. En aquel momento Lilzáhira fue consciente de la variedad de sonidos que se combinaban entre sí para componer una melodía de mil tonos, escuchó el golpear rítmico de las olas contra la roca y cómo el viento soplaba por la garganta de piedra mezclándose con el sonido de las gaviotas, hasta le pareció sentir que su corazón latía siguiendo el ritmo de aquella polifonía, en ese preciso instante su padre le susurró: —¡Lilzáhira no escuches con el oído, escucha con el alma! Esta melodía forma parte de una melodía superior, regida por el movimiento de las esferas celestes. Y señalando hacia el cielo con sus dos manos añadió: —Los planetas y los astros están gobernados por proporciones armónicas que actúan entre sí generando un concierto de los cielos. ¡Es la música de la Creación! ¡La gran obra del Arquitecto del universo! Y todo lo que nosotros construimos e incluso hacemos como personas, tiene que estar en armonía con ese concierto. Jerónimo escuchaba literalmente con la boca abierta, visualizan-

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do de nuevo en el recuerdo aquel arcón que le había mostrado su Santidad, una exquisita obra de orfebrería diseñada por Lahcen donde se combinaba magistralmente la música y la arquitectura más delicada de los instrumentos de precisión. —Creo que necesitaremos la ayuda de un artesano músico ¿Conoces a alguien que estudie los secretos más profundos de Orfeo? —¿Por qué piensas que un músico puede ayudarnos? —Es evidente que la arquitectura de tu padre está relacionada con la música de las esferas, y, por lo que has comentado tiene gran similitud con el mito de Orfeo. Por la mirada de sorpresa de Lilzáhira supo que desconocía el mito, así que empezó a relatarlo: —Se comenta que Orfeo recibió una lira de Apolo, a la que sumó dos cuerdas hasta un total de siete, con la que tocaba bellas melodías. Eran composiciones tan hermosas que tanto los dioses, como los hombres, se quedaban embelesados cuando le oían cantar... —¿Pero que tiene que ver esto con mi padre? —Según lo que has contado afirmaba que toda la Creación está formada por una composición musical. El mito cuenta que Orfeo conseguía con su música que las rocas se movieran y se acercaran a escucharle y que incluso los ríos retrocedieran su curso para oír su canto... Además dice la leyenda que los acordes de su lira amansaban a las fieras y que éstas se reunían a su alrededor. Era capaz de componer una música que unía en el mismo hechizo a toda la Creación. —¿Amansaba a las fieras? —¡Sí! ¿Por qué lo preguntas? Sus labios hicieron la intención de contar una historia, pero quedándose callada mostró en los gestos del rostro la duda sobre la importancia del hecho. —Por nada…, es una tontería. —¿Una tontería? —preguntó añadiendo seriedad a la entonación de la voz. —Sí, quizá no tenga nada que ver..., pero cuando has contado que Orfeo era capaz de amansar a las fieras he recordado un acontecimiento que nos ocurrió durante el largo viaje desde el Reino de Granada. La miró fijamente para suplicarle con los ojos que contara la historia y sentó su desnudez en una banqueta al lado de la lumbre, ésta le iluminó dándole un aura de divinidad. La primera tentación que tuvo Lilzáhira al observarle envuelto con los granates fue abrazarle de nuevo, pero controló el impulso y resistiéndose a su deseo carnal comenzó a contar el relato: —A la llamada del Santo Padre Benedicto XIII, partimos del Reino Nazarí, atrás dejamos la casa con un patio de sonoras fuentes,

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limoneros, aroma de jazmín y la tumba de mi madre. Mi padre subiéndome a lomos de un burro, cargó en la alforja sus pertenencias y recuerdos, decenas de planos, su compás de maestro constructor y el sagrado Corán que perteneció a mi madre. Recuerdo que me dijo: “Princesa, vamos a una tierra santa donde el mar entona hermosas melodías”. El camino fue duro, viajamos por montañas, valles y senderos polvorientos..., pues tuvimos que evitar todas aquellas ciudades intolerantes con el Islam. Observaba cómo se le humedecían los ojos y cómo las lágrimas brotaban recorriéndole las mejillas hasta golpear melodiosamente el suelo de roble. La abrazó y sentándola entre sus piernas para calmarla le besó la espalda. —Pero no fue la dureza del camino —siguió contando—, lo importante de esta historia es que al cruzar la Sierra de Espadán, cuando el Sol perdía su brillo, el repentino nerviosismo del burro y la miraba inquieta de mi padre hacia todas direcciones, me hizo presentir un peligro cercano, parecía notar que algo o alguien nos acechara... Llegada la oscuridad buscó un abrigo junto a una gran roca y encendió fuego. Cubriéndome con una manta, me dijo: “duerme princesa, pronto bañarás tus pies en el mar”. Me mantuve quieta. Su rostro vigilante resaltaba por la luz del fuego. Cuando en mis sueños estaba a punto de sumergirme en el azul del mar, un terrible rebuzno de dolor me despertó bruscamente. Me quedé paralizada cuando vi que la modesta cabalgadura yacía destripada en el suelo y sobre ella un par de lobos le arrancaban la piel extrayendo sus vísceras. De pie a mi lado, empuñando en una mano el compás y en la otra una rama de pino ardiendo, mi padre retaba a un lobo que a la luz de la Luna parecía de plata. Tenía las patas calzadas de blanco y en los ojos el fuego del infierno. Nunca he sentido tanto terror, mi voz desapareció. ¡No pude gritar! Llevándose ambas manos hasta la garganta, larga como la de un cisne, tuvo que realizar una pausa, puesto que parecía que el recuerdo le seguía afectando en la voz. —El lobo cercaba a mi padre buscando un punto débil, avanzaba y retrocedía con gran agilidad mostrando los colmillos amenazantes. Recuerdo que la terrible escena transcurría entre rojos de sangre y plata de Luna. El lobo creyendo encontrar el momento se lanzó, pero cayó gimiendo, retorciéndose de dolor, porque lo único que tragó fue el compás de oro que le atravesó la garganta. La manada al ver la muerte de su líder, nos cercó con más furia. Mi padre levantando su mirada hacia la Luna, emitió un grito similar al aullido del lobo. En ese instante Iéhoshua pensó en aquel ejercicio vocal que le enseñó el Papa similar al sonido del lobo que activaba el mecanismo del pequeño arcón de plata. —Los lobos quedaron desconcertados y como si fueran perseguidos por cientos de cazadores armados con ballestas huyeron con los

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rabos entre las piernas, con los lomos agachados en señal de sumisión. Estuve varios días sin recobrar la voz y cuando por fin pude hablar le pregunté: ¿Cómo pudo conseguir que huyeran los lobos? Me contestó que: “En esta esfera todos estamos marcados por el signo de un animal, que parte de nuestra alma vibra con la misma melodía que una bestia de la naturaleza. Y que esa bestia, es el sonido más profundo y antiguo de la música que compone nuestra alma inmortal”. Pero realmente me quedé sorprendida cuando afirmó que su alma estaba regida por el signo del lobo y sobre todo cuando me dijo: “Es importante que encuentres tu primer sonido animal en el fondo de la armonía de tu alma”. Petrificado por la intensidad del relato, acercó los labios hasta acariciarle la oreja, diciéndole: —En la historia de tu padre existen grandes coincidencias con el mito de Orfeo... Éste guiado por la fuerza del amor bajó hasta los infiernos y con sus bellas canciones consiguió ablandar los ánimos de Hades, para que le devolviera a su amada y así retornarla hacia el mundo de la Luz. Y ahora, en esta situación somos nosotros los que debemos recorrer este camino para conseguir que tu padre se dirija hacia la Esfera de la Luz. Extendiendo la mano Iéhoshua cogió un recorte de piel de cabra de encima del pequeño scriptorium. —¡Deberías anotar en este pergamino todas las conclusiones lógicas del trayecto que vamos a comenzar! —¿Por qué tengo que realizar yo las anotaciones? —contestó intentando mostrar un teatral ceño de enfado. —¡Simplemente por el hecho de que eres la mujer! Y eso implica que yo razono mucho mejor por ser hombre —le replicó con ironía— ¡Además las Escrituras Sagradas así lo dicen! —añadió para fundamentar el argumento. Pero de repente se mordió la lengua cuando vio que los ojos de gata se enrojecieron por la furia, parecía una leona que está apunto de atacar a su presa. —¡También es mujer la Dama de Castilla y tembláis ante ella! —¡Bueno! Creo que lo más justo será que nos turnemos. ¿Qué te parece si las realiza el que descubra menos pistas? —Me parece lógico —pronunció como un rugido. Estaba satisfecho por el pacto porque sin duda estaba convencido que sería él quien marcaría el curso de la investigación, así que comenzó a dictar con el pecho hinchado como un palomo: —Escribe que la primera pista nos lleva a buscar a un artesano de la música. Lilzáhira odiaba mancharse los dedos con la tinta rojiza del minio y eso fue lo primero que le ocurrió al pinzar con la pluma de faisán, con lo que su furia aumentó al notarse los dedos pegadizos por la clara de huevo que era utilizada como fijador.

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Iéhoshua no pudo evitar una sonrisa de burla mientras la volvía a besar. Y fue en esa proximidad cuando en un rápido movimiento, Lilzáhira aprovechó para atraparle con la mano derecha su orgullo de varón, diciéndole, mientras lanzaba a la chimenea el pergamino con las anotaciones, más bien con el borrón: —¡No creas que por este colgajo vas a ser superior! Recuerda que, quien ríe el último, ríe mejor... ¿Además para qué queremos un pergamino teniendo tu portentosa inteligencia? Entre risas y pequeñas peleas similares a la que efectúan los animales en su época de celo se volvieron a abrazar, esperando entre juegos y besos a que el Sol comenzara a buscar su morada. Caída la noche, en una tinaja de barro con las marcas de los alfareros de Traiguera se reflejaron sobre el agua de la fuente de San Pedro.

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as gotas golpeaban

. el pequeño ventanuco con tanta insistencia que parecía que la única intención de la lluvia era indicarles que existía un mundo exterior y que debían salir de aquella alcoba tan repleta de pasión. Aquel día decidieron visitar a un artesano constructor de instrumentos musicales, repartiéndose los planos de Lahcen, se cubrieron la cabeza con sombreros de paja y se dirigieron hacia la calle de les Drassanes, cerca del portal de San Pedro. Bajo un cielo plomizo punteado de blanco por gaviotas, una docena de calafates trabajaban en la construcción de una pequeña galera. Se acercaron a una de las fogatas donde dos carpinteros de ribera estaban moldeando con tensión de sogas y con calor las formas curvas en la madera, después del saludo con la mano en el pecho, les preguntaron si conocían a algún artesano constructor de instrumentos musicales. —¡En la calle de la fuente! —contestó uno de ellos a la vez que tensaba por medio de un torniquete abrazado a dos poleas una pieza de roble en forma de ballesta. —Sí, preguntad por Juan Albiol un conocido cristiano viejo y por su hijo Nicolás—, añadió el otro vertiendo agua sobre la pieza caliente para evitar que la madera se resecara perdiendo flexibilidad y se partiera por la intensidad del calor. En la subida hacia la calle un perro salió ladrando desde el interior de una casa y se le enganchó en la sandalia a Iéhoshua, quien con un:

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—¡Fuera chucho, fuera chucho...! —intentaba, moviendo el pie como si jugara a la pelota, ahuyentar al animal. La risa de Lilzáhira hizo que se asomaran algunas vecinas que estaban remendando las redes en los portalones resguardándose de la fina lluvia, momento que aprovechó conteniendo la risa para preguntar por el cristiano Juan Albiol. Una anciana señalando con la mano les dijo: —Hacia arriba, al final de la calle. En aquella casa encalada con ribetes azules en las ventanas. —¡Parece que has encontrado a la bestia que es parte de la melodía de tu alma! —ironizó Lilzáhira. Justo en el momento de llegar ante la puerta de la casa ribeteada de azul, Iéhoshua perdió la paciencia por el insistente animal que arrastraba y soltándole una patada le lanzó a una distancia de tres pasos. El perro emitiendo un aullido corrió, ella seguía sin poder contener la risa. Sin duda era el taller de un artesano músico porque fuera en la fachada colgaba en una cuerda como reclamo, una giga y una guitarra morisca. Empujaron la puerta a la vez que exclamaban: —¡Que el gran Obrador del Universo guarde a todos los moradores de esta casa! Una voz desde el fondo les contestó: —Y que vuestras almas formen parte de su gloria. Observando los instrumentos que colgaban de las paredes y de las vigas de madera, Iéhoshua reconoció uno de los más antiguos del mundo, la cítara ánglica, cuyo origen estaba en la perversa Babilonia, con forma de triángulo equilátero, representación geométrica de Dios, tenía las clavijas de marfil y las cuerdas elaboradas con tripa de animal sagrado, forradas con hilos de metales preciosos. Se quedó maravillado por las delicadas incrustaciones de nácar y de marfil que presentaban los laúdes, las cítaras, las vihuelas... Pero lo que realmente llamó su atención fue un imponente instrumento musical del tamaño de tres brazos. En un extremo tenía una manilla de plata con elegantes grabados de buril, que al girarla frotaba unas cuerdas de tripa de buey forradas con fino hilo de plata, oro y cobre. La mitad del instrumento era un teclado de marfil que golpeaba sobre una caja de resonancia construida con cedro. Estaba totalmente decorado con incrustaciones de nácar perfiladas con hilo de plata que formaban un entramado geométrico que sin duda sería la envidia de cualquier artesano andalusí. Acariciando esa obra de arquitectura musical exclamó: —¡Lilzáhira, mira qué belleza! —¿Qué es? —¡Un Organistrum! —contestó una voz con tonos variables, mez-

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cla de graves y agudos sin estar definidos que delataban la juventud de quien hablaba—. Hacen falta dos músicos para tocar, uno tiene que hacer girar la manivela y el otro pulsar el teclado. Y al volver la mirada vieron que asomaba la cabeza de atrás de una celosía un muchacho quien les preguntó: —¿Qué desean? —Buscamos el asesoramiento de un artesano músico y nos han indicado que preguntemos por Juan Albiol o por su hijo Nicolás. —Sí es mi padre, yo soy Nicolás. Pero en el día de hoy no se encuentra en el taller y quizá tarde en regresar varios días, puesto que ha ido a revisar los instrumentos musicales de Santa María la Mayor de la ciudad de Morella. El muchacho observando que ambos se miraron decepcionados, con la rapidez en la que un felino se lanza a cazar una mariposa de bellos colores, añadió: —¡Quizá pueda ayudarles! Jerónimo sonrió ante el ofrecimiento. —¡Agradecemos tu decidido interés, pero volveremos otro día! Aunque Lilzáhira siguiendo ese impulso que le caracterizaba tiró rápidamente de los planos que pinzaba Iéhoshua debajo de la axila y se los mostró mientras preguntaba: —¿Reconoces alguna señal? Miró el pergamino y respondió con la alegría de quien acierta una pregunta: —¡Sí, aquí está la firma del buen amigo de los artesanos músicos! —indicando con el índice la grafía de Lahcen. —¿Le conociste? —¡Sí! Solía visitar junto con otros artesanos el taller de mi padre, cuando el Sol buscaba su morada tomaban infusiones de hierbas aromáticas y discutían sobre los sonidos del mundo y del universo. ¡Me encantaba escucharles! Desde aquel rincón —señalando con la mano— seguía en silencio sus largas discusiones. ¿Saben ustedes que los planetas son instrumentos musicales en la mano de Dios? En una de aquellas reuniones mi padre y Lahcen decidieron construir un instrumento que fuera capaz de reproducir fielmente la música de la Creación. Y acercándose al organistrum comentó: —Era como éste, pero necesitaba de cinco músicos para interpretar la melodía. Tres tenían que girar su enorme manivela y dos pulsar el teclado. —¿Qué fue de ese instrumento? —preguntó Jerónimo. —Quedó totalmente destruido durante el accidente de la catedral. Entonces Lilzáhira no pudo evitar el recuerdo de la tragedia y los ojos se le humedecieron. Al ver la tristeza que le nublaba la mirada, Iéhoshua decidió que debían volver a casa.

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—Cuando tu padre regrese de la ciudad de Morella, le comentas que Iéhoshua ha Lurqui y Lilzáhira hija de Lahcen desean hablar con él. Necesitamos de su sabiduría sobre la Scala Célite. El joven asintió con la cabeza, a la vez que tomaba nota de los nombres con una bola de cal endurecida, sobre una piedra pulida de pizarra. En el momento en que pisaban el umbral, vieron que desde el fondo de la calle se acercaba el alguacil junto con sus dos ayudantes y una mula cubierta de barro, ésta iba cargada con las pertenencias de Juan Albiol. —¡Es la mula de mi padre! ¿Dónde está mi padre? —Estaba aprisionada en el fango del pantano —contestó el alguacil Ramón Pastor—. Hemos buscado por los alrededores y no ha sido encontrado. Es posible que haya tenido un accidente. —¡Debemos ir a buscarle, debemos ir a buscarle, debemos ir a buscarle!... —gritaba entre sollozos Nicolás, mientras Lilzáhira le abrazaba con fuerza hacia su pecho mirando a Iéhoshua para pedirle con los ojos que formara parte de la expedición de búsqueda. —Cada vez que hay un extraño accidente se encuentra cerca el gran Jerónimo de Santa Fe —añadió con retintín el alguacil—. Estoy empezando a sospechar que los problemas le persiguen. —¿Puedo acompañarles, quizá pueda serles útil como médico? —el representante del Rey asintió con la cabeza, a la vez que organizaba a sus hombres para salir en búsqueda de Juan Albiol. Regresó en una carrera a casa para coger el instrumental médico, ungüentos y pócimas, pensando que quizá el artesano músico pudiera estar herido, mientras que el alguacil y sus ayudantes fueron en búsqueda del peñiscolano conocido por el mal nombre del “Granota”. Éste era el único habitante del pantano y también el único hombre de la ciudad que conocía palmo a palmo la ciénaga, puesto que con su barcaza de poco calado penetraba todos los días hasta lo más profundo de la frondosa vegetación para cazar patos y pescar anguilas. Iéhoshua se quedó petrificado cuando vio reflejada en los ojos del Granota la locura de la soledad del pantano. Su boca totalmente despoblada, sin dientes, hacía que al hablar, junto con las palabras emitiera sonidos similares a los silbidos de una serpiente.

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l clavarse la pértiga

. emitía un sonido sordo por el choque con el barro. Con la fuerza de los brazos el Granota deslizaba la barcaza sin apenas resistencia sobre la alfombra tupida de plantas acuáticas. Los colores de la gama del verde oscuro se apoderaban del paisaje y el olor a agua estancada les golpeaba en la nariz, mientras que una pequeña niebla abrazándose en los tallos de los juncos señalaba la proximidad del atardecer. Sobre sus cabezas una nube de mosquitos zumbaba angustiándoles la expedición. Miraba inquieto al barquero, los ojos de éste reflejaban la turbiedad del pantano, era como si su líquido ocular estuviera formado por aquella misma agua. Por los sarpullidos y granos que le cubrían cada rincón visible del cuerpo, consecuencia quizá de la picadura constante de los insectos, le recordaba su abultada piel a la de un sapo. Sus pies descalzos parecían aletas de barbo, puesto que el barro se había secado entre sus dedos y los había hecho desaparecer bajo una uniforme capa negra. Incluso al hablar, parecía que en sus entrañas anidaran víboras. La expedición de búsqueda fue organizada por el alguacil, quien tomó el mando dirigiendo a los cinco hombres con el orgullo de un general romano, ordenando a sus dos ayudantes que recorrieran la orilla de la acequia Sangonera, ya que por su lado transcurría una pequeña senda que llegaba hasta las alquerías de Benicarló, un estrecho camino resbaladizo tras las lluvias que podría haber sido tomado como atajo por Juan Albiol. El alguacil decidió que debían recorrer el laberinto del pantano por si el artesano, en el más que probable accidente, hubiera sido arrastrado hacia el fondo por algún tipo de corriente creada por un manantial o quizá por alguna bestia del fango. El barquero sonreía mirando el rostro tenso que mostraba Iéhoshua. —Esté usted tranquilo —le dijo con ironía—, aunque en tierra firme me traten de loco en el pantano soy el rey, estando conmigo no les puede ocurrir nada, las bestias acuáticas me respetan y conozco hasta el último de los secretos de estas oscuras aguas. Si siguen mis consejos e indicaciones esta expedición de búsqueda sólo será un paseo. Inclinándose abrió un pequeño recipiente de barro rojizo a la vez que de debajo de unas toscas trampas para anguilas sacó un fajo de tela, la cual se adivinaba que en algún tiempo fue blanca, desgarró tres trozos e introdujo la mano en el recipiente.

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—Es sangre fresca de pato —aclaró al mismo tiempo que pintaba con los dedos juntos sobre cada uno de los trozos de tela una cruz simétrica—. Si quieren ustedes estar seguros deben ponerse estos brazaletes durante la búsqueda. Los pasajeros no lo dudaron, ni siquiera preguntaron por el absurdo de la afirmación, simplemente sin abrir la boca se ataron la tela alrededor del brazo mostrando hacia el exterior la cruz ensangrentada. Este amuleto, que según el barquero les daría seguridad en el pantano, a Jerónimo le recordó el distintivo de los antiguos caballeros del Templo. Mientras el Granota sonreía mostrando su desdentada boca se agachó con rapidez apresando con su mano izquierda una rana, que en vano intentó con una lucha desesperada soltarse de la pinza que la sujetaba por las ancas. —¡Quizá, nos haga falta! —exclamó dirigiéndose a Iéhoshua—. Si acaso ve alguna más me avisa, es posible que las necesitemos. La introdujo en un cesto tejido con juncos, que por el movimiento que mostraba debía apresar en su vientre varias docenas de pequeñas criaturas de la ciénaga. Ramón Pastor se mantenía vigilante con una impresionante serenidad, con una caña iba apartando las plantas buscando algún detalle que delatara el paradero del artesano músico. Cuando las sombras comenzaron a sepultar en grises los colores verdes, el chapoteo de algo que se sumergía rápidamente dibujando unas enormes ondas en el agua les puso en alerta. Iéhoshua mostró el pánico en el rostro, el alguacil la frialdad del soldado que está apunto de entrar en combate y el barquero el brillo en los ojos de quien reconoce a un amigo. El Granota dejó la pértiga y agachándose sacó de debajo del cesto una flauta realizada con caña, Ramón Pastor deslizó su mano con suavidad hasta acariciar la empuñadura de su fina daga y Jerónimo de Santa Fe se puso a recitar mentalmente la Selihah, una oración para pedir el perdón de los pecados al Creador del universo. El barquero hizo sonar el pequeño instrumento que emitió un sonido apenas perceptible por el oído. La barcaza comenzó a vibrar, notaron que algo les golpeaba suavemente. Iéhoshua manchó el calzón cuando desde el fondo del agua verdosa, ante su pálido rostro por el miedo, surgieron unos enormes ojos negros del color del fango. Era un lagarto cubierto de escamas como corazas y con un largo hocico repleto de cuchillas, pulidas como la piedra etíope. La bestia les observó detenidamente y pareció controlar su impulso criminal ante el blanco y la cruz ensangrentada de los brazaletes. El alguacil desenvainó con gran rapidez la daga y se dispuso apretando los dientes a vender cara su vida, pero el barquero le indicó con la mano que se tranquilizara y que enfundara el puñal.

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—¡Ah! ¡Estás aquí, vieja amiga! —exclamó el Granota mientras vaciaba en las enormes fauces el contenido del cesto con las docenas de pequeños reptiles y anfibios. Iéhoshua seguía sin pestañear, paralizado por el espanto, incrédulo de lo que estaba viendo. —¿Qué bestia del infierno es ésta? —preguntó Ramón Pastor, a la vez que mantenía su mano en la empuñadura de la daga. —Las he visto tiempo atrás en los mercados y en las boticas de El Cairo pero muertas y troceadas, pues con la grasa de su cola se elaboran ungüentos útiles para conseguir una larga erección —contestó—, pero nunca había visto una tan grande ni de tan de cerca, además viva —añadió sin apenas mover un músculo. En cambio el barquero parecía feliz, incluso extendió su brazo y le pasó la mano por las viscosas corazas. —¿Qué tal mi pequeña? ¿Está bien mi querida amiga? Eres, la más bella de las criaturas, la auténtica reina del pantano. Hoy ha venido a visitarte de nuevo tu protector.

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e dirigieron una mirada

. en la que sin palabras se decían que el barquero estaba sin duda loco. Hablaba con la espantosa bestia como si ésta fuera su amante. Pero realmente se quedaron sorprendidos cuando le preguntó como si de un ser humano se tratara: —¿Has visto a algún animal humano en tu reino? El reptil pareció entender la pregunta y dando un enorme coletazo se dirigió zigzagueando hacia una zona espesa de juncos. —¡Vamos allí! —exclamó el barquero mientras impulsaba la barcaza hacia la espesura señalada. Se hizo el silencio cuando al acercarse comenzaron a adivinar una silueta humana entre la niebla. Era el artesano músico. Ramón Pastor extendió el brazo y pinzando con la mano el cuerpo lo arrastró hacia la cubierta, Jerónimo hizo lo mismo para ayudarle a subir sobre las tablas a Juan Albiol. —¡Sin duda ha sido obra de esta maldita bestia! —gritó Ramón Pastor desenfundando de nuevo su daga. —¡No, ella no ha sido! —replicó el barquero mientras amenazaba con la pértiga al alguacil.

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Iéhoshua volteó el cuerpo y vio cómo una nube negra de sanguijuelas cubría todo el rostro y las manos del músico. —No tiene ninguna señal de mordedura por parte del reptil —sentenció—. Además lleva también un brazalete. Revisando el cadáver, algo le llamó la atención y por su tono de voz parecía importante. —¡Miren esto! ¡Le han arrancado la lengua! —¿Eso qué quiere decir? —preguntó Ramón. —Sin duda es una venganza. El arrancar la lengua es el castigo para el traidor, para el chivato... Quien le ha matado considera que Juan Albiol ha violado algún secreto o promesa. Creo que este asesinato tiene cierta similitud con el del rabino Samuel ben Sahula, a éste le cortaron las orejas y a Juan la lengua. También estas muertes tienen una extraña coincidencia con una que ocurrió hace casi doce años en la ciudad de Zaragoza, la del arzobispo García Fernández, a éste le arrancaron la nariz. Este crimen, sumergió en la tragedia al último Conde de Urgel y robó los posibles derechos de sucesión al trono de la corona de Aragón a Luis de Anjou, duque de Calabria. —Creo que tienes una imaginación muy fructífera —añadió el alguacil a la última observación de Iéhoshua. Después de revisar detenidamente la zona para ver si encontraban alguna pertenencia del artesano músico decidieron poner rumbo hacia tierra firme. —¡Bella amiga espérame, esta noche regresaré! —le dijo en despedida el Granota a su amado reptil, éste golpeó tres veces con su cola sobre el agua en señal de satisfacción. —Sé que están pensando que estoy loco, pero ese animal es el ser más cariñoso y noble que he conocido en este mundo. Nunca me ha traicionado. —Pero, ¿qué hace aquí, tan lejos de su lugar natural? —preguntó Jerónimo. —La historia es larga y llena de dolor —los ojos de anfibio del barquero se humedecieron—. Los padres de mi amiga fueron traídos hasta estas tierras por los antiguos Caballeros, siendo unas crías recién nacidas, desde las lejanas tierras de Oriente. El objetivo de los viejos Señores de Peñíscola era conseguir que el pantano se transformara en una trampa inexpugnable, que cualquier intruso que intentara cruzarlo fuera devorado antes de llegar a la fortaleza. Educaron pacientemente a los reptiles para respetar la señal del Temple y para matar a todo hombre que no la portara sobre su cuerpo. Y ellos respondieron con fidelidad a sus dueños siendo la pesadilla de los invasores ¡Cientos de soldados enemigos han perdido la vida en este pantano! A pesar de estar con el barquero amigo de las bestias de la cié-

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naga, seguían vigilando todo lo que sucedía a su alrededor, buscaban con mirada inquieta cualquier onda, cualquier burbujeo, cualquier sombra que les indicara la proximidad de un dragón. —En aquel tiempo un maldito califa —siguió contando el Granota con su pronunciación reptiliana—, conocido con el nombre de Zayán, cercó la ciudad. Su objetivo era recuperar Peñíscola, cuna de nacimiento de su abuelo el Rey Lobo, así como el gran tesoro, que según una leyenda que recorría todos los reinos del Mediterráneo estaba oculto en la última fortaleza de los Señores del Templo. Pero también era conocedor de la existencia de los fieles animales, por ello, mandó construir una ballesta, de tal envergadura, que tenía que ser transportada a lomo de cuatro bueyes, y sus cuatro flechas a hombros de una docena de soldados. Después de preparar el arma y ubicarla cerca del pantano, mandó una expedición de trece hombres a la ciénaga con la misión de atraer hacia tierra firme a los dos reptiles. Únicamente regresaron tres y mal heridos, a dos de ellos les faltaba un brazo y al otro la pierna derecha completa, pero éstos habían conseguido robar del vientre del pantano lo más importante, los dos únicos huevos de los dragones de agua. Zayán heredero de la astucia del Rey Lobo los utilizó como reclamo delante del arma. En ese mismo instante una especie de niebla surgida de la nada convertía los cañaverales en siluetas fantasmales, y el chapoteo de la pértiga en golpes al corazón. Deseaban llegar a tierra firme porque el Granota no dejaba de contar su inquietante historia. —Y fue un atardecer como éste, cuando los dragones del pantano, en un intento suicida por rescatar sus huevos, salieron del agua arrastrándose por tierra firme. Les esperaba una emboscada. Una lluvia de flechas rebotó contra sus corazas. En su camino tragaron enteros a cinco soldados invasores... Pero la terrible ballesta estaba a punto y escupió el enorme dardo que atravesó a la hembra vertiendo sus entrañas en la arena. El macho en su desesperación zigzagueó hasta el artilugio acabando con la vida de quienes lo manipulaban. Pero en vez de destruir el arma, volviendo la mirada hacia los huevos, decidió salvarlos. Momento que aprovechó, el maldito por cien veces Zayán, para ordenar que fuera de nuevo cargada. El dragón consiguió coger con delicadeza uno de los huevos entre sus fauces y retrocedió depositándolo oculto y a salvo. Pero cuando en un sublime acto de amor regresó en busca de su amada y del otro huevo —unas lágrimas oscuras serpentearon por el rostro del barquero— la enorme flecha le entró por la boca y le reventó el corazón. ¡Espero que el nieto del Rey Lobo esté sufriendo en su carne el fuego del infierno! —¿Consiguió tomar la fortaleza? —preguntó Iéhoshua. —¡No! —afirmó con satisfacción—. El pantano al final siempre vence. Al cabo de unas semanas de duro asedio, del oscuro fondo de la ciénaga surgió un ejército terrible, una plaga de mosquitos como nun-

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ca se ha conocido... Decenas de hombres perecieron por las fiebres del pantano y Zayán tuvo que abandonar el intento de asalto. ¡Aunque se rumoreó que el nieto del Rey Lobo dejó un heredero en las alquerías de Benicarló! ¡Se dice que era una hembra capaz de engendrar a un halcón! —¿Qué paso con el huevo? —Fue mi padre quien lo encontró oculto semanas después de la retirada, estaba a punto de reventar y de él nació mi bella amiga. Nos cuidó juntos, nos enseñó a sobrevivir en el pantano y a respetar los emblemas de los antiguos Señores. ¡Ese animal y yo, somos más que hermanos! —añadió con orgullo. A punto de llegar a tierra firme Iéhoshua se dirigió al alguacil para pedirle amortajar a Juan Albiol, con el fin de presentarlo dignamente y evitar con ello más sufrimiento a su hijo Nicolás. Ramón Pastor asintió. Trasladaron el cadáver a la choza del Granota, donde, con brasas le despegaron los parásitos, lavaron e incluso perfumaron con ungüento, vendándole la mandíbula para cerrarle la boca, además, le preparó una máscara de cera para que no se viera que le habían arrancado la lengua.

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currucado, en aquel mismo rincón

. desde donde escuchaba embelesado las discusiones de Lahcen y de los artesanos músicos, el joven Nicolás esperaba a que regresara la expedición de búsqueda. No decía una palabra, sólo ocultaba su rostro entre las piernas y se cubría la cabeza con los brazos. Lilzáhira en silencio le acariciaba pasándole la mano por el cuello. Cuando la noche alcanzó su plenitud llenando de oscuridad todos los rincones de la ciudad, el golpeteo próximo de herraduras sobre la roca les indicó que había regresado la expedición. Por el imponente silencio que traían adivinaron que eran portadores de malas nuevas. Lilzáhira apretó contra sí a Nicolás, que sin derramar una sola lágrima se levantó y se dirigió, como si estuviera totalmente dormido y sumergido en una pesadilla, hacia la calle. Allí, las antorchas iluminaban con tonos rojos a todos los personajes, excepto a Juan Albiol que mantenía en su rostro, pese a la fuerza del fuego, el blanco de la cera. Entre las cítaras, las gigas, los laúdes y las arpas, prepararon el

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velatorio, amortajando al artesano músico con sus mejores galas y con la cruz distintiva de cristiano viejo. La noticia de la muerte recorrió en poco tiempo toda la ciudad, llenando la casa de lamentos y de oraciones de las plañideras. Fue al amanecer cuando el blanco cortejo fúnebre salió hacia la catedral. Las nubes alargadas y rojizas indicaban que durante ese día el viento azotaría con fuerza. Y así fue, cuando el féretro entró en la sala principal, una ráfaga de viento hizo tambalear dos grandes andamios de madera y desplomó una de las grúas, curiosamente aquella donde fue encontrado el cadáver del rabino. Aunque no se produjo ningún herido, los presentes interpretaron el golpe de viento como una advertencia de Dios de un pronto castigo a la ciudad por las constantes herejías que los judíos realizaban bajo el manto del Papa. Algunos cristianos viejos excitados por la señal divina increparon a Iéhoshua y a Lilzáhira por su presencia en el funeral, incluso mostraron gestos agresivos y de desprecio puesto que consideraban una ofensa que un judío y una musulmana participaran del ritual destinado al tránsito hacia la otra vida de un cristiano. El alguacil tuvo que acercarse a ellos para protegerles de posibles agresiones. —¡Jerónimo últimamente me veo sumergido en un mar de problemas por tu causa! —le dijo el alguacil mientras les cubría literalmente con su cuerpo. Iéhoshua le devolvió una mueca con la frente y los labios a la vez que se encogía de hombros, como diciendo: ¿qué quieres que haga? Fue el joven Nicolás quien calmó la situación: —¡Son grandes amigos y les considero como parte de mi familia! ¡Por ello les he pedido con el corazón que estén presentes en el funeral de mi padre! —gritó desde el altar. A pesar de esta aclaración que suavizó los enfurecidos ánimos notaron miradas de desprecio. Era evidente que el sueño de una ciudad donde convivieran las tres religiones se iba desvaneciendo. Jerónimo quedó extrañado cuando vio que el oficiante de la misa era el propio Juan Carrier. —¿Qué hace un cardenal dirigiendo la misa de funeral de un artesano? ¿Tan importante socialmente era Juan Albiol? —pensó. Cuando la celebración religiosa llegó a su cénit, en el momento en que el cardenal levantaba hacia los cielos el Cáliz, sopló una ráfaga de viento de tal magnitud que notaron cómo el suelo de la catedral vibraba produciendo un suave cosquilleo en la planta de los pies. En ese instante un sonido armonioso, apenas perceptible por el oído, les envolvió de magia. Entre los asistentes al funeral se comentaba que era la voz del alma del artesano músico despidiéndose. Pero tanto Iéhoshua como Lilzáhira se dieron cuenta que esta sensación era debida a que el maestro constructor Lahcen había diseñado una catedral con las cualidades de un instrumento musical, una obra de arquitectura

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donde la Creación y las esferas celestes interpretaran la gran melodía del Arquitecto del Universo. En el pequeño cementerio ubicado bajo las murallas del castillo, en la zona destinada a los cristianos viejos, antes de ser enterrado el artesano, Nicolás depositó una bella cítara ánglica en el ataúd. —Espero padre que con ella, junto con los ángeles, interpretes una melodía que agrade al Creador —entre sollozos se abrazó a la modesta caja de pino. Cuando la tierra golpeaba sobre el ataúd, al mismo ritmo iba en aumento la tensión de los presentes que embriagados por la fuerza que da la multitud comenzaron a lanzar gritos culpando del asesinato a los judíos. Los ánimos se hicieron tan tensos que se produjeron destrozos de consideración en la zona del cementerio destinada al reposo de los musulmanes y también en la parte de los judíos. Ramón Pastor solicitó ayuda a la guardia de la fortaleza para controlar a la multitud enfurecida. Regresaron, protegidos por el alguacil y sus ayudantes, a la casa del Bufador. —Es evidente Jerónimo que alguien está utilizando el asesinato de Juan Albiol para enfrentar a los cristianos, con musulmanes y con judíos —dedujo Ramón Pastor—. ¿A quién beneficia esta muerte? ¿Y qué misterios hay detrás de ella? Aunque Iéhoshua pensó en la resentida Dama Negra, la reina María de Trastámara, no dijo una palabra, pues estaba ante el representante del Rey. Aquella noche el viento soplaba con tanta intensidad que parecía el lamento de las almas que estaban perdidas en la Esfera de las Sombras. Acurrucándose desnudos en el lecho de lana, se abrazaron con fuerza y se cubrieron hasta la cabeza con la manta para aislarse del exterior, aunque parezca increíble, crearon un pequeño refugio dónde sólo se oía el latido de los tres corazones. Iéhoshua desplazó sus dos manos hacia el vientre de Lilzáhira que mostraba una redondez de jugosa fruta y lo acarició con suavidad.

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on las orejas tiesas

y el rabo erguido se lanzó sobre la enorme esfera que formaba la sábana buscando celosa un hueco para entrar, arañaba los flecos y jugueteaba mordisqueando los extremos del lecho, excitada por las


constantes risas que nacían desde el interior del cálido huevo. La gata intentaba una y otra vez que se le aceptara en el juego. Cogió al suave felino y abrazándolo contra sus pechos abrió el pequeño ventanuco, una potente luz iluminó la alcoba. El día estaba tan despejado y tranquilo que el cielo fundía sus límites con el mar, a simple vista no se distinguía el uno del otro. Mostraba un azul tan intenso y con tal uniformidad que éste únicamente era manchado por la blancura de las gaviotas. Encendiendo la lumbre calentó leche de cabra en un recipiente de barro. Iéhoshua la miraba desde el camastro siguiendo detalladamente cada uno de sus movimientos, el camisón que le cubría era tan transparente que parecía tejido con vapor, dejando adivinar entre niebla, las olas de los pechos y los bellos recovecos de la espalda. —No hago más que pensar en el mito que contaste de Orfeo —comentó a la vez que removía con una cuchara de madera—. ¿Logró rescatar a su amada del mundo de los muertos? Jerónimo sentándose sobre el lecho comenzó a contar, gesticulando y entonando la voz como si estuviera en una de las clases de la Logia: —Orfeo bajó hasta los infiernos para rescatar a su esposa Eurídice. En su andanza iba entonando canciones sobre su profunda tristeza, las cuales eran tan bellas que ablandaron los ánimos de Hades y consiguió con ello que le devolviera a su amada. Pero existía una regla que debía cumplir —aquí se detuvo y esperó a que Lilzáhira le delatara con los ojos que seguía con interés el relato, y cuando notó que ella estaba ansiosa por conocer más, añadió con tono grave y profundo—: en su camino hacia el mundo de la luz no podía mirar atrás. Y ése fue su gran error, puesto que cuando estaban a punto de abandonar la esfera de las sombras —volvió a realizar una pausa y gesticulando con las manos de forma teatral resaltó—, sucumbió a la curiosidad girando la cabeza. En ese instante su amada esposa se desvaneció para siempre en el mundo de los muertos y Orfeo, con el alma herida sólo pudo abrazar el vapor. —¿Crees que podemos ayudar a mi padre? —le preguntó con tristeza ante el terrible final de la historia. —¡Sí! —afirmó con rotundidad a la vez que levantándose se dirigió hacia ella para besarla—. Es importante que descubramos qué cadena le apresa en la Esfera de las Sombras, si descubrimos los eslabones que la forman podemos encontrar la manera de romperla. Sólo así podremos conseguir que deje de mirar hacia atrás y que pueda continuar el camino hacia la Esfera de la Luz. En ese preciso instante llamaron con timidez a la puerta. Jerónimo se asomó por la ventana mostrando parte del torso desnudo.

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—¡Es el joven Nicolás! —exclamó mientras bajaba la escalera cubriéndose el cuerpo con una sencilla chilaba. —¡Bienvenido! —Traigo un regalo para Lilzáhira —comentó ruborizándose. Ofreciéndole una sonrisa, le puso la mano en el hombro en señal de amistad. —¡Entra a la que es tu casa! Has llegado en el mejor momento para saborear riquísima leche de cabra con pasas. —¡Buenos días Nicolás! Me alegro de tu visita —le saludó Lilzáhira a la vez que le ofrecía un tazón de leche invitándole con los gestos a sentarse en una mesa repleta de frutos secos. —He venido para entregarte un pequeño presente que puede ser de tu interés —comentó dirigiéndose a ella, mientras de su faja sacaba un pergamino en forma de canuto. Lilzáhira con suavidad lo fue desenrollando poco a poco, los músculos de su cara mostraban cierto nerviosismo, parecía que adivinaba la importancia que ocultaba aquel pedazo de piel. Ante sus ojos apareció el plano de un instrumento musical, el diseño detallado para construir un organistrum. Era idéntico al que había visto días atrás en el taller del artesano Juan Albiol, pero tenía tales dimensiones que según el dibujo, necesitaba de cinco hombres para ser interpretado. —Este es el instrumento que hizo sonar sus acordes el día de la tragedia en la catedral. Notó como si una garra le apresara el corazón, a la vez que le presionaba sobre los pulmones alterándole el ritmo de la respiración. Iéhoshua le pidió que se sentara y acercándole una pócima elaborada con una base de maceración de raíces de la hierba de los gatos, la valeriana, cogió el pergamino extendiéndolo sobre la mesa. Observó que en el plano del instrumento aparecían anotaciones marginales que hablaban de la música de las esferas, sobre cada pieza que componía el organistrum se dibujaban símbolos implicados en la Scala Célite. Pero lo que más le sorprendió era cómo estos signos planetarios se combinaban con los cuatro elementos básicos de la Creación: El fuego, el agua, el aire y la tierra. —¡Mira Lilzáhira! Sobre la esfera de la manilla están grabados los cuatro elementos —y señalando con el dedo sobre el plano comenzó a explicar—: Este triángulo equilátero vertical representa el fuego, aquí, al revés significa el agua. En esa parte, este otro cortado por una línea en su parte superior describe al aire y el mismo signo invertido, nos informa de la presencia de la tierra. —¿Eso qué quiere decir? —Que quien ha diseñado este instrumento tiene grandes conocimientos sobre la relación entre la alquimia y los sonidos de las esferas.

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—Pero ¿qué tiene que ver la alquimia con la música de las esferas? —¡Todo lo que sucede en el Cielo sucede en la Tierra! ¡Todo ha sido creado con peso y medida! —exclamó con tono solemne— por tanto, los astros y las esferas influyen sobre los acontecimientos de la Tierra y éstos a la vez influyen sobre los acontecimientos del Cielo. El joven Nicolás besando el tazón de leche añadió un comentario que les sorprendió: —Recuerdo que una noche que no podía dormir, escuché el murmullo de voces que provenían del taller de mi padre. Venciéndome la curiosidad bajé con sigilo para agazaparme detrás de la celosía y escuchar de qué se hablaba. En esa reunión nocturna estaban las cuatro personas que realizaron el encargo de ese gigantesco instrumento —señalando con el índice el pergamino—. Uno de ellos decía que los cuatro elementos, el fuego, el agua, el viento y la tierra, podían combinarse con algunos planetas para crear sonidos que fueran capaces de devorar, como si de fieras se trataran, a otros sonidos... —¿Sonidos que devoran a otros sonidos? —interrumpió sorprendida Lilzáhira. —Nicolás, creo que puedes ayudarnos más de lo que pensaba —añadió Iéhoshua—: Es muy importante para nosotros que nos cuentes cualquier cosa que recuerdes de las reuniones en el taller de tu padre, ¿de qué se hablaba? ¿Quiénes estaban? Ante tal solicitud Nicolás puso cara de satisfacción, pues era la primera vez que se sentía realmente importante, mostraba el brillo de orgullo en los ojos de niño, porque adivinaba que su información podía ayudar a sus nuevos amigos a los que ya consideraba parte de su familia. —Fue un tal Zacarías ha Levi quien en la reunión le dijo a mi padre, a un cristiano viejo importante, a un clérigo musulmán, y al rabino de Peñíscola, que existían sonidos que se comportaban como lobos y actuaban en manada para devorar a otros sonidos. —¡No puede ser! —añadió Jerónimo. —¿Por qué? —preguntó Lilzáhira. —Porque Zacarías ha Levi es el rabino principal de la ciudad de Barcelona, y si hubiera estado en Peñiscola tendría noticias de ello. ¿Estás seguro que fue Zacarías quien estuvo en el taller de tu padre? —¡Sí, escuché varias veces su nombre! Fue él quien comentó que el Arca de la Alianza era un instrumento musical que vibraba con las esferas y que la música que interpretaba era capaz de destruir murallas. Añadió que eso es lo que ocurrió en la batalla de Jericó; el Arca entonó con sonidos lobo una melodía que devoró la partitura musical que constituía la fuerza interna de la muralla, siendo esta feroz composición de notas, que ataca en manada a otros sonidos, la causa de que se desplomara. Ante estos comentarios Jerónimo dejó caer el labio inferior

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dejando la boca abierta, sin poder articular palabra, con cara de sorpresa absoluta. —¡El Arca de la Alianza era un instrumento musical! —repitió. —¿Recuerdas algún otro nombre de esa reunión? —le preguntó Lilzáhira. Nicolás sonrió diciendo: —¡Sí! —y, como el niño que se siente el centro de atención contestó de carrerilla casi sin respirar—: Estaba el arcipreste Miguel Molsós, el imán Abdeltif Quamar y el desgraciado rabino Samuel ben Sahula. Al oír los nombres Jerónimo se sentó incrédulo sobre la tosca banqueta de olivo preguntando: —¿Qué hacían personalidades tan importantes de las tres religiones en el taller de tu padre? —Fueron los que encargaron el organistrum. Iéhoshua volvió a mirar el plano del instrumento con otra mirada, ahora intuía que en él se reflejaban datos de vital importancia para conocer qué ocurrió en el accidente de la catedral y siguió comentando: —La esfera marcada por los cuatro elementos gira frotando las cuerdas, que por el material que lo componen representan sin duda a los astros y a los planetas. —¿Hay metales que simbolizan a los planetas y a los astros? —preguntó Lilzáhira. —¡Sí! Los alquimistas utilizan ciertos metales para identificarlos con los planetas y los astros, por ello parece lógico que estas dos cuerdas de oro están representando al Sol, éstas tres de plata a la Luna, éstas de cobre a Venus, ésa de ahí forrada con hilo de hierro a Marte, ésta de aquí cubierta de estaño a Júpiter y ésas con plomo a Saturno. Además veo en esta parte —señalando con la mano sobre el dibujo de la caja de resonancia—, un pequeño depósito con la marca del mercurio que como es evidente simboliza a Mercurio. —Entonces ¿crees que este enorme organistrum ha sido diseñado para interpretar la música de las esferas? —Este instrumento sólo puede tener dos misiones —contestó—: La primera, interpretar la Melodía de la Creación, y la otra, la segunda— aquí se detuvo como si intentara sopesar las palabras—, neutralizar o destruir la música de las esferas —ante esta última afirmación mantuvo un reflexivo silencio y volvió la mirada hacia Lilzáhira y Nicolás—. Si esto último fuera cierto —añadió—, más que ante un plano de un instrumento musical, estaríamos ante el diseño de una máquina de guerra. Por lo que la destrucción de la escalera de la catedral —sentenció—, dejaría de ser un accidente y pasaría a ser un crimen. —¿Entonces mi padre, no tiene nada que ver con el accidente? ¡No fue un error de cálculo!

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—No te precipites en las conclusiones —le aconsejó Iéhoshua desplazándole la mano sobre el hombro para pedirle calma. Jerónimo se acercó hasta el arcón donde guardaban los planos de Lahcen y los volvió a extender sobre el suelo de madera. Cogió el plano que mostraba detalladamente los cálculos geométricos de la escalera y lo puso sobre la mesa, al lado del plano del organistrum gigante, preguntándose en voz alta: —¿Puede este instrumento musical ser un arma de guerra capaz de destruir con su melodía?

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ejaba un rastro pegajoso

. en su diminuto universo, caminaba sin darse cuenta de las miradas asqueadas de los dioses de la creación, enganchaba las seis patas sobre la blancura del pergamino a la vez que arrastraba su negra tripa por los códigos exquisitamente grabados, pataleando con indiferencia al conocimiento que pisaba. Fue un terrible grito quien paralizó su caminar. Movió las antenas para adivinar qué es lo que ocurría más allá de sus límites, pero fue demasiado tarde cuando descubrió la realidad del otro universo. Una sombra acompañada de un zumbido le persiguió en una huida desesperada, ¡¡Ploff!! No le dio tiempo a sentir dolor. —¡Asquerosas cucarachas! Últimamente están por todos los rincones, se están convirtiendo en una plaga —comentó Iéhoshua limpiando con la manga la mancha verdosa producida por las tripas del insecto sobre el plano del instrumento musical. —¡Uahhh!... ¡No utilices la mano para matarlas! ¡Sabes que me da nauseas! —exclamó Lilzáhira mientras Nicolás reía. Los restos del insecto de la palma los restregó sobre el calzón y siguió comparando los dos planos. —La escalera que diseñó Lahcen tiene 210 escalones y sobre cada uno de ellos hay anotado una combinación de las esferas celestes. Nicolás estiró el cuello para poder ver a través del hombro de Iéhoshua esas combinaciones, él las conocía porque era hijo de un artesano músico y como tal era aprendiz del arte de Orfeo, puesto que el conocimiento y los secretos de los oficios se enseñaban para que pasara de padres a hijos. —Mi padre decía que cada planeta y cada astro representan a

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una nota musical y que éstas se combinan con la distancia de otros planetas. Y es esta distancia, la medida de los diferentes intervalos musicales del concierto en los cielos. —¿Conoces qué sonidos se asocian a cada esfera? —preguntó Lilzáhira. —Creo que partiendo de la nota (Sol) que equivale a la Tierra... —dijo dudando mientras recitaba acompañándose con los dedos— la Luna es (La), Mercurio (Si bemol), Venus (Si), El Sol (Re), Marte (Mi), Júpiter (Fa), Saturno (Fa sostenido) y el Octavo Cielo (Sol). —Si el razonamiento es correcto, la obra del maestro constructor Lahcen es un concierto —añadió Iéhoshua—. Sobre cada escalón existe una combinación de esferas y al ser éstas equivalentes a sonidos musicales crean una fuerza polifónica. Y es esta fuerza quien parece que mantiene la estructura arquitectónica de la obra. ¡Ahora comprendo, Lahcen ha creado una arquitectura viva que se mantiene sobre las bases de la Creación! Es la fuerza de los sonidos de la Scala Célite quien la unifica y consigue mantener erguidas sus imposibles formas. ¡La catedral es un instrumento musical, por eso el viento la hace sonar y los truenos la hacen vibrar! —¡No! —añadió Nicolás mientras analizaba los símbolos del plano—. Hay tantas combinaciones musicales que es imposible que sea un único instrumento. ¡La catedral son varios instrumentos musicales! —sentenció rebosante de orgullo por su aportación. —¡Es verdad! —comentó Lilzáhira—, mi padre hablaba de que el concierto de la Creación estaba formado por decenas de instrumentos. Que cada elemento era en sí mismo un instrumento que vibraba al ritmo de las esferas y que cada materia o espíritu interpretaba su propia melodía dentro del Gran Concierto. —Si esto es así —dijo Iéhoshua mientras se acariciaba el mentón—, si la catedral es un conjunto de instrumentos musicales; lo lógico es que la escalera que se derrumbó fuera un instrumento musical independiente capaz de interpretar su propia melodía. Lo que nos lleva a deducir por lógica que su número de escalones, 210, debe tener una estructura pitagórica relacionada con la música... De momento con un simple análisis puedo afirmar que el 210 es el número triangular de 20, con lo que parece evidente que la construcción de la escalera sigue una lógica pitagórica... Pero a la vez —añadió algo decepcionado—, tal número de escalones elevan las combinaciones planetarias a un número imposible de sonidos, lo cual nos lleva a rechazar: “que la escalera diseñada por Lahcen sea un instrumento musical”. ¡No puede existir un instrumento musical con tantas combinaciones! —Mi querido marido, hay algo que se te ha pasado por alto en tu brillante razonamiento —le dijo con tono irónico y sonriendo maliciosamente—: ¡Que tu suegro y tu propia esposa son de origen musulmán!

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Por un momento no entendió la observación, pero cuando captó el irónico mensaje repitió varias veces: —Claro, pero ¡qué tonto soy! ¡Qué tonto soy!... Los musulmanes utilizáis la lógica de la escritura invertida. Entonces el número de 210 combinaciones de esferas debe ser interpretado al revés, de derecha a izquierda, es decir son sólo 012 combinaciones. Al llegar a esta conclusión se detuvo en su argumentación y tanto Lilzáhira como Nicolás notaron cómo la mente de Jerónimo retrocedía en el recuerdo... —¡Por supuesto! ¡El código del arcón donde se guarda la llave del Corazón del Corazón! —exclamó como si hubiera encontrado una verdad absoluta. —¿El código del arcón? —preguntó Lilzáhira ante el aparente cambio en el razonamiento. —Sí, ya he visto antes la combinación 0, 1, 2, en otra obra de tu padre, en un ingenioso arcón musical. Lilzáhira recordó el día de la visita a la fortaleza y el juramento de Iéhoshua a Benedicto XIII, y de nuevo, con la prudencia de la mujer que conoce a su marido guardó silencio y evitó preguntarle sobre aquel día. —Esta combinación de lado 2 (0+1+2=3), es la representación geométrica de la Trinidad, la del Arquitecto del Universo y de sus dos grandes profetas, Cristo y Mahoma —añadió Jerónimo—. Es el símbolo del Santo Cáliz, el sonido de los Siete Truenos, la voz del Séptimo Ángel. —Pero, ¿qué tiene que ver esto con el accidente de la catedral? —preguntó Nicolás. Los tres se quedaron en silencio observando los dos planos, buscando una relación entre la construcción de la escalera y la del instrumento musical. —¿Qué es esta pequeña marca que hay en este escalón? —señaló Nicolás mientras rascaba con la uña. —Parece una mancha —contestó Iéhoshua. —¡No, imposible, mi padre era un artesano exquisito que cuidaba al máximo los detalles de sus planos! —añadió con extrañeza Lilzáhira—. Era incapaz de dejar un borrón por pequeño que fuera. Si por accidente producía una mancha volvía a repetir el plano. Ante esta observación Iéhoshua se acercó hasta el baúl donde guardaba la daga con empuñadura de marfil y con la habilidad del cirujano que era, comenzó a limpiar con la afilada hoja la mancha del plano, sorprendiéndose cuando vio que tras ella surgió un pequeño símbolo apenas perceptible a simple vista. —¿Qué es esto? Lilzáhira arrebatándole el puñal acercó su afilada y resplandeciente hoja. La curvatura de acero se convirtió en un pequeño espejo de aumento que mostró una marca que ella reconoció de inmediato.

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Era el signo que su padre había creado para identificar al animal que formaba parte de la melodía primitiva de su alma. —¡Es el símbolo del lobo!

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n aquel instante

. volvió a recordar el reflejo plateado de la Luna en los ojos de su padre y el impactante aullido que emitió aterrorizando a la manada de lobos. Era una primitiva melodía que, durante casi diez años, le seguía sonando cada noche pidiéndole ayuda. Y ahora, ante ella estaba el signo que representaba el alma inmortal de su padre, el sonido primario del gran maestro constructor Lahcen el Ghoulb. —El Signo del Lobo está en el escalón número 13 —comentó venciendo la emoción del recuerdo. —¿Por qué está en el escalón trece? —preguntó Iéhoshua mirando al joven Nicolás, esperando quizá alguna aclaración desde la visión de un músico. Nicolás apoyó los codos sobre la mesa y dirigiendo la mirada hacia el plano buscó el escalón. —Sobre él está representado el Signo de la Luna, el sonido (La) —dijo Nicolás— parece ser que el escalón trece representa la distancia Tierra-Luna, equivalente al tono (Sol-La), éste corresponde a una distancia musical de 9/8 en el mapa celeste. Iéhoshua se quedó una vez más sorprendido por los conocimientos musicales del joven aprendiz, mientras que Lilzáhira, guiada por ese instinto felino que dirigía sus actos ante las situaciones de incertidumbre, acercó el plano del organistrum y lo sobrepuso sobre el de la escalera buscando una posible relación entre la construcción de ambos. Una curiosa coincidencia le llamó la atención, en su diestra, en la parte más baja, tenían dibujado exactamente con la misma proporción el mismo símbolo, un círculo con un punto en su interior. —¿Qué es este signo? —Es el símbolo del Sol —contestó Iéhoshua, que hasta ese momento no se había fijado en el detalle. —El Sol equivale al sonido (Re) en la “Scala Célite” —añadió Nicolás. Al levantar Lilzáhira los dos planos hacia la luz, superpuestos por la marca común del círculo solar, observó que los símbolos señalados en el escalón 13 coincidían exactamente con otros dos signos dibujados en el organistrum.

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—El Símbolo del Lobo encaja con el signo del círculo con una flecha —dijo—. Y el de la Luna que está sobre el escalón 13, coincide en el instrumento musical con el signo con una especie de hoz... —Son los signos de Marte y de Saturno, equivalentes al sonido (Mi) y (Fa sostenido) —aclaró Nicolás—. Es la medida de dos intervalos musicales, el que corresponde a Marte-Júpiter, con una distancia 16/15 y el de Júpiter-Saturno, con la distancia 25/24 en el Concierto de los Cielos. —¿Qué relación puede existir entre todos estos signos? —preguntó Iéhoshua mientras escribía los signos planetarios y los musicales en un pedazo de pergamino—. Hemos observado que los dos planos —razonó en voz alta ofreciéndose respuesta a sí mismo— tienen un punto de unión: “El Círculo Solar”. Esta coincidencia nos ha llevado a afirmar que el escalón número 13, dibujado con el símbolo de la Luna y el Signo del Lobo, coinciden en el organistrum con Saturno y con Marte. Por lo que hemos pensado, con cierta lógica que —aumentando su tono para realzar el interés—: “puede existir una relación directa entre el instrumento que sonó en la catedral el día del accidente y el trágico desplome de la escalera que diseño Lahcen”. Pero... hay un detalle que no sé cómo puede encajar dentro de nuestras observaciones: ¿Qué relación existe entre Zacarías ha Levi, el arcipreste Miguel Molsós, el imán Abdeltif Quamar y el rabino Samuel ben Sahula? Sin duda éstos son representantes importantes de las tres religiones, pero también tengo la certeza de que los tres se odian, puesto que cada uno de ellos representa la radicalidad en su fe y los tres defienden la pureza extrema en las creencias que representan. Entonces... ¿Cómo es posible que estas personas tan enfrentadas entre sí por motivos religiosos irreconciliables, unifiquen sus intereses para encargar la construcción de un gigante instrumento musical? ¿Quizá sea en este extraño pacto donde podamos encontrar alguna respuesta? —Podríamos hablar con ellos —añadió Lilzáhira interrumpiendo el razonamiento—. Yo podría entrevistarme con el clérigo Abdeltif y tú Iéhoshua con el rabino Zacarías ha Levi. —Sí, ya lo había pensado, pero existe un problema, el rabino Zacarías ha Levi se encuentra en la ciudad de Barcelona, y el único que podía ofrecerme más información, el rabino Samuel ha sido cruelmente asesinado, pero... —deteniéndose como si dudara— en el lugar del templo donde le mataron descubrí los cimientos de la escalera, su forma me recordó al Signo Solar... —¡Yo podría hablar con el arcipreste Miguel Molsós, era buen amigo de mi padre! —intervino rápidamente Nicolás sin dejar terminar a Iéhoshua. —No es preciso querido Nicolás que te mezcles en este asunto —le aconsejó Lilzáhira.

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—¡Ya lo estoy! Mi padre fue el artesano que diseñó el organistrum y además su trágico final puede estar también, quizá, relacionado con el accidente de la catedral. ¡Necesito conocer que causa envolvió su muerte! Iéhoshua miró a Lilzáhira y ésta asintió con la mirada. Ella conocía esa necesidad del alma de conocer, de saber qué es lo que ha motivado la muerte de un ser querido. —Sin duda, joven amigo, nos será de gran ayuda tu conocimiento sobre la Música de las Esferas —le dijo mientras le regalaba un beso en la mejilla. Nicolás se ruborizó.

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uando el Sol bajó

. su intensidad y la brisa del mar comenzó a sembrar una fina nube de arena por toda la Roca, decidieron salir del fresco refugio de piedra, barro y cal, para buscar algo de luz sobre las dudas que ahora ataban a los tres en un destino común. Mientras cerraba la puerta Jerónimo pensó en la situación tan curiosa en la que el destino les había unido. En torno a Lahcen y su arquitectura musical, un joven cristiano, una musulmana y un judío, estaban encadenados por la misma necesidad de conocer qué ocurrió y qué misterios se ocultaban tras aquel triste día del accidente en la catedral. Evitando la zona soleada, subieron por la calle del Suspiro hacia la plaza que se encuentra al pie de la fortaleza papal. Allí bajo los muros del castillo estaba el cementerio de la ciudad. El cementerio se encontraba dividido en tres partes iguales por medio de una hilera de cipreses que diferenciaba la zona donde reposaban los cristianos de la parte destinada al descanso de los judíos. Y otra plantada por palmeras, que delimitaba el espacio destinado para el sueño de los musulmanes, éste estaba cerca de la pared de la quibla orientado hacia la Kaaba. En el preciso momento en que llegaban a la explanada, el almuédano desde el minarete efectuaba la llamada a los fieles para la oración de la tarde. Lilzáhira les indicó su intención de acudir al recinto sagrado. Cubriéndose la cabeza con el pañuelo se dirigió hacia la parte de la mezquita donde las mujeres rezaban separadas de los hombres por exigencia de la Sharia.

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Sentados bajo la sombra de una palmera, mientras dormitaban, y el tiempo se resistía a transcurrir, ante ellos pasó una comitiva de varios religiosos que por su apariencia y emblemas llegaban desde Roma. Una especie de premonición arrastró los ojos de Iéhoshua hacia un rostro pálido, casi amarillento, de un monje con el hábito negro; éste le devolvió una mirada tan fría que le estremeció, en ese mismo instante supo que se volverían a encontrar. —¿Qué te sucede, parece que hayas visto a la Señora de la Guadaña? —le comentó Nicolás ante la palidez y sudoración de su rostro. —Peor —contestó mientras seguía con la mirada la expedición hasta que ésta se perdía en el interior de la fortaleza—, creo que he visto al mensajero del Señor de los Abismos. Al finalizar la oración Lilzáhira se acercó a Fátima Assam, la mujer principal, la favorita, del influyente comerciante de seda Alí Labich, para pedirle como favor que consiguiera que su marido mediara para que pudiera hablar con el imán Abdeltif. El trámite era necesario puesto que dentro de la comunidad musulmana una mujer no podía dirigirse directamente a un hombre y menos a un líder permanente del rezo. A la sombra de la corte papal, Alí Labich había conseguido pasar de ser un simple pescador, que de vez en cuando traía de algún país árabe objetos para uso personal o sencillos encargos, a comerciar con maderas preciosas, marfil y sobre todo con seda. Su riqueza era de tal magnitud que poseía factorías en las ciudades de Sevilla, Valencia y Barcelona. Además tenía gran influencia dentro de la comunidad islámica, puesto que había financiado en su totalidad la bella cúpula que representaba al paraíso ubicada sobre la sala de oración. Fátima esperó a que su esposo dejara de hablar de negocios con otros respetables del Islam y se acercó hasta él mostrando a todos los presentes sumisión social. Lilzáhira observaba desde una distancia prudencial para no ofender, aunque lo suficientemente cerca para poder escuchar. Alí se inclinó para oír lo que su mujer favorita le decía. Levantó la mirada y recorrió desde los pies a la cabeza la figura de Lilzáhira, sin esconder en el brillo de los ojos el desprecio. —Únicamente lo haré por respeto al maestro Lahcen el Ghoulb, ella ha traicionado la figh uniendo su vida a un judío. Agachando el rostro para no delatar la rabia que sentía por tal afirmación, se mordió la lengua para no replicar a un hombre dentro de la mezquita, ya que esto se consideraría una falta muy grave contra las leyes. Después de una larga espera surgió desde la penumbra, del

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fondo de la sala de oración, el imán Abdeltif Quamar, parecía que llevaba tiempo observándola desde la oscuridad. —¿Cómo te atreves a pisar de nuevo este recinto sagrado? —¡El único Dios es Alá y Mahoma su profeta! —contestó ante la provocadora pregunta. —¡Si estuviéramos en Granada mandaría que te azotaran en la plaza! —replicó Abdeltif con rabia contenida. —Lo sé, pero Alá ha querido que estemos en la sede del Santo Padre. Sólo he venido para encontrar unas respuestas —dijo levantando retadora su mirada de gata—, después saldré por la puerta de las mujeres y purificaré mis pies; a partir de ese instante rezaré según el hadiz al único Dios desde las habitaciones interiores de mi casa junto con mi esposo. —He aceptado esta reunión por la súplica del gran benefactor del zakat Alí Labich, así que: ¡mujer no te muestres insolente! —¿Qué tiene que ver el imán Abdeltif Quamar con el accidente en la catedral de los cristianos? —interrogó sin ningún tipo de rodeo. Ante la pregunta con tono acusatorio no pudo contener la rabia y su voz se convirtió en contundente. —¡Tu padre puso sus conocimientos al servicio del gran enemigo del Islam! —Mi padre sirvió fielmente a su Santidad Pedro de Luna —replicó rápidamente—. Y el Santo Padre ha buscado por medio de la convicción que convivan las tres religiones que tienen los mismos Profetas... —El enemigo del Islam no es quien lo ataca con la espada —añadió enloquecido— porque el ataque nos hace más fuertes y mártires en nuestra fe. El gran enemigo es quien por medio de la palabra y la discusión quiere hacernos creer que tanto cristianos, como judíos y musulmanes tenemos el mismo Dios. Nunca había visto tanta rabia contenida, ni una mirada tan cerca de la locura... —¡El accidente de la catedral cristiana fue un castigo, una advertencia para que la ley se respete fielmente! —¿Es voluntad de Alá que el imán Abdeltif pacte con los enemigos del Islam, como son los rabinos Zacarías ha Levi, Samuel ben Sahula y el arcipreste Miguel Molsós? —le peguntó para destacar con ello la contradicción de sus fanáticos argumentos. —¡Sólo he seguido la voluntad de Alá! Ya te he comentado mujer infiel que el auténtico enemigo del Islam es quien intenta deformarlo con la palabra... —¿Pero, has tenido que ver con el accidente de la catedral, maldito loco? —insistió perdiendo el respeto al lugar sagrado que pisaba, con la furia de la leona que descansaba en el fondo de su alma. —¡Pronto puede morir el Santo Padre! —sentenció con la mandíbula prieta por la rabia y la ofensa—, su edad es avanzada,

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y entonces, muchas personas de su alrededor pueden acabar en la hoguera o apedreadas en la plaza pública. Si esto ocurre pronto como se rumorea, me encargaré personalmente de que éste sea tu caso. ¡Mujer adúltera! Sólo daré una respuesta a tu gran insolencia: Yo he sido uno de los instrumentos de Alá para acabar con la herejía —y dándole la espalda se marchó diciendo—: ¡Si vuelves a la mezquita tu vida no valdrá nada! —¡Será el único Dios quien juzgue! Pronto conoceré la verdad y entonces mostraré a los hermanos de la fe, que eres un asesino. El imán volviendo la cabeza la miró con una mezcla de repugnancia y de locura fanática. Al salir de la mezquita Lilzáhira se lavó los pies en la pequeña fuente y golpeó sus sandalias contra el suelo en señal de desprecio ante Abdeltif. La vieron llegar rumiando y maldiciendo en árabe. Iéhoshua le preguntó por la entrevista, ella simplemente contestó: —¡Es un fanático, capaz de todo! En ese preciso instante, ante ellos volvió a pasar la comitiva de la Orden Negra con los emblemas del antipapa romano Martín V, que regresaba de la fortaleza papal. En los rostros reflejaban el fracaso y la ira. Los ojos de Iéhoshua se cruzaron de nuevo con los del personaje principal de esa expedición, en ellos vio cabalgar al jinete de la muerte.

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l. mirar en lo más profundo

. de aquellos ojos, en su líquido amarillento, vio un caballo bayo, y el que cabalgaba sobre él tenía por nombre Mortandad y el infierno le acompañaba... Sintió como si un relámpago le recorriera las entrañas, atravesándole el corazón y le estallara en lo más profundo del cerebro dejando grabado, como hierro incandescente, un terrible y premonitorio mensaje: ¡Nos volveremos a encontrar! Fue la voz de ella quien hizo que esta angustiosa visión desapareciera como niebla abrazada por el Sol de mediodía. —¿Qué te ocurre estás pálido y sudoroso? —No es nada. Nada, nada... no os preocupéis, sólo es el calor de la tarde...

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Cuando el Astro Rey daba su último beso y el almuédano llamaba a la oración del magrib, Nicolás se acercó hasta la tumba de su padre y la limpió de las pequeñas hierbas que brotaban a su alrededor. A esas horas del atardecer el cementerio se convertía en un lugar animado donde se mezclaban los rezos de las tres religiones, puesto que los familiares y amigos de los difuntos, aprovechando el fresco de la tarde, recordaban la memoria de los desaparecidos, incluso les traían pequeños presentes que depositaban sobre las tumbas. Después cenaban, bebían licores o tomaban infusiones, acompañados de sus muertos a los que hablaban como si de vivos se tratara. Al poco tiempo de que la luminaria principal se ocultara definitivamente en su morada y la Luna abriera su ventana hacia la Roca, vieron que se acercaba el alguacil Ramón Pastor y sus dos ayudantes. Cogida llevaba una pequeña caja de madera cuadrada, de apenas dos palmos de tamaño. —¡Buenas noches le ofrezca el Creador de todas las cosas al representante del Rey y a su justicia! —dijo Iéhoshua como saludo. —Realmente desearía que fuera una buena noche —respondió el alguacil—, pero estamos aquí para un funeral. —¿Un funeral? ¿Quién ha muerto? —preguntó Lilzáhira. Ramón Pastor abrió suavemente la pequeña caja mostrando una mano ensangrentada. Al ver el miembro amputado Iéhoshua reconoció por la forma de las uñas, parecidas a las de un lagarto, la mano del barquero del pantano. —¡Hay amores que sin duda matan! —añadió con solemnidad Ramón Pastor—. Una hembra siempre es una hembra, da igual que sea leona, reptil o mujer... ¡Al final siempre eres devorado! Iéhoshua mostró una pequeña sonrisa de complicidad, mientras que Lilzáhira emitió entre dientes un sordo rugido de desaprobación. —¡Sin duda el alguacil ha tenido experiencias negativas en el amor! —pensó hacia sus adentros. De la pequeña bolsa de cuero que colgaba en su cinto, Iéhoshua sacó un par de monedas de cobre y las introdujo en la caja pinzándolas entre los dedos de anfibio, diciendo: —Espero Granota, Rey del Pantano, que el barquero Caronte admita estas monedas para cruzarte al otro lado del Río del Olvido... Fue un entierro iluminado por la Luna, con sombras plateadas que danzaban sobre las tumbas. La mano del barquero del pantano fue depositada en una pequeña fosa excavada por el propio Ramón Pastor, en la zona donde reposaban las grandes personalidades militares de la Roca, cosa que escandalizó a los ayudantes del alguacil, dos cristianos viejos.

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—¡Es la mano de un rey! —remarcó mirándoles a la cara—. Su reino era el pantano y sus súbditos miles de criaturas de las ciénagas. Nicolás de uno de los bolsillos del calzón sacó una bella concha que depósito como presente sobre la caja. Lilzáhira quitándose el pañuelo de seda de la cabeza lo dejó caer sobre la pequeña fosa, bajó meciéndose por la brisa. Iéhoshua arrodillándose, puso la mano derecha sobre la madera y pronunció una oración por el difunto en su lengua materna. Al finalizar el entierro, el alguacil despidió a sus ayudantes con un simple: —¡Id con Dios! Se retiraron balbuceando en voz baja, por el tono, se percibía que estaban rabiosos. Aprovechando el fresco de la noche los cuatro se sentaron apoyando la espalda en las lápidas. —Ha llegado hasta mis oídos que habéis hablado con el imán Abdeltif Quamar —dijo Ramón Pastor—, la comunidad islámica está molesta. —Estás muy bien informado —añadió Iéhoshua. —Es parte de mi trabajo —contestó—, soy los ojos y oídos del Rey en Peñíscola. —¿Entonces conocerá el alguacil —preguntó con ímpetu Lilzáhira—, que la tragedia que ocurrió en la catedral hace cinco años, no fue un accidente, sino todo lo contrario, un asesinato? Ante la pregunta guardó silencio... Del cinto sacó un pequeño canuto de caña y de dentro de él un par de dados de madera de olivo. Agitándolos entre sus manos los lanzó sobre la losa de una de las tumbas. Uno de los dados en su cara mostró un uno y el otro un dos. Los recogió rápidamente, los volvió a agitar con fuerza y a lanzar, los dados mostraron un cinco y un tres. —Esto es azar —dijo—, cada tirada es un accidente imprevisible. Lo que ocurrió aquel día en la catedral fue fruto del azar, fue un accidente. Yo estuve allí y vi con mis ojos qué es lo que ocurrió... —Si cogemos las tiradas de los dados, una a una, son un aparente fruto del azar —añadió Iéshoshua con el tono de profesor que utilizaba en la Logia—, pero si realizamos una sucesión de tiradas podemos predecir cuántas veces un número concreto puede aparecer durante cien tiradas: Puesto que no ocurre nada sobre la Tierra, por desordenado que parezca, que no tenga una lógica. Si cogemos los dados y los lanzamos doce veces nos encontraremos que el seis puede aparecer... En ese momento, sin dejar terminar la magistral explicación a Iéhoshua, Nicolás sacó de su bolsillo un par de dados de hueso y retó a los presentes:

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—Voy a lanzarlos tres veces, y en cada una de ellas aparecerá un cinco y un seis. Los lanzó una vez, y se quedaron todos con la boca abierta porque realmente el azar mostró un cinco y un seis. Los volvió a recoger rápidamente y los tiró de nuevo, la sorpresa aumentó porque volvió a aparecer un seis y un cinco. Y en el momento en que se disponía a recogerlos para lanzarlos por tercera y última vez, cuando la incredulidad reinaba en la mente de los presentes, Ramón Pastor le apresó con un rápido movimiento la mano e inspeccionó detenidamente los dados. —¡Lo que me imaginaba, están trucados! —mostró los dados, uno de ellos en todas sus caras tenía un cinco y el otro, en todas un seis. —Bueno, también cabe la posibilidad de que el accidente no fuera debido al azar sino que estuviera preparado como estos dados —comentó Nicolás con una forzada y maliciosa sonrisa—. ¿Puede que fuera un suceso amañado? Ramón Pastor pellizcando con fuerza la oreja de Nicolás la retorció estirándola con saña hacia arriba. —Jovenzuelo, sabes que está totalmente prohibido utilizar dados trucados —y cogiendo los amañados los lanzó hacia atrás y abriéndole la mano dejó caer sobre ella los suyos de olivo—: ¡Lanza éstos pequeño tramposo, pero ten en cuenta que si no sacas un cinco y un seis en esta última tirada que queda, pasarás unas cuantas noches en el calabozo! Además, si la suerte no está contigo —añadió como apuesta—: No quiero oír hablar nunca más del accidente de la catedral, si por el contrario la fortuna te sonríe, cosa que creo improbable, escucharé con respeto vuestras locuras. Nicolás dolorido por la pinza de los dedos que le iba retorciendo poco a poco la oreja, lanzó los dados sobre la tumba, con tal efecto que ambos rodaron sobre uno de sus vértices como una peonza. Le pareció la tirada más larga de su vida. Todos se quedaron con los ojos como platos, incluido el propio Nicolás, cuando los pequeños cubos mostraron un cinco y un seis. Lilzáhira estalló en una carcajada abrazando al joven que permanecía incrédulo por la hazaña realizada. Iéhoshua ante el resultado parecía ausente y pensativo, su razonamiento se había centrado en “si el resultado era simplemente fruto del azar o por el contrario una consecuencia de una intención divina” —Quizá el resultado de la jugada —pensó—, sea debido a un soplo sobre los dados del Gran Arquitecto del Universo. Sin duda es una señal para indicar que estamos siguiendo el camino correcto, eso explicaría el porqué estuvieron rodando sobre sí mismos como una peonza. Ramón Pastor resignado ante el resultado dejó caer su trasero y resoplando apoyó la espalda sobre la lápida.

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—Bueno pagaré mi deuda, escucharé vuestras locuras, pero... ¡quede bien claro, que únicamente las escucharé! Aunque escuchaba y guardaba silencio para cumplir con la apuesta, sus ojos delataban que pensaba que los compañeros de tertulia estaban locos, pues hablaban de un concierto en los cielos producido por planetas y astros, de unos Sonidos Lobo capaces de devorar a otros sonidos, de un instrumento musical que no era lo que aparentaba, que en realidad era una máquina de guerra. Pero el colmo de su paciencia fue cuando le dijeron que sospechaban que el accidente de la catedral, del que él mismo fue testigo, no fue un accidente, sino que fue un asesinato premeditado, donde creían además, que estaban implicadas personalidades de gran prestigio religioso, como eran el arcipreste Miguel Molsós, el imán Abdeltif Quamar y el rabino... —¡Es algo totalmente descabellado, fuera de la lógica divina! —vociferó—. Yo estuve en la catedral y vi con mis ojos lo que realmente ocurrió. Creo que vuestro razonamiento es fruto del calor excesivo. Recuerdo aquel trágico día. La catedral de Nuestra Señora, todavía en obras, se engalanó con las mejores flores cultivadas en las huertas de la alquería de Benicarló. Las calles por donde debía pasar la comitiva del Santo Padre se alfombraron con hojas de olivo y hierbas aromáticas, en las ventanas se colgaron tapices. ¡Llegaba Benedicto XIII y con él decenas de cardenales, nobles, comerciantes..., que sin duda cambiarían la ciudad! ¡Arrancarían la miseria y el hambre! Pues traían santidad y sobre todo lo que era más necesario, dinero y grandes tesoros ¡Qué ciegos estábamos, pues confundimos ambición por santidad y traición por dinero! —lamentó con voz profunda—. En el templo no cabía un alma, estaban los representantes de todos los reinos excepto el del humillado Condado de Urgel. Incluso fueron invitadas todas las aljamas, del Islam y del Judaísmo... La reina María de Trastámara vestida de negro llegó montada en un corcel blanco, acompañada en su diestra por el dominico Vicente Ferrer que subido sobre un asno bendecía como si de un santo se tratara, le seguía un séquito de casi una docena de flagelantes. ¡Este dominico hubiera sido un buen comediante! —apuntilló con ironía—. Al llegar al templo, descendió del burro y ante un gentío eufórico predicó sobre la inminente llegada del Anticristo y el fin de los tiempos. ¡Un ave de mal augurio! Después éste acompañó a la Reina por todo el templo para mostrarle orgulloso el retrato que los artesanos habían tallado en los capiteles de la propia Dama de Castilla, junto con el del rey Alfonso. Todos halagaban la obra del Papa. ¡Cuánta hipocresía, la mayoría ahora le han dado la espalda! El poder no tiene amigos, sólo alimenta escorpiones a su alrededor —sentenció. —Sí, conocía esta visita de la Reina y del respetable Vicente Ferrer porque el rabino Samuel me mandó una carta a Salamanca para contarme el acontecimiento y su trágico desenlace —aclaró

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Iéhoshua—. También me informó que después de este accidente Vicente Ferrer se enfrentó al Papa, exigiéndole que entregara el Grial a María de Castilla, y como éste no lo hizo, le amenazó con abandonar su causa, incluso se rumorea que le maldijo. —¿Por qué no tendrán un término medio estos santones? Un día bendicen, otros maldicen... Tan pronto hoy predican la piedad, como mañana exigen que sean quemados los herejes. Son titiriteros que con cuatro trucos de magia y un puñado de maldiciones asustan a los pobres —comentó el alguacil dejando claro con ello que no era amigo de clérigos, monjes y cardenales. —Se rumorea que profetizó al Santo Padre que, los niños llegarían a jugar con su cabeza a modo de pelota— añadió Nicolás—, y que Benedicto XIII le replicó: Las injurias son ornamento del bueno, ca la injuria es piedra preciosa en la corona del homme... El justo face maravillas e recibe injurias... Pues que ansí es, derechamente puedes considerar que las maldiciones que en esta vida padece el justo por la piedad de Dios, grand gualardón le acrecientan... Déjale, e maldígame porque Dios me acate, e me dé gualardón por aquesta maldición de hoy... Ese mismo día Vicente Ferrer partió enfurecido hacia el Reino de Bretaña para no regresar más —concluyó Nicolás. —Dejemos de hablar del Ángel del Apocalipsis y cuéntanos que viste ese día —intervino Lilzáhira para centrar la conversación. —La escalera diseñada por el maestro constructor Lahcen el Ghoulb —siguió contando el alguacil— fue la admiración de todos los visitantes a la ciudad, se escuchaban voces de que posiblemente fuera la que recorría la torre más alta de la cristiandad... Daba la sensación de estar suspendida en el aire, tenía una forma de lógica imposible pues a simple vista sólo se sujetaba en dos puntos, partía desde la tierra y serpenteaba sobre sí misma hasta apoyarse en el cielo. Y levantando los brazos para indicar sin palabras la exageración de la obra, tomó aire, lo mantuvo un instante para saborearlo y opinó como si de un artesano constructor se tratara, porque el opinar era gratuito, siempre y cuando no se tratara sobre dogmas de religión. —¡Era imposible que esa estructura de piedra se mantuviera erguida sin desplomarse! Y así fue, la locura siempre tiene un precio. Después de subir los artesanos, en el preciso instante en que su Santidad el Papa se disponía a ascender los peldaños, para bendecir desde lo alto la que iba a ser la catedral más admirada, vi con mis ojos que el cardenal Juan Carrier retuvo por el hombro a Pedro de Luna impidiendo que comenzará a subir. En ese momento sonó la música del fabuloso instrumento construido para tal solemne acto, el lugar sagrado vibró con una melodía celestial. ¡Por eso es imposible que ese instrumento fuera una máquina de guerra, sonaba como la música de los ángeles! —añadió remarcando con el tono de voz la última frase—. Hasta que un terrible crujido, similar al que produce

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una rama seca cuando se quiebra, fue la señal de que el hombre no puede violar las leyes de Dios... La escalera se desplomó destruyendo el fabuloso instrumento musical, arrastrando tras de sí, al mundo de las sombras, a veinte artesanos y a cinco músicos. —¿Has dicho que el cardenal Juan Carrier detuvo la subida de Benedicto XIII antes de que comenzara a sonar el organistrum? —destacó Iéhoshua. Guardó silencio un instante, intentando recordar lo dicho en su relato y contestó: —Sí, el cardenal Carrier evitó con esa acción la muerte segura de Benedicto XIII. ¿Qué hay de malo en eso? Los cardenales son las personas que están más cerca de Dios después del Papa y es lógico que el Creador les ofrezca algo de visión de futuro ¿no? —replicó el alguacil con tono que mostraba intencionalidad irónica. —¿Crees Iéhoshua que el cardenal Juan Carrier tiene conocimiento de algo que no te ha contado? —preguntó Lilzáhira. —De todas formas vuestras sospechas parecen más bien derivadas del licor de nueces que de los hechos —añadió Ramón Pastor intentando zanjar la polémica. Lilzáhira ofendida replicó con tono alterado: —¡Si veinticinco muertos, los asesinatos del rabino Samuel ben Sahula y del artesano músico Juan Albiol le parecen fruto del licor de nueces al representante del Rey en Peñíscola, es que éste está realmente ciego y sordo y que además tiene la cabeza hueca como un tambor! Iéhoshua la abrazó por la cintura para pedirle sin palabras que se calmara. Y en ese momento de apasionada tensión, Nicolás añadió: —Se me acaba de ocurrir el modo de convencer al testarudo alguacil de que nuestras sospechas son ciertas —todos callaron ante esta afirmación—: ¡Reproduciremos fielmente lo que ocurrió el día del accidente! —¡Lo que faltaba, habéis contagiado vuestra locura al joven Nicolás! —exclamó Ramón Pastor. —En el taller de mi padre se guarda todavía la reproducción exacta del organistrum que sonó el día del accidente, además tenemos el plano del maestro Lahcen, por lo que podemos reproducir una escalera idéntica a tamaño reducido.

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a mirada opaca

. mostraba a una mujer que no sentía caricias sobre su piel y la boca prieta le dibujaba arrugas en los labios que escribían un mensaje de odio. Apenas rondaba los veinte años y ya era temida por toda la nobleza y burguesía, pues a la Lugarteniente General de Aragón no le temblaba el pulso a la hora de empuñar el acero e instaurar el orden real. Nunca una mujer tuvo más agallas, pero le traicionaba el deseo de venganza que nace de los celos desmesurados y obsesivos. Cubierta por varias capas de oscuridad esperaba la infanta de Castilla y reina de Aragón María de Trastámara, a su lado, la viuda Leonor de Alburquerque le susurraba en el oído consejos, muchos de los presentes sospechaban que de bruja. Los monjes franciscanos le sirvieron una bandeja de las mejores frutas cultivadas en las fértiles huertas de Benicarló, pero levantando la mano indicó que las retiraran. No pestañeaba, no movía un solo músculo del rostro, sólo mantenía fija la mirada en la puerta de la cabaña principal del incipiente convento. El primero en llegar fue el canónigo y doctor en leyes de la universidad de Lérida Alfonso de Borja, quien inclinándose se disculpó por el retraso. Por primera vez mostró movimiento en el rostro al arquear las cejas, exigiendo sin palabras que explicara la situación. —¡Majestad, no hay mula más terca en toda la corona de Aragón y de Castilla! Le he ofrecido más de 50.000 florines en oro y todo el prestigio que un hombre puede desear para él y todos sus seguidores y como respuesta… —¿Cuál ha sido la respuesta? —preguntó la reina viuda Leonor, sin dejar terminar a Borja. —Que los Trastámara… —aquí mostró dudas sobre lo que iba a decir—: sin ser reyes, Benedicto XIII los ha hecho regentes y ahora como pago, esta desagradecida Casa desea que él, siendo el auténtico sucesor de San Pedro, deje de ser el Papa. —¡¿Qué más ha dicho ese brujo?! —gritó Leonor. Tras una pausa que mostró que Borja buscaba en la memoria recordar hasta el último detalle y palabra contestó: —Bienaventurado es el varón que sufre la tentación, que commo fuere probado rescebirá corona de vida. Ítem por la tentación habemos acrescentamiento de virtudes, ca non es alguno que se conozca, si non fuere tentado; nin puede alguno ser coronado, sin non fuere vencedor; nin puede alguno vencer, si non peleare; nin puede alguno pelear, si non tuviere enemigos e contrarios… —además añadió que le dijera a su

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majestad: — Aun de la batalla del espíritu malo non seas torbado; ca non puede facer más de lo que de Dios le es permitido… —¡Sin duda es un lunático guiado por el diablo! —exclamó Leonor dirigiéndose a la joven reina María—. ¡Hay que tomar Peñíscola por la fuerza de la espada! ¡El Santo Cáliz pertenece a los Trastámara! —El rey Alfonso no desea que la sangre manche el palacio pontificio —añadió con voz serena, pero repleta de autoridad, Alfonso de Borja al discurso incendiario de la viuda Leonor. La reina María al escuchar el nombre del Magnánimo reventó su caparazón de hielo y mostró en las retinas el fuego que la consumía. —¡El Rey tiene otros menesteres, el pecado de la carne le impide ver la necesidad que tiene la Corona de enmudecer a ese viejo terco! ¡Llamad a mi presencia al alguacil de la ciudad! Ramón Pastor entró erguido como un roble, ensanchando su espalda para ofrecer la sensación de guerrero de la antigua Roma, acompañado por sus dos ayudantes, perfumados con el aroma del vino de San Mateo y el hedor del estiércol de oveja. La Reina, sin poder evitar su condición de mujer, lo primero que vio es que el alguacil llevaba desde las botas hasta la rodilla los calzones repletos de fango, después ascendió recorriéndole al detalle todo el cuerpo hasta detenerse en las cicatrices del rostro. Al darse cuenta de la inspección ocular, Ramón Pastor desplazó con fanfarronería la mano sobre la empuñadura de la daga, abrió las piernas para parecer una sólida fortaleza humana y que además se adivinara en la forma del calzón lo que un aguerrido soldado ha de poseer ante cualquier batalla, contestando: —¡Perdone su majestad la presencia! Pero entre Peñíscola y Benicarló existe un pantano repleto de bestias de los abismos… —aquí con chulería apretó su daga—, podríamos haberlo rodeado pero no tememos a esas alimañas —mostró una pequeña sonrisa al añadir con voz potente y tono de orgullo su conocida presentación—: ¡El representante del Rey y de su justicia en la ciudad de Peñíscola a sus órdenes! —¡Sí, sé quien es!... ¡Alguacil, deseo un informe detallado de todos los accesos a la fortaleza! ¡Número de hombres que la defienden! ¡Cuántos de ellos son fieles a la corona y cuántos al maldito brujo! —El Papa es una persona justa… —comentó descolocado Ramón Pastor por la exigencia de la reina María. —¿Cómo puede ser Santo quien es aconsejado todos los días por el Diablo? —interrumpió Leonor. —Quizá debamos seguir profundizando en la negociación, siempre existe un camino para el entendimiento —añadió Alfonso de Borja—, el Magnánimo así lo desea. Al escuchar el nombre del Rey, María volteó el rostro hacia el canónigo de Lérida diciendo:

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—¡Sólo cuando repudie a la prostituta Giraldona de Carlino, será escuchada la voz del Magnánimo! ¡Mientras tanto mi palabra es la ley! ¡¡Que sea sitiada la ciudad!! —gritó con los ojos desorbitados. Ramón Pastor adivinó que los actos de la Reina estaban guiados más por el deseo de venganza hacia el rey Alfonso que por el odio que sentía hacia el Papa Luna. Y por primera vez en muchos años se asustó, porque los celos de una mujer poderosa e inteligente auguraban un paisaje de tierra quemada. —Alguacil, su porte y mirada me son familiares… —añadió la viuda reina Leonor, acercándose a paso lento a Ramón Pastor, éste mostró una forzada sonrisa. —¡Dígale al maldito, por más de cien veces! —exclamó María dirigiéndose a Alfonso de Borja, mientras Leonor seguía cercando a Ramón Pastor con la intensidad del ritual de ataque de una araña a una mosca, buscando recordar de qué le conocía—: La Reina desea que abdique y devuelva el Grial, si lo hace se le recompensará y si no lo hace, las plagas bíblicas serán un juego de niños al lado de su ira… Y usted alguacil: ¡Cuelgue este cartel por todos los rincones de esa apestosa ciudad! De entre el séquito surgió temblando como polluelo bajo la lluvia el Secretario Real entregándole el pergamino, a la vez que la viuda negra seguía repitiéndose de qué podía serle familiar el representante del Rey en Peñíscola. Pero todos enmudecieron cuando una persona que hasta ese momento había permanecido en última fila se adelantó al centro de la sala e inclinándose dijo a la Reina: —Majestad, el verdadero Papa de Roma, el santo Martín V, desea que ponga a sus pies mi ejército para acabar con el nido de la Bestia… —¡Gracias cardenal! De repente la mirada de Alfonso de Borja buscó la del cardenal Pierre de Foix para colisionar con rabia y enfrentarse con la espada del lenguaje de los silencios. La última frase que fue pronunciada en esta audiencia real en el modesto monasterio de las alquerías de Benicarló fue: —¿De qué me resulta familiar alguacil?

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l primer golpe

. dobló el clavo como un anzuelo, el segundo incrustó hasta la mitad la punta y el tercero, fue tan desafortunado que el martillo le pillo de lleno el dedo gordo.


—¡¡Uuuhaaauu!! —rápidamente se le amorató la uña—. ¡Estúpido trabajo! —berreó. Mientras se chupaba el dedo para calmar el dolor, los primeros rayos iluminaron la puerta de la catedral realzando el cartel que tan torpemente había claveteado. Lo miró inclinando la cabeza para ver si era legible, desde un palmo, un brazo, tres pasos... y sin quitarse el dedo de la boca lo leyó en voz alta: —Aviszo a toaa aa poblaczión: Aa geina Magía de Trgastámaga poc aa gaaaacia de Dioz... —aquí se quitó el dedo de la boca, el hinchazón le quemaba tanto que agitó la mano como un abanico—: ... Infanta de Castilla y Reina de Aragón, así como Lugarteniente General en ausencia del rey D. Alfonso V el Magnánimo a quien Dios proteja. Prohíbe a toda la población, sean clérigos, nobles, villanos... realizar comentarios de cualquier tipo, en posadas, tabernas, plazas, mercados, etcétera, sobre la gran ramera napolitana Giraldona de Carlino. Quien desobedezca será castigado con cien azotes y preso durante tres lunas. Firmado en Benicarló año de nuestro señor de 1422. En ese mismo momento Ramón Pastor vio que subía Iéhoshua acompañado por un fraile. —Buen día de Dios al filósofo que acarrea más problemas de toda la Corona —saludó irónicamente. —No sé si será bueno, pues acabo de ser reclamado de nuevo a la fortaleza, ya es la segunda vez en pocos días. Su santidad necesita de mis servicios. —¿Pero no tiene ya un galeno del Rey? —¡Fuiiiiii!... —resopló el fraile a la vez que respiraba insistentemente. Ante la pregunta encogió los hombros y sin responder a ella reaccionó buscando cambiar de tema: —¿Ese cartel no está torcido? —¿Tú crees? —reculando unos pasos lo volvió a mirar. El fraile asintió con la cabeza. —¿Acaso pasó la noche el alguacil en la taberna? —preguntó bromeando. —¿Cómo médico tienes algo en contra del buen vino de San Mateo? —¡Por supuesto que no! El gran Avicena dejó escrito que: Es bueno emborracharse una vez al mes, no por la bondad de la borrachera sino porque a causa de ella se produce vómito, sudor y defecación que limpian el cuerpo. Pero sólo hablaba de una vez al mes no de todos los días. Si el representante de la justicia sigue con la rutina de visitar la taberna cada atardecer puede quedarse el Rey en Peñíscola con los ojos ciegos y los oídos sordos... —tras una amplia sonrisa y un saludo de despedida con el brazo añadio—: Por cierto, deberías orinarte sobre el dedo, eso te limpiaría la herida y evitaría la caída de la uña.

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Cogiendo de nuevo aire continuó el camino. El religioso resoplaba dos pasos por detrás. En la sala hospital de la fortaleza le esperaba el cardenal Gil Sánchez Muñoz quien, a la vez que le acompañaba hasta la habitación del Pontífice, le dijo: —Mientras celebraba la liturgia perdió el conocimiento y se desplomó sobre el altar. Ante la terrible sospecha de que hubiera sido envenenado de nuevo, Iéhoshua le pidió que corriera hasta la biblioteca y exigiera al vigilante el tratado de Moshed Ben Maimon sobre los venenos y sus antídotos. El cardenal arremangándose el faldón como para cruzar una charca comenzó una carrera asfixiada hacia la sala del conocimiento. Benedicto XIII se encontraba sobre el lecho, rodeado por el cardenal Juan Carrier, el canónigo Alfonso de Borja, su confesor Guillem de Gastón y el médico impuesto por el Rey, con el pecho descubierto y sobre éste media docena de sanguijuelas alimentándose. Lo primero que hizo fue mirarle las pupilas, abriéndole los ojos con los dedos. El análisis de los globos oculares le tranquilizó porque le descartó de inmediato la presencia de sustancias tóxicas. —¡Arrancadle las sanguijuelas! —exclamó. La orden no pareció ser del agrado del galeno real, puesto que éste le miró con cara de desprecio murmurando entre dientes: —¡Malditos forzados! —con clara alusión a la conversión de Jerónimo de Santa Fe. Al escuchar el insulto Pedro de Luna se irguió con esfuerzo sobre el cabezal y le replicó: —El conocimiento alquímico y médico se lo debemos al Islam y al pueblo de Israel... así que galeno controla tus humores y agradece a Isaac Judaeus, a Avicena, a Abul Casim... la dignidad de haberte cedido el buen hacer para sanar los males del cuerpo —tumbándose de nuevo le indicó con un gesto que saliera de la alcoba, éste agachando la cabeza marchó con la mandíbula prieta por la rabia. Le fue palpando con los dedos cada rincón del cuerpo, buscando alguna señal de inflamación o de dolor. Guillem de Gastón entornando los ojos comenzó una oración. —¿Es grave? —preguntó Juan Carrier. —¡Estoy bien, os he dicho que me encuentro bien! —gruñó—. ¡Por el Obrador de todas las cosas Gastón deja de rezar! Inmediatamente Guillem dejó de musitar el monótono sonido, pero el movimiento de los labios delataba que oraba hacia sus adentros. —Ha sido un achaque debido a la edad y al cansancio. —Et mucho te debes de gozar en dejar la mocedat, e ser traspa-

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sado en verdadero homme —añadió Benedicto—, ca ansí commo los frutos non son sabrosos nin dulces sinon cuando son bien maduros, ansí el homme sinon cuando es en la vejedat. —Es una gran verdad, pero mi consejo es que debe seguir al pie de la letra las indicaciones de reposo y de dieta... —Quizá Santidad ha llegado el momento de ceder —intervino Borja—. El Magnánimo Alfonso ha prometido que Roma reconocerá los privilegios de todos los seguidores del justo Pedro de Luna dentro de la Santa Madre Iglesia si abdica a favor de... —¡No es el momento! —cortó Carrier a Borja. —¡Nunca entregaré la Tiara al Maligno! —sentenció—. ¿Cómo poder descansar? Si los enemigos del homme son los de su casa. Si algund señor había de temer las gentes de armas de su regno e de la su hueste, esto es, a los propios vasallos suyos, en mucho mayor peligro está que si le ficiesen guerra los extraños de fuera de su regno —dijo mirando a Carrier y a Borja—. Incluso quienes me deben el poder desean mi fin —añadió con clara referencia a los Reyes de la Corona—. La reina María, con apenas veinte años se ha convertido en una víbora peligrosa capaz de herir con su aliento. En poco tiempo ha conseguido con sus injusticias provocar la revuelta de los campesinos de Cataluña. ¿Quién diría que esa mariposa de quince años que casé con el futuro Rey de Aragón en la Catedral de Valencia se transformaría en una cruel mantis religiosa? E ansí la corrupta homildosa vale más que la virgen soberbiosa. Con problemas respiratorios por el esfuerzo, en ese momento, hizo su entrada el cardenal Gil Sánchez Muñoz abrazado al tratado de Maimónides sobre venenos. —Lo siento eminencia —dijo Iéhoshua excusándose—. ¡Gracias al Creador no es necesario! Aunque por los tiempos que corren y las aves negras de mal agüero que surcan los cielos de Peñíscola no estaría de más que lo dejara cerca de la habitación del Santo Padre. —Desearía quedarme a solas con mi buen amigo Jerónimo de Santa Fe —solicitó el Papa. El cardenal Carrier antes de marchar le dirigió una mirada que sin palabras le recordó la promesa pendiente. Alfonso de Borja se despidió con un simple desplazamiento de la mano al corazón, Guillem de Gastón se santiguó varias veces como si fuera a enfrentarse al mismo Diablo y el cardenal Gil Sánchez dejando sobre el escritorio el tratado resopló mientras salía. —Estoy informado de las muertes del rabino Samuel y del artesano músico Albiol. Sé que también estás empeñado en conocer cuáles fueron las causas de la tragedia de la catedral… Por un instante pensó que le iba a aportar información de interés, quizá relacionada con el lejano asesinato del arzobispo de Zaragoza, asesinato que condenó al Conde de Urgel y coronó a Fernando el de Antequera, pero sólo añadió:

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—Et ansí commo el ballestero cierra el un ojo porque el otro ojo adrezando envíe más ciertamente la saeta al señuelo, bien ansí el homme cuanto menos vee con los ojos del cuerpo, tanto más vee con los ojos del ánima… Iéhoshua, abre los ojos del alma, no mires el Santo Cáliz de la Última Cena con los ojos del cuerpo pues éstos te harán errar. —¿Cree su Santidad que debería protegerse entre estos muros el Grial? ¿Está la Dama de Castilla intentando acabar con la obra del Santo Padre? Ante las preguntas tan seguidas y directas no pudo evitar sonreír. —En estos momentos, el lugar menos seguro para el Vaso Sagrado es esta fortaleza, puesto que, incluso a mí, que elegí en su momento a la corte que me halaga, me resulta difícil distinguir entre la fiel oveja y el lobo recubierto con piel de cordero. El traidor sin duda está vestido de santidad y se encuentra emboscado cerca de este sillón, por ello querido Iéhoshua, te encomiendo la protección del Cáliz. En cuanto a la Reina, sólo es una pieza de ajedrez en las manos de la bruja Leonor. Ha conseguido derribar, el caballo, al conde de Urgel, ha teñido de oscuridad al blanco alfil Vicente Ferrer y ahora, cercará con astucia las torres de Peñíscola… Pero estimado Jerónimo, está tan ofuscada y cegada por los celos y el resentimiento, que no podrá vencer a la verdad, no sabe: Ca el agua de la tribulación es convertida en vino de la alegría espiritual e consolación… Ca el que persigue a los justos, face corona a ellos. Et aquesto facen algunas veces non magnifiestamente persiguiendo, mas ocultamente, ansí commo de zaga, por de traición, con martillo en el fierro feriendo. —Veo que el santo Padre a pesar de la edad y los achaques sigue con pensamiento y verbo ágil. De todas formas, me aproximaré a la botica para prepararle un tónico que le devolverá la juventud. Le dejo solo, durante… —El sabio nunca puede estar solo —replicó sin dejarle terminar—, ca tiene cerca de sí siempre algunos pensamientos que fueron siempre e son buenos. Et tiene libros, de los cuales saca buenos enxemplos, e lo que non puede con el cuerpo con el corazón acaba. Iéhoshua a la vez que agachaba la cabeza llevándose la mano al corazón salió en dirección a la botica del hospital.

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C

on miedo, estiró el brazo

. para acariciar el anillo del Rey Pescador y de repente, lo retiró al notar que era abrasado. Armándose de valor lo volvió a intentar, esta vez el metal le produjo una agradable sensación en las yemas. Con suavidad lo introdujo lentamente en el dedo y los ojos se le dilataron como dos lunas llenas repletas de ríos de sangre, parecía que se le iban a salir de las órbitas debido al extraño placer que le embargaba. Tras un corto instante acariciándolo como si fuera el rostro de una bella mujer, lanzó con decisión las manos para apresar la Tiara, fue entonces, a la vez que la depositaba con suavidad sobre la cabeza, cuando su cuerpo vibró, transformando en jadeante la respiración. Recostándose en la Silla Papal se retorció con la intensidad que produce un sublime orgasmo. Iéhoshua observó la escena por casualidad, durante el trayecto hacia la botica le venció la curiosidad y asomándose al Salón Gótico vio a Gil Sánchez Muñoz acariciando los emblemas del Santo Padre. —Sin duda, los símbolos de poder queman, pero poseerlos produce más placer que el sexo —pensó mientras se marchaba con sigilo para no interrumpir la fantasía de poder. Decenas de frascos de cerámica decorada con reflejos metálicos del color del cobre estaban ordenados alfabéticamente en las estanterías. Sobre una mesa alargada de madera de encina se distribuían los instrumentos necesarios para preparar las pócimas, destilar los aceites esenciales, macerar los jarabes, mezclar las sustancias, pesar, medir, cortar, machacar… Enganchadas al lateral de una pizarra, donde los físicos anotaban los productos necesarios para elaborar un medicamento, había textos con recetas del toledano Ibn Wafid, de Avicena, de Avenzoar, de Averroes y sobre todo, destacaba en el lugar principal, las sugerencias del cordobés Maimónides, escritas en un cartel con bella caligrafía árabe: En la salud lo más importante es la higiene y las dietas, los medicamentos son el último recurso. Si éstos fueran necesarios debe utilizarse siempre el más débil y preferir la medicación con simples a las fórmulas complejas. Inundado por la misma satisfacción de un padre que ve de nuevo a un hijo tras una larga campaña de armas, reventó de orgullo al comprobar que la botica de la fortaleza seguía estando tan bien organizada como él la dejó. Porque fue Jerónimo de Santa Fe quien la fundó en su época de médico personal de Pedro de Luna.

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Siguiendo la regla de la simplicidad aconsejada por Moshed Ben Maimon fue anotando en la pizarra los productos que necesitaba, después seleccionó uno a uno los botes con cada sustancia necesaria, para preparar una pócima para los males generales de la edad avanzada. Cinco hojas de cola de caballo para la inflamación de las piernas, siete de ortiga mayor para el reuma y tres frutos de enebro para las articulaciones. Un puñado de hojas de romero y tomillo mezcladas con las de artemisa y frutos de espino amarillo para potenciar el apetito. Flores de pie de gato para el hígado, doce hojas de muérdago para el corazón. Tres frutos de lúpulo para la excitación nerviosa, dos de hierba santa para los problemas de estómago, y tres raíces medianas de uñas de gato para que la orina sea fluida y limpie las impurezas. Consultó los astros para determinar el orden que debía seguir en la mezcla, así como para el tiempo necesario de maceración. Lo machacó todo en un mortero de bronce a la vez que escupía tres veces en él para aportar a la pócima los beneficios de un hombre saludable. Vertió un poco de alcohol y levantándolo hacia el cielo musitó las oraciones del Berachot, el primer tratado del Talmud, de acción de gracias al Gran Físico del Universo. Después lo dejó reposar durante medio recorrido Solar. —¡Veo que sigue en la fortaleza el “anusim” Jerónimo de Santa Fe! Al darse la vuelta vio que la expresión de desprecio de “forzado” había vuelto a salir de los labios del médico Tomás Martín. —El silencio muestra al hombre ser sabio —replicó utilizando palabras de su Santidad—, mayor provecho trae al homme ser malquisto de los enemigos, que ser bien quisto de los amigos. —¡Espero que pronto todo el reino quede purificado de los pensamientos de los herejes! —añadió con odio. —Ca el homme sabio más quiere con los nobles confirmarse en todas sus condiciones que con los bellacos carescientes de toda dignidad —le respondió a la vez que cogía la pócima para salir de la rebotica evitando la discusión dejando claro con ello que era un hombre indigno para una disputa. El médico Tomás Martín humillado de nuevo por las palabras de Iéhoshua se quedó murmurando maldiciones contra judíos y musulmanes. Era evidente que la semilla del odio estaba germinando ¿Cuánto tiempo tardaría en florecer? Al llegar al aposento encontró al Papa levantado escribiendo sus pensamientos. —¡Veo que la sugerencia de reposo no entra en la mente del gran Pedro de Luna! —Pues que ansí es, trabajemos deligentemente, e corramos e non durmamos, ca la muerte non cesa de correr contra nos.

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Sin duda el consejo de procurar descanso resultaba inútil, por esto sólo le indicó un par de dietas, una de frutas y otra de verduras, así como un ayuno mensual y baños diarios, todo ello siguiendo las directrices del “príncipe de los médicos” Abu Ali Al Husayn Ibu Sina, conocido en la cristiandad como Avicena. Después le entregó la pócima diciéndole: —Una cucharada al amanecer y otra al atardecer, cuando la Luna esté llena tres y durante la nueva descanso. —¡Deberías regresar a la fortaleza! —Siento mucho no poder complacerle Santidad, deseo que entienda que mi vida está fuera de estos muros… —Ansí es —dijo asumiendo la decisión—, si quieres verdaderamente ser franco e libre, sey bueno, desviándote de las torpedades, e serás llamado libre —añadió como consejo. —¡Así lo hare! Cuando el Sol se ocultaba regresó a casa, preocupado porque el odio que mostraba el médico de su Santidad se extendía como una plaga sin remedio alquímico por Peñíscola. También le turbaba la débil salud del Papa consecuencia de la edad avanzada, eso indicaba que pronto tendría que enfrentarse a su promesa.

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U

n río de lamentaciones

. le sumergía hacia lo más profundo, donde cientos de manos convertidas en viscosos tentáculos le apresaban arrastrándole hacia el interior de una esfera de terrible tristeza. Desesperadamente luchaba contra las zarpas que le agarraban e intentaba nadar buscando una luz que le guiara. —¡No debo rendirme, no debo rendirme, no debo rendirme!... —repetía una y otra vez. Pero cuando ya no pudo más, cuando las fuerzas le abandonaron y su voluntad se convirtió en una caña seca a punto de partirse, vencido y agotado se dejó absorber por el torbellino y como una piedra golpeó con la espalda en lo más profundo, dejando la forma de su cuerpo grabada sobre un fango transparente como el cristal. Allí entre la turbiedad del llanto de los muertos vio, al otro lado del barro, su alcoba y a Lilzáhira dormida. Pero su terror aumentó cuando al lado de ella descubrió que estaba él, rígido y frío. Intentaba una y otra vez regresar de nuevo a su cuerpo, pero todo esfuerzo era

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inútil. Y cuando notó que sus lágrimas comenzaban a formar parte de ese Río, escuchó la triste melodía del Lobo. Fue en ese preciso instante cuando recordó que en la Esfera de las Sombras “no hay que mirar hacia atrás”, y pese al dolor que sentía en el alma por la necesidad de regresar al lado de Lilzáhira, apartó la mirada de la alcoba y comenzó a nadar contra toda lógica huyendo de la luz. De repente, una mano de anfibio le atrapó por el brazo y le lanzó sobre la cubierta de la barcaza. Una voz similar a un silbido de serpiente vibró en la oscuridad: —Gracias a tus monedas, Caronte me ha admitido como ayudante de barquero. Desconcertado giró la cabeza y reconoció entre las tinieblas la boca desdentada del Granota. —¡Tranquilo todavía no ha llegado tu hora! Has actuado con inteligencia, pues en esta Esfera no hay que guiarse por el tiempo pasado, si sucumbes a la trampa de su ilusión, de los hechos pendientes en el mundo de los vivos, quedas preso para la eternidad en el fondo del Río de las Lamentaciones y te conviertes en un fantasma. Tendido sin poder mover un músculo, observaba desorientado al Granota que empujaba la barca con la pértiga, a la vez que cantaba con voz rota una canción: —Cuando los hijos del Sol con el sonido de sus armas oculten el llanto de Zeus y Amaltea derrame su leche. ¿Quién herirá a Marte con un rayo de luz? ¿Quién evitará que Crono extienda su hoz sobre el Olivo? Cuando el Lobo suplique la presencia de la Luna y su aullido descifre el código del Universo. Sólo entonces, el rayo de luz herirá a Marte y caerá la hoz de la mano de Crono. Entre los sonidos desafinados, el barquero cruzó el río que está rodeado de llamas, más allá de las oscuras aguas de la laguna Estigia. Y cuando puso rumbo hacia el Río del Olvido, una rata con ojos de fuego saltó sobre el pecho de Iéhoshua clavándole las garras sobre el corazón... Despertó con un sobresalto. Su corazón estaba tan excitado que parecía querer con los golpes destrozar la celda del pecho. Le había parecido tan real la pesadilla que tenía todos los músculos del cuerpo doloridos por el esfuerzo, incluso se miraba detenidamente brazos y piernas buscando la ausencia de moratones que delataran que las manos que habían tirado de él, eran fruto de un sueño y no reales. Con la mirada recorrió la alcoba tranquilizándose al ver a su lado a Lilzáhira, dormida con el rostro sereno. Iéhoshua sabía de la importancia de los sueños, conocía que en ellos había mensajes ocultos y códigos que provenían de las otras esferas, por eso se levantó con sigilo para no despertarla y se puso a

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anotar todo lo que recordaba de la pesadilla, puesto que sabía que una de las características de los sueños es el pronto olvido. Apretó entre los dedos un carboncillo y sobre una fina tabla de madera escribió con todo detalle la canción del barquero. Después anotó los signos y símbolos que aparecieron en el sueño así como las sensaciones que tuvo. Una vez escrito todo lo que recordaba, intentó interpretarlo. Con las piernas cruzadas sentado en el suelo, ante la rústica pizarra dejó que su mente recorriera todos los nombres buscando un posible significado. —He visto al Lobo encadenado por el pasado en el fondo del Río de las Lamentaciones —sin duda pensó—, es la representación del gran maestro Lahcen El Ghoulb. En la canción del barquero —comentó en voz baja— aparece referencia a los Hijos del Sol, Zeus, Amaltea, Marte, Crono, la Luna, el Lobo y el Olivo... Y fue subrayando una a una éstas palabras con el carboncillo, buscando a la vez un posible significado de las mismas. —El sueño pertenece a mi alma por tanto estos nombres deben tener un significado para mí. Así que con esta lógica se dispuso a realizar el ejercicio de analizar el significado, dejando fluir sin traba alguna todo lo que le venía a la mente, a la vez que, con la mano siniestra agarraba una manzana y con la diestra el carboncillo. Dio un crujiente bocado en la fruta y con la boca llena, mientras le ascendía por las fosas nasales el agradable aroma, se preguntó a sí mismo en voz alta: —A ver Iéhoshua, ¿qué significa para ti la expresión, los Hijos del Sol? De momento me viene a la mente —se contestó—, mi época de aprendiz en el sultanato de El Cairo. Me evoca la sociedad secreta de los guardianes del Círculo Solar, de ellos aprendí los secretos de la momificación... Este simbolismo parece relacionado con la promesa que realicé a su Santidad Benedicto XIII. ¿Y Zeus? Aquí le pareció tan evidente la respuesta que apenas enfatizó con los gestos y las manos. Volviendo a morder la manzana siguió con el razonamiento: —Para los antiguos era el Dios del Cielo, padre de todos los dioses y de los hombres, fundador del orden y de la justicia. Cuenta la leyenda que... En ese instante hizo una pausa para desplazarse hasta una cubeta de barro llena de agua para ver la expresión de su rostro, se miró el perfil derecho, el que más le favorecía y continuó diciendo: —Su madre Rea le salvó de ser devorado por su padre Crono, ocultándole en una cueva. Allí su llanto fue apagado, para que no fuera descubierto, por el constante choque de las armas de los guerreros Coribantes...

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Y paseando por la alcoba, dio otro sonoro bocado a la manzana. —Zeus sería un equivalente, salvando las distancias, a nuestro Creador de todas las cosas —razonó—. Su presencia en el firmamento está representada por el planeta Júpiter. Además, los Coribantes podrían ser en el sueño el símbolo de los protectores del Círculo Solar... Pero éstos no utilizaban armas —añadió después de una pequeña reflexión— sólo utilizaban instrumentos musicales para honrar a lo que ellos denominaban la “Lágrima de Júpiter”. La base de la creencia de esta sociedad secreta era que Júpiter derramó una lágrima sobre la Tierra y que ésta trajo sabiduría y prosperidad a la ciudad del Río Nilo. Pero esta “Lágrima” misteriosamente desapareció y con ella se desvaneció la paz y el pueblo se sumergió en el caos y la oscuridad. Desde entonces la han estado buscando... Ahora, la primera estrofa de la canción tuvo otro sentido para Iéhoshua: —“Cuando los vigilantes del Círculo Solar con sus instrumentos musicales (armas) oculten la melodía (llanto) de Júpiter”... Sonaron aplausos. Era Lilzáhira que sentada sobre el lecho había observado en silencio la interpretación de su marido, e ironizaba por la coquetería demostrada por éste ante el espejo de agua. —¿Qué tal ha descansado mi apuesto marido? —preguntó con tono burlesco. —Te aseguro que no tan bien como mi hermosa esposa —contestó con una sonrisa a la vez que se dirigía hacia ella. —¡Buenos días! —e inclinándose le besó la bella redondez de luna llena de su vientre. Acompañada por una sonrisa juguetona Lilzáhira le apresó la mano y le robó la sabrosa y olorosa manzana. —¿Qué es lo que llama tan poderosamente la atención de mi esposo? —le preguntó a la vez que daba un sensual mordisco en la pieza de fruta robada. Pero sus ojos pasaron rápidamente de la alegría a la tristeza cuando detuvo su mirada en la canción escrita sobre la fina tabla, e inmóvil dejó caer la manzana que rodando de forma irregular, por el efecto de los bocados, se detuvo debajo de la pizarra. Era una letra que ya conocía, una melodía que escuchaba muchas noches desde el día de la muerte de su padre. Se levantó desnuda dirigiéndose hacia la tabla. —¿Has escuchado también esta canción? —¡Sí! —contestó—. Estaba intentando descifrar su mensaje mientras dormías. —¿Has visto en tu sueño el Río de los Lamentos? —Sí, y también he podido ver en el fondo a tu padre preso por la cadena del tiempo pasado. Abrazándola por la espalda le susurró en el oído:

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—Es evidente que en la letra de esta canción se oculta una clave importante. —Pero, ¿qué quiere decirnos? —La canción habla de Zeus, que es la representación antigua de Júpiter —comentó—, habla de Marte, que es el Dios de la Guerra, y pregunta quién le herirá con un rayo. El rayo es un atributo de Zeus, de Júpiter. Se detuvo un momento y organizó las primeras frases de la canción, según la interpretación que había realizado: —“Cuando los Sacerdotes Ut con el sonido de sus instrumentos oculten la melodía de Júpiter. ¿Quién herirá a Marte (Dios de la guerra) con la música de Júpiter? Además la melodía nombra a Crono, Dios del Tiempo y representación del planeta Saturno. Las historias antiguas comentan que Crono (Saturno), para no perder su poder, quiso devorar a Zeus, su hijo. Pero éste fue ocultado en una cueva por su madre Rea (la representación de la naturaleza). En el fondo de la gruta fue alimentado por la cabra Amaltea (signo de la constelación de Aries) y su llanto fue apagado por el constante choque de las espadas y escudos de los guerreros Coribantes (representación de los Hijos del Sol). Cuando Zeus fue adulto consiguió destronar a su padre Crono y hacerse con el poder. Detuvo un momento su razonamiento, consciente de todo el océano de conocimiento que derramaba sobre Lilzáhira, pero ella ante su sorpresa parecía con su mirada pedirle más y más..., así que siguió: —El Olivo, puede representar el intento de unir a las tres religiones hermanas —continuó el razonamiento—. Sin duda es el símbolo del Olivo, es la señal del Santo Cáliz de la Última Cena —sentenció. —Entonces el Lobo representa a mi padre —añadió Lilzáhira—, por lo que el “aullido que descifra el código del Universo” significa la construcción de la escalera de la catedral; porque en ella puede estar cifrada la música del Universo, la Scala Célite. ¿Y qué significado puede tener la Luna? —La Luna —repitieron los dos a la vez, en esas extrañas sincronías que se dan en la vida— puede ser la representación de Benedicto XIII. Ambos se abrazaron con fuerza porque parecía que habían descifrado el mensaje de la canción: —“Cuando los Sacerdotes Ut con el sonido de sus instrumentos y con la ayuda de la Constelación de Aries oculten en la cueva la Lágrima de Júpiter. ¿Quién herirá a Marte (la guerra) con la melodía de Júpiter? ¿Quién evitará que Saturno (el tiempo) extienda su hoz sobre el Santo Cáliz? En el momento en que Lahcen suplique la presencia de Benedicto XIII y la Escalera de la Catedral descifre el código de la Creación, será entonces cuando la melodía de Júpiter herirá a Marte (la guerra) y protegerá al Grial del paso del tiempo.”

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—Pero algo queda fuera de la interpretación de este sueño —añadió desconcertado. —¿Qué? —¡Una rata saltó sobre mi pecho y quiso arrancarme el corazón!

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D

urante todo aquel día

. no pudo borrar del recuerdo los ojos de fuego de la rata. —¿Qué simbolismo tenía en aquel sueño? Pero por más que le buscara un significado no encontraba respuesta. Cuando las sombras llegaron a la reducción máxima de su tamaño y el aire se envolvía con la capa de aroma de asado y de potaje, se dirigieron al taller del fallecido artesano músico. Lilzáhira mantenía entre sus manos, como si de dos pájaros se tratara, los planos; el de la atrevida escalera de su padre Lahcen El Ghoulb y el del gigantesco organistrum de Juan Albiol. Mientras que Iéhoshua seguía obsesionado, dando una y otra vez vuelta a la imagen de “la rata que quería arrancarle el corazón”. El joven Nicolás les recibió con una taza de infusión de plantas aromáticas de la Sierra de Irta y con pasas de higo. —¿Iéhoshua, te encuentro ausente? —le dijo mientras le acercaba el plato de madera con los higos secos. —¡Sí! He tenido esta noche una extraña pesadilla donde creo que aparecen referencias a la Scala Célite. En concreto a las melodías de Júpiter, de Saturno, de Marte, de la Luna y de la constelación de Aries... También había referencias al Vaso Sagrado, al maestro Lahcen y al Santo Padre..., pero lo que realmente me produce desasosiego de este sueño es, la parte en la que una rata surge de la oscuridad y desea arrancarme el corazón. Simbolismo que no sé interpretar. —Igual “la rata” es el animal que forma parte de tu alma primitiva —añadió Lilzáhira con una sonrisa irónica. —Espero que no —contestó ante las burlas de Nicolás y de Lilzáhira—. No veo en qué puede ayudarme una asquerosa rata por el devenir de las Esferas. ¡Son animales repugnantes sin ningún tipo de utilidad! En ese momento en que intentaba rechazar la idea de que el detestable roedor perteneciera a la melodía profunda de su alma, sonaron unos golpes en la puerta. Nicolás se dirigió hacia ella y abrió el cerrojo.

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—¡Son los ojos y oídos del Rey en Peñíscola! —exclamó. —¡No podía perderme de ningún modo la certificación de vuestra locura! Todos sonrieron y le ofrecieron sentarse para compartir la infusión y los higos secos. —Lilzáhira estás bellísima, el estado de buena esperanza te ilumina el rostro. En cambio a ti Iéhoshua parece todo lo contrario, veo en tu rostro muy marcadas las ojeras. ¿No duermes bien? —le dijo mientras extendía la mano hacia los higos. Cuando éste le resumió en unas pocas frases la pesadilla que había tenido esa misma noche, al verse sumergido en el Río de las Lamentaciones, la visión del Granota como barquero del Hades y además, le repitió la canción imitando la voz rota del Granota, así como la interpretación que había realizado de la misma, comentando por si fuera poco, la inquietud que sentía por el significado de la rata..., exclamó: —¡Por el Gran Arquitecto! ¿Vuestra locura no será contagiosa? Una vez finalizado el dulce y aromático almuerzo, Lilzáhira extendió con suavidad sobre el banco de trabajo las dos pieles de panza de lechal donde estaban miniados los planos. Nicolás solicitó ayuda a Ramón Pastor y a Iéhoshua para descolgar de la pared el bello organistrum, maqueta exacta del instrumento que sonó en la catedral. —La idea es reproducir fielmente la situación del día del accidente. Iéhoshua desenfundando su compás de plata lo superpuso varias veces sobre el instrumento musical para tomar medidas, también lo hizo sobre el plano de la escalera de Lahcen. Esparció cal sobre el suelo y con el trazador de círculos realizó diversas esferas entrelazadas, después uniendo la trayectoria, éstas dibujaron una espiral perfecta en la que aplicó las matemáticas pitagóricas para calcular la proporción que debía mantener. Buscaba que las condiciones que iban a reproducir fueran lo más parecidas a las que hubo aquel fatídico día del accidente. —Tomando como radio la amplitud de mi compás a 45º, la escalera tiene que tener trece esferas de altura, por tres de anchura —dijo con seguridad después del cálculo. Mientras tanto Nicolás analizaba los símbolos planetarios representados en los planos, para determinar la orientación espacial en la que construir la maqueta en el taller. Era importante ubicarla en función de las esferas que dominaban el firmamento el día de la tragedia. Así como encontrar la relación de estos planetas y luminarias con las combinaciones de la Scala Célite, realizadas por el maestro Lachen sobre los escalones. De uno de los estantes, Nicolás cogió un estuche de madera con

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la firma del artesano músico grabada sobre la tapa, era la combinación cruzada de las iniciales J.A., las del nombre de su padre. Lo abrió con lentitud y tristeza en la mirada, sacando del interior un curioso instrumento circular. —¿Qué es? —preguntó Lilzáhira. —Un buscador de estrellas. —Es un astrolabio —añadió Iéhoshua—, los he visto utilizar en la Escuela de Traductores de Toledo. ¿Sabes hacer uso de él? —Sí. El padre de mi abuelo fue aprendiz en esa escuela creada por el Rey de Castilla, Alfonso X el Sabio. Allí es donde aprendió el secreto de la música de las esferas celestes. Mi padre fue aprendiz de mi abuelo y yo he sido aprendiz de mi padre. ¡Espero no romper ese círculo de la vida! —destacó con una sonrisa—, y que mis futuros hijos sean también mis aprendices —al decir esto último miró a Lilzáhira y se ruborizó al ver su sonrisa. —¿Y para qué vas a utilizar este instrumento? —interrogó con curiosidad Ramón Pastor. —Para localizar las posiciones de los astros y esferas indicadas en la arquitectura de Lahcen —contestó—, y así, una vez conocido esto, podré calcular el tiempo solar y astral del momento exacto en que se produjo el accidente. —¿Podrías enseñarme cómo se utiliza? —intervino con el ímpetu que le caracterizaba Lilzáhira. Nicolás miró a Iéhoshua como pidiéndole permiso, éste le devolvió una sonrisa. —¡Sí! Y ante la sorpresa de los compañeros, por el gran conocimiento que acumulaba el joven, suspendió el astrolabio asiéndolo por la argolla, diciéndole: —Mira, para calcular el tiempo solar y astral lo primero que se debe realizar es la medida de la altitud de una estrella sobre el horizonte. Para ello debemos apuntar el buscador de estrellas hacia una estrella de primera magnitud... —¿Una estrella de primera magnitud? —puntualizó Lilzáhira—. Creía que todas las estrellas eran iguales. En este punto Iéhoshua no pudo evitar intervenir, quizá para demostrar sus conocimientos teóricos o, tal vez, para seguir impresionando a su amada. —Desde las civilizaciones más antiguas, como la perversa Babilonia o como la del Gran Río que cruza el Valle de los Muertos, las estrellas se han considerado agrupadas en constelaciones —aquí aumentó la gravedad de su voz y puso un semblante serio buscando transmitir convicción—. Fue el griego Hiparco quien dividió a simple vista las estrellas en seis clases de acuerdo con su brillo aparente. La intensidad del brillo de las estrellas, la denominó magnitud, llaman-

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do a las más brillantes de 1ª magnitud, y así sucesivamente de 2ª, 3ª, 4ª..., etcétera, hasta la 6ª magnitud. Fueron los griegos quienes pusieron nombre a algunas estrellas, tales como Sirio, Procyon, Pólux, Castor, Régulo, Polaris, Arturo, Canopo, las Pléyades... Y también nuestros hermanos del Islam, a Aldebarán, Alcor, Algol, Betelgeuse, Deneb, Mizar, Vega, Rigel... —Pero..., ¿por qué seis magnitudes y no siete u ocho? —preguntó Ramón Pastor. —Buena pregunta —dijo Iéhoshua algo descolocado por lo inesperada de la misma—. Sin duda es porque utilizó los cálculos pitagóricos de los números básicos del Universo, el número triangular: 0+1+2+3=6. —¿Pero qué pinta en este cálculo el número 0? —intervino extrañada Lilzáhira—. Según tengo entendido es la nada, la inexistencia. —El cero tiene una dualidad —replicó—, por una parte tiene un efecto multiplicador de la luz (10, 20, 30...) pero por otra, también representa la inexistencia total de luz en una estrella. Estas estrellas sin luz, son las estrellas negras, las depredadoras de otros astros. —Sí, quizá es de estas estrellas negras de dónde surgen los sonidos lobo destructores de la Scala Célite —añadió Nicolás—. Eso es lo que vamos a intentar reproducir para demostrar que no fue un accidente lo que ocurrió en la catedral, sino que fue un asesinato. —A pesar del conocimiento que desbordan vuestras palabras, sinceramente os digo que vuestras sospechas me siguen pareciendo dignas de ser calificadas de locura —comentó el alguacil dirigiéndose a los tres con una sonrisa burlona. —¿Entonces que haces aquí? —le reprochó directamente Lilzáhira. —Simplemente confirmar mis sospechas de que realmente vuestras mentes están inundadas por el licor de nueces —replicó con ironía y con una sonrisa de oreja a oreja. Entonces abrazando a Nicolás por los hombros añadió con tono desafiante: —Sigue con la explicación de cómo funciona este bello instrumento. ¡Vamos a demostrar que el Rey tiene por alguacil a un auténtico cabeza hueca! Y algo nervioso por la proximidad de Lilzáhira, Nicolás comenzó a mostrarle las partes del astrolabio. —Esta parte es la madre, está ahuecada para la colocación del tímpano y la araña... —¡Qué nombres tan originales! Nicolás no podía ocultar el nerviosismo al ser rozado por ella. —Sí. El tímpano es esta placa grabada con las coordenadas de la esfera celeste, incluye el cenit, el horizonte, líneas de altitud, acimut, y los principales círculos... La araña representa el mapa astral donde

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el eje central marca la posición de la Estrella Polar; la trayectoria del Sol se muestra sobre este círculo eclíptico, el cual está dividido por los doce signos del Zodiaco... Además aquí, sobre la araña, está la regla, para alinear la fecha sobre el círculo eclíptico con la hora exacta... Y esto es la aliada, se usa para enfilar mediante las pínulas con las graduaciones en el dorso de la madre... En ese instante fuertes golpes sobre la puerta del taller les reclamó la atención. Eran los dos ayudantes del alguacil que mostraban nerviosismo en los gestos y en las voces. —¡Se ha producido un terrible suceso! —indicaron alarmados—. ¡La comunidad musulmana está enfurecida! —¡Contadme qué es lo que ha sucedido! —ordenó Ramón Pastor, a la vez que Iéhoshua, Lilzáhira y Nicolás se miraron intuyendo que algo grave relacionado con su investigación había ocurrido. —¡El imán Abdeltif Quamar ha sido asesinado!

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E

n el interior de la mezquita,

. la luz de la tarde se deshilachaba por el filtro de la trama de la celosía de los ventanales en forma de herradura, descomponiéndose en cientos de pequeños rayos que salpicaban todo el espacio circular de mármol blanco. Era un espacio inmaculado, únicamente manchado por un estrecho riachuelo de sangre que recorría el equivalente al radio de la estancia hasta desembocar en un curioso dibujo. En el vientre del recinto sagrado el aire era denso por la mezcla de olores que deja la multitud después del rezo y el silencio tan espeso que sólo se escuchaba el sonido de los pasos del alguacil, de Alí Labich que se ofreció para ser guía y de Iéhoshua ha Lurqui. La presencia de éste había sido solicitada por el propio Ramón Pastor puesto que su esposa era la persona que por última vez había visto con vida al clérigo musulmán. Abdeltif Quamar parecía un muñeco de trapo colgado por el cuello de la hermosa verja de entramados arabescos, destinada a separar la pequeña sala de oración de las mujeres del gran espacio circular de los hombres. En la base de las costillas tenía clavada una daga que posiblemente le estaba atravesando el corazón, del que todavía manaba un hilo de sangre que buscaba desesperadamente el suelo. Su rostro desencajado, con los ojos fuera de las órbitas, estaba

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dirigido hacia una de las ventanas, la orientada al Este. En su boca abierta podía verse introducida una esfera del tamaño de una nuez. Además le habían amputado cruelmente la mano derecha utilizándola como pincel para dibujar sobre el mármol del suelo, con la sangre del propio imán, un círculo dentro de otro gran círculo. —¿Qué alma enferma ha podido hacer esto? —preguntó al viento Ramón Pastor, mientras se acercaba al cadáver a una distancia aproximada de dos pasos. —¡Esto es un ataque al corazón del Islam! —murmuró entre dientes Ali Labich—. Merece una respuesta con la misma vara de medir. El alguacil giró rápidamente la cabeza mirando con autoridad a los ojos del guía. —¡Espero y deseo que los hermanos del Islam mantengan la calma ante tan cruel acto! —le dijo con firmeza —. La justicia está en manos del Rey y de su representante — afirmó con tono de advertencia. —El asesino era conocido por el imán —añadió Iéhoshua. —¿Por qué? —preguntó el alguacil. —Quien le clavó esa daga en el corazón debía estar a menos de un brazo de distancia. Y de frente —contestó—. Sólo una persona conocida podría haberse acercado tanto. —Pero, ¿por qué tanto ensañamiento? Ante la pregunta Iéhoshua se quedó en silencio observando todos los detalles, vio que a la mano amputada le faltaba el dedo índice. —Quizá el asesino quiera transmitirnos un mensaje. Tal vez todo lo que estamos viendo tenga un sentido. Tiene un dedo amputado, esto puede tener algún tipo de relación con el asesinato del rabino Samuel y con el de Juan Albiol, pues a uno le cortaron las orejas y al otro la lengua... Mientras Alí Labich murmuraba una oración, Iéhoshua paseaba reflexionando por toda la escena buscando una lógica, intentando descubrir un posible mensaje oculto. Y cuando el alguacil se dispuso a descolgar de la reja al imán... —¡No, no lo hagas! —gritó—. Creo que la posición del cadáver quiere decirnos algo, no sé bien qué, pero sospecho que tiene un sentido... Pasando al otro lado de la verja, se puso detrás del cuerpo, mirando hacia donde tenía el imán vuelta la mirada. No vio nada relevante pero sospechaba que esa orientación de los ojos no era fruto del azar. —Quien le ha matado no es de altura elevada —añadió el alguacil— puesto que la daga le ha sido clavada con una inclinación de la empuñadura que delata que ha sido de abajo hacia arriba. Al arrancarla del costillar, observó que no era una daga normal, no tenía ningún tipo de adorno, de marca, de floritura; estaba fundida

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con un metal débil, porque incluso el roce de una de las costillas sobre el filo le había producido una muesca. —Está claro que este puñal no ha sido forjado para la lucha, no aguantaría el golpe de otra daga. Ante esta observación Iéhoshua se acercó y lo cogió entre sus manos para mirarlo detenidamente, era una daga austera, parecía construida a propósito para este asesinato. —Su material es el estaño. Creo que tiene un significado ritual. —¿Ritual? —preguntó sorprendido Alí Labich. —El estaño es el metal que representa al planeta Júpiter. Esta daga tiene el simbolismo del arma de Zeus —respondió Iéhoshua—. ¿Quizá quiera simbolizar el rayo? Pero, ¿por qué le han amputado la mano derecha? —Ese es el castigo que se da en el Islam a los ladrones —contestó Alí—. ¿Qué loco puede acusar de ladrón a un Maestro del Corán? —añadió con rabia. Ramón Pastor puso el pie derecho sobre una floritura de la verja y levantándose con impulso introdujo la mano dentro de la boca de Abdeltif, sacando pinzada entre sus dedos la pequeña esfera. —¡Es de plomo! —Una esfera de plomo... —reflexionó Iéhoshua—. Es la representación alquímica del planeta Saturno —sentenció. Una vez llegados a este punto, comenzó a ver claro que el asesinato tenía un mensaje relacionado con las esferas celestes, además no era descabellada esta suposición puesto que el imán Abdeltif Quamar había sido, junto con el también asesinado rabino Samuel ben Sahula, una de las personalidades religiosas que encargó el gigantesco organistrum al también asesinado Juan Albiol. Pensativo mientras seguía el pequeño reguero de sangre llegó al dibujo del suelo, lo miró fijamente y exclamó: —¡Es el símbolo del Círculo Solar! —y girando todo su cuerpo, señaló con la mano hacia la reja—. Está atado en el hierro. El hierro es la representación del planeta Marte, símbolo de la guerra... —añadió con la euforia del pensador que ha encontrado la clave para la solución del acertijo, comenzando a recitar en voz alta el mensaje que creía estaba escrito en la escena del crimen—: Sujeto por el hierro de la verja. Simboliza que está preso por Marte, por la guerra. ¡El asesino le acusa de buscar la guerra! Herido de muerte por una daga de estaño, nos indica que es Júpiter quien le ha matado, con su arma, el rayo. Quiere justificar el terrible acto que ha cometido... ¡Nos dice que su obra está dirigida por Dios, que es la voluntad divina! En su boca una esfera de plomo; significa que por la boca del imán hablaba Saturno. ¡Es la acusación de que Abdeltif ha devorado a sus hijos, a sus fieles! Y le ha amputado la mano. ¡Denuncia que es un ladrón!... Pero ¿qué ha robado?... ¿Por qué le ha arrancado un dedo?

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—¡Iéhoshua creo que vuelves a razonar igual que un loco! —le dijo el alguacil. —¡Ya está! —exclamó eufórico— ¡Ha robado el Círculo Solar! —señalando el dibujo del círculo dentro de otro círculo. —¡Sin duda estás como una cabra! —añadió Ramón Pastor mientras le miraba sorprendido por su actuación. —¡Por el Gran Arquitecto! ¡El asesino le ha matado porque le acusa de haber robado, o tal vez de intentar robar la Lágrima de Júpiter! —sentenció mientras dejaba caer apoyado su cuerpo sobre la verja. —¿La Lágrima de Júpiter? ¿Pero qué diablos es la Lágrima de Júpiter? —preguntó Ramón Pastor. —Para los Sacerdotes Ut, una lágrima desprendida de Júpiter, una piedra caída del cielo capaz de traer la prosperidad y la paz. Para mi pueblo Israel, parte del contenido del Arca de la Alianza, para los cristianos, el material que forma el vaso del Santo Cáliz y para el Islam una piedra sagrada capaz de purificar las almas... —Creo sinceramente amigo Iéhoshua que lo que dices son cuentos para niños —dijo el alguacil a la vez que realizaba con el dedo índice el signo del loco sobre su cabeza—. Simplemente estamos ante un asesinato brutal cometido por un alma enferma, que por el motivo que fuere odiaba al imán Abdeltif. ¡Quizá sea un crimen motivado por la pasión! —No lo creo así puesto que, quien ha cometido este brutal acto posee grandes conocimientos sobre alquimia y sobre las esferas celestes —le replicó. Después de una pequeña pausa añadió: —¿Quizá la prueba esté en la orientación del rostro? Deberíamos recurrir al conocimiento de Nicolás sobre el buscador de estrellas. —¡Lo que faltaba la presencia de un niño! —exclamó Ramón Pastor—. ¿Sabes que esto podría marcar de por vida sus sueños? Pero a pesar de esta resistencia inicial el alguacil, tras un periodo de reflexión decidió, según sus palabras—: Para rechazar la locura de Iéhoshua —la presencia de Nicolás y su instrumento medidor. Solicitó al guía Alí Labich que fuera en su búsqueda. Después de una vuelta completa del medidor de arena, apareció entre la penumbra que empezaba a cubrir con su manto el recinto sagrado, acompañado por Nicolás y su astrolabio. Se sorprendieron de la frialdad con la que reaccionó el joven ante la macabra escena, apenas se impresionó. —Sin duda es muy valiente —pensaron. —¿Qué esfera celeste está en el centro de esa ventana? —preguntó Iéhoshua mientras la señalaba con la mano. Nicolás suspendió el astrolabio asiéndolo por la argolla y apuntó con su brazo hacia el ventanal...

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—Según el ángulo hallado sobre el limbo al punto extremo de la aliada en el centro está... — se detuvo guardando un sepulcral silencio. —¿Qué está? ¿Qué está? ¿Qué está?... —insistió Iéhoshua. —¡Es Algol! La estrella Demonio.

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esplandecía con tal nitidez

. que parecía que fuera ella quien realmente les estaba observando. Era como un ojo anudado por víboras que parpadeaba de forma intermitente en el centro del ventanal. —¡Es Algol, la estrella Demonio! —dijo Nicolás señalando con el dedo—. Según los estudiosos de las estrellas, las grandes catástrofes, las guerras y la peste están ligadas a su influencia. —Los antiguos griegos la conocían como Medusa, estrella de la Constelación de Perseo —añadió Iéhoshua demostrando una vez más su conocimiento—. ¡El asesino ha ligado al imán al gran enigma de la Creación, a la lucha entre el Bien y el Mal! —¡Lo que nos faltaba, mal de ojo! —exclamó Ramón Pastor. —Esto es peor —sentenció Alí Labich con voz temblorosa—, el Señor de los Abismos es quien guía con sus propias manos esta monstruosidad cometida contra el Islam. Lo que en principio era un sordo murmullo de una multitud silenciosa que se agolpaba en el exterior de la mezquita atraída por la noticia del suceso, fue adquiriendo cada vez más intensidad convirtiéndose poco a poco en una tormenta de contagiosos llantos de rabia, mezclados con amenazantes gritos. Decenas de fieles musulmanes se acumulaban en la pequeña explanada gritando contra los cristianos, contra los judíos y en favor de la Guerra Santa para recuperar los reinos perdidos del Islam. —¿Existe alguna otra salida del recinto sagrado? —preguntó nervioso el alguacil al guía. —¡Sí, síganme! —contestó Alí mientras indicaba con la mirada hacia el muro de la quibla. —¡Un momento, no podemos dejar al imán en esas condiciones! Debemos descolgarle y tratarle con el respeto que se merecen los viajeros a la Esfera de la Sombras —suplicó Iéhoshua. —¡No sé si te has enterado que ahí afuera existe una multitud llena de cólera! — Indicó el alguacil señalando con la mano hacia la

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puerta principal—. Si entran en la mezquita pueden embarcarnos en la misma nave y te aseguro que todavía no estoy preparado para viajar con el imán, por más amigo del Diablo que sea —añadió con ironía. —¡Me quedo! —contestó con tozudez. —¡Maldito loco! —exclamó Ramón Pastor, y dirigiéndose a Nicolás le dijo—: Que te acompañe el guía a la salida de la mezquita y buscas ayuda urgente en la fortaleza del Santo Padre. Creo que vamos a tener serios problemas. Mientras Nicolás y Alí se perdían por una pequeña puerta camuflada entre la decoración de la preciosa caligrafía árabe, con textos de su libro sagrado cerca de la hornacina del mihrab, se dispusieron a descolgar a Abdeltif. Al quitarle el cinto que le sujetaba se desplomó sobre el mármol. Iéhoshua recogió con respeto la mano amputada y la depositó sobre el cadáver, después intentó sin éxito cerrarle los ojos y encajarle la mandíbula. Fue en ese preciso instante cuando un grupo de jóvenes musulmanes logró forzar las puertas de la mezquita y entrar. Al principio ante la escena se quedaron paralizados. Pero un grito que provenía de la multitud que se agolpaba en la entrada: —¡Un cristiano y un judío están profanando nuestro templo! Les arrancó de su estado y se abalanzaron sobre Iéhoshua, que aterrorizado apenas podía pronunciar una palabra, y sobre el alguacil, que gritaba una y otra vez a los jóvenes enfurecidos: —¡Soltadme, soy el representante del Rey! Arrastrándoles por el hermoso mármol blanco les sacaron hasta la explanada, a la vez que decenas de manos y pies les golpeaban. Y cuando ya todo parecía perdido, cuando sintieron que iban a ser destrozados, una docena de jinetes de la Orden de Montesa embistieron a la horda enfurecida con tal violencia, que como un viento huracanado derribó a hombres y mujeres. Los caballos preparados para el combate con las testeras y capizanas, con los flancos protegidos con escudos de denso esparto parecían dragones mitológicos arrollando sin piedad. Iéhoshua no podía creer lo que estaba sucediendo y a dónde le había llevado el respeto sin límites hacia los muertos. Ante la carga de caballería, los jóvenes les abandonaron maltrechos, mordiendo el polvo de la explanada. A pesar de la desigual batalla los hijos del Islam se lanzaron en un ataque suicida sobre los Señores de la Orden. Ramón Pastor y Iéhoshua gatearon para protegerse entre las lápidas del cementerio, mientras observaban atónitos la terrible escena. Los jóvenes musulmanes saltaban directamente sobre las espadas, sin miedo a la muerte gritando:

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—¡Alá es grande, Alá es el único Dios! Los centauros de Montesa recorrían la explanada dando círculos con sus bestias de combate, marcando surcos entre los combatientes del Islam con la misma facilidad con la que se destruye un campo de trigo. —¡¡Por el Hacedor de todas las cosas, que alguien detenga esta matanza!! —gritó Iéhoshua mientras irguiéndose caminaba como sumergido en una pesadilla hacia el centro de la lucha. —¡Detente! —ordenó el alguacil. Pero enloquecido por lo que sus ojos estaban presenciando, se dirigió hacia la batalla para recoger los cuerpos aplastados, intentando con sus lágrimas devolverles la vida. Inclinándose sobre el de una mujer al que los cascos de un caballo le habían destrozado el cráneo, buscó con sus manos recomponerlo como quien quiere unir los pedazos de una vasija de barro. —¡Dios mío, que tipo de cirujano soy! —exclamó al cielo con una especie de grito, mezcla de dolor y de rabia contra sí mismo. Entre las manos ensangrentadas mantenía los restos de lo que fue un hermoso y joven rostro. Desorientado caminaba fuera de sí, buscando el choque suicida contra un caballo de combate que se dirigía hacia él con la fuerza de una tormenta. Y cuando ya parecía inevitable que finalizaría sus días destrozado por el Jinete Bermejo del Apocalipsis, una sonora daga le arañó la oreja izquierda clavándose, con la misma facilidad con la que un alfiler traspasa un pedazo de seda, en el hermoso cuello del caballo. Éste se desplomó arrastrando su pesado cuerpo hasta quedar paralizado entre una nube de polvo azulado apenas a un paso de Iéhoshua. Era la daga de Ramón Pastor. Lleno de rabia Iéhoshua se abalanzó sobre el Caballero de Montesa que quedó maltrecho y preso debajo de la bella bestia, gritándole una y otra vez, con los ojos fuera de sí: —¿Quién ha ordenado esta matanza? ¿Quién ha sido el hijo del Diablo que ha dictado esta masacre? — Ha sido el... Y antes de terminar de pronunciar su nombre, con la rapidez de un halcón de caza, un joven musulmán se lanzó sobre él y con una hoz le cortó de un solo tajo la cabeza. Con el trofeo en la mano, borracho de sangre, se dio la vuelta y miró en lo más profundo a los ojos de Iéhoshua. En el cruce de miradas se entabló un rápido lenguaje con signos de odio milenario, que dejaba claro que el olivo había sido segado por la hoz de Crono.

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on las cuencas secas de lágrimas

.. y una nariz fina y afilada como un pico de halcón, parecía una rapaz de bronce bañada con sangre y azules. En la mano derecha sujetaba la hoz que destellaba venganza y en la izquierda mantenía asido por el cabello, como Perseo a Medusa, la cabeza del caballero de Montesa. Durante un instante estuvieron uno frente al otro, paralizados, preguntándose ¿qué representaba aquel paisaje de cuerpos mutilados? Iéhoshua levantó la mirada buscando una respuesta hacia la luminaria de Algol. Notó cómo su cuerpo, ante la mirada de la estrella, poco a poco perdía fuerza desplomándose con una sensación de increíble lentitud. Todo a su alrededor se había detenido. La escena que estaba viviendo era similar a la representación estática de un terrible fresco sobre el infierno. Su caída era tan lenta que ante sus ojos el polvo y las pequeñas piedras que salpicaban se convertían en una representación caótica del giro de las esferas. Golpeó la cara contra el suelo hasta sumergir toda la boca en el cálido manantial de sangre que brotaba del esbelto cuello del caballo, que ante él yacía por el impacto de la certera daga de Ramón Pastor. Se esforzó por mantener los ojos abiertos, pero a su alrededor sólo veía figuras difusas a la vez que, los gritos de dolor y de rabia iban mutando hasta transformarse en sonidos extraños, sin ningún tipo de sentido, similares a los graznidos de las aves de mal augurio. Quedó totalmente a oscuras al apagarse la pequeña luz de conciencia que luchaba en su interior por mantener la débil llama de la razón. Al abrir los ojos vio ante su nariz, la maltrecha nariz del alguacil. —¡Levanta Iéhoshua! ¡Tenemos que salir de aquí! Ante la imposibilidad que mostraba para levantarse, Ramón Pastor le abrazó por el pecho y le arrastró con gran esfuerzo entre los cadáveres y los heridos hasta el refugio de las lápidas del cementerio. —¿Estamos muertos? —balbuceó desorientado al recobrar la conciencia. Pero el chirriar de engranajes y el zumbido de unas membranas al presionar líquido que burbujeaba, le erizó el vello de todo el cuerpo, devolviéndole a la cruda realidad del mundo de los vivos. —¡El fuego griego! —exclamó con espanto. —¿Pero hay fuego griego en Peñíscola? —preguntó el alguacil.

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En ese momento tuvo respuesta. Un chorro de líquido inflamado fue lanzado a presión desde lo alto de las murallas a la multitud armada con palos y herramientas que se dirigía enfurecida hacia la puerta de la fortaleza, gritando: —¡Muerte a los infieles! ¡¡Alá es grande!! Era un diluvio de fuego. Los cuerpos ardían y entre gemidos se revolcaban o corrían desesperados sin rumbo, convertidos en hogueras imposibles de apagar. El vómito de fuego se pegaba en la piel consumiendo músculos, vísceras, tendones, huesos... hasta llegar al alma. La máquina de guerra escupía fuego con la precisión y rapidez de un arquero, a más de cincuenta pasos. No podían creer lo que estaba sucediendo, desde la fortaleza papal se había dado la orden de reprimir a los hermanos del Islam de la manera más cruel. Apoyado sobre Ramón Pastor, Iéhoshua consiguió ponerse en pie, todavía saboreaba en el paladar la sangre de la bestia que había inundado su boca. —¡¡Tenemos que salir de este infierno!! —gritó el alguacil. Y arrastrándose entre las paredes, fueron bajando por los oscuros rincones en dirección al Bufador, mientras el irrespirable olor a carne quemada cubría poco a poco toda la ciudad. Al llegar, Lilzáhira que esperaba vigilante junto a Nicolás, les abrió la puerta. Los dos se desplomaron en la entrada, mientras las gallinas nerviosas por el ajetreo, recorrían sus cuerpos, incluso una de ellas, quizá la más atrevida, defecó en el rostro fiero del alguacil. —¡Nicolás, calienta agua, prepara aceite de oliva y vinagre! —dijo mientras organizaba una rudimentaria sala de curas lanzando una piel de vaca sobre el estiércol de la cuadra. —¡Prefiero un buen licor de miel! —voceó decaído el alguacil, a la vez que se incorporaba y limpiaba con la manga la caliente y líquida deposición de la gallina que le resbalaba por la mejilla. —¡Me duele!... —exclamó Iéhoshua. Sus ojos eran un río de lágrimas. Le miró y supo que no lloraba por el dolor físico, no le dolía el cuerpo, era un dolor mucho más profundo. Le dolía el alma. Lilzáhira desnudando a Iéhoshua, le limpió con agua caliente y masajeó hasta el último rincón del cuerpo con aceite de oliva, pero éste parecía que se había quedado sin habla. Tenía la mirada perdida en las tablas del techo de la cuadra. Pidió ayuda y entre los tres le subieron a la alcoba. Allí le trató con vinagre las heridas. —¡Lilzáhira! —gritó en una especie de despertar. —¿Qué deseas?... —Todo lo que está ocurriendo no es fruto del azar..., las máquinas

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de guerra ya estaban preparadas para este momento desde hace varias lunas. Yo las vi cuando estuve en la fortaleza... Alguien está componiendo una terrible melodía de destrucción, toda esta crueldad está planificada. ¡Hay que salvar el Símbolo Olivo! ¡Hay que proteger el Vaso Sagrado! Se desvaneció.

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evantando la tapa del arcón

. hurgó hasta encontrar el viejo uniforme. Cubriéndose la cabeza con el pañuelo, se vistió con la chilaba de Artifici Dei, enfundando con orgullo el compás de oro de su padre. A pesar de la amplia redondez que ya mostraba en el vientre, con increíble flexibilidad para su estado se calzó las botas. La sangre de gata le trasladaba el mensaje de alerta a cada rincón del cuerpo, tensándole hasta las uñas, notó que éstas adquirían la fortaleza de unas garras. Miró a Iéhoshua, que desnudo y untado de aceite yacía desvanecido sobre el lecho, recordando lo último que le había dicho: —¡Hay que salvar el Vaso Sagrado! Para no llamar la atención de Ramón Pastor y de Nicolás, que por razones de seguridad decidieron quedarse a dormir en la cuadra, bajó con tanto sigilo la escalera, que sus pies más que apoyarse sobre los peldaños parecían flotar sobre las tablas. Esa noche para controlar la revuelta de los hijos del Islam, los caballeros de Montesa patrullaban con la orden de hacer cumplir la regla dictada desde la fortaleza papal: “todo el mundo debe mantenerse en sus casas, quien sea sospechoso y esté armado debe ser pasado a cuchillo”. Durante el trayecto encontró varios cuerpos calcinados, que por el azote de la brisa se deshacían como figuras de arena. El viento le cegaba la mirada con la ceniza de los muertos. Como una sombra se deslizó entre los granates de los incendios, los azules de Algol y los plateados de la Luna, hasta llegar a la logia. Reconoció el lugar que buscaba y con la ayuda del compás apalancó la losa. Arrastró el cuerpo por el desagüe de adobe, protegiendo con los codos la valiosa semilla que crecía en su interior, hasta entrar en la construcción circular. Lilzáhira conocía muy bien aquel edificio por dos razones; la primera de ellas porque la logia

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fue diseñada por su padre y durante la construcción de la misma le comentó secretos como el de la entrada que acababa de utilizar y la segunda, que aunque estaba prohibida la presencia de mujeres, ella desafió las reglas de los Artifici Dei, asistiendo camuflada como artesano a muchas de las ceremonias. El Maestro Lahcen siempre la educó como a un aprendiz artesano, sin tener en cuenta su condición de mujer, no tenía secretos para ella e intentaba que conociera todas las artes y misterios que guiaban a los constructores de las catedrales. Era un espacio circular, construido con piedra arrancada de la roca viva de Peñíscola. Estaba coronada por una enorme bóveda de ladrillo, cocido con las técnicas de la alfarería moruna de Traiguera. En el recinto no existía ningún tipo de decoración, todo eran líneas curvas en perfecto equilibrio que buscaban transmitir que la forma de la esfera es la medida utilizada por el Gran Arquitecto del Universo para construir todas las cosas. De pie, en el centro de la cúpula se sentía protegida, era como si estuviera de nuevo en el interior del vientre de su madre. El Vaso Sagrado estaba sobre un sencillo altar realizado con ladrillo. En su base había una inscripción, la única en toda la logia, que sentenciaba: Todo ha sido creado con peso y medida. Lilzáhira avanzó despacio y con el mismo respeto que si estuviera en un lugar sagrado anduvo sobre las marcas de círculos grabadas en el suelo, éstas representaban a las esferas celestes. Era sobre ellas y ante el Recipiente donde los Artifici Dei, totalmente desnudos en señal de pobreza, empuñando el compás de constructor, juraban sus reglas. Observó cuidadosamente la Reliquia, símbolo de comunión de las tres religiones, las perlas de su base reflejaban la luz de la Luna que se filtraba por el único ventanal de la estancia, un ojo de buey del tamaño de dos brazos que dejaba ver una parcela del universo. Parecía muy sencillo arrancarla y llevársela, pero algo en su interior le advertía que no se precipitara. Con la mirada recorrió poco a poco todo el espacio de la Logia, mientras repetía en voz alta: —Todo ha sido creado con peso y medida... Todo ha sido creado con peso y medida…Todo ha sido creado con peso... —en ese momento detuvo su razonamiento—. ¡Claro, todo ha sido creado con peso! Observó de nuevo el altar y vio a su alrededor una finísima junta que delataba que podía existir un resorte oculto. —Si arranco el Vaso —reflexionó en voz alta—, se producirá un cambio de presión y quizá esto ponga en funcionamiento algún tipo de mecanismo oculto que active una trampa mortal. La idea no era descabellada puesto que la mayoría de los artesanos de la logia provenían de Oriente y éstos eran maestros en la creación de mecanismos y códigos para la protección de las reliquias.

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—El resorte notará el cambio de peso al quitar el Cáliz —pensó—, y activará un mecanismo que convertirá la estancia en una auténtica ratonera. Estaba rebosante de orgullo, pues había detectado a tiempo la trampa. Ahora necesitaba encontrar el modo de sustituir el Grial, por otro objeto de peso idéntico... Mentalmente calculó el peso de la Reliquia, teniendo en cuenta el material que la constituía: El vaso y la base eran de piedra, el nudo de oro y la ornamentación perlas y piedras preciosas. —¡Ya lo tengo! —exclamó con alegría—. El compás de mi padre es de oro acompañado con una de mis botas quizá se aproxime al peso. En el momento en que se descalzó el pie derecho y se dispuso a cambiar el Recipiente por el compás y la bota, alguien le puso la mano en el hombro y con el ímpetu de un potro arrancó la Reliquia del altar diciendo: —¡Vamos ponte la bota! ¡Salgamos de aquí! Ella instintivamente se lanzó al suelo protegiendo con un brazo el vientre y con el otro la cabeza. Notó cómo una gota de sudor frío le recorrió la mejilla, le bajó por el cuello y penetró por la abertura de la blusa hasta morir en el pezón del pecho izquierdo, éste se empitonó. Cerrando los ojos se puso a rezar. —¿Te he asustado? Levantó la mirada. No lo podía creer, ante ella estaba el alguacil, con la Reliquia apresada en la mano derecha y tendiéndole la izquierda para ayudarle a levantarse, al mismo tiempo que dibujaba en el rostro una sonrisa estúpida. Rápidamente miró hacia la bóveda y hacia todas partes, esperando algún chasquido, un sonido que delatara que era activada una trampa mortal. No ocurrió absolutamente nada. —¡¡Insensato!! ¡Con tu torpe actuación has puesto en peligro nuestra vida! —Le reprochó hecha una fiera. —¿Por qué las mujeres sois tan rebuscadas en vuestros actos? —replicó con una sonrisa burlona. —¿Cómo me has encontrado? —Los ojos y oídos del Rey en Peñíscola nunca duermen —le respondió con fanfarronería—. Te he seguido para protegerte, pues no es precisamente una noche para pasear a solas. —Debemos ocultar el Recipiente Sagrado hasta que pasen estos días de dolor y de rabia —le dijo Lilzáhira a la vez que volvía a calzarse la bota y enfundarse el compás de oro. Ramón Pastor miraba la Reliquia parecía que mentalmente calculara el precio del oro y de las perlas que la componían. —Creo que es demasiado peligroso llevarla con nosotros. Además el nudo y las piedras preciosas resplandecen demasiado, nos delataría a más de quince pasos. Tenemos que dejarla y salir de aquí. —¡No! —replicó— si la dejamos puede desaparecer. Hay

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demasiados intereses para que esto ocurra, y espero —centrando sus ojos de gata en los ojos de Ramón—, que el alguacil no esté en el grupo de los que la quieren hacer desaparecer para siempre... —¡Déjate de palabrerías y salgamos de este lugar! ¡Nuestra vida corre peligro! —sentenció tajante Ramón Pastor. —¡Ni lo sueñes! ¡He venido a por el Vaso y con él me marcho! —se reafirmó tercamente. —Bueno, busquemos una solución intermedia —comentó el alguacil con tono conciliador—. ¡Déjame el compás! —añadió. Le sorprendió la decisión, parecía incrédula ya que no esperaba una respuesta tan inteligente por parte de Ramón Pastor. Después de solucionar el problema que les generó el Recipiente Sagrado, se dirigieron hacia la losa que ocultaba el desagüe y tras apartarla se arrastraron como gusanos buscando la salida. Cuando se encontraban aproximadamente en la mitad del recorrido, sonó un fuerte chasquido. Escucharon la puesta en marcha de un mecanismo que era seguido por un inquietante zumbido, parecía una lluvia de flechas que igual que un enjambre de abejas rabiosas recorría toda la estancia de la logia.

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n inquietante chillido

. se hacía cada vez más intenso. Decenas de ratas avanzaban desesperadamente pasando por encima de ellos. Era una señal inequívoca, tenían que salir del desagüe lo

antes posible. Una intensa pestilencia comenzó a dominar sobre el conocido olor a humedad, el aire se convertía en irrespirable y los ojos les lagrimeaban como si estuvieran delante de un cesto de cebollas trinchadas. Pero lo que realmente aterrorizaba a Ramón Pastor era el burbujeo que cada vez se hacía más próximo, un sonido que a pesar de haberlo escuchado una única vez ya le era trágicamente familiar. El recuerdo del nombre de lo que estaba avanzando con voracidad a sus espaldas le golpeó el cerebro. —¡¡Fuego griego!! —gritó al mismo tiempo que aumentaba el esfuerzo en reptar compitiendo en la huída con las ratas. Era una mucosidad densa, negruzca y caliente que en su constante burbujeo emitía un vapor tóxico de azufre. En la carrera por vencer al pegajoso y mortal líquido, parecían culebras serpenteando

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por el fino fango. Era tanta la fuerza con la que se arrastraban que por el efecto del impulso salieron despedidos del desagüe, vomitados en medio de la calle. Al golpear sobre el suelo, dejaron caer rodando sus cuerpos por la pendiente del callejón. En ese preciso instante el líquido se inflamó escupiendo una llamarada de fuego más allá de veinte pasos. —¡Maldito asno! —le insultó Lilzáhira a la vez que se levantaba hecha una furia—. ¡Nos hemos salvado de milagro! Si el mecanismo de protección de la Reliquia hubiera funcionado con precisión en estos momentos estaríamos muertos. —¿Por qué te quejas? Al fin y al cabo hemos salido con vida —contestó el alguacil-. ¡Tendrías que agradecerme que estuviera aquí para protegerte! —¿Para protegerme? ¡No necesito este tipo de protección tan poco inteligente! El ímpetu y acaloramiento de la discusión les impidió ver que eran cercados por un grupo de hombres armados; cuando se dieron cuenta de ello, ya respiraban el aliento de los caballos de la Orden. Los Señores de Montesa tensaron los brazos para cumplir su misión y traspasar con las lanzas a los que habían violado la regla dictada desde la fortaleza; en ese instante que a todas luces parecía ser el último, Ramón Pastor gritó con toda la fuerza de sus entrañas: —¡Soy el representante del Rey en Peñíscola, y ella, es la esposa del protegido de su Santidad Benedicto XIII, el gran cirujano y filósofo Iéhoshua ha Lurqui! Ambos resoplaron cuando vieron que por primera vez, el clamar al viento “ser el representante del Rey” había impresionado a los Señores de la Guerra... ¿O tal vez había sido el hecho de “ser la esposa del gran cirujano y filósofo” protegido por su Santidad? Les quedó esa duda, pero fuera lo que fuese no les importó puesto que de momento les respetaron la vida. Los soldados desarmaron al alguacil de su daga y a Lilzáhira del compás de oro y sin dirigirles la palabra les trasladaron hacia la fortaleza, donde les encerraron en el calabozo del retén de guardia. El golpetear constante de un bastón en el suelo les anticipó que la persona que abría la puerta de la celda carecía de uno de los cinco sentidos. Se les aproximó con la cabeza cubierta por una capucha para ocultar unos ojos secos y marchitos, se les acercó tanto que parecía el perro que busca olisquear el trasero de otro perro. Sin duda se guiaba por el olfato. Llevaba el hábito marrón atado por la cintura con un sencillo cordón blanco que pregonaba a los cuatro vientos el voto de pobreza. Estaba tan cerca de ellos que podían adivinar por su aliento que había

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cenado marisco de Vinaroz regado con abundante vino de San Mateo, así como también esta angustiosa proximidad delataba que su último baño había sido al menos hacía siete lunas y quizá accidental, por motivo de alguna tormenta. Extendiendo la mano izquierda la puso sobre el vientre de Lilzáhira, diciendo: —¡Sin duda será un niño sano! Instintivamente dio un paso hacia atrás en señal de repulsa por la invasión de su espacio personal. —Espero y deseo que sea un fiel seguidor de la doctrina de la Santa Madre Iglesia —añadió el monje. Ramón Pastor aprovechando el momento hizo su ya conocida presentación con tono solemne: —¡Soy el representante del Rey en Peñíscola! ¡Exijo que se nos devuelva la libertad! —añadió buscando transmitir autoridad en el tono. —Sí, sé quien es usted —contestó de forma tajante pero con tono suave el monje—. Aunque parece que el alguacil todavía no sabe, o no ha aprendido, que Peñíscola es un Estado Pontificio con sus propias leyes. Y que además su señor el Rey —aquí enfatizó el tono irónico de la voz—, está demasiado ocupado en conquistar los jugosos territorios delimitados por las entrepiernas de las rameras napolitanas, como para preocuparse por otros asuntos menores de su reino. El alguacil se quedó sin palabras ante la mordaz respuesta y el poco impacto que comenzaba a tener “ser el representante del Rey”. Lilzáhira no pudo evitar sonreír al ver la cara de decepción de Ramón Pastor. El religioso con la mano izquierda se quitó el capuchón dejando al descubierto la cabeza afeitada signo de obediencia y de castidad, así como los ojos sin vida que estaban como perdidos sin focalizar a ninguna parte, e hizo su propia presentación: —Soy el humilde servidor de nuestro Señor Jesucristo, el arcipreste Miguel Molsós. A pesar de estar totalmente ciego caminaba con gran seguridad, parecía un murciélago moviéndose sin tropezar con ningún obstáculo. —Os preguntaréis por qué he ordenado que os traigan ante mi presencia —dijo al mismo tiempo que con el bastón dibujaba sobre el suelo. —¿Quizá porque ha sido robado el Santo Cáliz de la logia? —contestó irónicamente Lilzáhira. El arcipreste Miguel mostró un extraño gesto, más bien una mueca, dando la sensación que quería cazar al vuelo las palabras con el oído. Era como si la voz, al vibrar, le transmitiera mensajes más allá del significado de las palabras.

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—¡No! —añadió con serenidad—. He recibido la orden expresa del Santo Padre para que vuestra vida sea protegida a toda costa. Y en cuanto al Grial, no nos interesa, desde el día de hoy ha perdido su valor simbólico y únicamente le queda el valor del metal y de las piedras que lo componen. El entendimiento de las tres religiones ha sido una idea imposible y ha terminado como era previsible, en un baño de sangre. ¡Quizá los hombres necesiten otros mil años para comprender el mensaje más simple de la Creación, que las tres religiones veneran al mismo Dios! —El único culpable de que el Símbolo del Olivo se convierta en simple valor de metal y piedra —interrumpió Ramón Pastor—, es quien ha ordenado la masacre de los hermanos del Islam. —La intención de la respuesta militar ha sido proteger el refugio del Santo Padre de la cristiandad de los exaltados del Islam. —¡Deseamos ser recibidos por Don Pedro de Luna! —exigió el alguacil—. Queremos que Benedicto XIII nos confirme la decisión que ha llenado de llanto las calles de Peñíscola. —El Sumo Pontífice descansa y no puede ser molestado. Quizá mañana pueda recibirles —contestó casi como un susurro a la exigencia. —¿Por qué tenemos que creer lo que dice? —preguntó Lilzáhira—. Creo que nos ha traído hasta la fortaleza porque sabe que conocemos que la construcción del organistrum de la catedral, tenía intenciones más allá de las melódicas... Y también creo que —puntualizó con tono incrédulo—: El Símbolo Olivo sigue teniendo valor, y que en él existe algún código de su interés. Porque si esto no fuera así ya estaríamos muertos y flotando en el mar. —Veo que has heredado el ímpetu del gran Lahcen, él era un lobo y su hija parece una leona —añadió el arcipreste apretando la mandíbula en señal de enfado—. La tragedia, el accidente de la catedral fue un castigo al atrevimiento de tu padre por querer apresar en la piedra el enigma del “Verbo”. Su gran pecado fue querer descifrar las claves de la melodía de la Creación. —¿Quién fue el juez que dictó la sentencia? —preguntó casi como suplicando conocer—. Me gustaría saber el porqué de ese cruel castigo. —Percibo que es tu alma quien pregunta, en la vibración de tus palabras noto el gran dolor que la aprisiona. Pero debes saber, que fue tu propio padre el gran maestro Lahcen El Ghoulb quien dictó su propia sentencia. Ante esta afirmación Lilzáhira se quedó desorientada y confusa. Su padre había sido el juez de sí mismo, a la vez que el acusado y además, el propio ejecutor y verdugo. —Lahcen se juzgó a sí mismo, se declaró culpable y se aplicó la sentencia —comentó el arcipreste—. Y ésta fue: Ser expulsado de la logia, borrar su nombre de la catedral y acabar con su propia vida lanzándose al fondo del Bufador.

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—¡Pero estaba equivocado en su última decisión, él no era culpable, sus cálculos fueron exactos!... —añadió entre lágrimas pues no quería creer la interpretación del arcipreste. —Tu padre no se declaró culpable por la tragedia; su delito fue desvelar el gran secreto de la Creación en un momento en el que los hombres no estaban preparados. —¿El secreto de la Creación? —preguntó desolada. —Sí, en la escalera que construyó estaba reflejado en cada uno de sus peldaños un código musical, la composición de los sonidos y vibraciones de la “Voz de Dios”, las primeras palabras del “Verbo”. El sonido del Génesis capaz de convertir a una simple figura de barro en un hombre; la música con el poder de generar de una simple costilla a una bella mujer, la melodía que puede transformar unos ojos secos como éstos —desplazando la mano izquierda hasta tocar sus ojos—, en luz viva. La escalera del maestro Lahcen era el código que compone todas las grandes y pequeñas esferas... Ése fue su delito, pensar que el hombre estaba preparado para recibir el “Código”. El arcipreste levantó su bastón hacia el cielo y gritó: —¿No escucháis la música de las esferas? ¡Vuestros ojos están ciegos! ¡Vuestros oídos están sordos! Ramón Pastor aprovechando el momento de aparente trance del arcipreste, desplazó con sigilo la mano hasta pellizcar el brazo a Lilzáhira, indicándole a la vez con la mirada que la puerta de la celda estaba abierta. Sin duda pensaba que con una simple carrera podrían escapar del arcipreste, puesto que éste era anciano, estaba ciego y por añadidura parecía loco... Así que la opción de la huída era una baza segura. Pero Miguel Molsós, dirigiéndose hacia el alguacil le dijo: —¡Sí, soy un hombre viejo! ¡También estoy ciego! ¡Pero no estoy loco! Y además, le aconsejo alguacil que no intente escapar de la fortaleza. Tenga en cuenta que aquí, aunque no lo crea, no está preso; aquí entre estos muros de piedra es donde realmente está seguro, fuera de estas murallas —señalando con el bastón hacia la puerta de la celda—, esta noche reina la otra cara de la Creación, tiene su influencia Algol. Es la noche de la Bestia. Sin duda el arcipreste Miguel Molsós era capaz de leer el pensamiento.

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un paso de ellos,

. más que caminar parecía que levitara sobre el suelo. Se deslizaba como un fantasma al que únicamente delataba su presencia el golpetear constante del bastón. Cuando se quedaba quieto entre las sombras, se camuflaba hasta tal punto que pasaba totalmente desapercibido, se comentaba en la fortaleza que una vez estuvo mimetizado en un mismo lugar tres días sin ser descubierto. Su oído era capaz de escuchar conversaciones con claridad a más de veinte pasos, y su fino olfato, similar al de un perro de caza, diferenciaba miles de olores a gran distancia, desde el perfume de una pequeña flor al aroma de una hembra en celo; pero lo que realmente le hacía distinto a cualquier otro ser humano, era una extraña capacidad que tenía para percibir más allá de las palabras, se rumoreaba que el arcipreste Miguel Molsós tenía un inquietante don, la facultad de leer los pensamientos más ocultos. A pesar de ser ciego de nacimiento no había absolutamente nada en la fortaleza que escapara a su control. —Éste será vuestro aposento durante esta noche —les dijo—, quizá mañana... —se detuvo como dudando si existiría un mañana— podamos volver a tratar sobre el Santo Cáliz y el misterio de la Creación… —Si no le es molestia, más que hablar y hablar de temas trascendentales, que únicamente pueden ser comprendidos por personas inclinadas por el hábito —interrumpió el alguacil mirándole con cierto desprecio—, desearíamos ser recibidos por su Santidad. El arcipreste actuó como si no le hubiera escuchado y acercándose a Lilzáhira le dijo con voz tierna: —Tu hijo está llorando dentro del vientre, Dios le ha mostrado que viene un tiempo oscuro. Pero descansa tranquila mujer —añadió—, porque él ha sido elegido. Cuando un niño llora en el seno materno es señal de que está ungido por el Creador. Y cuando el arcipreste se dio la vuelta para salir de la austera alcoba, Ramón Pastor le comentó: —¿Es conocedor vuestra merced de que el rabino Samuel ben Sahula, el artesano músico Juan Albiol y el clérigo Abdeltif Quamar, han sido asesinados? —Sí —contestó sin darse la vuelta—. También me ha llegado la noticia de que en el día de ayer falleció en la ciudad de Barcelona, por el crecimiento desmesurado de la piedra de la locura en el cerebro, el rabino Zacarías ha Levi —se quedó un instante quieto, como reflexionando—. ¡Sé muy bien que soy el único superviviente del organistrum!

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—¿Fue un asesinato lo que ocurrió en la catedral? —preguntó Lilzáhira con suavidad y con tono de súplica, quizá esperando una confesión, en lo que sonaba a una especie de despedida. —¿Traición? ¿Justicia? ¿Asesinato? ¿Accidente?... Todo depende de, en qué parte del universo centremos nuestra mirada. Y yo hija mía, tengo una gran ventaja frente al resto de los mortales, soy ciego; por tanto, mi visión de lo que ocurrió en la catedral es una interpretación global, donde el Bien y el Mal son una misma cosa, donde el uno no puede existir sin el otro. Ambos se necesitan para componer la melodía de la Creación. ¡Fue accidente y fue asesinato! ¡Fue traición y fue justicia! Y con el mismo silencio con en el que entró, salió de la alcoba para fundirse entre las sombras de la fortaleza... —¡Menos mal que ya se ha ido! —comentó el alguacil mientras daba pequeños saltitos—. Tengo ganas de hacer mis necesidades, ¡ya no puedo aguantar más! Buscó con cierta desesperación un orinal. Sonrió cuando lo encontró arrinconado sobre la paja. —Espero que me perdones. Dura la conversación un instante más y me mojo el calzón. Lilzáhira se sentó en el suelo apoyando la espalda sobre la fresca piedra, a la vez que con la mano acarició su vientre como intentando consolar a su pequeño. —¿Qué piensas del arcipreste? Desde el ángulo de la pared Ramón Pastor emitió un suspiro de relajación que delataba que su vejiga iba perdiendo tensión, a la vez que el chorro hacía sonar como una campana partida el orinal de latón. —Simplemente creo que está loco —contestó mientras miraba hacia el techo—. De todas formas para aceptar las reglas de castidad y un hábito hay que estar realmente loco —añadió mientras se sacudía. —Como siempre, las respuestas del representante del Rey en Peñíscola están llenas de sabiduría —dijo con ironía, y tumbándose sobre la paja comentó—: Por favor cuando termines saca el orinal, porque si no lo haces, mañana oleremos a mula —y al cerrar los ojos su mente voló al lado de Iéhoshua para acariciarle durante el sueño. A muy pocos pasos de la hermosa fuente del Jardín el arcipreste buscó un rincón donde esperar. Escuchaba tan quieto y relajado el sonido del agua que daba la sensación de estar poseído por un trance místico. Esta vez su intención no era espiar, conocer qué es lo que ocurría a su alrededor, simplemente esperaba la llegada del mensajero. Sabía que estaba cerca, que se ocultaba en las sombras, le había olfateado y adivinaba que venía a cumplir la misión. Hubiera podido evitar la visita, pero no le quedaban fuerzas para seguir, conocía que su destino formaba parte de la composición musical. Era consciente de que su vida era una nota más dentro del

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concierto de la Scala Célite. Esperó meditando casi tres vueltas del medidor de arena, fue entonces cuando el olor del mensajero se hizo más intenso. Ya estaba ahí. A pesar del canto del agua, captó el roce de una esfera sobre la piedra del suelo, por el sonido que emitía era de plata. Notaba cómo se desplazaba salvando las grietas hasta pararse ante su pie izquierdo. Dejó caer el bastón, se inclinó y la recogió con la mano derecha. Era del tamaño de una manzana. —¿Por qué has elegido la Luna para mi viaje? —preguntó. El mensajero se acercó en silencio. —Conozco tu olor. ¡Sé quién eres! —afirmó—. Eres el compositor de la Lágrima de Júpiter. Con total resignación abrió la mano izquierda y el mensajero le depositó en ella otra esfera, que por su peso era sin duda de estaño, el símbolo de Júpiter. Comenzó a recitar una oración... A mitad de plegaria, sintió que un punzón afilado, que por su suavidad era de oro, le rasgaba el hábito, y poco a poco perforándole la piel, le atravesaba el músculo buscando el hueco entre costillas para clavarse con delicadeza en su corazón... Ni siquiera intentó gritar. En ese momento en el que se desplomaba, tuvo la sensación de que sus ojos podían ver, ante él estaba el compositor de Júpiter, de pie, inmóvil. Los labios amoratados del arcipreste, antes de hundir el rostro en la taza octogonal de la fuente, en la parte donde el Águila ofrece sus garras al Dragón, todavía pudieron suplicar: —¡Salva la Lágrima! Durante un instante la sangre le brotó con la misma presión que el vino de bota cuando es perforada por una daga, a la vez que un dolor intenso se le acumuló en el brazo izquierdo, para ascender poco después como una llamarada hasta apagar la luz de esta esfera e introducirle en el Mundo de Caronte. El mensajero con gran habilidad le arrancó un ojo. Fue Ramón Pastor quien al intentar deshacerse de la orina, encontró, con la cabeza sumergida en la fuente el cadáver del arcipreste. Se quedó petrificado ante el teatral y macabro escenario, dejando caer el orinal, que al golpear sobre el suelo esparció el cálido líquido sobre su calzón.

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nte el ojo de Algol,

. la alarma se extendió como el azote de un vendaval inesperado. —¡Alerta a la guardia, alerta a la guardia, el enemigo está dentro de la fortaleza! ¡Proteged al Santo

Padre!

Desorden y carreras de hombres buscando sus yelmos, colocándose el arnés, preparándose para el combate. Alguno de ellos por la falta de luz tropezaba cayendo al suelo. El estruendo producido por el golpear sobre la piedra de las armaduras, el chirriar de las rodilleras y musleras, mezclados con el relincho nervioso de los caballos, daba la sensación de que se estaba librando una épica batalla contra un ejército fantasma. Y un grito aislado que alguien pronunció entre la confusión: —¡Ha sido Mohamed Lachkar, ha sido el Halcón! Rápidamente se generalizó en las gargantas, contagiándose hasta convertirse en un grito único... —¡Mohamed Lachkar ha asesinado al arcipreste Miguel Molsós! ¡El Halcón ha entrado en la fortaleza! Los caballeros de la Orden de Montesa, encendieron grandes fogatas para alumbrar todos los puntos de acceso y protegiéndose con las cotas de mallas, recorrieron con antorchas todos los rincones del último refugio del Papa Benedicto XIII, buscando al Halcón, buscando a Mohamed Lachkar, buscando al asesino del arcipreste. El primero en llegar a la escena del crimen fue el cardenal Juan Carrier, que sin decir una sola palabra, pinzó por la espalda el cadáver y lo arrastró lejos de la fuente. Agachándose le arrancó de la mano derecha la esfera de plata y de la izquierda, la de estaño, introduciéndolas en una especie de bolsa que llevaba asida al camisón. Ramón Pastor le observaba en silencio, con el calzón y los pies empapados de orín. Al poco tiempo llegó resoplando y con evidentes signos de histeria el cardenal Gil Sánchez. —¡Dios mío el Diablo está dentro de la fortaleza, podemos morir todos! —exclamó. Le siguió Julián de Loba, que con porte militar, casi sin alterarse, se agachó y arrancó el punzón de oro del corazón del arcipreste para observarlo detenidamente. En poco tiempo, el cadáver estaba rodeado por casi una docena de purpurados, media de obispos y otros tantos monjes, parecía un trozo de carne putrefacta revoloteado por moscas.

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—¡Hermanos, la obra del Santo Padre tiene un nuevo enemigo! —arengó el cardenal Juan Carrier—. Su nombre es: Mohamed Lachkar. ¡Recompensaré con su peso en plata a quien consiga apresar vivo o muerto al Halcón! —¡Sinceramente creo que el autor de este crimen no ha sido Lachkar! —añadió el alguacil como respuesta a la intervención del cardenal. Todos los religiosos guardaron silencio y miraron con una mezcla de curiosidad y desprecio a la persona que había osado contradecir al cardenal más influyente de la fortaleza. Ramón Pastor notó un nudo en la garganta, ante las miradas penetrantes como alfileres del poder de la iglesia. En esa situación de máxima tensión, el cardenal Julián de Loba reaccionó rápidamente y acercándose al alguacil, que seguía petrificado, le cogió del brazo diciéndole: —¡Déjeme que le acompañe! ¡La noche le ha confundido! Al entrar Lilzáhira se puso en pie e inclinó la cabeza en señal de respeto, Loba le devolvió el saludo desplazando su mano derecha hasta el corazón. —¿A qué es debido tanto alboroto en la fortaleza? —¡Ha sido asesinado el arcipreste! —aclaró el alguacil— y creo que quien le ha matado es el mismo loco que acabó con la vida del rabino Samuel, del artesano Albiol y del Imán Abdeltif, pues le ha arrancado un ojo. —Sí, los crímenes han sido causados por la misma mano, por la garra del Halcón —sentenció el cardenal mirando fijamente a los ojos del alguacil—. El asesino del arcipreste y el único responsable de la tragedia de los Hermanos del Islam ha sido sin duda Mohamed Lachkar. —¿Por qué hace esa afirmación si sabe que no es cierta? —le preguntó el alguacil con tono retador. —¡No importa quien sea realmente el asesino! —contestó el cardenal con timbre militar—. En estos momentos de confusión es importante encontrar a un culpable, identificar un nombre, un rostro, sea éste real o imaginario que pueda canalizar todo el odio y el miedo. Necesitamos una figura que represente el mal que nos invade. Es la única forma de salvar la incertidumbre y que nos volvamos a unir frente a un enemigo común. —Pero eso es mentir —añadió con cierta ingenuidad Lilzáhira. —¡No, no es mentir, es un acto piadoso! ¡Sacrificamos a una persona por el bien de la colectividad! Si no centramos la culpabilidad en un rostro visible que el pueblo pueda odiar, se desatará una guerra entre las religiones. Es necesario en este tiempo de oscuridad, señalar una cabeza que asuma toda la culpa de lo que ha ocurrido para evitar

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que la revuelta de los Hijos del Islam se extienda. Lo que ha sucedido esta noche —mirando fijamente al alguacil como queriéndole decir que grabara el mensaje en su cerebro—: no ha sido un asesinato por motivos religiosos, ha sido un hecho aislado de un loco y de su banda de forajidos, que únicamente busca sembrar el miedo en el pueblo indefenso. Y a este delincuente sólo le guía el placer de causar terror, no defiende a ninguna religión, está sediento de sangre inocente. Él, es el asesino del artesano músico Juan Albiol, del rabino Samuel ben Sahula, del imán Abdeltif Quamar y del arcipreste Miguel Molsós. Y su nombre popular es: ¡el Halcón! Una vez manifestada la versión oficial de la Iglesia sobre los hechos ocurridos, el cardenal Julián de Loba añadió mirando a Lilzáhira: —Conozco que mi gran amigo Iéhoshua ha Lurqui está empeñado en conocer la verdad de lo ocurrido en la tragedia de la catedral, por eso me gustaría que le hicieras llegar este presente —e introduciendo su mano derecha en la sotana sacó el clavo de oro y se lo entregó—. ¡Además le comentas que en la escena del crimen existían dos esferas, una de plata y otra de estaño!

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on la piel aceitunada

. pegada en los huesos parecía un espectro atormentado, caminaba totalmente desnudo por las murallas. El cabello blanco empujado por la brisa del amanecer le golpeaba el rostro, mientras sus ojos vagaban ausentes de este mundo. Era un manojo de huesos, una calavera sin rumbo, era ochenta inviernos de piel que se deshilachaban de dolor. Levantó sus brazos hacia el incipiente Sol que en el horizonte teñía de granates el mar y emitió un rugido: —¡¡Uhaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!!— con la fuerza de quien quiere despertar a Dios de un profundo sueño, fue tan desgarrador el grito, que recorrió vibrando todos los rincones de la fortaleza despertando a los vivos y a los muertos. Se doblegó como un junco empujado por la tempestad y cubrió su rostro con las manos aradas por el tiempo en el imposible intento de contener un río de lágrimas que escapaba entre los secos dedos. Esa fue la primera vez que Benedicto XIII lloró ante los hombres armados de la Orden de Montesa que agotados frente al macabro juego nocturno de Algol, observaban a la triste figura resplandeciente como plata acariciada por el Sol.

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Ante el grito de lamento, Lilzáhira y Ramón Pastor acudieron con rapidez a la Plaza de Armas. Todavía les dio tiempo a observar que la desnudez del Santo Padre era cubierta por el cardenal Gil Sánchez y su confesor Guillem de Gastón, con la capa pluvial de las grandes celebraciones, implorándole a la vez que regresara a su aposento. Apoyado en los hombros de los dos religiosos, pasó ante ellos con los ojos entornados, con la boca entreabierta babeando, y cubierta su desnudez, casi como amortajado, con la capa. Le siguieron en silencio, parecía una comitiva fúnebre. Cuando llegaron cerca del salón principal, Pedro de Luna sacó fuerzas de la nada. —¡Dejadme, soy el Papa! ¡Debo de legislar el Reino de Dios en la Tierra! —y apartando con sus brazos a los religiosos, se acercó hasta el hermoso sillón papal y desnudo, sólo cubierto por la capa pluvial se sentó. Se quedó un instante mirando hacia la hermosa bóveda de piedra gótica, buscando el ojo de Dios. Tenía tan pegada la piel al esqueleto que se podían contar perfectamente sus costillas, y seguir detenidamente, como si de un ovillo de lana extendido por un laberinto se tratara, todas las venas del cuerpo. Su pene recordaba a una rama rota y sus testículos a unas hojas marchitas, que a pesar del paso del tiempo, todavía delataban que en su momento fueron parte de un fructífero ramaje lleno de vida. Ramón Pastor inclinó la cabeza y desplazándose la mano al corazón en señal de respeto, en un acto de atrevimiento, hizo su conocida presentación: —Santidad, soy el representante del Rey en Peñíscola —ante la presentación el Papa ni pestañeó, con lo que el alguacil pensó que había llegado el momento de comenzar a replantearse de manera seria seguir siendo el representante del Rey. Lilzáhira levantó la mirada en busca de los ojos del Santo Padre para preguntarle sin palabras. No contestó. —¡Debéis abandonar el salón! ¡El Santo Padre necesita descansar! —les dijo el cardenal Gil Sánchez a la vez que con la mano derecha les invitaba con un suave movimiento a salir de la sala. Cuando estaban a punto de cruzar el umbral, el Papa gritó: —¡¿Quién será digno de abrir el libro y soltar sus sellos?! Ante la pregunta Lilzáhira retrocedió sobre sus pasos, salvando la resistencia del cardenal que parecía que quería impedirle a toda costa que se acercara. Benedicto XIII levantándose del sillón dejó caer la capa de los hombros, quedando totalmente desnudo. Parecía la aparición de Juan el Bautista. Y recitando de memoria un texto del sagrado Libro del Apocalipsis, con el énfasis del profeta que predica a una multitud en el desierto, exclamó:

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—¡Se abrió el templo de Dios que está en el cielo, y dejó ver el Arca del Testamento en su templo! —posando la mano izquierda sobre el lugar de su corazón—. ¡Hubo relámpagos, voces, rayos, un temblor, y granizo fuerte! Y fue vista en el cielo una señal grande —aquí levantó la mirada y la mano derecha hacia la bóveda— una mujer revestida del Sol, con la Luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas. Y estando en cinta —señalando el vientre de Lilzáhira—, gritaba con los dolores de parto y las ansias de dar a luz...” En ese instante Pedro de Luna hizo una gran pausa, quedándose inmóvil con los ojos abiertos y brillantes como dos lunas; daba la sensación de que estuviera en trance recibiendo un mensaje divino. Después de un intenso silencio, el cardenal Gil Sánchez miró fijamente al confesor Guillem de Gastón con una mirada que parecía decirle: —¡Tenemos que desalojar la sala de testigos! Pero tanto Lilzáhira como Ramón Pastor no querían darse por aludidos al moderado pero constante empuje de los dos religiosos que similar a un empecinado oleaje les arrastraba hacia la salida. —¿Por qué se ha manchado de sangre el Símbolo Olivo? —preguntó Lilzáhira, a lo que parecía ya una estatua del Santo Padre. —Porque ha dejado ver el Arca del Testamento... —contestó. Sin duda Benedicto XIII estaba enfermo y cansado, la respuesta no parecía tener ningún sentido..., pero se aproximó hasta las enormes ventanas abiertas en el rostro del Papa y en ellas vio la representación primitiva del alma de Pedro de Luna, una majestuosa águila. Y le preguntó, con la misma suavidad que se utiliza para cantar una melodía de cuna: —¿Qué ocurrió realmente en la catedral? —La melodía de la Creación —añadió sin salir de la aparente ausencia—. La escalera del Maestro Lahcen El Ghoulb era una mujer en cinta, con ansias de dar a luz. Coronada por doce estrellas, revestida por el Sol y en sus pies la Luna. Y ante ellos volvió a desplomarse cubriéndose el rostro con las manos, era como un águila que después de acariciar el cielo, caía en vertiginoso descenso al vacío con el ala rota, y entre sollozos volvió a preguntar: —¿Quién será digno de abrir el libro y soltar sus sellos? En este instante, sin ningún tipo de diplomacia, los dos religiosos les empujaron fuera de la sala, diciéndoles: —¡El Santo Padre necesita descanso! Las puertas del salón gótico se cerraron con un enorme estruendo a sus espaldas. En la acorazada puerta de la fortaleza les aguardaba el cardenal Juan Carrier y el cardenal Julián de Loba que les acompañaron hasta

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el exterior. Loba devolvió la daga al alguacil y a Lilzáhira el compás de oro, mientras que Carrier, acercándose a menos de un palmo de Lilzáhira le dijo en voz muy baja: —Pronto tu esposo tendrá que cumplir su promesa, el brillo de la Luna se está apagando. Ramón Pastor desde una distancia de siete pasos intentó leer los labios del cardenal, esforzándose en adivinar qué le estaba susurrando, las arrugas que marcó en la frente delataron que no entendió una palabra. Le molestó la actitud descarada del purpurado de evitar que escuchara, puesto que su obligación de alguacil era estar informado de todo lo que ocurría, él era los ojos y oídos del Rey. Era evidente que a nadie le impactaba su prestigioso cargo.

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l intenso olor

. a pelo quemado, mezclado con la pestilencia del azufre, todavía impregnaba el ambiente. Desde el cielo las gaviotas parecían observar con indiferencia a una multitud que abandonaba Peñíscola. La mayoría eran Hijos del Islam, pero también Judíos y Cristianos que habían seguido al Santo Padre desde todos los reinos hasta su último refugio y que ahora sentían que el sueño de una Nueva Jerusalén había finalizado de manera brusca e incomprensible. Cargaban con resignación las pertenencias sobre mulas, bueyes, e incluso sobre los hombros. Algunos se detenían para recoger con veneración las cenizas de sus muertos, sin apenas llanto. La escena le hizo regresar a la infancia, cuando su padre cargó con ella y con sus pocas pertenencias para salir del hermoso Reino de Granada. Peñíscola se desangraba. Una sangría humana de artesanos y comerciantes recorría en silencio las dos venas que derramaban la vitalidad del corazón de la Roca hacia dos direcciones, los hijos del Islam y la mayoría de judíos se dirigían hacia la ciudad de Valencia, los cristianos y algunos judíos hacia la de Barcelona. Pero antes de tomar una de estas dos arterias, en la puerta principal de salida del recinto amurallado, sufrían el humillante registro de los Señores de la Guerra. Los Caballeros de la Orden requisaban todo objeto de oro, plata o material precioso fuera éste de mera utilidad cotidiana, ornamental o religioso.

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—¡Ésta es la contribución de los cobardes y traidores a la gran obra del Santo Padre! —les gritaban mientras desordenaban los fardos, baúles y cofres en busca de alhajas; parecían las aves de rapiña cuando arrancan las entrañas a un cadáver y esparcen al sol las vísceras. Una montaña de casi diez brazos de altura, de collares, pulseras, candelabros de siete brazos, cruces, vajillas de todo tipo, instrumentos médicos y artesanales de material precioso, fue robada a la muchedumbre que resignada, sin apenas protestar ante el expolio, huía de lo que creían iba a desembocar en una tragedia segura. Entre la multitud de desplazados reconocieron al comerciante musulmán Ali Labich y a sus esposas, viendo con inquietud cómo eran desvalijados e insultados. Ante esta situación de manifiesta injusticia, Ramón Pastor se abalanzó hacia el capitán de la Orden que dirigía el puesto de control y le dijo con voz firme atrapándole por la pechera: —¡Soy el representante del Rey en Peñíscola y le ordeno que devuelva las pertenencias robadas a sus legítimos dueños! El capitán al oírle no pudo evitar estallar en una sonrisa de oreja a oreja, replicándole: —¡Tengo órdenes de su Santidad para recuperar toda la plata y todo el oro! ¡Las arcas de la Santa Madre Iglesia necesitan llenarse para luchar contra el antipapa de Roma! —¡Es imposible que Don Pedro de Luna haya emitido una orden de este tipo! —¿Me llama mentiroso? —¡Sí, le llamo mentiroso y ladrón! ¡Enséñeme la orden con el Sello del Pescador¡ —añadió enfurecido. El capitán deslizó con rapidez la mano derecha hacia su espada y Ramón Pastor en un movimiento imposible de ser captado por la vista desenfundó la pequeña daga de su cinto y la posó amenazadora sobre el cuello del militar; pero en ese preciso instante, en otro movimiento, mucho más rápido que los anteriores, un compás de oro se cruzo entre ambas miradas de duelo. —¡Vamos alguacil, no vale la pena que despellejes a este cerdo ladrón! Tu daga no merece ser manchada con su sangre. Siguiendo la sugerencia de su amiga, empujó con tanta furia al capitán que éste golpeó con su arnés la montaña de objetos produciendo un alud que literalmente le sepultó entre un caótico estruendo de cacharros, acompañado de un ensordecedor ruido que no pudo ahogar las risas del resto de los caballeros de la Orden de Montesa. Ali Labich les dirigió una mirada de agradecimiento y desplazó su mano hacia el corazón en señal de respeto, mientras que su esposa favorita, Fátima Assam, caminó hasta Lilzáhira y le dio un beso en la mejilla diciéndole: —Acepta este regalo, puede serte útil en algún momento —le entregó un pequeño halcón tallado en jade.

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Cuando el capitán fue rescatado por sus hombres, que apenas podían contener la risa al tirarle de las piernas, gritó enfurecido: —¡Apresadles, apresadles, apresadles...! Pero éstos rechazaron la orden cuando vieron que desde lo alto de la muralla un cardenal les indicaba con gestos llenos de autoridad que les dejaran marchar. Levantaron la mirada para ver de quién se trataba, pero el Sol ubicado en la espalda del religioso les cegaba hasta tal punto que sólo pudieron adivinar la silueta de un purpurado. En un instante éste desapareció. —Creo alguacil que necesitas un baño, hueles a mula —ironizó Lilzáhira en referencia al orín que empapó su calzón. —Por una vez creo que tienes razón —le contestó siguiéndole la broma—. Me sumergiré en el mar y dormiré sobre la arena, necesito descansar y reflexionar... ¡Espero que Iéhoshua esté recuperado! Esta tarde pasaré por el taller para seguir de cerca vuestra locura…, además podrías contarme qué te susurró el cardenal —añadió con una sonrisa. Se llevó la palma de la mano a los labios para indicarle que su boca estaba totalmente sellada. Ambos se separaron, Lilzáhira tomó la dirección hacia el Bufador y Ramón Pastor hacia la playa sur. Playa conocida desde la antigüedad por sus propiedades relajantes y terapéuticas, pues en su fondo, manantiales de agua dulce se mezclan con el agua del mar produciendo cambios de temperatura en el líquido elemento que, según las creencias, influían sobre la circulación sanguínea y el estado de humor. El alguacil se desnudó del pestilente ropaje, lo echó al agua y se sumergió, dejándose arrastrar como un tronco a la deriva por el relajante oleaje. Al pasar Lilzáhira por delante de la catedral tuvo la sensación de que todo había cambiado, pues en ella reinaba un inquietante silencio, ya no sonaba el chirriar de las grúas de madera, no se oían las voces de los artesanos, ni el golpear armonioso de los cinceles... Era evidente que la construcción que tenía que ser vista con envidia desde la propia Roma se había paralizado para siempre. Pero lo que realmente le indicó que ya nada volvería a ser igual, es que del aire había desaparecido el olor de especias, ya no olía a azafrán, a canela... ya no era esparcido por la brisa del mar, el aroma de las esencias de jazmín, de espliego y de romero. Sin duda, todo señalaba que la fabulosa ciudad que soñó su padre el gran maestro constructor Lahcen El Ghoulb, junto con el Papa del Mar, donde convivieran las tres religiones hermanas, en una sola noche se había desmoronado como un frágil castillo de naipes.

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ecido y acariciado

. por el suave oleaje, cerró los ojos y su mente se convirtió en una tormenta de imágenes. Pensó en la reliquia del Santo Cáliz, en las últimas matanzas de personas inocentes, en los enigmáticos asesinatos, en la inquietante viuda negra Leonor, en los celos de la reina María, en la extraña locura del Papa; pero sobre todo, le vino una y otra vez, casi de forma obsesiva, los ojos de Lilzáhira y su felina belleza... No podía evitar pensar en ella. —¡Dios mío, la estoy deseando! Se sentía culpable por tener esas sensaciones, era la esposa de Iéhoshua al que consideraba un buen amigo, por eso ese sentimiento de atracción hacia ella le atormentaba. Entreabrió los ojos y el destello del Sol, transformado en estrellas de oro y plata sobre las aguas le cegó la mirada. —¡Cuánta luz en un paraíso lleno de sombras! —pensó. Flotando de espalda como un madero a la deriva, observaba el paso planeado de las gaviotas y notaba sobre su piel el cambio térmico del agua, era como si la propia Venus le acariciara hasta el último rincón del cuerpo. Desde el fondo los abundantes y fríos manantiales de agua dulce, como si de burbujeantes dedos se tratara, le rozaban toda su intimidad de varón. Estaba excitado. En ese momento se sintió como una de esas gotas de agua dulce que busca y desea mezclarse con la calidez de una gota del mar. —¡Dios mío, creo que me he contagiado, que he sido hechizado! —exclamó asustado frente a las sensaciones que le embargaban. En ese preciso instante una gaviota, por la extrema inmovilidad que mostraba, parece ser que le confundió con un tronco y se posó al lado de esa única zona que le diferenciaba objetivamente de cualquier hembra. —¡Bueno amiga, puedes quedarte ahí siempre que sepas que lo que tienes cerca de tus patas no es un pez! El ave pareció entenderle, le miró regalándole un graznido de agradecimiento y desde su nueva atalaya abrió las alas dejando que los rayos del sol se filtraran por sus blancas plumas, a la vez que vigilaba el horizonte, en busca de algún pez ingenuo que guiado por la curiosidad de conocer otros mundos asomara la cabeza. De repente emitió un sonido de alerta levantando asustada el vuelo; pero ya era demasiado tarde para poder reaccionar. Alguien le agarró y le sumergió hasta el fondo. Su cabeza quedó aprisionada entre la arena y seis fuertes brazos que indicaban que

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eran tres las personas que estaban intentando acabar con su vida. Aleteaba desesperadamente con las piernas, con los brazos. Notaba cómo el agua salada le pasaba a borbotones por el paladar buscando inundar los pulmones, no podía aguantar más. En ese angustioso instante, como el reo que ha sido condenado a morir en la hoguera y que necesita revivir toda su vida para llevársela consigo a la otra esfera, recorrió con la velocidad del vuelo de una golondrina cada recuerdo y cada vivencia. Y cuando la mirada se le transformaba en denso y turbio líquido y ya no le importaba ver nuevos amaneceres, el color de la sangre tiñó el mar penetrándole su fuerte olor por la nariz y su dulce sabor por la garganta. Uno de los tres atacantes se desplomó hundiéndose como una piedra, al ser atravesado su cuello por el desgarrador metal estriado de una certera flecha, a la vez que los otros dos agresores emprendían la huída. Sacó la cabeza buscando el aire, dando bocanadas como un pez a punto de asfixiarse, y, aunque tenía los ojos sembrados de arena pudo adivinar que una de las personas que huía era el capitán de la Orden de Montesa con el que había discutido. Miró hacia el otro lado y vio a quien lanzó la flecha salvadora; estaba ante él a unos treinta pasos, difuso como un espejismo, montaba un hermoso corcel árabe que se adivinaba moteado y llevaba grabado sobre su armadura de láminas de bronce el signo del Halcón. Vomitando entre convulsiones el agua encharcada de los pulmones salió tambaleándose como si estuviera borracho, hasta golpear la cara contra la seca y caliente arena que le cubrió todo el rostro como una máscara de carnaval. Perdió la noción del paso del tiempo. Cuando logró incorporarse lo primero que buscó, gruñendo como un perro rabioso, arando con sus manos, fue su daga. La empuñó con tanta rabia que la mandíbula se le tensó hasta producir un crujido. Sintió que por sus venas viajaba la fuerza de un rayo, por donde pasaba erizaba todo el vello tensando músculos y tendones. Cubriéndose con el ropaje mojado, caminó a zancadas, ofuscado, totalmente cegado de lo que ocurría a su alrededor. Sólo tenía una idea fija, encontrar al malnacido capitán. Sin saber cómo, ni por dónde había caminado, de momento se vio en la plaza de les Caseres. Tras sus pasos iba dejando un rastro de mar que en cada pequeño charco libraba una caótica tormenta. Golpeó con tal ímpetu la puerta de la taberna, que las risas y el vocerío enmudecieron escuchándose únicamente el revoloteo de las moscas. Dirigiéndose hacia el capitán, de un manotazo le arrancó la jarra de vino. —¡¡Hijo de la Gran Ramera!! —gritó, escupiéndole en la frente una flema pastosa. Un soldado intentó calmarle sujetándole por el hombro:

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—¡Tranquilo alguacil, el capitán es uno de los sobrinos de Benedicto XIII! Ramón Pastor apartó bruscamente el brazo del soldado: —¡Yo soy el representante del Rey en la ciudad y me importa un huevo que este bastardo sea sobrino de su Santidad! ¡Si es hombre y tiene algo de honor, cosa que dudo, porque es un cerdo ladrón y traidor, le reto a un duelo en el portal detrás de la catedral! Las sombras pintaban de grises el estrecho callejón cubierto. El capitán vestía flamante la mezcla de hábito y uniforme militar de Montesa, mientras que el alguacil, totalmente desaliñado rezumando agua salada, notaba dentro de las botas que la arena le erosionaba los dedos. Los dos hombres se miraron con odio y como si interpretaran la danza de las aves del pantano comenzaron a girar sobre sí mismos, a ensanchar las espaldas, a emitir rugidos, a fruncir el ceño, buscando en el ritual desmoralizar al contrario... Y a la voz de ¡ya! de los testigos empuñaron las armas. Con tan mala suerte para el alguacil, que en el interior de su funda el salitre había medrado como una araña tardando en desenvainar, y además, la humedad y la arena en su mano hizo el resto de despropósitos, resbalándole de entre los dedos la daga. El capitán como afamado jugador de naipes que era, aprovechó la ventaja y sin piedad de un certero corte de espada le hirió con un profundo tajo el costado derecho. Notó un terrible dolor, mezcla entre golpe de martillo y quemadura de hierro incandescente. La sangre teñía de morado su ropaje azul. El capitán, emitiendo una explosiva risa de satisfacción creció un palmo de orgullo. Pero fue ese palmo quien le traicionó, porque entre el pavoneo ante los soldados y dar ya por finalizado el duelo sintiéndose vencedor, el alguacil reaccionó como un animal acosado, y, se lanzó rozando el filo de la espada, volando tan cerca que éste le seccionó una oreja. En la caída acrobática empuñó la daga perdida, y en un ágil movimiento de los brazos, similar al producido por las alas de una libélula de cola roja, dio la sensación de quedar suspendido en el aire a la vez que con el afilado acero realizaba una curvatura, de abajo hacia arriba, dibujando una fina línea en el hermoso uniforme, sobre el vientre, desde la altura del ombligo hasta donde finaliza el costillar. Los ojos del militar se dilataron mostrando en su interior la danza de la muerte. Mirando incrédulo al alguacil, dejó caer la espada intentando con las manos sujetar el estómago que le salía por el mortal dibujo mientras caminaba desorientado. A los siete pasos se hincó de rodillas desparramando todo su interior sobre la piedra, los intestinos se retorcían como anguilas fuera del agua. Los testigos, dos soldados de la Orden, intentaron socorrer al

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sobrino no reconocido de Pedro de Luna, devolviendo con las manos las entrañas a su lugar, pero entre espasmos la señora de la guadaña le besó los labios y éstos se amorataron. El alguacil pinzó con la mano derecha la herida del costado y con la izquierda enfundó la daga, recogiendo, entre un grito de dolor, su oreja. Tambaleándose por la borrachera de sangre, salió del callejón dejando a su espalda el Portal del Desafío y al que había de ser su eterno fantasma.

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penas podía abrir los ojos,

.. ya que las legañas le pegaban las pestañas con la misma intensidad que la argamasa de cal mezclada con arena sujeta las piedras de una catedral. Desplazando los dedos hacia la boca los bañó con saliva, y después los llevó hacia las cuencas para humedecer con ellos los lagrimales que le dolían por su extrema sequedad. Al principio le costó reconocer el lugar, pero poco a poco las siluetas borrosas de los sencillos muebles fueron tomando forma definida indicándole que se encontraba en su alcoba. Inclinando la cabeza se vio totalmente desnudo sobre el lecho, untado con aceite. Buscó con la mirada los ojos de Lilzáhira, que al notar su despertar se abalanzó como una gata que desea ser acariciada regalándole, en su regreso a esta esfera, un beso en el torso desnudo. Intentó incorporarse, pero el dolor que sentía en todas las articulaciones le hizo desistir. En ese preciso instante la dilatación de las pupilas indicaron que regresaba bruscamente a la realidad. —¡¡Qué alguien detenga la masacre!! —gritó. Era evidente que luchaba contra los últimos recuerdos. Se quedó momentáneamente jadeando, como si le faltara el aire. —¡¡Fuego griego, fuego griego!! —volvió a gritar con una desgarradora voz que parecía retumbar en un constante eco en el interior de una caverna. Al escuchar el grito Nicolás subió en apenas tres zancadas a la alcoba y se acercó poco a poco a Iéhoshua, a la vez que éste giraba la cabeza hacia él, para decirle: —Joven amigo, nos ha mirado Algol, y, no teníamos el alma preparada para detener su melodía de destrucción… Sin apenas poder terminar la frase emitió un sollozo y una lágrima huérfana comenzó a descolgarse por el rostro hasta morir

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en el lecho, y a pesar de ello, Lilzáhira y Nicolás se sintieron mucho más tranquilos, porque aunque las lágrimas eran signo de sufrimiento también estaban indicando que había regresado definitivamente a la esfera de este mundo. —¿Qué ha sido del Sagrado Vaso? —preguntó con angustia. —No te preocupes esposo; ha sido protegido —le contestó con un susurro en el oído. —Deberíamos traer aquí el Santo Cáliz —sugirió Nicolás—, entre estas paredes podríamos vigilarlo y protegerlo, además, Iéhoshua estaría mucho más relajado y quizá esto le haría mejorar con prontitud... —Sacarlo de su escondite es un riesgo —respondió a la interesante propuesta—. En estos momentos está en el lugar más seguro que te puedes imaginar, pues se encuentra... —y en ese preciso instante, antes de acabar la frase, unos golpes sobre la puerta, evitaron que desvelara dónde descansaba por la brillante idea del alguacil. —¿Quién es? —preguntaron con precaución. Y una voz entonada por el dolor contesto: —¡Soy el maldito representante del Rey en la ciudad de Peñíscola! Y al abrir la tosca puerta Ramón Pastor se desplomó como un árbol corroído por las termitas, con el rostro totalmente ensangrentado y con la oreja pinzada rabiosamente en la mano. Además en su desordenada caída estuvo a punto de aplastar a la gata que curiosa también se acercó, salvándose de milagro por un ágil salto. —¡Nicolás ayúdame a entrarlo en la cuadra! —exclamó mientras cerraba la puerta empujándola con la espalda para evitar posibles testigos. Entre los dos extendieron el cuerpo del alguacil sobre el estiércol y aunque el rostro sin oreja bañado en sangre cuajada les impresionó, ambos detectaron que realmente el suspiro de vida se fugaba por la herida del costado. —¡Iéhoshua, Iéhoshua, Iéhoshua!... —comenzó a gritar Lilzáhira pidiendo ayuda con desesperación, al notar que el alguacil temblaba de frío pese al calor que emitía la fermentación del estiércol. Por la escalera, desnudo, bajó Iéhoshua, que tambaleándose por la debilidad extrema de su cuerpo, asistió raudo ante los gritos de su mujer. Al ver la escena, adquirió fuerzas y exclamó: —¡Nicolás prepara agua caliente! ¡Y tú Lilzáhira baja mi instrumental del baúl, y pon a hervir pétalos de amapola! Doblegándose aún con dolor sobre el maltrecho cuerpo del alguacil, comenzó a despellejarle de la ropa, que húmeda de mar estaba pegada como una doble piel por el salitre y la sangre seca sobre la herida. Cogió con sus manos a la gata que vagaba maullando alterada de un lado a otro y le dijo mirándola a los ojos:

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—¡Pequeña amiga lame estas heridas! Tu saliva las desinfectará y conseguirá acelerar la cicatrización. El felino pareció entenderle y con la misma entrega que un aprendiz de cirujano lamió detenidamente la herida del costado y la del rostro. A su vez, levantándose recogió al resto de los animales en un rincón para que no molestaran, sujetándolos con una sencilla empalizada realizada con cañas secas. Al momento llegó Nicolás con una palangana de barro llena de agua caliente. Empezó por limpiar la herida más profunda, la del costado. Era la que sin duda necesitaba una intervención más urgente, pues de ella no paraba de manar el líquido vital del alguacil. Se acercó Lilzáhira con la bolsa de piel de cabra donde guardaba el instrumental de cirujano y con la infusión humeante de amapola en un hermoso tazón de cerámica de Teruel. —¡Vamos, representante del Rey... tómate esta pócima! Se esforzó en levantar la cabeza, mientras Iéhoshua le pasaba el brazo por detrás de la nuca y le ayudaba a mantener el cuerpo erguido hasta que terminó la última gota del brebaje. —Desnudo te asemejas a la aparición de Apolo —le dijo con cierta ironía— pero lo cierto es que peor dotado —sentenció señalando con la mano ensangrentada el atributo de varón del cirujano. Y sonriendo por el efecto alucinógeno de la infusión de amapolas, añadió: —No dejes que esa pequeña bestia —refiriéndose a la gata que seguía lamiendo sus heridas—, devore mi oreja. Quiero que me entierren completo. —No te preocupes amigo, no dejaré que huyas de esta esfera... Todavía te queda por repetir muchas veces aquello de... —cambiando la voz a un tono grave y con cierta burla—: ¡Soy el representante del Rey...! Entornando los ojos, con una enorme sonrisa fruto de las sustancias adormideras de los pétalos y del cáliz de la amapola silvestre, quedó profundamente dormido. Iéhoshua sumergió las manos en la palangana y después de lavarlas las untó con crema de alga roja. Esta crema era el resultado alquímico de destilar un tipo de alga, procedente de las praderas submarinas, más concretamente de las ubicadas en la zona del fondo marino de la abertura del Bufador, que después de un largo proceso de secado, donde influía las fases de la Luna, adquiría un color rojo característico. La sustancia roja resultante de la destilación se mezclaba, a fuego muy lento, con grasa de cordero y con varios tipos de veneno, tanto de avispa, de escorpión, como de serpiente,

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removiendo sin parar hasta que formaba una crema uniforme. La crema de alga roja ingerida era un potente veneno, pero en cambio, si era utilizada con la cantidad y con el conocimiento adecuado sobre las heridas, resultaba un eficaz cicatrizante sobre todo en aquellas intervenciones quirúrgicas donde existía un alto riesgo de gangrena, como por ejemplo en la extirpación de piernas, brazos o la intervención que iba a comenzar. Ante los asombrados rostros de Lilzáhira y Nicolás, levantó sus manos hacia el cielo y pronunció una oración del Amidah en su lengua natal. Después introdujo las dos manos a la vez en la herida del costado derecho del alguacil y comenzó a manipular y a hurgar a tientas todo su interior; parecía que rebuscara a ciegas, de memoria, dentro de un baúl conocido. Con la habilidad de un miniaturista fue colocando cada parte en su sitio. Palpó con las yemas los intestinos, para descartar rasgaduras y empujó suavemente con los dedos para colocar en su sitio el riñón... Y, volviendo su mirada hacia Lilzáhira le pidió la bolsa de utensilios quirúrgicos. De ella extrajo un punzón de bronce, similar a los que se utilizan para el remiendo de las alpargatas de esparto, pero mucho más afilado y doblado como un anzuelo. Untó la punta con una minúscula cantidad de crema de alga roja y enhebró el punzón con hilo obtenido de panza seca de cordero, una vez realizada esta operación, lo introdujo en su boca para que con la saliva se reblandeciera y adquiriera flexibilidad. Comenzó a zurcir como si de un traje se tratara la herida que al instante, después del último punto, dejó de sangrar. Al finalizar la observó con el mismo orgullo que muestra un artesano orfebre después de realizar una filigrana sobre plata. Posando suavemente las manos sobre la herida, con las palmas abiertas hacia abajo, cerró los ojos y recitó un extraño conjuro que hablaba de las esferas celestes, de la Creación, del Obrador de todas las cosas y del poder de sanar con la energía de las manos. ¡Yahavé, haz que mis manos se conviertan en ríos capaces de arrastrar tu fuerza sanadora! —tras una larga pausa añadió dirigiéndose a Nicolás y a Lilzáhira que estaban absortos siguiendo la intervención quirúrgica, mezcla de alquimia y de rituales mágicos—. ¡Ahora, vamos a coronar la obra! Limpió con agua el rostro, sobre todo con más detalle la zona cortada, y arrancó la oreja de la mano del alguacil, no sin dedicar un considerable esfuerzo a este menester, pues éste la mantenía pinzada entre los dedos como si de una importante alhaja se tratara. La sumergió en el agua para que desprendiera la arena y después, con la yema del índice le puso crema por el borde cortado comenzando a zurcirla, uniendo, desde dentro hacia fuera, cada tejido y cada capa de piel con sus correspondientes partes. Al finalizar irguiéndose miró con orgullo, sin poder ocultar la

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satisfacción que sentía por el buen trabajo realizado. Indicó con un gesto de la mano, lleno de autoridad, que recogieran el instrumental y le bajaran de la alcoba una chilaba para cubrir su desnudez. En el momento en que Lilzáhira le cubrió la espalda, se sintió como un emperador de la antigüedad después de una batalla victoriosa.

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l golpear contra la bóveda

. de la escalera, la cabeza le sonó como una sandía madura al caer sobre el suelo, entreabrió los ojos, y pese al chichón exclamó con tono eufórico, quizá debido a un efecto secundario de la infusión de pétalos de amapola silvestre: —¡Puedo volar, soy una gaviota!... Pero al instante notó una sensación de vértigo, como si se le atrofiaran las alas y cayera al vacío, que le produjo una arcada de vómito que lanzó una mezcla de líquido amarillento a una distancia de más de un brazo, salpicando una pasta decorada de verde acelga, con abundantes tropezones de pescado de varios tipos y aliñada generosamente con ácidos estomacales. En ese momento en que el olor agrio invadió todo el aposento, alguien aprovechando la confusión le propinó una traidora patada en los glúteos. El alguacil aunque algo aturdido, sospechó que este vil ataque era un pago rencoroso y desagradecido por el regalo de la caldereta de pescado regurgitado. —¡Lo siento alguacil, creo que has golpeado el trasero contra un peldaño! —dijo una voz, que por el estado de confusión mental de sonidos, colores e imágenes en el que se encontraba no pudo reconocer. Y aunque su mente todavía jugueteaba entre las praderas de rojas amapolas, iba tomando poco a poco conciencia de lo que estaba ocurriendo. Y la realidad era que acababa de ser intervenido quirúrgicamente y que su médico Iéhoshua le estaba sujetando por el pecho y Nicolás por las piernas, mientras maldecían su peso muerto; a la vez que por si era poco, se limpiaban los restos de puchero de sus caras e intentaban subir por la pequeña escalera su plomizo cuerpo desvanecido. Allí cerca de la lumbre esperaba Lilzáhira que no podía evitar ante la cómica escena troncharse; reía tanto que tenía que sujetarse con los brazos el redondeado vientre mientras le saltaban las lágrimas.

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Prepararon un improvisado lecho frente a la cocina, donde depositaron al alguacil, que todavía parecía atontado por la infusión hasta tal punto que por uno de los lados del labio dejaba caer sin control la baba. Iéhoshua buscó en su botica un colgante, que por su color rojizo parecía realizado con amatista. Lo colgó en el cuello de Ramón Pastor diciendo: —El color rojo de esta gema ayudará a regenerar la sangre perdida. Y de un frasco de barro sacó un puñado de hojas de ortiga blanca y de otro una mezcla de raíces de granado y de muérdago, las puso en un mortero de piedra, escupió en él varias veces y las trituró hasta conseguir una pasta uniforme y dirigiendo su mirada hacia Nicolás comentó: —¡Ponlo a hervir y si notas que tiene fiebre se lo das a beber en pequeños sorbos, esto le fortalecerá el corazón! Durante siete días hay que vigilar que su cuerpo recobre el equilibrio de los cuatro humores —sentenció—. Hay que comprobar que su corazón, cerebro, hígado y bazo sintetizan en equilibrio, sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra. Ha perdido mucha sangre y por ello recurriré a un tratamiento caliente y húmedo. Tenemos que darle de comer carne roja de buey, poco cocinada para que absorba la sangre. Mucho líquido caliente, infusiones de pie de gato, de frutos de lúpulo, de hinojo mezclado con manzanilla, pero sobre todo frutas muy rojas, cerezas, granadas, sandía... puesto que todo alimento que sea de color rojo intenso le ayudará a recuperar sangre. Lilzáhira miraba a su marido sin poder disimular el orgullo, sin duda pensó es el mejor médico de occidente, es un Al Hakim de prestigio, tanto para cristianos, como para musulmanes y judíos. Iéhoshua simbolizaba la unión del saber de la filosofía, cirugía y alquimia, de las tres religiones, la representación del conocimiento que crecía de las raíces del Vaso Sagrado, era el nuevo hombre resultado de la ciudad que soñó su padre. E inclinándose hacia el alguacil, Iéhoshua le desabrochó el calzón y acercándole un frasco entre las piernas le dijo en el oído: —Representante del Rey, necesito que orines —Ramón Pastor pese a su estado adormecido pareció entenderle y soltó un caliente chorro a presión del líquido solicitado, tanto que colmó con creces la necesidad del galeno. —Sin duda huele a mula —añadió irónicamente Lilzáhira. Se puso en pie a la vez que con la manga se secaba el sobrante del líquido amarillo salpicado del rostro, bebió un poco y lo mantuvo en la boca, saboreándolo como se paladea un buen vino añejo. Buscaba detectar qué sustancias se habían desequilibrado en el cuerpo de Ramón Pastor. —Es importante evitar la sal durante unos días —dijo con

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autoridad—, además, creo que le hará bien vino tinto con las comidas. —¡Sí, por favor dadme vino tinto! —repitió con voz perdida el alguacil que parecía regresar de su sueño. —¡Bueno, creo que lo del vino tinto será un error! —rectificó con una pequeña sonrisa—. ¡Hay que darle infusión de zarzamora! Y levantando el frasco de orina miró a trasluz su densidad y color para descartar gotas de sangre en suspensión, así como otras sustancias extrañas. Después lo agitó con suavidad para comprobar dónde se ubicaba la espuma producida por el movimiento, puesto que la ubicación de ésta es un fiable indicador de dónde se encuentra la enfermedad. Si se queda en la superficie señala que el mal está en la cabeza, si baja hasta el centro quedándose allí en suspensión las burbujas, indica que está en el vientre, estómago o riñones y si sube rápidamente pero sin llegar a la superficie, hay que pensar que el mal está en el pecho, en el corazón o en los pulmones. Miró fijamente el frasco de orín y tras una pausa que buscaba generar interés exclamó: —¡Nada que no supiéramos antes! ¡El alguacil sólo tiene problemas en la cabeza! Volviéndose a agachar, de una bolsa sacó un puñado de tierra, que puso en uno de los vértices del improvisado lecho, en el otro puso un jarrón de agua, en el opuesto encendió una vela y dirigiéndose a la ventana, la abrió para que entrara el aire... —La presencia de los cuatro elementos, la del fuego, el agua, la tierra y el aire ayudarán a encontrar el equilibrio a los humores. En ese momento Nicolás, levantando su buscador de estrellas, se dirigió a Iéhoshua diciéndole: —Además si orientamos el lecho hacia la Constelación de Draco, la influencia del Dragón le protegerá y guiará su alma en este momento difícil. —¿La Constelación del Dragón? —preguntó con sorpresa Lilzáhira. El Cirujano se quedó sin palabras, sorprendido por el conocimiento que acumulaba el joven Nicolás. No había vuelto a escuchar el nombre de esa constelación desde su época de aprendiz de médico en el hospital de El Cairo. —Sí, hacia esta Constelación se orientaban los templos y las construcciones del Valle de los Muertos para ser bendecidas por las estrellas —dijo Nicolás—, y por tanto, como nuestro cuerpo es el templo del Creador, también es bueno que sea orientado en momentos de enfermedad hacia una de sus estrellas. Hacia la luminaria de Thuban. —¿Por qué acumulas tanto conocimiento sobre el Reino de los Muertos? —preguntó Iéhoshua. Nicolás guardó silencio y palideció— ¿Conoces que Thuban fue la estrella polar destronada? —siguió interrogando.

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Nicolás afirmó con la cabeza. —¿La estrella polar destronada? —preguntó Lilzáhira sin comprender muy bien el porqué de la conversación. —La luminaria de Thuban fue la luz que guió las grandes construcciones del valle que es cruzado por el Gran Río. Hacia ella se orientaban templos y pirámides buscando el camino hacia las otras esferas —añadió Iéhoshua—. Además la Constelación de Draco, está relacionada por los antiguos con el mito del Jardín de las Hespérides donde están las manzanas de oro. Se trata del gran Dragón situado entre las dos Osas. Cuentan las leyendas que vigilaba el jardín. En compensación, la diosa Hera le asignó un lugar entre las estrellas. Llegados a este punto fue cuando Nicolás rompiendo el silencio comentó revestido de fuerza y convicción: —El Dragón es el guardián de las manzanas de oro; pero lo cierto es que, más que manzanas, éstas son esferas desprendidas de las estrellas —y llegado a este punto su timidez desapareció y su tono de voz transmitía una inquietante autoridad—. Estas esferas son las Lágrimas de Júpiter. Y una de ellas, la única que cayó sobre la Tierra, fue custodiada por los Hijos del Sol. Ésta era el Círculo Solar, en su interior guardaba la copa de Helios... Pero el Círculo Solar fue robado por el pueblo de las doce tribus... Iéhoshua boquiabierto dejó caer su trasero sobre la tosca banqueta al lado de Lilzáhira, que seguía sorprendida por la extraña conversación. Estaba desconcertado, el joven Nicolás era conocedor de la historia de los Hijos del Sol y del Círculo Solar; conocido por su pueblo, el judío, como el Arca de la Alianza y sobre todo era conocedor de la leyenda de la Lágrima de Júpiter depositada en la Copa de Helios, el Santo Cáliz para los cristianos. —¿Quién eres tú joven amigo?

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on la cabeza formada

. por cuatro estrellas y su cuerpo acorazado por trece escamas doradas como el Sol, se retorcía sobre sí mismo, entre las dos Osas, formando una espiral que buscaba el infinito. Era el símbolo de un reino olvidado, era el Norte perdido por los hombres, era la Constelación del Dragón. Y como respuesta a la pregunta: ¿quién eres tú joven amigo?

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Obtuvo un silencio que dejó ver entre la espesura de los signos carentes de sonido, pero imprescindibles para la composición de melodías, al Dragón. La alcoba se lleno de los signos del silencio; no de silencio. Y fueron esos silencios que formaban parte del ritmo de la Creación quienes le mostraron a Iéhoshua que estaba ante Draco, el guardián del Arca de la Alianza y de su codiciado contenido, el Corazón del Corazón. Se sentaron en la mesa formando, quizá de forma inconsciente o simplemente por azar, un triángulo perfecto, ya que cada uno de ellos ocupaba un vértice en la tabla. No podía evitar husmear en lo profundo de los ojos de Nicolás, necesitaba respuesta a las preguntas que le golpeaban como una tormenta de granizo la superficie del cerebro. Y a la vez que cortaba el matzos, el pan sin levadura, y servía un plato con frutos secos, Lilzáhira empezó a contar a Iéhoshua todo lo ocurrido mientras él vagaba por la otra esfera. De cómo entraron en la logia de los Artifici Dei y protegieron el Recipiente Sagrado. Le describió, intentando no olvidar un solo detalle, el extraño asesinato del arcipreste Miguel Molsos, le mostró el clavo de oro que le entregó Julian de Loba, dejándolo sobre la mesa, y le comentó lo de las dos esferas, la de plata y la de estaño que tenía atrapadas entre sus manos y el terrorífico detalle, de que le habían arrancado un ojo; así como también le describió la conversación que tuvieron con él antes de ser asesinado. Sin olvidar que el arcipreste les informó de la muerte, por la extraña enfermedad del crecimiento desmesurado de la piedra de la locura en el cerebro, del otro implicado en la construcción del gigantesco organistrum, el rabino Zacarías ha Levi. Pero sobre todo le describió palabra a palabra, sensación a sensación, la aparente locura de Benedicto XIII, de su desnudez y de la respuesta sin sentido que contestó el Santo Padre al preguntarle por la escalera de Lahcen, con aquella cita del Apocalipsis que hablaba sobre: una mujer en cinta con ansias de dar a luz, con los pies en la Luna, recubierta de Sol y con una corona de doce estrellas sobre la cabeza... A la vez, le contó con tristeza cómo la mayoría de los artesanos y comerciantes abandonaron Peñíscola después de la matanza. Iéhoshua seguía débil, escuchaba sorprendido las noticias de lo ocurrido pero se le notaba inquieto, puesto que no podía apartar sus ojos de la mirada de Nicolás... —¿Quién eres joven amigo? —le volvió a preguntar. Nicolás siguió sin decir nada, vestido de silencios. Ante la insistencia de la pregunta, Lilzáhira le reprochó: —¿Quién va a ser? Es nuestro amigo, es el hijo del artesano músico Juan Albiol y está con nosotros para ayudarnos a encontrar la respuesta a nuestro enigma.

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—¡Quizá ha llegado el momento en que debamos abandonar Peñíscola! —exclamó derrotado Iéhoshua—. Todos los implicados en la construcción del organistrum han muerto. Por eso creo que no conoceremos la verdad, ni las posibles intenciones ocultas del accidente, además —sentenció—: no cabe duda que el asesino es una persona conocida por sus víctimas, incluso me atrevería a decir que de su confianza —añadió mientras intentaba descubrir alguna reacción, por pequeña que fuere, en la mirada de Nicolás. —No podemos abandonar ahora —le dijo Lilzáhira apoyando su mano izquierda sobre la mano derecha de Iéhoshua para intentar transmitirle fuerza en ese momento de aparente debilidad—, estamos muy cerca de conocer la verdad de lo ocurrido, a un paso de descubrir el enigma. —Si nos quedamos, nuestra vida corre un serio peligro —le dijo mientras desplazaba las manos hacia su vientre de preñada, mirando de reojo a Nicolás. —Lo sé —contestó a la vez que le regalaba un beso en la frente— pero es necesario que rompamos las cadenas que atan a mi padre en la Esfera de las Lamentaciones. —Yo también estoy con vosotros para conocer la verdad —añadió con serenidad Nicolás y dirigiéndose a los ojos de Iéhoshua—: ¡Tenéis que confiar en mí! Lilzáhira se levantó hacia él y le besó en la mejilla. —Yo confío en ti, joven amigo. Nicolás se ruborizó de nuevo ante el roce de los cálidos labios. Y al ver que el joven mostraba emociones Iéhoshua pareció tranquilizarse. En ese instante un quejido, acompañado con una súplica: —¡Por favor, agua!... Les recordó que el alguacil necesitaba cuidado. Nicolás levantándose le dio a beber pequeños sorbos de la pócima preparada, mientras que Iéhoshua revestido con la coraza de nuevos ánimos, cogió el clavo de oro y lo observó detenidamente. —No tiene ninguna marca distintiva —comentó. —¿Qué significado crees que puede tener? —preguntó Lilzáhira. —El mensaje del asesino es claro —reflexionó—. Según la descripción de la escena del crimen que me has hecho, el criminal ha realizado según él un acto de justicia —extendiendo un trozo de pergamino sobre la mesa, dibujó la silueta de un hombre—. El clavo de oro representa al Sol —lo dejó sobre el corazón del dibujo—, y a la vez con él, ha simbolizado el eje de una balanza formada por el triángulo imaginario que resulta al dibujar uniendo los vértices del corazón, la mano derecha y la mano izquierda —mientras dibujaba el triángulo—. Ha pesado en una parte de la balanza la esfera de plata, ésta representa a la Luna y en la otra, la esfera de estaño que simboliza a Júpiter, unidas ambas por el eje del Sol, y en esta locura

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ha encontrado culpable al arcipreste Miguel Molsós, por ello, su veredicto ha sido la sentencia de muerte. Además es evidente que la inclinación de la balanza ha sido a favor de la Luna, porque si las dos esferas son idénticas en tamaño, es lógico que sea la de plata quien más peso tenga. —¿Quieres decir con ello que ha sido asesinado por inclinarse a favor de la Luna? —preguntó Lilzáhira. —¡Sí! Pero lo extraño, lo más inquietante de este asesinato es que el arcipreste no puso ningún tipo de resistencia, no gritó, no se defendió. Incluso parece que colaboró de forma activa en el macabro ritual. Miguel Molsós se sentía culpable y asumió el veredicto del asesino —añadió—: Fue juez, víctima y verdugo en su propio juicio. Ante esta reflexión Lilzáhira se derrumbó y sus ojos mostraron el océano de dolor al recordar las palabras en referencia a su padre del arcipreste: “Fue tu propio padre quien dictó su propia sentencia... Lahcen se juzgó a sí mismo, se declaró culpable y se aplicó la sentencia...” —Además —añadió Iéhoshua— todos los asesinatos, excepto el del artesano músico Juan Albiol, tienen en común “un mensaje relacionado con la Scala Célite”. Eso nos lleva a la conclusión de que el asesino es un conocedor de la música de las esferas —aquí giró la cabeza buscando otra vez con la mirada a Nicolás— Y lo que también queda claro —añadió mientras levantaba la voz— que el asesino era una persona muy conocida por Samuel, Abdeltif y Molsós; tan conocida por ellos, que dejaron que se acercara lo suficiente para que les apuñalara con un simple punzón. Otro dato importante es, que quien acabó con la vida del imán Abdeltif Quamar no era de altura elevada, puesto que la daga de estaño, le fue clavada con una inclinación de abajo hacia arriba. Todo esto me lleva a la conclusión que el asesino es... —aquí se detuvo un instante, parecía que algo le turbara, pero venciendo la resistencia sentenció—: ¡Nuestro joven amigo! Nicolás al escuchar el razonamiento se levantó dejando en el suelo la pócima que estaba suministrando al alguacil y miró a Iéhoshua con una mirada tan profunda que dejó ver al Dragón, pero guardó un inquietante silencio. —¡Estás loco! ¡El viaje a las otras esferas te ha afectado el razonamiento! —añadió incrédula. —Sé que puedes creer que es descabellada la conclusión —dijo sujetándola por los hombros—. Pero piénsalo, Nicolás es el único que, tenía motivos para matar al rabino Samuel, al imán Abdeltif y al arcipreste Miguel Molsós, porque ellos asesinaron a su padre, al artesano Juan Albiol. Además sólo Nicolás posee grandes conocimientos sobre la música de las esferas. ¡Todo encaja, ha actuado por venganza! Con los ojos acuosos Lilzáhira se acercó a Nicolás para preguntarle con la mirada y éste le contesto con una asombrosa frialdad:

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—¡Creedme no es la venganza lo que me mueve! ¡Estoy con vosotros para ayudaros! Lilzáhira sin poder contenerse le abofeteó a la vez que estallaba en un explosivo llanto preguntándole entre sollozos: —¿Quién eres tú joven amigo?

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unca el silencio

. había adquirido tanta densidad, el eco de la pregunta: ¿Quién eres tú joven amigo? Seguía inerte enganchado en el aire como una mariposa apresada por la crueldad ingenua de los dedos de un niño que desea observar la belleza de sus colores. Las paredes se buscaban unas a otras dejando a los cuatro personajes sin espacio vital, respirando el aliento de los otros. El techo cada vez parecía más bajo, era como si quisiera abrazar el suelo, tenían la sensación de que se había convertido en una prensa de uva, y que una mano desconocida daba una vuelta, y otra, y otra…, sobre el tornillo, hasta tal punto que, se iban encorvando poco a poco por la presión de la sospecha. Y cuando el poco aire que quedaba para respirar fue ocupado por el veneno de la desconfianza, Lilzáhira cogió en un puñado los planos de Lahcen y los lanzó con rabia sobre la mesa. —¡Existen tres caminos posibles! —exclamó—. El primero, podemos entregarte a la Justicia del Rey —le dijo a Nicolás que seguía guardando silencio—, pero esto no es posible porque el representante del Rey está malherido y sin autoridad —señalando con la mano hacia el lecho del alguacil—. El segundo, delatarte a la Justicia Papal, donde sin duda se te condenará a morir en la hoguera, pero el Santo Padre parece sumergido en la locura y en la fortaleza papal se está librando una fraticida lucha por el poder y por eso nadie te garantizaría un juicio según las leyes de Dios. Y el tercero y último camino, que nos olvidemos de los asesinatos y sigamos buscando la solución a nuestro enigma, para que una vez descifrado, sepultemos para siempre nuestra amistad y que cada uno elija su propio camino en esta esfera y que sea el Creador quien dicte justicia. Al fin y al cabo —añadió con una frialdad que sorprendió a Iéhoshua—, creo que tanto el rabino Samuel ben Sahula, el imán Abdeltif Quamar, como el arcipreste Miguel Molsós merecían la muerte. Y si conseguimos demostrar que estaban implicados en el accidente de la catedral, los asesinatos habrán sido un acto de justicia.

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—¿Cómo puedes decir eso? —añadió Iéhoshua—. Han sido unos asesinatos monstruosos, planificados con frialdad. ¡Míralo, parece un niño, pero ha sido capaz de cortarle las orejas al rabino Samuel, amputar la mano al imán Abdeltif, de traspasar el corazón del arcipreste Miguel! ¿Acaso estamos nosotros libres de su locura? Nicolás escuchaba de pie inmóvil, delante del lecho donde se recuperaba el alguacil, en silencio, sin defenderse, sin rechazar las acusaciones mostrando serenidad en el brillo de los ojos. —No sé si ha sido la venganza quien ha dirigido sus actos, pero sigo confiando en él —añadió con fuerza Lilzáhira—. Además si nos guiamos por el egoísmo, necesitamos de su conocimiento sobre la música de las esferas. Y estoy segura que tendrá motivos importantes para justificar la acusación —argumentó mientras esperaba escuchar alguna explicación por parte de Nicolás, defensa que no se produjo. Ante el silencio Lilzáhira se acercó a Nicolás y le puso las manos sobre los hombros y mirándole fijamente a los ojos le dijo con voz suave como una melodía de cuna: —¡Por favor, cuéntanos si eres tú realmente el asesino! Si lo eres explícanos porqué y si no lo eres, defiéndete... Y cuando parecía que iba a romper el silencio para atender las súplicas, sonaron golpes en la puerta acompañados de un grito solemne: —¡Abrid a la justicia del Santo Padre! —¡Vamos, joven amigo, escóndete entre el estiércol del corral! —indicó Lilzáhira. Siguiendo las instrucciones, bajó de un salto al establo y se enterró debajo de un montón de estiércol cálido y humeante por la fermentación que produce la mezcla de las defecaciones humanas, junto con las de los animales y el orín impregnado en la paja. Iéhoshua descendió con inquietud la escalera y abrió apenas unos dedos la puerta, a la vez que daba un barrido rápido con la mirada al corral para comprobar que Nicolás estaba perfectamente camuflado. —¿Qué desea la justicia del Santo Padre de esta honrada y fiel casa? —¡Abrid la puerta, buscamos a un asesino! Se sintió estremecer. Sin duda habían descubierto que Nicolás era el criminal que acabó con la vida del arcipreste Miguel Molsós. Todo estaba perdido, su joven amigo moriría irremediablemente en la hoguera; no por la muerte del imán, o del rabino, eso simplemente hubiera sido una falta castigada con trabajos forzados de apenas tres lunas, sino que la pena máxima se le aplicaría por el asesinato de un monje cristiano. Con abatimiento abrió la puerta. Cuatro caballeros de la Orden, perfectamente armados para el

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combate, entraron con la marcialidad digna del ejército de Alejandro Magno, detrás de ellos surgió la figura del cardenal Julián de Loba. —¡Buscamos al asesino de uno de los sobrinos del Papa, capitán de la Orden! Sabemos que se encuentra en esta casa, varios testigos le vieron llegar herido. Iéhoshua se sintió desorientado, no venían a por Nicolás, todavía desconocían que era el asesino de la Scala Célite. Lo que buscaban era apresar al alguacil, al que acusaban de haber asesinado a uno de los sobrinos del Santo Padre. —Mi deber es asistir a cualquier herido y enfermo, sin preguntar la causa de la herida o de la enfermedad —añadió con solemnidad—. He intervenido quirúrgicamente al representante del Rey en la ciudad de Peñíscola de unas heridas causadas por un duelo justo entre caballeros de honor. —Los duelos fueron prohibidos por el Santo Padre en todo el territorio pontificio. La mano de su Santidad y su sabiduría está para juzgar las faltas e injusticias y sólo Dios y él deciden cómo ha de morir un hombre. Además el muerto es un capitán de la Orden y por si fuera poco, en sus venas corría la sangre del noble linaje de la casa de los Luna. Y de repente la voz de Lilzáhira intervino como un hacha y partió la conversación en dos: —El piadoso cardenal Julián de Loba debe conocer que el asesino del joven capitán ha sido sin duda Mohamed Lachkar, el conocido y despreciado Halcón —argumentó Lilzáhira con tono cortante como una daga. Iéhoshua comenzó a titubear y un sudor frío se deslizó por sus sienes; la interrupción de una mujer en el diálogo de un cardenal no era buena señal y menos si resultaba como ahora, un afilado corte sobre las frases y las palabras. Era evidente que este acto insolente sólo podía aportar más irritación. Era ya casi seguro que terminarían todos con sus huesos en la fría mazmorra de la fortaleza suplicando piedad. El cardenal mostró una pequeña sonrisa, porque adivinaba el trayecto del razonamiento. Y frente al desconcierto de Iéhoshua, en vez de enfurecerse y estallar en cólera, agachó la cabeza en señal de saludo y se desplazó la mano al corazón ante el ¡¡tocado!! con la espada de la inteligencia. —En los momentos de confusión —añadió con tranquilidad Lilzáhira—, se necesita a un culpable que pueda canalizar el miedo —el cardenal seguía sonriendo suavemente, al ver que recordaba fielmente sus palabras—, la única forma de salvar la incertidumbre y de que nos volvamos a unir frente a un enemigo común, es admitir que el asesino del rabino Samuel, del imán Abdeltif, del arcipreste

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Miguel Molsós y ahora del joven y honorable capitán ha sido el cruel Halcón. El cardenal Julián de Loba sabe que esto es un acto piadoso, que es un sacrificio por el bien de la colectividad. Y añadió con tono de negociación: —Puesto que mi fiel marido ha cumplido con su obligación de galeno y cirujano con un herido, que por añadidura es el representante del Rey en Peñíscola, es de esperar que también cumplirá, cuando llegue el momento oportuno, con la promesa que le ata a las obligaciones con el Santo Padre. Julián de Loba se acercó caminando con tranquilidad, como si sopesara cada palabra de Lilzáhira, y extendiéndole la mano para que la besara, le dijo: —Mujer, tienes temperamento de guerrero y capacidad de negociación de general de la antigua Roma. ¡Cuántos emperadores, reyes, nobles y cardenales te envidiarían! — girando la cabeza hacia la perfecta formación de hombres armados dijo con fuerza y convicción—: ¡Es evidente que el asesino del honorable capitán ha sido el cruel Mohamed Lachkar! ¡¡Pagaré su peso en plata a quien consiga traer vivo o muerto al Halcón!! Dirigiéndose a Iéhoshua que atónito sujetaba la hoja de la puerta, le dijo: —Galeno has cumplido con tu deber socorriendo a un inocente, que el Creador de todas las cosas proteja a esta honrada casa y a todos sus moradores. La Luna se apaga y pronto solicitaré tus servicios... Pero sobre todo hermano Iéhoshua, cuida de tu mujer puesto que, ya quisieran papas y reyes tener asesores tan competentes. Con un movimiento de la mano derecha ordenó a los caballeros de la Orden que abandonaran la casa y después la desplazó con suavidad hasta el corazón para efectuar el saludo de despedida. Iéhoshua resopló al ver cómo se perdían por la subida del Bufador. —¡Ya puedes salir, Nicolás! —llamó Lilzáhira dirigiendo su mirada hacia el fondo de la cuadra. Éste no contestaba. —¡Ya puedes salir! —volvió a gritar con fuerza. Únicamente los animales se mostraron inquietos ante el grito. —¿Nicolás? ¡Vamos Iéhoshua, creo que le ocurre algo! Se acercaron rápidamente al montón de estiércol y con las manos le buscaron. Allí estaba, medio asfixiado por la fermentación y el insoportable olor. Tiraron de su cuerpo y le sacaron arrastrando hasta la calle. Estaba amarillo y tenía sarpullidos en la piel como quemaduras. Iéhoshua le abofeteó varias veces en el rostro y al ver que no reaccionaba le golpeó con fuerza en el pecho, en ese instante respiró. Tras varias arcadas vomitó baba negra y arrancó de su garganta una verde flema. —¡Uahhh!... ¡Por un momento he pensado que acabaría mis días

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sepultado bajo un montón de apestoso estiércol! —comentó con ironía negra, mientras respiraba hambriento de aire. Se sintieron de nuevo desconcertados: ¿Cómo era posible que un asesino tan despiadado se mostrara como si nunca hubiera ocurrido nada? No parecía un ser de esta esfera.

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luminado tenuemente por la Luna

. movía los ojos en una circunferencia imposible, adquiriendo posiciones que violaban las leyes aristotélicas. Con movimientos armónicos, arrastraba con sigilo la panza acorazada de escamas. De vez en cuando se detenía e inmóvil parecía un matemático calculando la distancia, y, cuando comprobaba que la víctima estaba a su alcance, con la precisión de un arquero ejercitado en mil batallas, lanzaba la lengua apresando con su viscosidad al insecto, para engullirlo sin apenas masticarlo. Ante la imposibilidad de conciliar el sueño, Iéhoshua observaba con atención las artes de caza del pequeño dragón que sobre la viga del ventanuco limpiaba de mosquitos la alcoba. —Si tuviera el tamaño de un caballo no habría hombre armado que pudiera vencerle, ni espada que traspasara su coraza. Con razón los legendarios dragones únicamente podían ser vencidos por caballeros ungidos por la justicia de Dios —pensaba. Esta reflexión le llevó a comprender el porqué fueron tan temidos en tiempos lejanos y a la vez, enemigos tan respetados, y, entendió también el motivo que llevó a los estudiosos de las estrellas a dedicarle al dragón una constelación. Y por un instante, la alimaña le hizo recordar al enorme reptil del pantano y al Granota, imaginándose la extraña historia de amor que les unía, una relación que alteraba las normas de la Creación. —¿Qué habrá sido de esa terrible bestia? —reflexionó—. ¿Fue un arrebato de celos quien le hizo devorar al Granota? ¿Llorará su ausencia como una fiel viuda? Y cuando llegó a este punto, como si se arrepintiera de sus elucubraciones, se dijo como reproche: —¡Qué tonterías piensas Iéhoshua! Con los problemas que te rodean y centras tus pensamientos en absurdos fuera de toda lógica humana. E intentó forzar a su cerebro para que volviera a la realidad, pero

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el regresar no fue más tranquilizador, recordó su promesa al Santo Padre, la matanza de los Hijos del Islam, las heridas del alguacil..., pero sobre todo le produjo desasosiego recordar el enigma de la escalera de Lahcen y los extraños asesinatos que parecían estar relacionados con ella. Fue en este momento cuando no pudo evitar pensar en Nicolás y en las evidencias que le acusaban de ser el cruel asesino del rabino Samuel, del imán Abdeltif y del arcipreste Miguel Molsós. Todas las pruebas indicaban que era el desalmado criminal de la Scala Célite. Ante los nuevos pensamientos comenzó a respirar con dificultad. —¡Dios mío, puede matarnos a todos! ¡Es un asesino y está durmiendo bajo nuestro mismo techo! Las imágenes de los crímenes le pasaban hasta el último detalle por el interior de los ojos, no podía dejar de ver el rostro sin orejas del rabino, la mano cortada del imán, le era imposible arrancar del cerebro la escena del punzón de oro traspasando lentamente la piel, los músculos..., hasta llegar al corazón del arcipreste. Imaginaba a Nicolás subiendo la escalera con sigilo, empuñando una daga de estaño, de plata o tal vez de oro, para apuñalarles sin piedad para así finalizar su macabra composición. —¡Cálmate debes controlar tus miedos! —se dijo—. Nicolás se ha movido por venganza —razonó—. Mató al clérigo y al arcipreste porque sospechaba que ellos eran los asesinos de su padre. ¡Contra nosotros no tiene nada! Respiró profundamente retomando el ritmo de los pulmones, dirigiendo de nuevo a su imaginación para que únicamente pensara en los ojos de Lilzáhira. Eso sí que le tranquilizó. Cuando la luz empujaba el manto de la noche y el horizonte parecía pintarse de rojo fuego, de blanco gaviota y de azules de mar; miró la espalda desnuda de Lilzáhira quedando hechizado por el universo de lunares que similar a un firmamento distribuían caprichosas figuras. Con el dedo índice trazó líneas imaginarias entre los lunares, dando forma en su fantasía, una a una, a las constelaciones. —¿Cómo un espacio tan pequeño puede incluir todo un universo? —se preguntaba mientras miraba cada recoveco, cada hondonada, cada valle, cada rincón de la espalda. —¿No puedes dormir? ¿Qué te preocupa? —le preguntó somnolienta al notar su inquietud. —¡Nada, simplemente es el calor! —contestó mientras la abrazaba por la espalda para dormirse. Le despertó el aroma de la leche de cabra caliente y el de los higos secos rebozados con harina y huevo recién fritos con aceite de oliva. Estaba tan cansado que había dormido hasta el medio día. —¡Vamos, querido esposo, hoy tenemos muchas cosas por hacer! —le suplicó zarandeándole.

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Con los ojos cerrados calzó las sandalias, cubrió el cuerpo con la chilaba y medio dormitando bajó las escaleras. Su sorpresa fue mayúscula cuando vio al alguacil que con la boca llena a rebosar, hablaba salpicando a Nicolás. Sonreía como si nunca hubiera tenido una herida, como si nunca hubiera perdido una sola gota de sangre, como si nunca hubiera sido intervenido quirúrgicamente. Estaba perplejo porque normalmente después de este tipo de operaciones se solía estar convaleciente, con cuidados especiales por peligro de infección y de gangrena al menos durante los ciclos completos de un par de lunas. —¿Será cierto que el orientar a un enfermo hacia la estrella Thuban, de la Constelación Draco, tiene poderes curativos? —reflexionó asombrado. Al sentarse en la mesa no pudo evitar lanzar una mirada acusadora y de desconfianza a Nicolás. —¿Me he perdido algo? —preguntó Ramón Pastor al percibir la tensión. —¡Sí! —contestó con tono acusatorio—. Que nuestro amigo... En ese momento Lilzáhira interrumpió bruscamente la frase sin dejar que continuara añadiendo: —Que nuestro amigo Nicolás defendió tu inocencia ante el cardenal Julián de Loba. —¡Gracias Nicolás! Pero no me arrepiento de haber mandado a ese hijo del diablo con su padre Satanás. Gustoso hubiera pagado con la hoguera el placer que he tenido al destriparle como a un cerdo —añadió con el brillo de la venganza en los ojos y con aire fanfarrón. Lilzáhira acercándose a Iéhoshua, con la diplomacia que caracteriza a una buena mujer y esposa, le pisó con disimulo el pie derecho, dejando caer todo su peso, mientras le preguntaba con tono dulce: —¿Querido esposo, deseas más leche de cabra? Con la cara congestionada como si tuviera retortijones de vientre, le contestó con la misma amabilidad: —Lo que tú creas amada esposa... Sin duda había entendido el mensaje—: Sobre la sospecha de que Nicolás era el asesino, ni una palabra al representante del Rey. Apartando Lilzáhira los tazones, puso sobre la mesa los planos de la escalera y los del organistrum. —Creo que ha llegado el momento de organizarse para conocer la verdad de lo que realmente ocurrió en la catedral —dijo. Iéhoshua no hacía más que vigilar a Nicolás, no podía evitar estar pendiente de sus reacciones, de sus gestos... Ramón Pastor miraba a Iéhoshua con extrañeza, no parecía entender la desconfianza que de pronto éste albergaba hacia el joven. —Aunque muero por confirmar mi sospecha de que realmente la

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locura anida en vuestras cabezas —contestó con ironía a la propuesta de Lilzáhira, mirando de reojo a Iéhoshua añadió—: Creo que el ilustre “matasanos” aquí presente, debería recetar una pomada a nuestro joven amigo, para que esa especie de sarpullidos que tiene por el rostro y las manos, que sin duda serán fruto de la fogosidad de la edad, desaparezcan y pueda agradar a las doncellas de Peñíscola. Nicolás sin decir una palabra, ruborizado por la observación del alguacil, acercó hacia sí los dos planos, parecía que quisiera ocultar el rostro entre ellos; mientras a la vez Iéhoshua se levantaba erguido como un mástil de una galera y también sin abrir la boca, ante la mirada atenta de Lilzáhira y de Ramón, cogía medio limón, lo exprimía en un mortero, añadía un ajo y un pellizco de grasa de cordero, escupía en su interior... y, suavemente lo fue machacando, incrementando con rabia contenida el ritmo del golpear de la maza, hasta realizar una pasta uniforme. Y acercándose hasta Nicolás, que seguía con la mirada sumergida en los planos, le dijo con tono serio y distante: —¡Lávate con agua de la fuente de San Pedro y te aplicas este ungüento sobre los sarpullidos durante una Luna! Nicolás, le ofreció una sonrisa de agradecimiento. Tras este pequeño intento de vencer la desconfianza, centraron su atención sobre los planos, parecían generales analizando el campo de batalla, organizando las tropas, debatiendo tácticas de combate, preparando la intendencia. Pero quien realmente destacaba sobre el resto era sin duda Lilzáhira a la que los tres hombres parecían respetar, o, digamos que quizá no se atrevían a contradecir. —Creo que Nicolás debería señalar con su buscador de estrellas la mejor ubicación en el taller para la construcción de la maqueta de la escalera —y colocando la mano derecha sobre el hombro de Nicolás y la izquierda sobre el hombro de Iéhoshua le dijo—: También con tu ayuda, mi amado esposo, podría componer la música que sonó en la catedral aquel triste día, puesto que con el conocimiento que posees, sin duda puedes ayudarle a descifrar los símbolos de las esferas. Mientras tanto tú alguacil —mirando directamente a la cara de Ramón Pastor— podrías colaborar transportando la piedra que vamos a necesitar desde la Sierra de Irta, para que yo pueda cantearla según las técnicas que utilizó mi padre. —¿Por qué en esta investigación me corresponde el trabajo más duro? —preguntó con tono de chiquillo el alguacil. —¿Será porqué realmente estás más cerca de una mula que de un filósofo? —replicó con ironía Lilzáhira. Todos estallaron en risas. Después de varias jornadas de tensión y sufrimiento parecían haber olvidado las penalidades. Reían con tanta fuerza y ganas que el sonido de su risa se fundía con la vibración de los astros, y sin saberlo, estaban componiendo una melodía que cambiaría sus destinos en esta esfera.

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L

51 evantó el brazo

. hacia un cielo sembrado de esferas, por la argolla asía el buscador de estrellas. Rastreaba como un cazador, siguiendo las huellas celestes para que le llevaran hasta la morada del guardián de la Lágrima de Júpiter. Y en el tapiz de la noche, a 15º de la luminaria Vega, surgió la imponente cabeza del Dragón que serpenteaba entre las dos Osas. Iluminó con cuatro destellos el bronce e inmediatamente golpeó de la misma forma que un látigo su cola de trece nudos, sobre el artilugio que resplandeció con la inquietante luz de Thuban. Mientras la brisa les traía el aroma del mar acariciándoles el rostro, observaba los cálculos de Nicolás girando la araña, situando a la estrella Thuban sobre la almucántara, para poder leer en el astrolabio el acimut verdadero del Norte Perdido. En silencio, muestra de respeto hacia los conocimientos del aprendiz músico, Iéhoshua seguía con la boca entreabierta cómo realizaba los cálculos del tiempo astral y de la hora solar sobre el limbo de la madre, situando la aliada y anotando el signo zodiacal correspondiente para conocer la posición del Sol el día del accidente en la catedral. Una vez finalizados los cálculos, pisó fuerte sobre la terraza exclamando: —¡Es aquí! ¡Éste es el punto donde debemos construir la maqueta! Con una maza y un escarpe, que llevaba sujeto en el cinto de cuero, abrió un agujero del tamaño de un puño, deslizando a través de él una plomada, que hizo llegar, perforando uno detrás de otro los restantes techos de la casa, hasta el fondo en el taller, para marcar el eje sobre el que cimentar la obra. Al bajar la estrecha escalera vigilaba con nerviosismo su espalda, puesto que detrás descendía Nicolás. En su fructífera imaginación le veía empuñando el escarpe y la maza, para de un solo golpe clavárselo a través de la espalda. Estaba tan centrado en su miedo que incluso anticipaba el crujido que emitiría su columna vertebral al ser arañada por el escarpe. Bajaba poco a poco los peldaños, buscando adivinar las intenciones del joven. Intentaba tanto anticipar los movimientos del aprendiz, forzando las esferas de los ojos hacia atrás, que puso uno de sus pies en el borde del escalón y resbaló perdiendo el equilibrio. Aleteó con los brazos como una torpe ave de corral y cuando ya era evidente la caída, adivinó con terror que sería la cabeza la primera en golpear sobre los peldaños. Fue entonces cuando la mano de Nicolás dejó caer la maza y con un rápido movimiento le sujetó del cinturón evitando su caótica caída. Fue un simple y frío: —¡Gracias!

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Ya tenían el lugar exacto donde construir la reproducción de la escalera de Lahcen, además, por los cálculos geométricos realizados por Iéhoshua, ésta debía mantener la proporción de doce esferas de altura, por tres de anchura, con un radio de 30º de su compás. Lilzáhira extendió sobre el banco de trabajo todas las anotaciones realizadas hasta el momento, comenzando a leer en voz alta con el tono de un general cuando arenga a sus tropas: —Las investigaciones nos han llevado a afirmar que, la escalera es un instrumento musical que está relacionado con la melodía de la Scala Celite, puesto que en cada peldaño aparece la combinación de símbolos de las esferas celestes. Según el plano la escalera tiene 210 peldaños, que resulta ser el número triangular de 20. Aunque según mi querido esposo —girando la mirada hacia Iéhoshua acompañándola con una sonrisa—: no es posible que se den 210 combinaciones, no existe instrumento musical capaz de combinar tantos sonidos. Pero, por lo que parece, al ser mi padre de origen musulmán —aquí realzó la ironía del tono—, mi avispado marido llegó a la conclusión que estamos ante 012 combinaciones de las esferas. —¿No me digas que tengo que transportar 210 piezas de piedra desde la Sierra de Irta hasta este polvoriento taller? —preguntó el alguacil ante los primeros datos. Lilzáhira sin dejar de sonreír afirmó con la cabeza. —¡Será un trabajo de más de tres ciclos lunares completos! —exclamó desesperado Ramón Pastor. Nicolas, cogió el plano de la escalera de Lahcen con la mano derecha y con la izquierda el del organistrum, superponiéndolos por el Símbolo Solar, para ver a trasluz sus coincidencias, sobre todo las del peldaño 13, en el que el Símbolo del Lobo y el de la Luna, coincidían, el primero con el signo de Marte y el segundo con el de Saturno. —En primer lugar descifraré la composición de los signos de la Scala Celite, para después interpretarlos con la cítara ánglica —aclaró—. Ello nos dará la clave de las fuerzas que la sujetaban en su serpenteo de lógica imposible. En segundo lugar, intentaré componer con el organistrum los Sonidos Lobo capaces de devorar la estructura musical de la escalera. Y por último, haré vibrar a la vez ambas melodías. Así comprobaremos qué ocurre. —¡Sin duda vuestro razonamiento es fruto de la influencia negativa de la Luna! Realmente no sé el porqué colaboro en esta locura. ¿Estaré contagiado? —dijo Ramón Pastor. —Es evidente que nunca has estado en tu sano juicio —le contestó Iéhoshua—, quizá debamos comprobar que no ha anidado en tu cerebro la Piedra de la Locura. Todos volvieron a reír. El trabajo de preparación del material les llevó menos tiempo

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del previsto, a pesar de que Lilzáhira por el embarazo presentó limitaciones para realizar esfuerzo, y además, tuvo que reposar varias veces por el sufrimiento de contracciones, con los días comprendidos entre dos ciclos lunares, tuvieron tiempo suficiente para que el alguacil efectuara, con un par de bueyes alquilados y con tres viajes por jornada, el transporte de las piedras necesarias. El principal problema que tuvieron que resolver fue el de la altura, que les obligó a arrancar parte del techo del taller para poder montar los 210 escalones, y, a construir una tosca grúa con una combinación de cuatro poleas, similar a una noria, para instalar los últimos peldaños. Pero donde realmente se quedaron bloqueados fue en la parte intelectual del proceso. Nicolás con la ayuda de Iéhoshua había conseguido descifrar la nota musical de cada símbolo, pero la composición que surgía de ellas, dentro de las 12 combinaciones posibles, distaba mucho de ser armoniosa y sobre todo de ser considerada música, estaba más bien dentro de la calificación de “ruido espantoso”. Nunca con anterioridad una cítara ánglica había emitido unos sonidos tan estridentes. Después del esfuerzo realizado se encontraban abatidos, derrotados por el resultado, era como combinar notas musicales al azar, sin ningún tipo de lógica, les faltaba la estructura, la melodía, el ritmo... —Hemos conseguido casi todas las notas de la composición, pero no conocemos el orden —comentó decaído Nicolás—. No me siento capaz de encontrar las directrices a seguir. ¡Si estuviera aquí mi padre él sabría cómo combinar todos estos sonidos! —añadió mientras le saltaban las lágrimas por la impotencia, lágrimas que sí sonaban con armonía al golpear, una detrás de otra, sobre el pergamino donde tenía representadas el joven aprendiz de Orfeo las notas musicales. Lilzáhira se le acercó y con una caricia acompañada de un silencio comprensivo le consoló. —Era de esperar que esto ocurriera —dijo Ramón Pastor—. Debemos reconocer que hemos fracasado—, aquí todos le miraron sorprendidos porque era la primera vez que el alguacil se incluía dentro de la locura que les arrastraba como algo también suyo—. Pero es importante que destaque que el trabajo duro realizado —reflexionó con tono solemne—, me ha hecho sentir bien durante todo este tiempo, he sentido ilusión de nuevo, como hacía años que no sentía. Sólo por eso creo sinceramente que ha valido la pena intentarlo. Aunque debéis de admitir que todas vuestras creencias sobre la música de las esferas, los Sonidos Lobo..., no son más que fruto del influjo del calor y que lo que ocurrió en la catedral aquel triste día fue un accidente. Nicolás le miró con una expresión que sin palabras le decía: —¿Por qué no te callas? El alguacil entendió el mensaje enmudeciendo. —¡Hay algo que se nos ha pasado por alto! —exclamó de pronto

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Iéhoshua— quizá las 012 combinaciones de las notas musicales no se refieran a doce formas posibles de combinar entre sí los sonidos, quizá el 12 está señalando una estructura celeste fija. Eso tendría sentido, puesto que la escalera necesita fuerzas estables para mantenerse erguida en el tiempo. —¡La locura del Santo Padre! —intervino de repente Lilzáhira como intentando a la vez recordar la cita exacta— ¡Las 12 estrellas de la mujer encinta! La escalera es como una mujer a punto de dar a luz, con una corona de doce estrellas sobre la cabeza, con los pies sobre la Luna y revestida por el Sol. —¡Claro ésa es la estructura de la composición musical! —exclamaron con una sola voz Iéhoshua y Nicolás. Su euforia fue interrumpida por la llegada brusca de los ayudantes del alguacil, para informarle que la reina María hacía su entrada en Peñíscola.

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nvueltas por los estandartes

. y pendones de las mejores familias de la Corona, las dos grandes Damas de los Trastámara recorrieron las calles de Peñíscola hasta la fortaleza. La reina María de Castilla montaba un caballo casi tan negro como su vestimenta y lucía todos los símbolos de Lugarteniente General de Aragón y del principado de Cataluña. Le seguían diez jinetes pertrechados para el combate. La reina viuda Leonor de Alburquerque, junto al legado del Rey y doctor en leyes por la Universidad de Lérida, Alfonso de Borja, iban sentados dentro de un elegante transportador, llevados a hombros por seis fuertes jóvenes, rodeados por varios monjes dominicos. La comitiva real era cerrada por una docena de arqueros con el inquietante emblema del cardenal Pierre de Foix. En la plaza de armas, en una exhibición de fuerza se encontraban formados más de cincuenta hombres de Montesa, con el armamento visible, otros tantos en los puestos de defensa, junto a las terribles máquinas de guerra. El capitán Rodrigo de Luna se aproximó a la montura de la Reina y tras una reverencia le ayudó a descabalgar. —¡Bienvenida sea a la fortaleza de la cristiandad la gran Dama de…! —¡He venido para hablar con el Papa, así que guarde los halagos! —interrumpió al sobrino reconocido de Pedro de Luna.

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Caminando con marcialidad se dirigió hacia el cardenal Juan Carrier que junto a Julián de Loba cerraban literalmente con sus cuerpos la entrada a los aposentos del Papa. —¡No estoy aquí para perder el tiempo! ¡Deseo ver a Benedicto XIII! —les exigió mirándoles a la cara. Juan Carrier dando un paso al frente le contestó: —El Papa se encuentra indispuesto. Me ha delegado la capacidad de negociar —a la vez que le mostraba un documento notarial con el Sello del Rey Pescador. —¡¿Todavía resiste el viejo brujo?! —gritó Leonor, a la vez que era ayudada por el canónigo Alfonso de Borja y dos monjes dominicos a bajar del transportador. —¡Me tranquiliza saber que por lo menos ha perdido la cordura! Leonor de Alburquerque apoyada en un bastón de plata y cogida del brazo de Borja caminó hasta la reina María y dirigiéndose a Carrier vociferó con tono de desprecio: —¿Cardenal no estará ocultando la muerte de Pedro de Luna a la Reina? —El Papa descansa —replicó Carrier con voz firme, a la vez que con la mano indicaba a las Damas y a su acompañante el delegado del Rey que pasaran al Salón Gótico. En la sala principal se encontraba el sillón papal vacío, a su diestra en un banco estaban los cardenales Jimeno Dahe y Domingo de Bonnefoi, en la siniestra, de pie, el confesor del Papa Guillem de Gastón. Ofreciéndoles a las Damas asiento, se sentaron uno a la izquierda otro a la derecha. La reina María con un movimiento de los ojos indicó a Alfonso de Borja que tomara la palabra. —¡Hermanos en la verdad del mismo Dios! Estamos aquí en la fortaleza de la cristiandad para hacer llegar la propuesta que el gran Magnánimo Alfonso con su sabiduría ha elaborado para finalizar esta situación que crucifica de nuevo a Jesucristo. A cambio de la abdicación de Pedro de Luna a favor del Papa Martín V y de que sea entregado el Santo Cáliz de la Última Cena a la Real Casa de los Trastámara, representada aquí por la reina María de Castilla, promete por su honor que sus eminencias mantendrán el nivel de prestigio y de santidad que deseen en cualquier ciudad. —¿Dónde está el documento firmado por el Rey? —preguntó Loba. —¿Duda de la palabra de la Casa de los Trastámara? —replicó Leonor de Alburquerque. —La palabra de los Trastámara siempre se la ha llevado el viento —apuntilló con la valentía de un general Juan Carrier—. Fernando el de Antequera juró fidelidad, antes de ser nombrado Rey, a Pedro de Luna en la catedral de Tortosa y poco después en Morella exigió a Benedicto XIII que dejara de ser Papa. Asimismo su hijo Alfonso, ahora

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el Magnánimo, con las damas de Nápoles por supuesto —resaltó con ironía que demostraba que no estaba dispuesto a ceder un paso— prometió en la catedral de Valencia, junto a la reina María, aquí presente, ante el Grial de Cristo, mantener su obra. ¿Dónde quedaron sus promesas? —¡Por mucho menos cardenal mandé reducir a cenizas el Condado de Urgel y a su arrogante regente Jaime! —exclamó con fuerza Leonor de Alburquerque— ¡Con razón el santo Vicente Ferrer les maldijo! —añadió con rabia. —¡El verdadero Papa no paga a traidores! —gritó Julián de Loba en referencia a Vicente Ferrer. En vano Alfonso de Borja intentaba calmar los ánimos, y, cuando los reproches comenzaron a ser cruzados y la tensión alcanzaba su máximo grado en el salón, entró Gil Sánchez Muñoz y acercándose a Juan Carrier le susurró en el oído. Todos callaron. —¡¡El auténtico representante de San Pedro!! —voceó con todas sus fuerzas Carrier, a la vez que se levantaba tan incrédulo como los demás señalando hacia la entrada. Pedro de Luna caminaba erguido, con todos los emblemas de santidad, la Tiara de San Silvestre, el anillo del Rey Pescador y las llaves de San Pedro, le seguía el médico Tomás Martín. Sin duda la pócima de Iéhoshua ha Lurqui mostraba efecto. Tanto seguidores como enemigos se quedaron sorprendidos pues era de dominio que el Papa había perdido la cordura. —¡El maldito brujo tiene un pacto con el diablo! —rumió hacia sus adentros la viuda Leonor. El Papa adivinando sus pensamientos le dirigió la mirada y una sonrisa burlona. Parecía que sus ochenta años se hubieran convertido en cuarenta. —Entienda el homme que Dios es físico, e la tribulación melecina para la salvación, e non pena para la condepnacion… —dijo a los cardenales que le envolvían a la vez que tomaba asiento en el majestuoso trono. —¡Santidad, estamos ante su gran persona para proponer una solución al Cisma que enfrenta a los hijos de Cristo! —exclamó con amabilidad Alfonso de Borja mientras se desplazaba la mano al corazón. —¡Conozco la propuesta! —sentenció—. Responda al Magnánimo: Dios que es regidor de todos espera la batalla e la victoria con la caballería de los ángeles, e en todo lugar da corona perdurable al que es contra el diablo peleante… Levantándose la reina María gritó: —¿¡Significan las palabras de Pedro de Luna que no existe negociación posible!? —Los reyes son llamados por bien regir, et bien regiendo tienen nombre de rey, e mal regiendo merecen perderlo; e ansí aquellos son

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llamados propiamente reyes que ansí mesmos e a sus vasallos supieren bien regir. —recalcó Benedicto XIII. Las damas fruncieron el ceño de rabia, pues con estas palabras les volvía a recordar que la Casa de Trastámara regía la Corona de Aragón, no por la voluntad de Dios, sino por la decisión del Papa. Esto las humillaba. En el momento en que salían acompañadas por Borja, destilando furia, hizo su entrada en la plaza de armas Ramón Pastor con sus ayudantes. Al acercarse para mostrar pleitesía a la Reina, ésta le espetó furiosa: —¡Alguacil he esperado impaciente sus informes! —Perdone su majestad pero he sufrido un percance relacionado con el honor... La Reina desplazó la mirada hacia el costado del alguacil que debido a la carrera comenzaba a sangrar por los puntos, después sonrió maliciosamente al ver que ya no marcaba los atributos de varón guerrero. —¡Ahora su honor tendrá que elegir entre un viejo loco y el servicio a la Corona! —¡En los últimos años he aprendido que mi daga debe de estar al lado de los justos! —Pues alguacil, vigile que su cabeza se mantenga erguida al lado de su puñal, puesto que muy bien puede, si su elección es equivocada, coronar la punta de una lanza —sentenció la Reina. La viuda Leonor se le acercó advirtiéndole: —El viejo brujo se ha quedado solo, no haga ninguna locura. En esta vida siempre hay que tomar partido y lo más sensato es, estar al lado de los vencedores de la historia. —¡Aprendí la lección en Urgel, excelencia! ¡Los perdedores de la historia, si son justos, vuelven a saborear la miel de la victoria en el tiempo! Al escuchar el nombre del Condado a la viuda se le dilataron los ojos y se le tensó la mandíbula. —¿Estuvo en el Condado? Ramón Pastor con una mueca repleta de malicia, como si hubiera esperado durante años esta pregunta, no dudó en contestar: —¡Prefiero la locura del derrotado con honor, que la cordura del vencedor con traición! —¿De qué me suena su cara, alguacil? ¡Sé que la he visto antes! Viendo el desconcierto de la Rica Hembra, acarició con chulería su daga realzando de nuevo la entrepierna. —¡He tomado la decisión! ¡Me quedo con el Señor de Luna! —¡Desde que le vi supe que era un perdedor! ¡Pronto su cabeza alguacil coronará la torre más alta de esta fortaleza!

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La reina María con paso firme caminó hasta el centro de la plaza de armas y con la autoridad de Lugarteniente General de Aragón gritó a la formación de hombres de Montesa: —¡Caballeros de Santa María, vuestra Reina os ordena que abandonéis la defensa de este lugar maldito! ¡Os exijo vuestra obediencia! ¡Quién mañana a la puesta del Sol, no se encuentre con el ejército real en Benicarló será ajusticiado por traidor!

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ra una estructura bella,

. pero con la frialdad de un ser sin alma. Se contorneaba sobre sí misma en una espiral imposible que transgredía en su descaro todas las normas de la arquitectura, hasta tal punto, que al mirarla, por su coqueto atrevimiento, transmitía la inquietante amenaza de que enamorada del vacío buscaba el suicidio. Sabían que era de vital importancia encontrar la fuerza capaz de mantenerla erguida, puesto que si no lo hacían en breve cualquier vibración podía destruir su delicada danza con el aire, arrastrando con ella para siempre la posibilidad de conocer qué ocurrió realmente aquel día en la catedral. La situación no ofrecía duda. En la cordura de la locura de Benedicto XIII estaba la clave de la estructura musical de la escalera del gran maestro Lahcen El Ghoulb. —¡La escalera es una mujer preñada con ganas de dar a luz! —exclamó Iéhoshua mientras recorría con la mano toda la espiral de peldaños—. Sujetas sobre la cabeza, en una corona tiene 12 estrellas —señalando la cima de la obra—, y en los cimientos —inclinando la mano hacia el suelo—, la Luna. —¿Pero cómo podemos saber de qué estrellas se trata? —preguntó Lilzáhira. El alguacil se acercó diciéndole: —Querido amigo, sé que es difícil aceptar que las cosas no son lo que a uno le gustaría que fueran. Pero creo que deberías reconocer que vuestras creencias son un error. Lo que tenemos delante es una bella y delicada obra de arquitectura, y por más que la miro no veo a ninguna mujer. ¡Peñíscola ya no es un lugar seguro! Creo que no hay que perder más tiempo entre estas murallas, todos los sueños han sido devorados en una sola noche y los enemigos están dentro. Además las Damas de la casa de los Trastámara con sus celos y odio

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pueden reducir a escombros toda esta fortaleza; desde mi punto de vista deberíamos partir hacia Barcelona; allí todavía impera la ley del Rey, en esa ciudad estaríamos seguros. Pero Iéhoshua que ya había oído varias veces estos consejos, actuó como si no le escuchara, se mostraba otra vez repleto de ilusión, casi se podría decir que eufórico, estaba tan activo, en los movimientos y las palabras, que parecía que se aproximaba peligrosamente a los síntomas que produce el nacimiento de la piedra de la locura. —Tenemos que buscar en el firmamento una corona —destacó—. Y una de las características de ésta es que tiene que tener 12 estrellas y emitir fuerzas estables en el tiempo. Al ver que sus amigos seguían sin valorar su opinión, el alguacil se dirigió hacia Lilzáhira y cuando fue a intentar convencerla, en sus retinas vio reflejada la misma locura que destilaba por los poros Iéhoshua, girando como último recurso la mirada hacia Nicolás: —Y tú... ¿qué opinas, joven amigo? Éste tampoco parecía querer escucharle, estaba en silencio observando detenidamente la escalera. Después de un instante de reflexión, miró a su alrededor buscando; dirigiéndose hacia una zona del taller en la que descansaba un baúl, lo abrió y rastreó hasta el fondo, lanzando hacia atrás, hacia su espalda, decenas de pergaminos con anotaciones musicales hasta que empuñó una piel de panza de lechal miniada. —¡Aquí está! Acercándose al banco de trabajo la extendió, ésta emitió un sonido que delataba que el tiempo la había resecado en demasía, incluso pareció que al desplegarla se cuarteaba la miniatura. —¡Mirad, es el planisferio del Universo! —dijo Iéhoshua al verlo, e hizo una señal con la mano a Ramón y a Lilzáhira para que se acercaran—. La Tierra, es el centro —señalando con el dedo índice la esfera central del pergamino—. Se encuentra en el mundo sublunar... —¿Cómo algo tan imperfecto puede ser el centro de la Creación? —remarcó Nicolás mirándole a los ojos. Sin duda la pregunta generaba una duda razonable, pero a todas luces era absurda. —El Gran Arquitecto ha diseñado el Universo como una enorme esfera —contestó Iéhoshua— y en el centro, donde clavó la aguja de su compás, está el hombre, puesto que éste fue creado a su propia imagen. Por lo que resulta lógico, que si el hombre es imagen de Dios y éste a su vez habita la Tierra, sea ésta el centro del Universo y que todas las esferas giren a su alrededor... A pesar de la turbación que le produjo la pregunta, puesto que era evidente que la Tierra no era tan perfecta y el hombre mucho menos, siguió añadiendo:

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—En el mundo sublunar todo lo que existe está formado por los cuatro elementos, el fuego, el agua, la tierra y el aire... —Sí, pero estos elementos se enlazan, se combinan entre sí con una fuerza, con una vibración, con una melodía, con música... —replicó Nicolás. Se le notaba que empezaba a estar algo molesto por las anotaciones que hacía Nicolás a sus intervenciones, puesto que estaba acostumbrado a ser el profesor y esta vez ante el joven aprendiz se sentía alumno. Lilzáhira le miraba sonriendo porque adivinaba sus sentimientos. —Es como un niño, con las mismas rabietas —pensaba. Ramón Pastor cansado de intentar que entraran en razón, parecía haber decidido la vía más cómoda de afrontar el nuevo brote de locura de sus amigos, abrir un pequeño barril de moscatel. Al cabo de cinco degustaciones, empezó a reconsiderar que no estaban tan locos, pues la escalera ante sus ojos, daba la sensación que se contorneaba con la misma sensualidad que aquellas mujeres que había conocido en ciertos barrios de Barcelona. —Aquí le siguen las esferas de los planetas —comentaba Iéhoshua, señalando con el dedo los símbolos miniados de la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno—. Se dice que los planetas están formados por éter —recalcó con énfasis, mirando de reojo a Nicolás, quizá para demostrar que conocía de qué estaba hablando. —No, no sólo están formados por éter —puntualizó Nicolás—, hay otras sustancias y otros minerales desconocidos que emiten extrañas y bellas melodías, capaces de influir sobre toda la Creación, con la misma fuerza que la Luna influye sobre las mareas... —¿Cómo sabes eso? —le preguntó Lilzáhira adivinando que poseía un conocimiento que iba más allá de lo que los estudiosos de las estrellas sabían. Nicolás no respondió, únicamente devolvió una mirada que mostró el destello de Thuban. —Por último, aquí está la esfera de las estrellas fijas donde se leen los nombres de las constelaciones. ¡Pero si Nicolás quiere añadir alguna rectificación o aclaración sin duda puede hacerlo! —añadió Iéhoshua mientras se sentaba en un rincón igual que un niño enfadado que ya no quiere seguir jugando. Sonriendo Lilzáhira se le acercó y le dio un beso en la frente. —No es malo reconocer que Nicolás posee más conocimientos sobre las esferas y el Universo —le dijo mientras le pasaba la mano suavemente por la mejilla. —Es un poco duro —murmuró— él es un simple aprendiz de músico, yo soy un reconocido maestro... —Por eso, porque eres un maestro debes poseer la humildad para admitir que puedes seguir aprendiendo día a día.

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Algo más tranquilo, pero sin poder evitar el recelo en la mirada, se dirigió hacia Nicolás y con curiosidad le preguntó: —Si piensas que ese planisferio está equivocado ¿por qué lo has buscado? —Porque las verdades o mentiras no son absolutas. En él —señalándolo con la mano— hay cosas que son ciertas, otras sin duda son erróneas. Pero creo sinceramente que, este planisferio del sabio Tolomeo puede ayudarnos a buscar la corona y determinar las 12 estrellas. Fue en ese momento cuando un estruendo de cacharros al chocar entre sí les hizo girar la cabeza. El alguacil en un tambaleante recorrido por el taller, se había abrazado a la escalera, besándola. —¡Bella mujer, dónde has estado todo este tiempo! ¡Posees el erotismo de Afrodita bañada por la espuma! Me recuerdas a mi amada religiosa de Valldonzella... —Creo que el alguacil vuelve a sufrir fiebre fruto de sus heridas, o tal vez le guía la fuerza de un ciervo en celo —bromeó Iéhoshua, mientras todos reían al ver la cómica escena. A pesar de las risas, por más que lo intentaba no podía apartar de su mente la desconfianza hacia Nicolás. Miraba detenidamente cómo con el dedo buscaba cada constelación, cómo recorría uno a uno los dibujos miniados de la esfera de las estrellas fijas; parecía el caminante que recorre una senda conocida, adivinando con antelación cada curva, cada peña, cada árbol... Pero los ojos de Iéhoshua se abrieron como platos al observar, que en un movimiento de la mano dejó al descubierto, debajo de su muñeca, un tatuaje. Un círculo dentro de otro círculo, lo reconoció al instante, era el Círculo Solar. Nicolás tenía grabado a fuego el signo de los Hijos del Sol. —¿Pero que hace aquí, tan lejos del Valle de los Muertos? Ahora conocía de dónde procedía realmente el gran conocimiento que tenía sobre las esferas, sobre la Scala Célite, sobre la Constelación del Dragón, sobre la Lágrima de Júpiter... Pero también este tatuaje le hizo recordar uno de los mensajes reflejados en la macabra escena del crimen del clérigo musulmán Abdeltif Quamar, “la mano cortada con la que pintó el asesino con sangre un círculo dentro de otro círculo” Era un mensaje que acusaba al clérigo de robar el Círculo Solar. Ya no tenía dudas, era el asesino. Aunque: —¿De qué serviría acusarle de nuevo? —razonó para sí. Lilzáhira confiaba ciegamente en el joven; el representante del Rey se paseaba borracho sin autoridad aparente, besuqueando una y otra vez a la escalera, mientras que la justicia Papal transmitía la desconfianza de la mirada de Algol. Así que decidió no revelar que había descubierto quién era realmente Nicolás y cuál era su origen; pero a la vez también se dijo a sí mismo que, debía seguir vigilante para proteger a su familia, puesto que el enemigo dormía bajo su mismo techo y lo tenían tan próximo que les lanzaba el aliento en la nuca.

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entía en la garganta un nudo

. de hormigas que ascendían rabiosas hasta mordisquearle la lengua pastosa. Por más agua que bebiera, era incapaz de ahogar una sed que parecía provenir de lo más profundo del cuerpo agrietándole cada víscera. Pero lo más insoportable era que, algún fantasma de su oscuro pasado le presionaba sin piedad sobre las sienes con un instrumento de tortura invisible. Parecía la obra de una bruja que con sus hechizos le hubiera cambiado el cerebro por una piedra; sin duda le habían lanzado mal de ojo, por eso no podía razonar, le pesaba tanto la cabeza que tenía que sujetarla con ambas manos. Por un instante pensó en alguna maldición lanzada por la Rica Hembra, la viuda Leonor de Alburquerque. Levantó la jarra hacia el cielo y volcó todo su contenido en la boca reseca, pero era tanto el fuego de su interior que el agua casi se evaporó al instante. Apenas podía abrir los ojos repletos de pegajosas legañas, cuando tras un gran esfuerzo lo consiguió, sintió una gran decepción al descubrir que la mujer que ante él se contorneaba llena de embrujo, había desaparecido, y, en su lugar quedaba una curiosa forma de piedra llena de peldaños y de símbolos. No recordaba una resaca como ésta. Miró a su alrededor e intentó ubicarse, de repente adivinó dónde estaba al ver tumbados en el suelo del taller a Iéhoshua, Lilzáhira y Nicolás. Entre quejidos, con la mano en la frente, se acercó poco a poco al banco de trabajo e intentó fijar la mirada en el planisferio, pero una nube insolente se empeñaba en hacerle borrosos los dibujos. Fue tanto el empeño en comprender todo lo que tenía ante los ojos, que del esfuerzo intelectual se doblegó como una joven rama de higuera golpeando la frente contra la zona del mundo sublunar, quedando profundamente dormido con la boca abierta sobre la esfera de las estrellas fijas, a la vez que sus cuerdas vocales imitaban con increíble realismo a una piara compuesta por más de una docena de cerdos. Fue una sucesión de palmadas que iban creciendo con intensidad sobre la mejilla, acompañadas de un martilleante: —¡Despierta alguacil, despierta alguacil!... —quien le hizo regresar de los brazos de Morfeo. Al abrir los ojos ante sí vio el dibujo del León. —¡Es mi signo del Zodiaco! Creo que hoy será mi día de suerte —masculló mientras emitía un pequeño gruñido de dolor. —¡Repite eso de nuevo! —le dijo Iéhoshua.

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—¿Qué repita qué? —¡Lo que acabas de decir! —Que el León es mi signo del Zodiaco... —contestó atontado. —¡Eso es el Zodiaco! —exclamó con tanta fuerza que despertó a Nicolás y a Lilzáhira —¡El Zodiaco es la corona! ¡El Zodiaco es la corona! —repetía una y otra vez mientras daba saltos como un poseso por todo el taller —¡Son las constelaciones del Zodiaco quienes forman una corona fija en el firmamento! Los gritos de alegría retumbaban en el cerebro del alguacil como el golpeteo constante de una maza de herrero sobre el yunque. Ante los rostros iluminados de alegría, por haber descifrado una parte del enigma, surgió la Corona que abrazaba en un círculo todo el mapa del cielo, eran las 12 constelaciones del Zodiaco: Aries, Piscis, Acuario, Capricornio, Sagitario, Escorpio, Libra, Virgo, Leo, Cáncer, Géminis y Tauro. —Tenemos la Corona, ahora nos queda por determinar las 12 estrellas. —Parece claro que las luminarias pertenecen a las constelaciones zodiacales, además, han de ser las más brillantes, las de mayor magnitud —añadió Nicolás mientras comenzaba a buscar en el mapa. Lilzáhira les observaba expectante de ilusión, porque el enigma comenzaba a descifrarse y se abría de nuevo la puerta para poder comprobar que el accidente de la catedral fue realmente un crimen, y sobre todo, demostrar que su padre era inocente. —Las 12 estrellas son —enumeró Nicolás a la vez que arrastraba el dedo sobre cada constelación del Zodiaco—: de Aries, Hamal, de Piscis la que más brilla es Alrisha, de Acuario resalta sobre las otras Sadal Melik, de Capricornio reluce con fuerza Gredi, de Sagitario la más potente es Kaus Medius, de Escorpio la luminaria es Antares, de Libra resplandece Zuben Elgenubi, de Virgo destaca Spica, de Leo la fuerza está en Régulo, de Cáncer en Acubens, de Géminis tiene primera magnitud Cástor y de Tauro Aldebarán. Ya tenían la Corona y sus 12 estrellas. Ahora Nicolás podía componer con la ayuda de su medidor y partiendo de la Scala Célite básica, donde la Tierra es el sonido (sol), la música. La composición le llevó un ciclo lunar completo, puesto que tuvo que determinar la distancia de cada estrella en función de la nota (sol). Con las medidas obtenidas representó sobre un pergamino la composición que surgía de las constelaciones del Zodiaco y de sus principales luminarias; fue anotando uno a uno los sonidos que brotaban de cada estrella en relación a la distancia que ocupaban en el mapa celeste, siempre utilizando como referencia a la Tierra. Mientras tanto Iéhoshua y Lilzáhira se centraban en la siguiente parte del enigma: “la mujer a punto de dar a luz, revestida por el Sol”.

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—La mujer puede ser tal vez la representación del planeta Venus —dijo pensativo— o quizá otra divinidad femenina de la antigüedad. —Es una mujer preñada, revestida por el Sol... —repitió con suavidad Lilzáhira, como intentando detectar la musicalidad de la frase. —¡Está muy claro! —añadió de repente Ramón Pastor, que hasta ese momento había estado dormitando, más bien padeciendo otra resaca de moscatel— Simplemente es la Madre de Dios, la Virgen María, la Madre de Nuestro Señor Jesucristo. —¿Cómo sabes eso? —preguntó extrañada Lilzáhira. —Porque cuando estuve en el monasterio de Valldonzella, vi una hermosa pintura donde se reflejaba a la Madre de Nuestro Señor Jesucristo, con los pies sobre la Luna y con una corona de estrellas sobre la cabeza. —¿Estuviste en Valldonzella? —remarcó Iéhoshua con sorpresa. —Sí, pero eso es una larga historia... —La representación de la Madre de Jesús..., no parece descabellada la hipótesis —repitió en voz alta Iéhoshua—. La Virgen María quedó encinta, sin conocer varón, por obra del Espíritu Santo que es representado por los cristianos con una paloma —reflexionaba en voz alta—. Siendo el Espíritu Santo el mismo Dios. —No comprendo la relación. Además mi padre era musulmán, por ello no entiendo la utilización de la Virgen María como columna central de la escalera —añadió como aclaración a la contradicción que observaba. —La catedral está dedicada a Nuestra Señora... ¡Claro todo encaja, ahora lo entiendo! —exclamó Iéhoshua—. Se refiere a una leyenda similar a la de la Virgen María, pero mucho más antigua, se trata del mito de Leda. —¿El mito de Leda? —Preguntaron casi a la vez Ramón y Lilzáhira. —Se comenta que Zeus se enamoró de Leda, reina de Esparta y esposa de Tindáreo, y para seducirla, se transformo en cisne y tras ese amor Leda dio a luz dos huevos. —¿Pero qué tiene que ver esa historia con la Madre de Jesús? —preguntó casi ofendido Ramón Pastor—. Lo que estás argumentando si sale de estas paredes, puede ser castigado con suerte con prisión y sin ella, con la hoguera. —Sólo he dicho que es una leyenda similar. —¡No veo la semejanza en nada! Pero por si acaso querido amigo, recuerda que eres de origen judío, y últimamente se os vigila muy de cerca, por mucho menos de lo que acabas de afirmar se te puede acusar de herejía —le aconsejó Ramón Pastor dejando caer sus posaderas en un taburete. —¿Dónde está la similitud? —desafió al consejo del representante

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del Rey, a Lilzáhira le guiaba más la necesidad de descifrar el enigma que el miedo a la tortura o a la hoguera. Y ante la cara de preocupación del alguacil, que actuaba a la vez como si no quisiera escuchar tapándose con las manos los oídos, mirando al techo y silbando, Iéhoshua se dispuso a realizar la interpretación del mito de Leda. —La similitud está en que Zeus (Júpiter) es la representación de Dios y éste transformándose en un cisne dejó embarazada a Leda, esposa de Tindáreo. En la historia cristiana viene a ser algo parecido, la Virgen María, esposa de José, queda embarazada por Dios por medio del Espíritu Santo, representado por una paloma. —¿Entonces la mujer preñada es Leda? —¡Sí! Creo que tu padre ha representado esta apasionada historia de amor entre una mujer y un Dios. La mujer es Leda y simboliza la Constelación del Cisne. Al ser preñada puso dos huevos, de uno de ellos nacieron Pólux y Helena, hijos de Zeus; del otro nacieron Cástor y Clitemnestra, hijos de Tindáreo. Estos gemelos, Cástor y Pólux, conocidos por los Dióscuros por ser uno de origen divino y otro mortal, fueron unidos por Zeus, como símbolo de amistad y fraternidad, en la Constelación de Géminis, de la que son sus estrellas más luminosas para ser guía de los navegantes. —Esta historia es absurda y escapa a toda lógica del Creador —recalcó con tono escéptico Ramón Pastor—. ¿Cómo una mujer va a quedar preñada por un cisne? Además, ¿cómo es posible que ponga huevos? En ese preciso instante un estruendo producido por el toque de panderos, el golpeteo de cencerros y los gritos de una multitud enardecida, anunciaba por las calles: —¡La bestia ha muerto, la bestia ha muerto, la bestia ha muerto! ¡La van a despellejar en la plaza! ¡Salid todos, celebremos que la hija del diablo ha muerto! Ante tal manifestación de júbilo, la fuerza de la curiosidad les venció y decidieron salir de la reclusión del taller y seguir a la muchedumbre que reía y disfrutaba igual que si fuera tiempo de Carnaval, saltaban y danzaban con la misma alegría que solían mostrar cuando el Santo Padre daba por finalizado el periodo de Cuaresma. Cuando llegaron, a los pies de la fortaleza papal, tanto Iéhoshua como Ramón Pastor se quedaron estupefactos pues estaba colgada por el cuello, de lo más alto de la muralla, el dragón del pantano, la fiel compañera del Granota. —¡Qué os pasa? —preguntó Lilzáhira. —Nada —contestó con tristeza Ramón Pastor—. Era una vieja conocida. —Era la fiel amante del Granota —añadió Iéhoshua.

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A

l despellejarla, el hedor

. del pantano inundó la ciudad. Entre la multitud borracha por el dantesco espectáculo, un río de sangre con la oscuridad del fango recorrió las piedras que cimentaban la fortaleza. Al rasgarle el estómago, éste mostró al gentío la fiereza del reptil, pues de su interior surgieron casi intactas más de una docena de armaduras completas, con sus escudos, ballestas y espadas. Las vísceras golpearon sobre la roca, salpicando a la desenfrenada muchedumbre con gotas de un pestilente hedor. Y entre los oscuros despojos, del que quizá fuera el último dragón, destacó la blancura nacarada de un huevo. Al verlo resplandecer con la última luz de la tarde, el gentío se lanzó sobre él como una jauría, golpeándolo una y otra vez con los pies, con palos, con piedras, hasta que se resquebrajó como una jarra de barro. En ese momento se hizo el silencio que, similar a un rápido incendio, tuvo su foco alrededor del huevo y se extendió ayudado por el viento de poniente a toda la multitud, los rostros borraron la alegría y las risas se transformaron en grito de terror. El alguacil desenvainó la daga y se aproximó presto a proteger a los niños y a las mujeres. No podía creer lo que estaba viendo, era la obra de Satanás. Ante él, retorciéndose en el suelo, había un feto de dragón, envuelto por una viscosa y pegajosa capa de grasa. La criatura a pesar de ser prematura tenía el tamaño de dos brazos, e intentaba erguirse con patas armadas con garras. En un instante consiguió deshacerse de la mucosidad que le envolvía levantando hacia el cielo la boca repleta de colmillos. Parecía que suplicara piedad, o que buscara la protección de Draco. Arrastrando la panza se tambaleó como el niño que aprende sus primeros pasos. La gente aterrorizada huía abriéndole el paso. —¡Es Satanás, es el Diablo! —gritaban buscando refugio que les librara del hijo del mal. Inseguro en su reptar, pero decidido por sobrevivir, se dirigía en busca del pantano, el olor lejano de la ciénaga le guiaba y despertaba su instinto. En los rostros de Iéhoshua, de Lilzáhira y de Nicolás se reflejaba la sensación que produce estar viviendo una pesadilla, quedándose paralizados, sin saber qué hacer, cuando la criatura se dirigió indecisa hacia ellos. En la proximidad a Iéhoshua le pareció reconocer en la pequeña bestia la mirada turbia del barquero del pantano. Fue con una carrera desesperada y un grito de ataque, cómo

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Ramón Pastor se interpuso entre la criatura y sus amigos. Cerrando los ojos para no ver la mirada del reptil, deslizó el filo del acero por el tierno cuello del recién nacido, que desplomándose se acurrucó como si quisiera regresar de nuevo al interior del huevo. Por primera vez vieron brotar lágrimas de los ojos del fiero alguacil. Arrastrado por un presentimiento Iéhoshua se acercó hasta los despojos, buscaba más huevos, conocía que estos reptiles solían poner de tres a cinco. Aumentó su inquietud cuando entre las vísceras no encontró más, estremeciéndose al pensar que en algún lugar del pantano podía existir un nido con huevos de dragón. En ese estado de incredulidad por lo que acababa de ver, le llamó la atención una de las armaduras volcada del estómago de la bestia, pues en su rodillera se sujetaba entre los dedos de metal un anillo que, por el estado incorrupto que mostraba frente a la erosión de los ácidos del estómago, era sin duda de oro. Una voz en su interior le dijo que lo arrancara. Su rostro se alargó dos palmos cuando vio en él grabada la orden del Rey. Era la delegación del poder que el Rey otorgaba a su representante en una ciudad. En ese momento con la mirada buscó inquisitoriamente la figura de Ramón Pastor. Lanzó con tanta rabia el anillo sobre la mesa, que éste giró igual que un trompo, generando una esfera dorada. —¡Nuestro amigo es un farsante! —rugió mirando fijamente a la cara de Ramón Pastor—. ¡No es el representante del Rey como ha estado cacareando todo este tiempo! ¡Es un impostor! Sorprendida por las acusaciones, Lilzáhira cogió el anillo, que todavía seguía girando sobre sí mismo y lo miró detenidamente analizando cada signo. En él reconoció “la delegación de poder del Rey”. —Entonces, ¿quién diablos eres tú? —le preguntó volviendo la mirada hacia el que creía era el alguacil. El único que no mostró ningún tipo de sorpresa por la acusación fue Nicolás que seguía ofuscado en la interpretación musical de la Corona y sus 12 estrellas. —Sí, tengo que reconocer que nunca he sido el representante del Rey —comentó con total tranquilidad Ramón Pastor—. ¡Pero debéis admitir que no lo he hecho tan mal! —añadió con cierta sorna. —Pero, ¿quién eres? —voceó Iéhoshua sorprendido por la serenidad que mostraba. —¿Quién soy? ¡Buena pregunta! Te aseguro que me la he hecho cientos de veces; sobre todo antes de entrar en combate y después de arrasar poblaciones indefensas repletas de ancianos, mujeres y niños. Simplemente soy un miserable perro de guerra —expresó con abatimiento— he sido un mercenario. Hasta hace escasamente unos

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años únicamente me ha guiado la plata y por ella, he derramado sangre inocente que ha manchado mi alma. He defendido a reyes injustos, sin importarme el credo o la religión que profesaban; he luchado por nobles que merecían la horca, he matado campesinos que defendían su dignidad contra los tiranos que les hacían morir de hambre... Y todo por un puñado de monedas que después dilapidaba en los prostíbulos de las mejores ciudades de la cristiandad. —Pero... ¿Qué haces aquí en Peñíscola? ¿Quién paga tus servicios y para qué? ¿Por qué nadie ha descubierto tu farsa? —interrogó Lilzáhira con mirada de repulsa, por las confesiones del que creía era un amigo. —Ha sido el azar. ¡Creedme! ¡Por primera vez, nadie paga mis servicios! He emprendido mi propia aventura con la conciencia tranquila, e igual que los antiguos caballeros deseo poder limpiar mi alma de tanta podredumbre. —¿De qué aventura hablas? —preguntó Iéhoshua. En ese instante se acercó Nicolás y sin dar importancia a la conversación, recogió de la mesa un frasco de minio y un par de plumas, añadiendo con suavidad: —Está buscando el Tesoro de los Señores del Templo. —¿Y tú cómo sabes eso? —puntualizó Lilzáhira. Nicolás, no respondió y como si la pregunta no fuera con él, volvió a sumergirse en la composición musical. —¿Eres un ladrón de reliquias sagradas? —dejó en el aire la pregunta Iéhoshua mientras adelantaba su cuerpo, pegando amenazante su nariz contra la nariz de Ramón—. ¡Odio a los ladrones de tumbas y de reliquias! ¡Sois auténticos buitres, carroñeros de templos y violadores de lugares sagrados! En ese momento Lilzáhira recordó la mirada de Ramón Pastor en la logia, cuando tuvo entre sus manos el Vaso Sagrado, por la forma en que lo sopesaba, sin duda estaba calculando el precio del oro y contaba las piedras preciosas. —¡Dios mío, el Cáliz! ¿No habrás sido capaz de robarlo? —Te equivocas, no busco oro ni plata. ¡Busco limpiar mi alma! —¿Realmente piensas que nos vamos a creer que te guía un motivo tan sublime? —le replicó Iéhoshua apretando más su nariz contra la nariz de Ramón—. ¡Seguro que has robado el Santo Grial, conozco a los de vuestra calaña, he visto miles de veces vuestros actos en templos y tumbas! —Pero no has contestado ¿cómo te has hecho pasar por alguacil del Rey sin que nadie te descubriera? — intervino Lilzáhira centrando la conversación, a la vez que con la mano retiraba hacia atrás el cuerpo amenazante de Iéhoshua. —Os he dicho que realmente fue el destino, fue el azar. ¡Ésa es la verdad! Todo comenzó cuando siendo capitán mercenario del ejército

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del rey Fernando I de Antequera, me negué a que los soldados que estaban bajo mis órdenes arrasaran un castillo en la Seo de Urgel que, después de más de seis ciclos lunares de cruel asedio, sus valientes y nobles defensores, debilitados por el hambre y la enfermedad, decidieron rendir con la condición de que respetáramos sus vidas y la del conde Jaime II. ¡Yo di mi palabra! Pero una orden sellada por la reina Leonor de Alburquerque me obligaba, por el bien de la corona, a no dejar supervivientes de esa fortaleza rebelde. Aunque me negué a cumplir la orden real, esto no consiguió evitar que otro capitán pasara a cuchillo uno a uno a los defensores del castillo, a las mujeres, a los niños, incluso a los caballos... Sólo dejaron vivo al desafortunado conde Jaime de Urgel para que sirviera su humillación de escarmiento a otros posibles nobles rebeldes frente a los Trastámara. Ese acto de honor, de mantener mi palabra, únicamente consiguió que fuera condenado por traición y que pasara más de un año en la dura prisión de Agramunt. Incluso llegué a estar sentenciado a muerte. Pero gracias a una amnistía, a la que forzó el Papa Benedicto XIII al de Antequera, el día 21 de noviembre de 1412, para investirle como Rey de Sicilia, Córcega y Cerdeña en la ciudad de Tortosa, me devolvieron la libertad junto a otros reclusos. A partir de aquí, la lucha por sobrevivir, por comer algo caliente, me llevó a Barcelona, allí trabajé como albañil en una ampliación del monasterio de Santa María de Valldonzella. ¡Os aseguro que nunca he visto religiosas más hermosas, son hijas de la nobleza de todos los Reinos de la Corona! ¡Sobre todo una! No he sentido piel más suave..., —aquí su mirada mostró por primera vez el brillo que produce el mal de amores, y cambiando de tema siguió diciendo—: Fue durante este trabajo donde conocí al viejo maestro constructor Enrique el Siciliano que poco antes de morir me habló del Santo Cáliz, y me entregó esta ruta... Desplazando la mano hasta la funda de su apreciada daga, le dio la vuelta y dejó ver detrás de la pulida piel un pequeño bolsillo del que sacó un arrugado pergamino en el que en una de sus esquinas destacaba grabado el Sello del Temple, representado por dos caballeros montados en un mismo corcel. En él había señalado con puntos lo que parecía un camino, donde destacaba marcada una especie de cruz sobre la roca de Peñíscola. Fue en ese momento cuando Nicolás levantó la cabeza de la composición musical y se deslizó en silencio para observar con interés el documento del que creían hasta ese momento alguacil.

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E

mpuñando la carta

. como si de una espada de fino acero toledano se tratara, levantó la mirada y entornó los ojos como el actor que está a punto de interpretar un sainete en un corral de comedias. Moviéndose de un lado a otro del taller, buscaba con sus exagerados gestos conseguir la atención de los presentes. Caminaba erguido, descansando la mano siniestra sobre el nácar de la daga, a la vez que extendiendo el brazo por completo, abría la palma de la diestra y la hacía deslizarse suavemente a la altura de la mirada, parecía el titiritero que sin palabras desea representar la línea del horizonte, al mismo tiempo que comenzaba su relato: —Era un jinete que parecía huir de sí mismo, las numerosas cicatrices de su rostro delataban que terribles recuerdos le atravesaban como flechas el alma, rondaría los cuarenta años, aunque su mirada —tocándose los ojos— era la de un anciano. Me crucé con su sombra dos veces, una en la puerta principal de Barcelona y la otra en la catedral de Tortosa. Fue en esta última ciudad donde decidimos cabalgar juntos —se detuvo un instante como si rebuscara en la memoria—. Lo único que relucía de este apagado y triste caballero era su armadura y el añillo del Rey que le “delegaba el poder” de alguacil. Durante las tres jornadas a caballo que duró el viaje apenas nos dirigimos la palabra, sólo me dio a conocer su nombre: Ramón Pastor. Parecía que él no quería remover su pasado, me daba la sensación que buscaba la muerte, y yo, simplemente quería olvidar y comenzar de nuevo, así que nuestro compañero de viaje fue el silencio. En este momento sentándose en una banqueta respiró hondo, deseaba apresar el interés de los oyentes. —Pero fue al introducirnos en el reino de la ciénaga cuando cada uno recibió del destino lo que estaba buscando. Esto ocurrió de la manera más vulgar, lejos de cualquier ideal de caballero; sucedió sin aventura, sin batalla, sin honor y sin gloria. Todos escuchaban la historia con la boca abierta, le daba tanto realismo al contarla que realmente parecía cierta, pero algo dentro de Iéhoshua le hacía desconfiar. Ya eran demasiadas decepciones seguidas, no podía arriesgarse. —La noche era extremadamente calmada, no soplaba la más ligera brisa, sólo el hedor del pantano y una nube de mosquitos nos envolvía, nada hacía presagiar lo que iba a ocurrir. Parece ser que el caballero sintió debajo del faldón metálico que el vientre y la vejiga le presionaban suplicando relajarse, así que desmontando de su corcel

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buscó en la oscuridad un cañaveral donde bajarse el calzón y realizar sus necesidades. Mi atención estaba presa en la silueta de la impresionante fortaleza que destacaba sobre el fondo, buscaba encontrar una excusa creíble para que la guardia me dejara entrar en la ciudad sin levantar sospecha. Fue en ese instante cuando —abriendo los ojos exageradamente para dar más sensación de terror—, al caballero no le dio tiempo a desenvainar su espada, ni siquiera le dio tiempo de gritar, o tal vez no quiso gritar; pero del barrizal se abrieron las puertas del infierno y le tragaron con el arnés, con la espada y con el sello real, y lo que es más humillante para un caballero acostumbrado a las grandes gestas y aventuras, con el calzón bajado y las vergüenzas al aire. Los tres se echaron hacia atrás, mostrando en el rostro el terror que siente un niño cuando escucha una fábula sobre el lobo. —Durante una jornada estuve perdido por el pantano, temblando, mirando horrorizado hacia mi espalda porque presentía que detrás de cada ruido, detrás de cada croar de rana, detrás de cada zumbido..., el Diablo se deslizaba sigilosamente tras mis pasos. Realmente todavía no sé cómo pude hacerlo, no recuerdo cómo logré traspasar el laberinto del pantano, pero milagrosamente conseguí alcanzar la playa —aquí puso una mirada de fraile penitente—. Fue entonces cuando vi claro que era la obra de Dios: El Hacedor deseaba que yo viviera otra vida, que encontrara el Santo Cáliz para que con la reliquia limpiara mi alma. A partir de ese momento, decidí olvidar mi nombre para siempre y adoptar el del caballero malogrado, Ramón Pastor. Fue así cómo me convertí, por deseo del Creador, en el representante del Rey en la ciudad de Peñíscola. —La historia parece convincente, pero quedan puntos oscuros. ¿Cómo el Rey durante estos cinco años no ha descubierto la farsa? Y..., ¿por qué las autoridades pontificias no te han solicitado la credencial real? —apuntillo Iéhoshua. —Simplemente porque el interés del Rey está centrado en los estados italianos y en la bella Giraldona de Carlino, y Peñíscola sólo le interesa como moneda de cambio. Cuando crea que ésta tiene valor suficiente para ser utilizada a favor de su ambición, entonces quizá recuerde que en su momento le designó un alguacil —contestó con lógica aplastante—. En cuanto a las autoridades pontificias; en el momento de mi llegada, estaban demasiado ocupadas viendo morir en la hoguera a un fraile que se le acusaba de envenenar al Santo Padre. ¡Nunca olvidaré los gritos de dolor, ni el desagradable olor que la carne quemada desprende! —con los dedos se apretó la nariz—. ¡Estás varias lunas sin arrancarla de la ropa! Se te engancha como una garrapata en la piel y por más que te laves o te untes con esencias no desaparece, es una pestilencia mucho más intensa que la que produce el maldito fuego griego, al menos éste te consume de una

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forma rápida. La hoguera es poco a poco, primero lo que más rápido prende es el pelo, le sigue la piel de los pies, después las uñas..., a la vez se va fundiendo la grasa del cuerpo para seguir asando los músculos y los tendones, hasta hacerte hervir la médula. Por eso el olor es más variado, pasa del hedor de pelo chamuscado mezclado con aroma de cochinillo asado, al de apestoso cerdo quemado... ¡Sin duda es más intenso! Aquí de pronto sus ojos brillaron con la luz que produce la necesidad de venganza y la extraña satisfacción de haberla cumplido. —El encargado de mantener la leña ardiendo, era el maldito capitán de la Orden al que mandé al infierno —emitió una pequeña sonrisa que delató satisfacción—, éste ordenaba a los soldados que lanzaran cubos de agua sobre la leña para que el fuego prendiera poco a poco y así conseguir que el dolor del condenado fuera más intenso y su muerte más lenta. No podré olvidar la mirada de felicidad que tenía el maldito perro mientras el fuego devoraba lentamente al fraile; cómo sonreía de placer cuando le fundía la grasa de las piernas y le trepaban las llamas por el pecho, enroscándosele en la garganta para consumirle el rostro... Recuerdo que en el momento en que el fraile era ya una antorcha humana, todavía retorciéndose sobre la hoguera, gritó con tono desgarrador: ¡El Anticristo vive en la fortaleza! ¡El fin de los tiempos ha llegado! —Bueno, no hace falta que cuentes tantos detalles —interrumpió Lilzáhira mientras mostraba angustia. —Mi intención no es ser desagradable, simplemente os cuento el porqué las autoridades pontificias no me solicitaron el Sello Real. Estaban muy ocupadas disfrutando del espectáculo —añadió con ironía—. Esperaban la llegada de un alguacil y dieron por hecho que yo era el alguacil que esperaban. ¡Así de sencillo! —terminó con una pequeña sonrisa de satisfacción que mostraba que estaba orgulloso de haber burlado a todo el mundo. Las manos de Iéhoshua se mostraban inquietas, se tocaba la cara, iban hacia el pelo de forma nerviosa, se posaban en la frente; daba la sensación que no se acaba de creer la historia contada. Pero ¿por qué tenía que desconfiar de su amigo? —reflexionaba— al fin y al cabo ¿qué importaba que fuera un impostor? Puesto que, a pesar de la gran mentira de su identidad, había sido mejor alguacil que muchos de los que había conocido. Además en las ocasiones de peligro, demostró ser un leal compañero. Recordó cuando les protegió de un linchamiento seguro el día del entierro de Juan Albiol y de cómo le salvó la vida arriesgando la suya propia en la explanada de la mezquita, durante la matanza de los Hijos del Islam. —¿Por qué pensaste que el Santo Cáliz estaba en Peñíscola? —le preguntó Lilzáhira. —Porque el cuento del Grial habla de un castillo inexpugnable,

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nunca conquistado por las armas, y ese castillo sin duda es el de Peñíscola. Habla de un Rey Pescador y ese es Benedicto XIII, porque él posee el emblema del Pescador de Hombres, pues lleva en la frente ungido el signo de San Pedro. Además esta carta, indica que la flota de los Caballeros del Templo buscó su último refugio en esta roca, donde como un milagro brotan de las entrañas del mar, doce manantiales, símbolo de los Apóstoles. ¿Por qué pensáis que el Señor de Luna eligió esta ciudad para ubicar la Santa Sede y no eligió ciudades tan importantes como Barcelona, Valencia o Zaragoza? La respuesta es que en las grutas de esta Roca descansa el Gran Tesoro del Temple. Era increíble lo que estaba sucediendo, reflexionaba con ansiedad Iéhoshua. Sus dos amigos eran unos impostores, no eran lo que aparentaban. Nicolás no era el ingenuo aprendiz de músico, era miembro de la secta secreta de los Hijos del Sol y además por añadidura, era un peligroso y cruel asesino. Ramón Pastor, no era Ramón Pastor, ni siquiera era el alguacil del Rey, era un perro de guerra, un mercenario, o quizá un miserable ladrón de reliquias sagradas, que buscaba como presa, como botín un tesoro de leyenda. En ese desolador momento en que la duda y la desconfianza le invadían, comprendió por primera vez el significado de la extraña partida de ajedrez que jugaba el cardenal Juan Carrier y de sus sospechas de que las piezas sobre el campo del tablero no eran del color que aparentaban a simple vista.

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N

ada era

. lo que a simple vista parecía. Los rayos del Sol se convirtieron en barrotes de luz que le apresaban en una ciudad que de repente como por embrujo, se había transformado en una celda vigilada por el mar. Los luminosos azules del mediodía, los relajantes verdes que salpicaban las montañas y los impactantes rojos del atardecer, cambiaron el sentido del color para pintar en su pensamiento un oscuro paisaje donde predominaba el gris de la desconfianza. Todo había resultado ser un espejismo. El gran sueño reflejado en el Santo Cáliz, el posible entendimiento de las tres religiones con el mismo Dios, era humo que se escapaba entre los dedos y las grietas de la fortaleza. Lo que había considerado amistad, era engaño y muerte. En ese momento de profundas dudas, donde lo único que parecía cierto era el amor que sentía hacia Lilzáhira, empezó a valorar seriamente los consejos del canónigo de Lérida Alfonso de Borja cuando le susurró:

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—¡Olvida la traicionera luz de Peñíscola! Pero sabía que Lilzáhira no abandonaría hasta conocer qué es lo que ocurrió realmente en la catedral. Así que a pesar de los miedos decidió terminar de recorrer uno a uno los peldaños que ascendían serpenteando hacia las esferas. Con paso corto, pero decidido, se acercó hasta el que había creído que era el alguacil, y, a menos de un brazo de distancia, mirándole a los ojos le preguntó: —¿Cuál es tu verdadero nombre? —Santiago. —¿Apellidos? —Cardona i Nebot. —¿Podemos creerte ó es otro nombre falso? —¡Vamos! ¿Por qué tenemos que desconfiar de su historia? —interrumpió Lilzáhira. —¿Qué por qué tenemos que desconfiar? ¡Durante todo este tiempo no ha dicho una sola verdad! De pronto Nicolás, que estaba hasta ese momento analizando la carta de navegación, de quien a partir de ahora sería Santiago Cardona, exclamó con fuerza: —¡Mirad esto! Había unido los puntos por una línea. —Pero... ¿Qué has hecho con mi carta? —dijo alterado Santiago Cardona al ver las líneas marcadas. —Estos puntos no representan puertos, ni siquiera lugares de costa o de tierra firme. Son la representación de las constelaciones que componen el Triángulo Estival. —¿Quieres decir que son estrellas? —preguntó Santiago Cardona. —¡Sí, son constelaciones! —¡Con razón he estado excavando en decenas de lugares y no he encontrado ni una maldita pieza de cobre! Extendieron de nuevo la piel miniada sobre el banco de trabajo; Iéhoshua siguió las líneas con el dedo índice, llamándole la atención que la sucesión de puntos formaban un triángulo perfecto, era evidente que los vértices de esta figura geométrica eran las estrellas Deneb de la Constelación del Cisne, Vega de la Constelación de Lira y Altair de la Constelación del Águila. De momento, algo en su mente le hizo reaccionar con sorpresa, pues en la carta reconoció entre las líneas un símbolo que le era muy familiar. —¡La Cruz Olivo... el Santo Cáliz es la Cruz del Norte, la Constelación del Cisne! —exclamó sorprendido. Hasta ese mismo instante siempre había creído que la Cruz Olivo era la representación simbólica del árbol que abrazaba a todas las religiones conocidas; pero ahora, ante su sorpresa, se daba cuenta de que realmente la reliquia era un símbolo mucho más antiguo, pues

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era la representación de la Constelación del Cisne, la denominada Cruz del Norte. Con una renovada fuerza que le brotaba del interior, levantó los ojos de la piel miniada y girando la cabeza desplazó la mirada hacia la ágil estructura de piedra. —¡Ya tengo el origen de tu fuerza! —gritó señalando con la mano hacia la escalera—. Tu cabeza se rige por las 12 constelaciones del Zodiaco y de cada una de ellas te corona su estrella más luminosa. Tu cuerpo, a punto de reventar por la vida, es guiado por la Cruz del Norte y modelado, igual que el de la primera hembra, por el Obrador de todas las cosas; representado por el triángulo que dibujan en el cielo las constelaciones del Cisne, la del Águila y la de la Lira. Tus bellos pies descansan sobre la melodía de la Luna y tu corazón palpita con la vibración del Sol. Ante la euforia que mostraba por haber descifrado el código de las esferas de la escalera, Lilzáhira, Nicolás y Santiago dejaron de observar la carta de navegación y se acercaron a Iéhoshua que mantenía los ojos desorbitados y una mirada centrada en la ágil obra de arquitectura, que más que nunca parecía contornearse como una hermosa danzarina. —¡Hemos descifrado tu código, ya hemos descifrado tu código! —aullaba una y otra vez—. ¡Conocemos la estructura de tu melodía! Ahora lo veía claro, nada de lo que estaba ocurriendo era fruto del azar. Parecía un plan predestinado, todo encajaba, todo lo ocurrido hasta el momento era como un mosaico de Alejandría, donde las piezas por separado no tenían sentido, pero al unirlas creaban matices, sombras y colores que daban forma a un dibujo. Sus vidas, sus sueños, sus miedos y deseos formaban parte de la composición musical que estaban buscando. La melodía de la creación les había utilizado. En este preciso instante supo que ellos también eran parte de la Scala Célite, que eran una nota musical dentro de la composición y que su animal interno vibraba con las esferas. —¿Por qué piensas que el triángulo creado por la Constelación del Cisne, la Constelación del Águila y la Constelación de la Lira forman parte de la estructura musical de la escalera? —preguntó Nicolás. —Porque sólo una figura geométrica perfecta puede ser utilizada por el Creador para componer su música —respondió Iéhoshua—. Realmente el cuerpo de la obra de Lahcen lo forma la Constelación del Cisne, que es la representación más antigua de la historia de la Virgen —añadió— que a su vez, es la Cruz del Norte. Esta Cruz está simbolizada en la estructura del Vaso Sagrado, es la representación del Santo Grial. —Supongamos que es cierto que la Constelación del Cisne es el cuerpo musical de la escalera... Entonces ¿por qué añades a su estructura la Constelación de la Lira y la del Águila? —puntualizó Lilzáhira.

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—Simplemente porque es evidente que necesita de una fuerza perfecta para mantenerse erguida. Si observamos bien el planisferio —abriendo de nuevo el mapa de los astros—, vemos que la Constelación del Cisne con su principal estrella Deneb —deslizando el dedo sobre las estrellas—, forma una cruz dibujada en el Cielo, que está ahí desde el principio de la Creación, ésta es la Cruz del Norte, y si intentamos visualizar la fuerza que la mantiene erguida, observamos que podemos crear un triángulo perfecto, entre la estrella Deneb, Altair y Vega. Y sólo una fuerza de tipo triangular puede componer la melodía del Génesis y además esto está dentro de la lógica, puesto que hasta ahora hemos podido comprobar que todas las combinaciones que ha utilizado el gran maestro constructor Lahcen están formadas por números triangulares. —¿Y qué significado tienen? —siguió preguntando. —Como he comentado, la Constelación del Cisne representa el mito de Leda, una historia parecida en algunos aspectos a la de la Virgen María. La Constelación de Lira, es la historia de Orfeo, tan relacionada, como hemos comprobado desde el principio, con la búsqueda que estamos realizando. Y la del Águila, representa a Zeus (Júpiter) cuando se transformó en águila para raptar a Ganímedes, considerado “el más hermoso de los mortales” para transportarlo al Olimpo, donde le encomendaría la función de copero en los banquetes de los dioses. En ese momento Lilzáhira recordó que en la mirada de locura de Benedicto XIII, en el cristal de sus ojos vio reflejada la caída del águila. —El águila es el alma primitiva del Santo Padre —aportó— es la fuerza del Rey Pescador, el soplo de Dios. —¿Pero qué significa “el más hermoso de los mortales”? —preguntó Santiago Cardona que hasta ese momento sólo había estado moviéndose por todo el taller, mirando detenidamente objetos, e incluso cambiando alguno de ellos de lugar. —Quizá el mito esté simbolizando con la expresión “el más hermoso de los mortales” a Cristo y por ello “la función de copero” represente la pasión y la crucifixión. Puede ser una referencia al Santo Cáliz... Ante la última interpretación de Iéhoshua, los ojos de Santiago Cardona emitieron el brillo que delata la extraña fiebre que guía a los buscadores del Grial.

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n la oscuridad

. el filo de la daga emitió un leve destello al ser enfundada. A pesar de los suaves y lentos movimientos, un chasquido casi imperceptible delataba que abrochaba una hebilla, y unos cuidadosos roces que calzaba las botas. Se desplazaba casi ciego, suplicando no tropezar. El día anterior, en previsión a la ejecución de su plan, había estado memorizando la ubicación de cada bulto, de cada utensilio y de cada mueble. Sintió una gran satisfacción, que le hizo mostrar una suave sonrisa donde resplandecieron sus dientes nacarados, cuando comprobó que su memoria no le había fallado, porque había conseguido llegar hasta la puerta sin ningún tipo de percance. Resultó complicado cruzar el taller a oscuras, pero lo más difícil fue, pasar serpenteando entre los cuerpos dormidos sin ser descubierto, tuvo que contener la respiración para no ser escuchado el zumbido de su aliento, hasta tal punto que notó los pulmones a punto de estallar. Cuando el fresco de la noche le acarició el rostro, se relajó y bebió un torrente de aire. Se desplazaba buscando evitar la luz de la Luna, no podía permitir que el mínimo reflejo le delatara, por ello llevaba una capa negra que cubría parte del rostro y hasta el último detalle metálico de la vestimenta; sobre todo la empuñadura de la daga que al ser lo que más cuidaba, brillaba con la fuerza de una estrella. Se arrastró por el conocido desagüe, que todavía estaba impregnado por el desagradable olor que desprendía el fuego griego, por el efecto del inquietante vapor preso en la canalización, le lagrimeaban los ojos y tuvo que taparse la nariz para poder llegar sin marearse hasta el final. Observó girando el cuerpo 360º cómo el interior del edificio circular estaba sembrado por cientos de flechas. Por una parte había marcado un camino, señalado por flechas rotas y arrancadas, que llevaba hasta el pequeño altar central, era un sendero de límites caóticos, similar al producido por una mula aguijoneada por avispas dentro de un campo de cebada. Sin duda antes que él otros habían estado buscando la Reliquia. Por el deterioro que mostraba el altar adivinaba que habían salido enfurecidos de la logia por no encontrarla. Buscaba en zigzag, palmo a palmo, para reconocer el lugar. Cuando identificó la losa marcada por un pequeño arañazo de aguja de compás, se arrodilló y apartó los escombros. Desenfundando la daga la utilizó como palanca. Allí estaba el Santo Cáliz de la Última Cena, sepultado como un cardenal a los pies del altar. Le pareció más grande y más brillante de lo que recordaba. Empuñándolo, daba la

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sensación de que lo sopesara, parecía que calculaba la cantidad de oro que lo formaba y contara el número de perlas y piedras preciosas. —¡Lo que me figuraba! ¡No eres más que un vulgar ladrón de tumbas! La exclamación retumbó en el edificio esférico produciendo un eco, donde parecía que se repitiera hasta el infinito: ladrón de tumbas, ladrón de tumbas... Santiago giró la cabeza y ante la salida del desagüe vio de pie, con los puños cerrados, apretando la mandíbula con gesto amenazante a Iéhoshua que con una rabia desconocida se lanzó sobre él en una rápida carrera. Por el efecto de la fuerte embestida rodaron por el suelo arrasando el sembrado de flechas. Ambos agarraban con las manos la reliquia, parecían dos águilas luchando por la misma presa. A pesar de que Iéhoshua se le enganchó con los dientes, como un perro rabioso, en una mano, Santiago no soltaba el Cáliz y ante el ataque, instintivamente se revolvió con furia asestándole un bocado que le pilló de lleno la nariz. Sin dejar caer el Grial rodaban por el suelo a la vez que se daban patadas. Estuvieron enganchados, casi media vuelta de reloj de arena. Pero de repente dejaron caer el Vaso Sagrado cuando escucharon el zumbido de una caña de flecha, al ser utilizada de látigo para golpearles en el trasero. —¡Vamos, vamos... soltaros de una vez! Deteniéndose se quedaron sorprendidos, pues ante ellos de pie, igual que una amazona blandiendo su fusta, estaba Lilzáhira que a pesar de su avanzado estado de gestación les había seguido hasta el interior de la logia. Ambos se acusaron, parecían dos niños ante la madre enfurecida: —¡Es un ladrón de tumbas y reliquias! —lloriqueó con tono acusatorio a la vez que se ponía la mano en la nariz que comenzaba a sangrarle—. ¡Además me ha mordido! —¡No, ha sido él quien ha empezado! —replicó casi a la vez Santiago—. Me ha atacado sin preguntar. ¡Ha sido él quien me ha mordido primero! —balbuceó mientras le enseñaba la marca ensangrentada de los dientes en la mano— ¡Y no soy un ladrón de tumbas! —le gritó en la cara, de tan cerca que le salpicó la frente de saliva. —¡Vamos, dejad de decir chiquilladas y dadme la Reliquia! Después hablaremos de lo sucedido. Guardaron silencio ante el regaño y con la cabeza agachada, como avergonzados, le entregaron el Cáliz. Fue el instinto guerrero de Santiago quien la vio acercarse girando sobre sí, desplazándose a la velocidad de una ráfaga de viento. —¡Cuidado! —advirtió mientras se lanzaba abrazando a Lilzáhira y a Iéhoshua derribándoles.

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Era tanta la fuerza que llevaba la saeta que del impacto destrozó parte de las ruinas que quedaban del altar. Santiago de un salto se puso en pie, e impulsivamente se lanzó rodando para empuñar la daga, que descansaba cerca de donde sepultó la reliquia. Intentó en la oscuridad dar alcance al atacante pero fue inútil, pues éste desapareció como un fantasma. Iéhoshua levantándose del suelo con el rostro desencajado, mezcla de rabia y deseo de venganza, cogió la saeta y la observó. La miraba tan ofuscado que parecía que quisiera ver su interior. —¡Es de cobre! ¡Simboliza a Venus! —Sin duda esta flecha iba destinada a traspasar el corazón de Lilzáhira —añadió Santiago después de analizar la trayectoria. —¡Ha sido el maldito aprendiz de músico! —acusó con rabia Iéhoshua—. ¡Nicolás es el asesino de la Scala Célite! —¿Qué dices? ¿Nicolás es el asesino? —preguntó boquiabierto—. ¿Cómo no le habéis dicho nada al representante del Rey en...? Iéhoshua y Lilzáhira le miraron asombrados, entonces pareció recordar que él no era el representante del Rey. —¡Perdonad, pero es que realmente me gustaba el cargo y a veces todavía olvido quién soy realmente! Han sido más de cinco años... —dijo como excusa. —¡Mira! ¡Tiene grabadas cuatro estrellas! —señaló Lilzáhira.

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E

ntró en el taller

. con la potencia desenfrenada de un toro herido, arrastrando muebles e instrumentos musicales. Le agarró del blusón levantándole del lecho y zarandeó en el aire. —¿Pero, qué ocurre?... —preguntó incrédulo Nicolás, a la vez que abría los ojos al máximo para comprobar que no estaba viviendo una pesadilla. Era tanta la furia que llevaba que le mantenía levantado un par de palmos, la rabia le daba una fuerza a la que no les tenía acostumbrados; pero lo que más les impresionó en ese momento de cólera fue el extraño brillo en los ojos, similar al de dos brasas. Fue Lilzáhira quien al mirar en ellos vio en el espejo de su cristalino revolverse el alma primitiva de una rata. —¡Has intentado matarla! ¡Querías asesinarla!... —chillaba mientras le mecía de un lado a otro.

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—¡Tranquilízate, le vas a matar! —exclamó Santiago mientras intentaba arrancar las zarpas de Iéhoshua de la pechera de Nicolás. —¡Recapacita, necesitamos de su ayuda! —dijo Lilzáhira mirándole a los ojos de fuego—. ¡Sin él no podemos conocer la verdad! Al escuchar la voz de ella pareció tranquilizarse. —¡No eres un niño, eres un monstruo! —voceó mientras le dejaba caer como un lastre, lanzándole la saeta sobre el pecho. Nicolás al ver la flecha puso cara de incrédulo. La levantó suavemente cogida con las dos manos y la acercó a menos de un dedo de sus ojos, actuaba como si tuviera miedo de que se rompiera, daba la impresión que pensaba que estaba hecha de cristal. Se quedó en total silencio... hasta que exclamó: —¡No puede ser! ¡No puede ser!... Con la yema del índice acariciaba las cuatro estrellas grabadas sobre el bronce, intentaba leer en ellas un mensaje. Giraba la flecha ante sus ojos buscando señales que le confirmaran lo que estaba pensando. Fue en la finura de la punta estriada donde pareció encontrar la prueba. —¿Qué tienes que decirnos? —musitó Lilzáhira con la suavidad de una madre. —El artesano que la ha elaborado ha utilizado la habilidad de un punzón conocido —murmuró—. ¡Pero no puede ser, él ha muerto! —¿Quién ha fundido esta flecha? —le volvió preguntar. —¡No mientas, has sido tú quien ha intentado matarnos! —interrumpió ofuscado Iéhoshua con su tesis de que Nicolás era el asesino de la Scala Célite. Lilzáhira se acercó a Nicolás y le puso la mano en el hombro, adivinaba lo que estaba pensando, pero quería que fuera el joven quien lo dijera. —¿Quién ha lanzado esta flecha? —le susurró en el oído con la melodía del oleaje. Se quedaron sin sangre en las venas cuando Nicolás puso palabras a su sospecha: —Éste es un punzón conocido —comentó con lágrimas en los ojos—. Sólo una persona en Peñíscola es capaz de burilar el bronce con esta habilidad. Esta flecha únicamente ha podido ser grabada por mi padre. No podían creer lo que estaban escuchando, ya que Iéhoshua y el falso alguacil Ramón Pastor, ahora Santiago Cardona, fueron quienes con la ayuda del fallecido Granota recuperaron del pantano el cuerpo del artesano músico Juan Albiol. Además los cuatro estuvieron en su funeral y vieron cómo fue sepultado. Sólo Lilzáhira tenía el presentimiento de que la sospecha de Nicolás podía ser cierta.

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—¿Y si realmente Juan Albiol no estuviera muerto? —¡Imposible! —contestó Iéhoshua—. Yo le saqué con mis brazos del pantano y vi su rostro lleno de sanguijuelas. Santiago movía la cabeza confirmando la versión, puesto que fueron ellos quienes encontraron el cadáver. —Pero, ¿cómo podías saber que realmente era el cadáver de Juan Albiol si vosotros no le conocíais personalmente? —Por la ropa y las pertenencias que llevaba —contestó Santiago. —¿Y si hubiera sido el cadáver de otra persona vestida con las prendas de Juan Albiol? Iéhoshua comenzó a dudar, realmente podían haber enterrado a otra persona. Pues era cierto que ni el alguacil, ni él mismo, conocían a Juan Albiol. Y Nicolás esa noche estaba tan desorientado y fuera de sí por la noticia de la muerte de su padre, que muy bien podía haber sido engañado por los sentimientos, ya que únicamente vio a una persona vestida con la ropa de su padre y con la cara restaurada con una máscara de cera por el proceso de amortajamiento. Si esto era así, ¿dónde estaba Juan Albiol y por qué había fingido su muerte? Y sobre todo, ¿por qué había intentado matarles? —¡Claro, ahora entiendo lo del brazalete del cadáver! No era para evitar ser atacado por el dragón de la ciénaga, sino la intención del asesino era, que el reptil no devorara el cuerpo, y, que nosotros lo pudiéramos encontrar y diéramos por hecho que era el cuerpo del artesano músico. Ahora todo cambiaba; parecía evidente que si Juan Albiol estaba vivo todas las pruebas le implicaban como el asesino de la Scala Célite; pues él era un maestro en las artes de Orfeo y de la música de las esferas. Además fue el constructor del organistrum que sonó en la catedral el día del accidente. Pero, ¿qué motivos guiaban sus crueles actos? Ante las dudas razonables, Iéhoshua se dejó caer en la banqueta agotado por el esfuerzo y la tensión. —Conozco que el bronce simboliza al planeta Venus, pero... ¿qué significado tiene la flecha? —dejó en el recinto la duda. Nicolás acarició con la palma el cuerpo de la saeta y volvió a observar las cuatro estrellas grabadas. —Representa a la Constelación de la Flecha. —Me lo imaginaba —añadió Iéhoshua como si esperara la respuesta—. Esta constelación está implicada en el mito de Prometeo. —¿El mito de Prometeo? —preguntó Lilzáhira. —Se supone que ésta representa la flecha que acabó con la gigantesca ave que todos los días iba, una y otra vez, hasta el infinito, a devorar el hígado de Prometeo. —Pero, ¿qué tiene esto que ver con la escalera? —advirtió Santiago.

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—Es algo simbólico. Prometeo robó el fuego para entregárselo a los hombres, por eso Zeus le castigó a que fuera devorado. El fuego, aparte de ser uno de los cuatro elementos principales de la Creación, simboliza la sabiduría y la fuerza del alma y por tanto el enigma de la vida. Y la escalera de Lahcen por lo que hemos podido descubrir, representa el código de la Creación o lo que es lo mismo, es el fuego inicial que dio forma a todas las cosas. —¿Por qué entonces la flecha iba dirigida a ella? —preguntó de nuevo Santiago a la vez que dirigía una tierna mirada a Lilzáhira. —El asesino está obsesionado en coleccionar partes del cuerpo… las orejas, el dedo, la lengua, un ojo… son la manifestación externa de los sentidos. Esto tiene cierta similitud con aquel asesinato de Zaragoza, el que causó la caída de Urgel. Pero... ¿qué tienen en común? El tiempo no coincide, el lugar tampoco… —¡Qué te parece la proximidad de la viuda Leonor! —aclaró mordazmente Santiago. —Sí, claro es la única coincidencia. ¿Pero qué busca con la muerte de Lilzáhira? ¡Ya tiene los cinco sentidos! —razonó Nicolás. —¡Eso es, busca el sentido que pertenece al alma! El fuego representa la capacidad de intuición del espíritu. El asesino la está acusando de ser la “transmisora del conocimiento”. Lilzáhira es el sentido que le falta en su macabra composición. ¡Ella es el sexto sentido!

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A

unque la soga era invisible

. notaba que se le hundía, poco a poco, en las muñecas y en los tobillos. Le apresaba con tanta fuerza sobre la roca que la espalda le sangraba al ser traspasada la piel por el filo cortante de las piedras. Colgado del desfiladero, donde se alza la torre de Al Badúm, la espuma que le salpicaba del fuerte oleaje era lo único que le relajaba las heridas. Nunca el olor del mar había sido tan intenso. En el horizonte, la silueta de la ciudad era iluminada por la morada del Sol con destellos de fuego, dando la sensación de que como la zarza bíblica, estuviera ardiendo sin consumirse. Fue en el momento en el que el Lucero Vespertino eclipsó el color rojo, cuando vio aterrorizado que Peñíscola se transformaba; crecían garras de la roca, la torre de la catedral se alzaba hacia el

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cielo similar al cuello de un águila coronado por un afilado pico. La fortaleza mutaba en unas fuertes alas emplumadas de piedra alzando en la noche su amenazante vuelo iluminada por la fuerza de Venus. El gigantesco pájaro, mezcla de todas las aves rapaces, voló en círculos sobre el cuerpo inmóvil, posando las garras sobre la torre vigía, le desgarró el costado hasta comerle el hígado y parte del estómago. Era un dolor tan intenso que parecía que le naciera del alma. La historia se repetía cada noche, una y otra vez, la cruel ave comía a Iéhoshua poco a poco, trozo a trozo. Pero al amanecer, éste observaba desorientado que lo devorado se iba regenerando, la parte arrancada crecía con nueva forma. Su cuerpo estaba siendo modelado por el dolor en un nuevo y extraño ser. Miró hacia su pene preocupado por si era tragado y con asombro descubrió que a su lado crecía una vagina. —¡Dios mío, soy hombre y mujer a la vez! Cuando de su antiguo cuerpo sólo quedaba parte del rostro izquierdo, miró la nueva forma y adivinó que de su dolor había crecido pegada a él, como una rama nueva en un tronco viejo, Lilzáhira. En el instante en que el ave regresó a terminar con la única parte que le quedaba de su vieja forma, al notar cómo una de sus afiladas uñas se le clavaba en la frente... —¡Vamos, despierta, despierta! —al abrir los ojos descubrió a Lilzáhira que le zarandeaba de la cabeza—. ¡Estás soñando! —¡Me he convertido en un ser hermafrodita! —exclamó mirándose todo el cuerpo, sobre todo la parte que le diferenciaba de las hembras. —Tranquilo no pasa nada, sólo era un sueño —le susurró. —¡No me he sentido desgraciado! —dijo como mostrando cierta culpabilidad por los sentimientos que le embargaban. —¿Y por qué tendrías que sentirte desgraciado si realmente has conseguido por un momento la perfección? —¿La perfección? Ella guardó silencio, le acarició el pecho desnudo y le besó en la frente. En ese momento un soplo le revoloteó el pelo y le acarició el cuerpo como una mano, por debajo del camisón. Ese día el viento llevaba escrito un mensaje, su constante golpear contra puertas y ventanas lo delataba; no sabían qué les quería decir puesto que desconocían su lenguaje, pero adivinaban que algo importante quería contarles. —¡La tengo, la tengo..., tengo la composición musical de la escalera! —gritaba Nicolás mientras levantaba el trozo de piel. Todos observaron la partitura musical. Era el infinito representado por anotaciones musicales en un espacio de apenas cuatro palmos. Y sin esperar, como el niño que es incapaz de contenerse ante un pastel de miel, Nicolás hizo sonar la cítara. Y ocurrió la magia.

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Las esferas se buscaban unas a otras uniéndose por las vibraciones y la melodía; y como amantes desbordadas de pasión se entrelazaban generando una estructura polifónica que destrozó en mil pedazos el alma dura de la piedra. Los códigos y símbolos que constituían aquella espiral, que se levantaba contorneándose ante ellos como una hembra a punto de parir, era los cimientos de la Creación, la voz del Verbo capaz de convertir el barro en un ser vivo. La fría piedra vibró con el llanto de un recién nacido. Y fue esta misma melodía quien a la vez, como la cuerda afinada de guitarra que hace vibrar a otra, hizo desbordar el río de la vida en las entrañas de Lilzáhira. Mientras Nicolás interpretaba la música, en un rincón del taller, rodeada por instrumentos musicales, con la ayuda de Iéhoshua y ante la mirada asombrada de Santiago que no podía ocultar el nerviosismo, Lilzáhira se dispuso a traer al mundo una nueva vida. Fue un parto tan intenso que sólo una mujer sería capaz de describirlo con palabras. Las contracciones aumentaban con el mismo ritmo desenfrenado que lo hacía la melodía que contorneaba la escalera. Con una mano apretaba con fuerza el mango de un laúd y con la otra el de una guitarra, mientras a la vez clavaba los dientes con rabia sobre una flauta de caña. Primero asomó la cabeza y dejó ver el pelo del color del ébano. Iéhoshua al verle tiró con suavidad, pero con decisión, hasta que pudo abrazarle de los hombros. Su piel aceitunada brillaba como si estuviera ungido por aceite y fuera iluminado por las estrellas. A la vez que sonaba la melodía de la Scala Célite, levantó a su hijo hacia los astros y rezó en su lengua natal para dar gracias al Arquitecto del Universo. La explosiva sonrisa de Lilzáhira al ver sobre su pecho al bebé que buscaba con desespero el manantial de leche, se fundió hasta tal punto con la música, que la escalera, también mostró su preñez y estalló dejando al descubierto los códigos de la vida. ¡Se abrió el Templo y dejó ver el Arca del Testamento! El Santo Cáliz de la Última Cena comenzó a vibrar como un diapasón y giró como una brújula señalando hacia la bóveda celeste buscando la ubicación de la estrella que les tenía que guiar hasta la Lágrima de Júpiter. En ese instante de emoción Iéhoshua lo comprendió todo. Vio claro que, el gran maestro Lahcen El Ghoulb había utilizado como modelo musical la fuerza interior de su propia hija. La Escalera era la representación arquitectónica de Lilzáhira. Y estalló la vida. Era una fuerza convertida en una espiral de vibraciones y melodías que les arrastraba hacia la luz de las esferas. Y como si estuvieran ante un espejo, se vieron reflejados convertidos en notas musicales, viajando a través de las estrellas, viendo otros lugares y

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caminando por otros paisajes desconocidos. Era increíble sólo con desearlo, podían estar a la vez en otros tiempos. Se encontraban dentro de la Gran Esfera, y, en cada uno de sus infinitos puntos veían que se reflejaban los más bellos acontecimientos y las más grandes tragedias, tanto del pasado, del presente, como del futuro. Fueron espectadores del descubrimiento de un nuevo mundo, de un arma más devastadora que el fuego griego, ante su mirada ardió el glorioso califato de Bagdad y estuvieron presentes en la fundación de una Nueva Jerusalén en la Luna… Y cuando ya no les importaba convertirse para siempre en viajeros de la luz, el llanto del recién nacido les hizo regresar. Fue Iéhoshua el primero en levantarse del suelo, le costó, por el gran impacto luminoso recibido, amoldar la vista a la penumbra del taller. Buscó con la mirada a Lilzáhira y a su pequeño. Allí estaba ella, acurrucada entre los instrumentos musicales, parecía un hermoso cisne protegiendo con sus alas el nido. Se acercó dudando de la realidad que estaba viviendo y le acarició el bello plumaje, a la vez que besó la frente aceitunada de su pequeño. Nicolás y Santiago también se irguieron ante la espiral de luz. Estaban desorientados por el choque que produce en el cerebro la magia de la vida, y asombrados, pues los peldaños se entrelazaban anudándose para constituir una cadena, que mostraba en cada uno de sus eslabones, parte de los códigos de la Creación. Fue Santiago el primero en notar, al mirar la transparencia de sus manos, que la escalera vibraba también dentro de ellos. —¡Todo lo que sucede en el Cielo sucede en la Tierra! ¡Todo ha sido creado con peso, número y medida! —exclamó Iéhoshua—. Resulta evidente que sólo el camino de las estrellas puede hermanar a todas las religiones —e igual que el aprendiz que acaba de memorizar una lección añadió—: Únicamente el levantar los ojos hacia las esferas podrá evitar que sobre la Tierra se extiendan las siete plagas. Girando el rostro hacia el Vaso Sagrado, se acercó y le pasó suavemente la mano acariciando al cisne que representaba. Vio claro que la Reliquia era un instrumento para orientarse a través de las esferas, era una guía para componer la música de la Creación y por tanto, una señal para encontrar el camino hacia Dios. Pero en ese preciso instante de reflexión, el desesperado toque de arrebato de las campanas de la catedral le turbó el alma y confundió sus pensamientos.

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L

a voz de alarma

. recorrió cada rincón de la fortaleza, la ciudad pontificia estaba siendo sitiada. Presintió que todo se precipitaba y que se aproximaba un tiempo oscuro. A pesar de haber decodificado la música que componía la estructura de la escalera sentía en el fondo del corazón que aún no era toda la partitura, que le faltaba una parte importante. Pero las fuerzas del caos actuaban de nuevo e impedían que siguieran buscando. —Debemos proteger el Vaso Sagrado —comentó Iéhoshua sobreponiéndose a la extraña experiencia anterior. Cubriendo la Reliquia con una piel de cordero se la entregó a Nicolás. —¡Búscale un lugar seguro! Santiago sacó del bolsillo la esfera y entre los dedos comenzó a moverla de forma nerviosa. Con la mano derecha también acarició su daga con la misma intensidad que un padre cuando quiere despertar a su hijo. —¡La araña negra vuelve a tejer su tela de maldad! Creo que ha regresado el tiempo de sentir el aroma de la sangre —sentenció con tono marcial a la vez que abría las piernas para tomar su característica posición de macho guerrero. —¡Sí, el maldito hedor de la muerte! —balbuceó con cierta desolación Iéhoshua mientras miraba a Lilzáhira como si deseara despedirse, ésta seguía tendida en el suelo con el bebé adherido del pezón. Los pocos habitantes de Peñíscola comenzaron a armarse con viejas espadas, machetes, mazas e incluso con las herramientas de labor cotidiana y ante la alarma general corrieron a ocupar los puestos de defensa. Pero un rumor iba de boca en boca: —¡El Santo Padre está agonizando! ¡No pasará de esta noche! Este intencionado mensaje conseguía que muchos defensores depusieran las armas y volvieran a encerrarse en sus casas. Santiago vio que era imposible defender las murallas con ese pequeño ejército compuesto por artesanos desmoralizados sin un capitán que les dirigiera. De pronto notó que le hervía la sangre y que de lo más profundo de las vísceras le brotaba hacia el exterior el dragón dormido desde aquella última batalla de Urgel. Su voz adquirió la fuerza del hombre de guerra del pasado. Por sus ojos en apenas un instante galoparon todas sus hazañas vibrándole los tendones como la cuerda de un potente arco. El odio que sentía hacia la reina viuda Leonor de Alburquerque hizo el resto, tensando con rabia cada músculo del cuerpo.

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—¡¡No abandonéis vuestros puestos!! —ordenó con tanta fuerza y marcialidad que los que intentaban desertar se quedaron petrificados. Con paso firme observó el horizonte, analizando al detalle todas las maniobras de la flota invasora que mostraba al viento los pendones de la reina María de Castilla y del cardenal Pierre de Foix. —¡Iéhoshua! El filósofo se le acercó. —Necesitamos más defensores. Recorre todas las calles, casa por casa y convence a todos los hombres, e incluso a las mujeres y ancianos, que deben venir a proteger la fortaleza. Además —añadió—: ve personalmente al castillo y avisa de nuestra situación desesperada a los caballeros de la Orden. Consigue armas dignas que sustituyan a ese montón de herramientas. Solicita ayuda militar y refuerzo de arqueros experimentados. Cumplió con tanto ímpetu la orden de Santiago, que en el trayecto del Bufador a la puerta de la fortaleza Papal perdió una de sus preciadas sandalias de piel de camello, ni siquiera regresó a recogerla. Llegó cojeando, por los pequeños cortes de las piedras en la planta del pie. Golpeó gritando: —¡Necesitamos hombres con experiencia en el arte de la guerra y armas para defender la ciudad! La respuesta desde las almenas fue el silencio. —¡¡Maldita sea, un puñado de artesanos no puede resistir!! ¡Dadme una respuesta! ¡Dadme una respuesta! ¡Dadme una respuesta!... —suplicó una y otra vez mientras aporreaba la puerta blindada con placas de hierro y clavos puntiagudos. Fue tanta la insistencia que sus manos de cirujano plasmaron su sangre sobre el frío metal. Desanimado se sentó apoyando la espalda, miró hacia las estrellas y observó cómo las manchas de la Luna adquirían intensidad devorando la poca luz de la noche. Poco a poco una capa densa iba dejando opaco el cielo impidiéndole leer en el gran libro de la Creación. Cerrando los ojos, buscó en el interior de su cerebro. —¡Necesitamos manos que empuñen armas! ¡Corazones que resistan!... —de repente le vinieron imágenes con la intensidad del ritmo de un tambor de guerra, viendo en su mente las barcazas con presos dirigiéndose a las canteras de Irta—. ¡Eso es, la prisión! ¡Los presos son la solución! En Peñíscola existían dos prisiones, una de alta seguridad vigilada día y noche en el interior del castillo, donde se encarcelaban a los presos que eran un peligro para el poder papal y otra, donde estaban los condenados a trabajos forzados. Ésta se encontraba en las catacumbas de la futura catedral y albergaba hacinados a casi cien hombres acusados de diferentes delitos comunes, robo, asesinato…, que esperaban ser perdonados por su trabajo diario en el que iba a ser el templo más envidiado de occidente.

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Sin ser consciente de las huellas ensangrentadas que dejaba su pie se apresuró hasta el calabozo. La puerta no tenía vigilancia, la guardia había desertado huyendo hacia el castillo. Adivinó por el fuerte hedor a defecaciones humanas que los presos no habían sido atendidos durante días. —¡¿Cuántas almas moran en esta celda?! —¡Las mismas que tus pecados de usura, maldito judío! —le respondió una voz desde el interior, mientras un estruendo de risas inundó la celda. —¡Necesito manos y corazones para defender la fortaleza! —replicó. —¡Que te metan las manos y los corazones por ese culo de judío renegado! —las risas aumentaron de intensidad. Sin pensarlo, guiado más por la desesperación que por la cabeza, buscó las llaves entre la paja del suelo. Tenía la intuición de que habían sido abandonadas por los carceleros en la retirada desordenada hacia la fortaleza y así fue, de repente sus manos encontraron el llavero. —Sin duda la más grande será la de la celda —razonó. Con tres vueltas del cerrojo, abrió la robusta puerta, era tan gruesa y pesada que tuvo que empujar con el alma y con el cuerpo. De un salto se introdujo. El choque que le produjo el aire viciado al pasar el umbral le dejó momentáneamente asfixiado, casi sin respiración. Notó cómo su pie herido se hundía en los pegajosos excrementos. De repente decenas de manos le arrastraron sobre la paja hacia el fondo, tuvo la sensación de que uno de sus terribles sueños tomaba realidad. —¡Quién le arranque un sólo cabello al judío le corto los huevos aquí mismo! —gritó una voz firme por el tono de autoridad que transmitía. Le dejaron caer como a un saco. Ante él surgió una figura corpulenta, vestida con harapos, que emitía una pestilencia insoportable. La tenue luz que dejaba pasar la puerta abierta mostraba que su rostro estaba cosido por más de una docena de cicatrices. —¡Sin duda judío, eres un valiente o un loco! ¿Por qué piensas que vamos a ayudarte a defender esta maldita prisión? —¡Para morir con honor! Ante la réplica estalló una explosiva y generalizada carcajada. —¿Cómo puedes pedirnos honor? ¿Te burlas de nosotros? —¡No, no se burla de vosotros! —interrumpió una voz conocida. Iéhoshua volviendo el rostro hacia la puerta, reconoció a trasluz la figura de Santiago. —¡Gracias al Gran Arquitecto! —susurró con un resoplo de relajación añadido. Santiago entró con paso firme en la celda, pisaba fuerte sin importarle dónde posaba las botas. La mano derecha descansaba

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sobre la daga y con la izquierda se acariciaba el mentón mientras gritaba como si lo hiciera ante un verdadero ejército: —¡Sí, honor y libertad para quien empuñe un arma! ¡Os prometo que si sois abatidos en batalla se os enterrará como a personas no como a perros! ¡Y si lográis sobrevivir, os entregaré personalmente la llave de las murallas y un salvoconducto para llegar a Barcelona o a Valencia! —La propuesta es interesante —añadió la enorme figura de entre las sombras—: lástima que quien la haga no sea realmente el alguacil del Rey, ni siquiera pueda garantizarnos un entierro digno, ni mucho menos un salvoconducto hacia ninguna parte. Se sintió descubierto, pero sin inmutarse, sin realizar un solo movimiento, con la apariencia de figura de bronce, preguntó: —¿Quién eres? ¿De qué me conoces? La gran figura avanzó con paso firme, hasta situarse a menos de un brazo de distancia. Ambos se miraron a los ojos. —¿No me reconoces? Santiago recorrió detenidamente el rostro. Tenía tantas cicatrices y marcas que le era imposible adivinar quién era, aunque el característico brillo del interior de las retinas, que delata a quien busca la muerte, le gritó el nombre en la memoria: ¡Ramón Pastor! Estaba ante el auténtico alguacil del Rey en Peñíscola. Pero, ¿cómo diablos consiguió sobrevivir a la bestia del pantano? Y sobre todo ¿por qué se encontraba en esa maldita celda?

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iró alrededor

. buscando un lugar seguro. Era importante elegir el escondite adecuado puesto que si la ciudad resultaba tomada saquearían la catedral y cada una de las casas llevándose todo lo de valor, sin duda robarían el Santo Cáliz de la Última Cena. —¿Dónde podré ocultarlo? —rumiaba Nicolás—. ¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde?... Miraba cada rincón del taller, apartaba tableros, muebles... —Quizá dentro de este arcón. No, no, sin duda será donde primero acudirán los buitres... ¡Puedo hacer un agujero en el suelo y enterrarlo! Se notará, buscarán cualquier cavidad, son mercenarios, perros de guerra, conocen todas las estrategias de ocultación de tesoros. ¡Ya sé, lo amortajaré dentro del organistrum! No, es un instrumento muy

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bello, lo robarán y con él desaparecerá la Reliquia. ¿Dios mío, dónde puedo ocultarlo? Se sentó abatido por la responsabilidad que representaba encontrar un lugar seguro para el Símbolo Olivo y para la clave principal de interpretación de la melodía de la Creación. Al sacarlo del vientre protector de piel de cordero, se quedó hipnotizado por el brillo del oro, las piedras preciosas y la transparencia de la Copa…, buscaba una idea, una solución. —Iré hasta la playa y lo sepultaré en la arena. No, las murallas están repletas de defensores. ¡Podrían verme! Aunque Lilzáhira seguía en el nido del cisne acariciando a su hijo, recorriendo con sus carnosos labios poco a poco la suave piel, como una loba lamiendo a su cachorro, no era ajena a la inquietud que sentía Nicolás. —Una vez mi padre me dijo que nuestra mayor desgracia era que estamos ciegos ante las cosas que suceden delante de nuestros ojos. Que somos incapaces de escuchar la música de la Creación, a pesar de que ésta vibra en cada planta, en cada animal y en cada estrella que está ante nuestra mirada. —¿Qué quieres decir? —Simplemente que no debes ocultarlo. ¡Déjalo ante la vista de todos y serán incapaces de verlo! —Eso es imposible, pues el oro que compone su nudo reluce con la fuerza del Sol, sus piedras preciosas atraen como una bella doncella. —¡Pues apaga su brillo! —concluyó mientras levantaba al pequeño para morderle suavemente en la tripita. No parecía una idea descabellada. Si no ocultaba el Santo Grial, si lo dejaba a la vista de todos, parecería un objeto sin valor. Además si lo desmontaba a piezas, si le apagaba el brillo, podría camuflar el Vaso entre la humilde vajilla. ¡Ésa era la solución! Con la habilidad de un artesano músico cuando construye un instrumento desmontó en tres piezas el Santo Cáliz. Cogió una penca de cera virgen, de las que utilizaban para nutrir la madera, la calentó hasta convertirla en líquido y la mezcló con aceite de oliva y hollín de la chimenea. Esperó a que se enfriara. Después untó el oro del nudo con el mejunje, que al instante parecía una vulgar rama chamuscada por el fuego. Lo depositó en el interior de la chimenea junto al carbón. Y tras un par de recorridos circulares colocó el Vaso Sagrado en el lugar más visible del taller, al lado de los vasos que contenían pinceles y barnices, y, la base, la mezcló con las escudillas de los frutos secos. La miró y ambos sonrieron con complicidad. Acercándose le pidió que le dejara al bebé. Dándole un beso al pequeño, se tumbó sobre la piel de cordero a jugar con él. Lilzáhira con los pechos desnudos, sin sentir vergüenza, acarició el cabello de Nicolás.

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o hay nada más repugnante

. para el hombre que el aliento de otro hombre, y nada más venenoso que el hedor de las heces de otro hombre. Tanto era así que a Iéhoshua y a Santiago les lagrimeaban los ojos y les faltaba el aire. En la celda se respiraba un ambiente más tóxico y más inquietante que el que producía el maldito fuego griego. —¡Sin duda este espantajo no puede daros la libertad, pero yo sí! —vociferó el alguacil retornado del abismo—. ¡Yo soy el representante del Rey en la ciudad de Peñíscola! —¡Vaya, esta frase me suena! —replicó con sorna Iéhoshua, mientras que con la manga se tapaba las fosas nasales y la boca. Sin duda el auténtico alguacil era un guerrero capaz de conseguir el respeto. Durante el tiempo que había estado en prisión lideró a esa pestilente y cruel banda de forajidos. Y su apasionada búsqueda de la muerte le hacía el general que estaban necesitando para proteger las murallas. —¡Empuñad cualquier arma y tomad posiciones por toda la ciudad! ¡La libertad está más cerca que nunca! Los presos salieron de la celda en estampida, berreando como animales furiosos, por un momento les recordaron a los feroces almogávares. Gritaban como posesos ocupando la primera línea de combate. —¿Cómo supiste que estaba en la prisión? —Me puse en tu piel de judío —bromeó con una sonrisa mientras le pasaba el brazo por el cuello para salir a respirar el aire puro de la noche y sentir sobre el rostro la brisa—. Además te he traído un regalo —estalló con una sonrisa cuando Santiago de su cinto desprendió la sandalia de piel de camello—: Creo que esta herradura te pertenece. Mientras limpiaban las suelas en las piedras de la muralla para desprenderse de las pegajosas defecaciones, Iéhoshua cogió de los hombros a Santiago y le dijo con fuerza: —¡Prométeme que cuidarás de mi familia en caso de que yo no pueda hacerlo! Sé que te gusta Lilzáhira... ¡Cuídala de la misma forma que si fuera tu esposa! Y a mi hijo... ¡Trátalo igual que si tuviera tu propia sangre! ¡Júrame por tu honor que así lo harás! —¡Te lo prometo! ¡Cuidaré de ellos como lo harías tú! Impulsivamente se abalanzó abrazándole con todas sus fuerzas. —¡Gracias amigo! ¡Muchas gracias!

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—Aunque soy de las personas que no descartan experiencias nuevas, me gustaría recordarte que de momento mi interés está únicamente centrado en el placer que producen las mujeres... —le dijo ironizando mientras intentaba despegarse a Iéhoshua que parecía una lapa adherida a una roca. En ese preciso instante unas palabras con timbre inquietantemente familiar, pero fuera de lugar, hizo que volvieran la mirada. Detrás de ellos estaba el cardenal Julián de Loba, que al verles en una situación tan efusiva no pudo evitar mostrar una maliciosa sonrisa. Iéhoshua notó un intenso escalofrío que le puso la carne de gallina, puesto que la presencia del cardenal era la señal de que había llegado el momento de cumplir su promesa. —Necesitamos de tus servicios respetado Iéhoshua ha Lurqui —anunció con tono solemne Loba. Miró fijamente a Santiago para recordarle su reciente juramento y desplazando la mano derecha hacia la frente y después hacia el corazón, sin decirle una palabra, puesto que con la mirada era suficiente para sellar un pacto de honor, se dirigió cabizbajo hacia la casa del Bufador. El cardenal desapareció entre las sombras. Santiago a la vez que observaba en el horizonte las luces de las embarcaciones enemigas, notó una sacudida helada que le recorrió la médula de la espina dorsal hasta activarle ese lugar del cerebro donde reside el miedo. Por primera vez sintió pánico, no por la batalla que se avecinaba, sino, porque adivinaba que era el destino quien luchaba en su contra, todo delataba que las fuerzas que rigen el futuro buscaban evitar que pudiera cumplir con su palabra.

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as manchas que mostraba

. la Luna eran signo de mal presagio, estaban tan pronunciadas que incluso con el cielo turbio de la noche se distinguían a simple vista. Dejó caer las posaderas en el austero banco de piedra, cerró los ojos y escuchó el sonido de los cuatro caños, parecía un apagado llanto. Atraído por el grito de una lechuza que estaba posada en el ciprés, abrió los ojos recorriendo poco a poco la fuente de piedra, fue entonces cuando una escena grabada con fino buril hizo que se le dilataran las

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pupilas igual que las de la rapaz que con descaro le seguía desde su atalaya. Levantándose se acercó. —¿Cómo es posible que no me hubiera dado cuenta antes? —la fuente tenía la marca del punzón de Lahcen, el padre de su amada. Extendió la mano derecha con una mezcla de emoción y de respeto, acariciando la escena. Ésta representaba al Dragón cogiendo amablemente de las garras al Águila; a sus pies les protegía el León del que por su garganta manaba un caño de agua tan pura como la que baja de las más altas montañas. Las yemas sintieron la frescura de la piedra. —¡Éstas son las partituras que faltan! Sin duda Lahcen fue previsor, anticipó que la escalera sería destruida, por ello dejó una segunda partitura más completa, más gráfica, grabada sobre piedra. Rodeando la fuente, encontró a los Gemelos, a Hércules y a los Maestros de las escrituras, a la vez que pudo comprobar cómo el rostro de Benedicto XIII se fundía con el de un león... En su mente se iba componiendo poco a poco el mensaje codificado. El agua en su salto le indicaba que ante sus ojos estaba la principal composición de la Scala Célite, el testamento oculto de Pedro de Luna. Bordeó con la palma de la mano la forma octogonal, descubriendo con asombro que cuatro de las columnas, las dos que componían las escenas del Águila y la del Dragón, así como las que enmarcaban a los Gemelos Cástor y Pólux, tenían las cuatro caras. Levantó la cabeza hacia el cielo y pudo ver que, pese a las heridas, la Luna buscaba lavarse el rostro en el fondo de esa fuente. Algo le dijo en su interior que, así como la escalera era la estructura interna de Lilzáhira, en esta obra Lahcen había representado el alma de Benedicto XIII, en ella la música de la Creación se fundía con el alma del Señor de Luna. Eran dos partituras complementarias que transformaban el canto monofónico en una polifonía de los cielos. A pesar de estar absorto en los signos de la piedra, tuvo la sensación de que le estaban vigilando. Miró sobresaltado hacia todas direcciones, a la vez que cubría la espalda con la fuente. Sonó el roce de una esfera en el suelo; ésta surgió de lo más oscuro del jardín y serpenteando se paró ante sus pies. Parecía de plata. De repente escuchó el silbido de una daga que, tras dibujar en el aire una parábola perfecta, se clavó entre sus apreciadas sandalias. —¿Qué deseas maldito asesino? ¡Deja ver tu rostro! ¡¡Sé quién eres!! ¡Eres Juan Albiol! —gritó, a la vez que con un ataque de rabia recogió la esfera de plata para lanzarla con furia al interior de la taza. La onda producida por el impacto borró el rostro de la Luna. —¿Qué ocurre aquí? ¿Por qué gritas amigo? —irrumpió bruscamente en el jardín el cardenal Julián de Loba atraído por los gritos. Iéhoshua tenía el rostro tan pálido que parecía acariciado por la

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mujer de la guadaña. El sudor le recorría la frente marcándole en su caída las arrugas de cada lado de la nariz. —¡Ha sido el Halcón! —sentenció el cardenal al ver la daga clavada entre los pies. —¡No, ha sido el asesino de la Scala Célite! —replicó—: ¡Mohamed Lackar no tiene nada que ver con esto! Además, no ha querido matarme, únicamente me ha mandado un mensaje —argumentó todavía tembloroso. Loba no realizó ningún comentario, únicamente se agachó ante la inmovilidad de Iéhoshua y arrancó la daga del suelo entregándosela: —¡He aquí tu mensaje! Poco a poco el físico fue perdiendo rigidez muscular hasta que pudo sentarse, miró la daga y descubrió qué quería decirle el asesino. Estaba relacionado con el Cisne y la Luna. —¿Qué necesitas para cumplir tu promesa? —le preguntó Julián de Loba cuando notó que estaba lo suficientemente tranquilo. —Necesitaré que me preparen infusión de amapolas, crema de algas rojas..., dos grandes sacos de hojas de espliego, de romero..., y, cuatro jarrones de un palmo de diámetro con tapaderas incluidas. También bastante agua caliente, y por supuesto, una gran mesa de cirujano. Además, creo que la biblioteca es el lugar más adecuado para cumplir mi misión —aclaró con tono tajante. —¿La biblioteca? —Sí, porque es la zona más apartada, y por añadidura, es posible que tenga que consultar información olvidada, tenga en cuenta vuestra merced que la intervención que voy a efectuar hace más de quince años que no practico. —Comprendo. Lo tendrás inmediatamente. —Por cierto ¿dónde está el respetado cardenal Juan Carrier? —puntualizó con cierto descaro—. Fue a su eminencia a quien le hice mi promesa. —Aunque se encuentra en los dominios del Conde Armanyac, el cardenal Carrier es conocedor de esta situación, yo mismo le hice llegar un mensaje. —¿Cómo consiguió que el mensajero traspasara el cerco de la ciudad? —Los caminos del Señor están repletos de milagros... —susurró, a la vez que se retiraba, dejando en el aire un ambiente más de misterio que de ofensa. Se quedó solo en el hermoso jardín, inundado por sentimientos contradictorios, temblando por la desagradable visita del asesino, asombrado por la hermosa fuente de piedra de Lahcen y sorprendido por no encontrarse, en el momento en el que iba a cumplir su promesa, el cardenal Juan Carrier.

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l mirarse las palmas

. por primera vez se las vio temblar, sintió pánico, miedo por enfrentarse de nuevo a una situación que ingenuamente pensó que no volvería a repetirse. Pedro de Luna todavía estaba vivo, ladeó la cabeza y le mostró una mirada serena que transmitía agradecimiento. Se acercó tan despacio que parecía que contaba cada paso, arrodillándose le besó la frente. —Que no te tiemble el pulso, estimado amigo —entonó con una voz gastada el Papa del Mar—: Cesen las lágrimas, ca debe de haber departimiento entre los paganos que lloran a sus muertos, porque piensan que para siempre son muertos, non habiendo esperanza alguna de la resurrección, et nosotros que creemos que morir non es fin de la natura humana, pues que otra vez ha de resurgir, mas es fin desta vida, et por ende non debemos llorar. —Santidad, que el viaje por las Esferas le lleve hasta el seno de Abraham. —Allí te esperaré:... de la muerte del justo amigo non es de doler, mas de gozar: lo uno por su provecho, porque escapó los peligros e las miserias de aqueste mundo; lo otro por nuestro provecho propio, ca más francamente rogara a Dios por nos. Et por ende, por la su muerte non nos debemos de doler, mas de gozar. Irguiéndose sin poder evitar las lágrimas, sacó el instrumental de bronce del estuche de piel, desnudando cada herramienta. Las colocaba sobre la pequeña mesa de nogal una al lado de otra según el orden en que debía utilizarlas. —Recuerda tu promesa, nadie debe conocer dónde va a descansar el código del Corazón del Corazón —le recordó con una voz tan cansada que delataba la proximidad del último suspiro. —Así será Santidad. Tenía que estar en alerta para, que inmediatamente después de que la Señora de la Muerte le regalara el último beso, actuar rápidamente, pues el tiempo era muy importante para que el cuerpo del que sin duda era el verdadero Papa se conservara durante el tiempo. Esperó a su lado hasta que la Luna desde el ventanal le miró directamente a los ojos, y, cuando notó que la respiración se volvía casi imperceptible, llenó dos recipientes de barro con el líquido formado por especias de casia y sustancias obtenidas de la destilación de algas rojas y de amapolas silvestres; a la vez que, se puso a recitar una oración tan antigua, que su sonido se fundía con la melodía de las esferas.

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Con una pequeña cucharilla de plata le fue dando el brebaje, con la misma paciencia con la que se alimenta a un bebé. Benedicto XIII abrió por última vez los ojos para dejar caer por sus mejillas un par de lágrimas que golpearon el metal de plata, a la vez que dibujaba en sus labios una placentera sonrisa. Fue en ese momento, cuando le desnudó con suavidad el camisón para dejar al descubierto el torso. Le clavó una aguja de bronce hueca en la yugular, y cuatro más buscando los principales ríos; una en cada brazo y una en cada pierna. Por ellas brotó un manantial de sangre que llenó tres vasijas. Puso su mejilla cerca de los labios para detectar la ausencia de aliento y empuñando con decisión la piedra etíope comenzó a realizarle un corte desde la base de las costillas hasta el ombligo. Con un par de horquillas abrió la incisión desparramándose las vísceras y el estómago que mostraban algún movimiento espasmódico. Recogiéndolas con delicadeza las introdujo en un recipiente. Deslizó la mano izquierda por debajo de las costillas y sujetó el corazón, todavía estaba caliente. Por un momento notó que perdía fuerza en las piernas y pensó que se desvanecería, pero su mente le ordenó que siguiera. Con la mano derecha, introdujo con suavidad la piedra etíope y lo cortó con la misma facilidad con la que se arranca una fruta madura. Al extraerlo se quedó un instante mirándolo, casi absorto, pues era consciente de que tenía en sus manos el corazón más indomable de su tiempo. No pudo evitar que las lágrimas le nublaran la mirada. Lo abrió, como se abre una jugosa almeja. Limpiándolo con el líquido embalsamador lo introdujo con suavidad en el fresco vientre de barro para cubrirlo con aceites destilados de diversas plantas aromáticas. Abrazó por la cintura la vasija y la levantó en dirección al Cisne para hacerlo seguidamente hacia el Dragón. —Que todas las esferas del universo dirijan el alma de Pedro de Luna a través del mundo de las sombras —recitó—: La vida del homme es media entre los ángeles e las bestias: si el homme vive segund la carne, es comparado a las bestias; si vive segund el espírito, será comparado a los ángeles… Y tú amado Benedicto XIII sin duda serás medido con la vara de un ángel —sentenció—, puesto que: más vale un día de los hommes sabios, que muy muchos de los nescios. Después untó todo el interior del cuerpo, ya vacío de vísceras y órganos, con la crema de algas rojas. Levantándole la barbilla hacia el cielo, le abrió la boca con unas pinzas y taladrándole con una barrena el paladar llegó al cerebro, e introdujo bombeando un líquido que poco a poco le descompuso la masa gris. Recogía todos los fluidos introduciéndolos en otra vasija. Con un punzón hueco succionó el líquido ocular e inyectó un nuevo líquido en las bolsas de los ojos que al poco tiempo cristalizó.

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Rellenó las cavidades con hojas de romero, espliego y otras plantas aromáticas hasta conseguir la forma del cuerpo. Trabajó sin descanso durante dos días con sus dos noches, hasta que el cuerpo del Señor de Luna quedó protegido frente a la putrefacción de la carne. Había cumplido la promesa que hizo al cardenal Juan Carrier, ahora, le quedaba la efectuada a Don Pedro de Luna, un secreto que nadie debía conocer. Limpió sus manos con agua caliente, restregándoselas una y otra vez con rabia, parecía que quisiera borrar de la piel una mancha profunda, era como si deseara que sus manos olvidaran que ellas habían arrancado el corazón del Papa Luna. Abatido, manchado de sangre, se dirigió hacia el lugar donde guardaba Benedicto XIII el cofre de Lachen, efectuando las instrucciones que en su momento le enseñó Don Pedro de Luna y ante sus ojos volvió a estallar la fuerza del Génesis, el misterio que inició la vida, la melodía de la Creación... Durante un instante dudó. —¿Por qué debe perderse este poder capaz de sanar todos los males? ¿Por qué he de enterrarlo? Con él podría transformar la miseria en bendición, la corrupción en justicia, el horror en belleza... Y a pesar de la resistencia que sentía, una voz en su interior le empujó a cumplir la promesa. Abrazó el pequeño libro, donde se guardaba el secreto de la piedra que en esencia es toda pureza y acercándose al cuerpo embalsamado de Benedicto XIII, le volvió a abrir la parte en la que en su momento latió el corazón e introdujo el mayor enigma de la humanidad. Se sentó fatigado. —¡Yo le he arrancado el corazón a Benedicto XIII! ¡Yo le he arrancado el corazón a Benedicto XIII! ¡Yo le he arrancado el corazón!... —repitió en un insistente reproche. Pero al levantar el rostro, por el ojo de buey vio que en la Luna habían desaparecido las manchas. Notó que el sonido de la fuente se volvió más alegre y que la lechuza del jardín posándose en el ventanal miró con curiosidad la serena imagen del Papa Luna.

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leteando giró la cabeza,

. emitió unos sonidos de despedida y alzó el vuelo tan alto que dio la sensación que buscaba llegar hasta la Luna. La lechuza desapareció del jardín para siempre. —¡Ha quedado perfecto! ¡Refleja serenidad! —comentó emocionado

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Julián de Loba al ver la obra de Iéhoshua, que seguía abatido por un agotamiento que le llegaba al alma. Con la mirada buscó interrogar al cardenal del porqué de este trabajo, y, adivinando las ansias de saber, éste le aclaró con tono conciliador: —Es importante que nadie conozca todavía que Benedicto XIII ha muerto. El Gran Arquitecto comprende tu dolor. Por el bien de la Cristiandad hemos detenido la fecha de la muerte de su Santidad ¡Créeme, has hecho lo correcto! —¿Lo correcto? ¡¿Qué es lo correcto?! —replicó con los ojos inundados—: ¿Es correcto abandonar a su suerte, a un grupo de artesanos? —Desde el castillo no podemos ayudar en la defensa de la fortaleza, apenas quedan una docena de hombres de Montesa fieles, los demás han desertado. El cardenal saltándose el protocolo le abrazó. —¡Amigo, el Papa del Mar desde la otra esfera te ayudará! ¡Debes resistir! ¡Necesitamos tiempo para salvar la obra! —¿Para salvar la obra, ó, para salvar a las sanguijuelas? —apuntilló a la vez que se quitaba de encima los brazos de Julián de Loba. —Donde hay vida, donde hay sangre pura, existen sanguijuelas. Pero sin duda amigo, hay mucha más pureza que fango. —¡Pero con sólo una sanguijuela se pudre la sangre! —argumentó el filósofo, a la vez que en silencio, como si tuviera miedo de despertar a Benedicto XIII, fue recogiendo el instrumental de eviscerar. El cardenal acercándose le posó la mano sobre el hombro diciendo con voz suave: —Necesito de nuevo tu ayuda. —¿Qué más puedo hacer? ¡Qué más he de hacer! —añadió con tono repleto de dolor. —Debemos ocultar en lugar seguro el cuerpo del Señor de Luna. —¡Pero el sepulcro del Papa hace años que está preparado en la capilla de la fortaleza! —¡Sí! Pero no puede ser enterrado ahí. Su obra está a punto de fracasar. Y si esto ocurre, como es previsible, su tumba puede ser profanada. Por eso su Santidad me dejó en custodia este documento. Sacando un pequeño pergamino del bolsillo se lo entregó. Al extenderlo reconoció el sello del Rey Pescador. —¿Quién ocupará su sepulcro? Si no hay entierro todo el mundo sospechará. —El arcipreste Miguel Molsós no tendrá inconveniente en reposar en ése cálido lugar —contestó Loba con tono irónico. Nadie podría describir cómo dos hombres fueron capaces

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de cargar con el cuerpo amortajado del Señor de Luna, ni de cómo caminaron entre las sombras sin ser descubiertos, quizá burlando a la guardia o tal vez con la complicidad de la misma, pero lo cierto es que sacaron a través de un pasadizo excavado en la roca, a quien fue el Papa del Mar. En el acantilado les esperaba una modesta barca con dos pescadores de Benicarló. Únicamente se escuchaba el golpear suave de los remos y la caricia constante de las olas que hacían crujir las tablas dando la sensación del lloro de las plañideras. Sin antorchas para evitar ser descubiertos bordearon los acantilados hasta la gruta. La embarcación navegó en su interior hasta llegar a una sala abovedada por las manos de la madre naturaleza, con un espacio similar a una pequeña playa. —¡Es aquí! Le sepultaron en las entrañas de una gruta que igual que un cuchillo rasga el corazón de la Roca. Durante el regreso Iéhoshua recordó con total claridad las palabras de Benedicto XIII al justificar su legitimidad: —Aseguráis soy un Papa dudoso, yo lo acepto. Pero antes de ser Papa fui cardenal, y Cardenal indiscutible de la Santa Iglesia de Dios, ya que fui investido antes del Cisma. Soy el único Cardenal, anterior al Cisma, vivo aún. El resto ha muerto... Si como aseguráis todos los Papas elegidos después son dudosos, también lo son todos los cardenales que han sido nombrados por ellos. En consecuencia, soy el único Cardenal auténtico, sin mancha de principio. Y como los cardenales son los que nombran o eligen Papa; yo sólo, pues, soy el que puede designar o elegir un Papa auténtico. Si continuáis entendiendo que no soy Papa legítimo, no podéis negar, en cambio, que soy el único Cardenal auténtico. Y puedo aceptar la vía de cesión que tanto os entusiasma y nombrarme, una segunda vez, yo mismo. Pero si vosotros no queréis que el Papa sea yo, no podéis impedirme que sea el único que pueda nombrar a este otro Papa...

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P

egó la oreja en la puerta

. para escuchar de qué se hablaba, el joven monje sintió la melosidad de la resina del pino de San Juan de Peñagolosa en la mejilla. Le pareció que era la Reina quien tomaba la palabra, y en el momento en que la conversación se convertía en interesante, notó

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el escozor que produce una rama de palmera, dándose la vuelta, a la vez que se frotaba con la mano en el trasero, vio tras de sí al Abad. Éste con gestos le indicó que corriera hacia la cabaña de la cocina a terminar de fregar los cacharros, que desde que la corte había sido hospedada, más bien podría decirse que ocupado, el incipiente y modesto monasterio de Benicarló, se habían multiplicado por cien. Dentro del cobertizo utilizado temporalmente para capilla, las voces aumentaron de intensidad. El abad Àlvaro de Anyó, santiguándose se dirigió, para evitar escuchar, hacia la pequeña huerta. —¡Quiero un hijo! ¡La corona necesita un heredero! ¡Dígale al Rey, que me haga un hijo y que después regrese con su Gran Ramera! ¡Sólo deseo su semilla! ¡No me interesa su maldita persona! —vociferaba la reina María al vicecanciller Alfonso de Borja. —Solucionemos en primer lugar el conflicto que genera Pedro de Luna al liderazgo del Magnánimo y todo lo demás le será concedido Majestad. Me comprometo a que el Rey vuelva a Barcelona para buscar un heredero natural a la Corona —argumentó con tono de promesa el canónigo de Lérida. —¡Con el Señor de Luna hay que utilizar la misma moneda con la que se pagó a Jaime II en Urgel! —exclamó la viuda Leonor de Alburquerque—. ¡Los seguidores del Anticristo tienen que purgar sus pecados en la hoguera! —sentenció. —Tanto el rey Alfonso como el papa romano Martín V, no desean que la muerte empañe el fin del Cisma. Es importante que la transición sea negociada, que no deje para la historia ningún tipo de duda en la legitimidad del derecho. —Dígale a mi hijo que gracias a que las piezas se movieron sin piedad en Urgel ha conseguido ser Rey. Que no olvide que las decisiones que se tomaron en el condado rebelde, por apartadas de derecho y por terribles que parezcan fueron las adecuadas, y esas mismas han de tomarse sobre Peñíscola. Es necesario que el Rey sacrifique vidas para mantener la legitimidad de los Trastámara y que utilice con habilidad, e incluso crueldad si hiciera falta, tanto a los grandes nobles como a los simples peones. ¡El ejercicio del poder no puede detenerse en sentimentalismos! —El poder sin compasión es la causa de las recientes revueltas de los campesinos en el condado de Cataluña —respondió Borja con suavidad, buscando no ofender. —¡Se equivoca Canónigo! —replicó con autoridad María de Castilla—. Las revueltas se deben a que el Rey está lejos de sus obligaciones, entre ellas, la de dar un legítimo sucesor a la Corona de Aragón, buscando entre las piernas de las prostitutas napolitanas lo que debería encontrar en su legítima esposa. Y por supuesto también a que muchos nobles y clérigos no ven con buenos ojos que una mujer dirija sus destinos. ¡¡Pero juro por Dios que si es necesario

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despellejaré a cualquiera, sea cual fuere su linaje, que ponga en duda mi autoridad!! —exclamó golpeando sobre la mesa. En ese instante se acercó el secretario para anunciarle que el cardenal Pierre de Foix esperaba. Moviendo la mano le indicó que le hiciera pasar. Aunque vestía de púrpura entró meciéndose con la gallardía de un general, a dos pasos de la Reina inclinó la cabeza. Alfonso de Borja no pudo evitar una mirada de desprecio. —Que Dios proteja a la reina Maria y a la dama Leonor, viuda del gran rey Fernando I, así como también, ilumine la razón al consejero real Alfonso de Borja... —Que sea el Gran Arquitecto quien ofrezca luz al representante del cardenal Oddón Colonna —ironizó con rapidez Alfonso de Borja, mostrando con este saludo dudas legales sobre la legitimidad de Martín V. El cardenal Pierre de Foix sin inmutarse le mostró una sonrisa forzada. —Majestad, traigo información importante de lo que ocurre tras las murallas en las que anida la Bestia —comentó a la vez que golpeaba con las palmas. Al escuchar el sonido entraron los que antaño fueron peones del alguacil junto con el médico del Papa, Tomás Martín. El purpurado indicó con un gesto a los ayudantes del representante del Rey que hablaran. —¡El alguacil no es el alguacil! —dijo titubeando el que parecía más bruto. —¡Es un desertor del ejército del Rey! ¡Fue un cobarde de la batalla de Urgel! ¡Un traidor! —añadió el otro ayudante. —¡Ahora recuerdo su cara! ¡Claro, el capitán que se negó a cumplir mis órdenes! —replicó Leonor de Alburquerque a la vez que señalaba con el índice la sien, dándose pequeños golpes con la yema, para indicar que le venía a la memoria el rostro del alguacil—. Esto cardenal nos obliga a replantear el cerco, ese traidor es Santiago Cardona, un mercenario capaz de liderar a cualquier ejército. —No se preocupe la gran Dama, en Peñíscola apenas quedan doce brazos para defender la fortaleza —aclaró Pierre de Foix con una sonrisa de vencedor. —No sé cardenal, no sé... Santiago Cardona está ungido por la suerte —argumentó Leonor con tono de preocupación. —¡Ahora Dios está de nuestra parte! —Dios siempre está al lado de los justos —interrumpió Alfonso de Borja—. Por ello quizá debamos abrir un proceso amplio de negociación con el Señor de Luna. El cardenal mostró una sonrisa que casi se convirtió en carcajada al escuchar las palabras del canónigo de Lérida, añadiendo: —¿Qué tiene que decirnos el médico personal del Anticristo?

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Tomás Martín agachó la cabeza ante las Damas y dijo: —Creo que el Papa Benedicto XIII ha muerto. —¿Usted cree? ¡¡Un médico debe asegurar!! ¡¿Ha muerto o no ha muerto el brujo?! —Preguntó con seriedad la viuda. —¡Señora, estoy casi seguro! El cardenal Julián de Loba me relevó de mi obligación de galeno llamando con urgencia al judío Iéhoshua ha Lurqui, esto me hizo sospechar sobre la posible muerte del Señor de Luna. —¡Loado sea el Altísimo, el Anticristo ha muerto! —entonó el cardenal Pierre de Foix mostrando una sonrisa de burla a Borja. —No olvide cardenal que a un vivo se le puede vencer amenazándole con inflingirle dolor, e incluso con acabar con su vida..., pero no hay armas para derrotar a un muerto. Si pervive en la memoria se convierte en indestructible, ni siquiera el paso del tiempo es capaz de vencerle —replicó Alfonso de Borja. Fue al anochecer cuando recorrió el patio formado por las modestas cabañas del convento, tras la de la cocina le esperaba el joven monje. El canto de los grillos era acompañado por el monofónico Cántico del Hermano Sol, y, en el preciso momento en que sonaba: —Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas, especialmente el señor hermano Sol, el cual es día, y por el cual nos alumbras. Y él es bello y radiante con gran esplendor, de ti, Altísimo, lleva significación… Loado seas mi Señor, por la hermana Luna y las estrellas, en el cielo las has formado luminosas y preciosas y bellas… —Borja le entregó el mensaje diciendo: —Es importante que lo hagas llegar al físico Iéhoshua ha Lurqui. Nunca lo sueltes de la mano si no es para entregárselo personalmente. —¡¡Así lo haré!! —prometió al mismo tiempo que sacaba de la cuadra el pequeño burro. Con un ágil salto montó al lomo y tarareando el Cántico del Hermano Sol, tomó el estrecho sendero que bordeaba el pantano en dirección hacia Peñíscola. Cuando sentía la pesadez en los párpados, llamaron a la puerta de su celda. Abrió y no había nadie, sólo una caja en el suelo. Al destaparla vio con horror la mano cortada del seguidor de San Francisco que sujetaba como prometió, sin soltarlo, el mensaje. —¡¡Malditos asesinos!! —gritó con furia Alfonso de Borja.

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E

l Bufador había enmudecido

. de tal manera que únicamente se escuchaba el rechinar de dientes. Levantó la mirada y un muro plomizo de nubes le impidió ver las estrellas, pero presentía que Algol estaba disfrutando de la función. Comenzó a girar el cuerpo, poco a poco, como una peonza, para ver cómo se posicionaban los hombres y por el murmullo de las oraciones que brotaban con sonido sordo de las gargantas adivinó que el miedo era el compañero de los defensores de las murallas. —¡Dios mío, estamos perdidos! —pensó hacia sus entrañas Iéhoshua—. Las estrellas negras están componiendo la melodía más terrible de la Creación. Santiago estaba quieto como el perro que señala una pieza de caza, el único movimiento de su cuerpo lo mostraba en la mano diestra en la que volteaba con los dedos una y otra vez una esfera. Ramón Pastor, el auténtico alguacil, tenía perdida la mirada, parecía que deseara que de una vez empezara el combate para así conseguir el deseado abrazo de la muerte. Lilzáhira apretaba al bebé contra su pecho para calmarle, pero el palpitar desenfrenado de su corazón no dejaba que la criatura se sosegara. Miró a los ojos a Iéhoshua y vio su profundo dolor, en ese momento supo que había cumplido la promesa que le atormentaba el alma. Nicolás intentaba empuñar una maza de combate pero sus finas manos de artesano músico eran incapaces de utilizar con habilidad el instrumento infernal diseñado para interpretar melodías de terror y de muerte. El tiempo se resistía a transcurrir y la noche se eternizaba sobre las retinas. Fue el llanto del hijo de Lilzáhira y de Iéhoshua quien abrió el primer acto del concierto de la oscuridad. En ese mismo instante, totalmente sincronizado con el berrear desesperado del bebé, el golpear rabioso de cientos de espadas sobre los escudos emitió una vibrante percusión que hizo que la mayoría manchara de orín y de heces sus calzones. De la oscuridad, como vomitados por el infierno surgieron decenas de barcazas, con tripulantes que gritaban como si el diablo les devorara el alma. Tenían el rostro embadurnado de hollín para evitar cualquier reflejo delator en la piel. Comenzaron a bordear la fortaleza. Los defensores en un aparente caos, sin ningún tipo de orden

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militar tensaron sus arcos y lanzaron una primera lluvia de flechas que se perdió en su totalidad en el mar. —¡Esperad, están lejos de nuestro alcance! —ordenó con fuerza Ramón Pastor. Desde las barcazas se escuchaban risas y comentarios de burla: —¡El Santo Padre ha puesto a defender las murallas a sus concubinas! ¡Mirad, os vamos a meter esta lanza por el culo! —gritaban burlándose al mismo tiempo que realizaban gestos obscenos tocándose los testículos. —¡No hagáis caso están intentando que perdamos los nervios! —voceaba Ramón Pastor—. ¡Dejad que se acerquen más! ¡No tenséis vuestros arcos hasta que estéis seguros de acertar! Pero algo extraño estaba ocurriendo, los atacantes no parecían dispuestos a acercarse a las murallas, se mantenían a una distancia en la que les era imposible hacer blanco con las armas que disponían. Iéhoshua se acercó a Santiago para decirle al oído sus temores: —No veo claro lo que está ocurriendo. —Tampoco adivino la intención de este cerco, querido amigo. He estado en cientos de batallas y la estrategia que están llevando es muy extraña. Quizá sólo estén buscando desmoralizarnos hasta que rindamos la muralla. —Hay algo muy inquietante en todo esto —razonó mientras buscaba con la mirada alguna señal en el cielo, pero éste seguía detrás de un muro de plomo sin mostrar las estrellas. En ese instante un grito recorrió todos los puestos: —¡Alguien nos ha traicionado, han abierto las puertas del Portal de San Pedro! Giraron el rostro y vieron que muchos defensores abandonaban su posición, tirando las armas y gritando ante el avance de cuatro jinetes montados sobre enormes caballos de raza inglesa que trotaban en perfecta alineación, sin inmutarse, cubiertos por corazas de plomo, parecía que estaban aleccionados para tal menester. El primero un caballo blanco, su jinete llevaba una armadura de plata con una corona dorada sobre la cabeza y empuñaba un arco. El segundo bermejo, el que cabalgaba sobre él estaba cubierto hasta el último rincón por placas de hierro, del yelmo le nacían dos cuernos como los de un macho cabrío, en las manos sujetaba una enorme guadaña. El tercero negro, quien lo montaba iba protegido por una armadura de bronce y llevaba asida una balanza dorada. Y el cuarto bayo; sobre él un guerrero que vestía una coraza con forma de esqueleto, entre las manos sujetaba un tridente. Nicolás sacando fuerzas de la nada, empuñó la maza y se dispuso a defender con su vida a Lilzahira y al bebé. En ese momento Iéhoshua lo vio claro, intentaban doblegarles el espíritu, querían hacerles creer que ante ellos cabalgaban los

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Cuatro Jinetes del Apocalipsis. Varios defensores se lanzaron hacia los caballos empuñando las espadas, pero fueron arrastrados por el ímpetu de las bestias quedando sus cuerpos maltrechos. Santiago Cardona cogió de la hoja su daga y la lanzó con gran fuerza buscando la pequeña abertura del yelmo de uno de los jinetes. Fue tan certera que se incrustó como si de mantequilla se tratara en el rostro. Pero el guerrero siguió trotando sin inmutarse, sin mover un músculo, sin mostrar señal de dolor. —¡Sólo son armaduras montadas! —rugió—: ¡Disparad sobre las bestias! Varias lanzas sobre el vientre consiguieron doblegar brutalmente a los equinos que relincharon de dolor pintando de sangre las murallas.

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S

e retorcían

. con la panza desgarrada, dando coces desordenadas al viento, mientras que la sangre serpenteaba dibujando enigmáticos laberintos entre las grietas de las piedras llenando de olor a muerte el

ambiente. Al recuperar Santiago Cardona su daga les fue degollando uno a uno, para evitar el sufrimiento innecesario. —¡Despedazad a estos animales, salad la carne! ¡No sabemos el tiempo que durará este maldito cerco! —ordenó Ramón Pastor, mientras Santiago lanzaba al mar una tras otra las armaduras sin alma. Ramón se dirigió hacia Iéhoshua: —Necesitamos organizarnos, si queremos resistir dignamente durante al menos dos días —e hizo una señal a Nicolás para que se acercara—. Joven combatiente, es importante que sirvas de correo entre los principales puestos de la muralla. ¡Debemos coordinarnos en la defensa! El aprendiz negó con la cabeza. —No he nacido para la guerra, soy un artesano músico, mis manos son incapaces de empuñar una simple maza de combate —argumentó. Lanzándole la mano a la pechera, le levantó hasta que sus pies balancearon en el aire, añadiendo con tono marcial: —¡Hay que luchar para conseguir una muerte con honor! —¡¡Yo también quiero morir con honor!! —le replicó en la cara

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Nicolás sin intimidarse por la fuerza bruta del auténtico alguacil—. Pero mi honor está en morir interpretando música, por ello moriré tocando una melodía con mi cítara, no empuñando un instrumento infernal. A la vez que terminaba la frase dejó caer la maza que sujetaba que al golpear en el suelo, en el rebote, aplastó con saña el dedo gordo del pie de Ramón. Éste enrojeció a la vez que sus ojos se hinchaban de sangre, y cuando parecía que iba a estallar en cólera... —¡Suéltale! Tiene razón Nicolás —medió Santiago Cardona—: Puesto que vamos a morir que cada uno elija el camino para la transición a la otra esfera. Ramón milagrosamente pareció calmarse y recapacitar, sus compañeros de lucha tenían razón. Ante el destino fatal que les esperaba, no parecía una idea descabellada que cada uno eligiera, aquí recordó el terrible momento en el que fue tragado en el pantano, sin honor, sin batalla, con los calzones bajados... Ahora tenían la posibilidad de elegir la forma de morir. —¿Por qué no decidir cómo pasar a la otra esfera? —se dijo—: ¿Cuántas veces esta vida de perros nos permite elegir una muerte digna? Él era un guerrero, por tanto, debía morir empuñando su espada. Iéhoshua médico, que lo hiciera utilizando los instrumentos de cirujano y Nicolás un músico, que danzara con la Señora de la Guadaña interpretando una bella melodía. De pronto Iéhoshua se dio cuenta de que Lilzáhira no estaba en su rincón, había desaparecido con el bebé. —¡Hay que encontrarla!¡Hay que encontrarla!... —suplicó a Santiago. —Estimado amigo, lo mejor es que huya, que se ponga a salvo, nosotros ya somos hombres muertos, es cuestión de días. Esta batalla está perdida —señaló con la mano derecha hacia las murallas, queriéndole decir que se fijara en los defensores, no eran más que un grupo de artesanos muertos de miedo y un puñado de presos mal alimentados y peor armados. Pareció resignarse ante la lógica de Cardona y agachando la cabeza apretó con tanta rabia la hoja de acero en su mano que ésta le hizo un corte por donde comenzó a surtir un fino hilo de sangre, pero de repente, lanzó con furia la espada hacia la garganta del Bufador, gritando: —¡¿Dónde están los malditos Señores de Montesa?! La pregunta recorrió a gran velocidad cada rincón de la muralla arrastrándose como un dragón de la ciénaga hasta chocar con fuerza atronadora contra la misma puerta de la fortaleza.

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U

n sonido similar

. al que produce un pandero cuando es golpeado insistentemente, se desplazó por la plaza de armas y bajó hasta hacer vibrar las velas que iluminaban la gótica estancia. Las sombras de los personajes reunidos danzaron al ritmo de las llamas. —¡Parece que golpean sobre la puerta! —balbuceó asustado el cardenal Gil Sánchez— es posible que los invasores hayan ocupado la ciudad. Francisco Rovira hizo el amago de levantarse pero Julián de Loba le sujetó por el hombro. —Tranquilícense vuestras eminencias, les aseguro que no existe motivo de preocupación —y levantándose, se puso a caminar con paso firme alrededor de la gran mesa donde estaban los cuatro cardenales—: Hemos reunido el cónclave para designar al auténtico sucesor de Benedicto XIII. —¡¡Eso no es posible!! —aclaró con tono fuerte y profundo el cardenal Jimeno Dahe—. Esta reunión no puede considerarse un cónclave pues en ella no está presente el cardenal Juan Carrier, y todos conocemos que es el purpurado “In pectore” de Don Pedro de Luna. Además, no se están cumpliendo los requisitos legales para la elección de un nuevo Papa: No se ha producido la reunión de prelados, no está presente el protonotario, no se han designado los relatores ni revisores de los votos, además por si fuera poco, el camarlengo todavía no ha presentado la certificación de la muerte de Benedicto XIII. El cardenal Domingo de Bonnefoi reforzaba las afirmaciones de Dahe asintiendo con la cabeza. Julián de Loba, como el general que analiza el sitio de una ciudad, se quedó un instante en silencio, reflexionando, mientras dejaba que los purpurados terminaran de cuchichear entre ellos. El cardenal observaba sus gestos, sus miradas, el tono de su voz, buscaba detectar quién podría resistirse con más fuerza a la argumentación que llevaba preparada. —Es evidente, mis queridos hermanos en Jesucristo y herederos del auténtico Papa, que nos encontramos en una situación especial, las murallas de la fortaleza están sitiadas por un ejército de mercenarios y sólo estamos protegidos por un puñado de artesanos sin experiencia militar, la mayoría de los hombres de la orden de Santa María de Montesa han abandonado sus votos. Por ello, reconocerán sus excelencias que no podemos pretender en esta situación de extrema gravedad guardar las formas.

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—Estamos de acuerdo con el cardenal Loba en que estamos en una situación excepcional —argumentó Domingo de Bonnefoi—: Pero, la Cristiandad ya ha vivido demasiados enfrentamientos intestinos, como para que nosotros, con nuestra precipitación, quebrantando la legalidad, abramos de nuevo el abismo en el seno de la Iglesia. Además, debería ser leído el testamento de Pedro de Luna —y levantado la mano siniestra mostró a los presentes un pergamino con el Sello del Pescador. Todos guardaron un sepulcral silencio, pues ante ellos estaba la última voluntad del Papa del Mar. —Creo necesario e importante que analicemos detenidamente nuestra situación actual sin formalismos. Sin duda estarán de acuerdo conmigo que la muerte de Benedicto XIII nos ha dejado huérfanos y que ninguno de nosotros —señalando con el dedo acusatorio uno por uno a cada cardenal presente— está capacitado para sucederle. —¡¡Eso no es cierto!! —vocearon ofendidos a coro. —Mírense unos a otros, el pecado de la gula está reflejado en sus rostros, además todos ustedes tienen un número significativo de “sobrinos” —resaltando la palabra— e incluso esperan nuevos “sobrinos” en breve. Se produjo un murmullo similar al de un mercadillo. Cuando Loba observó el efecto de sus palabras añadió con un tono tan fuerte que volvieron a vibrar las llamas: —¡¿Quién de vuestras eminencias está preparado para suceder al Papa?! —¡¡Juan Carrier!! —sentenció el cardenal Dahe. —Sin duda es así —replicó Loba—, pero Carrier no se encuentra en la fortaleza, está protegido por el conde Armanyac en los estados franceses, él está seguro mientras nuestras vidas penden de un hilo de araña. —Entonces, ¿qué propone Julián de Loba? —añadió el cardenal Francisco Rovira. —Sencillamente que de entre nosotros surja un nuevo Papa capaz de negociar la unificación de la Santa Madre Iglesia, y que a su vez, pueda garantizarnos mantener nuestra posición como discípulos de la auténtica fe. —Pero, ¿quién puede ser? Como bien ha dicho Loba ninguno de nosotros es digno de calzar las Sandalias del Pescador —entonó con voz temblorosa el cardenal Dahe. El cardenal Julián de Loba comenzó a voltear pensativo la mesa circular. Después de tres inquietantes recorridos sentenció señalando con la diestra hacia un purpurado: —El más adecuado para suceder a Benedicto XIII es: ...¡¡Gil Sánchez Muñoz!!

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Gil al escuchar su nombre tembló como una hoja bajo la tempestad. —¡Es una locura, una broma fruto del licor de nuez mezclado con infusión de amapolas! —gritó Dahe. —No es tan descabellado —argumentó Francisco Rovira—. Sin duda Gil Sánchez es el más débil y el más pecador, pero también es cierto que es el mejor relacionado con el rey Alfonso V, además por añadidura posee grandes recursos económicos, al fin y al cabo nuestra verdad precisa de oro y de plata. —Queridos hermanos en Cristo, es un honor que estéis pensando en mí para la sucesión del Santo Padre, pero estoy de acuerdo con Dahe de que no soy el más digno para llevar sobre mi espalda el peso de la Iglesia Verdadera... —Esta solución que he planteado es la más adecuada para afrontar nuestra crisis —siguió exponiendo Loba—: Por ello he invitado a esta reunión de cónclave al negociador del papa romano Martín V, cardenal Pierre de Foix, él nos trae una interesante propuesta que creo no podremos rechazar —añadió ante el estupor general por la intrusión del invitado que como un vulgar espía había estado escuchando, agazapado detrás del cortinaje. En ese momento surgió de entre las sombras una figura oscura que acercándose hacia la mesa, al ser iluminada por la tenue luz de las velas mostró una mirada inundada de odio y de desprecio. Un extraño hedor se apoderó de la estancia. El personaje pálido como la cera parecía un muerto viviente, amortajado por un hábito negro como la noche, apenas pestañeaba. Cuando entró en escena su cuerpo absorbió parte de la poca luz de la estancia.

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T

enía la sensación

de que esta misma situación la había vivido antes. Las sombras, los sonidos, el cielo y el miedo que sentía ya le eran conocidos. Todo era tan idéntico a un momento de su pasado que pensó que había retrocedido en el tiempo. Caminaba en la oscuridad a ciegas, únicamente la guiaba una fuerza interior que no detectaba de dónde provenía pero le empujaba en una dirección marcada entre el tenebroso paisaje. El aullido del lobo hizo que se le tensara cada músculo y que sus ojos se abrieran vigilantes igual que los de un ave nocturna. Empuñó el compás de oro y apretó con fuerza al bebé entre sus pechos. Era

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evidente que la historia se repetía. Notaba cómo desde atrás de las rocas sus pasos eran vigilados, escuchaba el chirriar de las uñas sobre el suelo y el roce de las patas en los arbustos. —¡¡Padre ayúdame!! —musitó con desesperación. Cogió a su hijo y depositándolo en una cavidad de un tronco de olivo, le dio un beso en la frente como despedida. Apoyó la espalda en la boca del agujero, así, a la vez que la protegía con el tronco le defendía con su cuerpo. Sujetó fuertemente con las dos manos el compás y esperó. La brisa le acarició el rostro y de nuevo tuvo la sensación de que los aromas de Granada le inundaban las fosas nasales haciéndola retroceder a su infancia, por fin pudo ver con claridad los ojos de su madre... Y fue en ese preciso instante cuando ante ella surgió el lobo. Se acercaba mostrando amenazante sus colmillos, la acorralaba titubeando como si adivinara que ante sí tenía una presa difícil. El depredador parecía perplejo, quizá también notaba que la situación le era conocida. Se detuvo a menos de dos brazos de distancia, ambos se clavaron la mirada y en el fondo de sus retinas vieron preso a Lahcen, supieron de inmediato que eran hermanos, pero ya era demasiado tarde para reconciliarse puesto que un rabioso zumbido, similar al de un enjambre, cruzó la oscuridad y se clavó con saña, acompañado por un impacto sordo, sobre el cuello del lobo, éste doblegó las patas delanteras y se postró bañado de sangre ante su hermana Lilzáhira. —¡Mirad es la ramera casada con un judío! —gritó una voz—. ¡Podríamos lapidarla, es la vergüenza del Islam! —¡No, a mí se me ocurre algo mejor! —intervino otra—: ¡podríamos enseñarle cómo un auténtico creyente satisface a una mujer! Se escucharon risas que indicaban que entre la oscuridad se ocultaban casi media docena de hombres, el sonido metálico que producían sus movimientos delataba que iban fuertemente armados. Lilzáhira mantuvo la posición de combate sin mover la espalda del olivo e hizo silbar con un movimiento circular en el aire su compás para indicar que vendería cara su vida, a la vez que gritaba: —¡¡Deseo hablar con el Halcón!! El eco del nombre hizo que enmudecieran las risas, el silencio reinó en el paisaje. Una figura con rasgos difusos se adelantó unos pasos, el roce de las rodilleras, el tintineo de las láminas de bronce, el orgullo en la forma de caminar y el brillo que produce el odio en la mirada le hizo saber que se encontraba ante Mohamed Lackar. —¿Qué deseas del Halcón? —He venido a pedirle ayuda para proteger la fortaleza del Santo Padre.

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Volvieron a estallar las risas. Pero con un gesto seco de la mano hizo que callaran. —¿Por qué piensas que vamos a ayudarte? Los cristianos han robado nuestras tierras, han matado a nuestra gente, son enemigos del Islam y de su Profeta... —Simplemente por esto —añadió Lilzáhira, e introduciendo su mano entre los pechos dejó al descubierto el halcón de jade, que en plena oscuridad emitió un destello como si tuviera luz propia. El Halcón se acercó y cogió al halcón, no pudo evitar ante sus hombres mostrar la debilidad del niño que en pocas lunas había envejecido más de cien años. Abriendo la mano, se quedó observando detenidamente, era como si reconociera cada línea, cada marca de buril. Con el dedo índice recorrió varias veces el contorno del pulido jade. Era el amuleto que iba colgado del cuello de Mohammed ibn Ahmed ibn Saad ibn Mardanisch, el temido Rey Lobo, nacido en el año 1124 en Peñíscola. Éste seguía emitiendo las misteriosas vibraciones que lograban tranquilizarle el alma y hablarle de la belleza de los reinos perdidos. El único cambio que detectó en el halcón era que éste había adquirido el calor de los pechos de Lilzáhira. —No podemos volver a la fortaleza —susurró una voz amiga—: El Profeta desea que nuestra guerra sea otra, que reconstruyamos los antiguos reinos perdidos. Regresar a la Roca será morir. —Esta noche he soñado que el Rey Lobo me recibía entre las estrellas entregándome su espada. Esto es una señal que no sé cómo interpretar querido Omar —contestó el Halcón—: Quizá quiera que regrese a la cuna de su nacimiento para desde allí reconquistar todos sus reinos. El viejo Omar, sacó del zurrón unas pequeñas piezas de plata y agitándolas con las dos manos las lanzó al suelo, en cada una de ellas iba grabado un versículo del Corán. —Elige una de ellas y sigue el camino que te indica. Agachándose eligió una pieza y la leyó, hacia sus adentros…, tras un largo silencio se dirigió hacia sus hombres que le miraban con inquietud para decirles: —No puedo obligaros a que sigáis mis pasos, por ello os pido que hagáis lo que Dios os está indicando en el fondo del corazón. Cruzando el arco en su espalda, montó en un corcel de sangre tan pura como la suya.

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A

pesar de estar ardiendo

. todas las velas de la estancia, la luz había perdido intensidad de forma inquietante. Los cardenales se mostraban nerviosos, apenas hablaban, pero se miraban unos a otros para adivinar qué pensaba cada uno de ellos. —Estoy autorizado por el verdadero Papa, Martín V, para negociar el final de esta gran herida que desangra a nuestra Madre la Santa Iglesia —expuso con voz solemne y a la vez calmada el cardenal Pierre de Foix. —¡¡El verdadero Papa es Benedicto XIII!! —gritó Dahe interrumpiendo bruscamente el discurso. —Sin duda todos pensamos lo mismo querido hermano en Cristo —entonó el cardenal Julián de Loba buscando con su intervención calmar los ánimos—: Pero debemos ser conscientes de que Don Pedro de Luna ha muerto. Y ahora, es nuestro deber encontrar el camino para unificar la verdad de Cristo; es por esto eminencias que les propongo debatir las propuestas que el representante del rebelde cardenal Oddón Colonna quiere hacernos llegar por medio de su mensajero aquí presente. Al cardenal De Foix pareció no agradarle el calificativo de “rebelde” utilizado por Loba para referirse a Martín V, pero aguantó su ira, aunque sus ojos no pudieron evitar delatar sus sentimientos de asco hacia todos los presentes. —El Santo Padre Martín V desea —siguió exponiendo De Foix mientras caminaba de un lado hacia otro como el animal carroñero que espera el último aliento de su víctima—: que se produzca la ansiada unificación de la Iglesia sin derramar una sola gota de sangre. —¡Pues sus actos no coinciden con su pensamiento! —sentenció con contundencia Francisco Rovira— ¡La ciudad está sitiada por hombres armados! —Esos hombres han venido como última solución, únicamente están aquí para actuar si vuestras eminencias deciden no aceptar nuestras generosas propuestas —replicó De Foix. —Es aconsejable cardenal que evite las amenazas —añadió Loba con un tono muy calmado. Tras una pausa de reflexión Pierre de Foix retomó el discurso, esta vez se le notaba más nervioso e inquieto, pues adivinaba que la negociación no sería un camino fácil. —El Papa Martín V no desea acabar el Cisma por medio de la fuerza de la espada, a pesar de que dispone del poder necesario

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y de todos los medios, pues la reina María de Castilla y el propio Alfonso el Magnánimo le respaldan. Desea que no quede ninguna sombra sobre la auténtica verdad. Es consciente que si la Iglesia es unificada con sangre siempre quedarán dudas de la legalidad de su papado, y eso puede ser utilizado de argumento por algunos religiosos rebeldes que empiezan a surgir por las tierras germanas y ánglicas, que como los antiguos bárbaros únicamente desean el fin y la destrucción de Roma. Es por ello, que el Santo Padre ha mandado hasta vuestras eminencias a este humilde servidor —aquí inclinó la cabeza para mostrar una teatral sumisión— para que les formule las tres condiciones para finalizar pacíficamente esta división: La primera, que elijan vuestras santidades aquí y ahora a un sucesor del antipapa Benedicto XIII. En esos momentos se formó un cuchicheo entre los cardenales y cuando Dahe parecía que iba a estallar en cólera por el calificativo de antipapa a Don Pedro de Luna, Loba le hizo una señal con la palma de la mano para pedirle calma, cosa que éste pareció aceptar, pero en muestra de repulsa le volvió la mirada al cardenal De Foix y se puso de espalda mirando hacia el muro. —¡Sí! —sentenció—. Desea que sea elegido un sucesor para que pasado un tiempo prudencial abdique a favor de su persona, y, es su santo propósito que este acto se realice en un lugar señalado, con renombre, para que toda la cristiandad conozca el hecho y que no quede ningún tipo de duda legal, de que el cardenal Oddón Colonna —en este punto agravó el tono de voz— el Papa Martín V, es el único y verdadero Papa. El segundo deseo es, que sea retornada a su legítimo dueño la Tiara de San Silvestre, la corona del Rey Pescador, y el tercero, y no menos importante, que le sea entregado el Corazón del Corazón, el Santo Cáliz de la Última Cena. —Somos conocedores de sus deseos pero, ¿qué nos ofrece a cambio? —preguntó Loba. —Que cada una de sus eminencias mantenga el rango de poder y de prestigio actual en el cálido Seno de la Santa Madre Iglesia —contestó De Foix. —¡Eso ya lo poseemos! —replicó Bonnefoi. —Pero su Santidad Martín V les ofrece el mismo poder en la ciudad que cada una de sus eminencias elija, puede ser en Milán, en Roma, en Salamanca, en Barcelona, en Valencia... ¡Mírense vuestras eminencias, visten de púrpura pero van harapientos! El verdadero Papa les está ofreciendo la libertad, la posibilidad de salir de esta prisión repleta de pulgas y de piojos —y cambiando la voz a un tono plañidero y dulzón añadió—: Piénsenlo, sólo por cumplir tres insignificantes deseos volverán sus santidades a vivir como auténticos cardenales y serán bendecidos con todos los placeres que nuestro Señor Jesucristo ha dispuesto a sus verdaderos pastores.

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A Gil Sánchez se le dilataron los ojos al escuchar el nombre de las ciudades de Milán, de Roma... —¡¡Satanás, no tentarás al Señor, tu Dios!! —exclamó con furia el cardenal Dahe, lanzando el testamento de Benedicto XIII a los pies del cardenal de Roma, éste mostró una mueca similar a una forzada sonrisa. —¡Si no son aceptadas las propuestas ustedes serán los únicos culpables de que los Jinetes del Apocalipsis cabalguen sobre esta maldita Roca! —aulló fuera de sí De Foix mientras solicitaba abandonar el salón—: ¡Antes de que finalice el ciclo lunar estarán suplicándome que regrese a esta apestosa estancia! —añadió con desprecio.

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e reflejaba en ella

. con la misma claridad que en un espejo. La pasaba recorriendo el brazo y notaba cómo le afeitaba el vello sin producir un solo tirón. Esta daga de fino acero toledano le había acompañado durante más de treinta años, era una prolongación de sí mismo, una extensión de sus manos. La manejaba con tanta agilidad que parecía que ésta se moviera con su pensamiento. Ella cortaba el viento realizando dibujos indescriptibles sobre el vientre y el rostro del enemigo. La empuñó con fuerza y la miró con la misma ternura de quien se despide de un compañero. —¿Por qué no decidir enfrentarse a la muerte con honor? ¿Por qué no elegir el momento y la forma de morir? —se preguntó en voz alta Santiago Cardona—: Sin duda, hoy es un buen día para morir y esta noche, una buena hora para partir hacia la otra esfera —dijo a Iéhoshua con una sonrisa mezcla de ironía y de chulería, éste intentó devolvérsela, pero por más que lo intentara tenía los labios prietos por la tensión, hasta tal punto que parecían pegados. Ramón Pastor comenzó a desplazarse por la muralla gritando: —¡Que cada uno de vosotros se enfrente a la muerte de la forma que siempre ha deseado! El artesano que empuñe la maza, el escarpe, el punzón, el compás... El poeta que recite los más bellos versos. El físico que atienda las heridas. ¡Quizá perdamos la batalla pero caminaremos con honor hacia la otra esfera! ¡Pasad la voz! Nicolás se puso a interpretar con su cítara la melodía descifrada de la escalera de Lahcen; el sonido recorrió piedra a piedra la fortaleza y fue impactando como una daga de luz en cada alma. El cielo plomizo

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se desgarró por la mitad y dejó ver como una preñada su vientre repleto de estrellas. Iéhoshua pudo sonreír al divisar el Cisne, al observar el movimiento del Dragón y sobre todo, al ver que Perseo cortaba la cabeza de Medusa, dejando caer a Algol sobre el mar, fue tal impacto que la brisa les golpeó con fuerza sobre el rostro y se alzaron encabritadas las olas arrastrando hacia el fondo algunas de las embarcaciones de combate. —¡Sin duda es un buen día para morir, y esta noche es una buena hora para reunirnos con el Hacedor de todas las cosas! —gritó envalentonado Iéhoshua. Los sitiadores se lanzaron hacia la fortaleza con la densidad y la ferocidad de las hormigas cuando acechan a un tierno polluelo caído del nido. Siete intensas lluvias de flechas no consiguieron que Nicolás desde su atalaya dejara de interpretar la música de la creación. El Bufador despertó y rugió, algunas barcas fueron tragadas por la garganta y destrozadas contra los dientes de roca. Los mercenarios seguían avanzando, levantando escaleras, trepando como lagartos, pero encontraron la resistencia en lo alto de las murallas de, mazas que destrozaban cráneos, y, de ágiles compases, que como espadas se clavaban buscando las partes no cubiertas por las armaduras, en el cuello, en los ojos, debajo de los brazos buscando el corazón.

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rotaban de su garganta

. igual que un torrente de frescura, hasta que la saeta desgarrándole el cuello le cegó la voz. El poeta entornó los ojos y se desplomó con una sonrisa; caminaba hacia la otra esfera recitando

poemas. Iéhoshua observaba a la muerte recorrer sin apenas resistencia la fortaleza, pero presentía la furia de ésta, pues cada defensor moría de la forma que siempre había deseado morir. Todo estaba perdido, los artesanos eran segados por la guadaña de Crono con la misma facilidad que el trigo en agosto. No podía abarcar con tantos heridos. Era imposible que un físico con dos ayudantes pudiera solucionar una tragedia de tal envergadura. Simplemente recogían a los que mostraban vida y les acumulaban en la pequeña plaza del Bufador. Allí varias mujeres les daban agua e infusión de amapolas para dormitarles y hacerles lo más llevadero posible el dolor.

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Levantó la mirada y recordó a Lilzáhira y a su hijo y por primera vez se alegró de que no estuvieran a su lado. —¡¡Resistid, resistid!! —voceaba Ramón Pastor, al mismo tiempo que con su espada dibujaba el signo de la muerte sobre las gargantas. Sabía que todo estaba perdido, pero también sonreía. La música de Nicolás entre los gritos parecía más bella que nunca. Ya no podía más, el agotamiento se colgaba como miles de brazos sobre los suyos. Estaba rodeado. Giraba sobre sí mismo sujetando la espada. Todo transcurría tan lentamente que podía percibir el sonido de las gotas de sudor al golpetear contra suelo. Observaba la mirada de los que le cercaban, veía el asombro en sus ojos y el terror que les producía su sonrisa. —¡Están hechizados! —gritó uno de los invasores. Y todos los demás dieron un paso atrás. — ¡Vamos malditos cobardes! ¿Quién quiere notar el filo de mi espada? —bramó Ramón Pastor mientras reía como un poseso. Giró la mirada hacia Nicolás y vio que una saeta le hería en la espalda, la música dejó de sonar, a la vez que la cítara era aplastada por una bota. Intentó romper el cerco para ayudar al joven músico pero una maza de combate le golpeó en la base del cráneo. Hincó las rodillas, todo a su alrededor se volvió difuso, los gritos, los rostros… Sintió en la nuca el quemazón que produce el hierro al rasgar la carne. Su rostro buscó desesperadamente el suelo, y, aunque podía ver todo lo que sucedía a su alrededor le resultaba imposible levantarse, estaba pegado. Parecía el espectador de una macabra pesadilla. Un río de sangre pasaba ante sus ojos. Por fin la señora de la muerte se apiadó del caballero y le ofreció su beso. El regalo para el auténtico alguacil del Rey en la ciudad de Peñíscola fue una muerte digna. Santiago Cardona resistía con la misma rabia que un animal herido y acorralado, giraba con increíble agilidad la daga. Pero una flecha le traspasó el hombro y dejó caer de su mano la esfera, en ella vio reflejados los ojos de Lilzáhira. —¡Qué suerte ha tenido Iéhoshua de ser amado por esa mujer! —murmuró mientras se resistía a cerrar los ojos y sobre todo a soltar la daga, quería traspasar todas las esferas con ella. Ante él como paja arrastrada por el viento caían los artesanos, los poetas, los músicos… Pero de pronto, los invasores comenzaron a retroceder, a gritar, a ser blanco de una lluvia certera de flechas. Forzó la mirada para observar qué ocurría más allá del horizonte ensangrentado del suelo. Estalló con una carcajada cuando vio a más de cien jinetes, con armaduras ligeras tejidas con placas de bronce cubriéndoles sólo el pecho. Empuñaban espadas con la forma de la Luna creciente. Eran los hombres del Halcón. Sus caballos más que galopar parecía que

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volaran sobre el suelo. No necesitaban de riendas para sujetarse a las bestias de sangre pura, parecía que hombres y caballos fueran sólo uno. Giraban las espadas con la misma velocidad que lo hacen las golondrinas en su vuelo a ras de tierra. Caían rodando las cabezas enemigas, y en el suelo, segadas del tronco, todavía seguían moviendo espasmódicamente los ojos. —¿Estás bien, amigo? —el timbre de voz le era muy familiar, era Iéhoshua. —¡Qué preguntas haces maldito físico, por supuesto que no! Pasando los brazos por debajo del sobaco de Santiago Cardona, intentó con todas sus fuerzas levantarle. Le era imposible, así que decidió arrastrarle hasta un hueco de la muralla cercano. Miró detenidamente la trayectoria de la flecha. Sacó de un frasco crema de algas rojas y untó la herida. —La trayectoria es inquietante pero no lo suficiente como para mandarte hasta el Hades —le dio a beber, de una garrafa elaborada con una calabaza seca, brebaje de amapolas—, si ves hermosas danzarinas que contornean el ombligo, no te preocupes, no es que estás en el paraíso, es el efecto de la pócima. —¡Ojalá el Creador te escuche! —añadió irónicamente con una mueca que no podía evitar delatar el dolor. —¿Qué ha sido de Nicolás? —No te preocupes sólo ha sido una herida superficial. Pronto volverá a regalarnos los oídos con bellas melodías. Agazapados observaban la danza de guerra de los caballos. El Halcón dirigía a sus hombres con la misma autoridad que llevó al Rey Lobo a conquistar todos los territorios desde Peñíscola hasta las puertas de Sevilla, reinando en Valencia y en Murcia, derrotando a los feroces ejércitos almohades. Al levantar la mano derecha dejo ver empuñado el halcón de jade. Iéhoshua al ver el amuleto estalló en una carcajada abalanzándose sobre Santiago. —¡Está a salvo! ¡Lilzáhira está a salvo! —ambos se abrazaron. El ejército del Halcón formó una media luna recorriendo con gran fiereza la fortaleza, los invasores que no saltaban al mar eran abatidos sin piedad. En apenas seis vueltas de un reloj de arena fue barrida de enemigos toda la ciudad. La sangre llegó a los supervivientes más arriba del tobillo.

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vitaron a toda costa

. pronunciar la palabra milagro, pero lo cierto es que la noticia de la victoria de los artesanos sobre el ejército invasor del cardenal De Foix y de la reina María, más que producirles alegría les dejó perplejos. Tras un aterrador silencio, Julián de Loba se puso en pie y comenzó a caminar pensativo alrededor de los cardenales con las manos entrecruzadas. —Hermanos, nuestra situación actual no es mejor que si hubieran vencido los mercenarios del renegado Oddón Colonna. La victoria de los artesanos se debe a la ayuda del proscrito sarraceno conocido por el Halcón, descendiente directo del despiadado Rey Lobo. Sin duda este criminal nos odia, así que nuestra vida vuelve a pender de un hilo. —De todas formas doy gracias al Creador —añadió Bonnefoi—, de que nuestros hermanos los artesanos hayan humillado a ese hijo del diablo mandado desde la corrupta Roma y a la resentida Dama de los Trastámara. —Mucho me temo que De Foix y la Lugarteniente de Aragón no se resignarán ante esta derrota —sentenció Francisco Rovira. —Creo que ha llegado el momento de cerrar esta parte de la historia —interrumpió Loba con voz profunda y grave—. La amenaza del Halcón será solucionada a su debido tiempo. ¡No hay pueblo, no hay ejército, que en sus entrañas no disponga de al menos un Judas! Pero en este periodo caótico, nos urge elegir de entre nosotros a un sucesor de Benedicto XIII y éste sin duda, es el cardenal Gil Sánchez Muñoz —sentenció como si no hubiera otra solución posible—. Con ello seguiremos manteniendo fuerza para negociar. Si no elegimos aquí y ahora un Papa lo perderemos todo. ¿Comprenden sus eminencias? Todos guardaron silencio, parecía que estuvieran analizando su situación personal, el Papa Luna estaba muerto, la ciudad tomada por delincuentes y ellos, enclaustrados en un húmedo salón en el vientre de un castillo apenas defendido por una docena de hombres armados. Sin duda era necesario tomar una decisión, ello les garantizaría capacidad de negociación para conseguir como mínimo el respeto a su rango dentro de la Santa Madre Iglesia. —¡Propongo que el nuevo Papa sea Gil Sánchez Muñoz! —exclamó Julián de Loba—. ¿Quiénes opinan lo contrario? Los cardenales Dahe y Bonnefoi hicieron un amago de protesta, pero no llegaron a verbalizar sus pensamientos, el miedo a perder sus posesiones, su poder y prestigio fue más fuerte que la convicción

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personal. Sólo Domingo de Bonnefoi rumió el nombre del cardenal Juan Carrier mientas estrujaba en sus manos el testamento de Don Pedro de Luna. Julián de Loba ante la situación mostró una pequeña sonrisa de satisfacción por la victoria. Se acercó al cardenal Gil Sánchez y arrodillándose ante él gritó: —¡Santidad su fiel servidor el cardenal Julián de Loba le reclama bendición! Mientras el sudor le recorría la frente musitó con voz temblorosa: —No, yo no quiero ser Papa. Sólo deseo ser cardenal, en Roma, en Milán, en Barcelona... dónde sea…, pero…, yo no quiero ser Papa. Francisco Rovira sin demasiado entusiasmo ni protocolo, sin escuchar las súplicas, le colocó la Tiara de San Silvestre y la capa pluvial, opus anglicanum, de las grandes celebraciones. —¡¡¡Larga vida a Clemente VIII!!! —voceó con tanta fuerza Loba que el eco que se produjo estuvo enganchado en las paredes del Salón del cónclave tres días con sus tres noches.

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nte la situación tan crítica

. que estaban viviendo, Clemente VIII tomó tres grandes decisiones. La primera, mandar construir un nuevo sillón de la madera de los cipreses que regalaban sombra a la mezquita, donde pudiera sentarse con holgura. La segunda, constituir un séquito de niños ángeles que le sirvieran día y noche y la tercera, elaborar con los mejores tejidos trajes para todos los sirvientes, que él mismo diseñó siguiendo la moda napolitana. El propio cardenal Julián de Loba se sorprendió de la fastuosidad que había adquirido el salón de las recepciones papales, estandartes en las paredes, alfombras, decenas de piezas de orfebrería... Sentados a cada lado del sillón papal, niños disfrazados de ángeles acariciaban arpas y fornidos jóvenes vigilaban en todo momento que la Tiara se mantuviera erguida, así como que la Capa estuviera bien colocada. Acercándose hasta Clemente VIII agachó la cabeza en señal de respeto diciendo: —Santidad, el cardenal Pierre de Foix, desde las alquerías de Benicarló le hace llegar el siguiente mensaje —y extendiendo la mano entregó a Gil Sánchez un escrito efectuado sobre una blanca piel de cabrito. —¡Me he permitido leerlo! —añadió con autoridad—. El

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representante del falso Papa de Roma nos mantiene la interesante oferta para terminar con el Cisma. Gil Sánchez mostró una sonrisa de satisfacción. —¡Dios quiera que esta pesadilla termine pronto! —susurró—. ¡Deseo tanto salir de esta prisión! —Todos buscamos el final de este conflicto —replicó Loba—. Pero no hay que precipitarse, no debemos mostrar debilidad. Si aguantamos conseguiremos no perder la dignidad ni el prestigio. —Pero, ¿cuánto tiempo debemos resistir? —preguntó con cierta desesperación. —Sobre cinco años. —¡¡Dios mío, cinco años es una eternidad!! —¡No, no lo es! Limpiar nuestra imagen ante la curia romana puede costar mínimo un año, negociar la salida con honor y sin perder un ápice de poder, dos, y preparar la abdicación, para que toda la cristiandad conozca el hecho y que no quede ningún tipo de duda, otros dos años. El cardenal Pierre de Foix es consciente de los plazos de tiempo, él mismo lo indica en su carta y conociendo nuestra situación nos pide paciencia para que todo quede atado y bien atado. —¡Pero eso es mucho tiempo! ¡No sé si podré resistir! En ese momento uno de los jóvenes al ver la desesperación del pontífice le mojó los labios con licor de miel. —El Cardenal también desea: Que la gran biblioteca sea trasladada hacia Roma, con el Liber Censuum. Que se custodie en un lugar seguro la Tiara de San Silvestre hasta el día de la abdicación y sobre todo, pone mucho énfasis en su carta, que sea recuperado el Santo Cáliz. Asimismo nos realiza una sugerencia... —¿Una sugerencia? —Sí. Que nos libremos del Halcón y de su fuerza militar. Es de vital importancia liberar Peñíscola de la influencia del Islam. —Pero ¿cómo podemos cumplir ese deseo? Hemos perdido el poder sobre la Roca. La chusma de artesanos y de ladrones se ha adueñado de las calles al romper el cerco del ejército del propio Cardenal y de la Reina. ¡Ese deseo es imposible! ¡Ya sé, podemos pedir ayuda al Rey de Aragón! —No, el Magnánimo se encuentra muy ocupado en Nápoles, las ansias de poder y el nublado que produce en la mente los pechos de las mujeres le impiden entrar en esta disputa. Creo más bien que para sus desmedidos intereses le beneficia el que se mantenga nuestro conflicto. Queda una solución posible tan antigua como la propia humanidad... ¡Encontrar entre las filas del Halcón a un traidor, a un Judas! —¿Y si fracasamos? —Si el rey Alfonso no lo impide, nuestras cabezas pueden decorar la explanada de la mezquita.

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Ante esta última sentencia del cardenal Julián de Loba, al Papa Clemente VIII se le escapó una sucesión encadenada de pedos que mostró que el nerviosismo le estaba afectando de forma negativa en los intestinos. Y a pesar de la cantidad de aceites aromáticos que cubrían la piel de Gil Sánchez el olor fétido llegó hasta las fosas nasales de Loba. Éste no dijo una palabra, pero estuvo a punto de explotar con una sonrisa al ver que los niños ángeles no pudieron evitar las risas.

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ecogían a sus muertos

. con delicadeza, intentando encontrar todos los miembros mutilados, debían enterrarles completos. Se recomponían los cuerpos pieza a pieza como se hace con un rompecabezas. No debía quedar un solo cabello olvidado. Mientras que a los invasores se les arrastraba hasta la explanada, cerca de la mezquita, donde se apilaban para ser consumidos por el fuego. Y aunque la ciudad olía a sangre y comenzaba a apestar a muerte, la música andalusí mezclada con tonos de dolor y de alegría volvió a sonar por la Roca. Por el prestigio que precedía a Iéhoshua en el arte de la medicina, nadie se opuso cuando tomó con decisión las riendas de la nueva situación. —¡Hay que recoger los cadáveres y limpiar las calles de sangre! ¡Debemos evitar que la putrefacción atraiga a las moscas y a las ratas! Los supervivientes seguían al pie de la letra las instrucciones del respetado cirujano. Con cubos sacaban agua del mar lanzándola por las calles para limpiar la sangre, recogiendo brazos, manos, cabezas... Pero a pesar de las medidas sanitarias, en pocas horas, Peñíscola se sumergió en una nube de moscas, tan espesa y tan negra que parecía una auténtica plaga bíblica. —¡Cubrid a todos los heridos con telas! ¡Cerrad ventanas y encended fuegos por las calles! —ordenaba—. ¡Llevad a vuestros muertos hasta el cementerio! —¡Prefiero mil veces luchar con el diablo que pelear contra las malditas moscas! —berreó con furia Santiago Cardona a la vez que aleteaba con los brazos para espantar a los molestos y angustiosos insectos. —No te quejes, esto puede empeorar. —¿Empeorar? ¡Es imposible que empeore!

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En ese instante una enorme rata, casi pelada por la sarna y con un rabo de la longitud de un brazo, pasó tranquila, sin inmutarse ante los dos hombres. Llevaba en su boca una mano segada que todavía empuñaba un puñal. Desafiante se quedó mirando a Iéhoshua. Éste se estremeció al reconocer sus ojos de fuego. Santiago desenfundó con rapidez la daga lanzándola al roedor, pero la bestia, en una voltereta sorprendente evitó el mortal acero. Les miró retándoles, mientras emitía un chillido, sin soltar la pieza humana. Santiago corrió hasta el roedor para propinarle una potente patada, pero éste anticipando las intenciones soltó el pedazo de carne humana y se abalanzó sobre la bota de Cardona, enganchándosele con un bocado en el frontal. Movía la pierna buscando sacarla del cepo de la mandíbula, hasta que con el ímpetu del caótico movimiento logró lanzar a la bestia surgida del infierno a más de siete pasos de distancia. La rata levantándose sobre sus patas traseras, emitió otro chillido que les hizo entender que buscaría venganza. Desapareció por un agujero. Se quedaron pálidos. —¡Sin duda puede empeorar!... —tartamudeó Santiago mientras recogía la mano segada del suelo que seguía repleta de moscas y sin soltar su acero. En la plaza del Bufador, Lilzáhira y otras mujeres atendían a los heridos. Les masajeaban con aceite de oliva, les vendaban las heridas... Y a los que estaban a punto de pasar a la otra esfera, les consolaban asegurándoles un entierro digno según su creencia. —¡Lilzáhira, enciende un fuego con hierbas aromáticas de la Sierra! Eso espantará a las malditas moscas —dijo Iéhoshua mientras caminaba entre los heridos y se acercaba a la cuna de su hijo para comprobar que la fina gasa cerraba todos los huecos para no dejar pasar a ningún insecto. Después de coser tajos en la carne, de amputar varias piernas y brazos, agotado, se acerco a Santiago Cardona para decirle: —Tenemos una promesa que cumplir. Y dirigiéndose hacia el lugar en el que se depositaban a los defensores caídos, entre los cuerpos buscaron el del auténtico alguacil. Iéhoshua le limpió, amortajándole igual que a un general vestido con la armadura y empuñando la espada. Santiago con sus propias manos abrió una fosa en el cementerio en la parte de los cristianos, para enterrar con honor al representante del Rey en la ciudad de Peñíscola. —Nunca conoceré el motivo de su terrible dolor, ni porqué sufrió prisión siendo el auténtico alguacil —dijo Santiago. —El alma humana es un misterio, hay veces que busca el castigo para purgar su dolor. Y el verdadero Ramón Pastor, encontró la penitencia en el infierno de la prisión, y, su redención, en la muerte con honor.

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abían el porqué

. estaban el uno frente al otro, los dos poseían fuertes convicciones y eran conscientes de la importancia de la jugada final a la que les forzaba el destino. Al mirarse a los ojos se reconocieron como las esferas que están obligadas a chocar entre ellas. El viejo Omar extendió su mano hacia el horizonte buscando con la mirada las tierras lejanas. —Nuestra misión es recuperar todo el poder de Mohammed ibn Ahmed ibn Saad ibn Mardanisch, conocido como Rey Lobo. Gracias a su espada se protegieron los reinos cristianos. ¡En agradecimiento le han borrado de la memoria! —Las líneas de la historia están escritas por los vencedores y sus hijos —añadió Loba. —Sí, pero ésta puede volverse a escribir, aunque la pluma sea una espada y la tinta la sangre. El Halcón desde su nacimiento fue elegido para ello, pues por sus venas corre sangre real, aunque ahora ha olvidado, cegado por la pasión, la promesa de recuperar lo que por derecho le pertenece. Sacando la bolsa con las piezas de plata, las lanzó sobre la roca. Cogió una Sura y la leyó hacia sus adentros... —¡El Profeta desea que el Halcón esté ante su presencia! —sentenció con tristeza. —Te prometo oro y plata, así como un gran cargamento de armas. Además extenderé un salvoconducto para que tus hombres puedan cruzar los reinos regidos por la Cruz. —No deseo riquezas, ni siquiera armas. El salvoconducto no lo necesitamos pues éste son nuestros caballos y espadas. ¡No soy un traidor! ¡Soy el instrumento de Alá! Lo haré porque Mohamed Lachkar no ha escuchado el mensaje del Profeta olvidando su origen... Ha llegado el tiempo de volver a Granada, cuando regresemos será para que resplandezcan de nuevo las armas del Rey Lobo. ¡Juro ante el Profeta que lo haremos! El cardenal Julián de Loba, no dijo ni una sola palabra porque se encontraba cercado por el mismo dilema, iba a traicionar todas sus convicciones, y con ellas, a personas muy apreciadas, por un bien mayor, la unidad de la Iglesia. Ambos hombres se sentaron el uno frente al otro e intentaron leerse el pensamiento. Al cabo de un par de vueltas del reloj de arena se alejaron sin mediar saludo, sin exclamar un deseo de suerte, cada uno marchó en una dirección, parecían dos esferas que en un choque

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salen despedidas, con más fuerza si cabe, pero con una gran herida producida por la tremenda colisión.

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uvo la necesidad

. de volver a mirar el amuleto y notó que en él algo había cambiado. Antes le impulsaba a recuperar los reinos perdidos, ahora, le arrastraba hacia los ojos de una mujer. Se lo acercó a la nariz y le embriagó el perfume de hembra. Lo apretó en la mano y notó el calor de los pechos de una valerosa mujer. Al observar el jade, éste reflejó la imagen de Lilzáhira empuñando el compás de oro frente al lobo, y, ante esa visión, sintió un fuego interno que le activó una pasión tan intensa que le borró el odio. —Tal vez debería quedarme… ¡Ya estoy cansado de luchar, de resistir! He derramado tanta sangre que se me ha secado el alma. ¡Deseo descansar, olvidar el ruido de las armas! Por haber liberado a la ciudad de los mercenarios podría exigir como único y justo tributo a una mujer —pensaba el Halcón. Deseaba con fuerza a Lilzáhira. Clavó la espada en el suelo acercándose hasta su fiel caballo. —¿Qué opinas tú buen amigo? —le preguntó como esperando una respuesta. El caballo relinchó nervioso. —¿Qué te ocurre? ¿No te agradan mis pensamientos? Volvió a relinchar. Presintió que algo ocurría. Al girarse notó cómo una saeta que le buscaba el corazón, rebotó en la lámina de bronce acompañada de un sonido metálico. Levantó rápidamente el rostro para ver al arquero y en ese instante otra mucho más cruel, le entró por el ojo y asomó su cara de metal por la nuca. Tambaleándose se acercó hasta su espada para empuñarla. Se le doblaron las rodillas hincándolas en el suelo, pero una fuerza sobrehumana hizo que se irguiera. Una tercera le traspasó la pierna. Cojeando se acercó para trepar al lomo y herido de muerte, le susurró: —¡Cabalga hermano, Alá nos espera en el Paraíso! El caballo desesperado se encabritó hacia el cielo buscando el camino, galopando con la misma furia que mostraba en las batallas. De este suceso hubo tres testigos: el arquero asesino y dos centinelas. Uno de los vigías contó que el Halcón voló hacia la Luna montado en un caballo con alas, el otro aseguró que después de cabalgar sobre las olas, se sumergió por donde lo hace el Sol cada

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atardecer. Lo único cierto es que Mohamed Lachkar desapareció misteriosamente, esto engrandeció su leyenda y le hizo inmortal. Sus hombres a regañadientes, dirigidos por el sabio Omar abandonaron Peñíscola para dirigirse en una larga marcha hacia el añorado Reino de Granada.

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olpeó con tanta furia

. en el pecho del soldado personal de la Reina que le derribó quedando de espaldas como una tortuga boca arriba. El Abad del modesto monasterio de Benicarló agarró por el pescuezo a Pierre de Foix sin importarle el grado jerárquico, olvidando sus propios

votos. —¡Maldito servidor del diablo! —le gritó pegándole la boca en la nariz—. ¡¡Eres un asesino!! El cardenal ni se inmutó, incluso parecía más fuerte que nunca, sus pies estaban tan firmes en el suelo que daba la sensación que de ellos le hubiera crecido raíces. De un manotazo seco se arrancó las manos del cuello. —¡Era sólo un muchacho! ¡Exijo que abandonen el monasterio! —exclamó dirigiéndose a la reina María. —¡Abad, muestre respeto a la Reina de Aragón! —ordenó la viuda Leonor, mientras se le aproximaba para forzarle con el bastón a doblegarse. El abad Álvaro de Anyó apresándole el cayado, en signo de rebeldía, lo lanzó a los pies de la regenta gritando: —Del Señor de Luna aprendí que: La ira non es contraria a la mansedumbre, ca a las de veces el que es manso es airado. ¡Deseo que abandonen el monasterio! —repitió. —También escribió que: El que non peca por la lengua, aqueste es perfecto varón... —intervino con voz calmada Alfonso de Borja— Y si no me equivoco sus votos siguen la mansedumbre del Santo de Asís —añadió como reprimenda al Abad buscando con ello evitar la furia real—. Majestad —dirigiéndose a la reina María—: la violencia sólo consigue que los mansos se conviertan en leones, que los hijos de los muertos se transformen en fieros “halcones” —realzando con el tono la palabra halcón—, que los monjes que buscan la oración conviertan sus palabras en semillas de fuego capaz de incendiar un reino; tenga en cuenta que la nobleza de Cataluña y las humilladas familias de Urgel

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tienen la tierra preparada para sembrar estas semillas de odio contra los Trastámara, por todo ello gran Señora, ha llegado el momento de utilizar el poder de la negociación. Es evidente que la estrategia de la fuerza ha fracasado. —¡Nunca! —puntualizó furibunda Leonor de Alburquerque—. ¡Los Trastámara no negociamos! ¡Exigimos! —¡Ya está bien maldita vieja! —estalló la reina María— ¡Te he estado aguantando durante muchos años a ti y a tu mujeriego hijo, pero ya estoy harta! ¡¡Si vuelves a nombrar a los Trastámara te recluiré en el mismo convento en el que forzaste a la reina viuda Margarita de Prades a tomar los hábitos!! —Tengo la orden, del propio rey Alfonso V el Magnánimo, para negociar un acuerdo según las normas de Derecho con los seguidores del Señor de Luna —replicó con autoridad Borja mientras levantaba hasta la altura de los ojos el pergamino con el sello del Rey—. Por ello majestad, es aconsejable, que consideren la invitación del representante de los Hijos de San Francisco para abandonar el monasterio de Benicarló y regresen a Barcelona —añadió con tono de sugerencia. —¡Vicecanciller, negocie lo que quiera y con quien quiera, incluso con el diablo si hiciera falta, pero entrégueme el Santo Cáliz de la Última Cena¡ —ordenó Leonor apretando su desdentada mandíbula. —¡Sólo pido canónigo, que el nuevo Papa, sea quien fuere, repudie en público a la prostituta Giraldona de Carlino y exija al rey Alfonso que ofrezca un heredero legítimo a la Corona! —añadió María de Castilla. Alfonso de Borja agachó la cabeza en señal de haber entendido las dos peticiones de las damas y dirigiéndose hacia el Abad que seguía de pie apretando los puños le abrazó. —Necesito de su coraje para finalizar la obra —le musitó a la vez que le apretaba como se aprieta a un amigo para transmitirle condolencias—. La muerte del joven monje será un instrumento en la mano del Creador para unificar el Cuerpo de Cristo. El cardenal Pierre de Foix buscó los ojos de Borja, el choque de la mirada produjo más estruendo que la caída del soldado y aproximándose le dijo: —Le auguro un gran futuro dentro de la Iglesia, Canónigo. Termine con el Cisma y el auténtico Papa le premiará. —¡Únicamente el premio o el castigo será otorgado en el Juicio Final! ¡El que a hierro mata, a hierro muere, eminencia! —remarcándole—: Ca ciertamente, el mundo más peligroso es cuando es blando que cuando es áspero: e más de foir es cuando nos ama que cuando nos aborrece. Fue al día siguiente, antes de que el gallo cantara tres veces, cuando la comitiva Real de las Damas de Aragón abandonaba las

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humildes chozas del incipiente monasterio de Benicarló, retirando el cerco. Fue al primer rayo de luz sobre la frente cuando Alfonso de Borja montó el pollino del monje asesinado y acompañado por el abad de San Francisco se dirigieron hacia la fortaleza de Peñíscola.

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os recuerdos

. se convierten en una losa que nos aplasta e impide que disfrutemos de las pequeñeces del presente. Las palabras del Papa del Mar: —Derramando el corazón fuera de sí, non siente los dapnos de dentro de sí, mas commo el corazón se torna en sí, conoce commo cruelmente se dextrañó de sí... —le rondaban angustiándole el pecho. —Si pudiéramos despojarnos de algunas vivencias, olvidarnos de partes de nuestra vida, todo nos resultaría mucho más fácil —pensaba. Intentaba a toda costa borrar la imagen del corazón de Pedro de Luna en sus manos, un recuerdo envenenado que le visitaba cada instante. Quería arrancarlo para siempre de su pensamiento y para ello forzaba a su cerebro a pensar sólo en los instantes de amor que le regaló Lilzáhira. Miraba a su hijo deseando con el alma que un futuro de luz le besara en la frente. Santiago, aunque convaleciente por las heridas de la batalla, parecía más sosegado y tranquilo. Reía por cualquier cosa e incluso jugaba a saltar el potro con el joven Nicolás por dentro del taller. Lilzáhira con su hijo colgando en la espalda se acercó a la reproducción de la escalera, le pasó la mano para notar la fuerza que vibraba en la piedra. Iéhoshua avanzó despacio hacia ella y abrazándola le musitó en el oído: —He encontrado la composición que falta. Girando el rostro le mostró una sonrisa, besándole en la frente. —Tu padre anticipó que intentarían destruir la escalera y por eso codificó la melodía completa en otra obra. Hizo una copia de seguridad. —¿Dónde está oculta? —No la ocultó, hizo todo lo contrario, está ante la mirada de todos, grabada en piedra, a gran tamaño y en el centro del jardín del Palacio Pontificio. ¡Es la fuente del jardín de Benedicto XIII! En ese momento se acercaron Santiago y Nicolás. —¡No me digas que hemos estado trabajando como mulas para reproducir esta escalera y existe otra copia! —añadió Santiago.

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—No es la misma melodía —remarcó Nicolás—, es la segunda parte de la composición. —¿Conocías de su existencia y no nos informaste de ello? —preguntó con tensión Lilzáhira. —¡Sí! —respondió Nicolás— Además existe una tercera y última parte... ¿Verdad Iéhoshua? De repente volvieron la mirada hacia Iéhoshua, por la última insinuación realizada por el músico. Existía una tercera parte de la partitura y éste no había dicho ni una sola palabra de ello. —No puedo decir nada... —contestó con una voz apagada, parecía que pidiera perdón por no contar todo lo que sabía. Lilzáhira estalló en lágrimas y fue a acurrucarse en aquel mismo rincón, entre los instrumentos musicales, donde tenía su nido. Cerró los ojos y abrazada a su pequeño buscó en la memoria a su padre Lahcen. —¡A ver si comprendo esta maldita situación! —reflexionó en voz alta Santiago—. La melodía que buscamos tiene tres actos, hemos descifrado uno, sabemos dónde está segundo y además, por si fuera poco, éste tozudo físico —sentenció señalando con el dedo a Iéhoshua— conoce el lugar en el que está el tercero. —¡Vosotros sois los menos indicados para juzgarme! —replicó furioso—. ¡Tú te has hecho pasar por el representante del Rey! ¡Y tú, desde el principio conoces quién es el maldito asesino! Y cuando la discusión estuvo a punto de derivar en una negociación con las manos; se quedaron en silencio total, al descubrir aterrados que Juan Albiol se había deslizado por alguna entrada secreta hasta Lilzáhira. La mantenía agarrada por el pelo sujetándola por la espalda, mientras que con un cuchillo, que por el color rojizo delataba que era de cobre, amenazaba con segarle el cuello. Santiago deslizó instintivamente la mano hacia su daga. Pero una señal rápida, con los ojos y la frente del artesano músico, acompañada de una presión del cuchillo que mostró el color de la sangre en el filo, hizo que reaccionara con serenidad y apartara lentamente la mano de la empuñadura. Casi al mismo tiempo, resignado se desabrochó el cinturón para lanzar la daga lejos de su propio alcance. El bebé en el suelo berreaba desconsolado, parecía sabedor de lo que estaba ocurriendo. Nicolás se acercó poco a poco hacia su padre, no podía creer lo que estaba viendo. —¿Por qué? —le preguntó con la mirada. —¡Hijo, entrégame la composición musical y el Grial! —le dijo—. Recuerda que nuestra misión es proteger la Lágrima de Júpiter —añadió. —Lo sé padre. Pero creo que no son necesarias tantas muertes. Ella es mi amiga —dijo a la vez que con la mano señalaba a Lilzáhira. —Te he preparado durante años para que protejas a la Esfera.

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Nadie debe encontrar la Lágrima, ni siquiera tus amigos, todavía no estamos preparados... ¡Entrégame el Cáliz y la composición! —le ordenó. —Padre, te ruego que no le hagas daño; sólo están buscando la verdad de la tragedia del gran maestro El Ghoulb, únicamente buscan conocer qué ocurrió en la catedral. Recuerda que Lahcen también era un Artifici Dei protector de la Lágrima. —Sí, pero cometió el error de mostrar el código de las esferas en su arquitectura. Por eso recibió el castigo. —¿Por qué tantas muertes inocentes? —interrumpió nervioso Iéhoshua mientras se acercaba, paso a paso, con movimientos lentos, sin mostrar intenciones agresivas, para recoger a su hijo y ofrecerle consuelo. —¡No he matado a nadie! ¡De todas formas, ningún muerto ha sido inocente! —replicó con fuerza Juan Albiol— El rabino Samuel ben Sahula tras escuchar la melodía la copió para venderla al mejor postor, el imán Abdeltif Quamar quiso robar la Lágrima con la intención de recuperar el dominio del Islam sobre cristianos y judíos, además pactó la guerra con Oddón Colonna a cambio de que le fuera cedido el poder sobre Peñíscola. El arcipreste Miguel Molsós, deseó inclinar la fuerza hacia el Rey, para que éste aumentara su poder personal y para ello no dudó en ordenar la matanza de los hijos del Islam en la explanada de la mezquita. Y al rabino Zacarías ha Levi, le creció la piedra de la locura cuando deseó utilizar la fuerza de la Creación para consolidar su propia ambición. Todos ellos eran culpables, únicamente les guiaba que su verdad prevaleciera sobre las otras. Por eso financiaron el organistrum, para destruir el símbolo de entendimiento de las tres religiones. Creyeron que la fuerza de su poder residía en la división y el enfrentamiento. Tuvieron miedo de que la obra demostrara al mundo que eran tres hermanos con el mismo Padre. —¿Y qué guía tus crueles asesinatos? —le preguntó con cierta rabia Santiago. —¡Os repito que no he matado! —sentenció—. ¡Yo no he asesinado a nadie! Pero quien lo haya hecho tiene toda mi bendición, puesto que no han sido asesinatos, han sido actos de justicia —añadió con un tono de voz que deseaba mostrar una piedad mesiánica—. Soy un instrumento en las manos del Creador para proteger el Santo Cáliz de la ambición de emperadores, reyes y papas, pues éstos sólo ven en él un arma de guerra, la fuerza para mantener el poder. Por eso durante siglos lo han buscado con la misma fiebre que veo reflejada en tus ojos —remarcó mirando a la cara de Santiago—. Y nuestra misión —girando el rostro hacia Nicolás—: es protegerlo. Por eso hijo, debes entregarme la partitura musical y el Grial, sólo así conseguiremos proteger la Lágrima de Júpiter y el corazón que descansa dentro de ella.

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Nicolás titubeó un instante y pareció responder afirmativamente a la petición de su padre. Empuñando la partitura resultado de las constelaciones y el Cáliz, se acercó poco a poco con la clara intención de entregárselos. —¿Por qué deseas hacerle daño? —le preguntó. —Porque ella es la escalera hacia las esferas. Lahcen cometió otro error, utilizar como modelo la fuerza interior de su hija para grabar el código. Por ello estoy obligado a destruirla. ¡Entiéndelo hijo, ella es una puerta que debemos cerrar! ¡Es un sacrificio necesario! Lleno de pánico Iéhoshua abrazó con fuerza a su hijo desplazando la mirada hacia Lilzáhira; entonces vio reflejado en el rostro la fuerza del felino. Sus ojos emitían destellos conocidos, era la señal de que se preparaba para el combate, para defender a su cachorro. Ya no le importaba la vida, preparaba el suicidio. Y fue en el instante en que Juan Albiol extendió el brazo para alcanzar el Santo Cáliz, cuando Nicolás anticipando el ataque suicida, se lanzó atrapando con la mano desnuda el filo del cuchillo, que al ser deslizado por el artesano músico para cortar el cuello al cisne, le segó los cinco dedos, que sonaron igual que las cuerdas de una guitarra cuando estallan por la presión de las clavijas. Aprovechando el momento, Lilzáhira en un movimiento ágil se precipitó en un vuelo desesperado como el ave que descubre una corriente de aire. En su caótica caída logró huir del abrazo del cazador. Santiago durante la confusión recuperó la daga y al empuñarla buscó el rostro del artesano, pero éste había desaparecido junto con el Cáliz de la Última Cena.

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ra el instrumento imprescindible

. para un músico. Cuando vio los cinco dedos colgando sin vida, sujetados por un hilo de piel se derrumbó. En ese momento no le importó el terrible dolor que sentía, ni el manantial de sangre que brotaba salpicando los instrumentos musicales, únicamente en su mente se fijó una idea que le causó pánico: “No podré volver a interpretar una melodía”. Y como un ser sin esqueleto se hundió convertido en un amasijo de carne golpeando el suelo. Le rodeó la muñeca apretando con fuerza las venas. Desgarró su blusón para obtener una venda y con una flauta de caña elaboró un torniquete que, tras un par de vueltas, paralizó la hemorragia.

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Observó detenidamente el colgajo de dedos y supo que a pesar del fino y limpio corte, no podía hacer nada para devolverles la agilidad anterior. Le invadió un sentimiento de impotencia al ver la mirada de Nicolás suplicándole un milagro que era incapaz de realizar. —¡Necesito mi instrumental! —exclamó, a la vez que salía precipitado del taller. Mientras bajaba en dirección al Bufador, en busca de los útiles de cirujano, se repetía, como si quisiera convencerse a sí mismo: —¡Soy capaz de salvarle la mano, he realizado intervenciones más complejas! Aunque esta vez sabía que había mucho más en juego, porque un músico sin mano es como el pájaro que ha perdido un ala y ve ante sí la inmensidad del cielo sintiéndose incapaz de abrazarlo, en la desesperación puede lanzarse al vacío. Pero en la casa del Bufador le esperaba otra nota de la macabra composición de Algol, al abrir la puerta se encontró muerta a su querida gata. —¿Quién ha podido hacer esto? Al agacharse descubrió restos de una feroz lucha, el felino tenía el cuello destrozado, aunque en su boca mantenía parte de la oreja de una rata. —¡Dios mío, la bestia de mis pesadillas! ¡¡Sé que nos volveremos a encontrar!! —gritó temblando, pero no temblaba de miedo, esta vez temblaba por la vibración que produce el odio. Por la urgencia no se detuvo para enterrar al fiel animal, cogió el instrumental de cirujano con golpes de rabia y corrió con zancadas de furia hacia el taller. Tenía la mirada inundada de odio, por primera vez deseaba encontrarse de nuevo cara a cara con la bestia y notar la satisfacción que produce la venganza. Lilzáhira se acercó abrazándole la mano cortada. Mantuvo cerrados los ojos mientras dos lágrimas se desprendían sobre ella, parecía que intentara sanarla con la sal de su mirada. —¡Gracias joven amigo! —le dijo con ternura. Pese al dolor mostró una sonrisa al notar sobre la piel la frescura producida por el recorrido de las lágrimas. Ajeno a la situación, el bebé abarcaba con toda su boca el pezón del turgente pecho izquierdo, succionaba con tanta fuerza que en los mofletes se le formaba una hondonada. —Para recordarle que salvaste a su madre de una muerte segura, su nombre será Nicolás —añadió. El aprendiz volvió a sonreír, mostrando agradecimiento por el honor que le estaba regalando la mujer a la que consideraba la más bella del mundo. Y con decisión se fue colocando con la mano izquierda, los dedos de la mano derecha en su lugar, parecía que intentara recomponer un pergamino rasgado acercando pedazo a

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pedazo para poder leer su contenido. Levantándose se dirigió hacia la escalera que seguía vibrando como una cuerda de laúd, subió doce peldaños para sentarse en el treceavo escalón. Era como quien espera ver un amanecer. Santiago Cardona mientras tanto, obsesionado, se comportaba igual que un hurón en el interior de una madriguera de conejo, rastreaba el taller con el oído pegado en las paredes y en los suelos, golpeaba con el mango de su daga palmo a palmo, buscaba ese sonido sordo que delatara la existencia de un hueco. Presentía que en algún lugar había una puerta oculta por donde entró y sobre todo, por la que se desvaneció el artesano músico Juan Albiol. Apartaba sistemáticamente objetos e instrumentos, revisaba grietas, buscaba huellas sobre el polvo. —¡Tiene que existir un pasadizo! ¡No es posible que un hombre aparezca y desaparezca con tanta rapidez! Al regresar lo primero que llamó su atención fue Nicolás; sentado en lo alto de la espiral de la escalera con la mirada perdida hacia un imaginario horizonte. Lilzáhira también le observaba en silencio, mientras arrullaba al pequeño protegida por un nido tejido con instrumentos musicales. El único que iba de un lugar a otro sin prestar atención era Santiago, que seguía con la idea fija de encontrar el posible pasadizo, repitiendo una y otra vez: —¡Tiene que estar por aquí, tiene que estar por aquí!... —palpando con las yemas. Nicolás estaba envuelto por una tenue luz azulada, con destellos anaranjados que se convertían en tonalidades amarillas sobre su cabeza. Parecía que era su cuerpo quien emitiera la luz. Se había transformado en una especie de luciérnaga. Casi sin pestañear, dejó con suavidad el instrumental y las pócimas sobre la mesa de trabajo y subió, peldaño a peldaño, hasta sentarse a su lado. Le cogió suavemente la mano herida. Y de pronto, sus ojos se dilataron al ver que tenía los cinco dedos como si nunca hubieran sido segados. Los huesos, los tendones, los músculos y la piel se habían unido de tal forma que no existía en ellos ningún tipo de cicatriz ni de marca. Además, era capaz de mover la mano y los dedos con la misma agilidad que antes del corte. —¿Por qué te sorprendes? Esta espiral es el código de la Creación. La clave de la vida. Entonces Iéhoshua miró hacia abajo, hacia los peldaños que había ascendido y en cada uno de ellos adivinó los códigos capaces de convertir a los cuatro elementos básicos en vida. Sin duda eran las vibraciones capaces de transformar a un simple muñeco de barro en un ser humano. —¡Es maravilloso! ¡Estamos ante el principio de todo! Este poder

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no puede perderse tenemos que conservarlo. Con él podemos desterrar la enfermedad de este mundo. Nicolás palideció al ver en la profundidad de la mirada la locura que produce sentir que se puede controlar la vida y la muerte. —¡Querido amigo, debemos destruir la escalera! No contestó a la indicación de demoler la obra de piedra, pero sus ojos emitieron un destello que preguntaba: ¿por qué? Y descendió los peldaños observando la transparencia de sus manos que como un lago de nítidas aguas dejaban ver en su fondo cientos de espirales que vibraban a ritmo de una desconocida danza. —¡Aquí está, aquí está, aquí está!... —gritó Santiago mientras utilizaba el acero de su daga a modo de palanca para abrir una especie de puerta oculta detrás de una hermosa arpa.

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simple vista

. era imperceptible pero al golpetear suavemente con los dedos en la zona del muro, éste devolvía un sonido similar al de la caja de resonancia delatando que detrás de ese espacio de pared existía una cavidad. Introdujo la punta de la daga y deslizándola por todo el perímetro dibujó la silueta de lo que parecía una puerta del tamaño aproximado de una entrada de madriguera de zorro. Hizo palanca con el metal pero no cedió ni el grosor de una uña. Entonces supo que no se trataba de utilizar la fuerza bruta, sino más bien como casi todo en esta vida de afinar el ingenio, y de esto último sin duda a él le sobraba bastante. Así que, como el alquimista que busca la piedra filosofal, reprimió los impulsos brutos que luchaban por manifestarse e intentó mostrar el semblante reflexivo. Parecía un beato que espera la llegada de una inspiración divina. —Debe existir por aquí cerca un mecanismo de apertura —dijo con voz alta y pausada, a la vez que observaba todos los rincones y objetos de su alrededor. Con paciencia peinaba con la vista cada palmo del suelo y de la pared, pero no había nada que le pudiera hacer pensar que existiera un mecanismo de apertura. Después de media vuelta del medidor de arena la paciencia del filósofo parecía abandonarle, se le notaba inquieto, bufaba como la mula que acaba de arar varios jornales de olivos. Caminaba en círculos rumiando un sonido ininteligible similar a un graznido, su

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rostro enrojecía por momentos y sus ojos iban desvelando cientos de pequeñas ramificaciones granates que indicaban el aumento de la presión de la sangre. —¡Tiene que existir una maldita palanca por alguna parte de este taller! Y como la tormenta de una tarde de verano que cubre el cielo sin aviso, estalló en furia propinando una brutal patada acompañada de un grito de desahogo. Fue de tal magnitud la coz, que arrancó la puerta de cuajo retorciendo las garras de hierro como un vulgar alambre. —¡Sabía que se trataba de utilizar el ingenio! —exclamó con una sonrisa de satisfacción que le llegaba de oreja a oreja. Sin calcular el tamaño de la abertura se lanzó, arrastrándose con rapidez, impulsado por la rabia, sin importarle el constante impacto de los escombros en el rostro. Avanzaba con una especie de sonrisa esculpida en la boca, era una mueca mezcla de obsesión y de satisfacción. Pronto adivinó que la meta del túnel era el mar, puesto que sobre los pequeños cortes de la cara, el salitre de la brisa que canalizaba el conducto, le producía escozor. Poco a poco la excavación se iba ensanchando; ya podía gatear. A cuatro patas llegó hasta lo que parecía un paso subterráneo de la guardia en la muralla de la ciudadela, ahí pudo levantarse erguido. Por el burbujeo constante supo que se encontraba cerca del manantial de la Font de Dins. Quieto como el camaleón que busca mimetizarse aguantó la respiración, puesto que un sonido de roce de metal que cada vez se hacía más próximo, era la advertencia de que se acercaban los centinelas. Así fue, ante él pasaron dos hombres armados, en ellos pudo ver los emblemas del cardenal Pierre de Foix. Por la conversación que llevaban delataban aburrimiento: —Nunca había sentido en mi boca una fruta tan jugosa. Monta como una auténtica amazona. Se dice que fue amante del propio Papa —comentó uno de los soldados. —Sin duda es una maestra del buen hacer napolitano, quizá ha sido aprendiz de la hermosa Giraldona de Carlino —respondió entre risas el otro centinela. Para realizar el primer movimiento esperó a que el charloteo de los hombres armados se volviera en casi imperceptible. Fue sólo entonces cuando decidió recorrer el pasadizo. Caminaba tan pegado a la pared que la capa del chorreante moho negro le empapó la espalda traspasándole el blusón y el calzón por la zona del trasero enfriándole el alma. Sus botas de cuero resbalaban hasta tal punto que decidió, después de una vertiginosa pérdida de equilibrio, que le puso el corazón en la garganta, quitárselas y seguir descalzo. El pasadizo le llevo hasta al embarcadero del Portal de San Pedro.

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Allí, entre las pequeñas embarcaciones se mantuvo en las sombras puesto que regresaba la ronda de guardia. —El próximo día de paga volveremos a visitarla —seguían comentando entre sí los soldados. —Parece claro que el artesano músico Juan Albiol ha utilizado algún artilugio flotante para abandonar la Roca —pensó. Como estratega militar sabía que no podía utilizar ninguna barcaza de las amarradas, puesto que el sonido del roce de los remos llamaría la atención de los centinelas, así que armándose de valor se lanzó a un mar que ese atardecer estaba tan calmado como una charca. Buceaba con el mismo sigilo que utilizan los anfibios para cazar en el pantano. Se detuvo en el trayecto casi tres veces para dar bocanadas de aire, esto comenzó a preocuparle porque delataba que el tiempo no pasaba en balde. Pero lo que realmente le produjo escalofrío era el tono azulado que se adueñaba poco a poco de las sombras; nada bueno podía esperar porque indicaba que la luminaria de Algol le estaba vigilando. Entre sombras azules penetró en el dominio de la ciénaga. Caminaba rastreando las huellas del artesano músico, que en la huída precipitada había dejado con claridad sobre el fango y las plantas acuáticas. Se calzó de nuevo las botas al notar que las sanguijuelas se le enganchaban en los pies descalzos. La bruma del pantano iba adueñándose poco a poco de la mortecina luz. El sonido de roce sobre las cañas le puso en alerta desenfundando la daga. La empuñaba con tanta fuerza que el mango le grababa su forma torneada en la palma. En ese tenso instante le vino a la mente la imagen del Granota y de su amante la bestia del pantano, pero también de cómo pasó a cuchillo al bebé dragón. De forma instintiva con la daga se abrió un corte en la muñeca y con la sangre, que comenzó a esparcirse como una mancha de aceite, se dibujó una cruz simétrica en el blusón, cerca del corazón.

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ra un sonido sordo

. el que producían sus piernas al sumergirlas hasta las rodillas en el fango. Cientos de mosquitos revoloteaban formando una angustiosa nube y las malditas sanguijuelas, a pesar de las botas y del largo calzón buscaban las roturas y los descosidos para llegar hasta la cálida piel. Notaba cómo le pegaban su ventosa en los testículos.

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El sonido de la ciénaga, mezcla de zumbido de insectos, chapoteo de anfibios y deslizamiento de pequeñas culebras de agua, fue roto por un inquietante burbujeo. Avanzaba con dificultad, mirando hacia todas partes. Cualquier ruido le alteraba y hacía que adquiriera la posición de defensa y de combate. El inesperado aleteo nervioso de un pato en su huída hizo que una gota de sudor le resbalara desde la nuca y le recorriera el cauce que formaba la columna vertebral hasta el ano. Entre las cañas adivinó una silueta humana. Para asegurarse que seguía manteniendo la daga se miró la mano, pues por la humedad ésta se le había entumecido y apenas la sentía. Saltó con tanta furia hacia la sombra que hundió la cabeza en el fango. Al levantarla se quedó horrorizado. Ante él estaba Juan Albiol, traspasado y empalado por cañas. Se puso a vomitar. Su primer impulso fue salir corriendo de la ciénaga, pero pensó en el Santo Cáliz. Aproximándose al cadáver vio que éste lo sujetaba en la mano izquierda levantado sobre el nivel del agua, parecía que el último intento del maestro artesano músico había sido que el Grial no se hundiera en el fango. Arrancándolo comenzó un chapoteo caótico como el que realiza una mosca cuando cae en un plato repleto de miel. Intentaba huir, pero como en las pesadillas, que cuanto más te esfuerzas en avanzar menos corres, así le estaba sucediendo. El brillo de la daga se le apagó por el fango. Ante la imposibilidad de una huída, decidió enfrentarse a vida o muerte con los asesinos de la ciénaga. En ese instante supo que iba a batirse con algo distinto a un ser humano, y así fue. Del fondo del pantano surgieron dos crías de dragón. Le miraban fijamente mientras le volteaban, acercándose a menos de un brazo de distancia. No se decidían a atacar, era como si una barrera invisible les impidiera hacerlo. En sus ojos reconoció la mirada turbia del Granota. Era extraño pero una fuerza interna paralizó a las criaturas de la ciénaga, era como si desde su nacimiento llevaran grabado que debían respetar a quien portara la cruz simétrica ensangrentada. Ante Santiago Cardona se sumergieron y en un burbujeo similar al que producen las anguilas desaparecieron entre los cañaverales. Al abrir la puerta del taller, la luz de la Luna en su espalda, el fango que cubría el rostro, y, las decenas de sanguijuelas repletas de sangre que se movían satisfechas por el banquete, le dio la imagen de un fantasma que retornaba del Hades. Se dejó caer en el suelo. —¡He recuperado el Grial! ¡Pero juro por este Sagrado Vaso que no volveré a pisar ese maldito pantano! —exclamó mientras levantaba con ambas manos el Cáliz. Se acercaron prestos a socorrerle, arrastrándole hacia la calidez de la llama. Le desnudaron, le limpiaron con agua casi hirviendo y

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armados con velas fueron soltando una a una a las sanguijuelas que se desprendían enroscándose de dolor. —¿Qué ha sido de mi padre? —le preguntó Nicolás. Tras un periodo de reflexión ante la pregunta, Santiago Cardona contestó con firmeza: —¿No recuerdas que a tu padre le enterramos con todos los honores de un Artifici Dei? Nicolás agachó la mirada e intentó controlar una lágrima. —¡Sí, es cierto! ¡Recuerdo perfectamente que fue enterrado con honor! Y levantándose se acercó hasta aquel lugar, donde tiempo atrás, agazapado escuchaba las conversaciones sobre la música de las esferas. Se acurrucó como un pequeño ternero que busca el calor, Lilzáhira acercándose le cubrió con una piel de oveja. A su lado, le acarició el cabello. —Por cierto matasanos —añadió Santiago Cardona, dirigiéndose a Iéhoshua que observaba la escena—: Veo algo extraño en tu mirada. ¿Tienes pesadillas? ¿Morfeo te rechaza el abrazo?

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o hay lucha más cruel

. y traidora que la que un hombre mantiene consigo mismo, porque el enemigo es totalmente invisible, y cuando descubres esta verdad ya es demasiado tarde. No podía arrancársela del pensamiento, se había convertido en una idea obsesiva. Ya no podía dormir. —¿Por qué no utilizar el poder de la melodía de las esferas para curar el mal del mundo? ¡Se podrían hacer tantas cosas! Evitar el dolor, la vejez, la muerte... —rumiaba una y otra vez. La fuerza que componía la escalera era capaz de sanar las heridas más profundas. Los dedos segados de Nicolás habían quedado perfectos, ni siquiera él con toda su experiencia de años hubiera soñado en curarlos de esa manera. —Y la escalera sólo representa una tercera parte de toda la capacidad de sanar de la música de las esferas —reflexionaba—. Queda la composición grabada en la fuente del jardín y la melodía oculta en el pecho de Benedicto XIII. ¡Este poder no puede ni debe perderse! Esa idea le golpeaba día y noche, hasta tal punto que el sueño decidió no visitarle. Cuando todos dormían se acercaba a la obra y

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pensaba en la manera de apresar la fuerza que la mantenía erguida. La acariciaba con la misma pasión que a Lilzáhira, incluso puede ser que con más. Era tal la necesidad que sentía de la estructura de piedra que por las noches se apartaba de su esposa y se tumbaba en uno de los peldaños. Cada noche en uno distinto. Nicolás le vigilaba desde el lecho. Empezó a preocuparse cuando los desorbitados ojos del físico comenzaron a inflamarse, a mostrar una red de venas rojas y moradas que delataban que el descanso del cuerpo y sobre todo el del alma ya no existía. —¡Santiago, me preocupa el comportamiento de Iéhoshua! —le susurró Nicolás al oído mientras le zarandeaba suavemente. —No sé porqué te parece extraño, no es algo nuevo. Ten presente joven Nicolás —añadió Santiago con los ojos sellados por las legañas—, que los filósofos siempre están enredados en la pegajosa telaraña del alma. ¡Te ruego que me dejes dormir! —¡No, no! Esta vez es algo más inquietante. A regañadientes Cardona levanto su cuerpo e intentó despegar los ojos para observar. Desde luego sí que era extraño. Iéhoshua estaba en plena noche hablando con la escalera, la abrazaba e incluso la besaba una y otra vez como lo solía hacer con su esposa. —En esta vida he visto todo tipo de actos perversos, con personas e incluso con animales. Pero con una escalera de piedra, te aseguro que es la primera vez —le comentó suavemente en tono jocoso. —¡No lo tomes a broma! ¡Esto es mucho más serio! Sospecho que la fuerza que reside en la escalera está consiguiendo que le crezca la piedra de la locura, como ya le ocurrió al rabino Zacarías ha Levi. —¡Ah! ¿Pero antes era una persona cuerda? ¡Déjame dormir joven amigo, mañana será un día agotador! Pero Nicolás seguía con detenimiento a Iéhoshua, éste mostraba actos repetitivos, todos los días a la misma hora se acercaba a la escalera acariciándola, era como el ritual de las oraciones. Además se lavaba las manos una y otra vez. Una jornada, logró contar que se las lavó hasta cien veces, pero le resultó muy preocupante cuando observó que incluso se las frotaba por las noches. Era como si intentara borrarse una mancha invisible. Así que un anochecer mientras Lilzáhira daba pecho a su pequeño, acercándose se sentó de cuclillas. Sonrió suavemente a la vez que posaba la mano sobre la frente del bebé. —¿Notas algo extraño en Iéhoshua? Sin dar una respuesta le miró a los ojos, en ese momento éste adivinó que ella era consciente que algo grave estaba ocurriéndole a su marido. —¡Hay que destruir la escalera! —le musitó Nicolás mientras seguía acariciando al pequeño.

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—¡Lo sé! Pero es necesario conocer la partitura. Debemos recorrer el camino que nos lleva hasta el Hades y romper la cadena que ata a mi padre. —¿Conoces el riesgo de ese camino? ¡Está lleno de sombras! Asintió con la cabeza, a la vez que las lágrimas recorrían sus mejillas bañando de rocío la frente de su pequeño.

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A

penas se preocupaba

. por su aspecto, vagaba con el cabello enmarañado, totalmente desaliñado. En el lagrimal, las legañas de varios días daban la sensación de verrugas. Únicamente mantenía el hábito de lavarse sin parar, las manos. Caminaba alrededor de la escalera, tan pendiente de ella que parecía su esclavo, cantando una y otra vez, con tono grave y desafinado la canción del barquero: —Cuando los hijos del Sol con el sonido de sus armas oculten el llanto de Zeus y Amaltea derrame su leche. ¿Quién herirá a Marte con un rayo de luz? ¿Quién evitará que Crono extienda su hoz sobre el Olivo? Cuando el lobo suplique la presencia de la Luna y su aullido descifre el código del Universo, sólo entonces, el rayo de luz herirá a Marte y caerá la hoz de la mano de Crono. Le observaban con preocupación, puesto que era evidente que el gran filósofo físico y cirujano, Iéhoshua ha Lurqui, conocido en la cristiandad como Jerónimo de Santa Fe era cercado por la locura. —Amigo deberías descansar y asearte un poco, hueles como si vivieras en una pocilga —le dijo Santiago. —¿Por qué te preocupa el aroma de tus parientes, si estamos a punto de encontrar la clave de la inmortalidad? —apuntilló mordazmente Iéhoshua. —Creo que Santiago tiene razón esposo mío. Deberías descansar unas horas. —¡Ahora veo la situación clara! —cortó rápidamente, mientras sus ojos se inflamaban de sangre—. ¡Os habéis unido todos para evitar que descubra el secreto de la inmortalidad! —¿Por qué hablas así? ¡Sabes bien que somos tus amigos! —remarcó interviniendo Nicolás. —¿Amigos? —estalló en una caótica risa— ¡Un asesino y un ladrón de reliquias! ¿Amigos? —Querido esposo, por nuestro hijo, descansa. Mañana hablaremos con calma.

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—¡No, mañana no! ¡Quieres que duerma para que mientras tanto vosotros encontréis la clave! Sí, entiendo perfectamente lo que ocurre. Tú mi querida esposa, quieres abandonarme y marcharte con este maldito farsante —señalando con la mano a Santiago—. ¿Crees que no he visto la forma obscena en que os miráis y cómo el deseo del pecado nubla vuestra mente? —¡No sabes lo que dices, estás enfermo! —sentenció Santiago. —¡Dejadme sé lo que pretendéis! —berreó mientras les empujaba con furia. Lilzáhira cayó de espaldas sobre los instrumentos golpeando la cabeza contra un arpa; quedó inconsciente. Santiago en un movimiento reflejo de combate le propinó un puñetazo en la mandíbula, con tal potencia que le derribó, dejándole sin sentido, ocupando en el suelo el lado izquierdo de Lilzáhira. —¡Mira Nicolás, eso es el matrimonio! ¡Para lo bueno y para lo malo! ¡Hazme caso, no te cases nunca! —simplificó mientras se sujetaba el puño. El golpe tuvo tanta rabia concentrada que del impacto se le dislocaron los huesos de la mano. Después de reanimar a Lilzáhira con paños fríos, ataron a Iéhoshua de brazos y piernas al organistrum. —¡Te lo dije! ¡Estaba claro que la piedra de la locura le estaba creciendo en el cerebro! Al cabo de medio recorrido solar regresó al mundo real. —¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué estoy aquí atado? ¿Por qué me duele tanto la quijada? —¡Te hemos invitado a descansar! —le respondió irónicamente Santiago. —¡Soltadme! —No, no lo haremos. Puesto que creemos que la fuerza de la escalera te ha nublado la razón —comentó Lilzáhira. Durante todo ese día estuvo intentando convencerles de que era dueño de su alma, de que podía controlar sus pensamientos y sus actos... Cuchicheaban entre ellos, estudiaban si era razonable soltarle, pues aunque aparentaba en la mirada sosiego, en la sonrisa forzada y en los gestos desconcertaba. —¡Vamos, amigos! Simplemente estaba ofuscado por el cansancio ¿Sabéis que mi conocimiento es necesario para acabar de completar la partitura? —Sí, le necesitamos para terminar la melodía —razonó Lilzáhira. —¡Gracias por confiar en mí, querida esposa! —comentó dulcemente, pero con una extraña sonrisa dibujada en la cara. Lilzáhira dejando a su hijo en la cuna de instrumentos cogió de las asas el Vaso Sagrado y vertió en él media jarra de vino de San

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Mateo. Acercándose se detuvo a escasos pasos, tan cerca que podía escuchar la jadeante respiración de su marido. —No sé quién eres, no te reconozco. Tienes el cuerpo de mi esposo pero no su alma ¡Vamos Iéhoshua lucha, lucha…! ¡No te dejes vencer por el Señor de los abismos! ¡Bebe de este Cáliz! —¡Sabes que me sienta mal el vino! ¡¡No deseo beber!! —vociferó Iéhoshua, que a pesar de estar atado se removía igual que un niño que no quiere tomar un amargo purgante—. ¡¡No te acerques!! —gritó. Santiago al ver las convulsiones se lanzó y le sujetó con la misma fuerza con la que se apresa a un ternero para ser marcado con hierro, diciéndole pegado a la oreja: —Recuerda físico lo que dejó escrito Avicena: “Es bueno emborracharse una vez al mes, no por la bondad de la borrachera sino porque a causa de ella se produce vómito, sudor y defecación que limpian el cuerpo”. ¡Y si además el vino es tomado con el Santo Cáliz, también limpia el alma! —añadió de cosecha propia. El joven músico se abalanzó en ayuda de Cardona, pinzándole la nariz al filósofo, para que debido a la falta de aire abriera la boca. Y en un alarde de fortaleza Lilzáhira se agachó ante él y le miró con sus ojos de gata, fue tal la intensidad de la mirada, que ésta penetró en lo más profundo buscando el lugar en el que se encontraba presa el alma del filósofo. Poco a poco le fue forzando a tragar por la garganta el vino, y, aunque escupió el primer trago no pudo evitar que el resto se colara torrencialmente hasta desembocar en el fondo del Río del Olvido. Entre el fango, sujetado por cientos de manos que le arrastraban furibundas estaba Iéhoshua, que fue liberado por el poder del Grial.

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arecía mármol rosa

. pulido con cera. Nunca una piel humana había mostrado ese brillo. Su frente no cesaba de manar sudor. Era tanta la responsabilidad que significaba mantener erguida la Tiara, que el estado constante de ansiedad le afectó a los intestinos hasta tal punto que, ya no podía controlar sus flatulencias convirtiéndose en auténticos conciertos encadenados, que aunque no sonaban desafinados olían insoportablemente, puesto que la digestión de los langostinos de Vinarós, junto al vino de las alquerías de Benicarló, mezclado con los quesos frescos de la villa de Catí, le producía un hediondo fermento estomacal inflamable. Por eso el joven que le cuidaba tenía la misión de evitar que ardieran velas a

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menos de cinco pasos del sillón papal, la seguridad de Clemente VIII dependía de ello. El cardenal Julián de Loba indicó a los jóvenes cuidadores del Santo Padre que quemaran espliego y romero en la chimenea del Salón Gótico, quizá con esta medida purificadora el ambiente resultaría menos hostil para el concilio que iba a celebrarse. A pesar de la derrota sufrida el Cardenal de Foix entró con el orgullo del vencedor, le seguían dos de sus capitanes mercenarios y el canónigo Alfonso de Borja. En la sala ya se encontraban Clemente VIII, rodeado por los cardenales Julián de Loba, Domingo de Bonnefoi, Jimeno Dahe y Francisco Rovira. Aunque sobre la mesa de negociación se sirvieron varias bandejas de pastas de almendra recubiertas con miel, elaboradas según las recetas de la repostería árabe, el fétido aroma del salón no invitaba a degustarlas. Lo que sí tuvo éxito fue el licor de hierbas y el de pétalos de amapola. Entre los participantes a la reunión no hubo el más mínimo protocolo, se sentaron y esperaron en silencio a que el mediador del rey Alfonso V abriera el orden del día. —¡Que la sabiduría del Gran Arquitecto del Universo ilumine a su Santidad Clemente VIII! —con estas palabras dio principio a la cumbre negociadora el doctor en leyes Alfonso de Borja. Nadie respondió a la plegaria. —He podido comprobar que el ejército infiel ha abandonado Peñíscola. Por cierto: ¿Mohamed Lachkar voló o se sumergió? —preguntó De Foix al cardenal Julián de Loba con una irónica sonrisa. —¡Fuere donde fuere, Dios engrandeció su figura! —sentenció con tono punzante como una certera estocada. Sin duda la tensión podía cortarse con cuchillo. El cardenal de Roma ni se inmutó ante la fría respuesta, y con tono pegajoso siguió su exposición: —He podido comprobar que sus eminencias están cumpliendo fielmente los pasos previos para que el acuerdo de unificación bajo el mandato del verdadero Papa Martín V sea posible. Sin duda la Santa Madre Iglesia tendrá presente este buen hacer. —¡Desearía ser cardenal en Nápoles! —interrumpió como un niño Clemente VIII—. ¡Me gustaría estar cerca de la corte del Magnánimo! Ante tal infantil ofrecimiento Julián de Loba levantó la mano derecha con tal ímpetu que parecía que deseara detener el paso a una caballería de asnos, exigiendo silencio a Gil Sánchez. Clemente VIII se excusó con un: —¡Perdón por la interrupción! —a la vez que se le escapaba una pedorreta. —No deseamos que obtenga la falsa impresión de que estamos dispuestos a cambiar nuestra verdad por un simple plato de lentejas

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—recalcó Loba mirando con reproche al Papa de trapo—. Nosotros deseamos la unificación de la Iglesia, pero no a cualquier precio, exigimos dignidad y reconocimiento de nuestro estatus actual, puesto que los aquí presentes —señalando con la mano uno a uno a los cardenales—, son los auténticos apóstoles de San Pedro. —¡Sí, somos seguidores de San Pedro! —replicaron a la vez todos los cardenales. —No soy quien para formular argumentos en contra —aclaró el Cardenal de Foix—. Sin duda el Santo Padre de Roma está dispuesto a perdonar a todas sus ovejas descarriadas, excepto a una, la más tozuda, la oveja negra... La número trece, la del número maldito. En este punto Rovira, Bonnefoi y Dahe golpearon con el puño la mesa en señal de repulsa por la observación, los vasos saltaron esparciendo su preciado contenido. Los sirvientes se apresuraron a limpiar y servir más licor. —Sin duda el cardenal es más hiriente con la lengua que con su ejército —ironizó Alfonso de Borja para recordarle a De Foix su reciente derrota. Los dos capitanes mercenarios presentes hicieron el amago de mostrarse ofendidos, pero Pierre de Foix, les calmó con una señal. —¡Canónigo, ambos hemos nacido para negociar! Si llevamos la nave de San Pedro a puerto seguro, es evidente que en el seno de la Iglesia le espera un prometedor futuro —comentó el Cardenal de Foix con un tono que deseaba finalizar la tensión con Alfonso de Borja, y dirigiéndose a Loba siguió diciendo—: Cardenal, ha cumplido el primer paso, los infieles seguidores del Halcón han abandonado Peñíscola. Veo que la Tiara de San Silvestre está bien custodiada —señalando hacia la cabeza redondeada de Gil Sánchez—, así como la gran Biblioteca. Pero ahora únicamente nos queda romper el último eslabón de la cadena que les aprisiona en esta maldita Roca ¡El Santo Padre desea la partitura completa de la música de las esferas! Aquí los ojos de Julián de Loba mostraron un destello de debilidad puesto que esta petición representaba que tenía que traicionar a un amigo. El Cardenal de Foix rápidamente detectó la grieta en el alma. —¡No es traición, es un sacrificio para un bien superior! —aclaró con tono de satisfacción. En ese momento entró un centinela y cuchicheó en la oreja de Julián de Loba. —¡Queridos hermanos, Dios es misericordioso y nos ha vuelto a regalar con la presencia de nuestro querido cardenal Juan Carrier! —anunció con voz potente—. Me han informado que su comitiva en estos momentos cruza la ciudad de Barcelona, en pocos días llegará a Tortosa y después a Peñíscola. ¡Dios sea loado! —¡Sí mi querido cardenal, Dios es misericordioso! ¡Llena nuestra vida de hermosos regalos! —musitó De Foix con tono recubierto de

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miel envenenada, a la vez que se levantaba de la mesa—. Sin duda como viejos conocidos tendrán muchas cosas que contarse: ¡Pero no olviden sus eminencias la partitura! Al abandonar la instancia el cardenal del Papa de Roma, les dio la sensación de que aumentaba la intensidad de la luz.

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bservaba el lunar del ombligo

. y cómo su vientre se tensaba y destensaba como el fuelle de una forja morisca. Deslizó suavemente el dedo hacia ese lugar donde Iéhoshua solía detenerse con la boca, y comenzó a acariciarse con el ritmo de las olas cuando besan la playa durante los atardeceres de agosto, a la vez que con la derecha recorriendo poco a poco los pechos se pellizcó los pezones. Mordiéndose el labio inferior aumentó la intensidad de la respiración. Las suaves olas se convirtieron en embravecidos choques del mar contra la roca del Bufador, la espuma saltaba con tanta fuerza que casi le fue imposible contener las ganas de gritar. Emitió un controlado y largo gemido de placer. El corazón le pedía salir a la superficie. En ese momento Iéhoshua pareció despertarse. —¡Estás totalmente empapada de sudor! ¿Te encuentras bien? —Sí, no te preocupes querido esposo. Sólo ha sido un sueño... —¡Descansa! Mañana es muy probable que encontremos la respuesta a nuestra búsqueda. Desde el apartado rincón donde descansaban, recorrió con la mirada las siluetas de los instrumentos del taller, entre las sombras daban la sensación de pequeños genios que les protegían. Detuvo los ojos en la cuna donde dormía plácidamente su bebé, preguntándose con inquietud: —¿Soñará? ¿Será feliz? ¿Qué futuro le espera? Iéhoshua lejos del sentimiento que embargaba a su mujer se dio la vuelta y entró en un desenfrenado galope de ronquidos. Aquella mañana el Sol eufórico penetró por cada pequeña abertura, brillaba con tanta intensidad que sin abrir ventanas, en el taller reinó una luz primaveral. Lo primero que buscó fue a su pequeño. Le abrazó contra sus pechos y le dio de mamar. Iéhoshua y Nicolás ya se encontraban alrededor de la mesa de trabajo, analizando con el compás el planisferio celeste. Santiago

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todavía tumbado rugía como un león cubierto con una piel de cordero. Con el niño enganchado en el pezón se apresuró a preparar un buen cazo le leche de cabra, a la vez que frió con aceite de oliva una masa de harina, untada con huevo y rociada con miel procedente de colmenas de Albocácer. El aroma que cubrió el ambiente les recordó aquellos tiempos no tan lejanos donde los manjares de la tierra y del mar cubrían con miles de sabores las mesas de cualquier casa de Peñíscola. Ahora estas viandas eran escasas, pero todavía tenían la fuerza de resucitar a un muerto. Y así fue, porque el agradable olor hizo que Santiago se levantara con rapidez inusitada, incluso ante el asombro de todos con ganas de bromear. Esto les sorprendió, pues no les tenía acostumbrados después de despegarse del catre a esa peculiar alegría. Como una alquimista del fogón, Lilzáhira era capaz de transformar sencillos productos en manjares que podían ser la envidia de la mesa papal. —¡Espero que de una vez por todas hoy podamos comprobar vuestra descabellada teoría! —masculló Santiago con la boca repleta, escupiendo unas cuantas migas sobre Iéhoshua, que al estar cubiertas de miel y mezcladas con saliva se le quedaron enganchadas en la cara. —¡Veo que al farsante del alguacil no se le han contagiado los buenos modales! —replicó con ironía, mientras Nicolás y Lilzáhira mostraban una sonrisa—. Ya hemos escrito la partitura de la Scala Célite implicada en la fuerza que sostiene la escalera; ahora, únicamente nos queda encontrar los sonidos lobo, la composición de las estrellas negras que la derribaron. Con esta partitura haremos sonar el organistrum. —¡Eso nos llevará mucho tiempo! —interrumpió Nicolás mientras acariciaba el tazón de leche—, quizá tanto o más que el que hemos necesitado para reproducir la escalera... —No, joven amigo. Los sonidos de las estrellas negras ya los tenemos —aclaró—. El padre de mi amada, el gran constructor Lahcen El Ghoulb, dejó codificado, en la fuente del jardín del palacio pontificio de Benedicto XIII, los sonidos lobo. ¡Yo la he visto! —¿Pero cómo es que no han interpretado su melodía y han destruido la fuente? —preguntó desconcertado Nicolás. —Porque se ha representado cada uno con su contrario. Y eso los neutraliza. —¡Vamos Iéhoshua, no te las des de hombre sabio! —bromeó Santiago que seguía con la boca repleta escupiendo. —¡Sí, están apresados por el equilibrio! —continuó argumentando mientras se intentaba despegar varias migas pegadas en la aguileña nariz—. La fuente tiene una forma octogonal, y en cada cara Lahcen ha representado las dos fuerzas de sentido contrario, por lo que los sonidos lobo están presentes pero neutralizados... El Águila

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ata al Dragón. Hércules a Leo. Cástor a Pólux y los Maestros de las Escrituras encadenan a las fuerzas que dividen al único Dios... También en ella, la Luna es controlada por los ángeles del Gran Arquitecto. Lilzáhira al presentir que el enigma llegaba a su fin mostró tanta emoción que los ojos se le humedecieron. Para evitar que la vieran llorar se acercó a la cuna y se puso a mecerla. —¡Por fin liberaremos al abuelo, para que pueda continuar el camino hacia la Esfera de la Luz! ¡Allí nos esperará! —susurró a su pequeño que dormía indiferente.

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on el rostro cubierto

. de polvo y las vestiduras rasgadas por las zarzas, entró en el Salón Gótico arrastrando tras de sí el calor sofocante del viento de poniente que hace irrespirable el aire. Su figura de ciprés se detuvo a escasos pasos de Julián de Loba, que con su talla militar cubría el paso hacia el flácido cuerpo de Clemente VIII. —¡¡Habéis convertido la casa de Dios en una cueva de ladrones!! —gritó con tanta fuerza el cardenal Juan Carrier que todas las piedras de la bóveda gótica repitieron, una y otra vez, en un acusador eco la frase. Loba no dijo una palabra, únicamente le mostró las palmas de las manos para indicarle que las tenía limpias y que sus acciones eran guiadas por el interés común. Gil Sánchez Muñoz sudaba como de costumbre. —¿No va el cardenal a solicitar la bendición del Santo Padre? —preguntó con voz temblorosa Clemente VIII en un ataque de inusitado valor. Carrier sin tener en cuenta las palabras de Gil, giró una vuelta completa en torno al cardenal Julián de Loba, éste no movía un músculo. —¿Por qué has traicionado a la verdad? —le rugió casi pegado al oído y con tono acusatorio. —¡Hermano escucha nuestra propuesta! El Arca de Noé ya no puede resistir la furia del Diluvio y todos estamos cansados. Desde dentro de la Iglesia, con nuestro poder actual, podemos convencer e incluso llegar a recuperar la Tiara —argumentó con tono firme y conciliador.

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—¿Eso es lo que te preocupa, el poder? —¡Sí, el poder! Necesitamos seguir manteniendo el poder para que la Iglesia no se hunda en la mentira y en la corrupción. Además ¡Dios es poder y por tanto, es lícito que detentemos poder, puesto que hemos sido creados a su imagen y semejanza! —¿No será que el gran Loba busca salvarse como una rata de este naufragio? —Sencillamente eminencia... ¡Deseo que se salven todas las ratas! La única persona digna, el Papa Luna, ha muerto. Y a pesar de ser el único que merece ser salvado para la humanidad, en este proceso de reconciliación perderá toda su gloria ante la historia, para que podamos sobrevivir todos los parásitos que nos hemos alimentado del granero de su espíritu. El Cardenal Juan Carrier en silencio, con la cabeza agachada y doblado por la intensidad del viento de la realidad, recorrió los pocos pasos que le quedaban para llegar ante Clemente VIII, e hizo la intención de besarle la mano y pedirle la bendición, pero de repente, una fuerza que surgió de lo más profundo de su alma le irguió de golpe el rostro encendiéndole la mirada. —¡¡Yo soy el auténtico sucesor de Benedicto XIII!! —gritó con la potencia que muestra el Bufador en un día de furia—. ¡Y tú! —añadió con desprecio—. ¡Eres un títere en manos del Anticristo! Y con el mismo orgullo que entró salió, pero esta vez arrastraba tras de sí ese viento huracanado que es capaz de hundir a las grandes flotas de combate. —¡Debe morir, debe morir, debe morir!... —sentenció Clemente VIII, sin apenas temblar. El propio Julián de Loba quedó perplejo ante esta decisión de Gil Sánchez Muñoz. —Hasta los más blandos e inútiles, cuando son revestidos por el poder, pueden volverse crueles e inhumanos —razonó hacia sus entrañas—: La gran fartura de la gula embota el agudez del entendimiento e fácele trastornar. —¡Nadie en este mundo me impedirá vivir en Barcelona ó en Nápoles! ¡Quiero abandonar esta maldita Roca! ¡Que ejecuten a ese cardenal rebelde! ¡Yo soy el Papa! Sintió terror cuando observó el cambio efectuado por ese Papa que él mismo había entronizado para negociar el fin del Cisma. Tenía el rostro a punto de estallar por la presión de la sangre, gritaba y maldecía, y lo que era peor, ordenaba la pena de muerte con la misma facilidad de quien solicita le sea servido un licor de hojas de amapola.

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unca había tenido

. una sensación tan placentera, hasta ese momento sólo la buena comida y los cuidados corporales le habían regalado algo parecido. Pero ahora, dentro de sí se estaba gestando un nuevo ser que había descubierto y necesitaba otras formas de placer, deseaba experiencias que hasta ese mismo momento le habían sido prohibidas o le eran totalmente desconocidas. El percibir el miedo en el fondo de los ojos de los otros, le producía un estremecimiento más intenso que acariciar las nalgas a un joven ángel. Y si ese miedo iba acompañado de temblor en la voz, le resultaba superior a un masaje realizado con los labios. La cima del placer le llegaba cuando al ordenar la pena de muerte, observaba cómo sus enemigos perdían el control orinándose encima, entonces, entraba en una fase de excitación tan alta y sublime que ningún mortal, varón o hembra, le había hecho sentir con anterioridad. Sí, por fin había descubierto los placeres que produce el poder, superiores al sexo e inclusive a las infusiones de hierbas recetadas por los físicos del Reino de Granada. ¿Por qué evitar ese regalo? El Creador de todas las cosas había deseado que él fuera Papa, por eso debía paladear todos los placeres del poder. Sería un gran pecado por su parte rechazarlos, puesto que era el propio Dios quien se los servía con bandeja de plata. En el último orgasmo producido por el poder, Clemente VIII estuvo a punto de que se fugara de la prisión de sus carnosos labios un grito de placer, y éste fue en el momento en que adivinó en la mirada del impenetrable cardenal Julián de Loba el terror. A la mañana siguiente, cuando le despertó el pellizco de un rayo de sol en sus enormes nalgas, tuvo el incontenible deseo de volver a dejarse arrastrar por el placer del poder. Se colocó la Tiara y sin quitarse el transparente camisón que dejaba ver su desnudez y los montículos de grasa que ampliaban su volumen esférico como anillos embutidos a presión, se dirigió a relajarse y a efectuar sus necesidades fisiológicas al hermoso y castigado sillón papal. —¡Quiero que traigáis ante mi presencia a los cardenales Domingo de Bonnefoi y a Jimeno Dahe! —vociferó a su guardia personal a la vez que su rostro se encendía en una llamarada delatando el estreñimiento que desde hace días sufría. Notaba cómo su corazón galopaba anticipando el placer. Apenas transcurrida una vuelta de arena, después de finalizada la

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santa deposición, la guardia entró en el salón con los dos cardenales; éstos caminaban inseguros, como quien pisa suelo quebradizo. —¡Oh, mis queridos hermanos en la verdad! Os he levantado del lecho para escuchar vuestros sabios consejos. Vuestro Padre necesita que iluminéis sus pasos... Esta noche el propio Dios me ha revelado que los enemigos de la verdad descansan dentro de fortaleza. ¿Qué puedo hacer? La reacción de pánico de los cardenales fue mayor de lo que podía esperar, por eso comenzó a jadear suavemente. Dahe temblaba igual que una rama de vid golpeada por el viento otoñal y Bonnefoi palideció con el color de la muerte, e incluso parecía que oliera como un cadáver en un día caluroso de mitad de agosto. El jadeo de placer se tornó más intenso y rítmico, cuando Jimeno Dahe, perdió su compostura y estalló en un llanto mezcla de rabia y de impotencia. —¡Si vuestra mano os hace pecar, debéis amputarla y echarla al fuego! ¡Si vuestro ojo os hace pecar, debéis arrancarlo de su cuenca y echarlo al mar! —entonó gesticulando con las manos como un comediante aficionado, aunque sin levantar el pesado trasero del sillón. Y cuando estuvo a punto de llegar al éxtasis, de repente Bonnefoi le segó el placer. Algo había cambiado en la mirada del cardenal, ésta transmitía la locura del martirio, a la vez que sentenciaba: —El soberbio porque sea visto grande trabaja de se vestir ropas dobladas, blandas e preciosas, más ¿qué cosa es vestidura preciosa sinon sepultura blanca de fuera, e de dentro llena de estiércol? Y esto no fue lo más terrible, sino que esos ojos enfermizos contagiaron a Dahe y ambos se envalentonaron como gallos en un corral. —¡Sé que a mis espaldas estáis tejiendo la tela de la traición! ¿Acaso buscáis acabar con mi vida? ¿Dudáis de mi legitimidad como Papa? Domingo de Bonnefoi en un movimiento desesperado intentó acercarse hasta el sillón, pero la guardia papal se abalanzó sobre él, derribándole. —¡Por más que estés coronado por la Tiara nunca serás el Santo Padre! ¡Eres un cerdo disfrazado de carnaval! ¡Una blanda defecación de vaca! ¡¡Me gustaría con mis manos arrancarte los santos símbolos!! —aullaba el cardenal mientras era pataleado en la cara. Lo que más enfureció a Gil Sánchez no fueron los insultos, sino la repentina pérdida de miedo de los dos cardenales, esto produjo que se le interrumpiera el “coito de poder” en el momento más alto, en el que creía iba a ser uno de los orgasmos más placenteros de su mandato. —¡Encarcelad a estos falsos cardenales, han demostrado con sus insultos que son guiados por el Rey del Abismo! —excretó

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empapado de sudor y con la furia de quien no ha podido desahogar sus pasiones. —¡Maldito, ojalá te pudras en esta Roca! ¡Que el gran Arquitecto convierta Peñíscola en tu prisión! —gritaba Bonnefoi mientras era arrastrado junto a Dahe por el suelo de fría piedra. Y voceando con el mismo tono utilizado por las pescaderas cuando ofrecen su mercancía por las poblaciones del interior del Maestrazgo, ordenó que trajeran ante él un lechón, exigiendo que lo sacrificaran en su presencia. Sólo el chillido de terror del animal al ser degollado, consiguió que el placer reprimido llegara a su fin. Se quedó jadeando, totalmente relajado. Levantando la mano, con un gesto suave que delataba agotamiento, indicó que le sirvieran un licor de amapola.

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olaban arrastrando tras de sí

. el orden y el desorden, la luz y la oscuridad, el silencio y los sonidos... Se dejaron caer en picado, descolgándose de su lugar en la esfera celeste y el choque fue tan tremendo que sobre la partitura de blanca piel se grabó a fuego las notas musicales que dan forma a esa composición primera que ningún mortal ha podido escuchar jamás. Habían descifrado el código de la escalera de Lahcen El Ghoulb, éste coincidía con la melodía interna de su propia hija. Y ahora tenían que componer la contra melodía, los sonidos lobo, la música de las estrellas negras, las grandes depredadoras de la Scala Célite. Iéhoshua fue desmenuzando los símbolos de las constelaciones grabadas en la fuente del jardín de Benedicto XIII y Nicolás con el astrolabio medía los espacios de las principales estrellas e iba descifrando cada nota en función de la posición de las esferas celestes y de la relación de éstas con los cuatro elementos, el fuego, el agua, la tierra y el viento. El Dragón y el Águila vibraron. Hércules y Leo sonaron en combate, Géminis les orientó sobre la partitura y el Cisne tejió con rayos su nota. —Los sonidos lobo, están en cada mensaje que tu padre... ¡perdón! —añadió deseando rectificar—: ¡…quería decir el asesino! Dejó en cada cadáver —balbuceó Iéhoshua. —¡Mi padre murió con honor y fue enterrado según las leyes del Creador! —aclaró Nicolás con tristeza.

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—¡Lo siento, joven amigo! ¡Soy un estúpido! —mientras pedía perdón por el desliz le puso la mano en el hombro—. Terminemos este trabajo y abandonemos Peñíscola, lejos daremos comienzo a una nueva vida. Lilzáhira que no era ajena a lo que ocurría, adivinó la conversación y se acercó a la mesa llevándoles una escudilla repleta de frutos secos, con este pequeño acto volvió una vez más a demostrar su capacidad mediadora. —En la escena del crimen del rabino Samuel ben Sahula, había referencias a la escalera de Lahcen, al Círculo Solar, en el del imán Abdeltif Quamar —argumentó Iéhoshua mientras pinzaba una almendra—, estaba el símbolo de Marte, reflejado en la verja de hierro, el de Saturno, indicado por la esfera de plomo introducida en su boca, el signo del Sol, dibujado por la mano amputada del clérigo, la representación de Júpiter en la daga de estaño que le atravesaba el corazón y por su puesto, la fuerza maléfica de Algol, que nos vigilaba... A su vez Nicolás iba plasmando sobre la piel cada signo de la esfera celeste y a su lado el sonido que representaba. —En el asesinato del arcipreste Miguel Molsós —hizo una pausa mientras trituraba y tragaba la almendra—, estaba la Luna y Júpiter unidas por la vibración del Sol... Nos falta parte de la composición ¡Una nota! ¡Ésta no aparece! En ese preciso instante, una esfera de cobre golpeó sobre la mesa de trabajo y rodó hasta el pergamino que sujetaba Nicolás. —¿Es este signo el que buscas? —preguntó con una sonrisa de oreja a oreja Santiago Cardona. —¿Cómo has conseguido esta esfera? —La tengo en mi poder desde aquel momento en que Lilzáhira vio tu alelado rostro en la catedral. La sustraje de uno de los bolsillos del cadáver del rabino Samuel. —¡Ah! ¿Entonces conocías qué ocurrió en la catedral? —¡Por supuesto, al representante del Rey no se le escapaba nada de lo que sucedía en Peñíscola! —Quizá sea conveniente para Santiago que no remueva los lodos del pasado —comentó Lilzáhira con una sonrisa. Nicolás cogió la esfera y visualmente la analizó tan detalladamente que parecía que midiera la pureza de un diamante. —El cobre representa a Venus. Es el símbolo de la feminidad, el contrapunto a la virilidad de Marte. La satisfacción de Santiago, por aportar una pieza clave para la composición, fue tan grande que creció en tamaño casi un palmo y se estuvo pavoneando todo el día, repitiendo casi un millar de veces, viniera o no viniera a cuento, la anécdota de cómo ocultó la esfera de cobre a la guardia papal y a su maldito capitán.

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—¡Ya la tenemos! —anunció eufórico Nicolás, mientras Santiago seguía exigiendo reconocimiento a su aportación. —¡Gracias a mi instinto! ¡Siempre supe que esta esfera de cobre guardaba algún secreto! Lilzáhira se acercó a la cuna donde tenía al bebé y le abrazó, deseaba que él también fuera testigo, así siempre le podría contar que estuvo presente en el momento en que limpiaron el nombre de su abuelo, el gran maestro constructor Lahcen El Ghoulb. El joven aprendiz de músico se acercó hasta el organistrum para acariciarlo de la misma forma en que se acaricia a un caballo antes de comenzar una carrera. —Necesito que voltees la manivela, mientras interpreto la melodía de las estrellas negras —le ordenó a Santiago. Y éste por primera vez no protestó, ni siquiera puso en duda la autoridad del aprendiz de Orfeo. Pero hay veces que las melodías de la destrucción son tan bellas como las que construyen mundos, e incluso por desgracia llegan a ser más hermosas. En este caso así fue, cuando el organistrum comenzó a llorar nota a nota la composición de los sonidos lobo, desparramó sobre el viento una sensación de belleza que se apoderó de todos. Pero ésta era una belleza suicida; la fuerza que empuja a los poetas y a los enamorados a buscar la muerte. Al vibrar la partitura, Lilzáhira pudo entender porqué su padre se sumergió en el Bufador, e incluso, aunque parezca un absurdo, todos los presentes entendieron las crueles composiciones del asesino de la Scala Célite. En el momento en que Marte interpretó su música, la escalera se estremeció emitiendo un desgarro de voz similar al de un cervatillo cuando es apresado por la dura mandíbula de un lobo. Pero fue en el instante, en el tiempo rítmico, en que Algol entró en la melodía, cuando la composición adquirió una intensidad tan atronadora que en cada escalón se abrieron grietas idénticas a las de un campo labrado que suplica la presencia de la lluvia. Y el terror llegó a su máxima intensidad cuando Iéhoshua se dio cuenta de que su mujer, su amada, se resquebrajaba de la misma forma en que lo hacía la ágil estructura de piedra. —¡Parad ese maldito instrumento! —rugió de dolor—. ¡Silenciad esa música del infierno! —¡Que no pare amado esposo! ¡Que siga sonando! Te esperaré en la otra esfera. Y en un acto de locura sublime que delataba los sentimientos ocultos de Santiago hacia Lilzáhira, éste buscó detener la destrucción de la escalera y se lanzó con la intención de sujetarla con sus propias manos. Detrás le siguió Nicolás. Parecían dos insectos intentando modificar un cauce desbocado. Lilzáhira cayendo de rodillas con un desesperado esfuerzo,

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depositó con suavidad a su hijo en el suelo. A la vez que la escalera se desplomaba sepultando bajo una tormenta de piedra y polvo a Nicolás y a Santiago. Ni siquiera el torrente de lágrimas del bebé desconsolado pudo cerrar las grietas del cuerpo de Lilzáhira, ésta se sumergió en el Río de las Lamentaciones buscando al Lobo. Por fin habían descubierto qué ocurrió aquel día en la catedral, pero esta verdad les costó el precio más alto que se puede imaginar, pagar con moneda acuñada con el metal de la propia alma. Pero además, Iéhoshua quedó definitivamente atado al dolor de los muertos y esto representaba navegar en vida por el Hades. Parecía un muerto viviente abrazado al cuerpo de su mujer. No lloraba. No gritaba. No maldecía. Simplemente cogió entre sus brazos a su hijo y se tumbó sobre ella, con la intención de esperar sin resistencia la llegada de la Señora de la Guadaña. Únicamente entreabrió un ojo al notar un inquietante hedor conocido. Sobre la atalaya de escombros les vigilaba la bestia de sus pesadillas.

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S

e estiraba como un muelle,

. serpenteando a través de los escombros. Bajaba tentando con las patas, levantando el hocico para olfatear a la presa. Le atraía el olor del bebé y el lloriqueo de abandono. Abrazado seguía sin reaccionar. Cuando rozaba con sus bigotes la tierna mano, babeando por el fresco festín que anticipaba, la daga de Santiago Cardona surgió de los escombros y se clavó, creando una frontera infranqueable entre la mucosidad de la bestia y la extremidad del pequeño. La rata emitió un chillido de terror al notarse afeitado parte del hocico y se apresuró a huir al reconocer instintivamente la fiereza del enemigo, refugiándose entre las piedras. En primer lugar entre lamentos se abrió camino la mano derecha, le siguió la izquierda apartando una piedra, después la dura cabeza, que presentaba un aspecto similar a la del mítico minotauro por los chichones del tamaño de cuernos que la coronaban. Y repleto de polvo, igual que el nómada que acaba de cruzar un árido desierto, con las mismas marcas sobre la piel que deja el ser atacado por una gata en celo, surgió maldiciendo la maltrecha figura de Santiago Cardona. El gigante dolorido se acercó y al ver a su deseada amiga muerta

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dobló las rodillas emitiendo un rugido. Le acarició el cabello como si ella también fuera su esposa. Los ojos de Iéhoshua estaban abiertos de par en par, pero ausentes, vacíos de expresión de vida. Sólo la fina piel del bebé era recorrida por las lágrimas. —¡Vamos, amigo, tienes que seguir! ¡Tenemos que marcharnos y olvidar el dolor! Tras varios intentos fracasados de retornar a la esfera real a Iéhoshua, Santiago decidió arrancar al pequeño de los brazos de su padre, con la única obsesión de cumplir la promesa que en su momento realizó. Una maldita promesa que sólo podía cumplir en su mitad. Miró hacia los escombros. Buscaba a Nicolás, le llamó varías veces. No tuvo respuesta. El inquebrantable Santiago se sintió por primera vez derrotado, sin fuerzas para seguir. También la necesidad de morir se apoderó de su pensamiento, y, fue precisamente en ese instante, en el que un hombre pierde toda la capacidad de lucha y en el que el alma se deja arrastrar sin resistencia por el Río del Olvido, cuando ante sus ojos vio rodar una esfera. Detrás de él, se levantó una figura que le cubrió con su sombra. —¿Pero, quién cojones eres tú? ¿Qué quieres? Al mirarle vio que del cuello le colgaba un collar de restos humanos momificados, una nariz, dos orejas, un ojo y un dedo. El visitante, con una fuerza desconocida, agarró a Santiago del cabello y le pegó la cara contra el suelo. —¡Soy el guardián de la música de las esferas! ¡Vengo a recuperar el Grial, a devolverlo a su auténtica dueña! —aclaró con una entonación tan lenta y grave que parecía escribir los sonidos en el aire—. Cuando llegues al Hades le comentas a tus amigos que… —a la vez que sacaba un puñal con la intención de degollar como a un cordero al vencido Santiago Cardona—: yo hice justicia siguiendo las directrices de la gran reina Leonor de Alburquerque, al arzobispo de Zaragoza, al rabino Samuel ben Sahula, al imán Abdeltif Quamar, al arcipreste Miguel Molsós y ahora… Y cuando sentía el filo de metal rasgar la piel cercana a la nuez, observó aterrorizado cómo de la boca del desconocido surgió, con el mismo sonido que acompaña a una tela al ser rasgada, la punta del compás que perteneció a Lilzáhira. El cuchillo perdió la presión sobre el cuello de Cardona. El agresor giró el rostro desencajado y tras de sí vio al joven músico. Ambos se reconocieron. Tambaleándose se arrancó el compás que le traspasaba desde la base de la nuca hasta la boca, mostrando casi cuatro dedos de punta, dando la sensación de una afilada lengua de metal. Parecía incrédulo mientras vomitaba sangre sobre el trazador de círculos. Y desplomándose sobre Santiago Cardona, con la mano convulsa todavía le dio tiempo a

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acariciar varias veces la marca del maestro Lahcen en el compás de oro. Con un empujón se apartó de encima el cuerpo ensangrentado del desconocido. —¡Gracias joven amigo! —balbuceó Santiago abrazando a Nicolás en señal de agradecimiento—. ¿Quién es este maldito diablo? —¡Es el auténtico asesino! ¡El rabino de Barcelona Zacarías ha Levi! Estaban desconcertados, pues todo lo que habían creído hasta ese momento que eran hechos probados no eran más que engaños. La única verdad, que como una maza de combate les golpeaba astillándoles el alma, era que Lilzáhira estaba ante ellos muerta, pues su estructura interna estaba ligada a la música de las esferas.

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A

l apretar entre sí los dedos

. entrecruzados, emitieron un continuo chasquido de las falanges. En el horizonte de un mar tranquilo, casi sin olas, se divisaba el primer resplandor que indicaba que el Sol despertaba de su letargo. En el cielo únicamente quedaban rezagadas resistiéndose a ocultarse, las luminarias de Cástor y Pólux. Los grandes ventanales con las finas columnas ofrecían una visibilidad tan amplia, que por el oeste se divisaba con total nitidez las señales danzantes de las antorchas de la torres de los castillos de Santa Magdalena, Alcalá de Xivert y la del poblado de Oropesa y por el norte, las señales tranquilizadoras de los puertos de Vinarós y de los Alfaques. El aroma que provenía de la espuma de mar al acariciar suavemente el acantilado, se había transformado en un bálsamo para la ira del alma. Era conocedor de que pronto vendrían con la intención de acabar con su vida. Y lo único que estaba en sus manos era robarles el placer de verle suplicar clemencia. Así que sin dudarlo, envalentonado por la brisa que llenaba sus pulmones, con las mejores galas de cardenal indiscutible de Benedicto XIII, Juan Carrier de un salto se subió a la cornisa. Miró hacia el vacío y vio cómo las gaviotas revoloteaban cerca de las rocas. Le pareció escuchar que le gritaban: —¡Salta, salta, salta, ven con nosotras, te llevaremos ante el Santo Padre! Abriendo los brazos como si de alas se trataran, en el momento

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en que se puso de puntillas para alzar el vuelo, una voz conocida reclamó su atención: —¿Va el cardenal “in pectore” del Señor de Luna a huir de su destino? Sin modificar su posición de ave dispuesta a abandonar el nido, giró el rostro mirando con desprecio a Julián de Loba. —¡La traición es la forma más indigna de huida! —le replicó con la rapidez de una certera estocada. —Únicamente la historia dictaminará qué es la traición —argumentó con tono pausado Loba como defensa—. ¡Ahora, estoy aquí para ayudarle! —¿Ayudarme a morir? —No. Estoy ante su eminencia para pedirle que salve los restos del naufragio. Deseo sinceramente, que el cardenal Carrier siembre en tierra fértil la última semilla de la verdad. De repente sonó el roce metálico de las coderas de la guardia papal y el apresurado golpetear de las botas por la estrecha escalera que llevaba hasta el aposento. —¡¡Vamos ayúdeme!! Ante la súplica de Loba, giró el cuerpo 180º saltando hacia el interior de la habitación ubicada en la almena más alta de la fortaleza y entre los dos bloquearon la robusta puerta con un par de taquillones ribeteados con fina marquetería de marfil. Loba arrancó con ímpetu las cortinas anudándolas con las sábanas de lino. A la vez que el cardenal Juan Carrier se quitaba, de la misma forma que si de una muda de piel de serpiente se tratara, sus mejores ropas purpuradas para ampliar la longitud de la soga. Ambos hombres, sin mediar palabra pero totalmente coordinados, ataron con fuerza la tira de tela a la esbelta columna. Carrier se envolvió la cintura desnuda igual que se hace con la peonza de un niño. —¡Busque su eminencia los caminos apartados de las grandes ciudades y evite la ruta de Barcelona! —mientras le daba las sugerencias Loba sacó de debajo de la sotana un zurrón de cuero repujado con el emblema del Señor de Luna, colgándoselo del cuello. —¡He aquí la única verdad! Cruce el pantano, diríjase al monasterio de Benifassá, la catedral de Tortosa y camine hacia Montserrat. Ya he dado instrucciones. ¡Qué el Gran Arquitecto le acompañe! —arrodillándose le besó la mano. Casi desnudo saltó de nuevo a la cornisa, pero esta vez el sonido suave del oleaje había sido sustituido por estridente ruido de las mazas al golpear la puerta. Y regalándole una última mirada a Loba, acompañada de una sonrisa de agradecimiento y de perdón, se descolgó de lo alto de la atalaya con la suavidad de una araña.

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U

nas veces zigzagueaba,

. otras formaba en la caída una especie de espiral, pero siempre descendía ligado a la armonía y a la dirección caprichosa de las corrientes del viento. Un plumón blanco, dejado caer del pecho de una gaviota, bajó meciéndose hasta acariciar la frente de Lilzáhira que iba tan bella como aquel día de su boda, pero mucho más serena. ¡Qué dolor produce enterrar el propio corazón! Duele hasta el aliento, pues las membranas de los pulmones se transforman en garras que aran día y noche las entrañas, sembrando el alma de bosques imperecederos de frutas amargas. El joven aprendiz de Orfeo transformó la noble madera del organistrum, en un cálido lecho para el descanso de la que fue la gata más deseada de Peñíscola. Iéhoshua y Santiago arrastraban el ataúd, tambaleándose heridos por el dolor. Hasta su ropaje parecía cera que se deshacía, deshilachándose gota a gota sobre las piedras de la estrecha callejuela que les llevaba hasta el cementerio de la mezquita. Detrás del modesto cortejo, Nicolás abrazaba al pequeño con la misma suavidad que algunas noches en el secreto de la imaginación, había acariciado a Lilzáhira. Fue Santiago quien excavó con golpes de ira la fosa, al lado del lugar en que reposaba la mano de quien fue el Rey de la Ciénaga. Iéhoshua rumiaba oraciones con plegarias tan antiguas como el primer hombre y Nicolás intentó entonar con voz quebrada por el llanto la música de la Creación. Las lágrimas ahogaron la composición. —¡Debes cumplir tu promesa! —le recordó Iéhoshua dirigiéndose a Santiago. —¡Vente con nosotros! —suplicó Nicolás. —No, debo quedarme con ella —comentó con voz apagada. ¡Háblale a mi hijo de sus padres! ¡Cuéntale hasta el último detalle! —exclamó mientras se abrazaba a Santiago. —¡Te juro que sabrá todo lo que ha ocurrido en esta maldita Roca! —¡Marchad, dejadme con ella! ¡Marchad, marchad!... ¡No volváis vuestra mirada! Cargaron con el pequeño. Sin mirar hacia atrás se perdieron entre las laberínticas calles en dirección hacia la salida de la que fue una bulliciosa y próspera ciudad pontificia, y en la que una vez reinó un Rey Pescador que soñó que en un mismo templo convivían las tres religiones hermanas.

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Iéhoshua se desplomó sobre la caja de madera, y, el aroma de los ungüentos que cubrían a su amada le arrastró por el torrente del tiempo.

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S

e encontró de nuevo tumbado

. sobre los pétalos. Con los ojos inundados de recuerdos navegaba sin rumbo fijo por los rincones de la celda, buscaba obsesionado por todas las grietas de las paredes. Apartaba la paja intentando encontrar un hueco donde poder ocultar aquella historia condensada en dos palmos de piel de rata. La sensación de ahogo le iba aumentando por momentos al darse cuenta que no existía ningún lugar seguro, para la que sin duda era su última obra. Se quedó quieto, intentando controlar la respiración jadeante, cerró los ojos y se fue preguntando a sí mismo: —¿Dónde guardarías algo para que no fuera encontrado? En la celda debes descartarlo puesto que lo primero que harán será registrarla —se respondió. Miró suplicante hacia la bóveda de piedra, buscando una señal divina. —¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer? Y cuando creía que no sería capaz de encontrar un escondite y que no tendría más remedio que destruir el manuscrito, la voz de ella le susurró de nuevo: —¡El secreto está en ti y éste debe seguir dentro de ti! Al principio dudó, parecía que no entendiera, pero dejo ver una gran sonrisa que mostró sus dientes rotos al comprender por fin el mensaje. Su obra estaría segura dentro de sí. Pensó en engullirla. —La piel es demasiado grande para tragármela —razonó—, además podría ahogarme en el intento y quedaría a la vista. Y si logro engullirla, el ácido del estómago podría destruirla. ¡Tragarla descartado! Sólo le quedaba una posible solución. —Es sin duda humillante, pero es la única —ironizó con una pequeña sonrisa que parecía burlarse de sí mismo. Así que, cogió con suavidad la piel y enrollándola la presionó al máximo para conseguir que su diámetro fuera lo más pequeño posible. Buscó en el suelo una zona donde hubiera bastante

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humedad y la untó, hasta cubrirla con una capa de suave barro. Bajándose los harapos que le quedaban por calzón, se la introdujo con una fuerte presión, lubricada con la materia del alfarero, por ese lugar donde las bestias y los hombres realizan sus necesidades. Se quedó tumbado, con los pies en alto apoyados en la pared totalmente inmóvil por miedo a que su cuerpo expulsara el objeto extraño. Notó que el tratado ascendía arañándole a través de los intestinos. —¡Ahora sólo me queda abandonar este pestilente lugar! —argumentó como si pudiera entenderle a una cucaracha que le miraba desde una pequeña grieta. Volvió a recorrer palmo a palmo toda la celda buscando un objeto punzante, una piedra suelta que pudiera utilizar para acabar con tanto sufrimiento. —¿Quizá pueda servirme uno de los huesos de mi gran enemiga? Pero éstos eran demasiado pequeños para transformarlos en un punzón que pudiera arrancarle el aliento. No encontró nada, sólo paja húmeda y podrida. Habían cuidado al máximo que no hubiera en la celda objetos que pudiera utilizar para huir hacia la otra esfera. No tenía más remedio que esperar entre terribles dolores a que la infección cumpliera su último deseo. Algunas ratas se acercaban, parecía que intentaban adivinar qué es lo que buscaba con su extraño comportamiento. —¡Vosotras ayudadme a acabar con mi vida! —les gritó. Pero las bestias parecían tener tal respeto al vencedor de la más fuerte, que apenas se le acercaban a un par de pasos. Siguió inmóvil esperando la muerte, sabía que la agonía sería larga. Pero de repente gritó: —¡Paja, paja…! ¡Eso es, la paja! En su estancia por la ciudad de El Cairo había visto cómo con las hojas secas de algunas plantas, los pescadores del Gran Río eran capaces de construir embarcaciones muy resistentes e incluso sogas capaces de levantar enormes pesos. —¡Eso es lo que necesito! Así que se puso a recoger la paja más sana. Apoyando su espalda contra la pared comenzó a trenzarla para transformarla en una cuerda capaz de abrazarle la garganta. Estaba tan ofuscado en la tarea que no se dio cuenta cuando entró en la celda. Una voz conocida le hizo levantar la cabeza y dejar por el momento su trabajo. Era increíble pero, ante él se encontraba el todopoderoso e influyente cardenal Julián de Loba. —¿Ha venido a ver la paja del pesebre de su nacimiento? —entonó con ironía. —Sí, mi querido amigo Jerónimo de Santa Fe —le contestó

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mientras observaba en qué ocupaba las manos—. He regresado a la cuna de mi nacimiento para, de una vez por todas arrancarla de mi pensamiento. Y agachándose a su lado, siguió con tono pausado y sereno: —Debo lo que soy a Benedicto XIII. Pero él ya no está entre nosotros y además toda su obra, ya ha desaparecido. —¡Lo sé! ¿Olvida que yo tuve su corazón entre mis manos? Loba, cerró por un momento los ojos, intentando evitar ver el dolor de su amigo. —¡Ahora en su lugar sólo queda un triste espantapájaros que debe abdicar para que la unión de toda cristiandad sea un hecho! Al decir esto se arrodilló parecía que iba a pedirle perdón, e incluso tuvo la intención de hacerlo, pero un fuerte sentimiento de orgullo, evitó que sus labios dejaran escapar un “perdóname amigo”. Con las manos cubiertas con guantes de inmaculada blancura, cogió un puñado de paja para ayudarle a trenzar la soga. —¡Oh caballero de Jesucristo! Muy fuertes tormentos padeciste: los tormentos non vencieron a vos, mas vos vencisteis a ellos. Nin los tormentos non dieron fin a los dolores, mas la corona les dio fin… Sé que has sufrido tanto como ha sufrido nuestro Señor. Deseo que sepas que te admiro y respeto, pero también he regresado para decirte que no he podido hacer nada para evitar esta locura ¡Créeme amigo lo he intentado todo! —Ella me llama, debo ir a su lado —musitó suavemente Iéhoshua—. ¡Prométame eminencia que el Santo Cáliz de la Última Cena no viajará a Roma! —¡Te lo prometo! —y, tras una larga pausa añadió—: Esta soga querido amigo no será capaz de cumplir su misión, la paja está demasiado podrida —argumentó con una pequeña sonrisa de complicidad. Extendiendo su mano abierta le mostró el anillo, con la izquierda se lo arrancó. Y pulsando un pequeño resorte camuflado en la base, éste levantó, empujada por un muelle, la preciosa piedra granate, dejando a la vista una cavidad repleta de polvo tan blanco como la nieve. Se lo volcó en la palma. Iéhoshua le ofreció a cambio una mirada de profundo agradecimiento, a la vez que saboreaba el regalo con gran placer. Poco a poco se sumergió en un relajante sueño desapareciéndole la sensación de dolor..., y de nuevo ella se acercó hasta él, destrozando en mil pedazos la celda de su maltrecho cuerpo. Arrodillado a su lado Julián de Loba le susurró al oído, mientras se le escapaba el último aliento: —Sin duda amigo: Dios demandará al pastor los pecados de sus ovejas. ¡Perdóname! Los guardianes dieron la voz de alarma a la vez que Clemente VIII

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sin ningún protocolo, repetía y lloriqueaba como un niño malcriado al que no se le hace caso: —¡Iéhoshua te has ido de este maldito mundo sin devolverme el gran secreto que me corresponde como Papa! ¡No podré regresar a Roma! ¡Ya no seré cardenal en una gran ciudad! ¿Por qué me has hecho esto? Al escuchar los lamentos el cardenal Pierre de Foix entró precipitadamente, estaba nervioso y alterado, sin duda anticipaba la escena. —¡Maldito judío! ¡Maldito hereje! —ladró una y otra vez con furia. Abalanzándose golpeó la frente sobre la dura piedra, se mortificaba compulsivamente por haber fallado y mientras manchaba de sangre la pared, repetía una y otra vez: —¡Ni siquiera la muerte te librará de mí! ¡Te buscaré en el Hades! ¡Te encontraré en cualquier tiempo y en cualquier lugar! ¡Estoy seguro que cuando el jugador de ajedrez destruya sus propias torres, para incendiar la perversa Babilonia, nos encontraremos de nuevo! Y de repente con la frente ensangrentada miró con rabia indescriptible a Julián de Loba. Éste se levantó con gran serenidad y se dirigió hacia el cardenal de Roma retándole con la mirada, añadiendo con la prepotencia de un vencedor: —Estos son a los que en algún tiempo escarnecimos e baldonamos; nos éramos locos e creíamos que la su vida era llena de locura, e que habían de morir commo locos; mas ved commo están entre los fijos de Dios e entre los santos: ésta es la su suerte… ¡¡Transmita mis mejores deseos a Oddón Colonna!! Y con la gallardía de un soldado salió de la tenebrosa celda. Aquella noche el cielo mostró una transparencia como jamás lo había hecho, todas las luminarias, incluso las de los sonidos lobo, mostraron un brillo especial. El Bufador vibró con las esferas y entonó una canción que recorrió golpeando con suavidad cada puerta y cada ventana. Mientras tanto voces lejanas, pregonaban desde iglesias, mezquitas y sinagogas, hacia todos los puntos cardinales la versión oficial de todo lo sucedido: —¡Hoy 30 de junio de 1424, habiendo recibido los últimos Sacramentos de la mano de su Santidad Clemente VIII, ha muerto en su propio lecho, rodeado por todos sus amigos, el gran filósofo y maestro de las Sagradas Escrituras, del Talmud y del Corán, Iéhoshua ha Lurqui, más conocido en toda la cristiandad como Jerónimo de Santa Fe! ¡Dios todopoderoso le acoja en el cálido seno de Abraham!

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1940

V

olteaba poco a poco la pieza de bronce, un pequeño guerrero estilizado, sobre un estirado caballo. Con el cepillo intentaba que desprendiera el polvo incrustado en los pequeñísimos poros que el paso de los siglos había dejado sobre el metal. Sus ojos centrados en cada detalle, buscaban evitar con la entretenida tarea delatar el dolor. Levantó el rostro para ponerse las gafas y cogiendo el lápiz, anotó en la manoseada y sucia libreta de trabajo las características de la escultura y del lugar de Benicarló donde fue hallado el enterramiento, en el que este jinete estaba dentro de una vasija de barro, junto a un pequeño puñal y varios adornos personales, mezclados con las cenizas de quien quizá fue un valeroso soldado íbero. Con aparente normalidad dejó de escribir y deslizó la mano hacia el cajón en el que descansaba el revólver. Sin mover el cuerpo, para dar la sensación de tranquilidad, lo empuñó colocando el dedo sobre el gatillo. —¡¿No irá Francesc Esteve a disparar a un conocido?! De lo más oscuro de la sala de depósito de hallazgos arqueológicos, de atrás de una pila de cajones de madera mal claveteados, surgió una silueta que por las dimensiones mostraba que era una persona fuerte. El timbre de su voz indicaba que estaba más acostumbrada a mandar que a cumplir órdenes, además llevaba un uniforme de capitán del victorioso ejército Nacional. —¿Cuánto llevas observando? —El tiempo suficiente para ver que apenas has cambiado, que sigues tan detallista como siempre y que además, no has modificado el color de tus trajes. Con razón tus colaboradores te apodan “Paquito el fúnebre” —recalcó irónicamente— ¿Sigues manteniendo luto por ella? —¿A qué has venido? —preguntó evitando responder. —Necesitamos la ayuda de Arturo. —¡Arturo ya no existe! Pero si existiera: ¿Por qué os tendría que ayudar? Del petate que llevaba colgando al hombro sacó un fajo de papeles atados con fino hilo de palomar y los dejó caer de golpe sobre la mesa. Una nube de polvo los envolvió. Francesc recorrió con la mirada los folios amarillentos y rápidamente los reconoció, pues por las puntas de algunos, doblados quizá con intención, se veían los sellos de la República Española y su propia firma. Sabía que en ellos se encontraba el encargo del Presidente para constituir la “Operación Arturo”. Una organización de especialistas en arte sacro y en resolución de códigos que tuvo como

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principal objetivo evitar que el Santo Cáliz de la Última Cena fuera destruido, y, sobre todo, impedir que cayera en manos de los nazis. —Ya sé que sería una gran putada que estos papeles fueran accidentalmente leídos por los guardianes del glorioso Movimiento. Sabes que no es mi intención que eso ocurra, pero que si no me dejas más remedio, con gran dolor por nuestra vieja amistad, los remitiré a Salamanca, al archivo policial... ¡Piénsalo! ¡Necesitamos que vuelva Arturo! —¿Realmente crees que a estas alturas me asusta ser denunciado? Tarde o temprano estos documentos surgirán a la luz, si no lo haces tú, lo hará cualquier otro, casi prefiero que “el Judas” sea un amigo... ¡bueno, un conocido! —rectificó con una sonrisa—. Aunque sinceramente pienso que no eres un chivato —tras una pausa que delataba reflexión añadió—: ¿Para qué le necesitas? —Quiero que Arturo vuelva a colaborar con nosotros como lo hizo en Valencia. Gracias a su participación evitamos que el Cáliz cayera en manos de aquellos usureros holandeses intermediarios de los nazis… —La mayoría de sus miembros en estos momentos están organizando la resistencia en Francia, incluso puede que alguno de ellos esté muerto o en algún campo de concentración de tus “auténticos amigos” —recalcó con malicia—. Además la operación de Valencia fue una coincidencia de intereses, excepcional y puntual, entre dos servicios de inteligencia, que aunque enfrentados de forma irreconciliable, necesitaban resolver un problema que afectaba a ambos... —¡No, Francesc, afectaba al futuro de Europa! —aclaró—. ¡Hazles regresar! Sé que siguen activos, pues, tengo información de que han participado en la desaparición del Séptimo Camión. Ya sé que seguimos siendo enemigos, que nosotros hemos ganado la guerra y que vosotros la habéis perdido... Pero convénceles, necesito que vuelvan a colaborar, no me importa que sean comunistas, anarquistas... Si tenemos éxito les prometo que, si lo desean, serán integrados en la nueva España y como mínimo se protegerán a sus familiares y amigos de la posible represión. Por favor Francesc —añadió con tono de súplica el capitán acostumbrado a ordenar—: Comunícate con ellos y hazles saber que tengo información de que dentro de tres meses Heinrich Himmler llegará a Barcelona y desea visitar el Monasterio de Montserrat. —¿No desearás que le maten? Arturo no fue creado con asesinos. —No, si Himmler fuera asesinado sería un desastre para el Movimiento. Sólo quiero que consigan, no me importa el modo siempre y cuando no se derrame una sola gota de sangre, todo aquello que los alemanes puedan encontrar en Montserrat. Queremos saber, anticipar sus intenciones... —¿Pero no son aliados? —ironizó Francesc. —¿Qué crees que pueden buscar en el monasterio?

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—Buscan los documentos que el cardenal Juan Carrier sacó de Peñíscola en su huída, éstos guardan códigos relacionados con el Grial. Es muy probable que Carrier los dejara en custodia en Montserrat porque estos monjes eran fieles a la causa del Papa Luna. Sentándose con descaro sobre la mesa, Santiago cogió con curiosidad el pequeño jinete íbero, y, tras unos segundos de observación añadió con tono de burla: —¡Vaya, está muy bien armado! ¡Seguro que no era un Rojo! Al ver que Francesc no mostraba ninguna mueca ante el intento de chiste, puntualizó: —¿No has entendido lo de armado? Ya sabes, “armado”… —aclaró extendiendo el brazo hacia arriba apretando el puño, doblándolo suavemente por el codo. Y tras una silenciosa pausa que demostró el fracaso del capitán como comediante lo dejó de nuevo, sacando del bolsillo de la guerrera una petaca. —¿Quieres un trago? —No, gracias. Sabes que no bebo. —¿Tienes algo en contra del buen brandy? —No, todo lo contrario, recuerdo que un médico medieval, un tal Avicena escribió: “Es bueno emborracharse una vez al mes, no por la bondad de la borrachera sino porque a causa de ella se produce vómito, sudor y defecación que limpian el cuerpo...” —¿Sabes que por un instante he tenido la sensación que esta conversación la hemos mantenido en otro momento? —comentó dubitativo el capitán a la vez que se amorraba al pequeño depósito para dar un largo trago. Después con la manga se secó el resto del preciado líquido que le quedó en los labios. —Por cierto Francesc: ¿Qué haces aquí tan cerca de Peñíscola? —¿Por qué preguntas si ya conoces la respuesta? —Rutina —respondió con una sonrisa, mientras volvía a dar otro trago emitiendo un sonoro sonido de satisfacción al notar cómo el coñac le inundaba el paladar, y otro más agreste cuando le pasaba por la garganta—. ¿Has encontrado la tumba de Iéhoshua ha Lurqui? —añadió demostrando que conocía al detalle el porqué estaba cerca de la Roca. —Tengo varios indicios que me hacen sospechar que en su sepultura podemos encontrar una pista importante, pues... De repente, sin darles tiempo a reaccionar, un hombre irrumpió disparando varias ráfagas a quemarropa, una bala perforó la petaca, otra le traspasó el costado al capitán Santiago Cardona y otra, rozándole la cara le arrancó de cuajo la oreja... las demás impactaron al azar sobre el escritorio, incluso una de ellas reventó la cabeza del pequeño guerrero de bronce. Francesc instintivamente se agachó tras la mesa, abrió el cajón y sacando el revólver disparó con los ojos cerrados hasta

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vaciar de munición el cilindro... Al abrir los ojos no había nadie. Sólo Cardona gemía en el suelo mientras buscaba la oreja perdida. —¡Joder! ¿Cómo se han enterado? —preguntó el capitán mostrando un gesto de dolor, a la vez que apoyaba la espalda en la pared y con una mano apretaba la herida del costado mientras que con la otra sujetaba la oreja—. ¡Por cierto sigues sin acertar a tres en un burro! —ironizó sin poder evitar las muecas de sufrimiento —¡Reconoce que con ese cuerpo canijo y esa puntería era imposible que ganarais la guerra! —Es evidente que en tus filas hay un traidor —sentenció Esteve—: Nunca has tenido “inteligencia” para organizar tu “banda de inteligentes”. —replicó a la ironía—. ¡Tranquilo “facha” te sacaré de aquí, no dejaré que tu cuerpo forme parte como espécimen raro de este museo! —añadió como promesa. —¡Vuelve a organizar a Arturo! ¡Evita que los nazis controlen el poder! Esto es un círculo sin fin, el Santo Cáliz todavía no está seguro —rodeado por un charco de sangre cerró los ojos.

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l sofocante y pegajoso calor de ese día de septiembre le estaba afectando, no se encontraba bien. Al sentirse mareado apoyó la mano derecha en la puerta de madera tallada con escenas de labores medievales, notaba que las figuras se hacían borrosas. No esperaba que el clima de Peñíscola le pudiera afectar de esa manera puesto que estaba acostumbrado a temperaturas más elevadas, sobre todo a las que padecía en el vientre de su laboratorio, ubicado en uno de los sótanos del hospital Beth, al que siempre, por razones desconocidas, casi como si de un maleficio se tratara, al llegar el verano, se le estropeaba el sistema de aire acondicionado. Aunque él era el director del centro de estimulación cerebral de ese prestigioso hospital de Israel, se pasaba más de ocho horas en ese sótano sin ver la luz del día, experimentado con una nueva técnica conocida como Estimulación Magnética Transcraneal (EMT), que básicamente consistía en colocar sobre el cráneo un dispositivo formado por una bobina por la que se hacía pasar una corriente eléctrica; con ello se generaba un campo magnético que penetraba en el cerebro e inducía una corriente secundaria en el circuito neuronal. Las hipótesis de sus investigaciones con la EMT, se basaban en que: Todo lo que hace el cerebro, desde pensar hasta amar, depende de las

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complejas redes de neuronas trabajando en un mismo objetivo. Así la Estimulación Magnética Transcraneal penetra en esas redes y permite, aplicando campos magnéticos unas 10.000 veces más potentes que el flujo terrestre, concentrados en un espacio del tamaño de la punta de un dedo, cambiar e incluso guiar los comportamientos humanos. Se encontraba en España porque esta misma técnica se estaba aplicando de forma experimental en el hospital de Bellvitge de Barcelona, y el equipo de investigación de este centro médico le había invitado a dar una conferencia sobre la influencia de la EMT en la estimulación del aprendizaje en ciegos y en autistas. Fue un doctor de este hospital, Pablo Meliá, quien le habló de la belleza de Peñíscola, además de contarle con palabras que desbordaban pasión parte de su historia, sobre todo la del gran perdedor, el enigmático y cismático Papa Luna. Apiñados como un rebaño el grupo de turistas caminaba por la estrecha calle del Engaño. Este hacinamiento le hacía más intensa la sensación de ahogo. Un miembro del grupo al verle mareado se acercó ofreciéndole agua. Aceptó. —¡Gracias! Y al devolverle la botella de plástico observó las turbias ramificaciones de sus ojos y la palidez intensa del rostro. Se estremeció al presentir que esos ojos no le eran desconocidos, que en otro momento, o en otro lugar que no podía recordar, ya los había visto. —¡Esto es imposible! ¡Será una falsa ilusión! —Según una leyenda se comenta que en esta calle estuvo la logia de los Artifici Dei, artesanos traídos por Benedicto XIII para construir una gran ciudad —comentaba el guía turístico. Pero, ausente a la explicación, seguía con la mirada al inquietante compañero de grupo, buscando en la memoria, de qué le podía ser familiar esa mirada enfermiza. Mientras caminaban hacia la iglesia parroquial de Nuestra Señora, apoyó la espalda en una pared encalada; la frescura de la construcción le masajeó la columna vertebral. Se sintió aliviado. Y de repente, le dio un vuelco el corazón, al ver asomarse la cabeza de una enorme rata por el agujero de una pared en una casa en ruinas. Si en este mundo existía algo que le daba nauseas eran estos malditos bichos, les tenía auténtica fobia, eran animales repugnantes. —Si se extinguieran de la faz de la Tierra no pasaría absolutamente nada. ¿Qué utilidad tienen estas bestias? —pensó temblando. El roedor al verle no se inmutó, incluso se paseó por delante mirándole con desprecio, era como si adivinara su miedo. Se le coaguló la sangre en las venas al ver el fuego de las retinas. —¡Sin duda no es mi día! Peñíscola le estaba produciendo sensaciones contradictorias, sus calles le transmitían familiaridad, pero a la vez, también le

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activaban una inquietante sensación de angustia que llegó a un límite insospechado cuando cruzó el umbral del templo y descubrió los rostros tallados en los capiteles góticos. —¡Dios mío, conozco esas miradas! Guiado por un impulso incontrolable, salió del templo con tanto ímpetu que colisionó con una mujer que llevaba cubierta la cabeza con un pañuelo. Sus ojos de gata se pararon un instante en los suyos. Sintió cómo se le doblaban las rodillas. Y sin poderlo controlar, un nombre que el mismo desconocía brotó instintivamente en forma de pregunta de sus labios: —¿Lilzáhira? —Lo siento, se equivoca de persona mi nombre es: Hakima —le respondió con una sonrisa, a la vez que se marchaba contorneando su figura. El compañero de grupo le volvió a ofrecer agua, con un tono que mostraba una pegajosa amabilidad. —¡No, gracias! Me encuentro mucho mejor. Creo que tomaré una infusión. —¿Es usted israelita? —¡Sí! ¿Cómo lo ha notado? —Porque los judíos están atados sin remedio a su pasado. Unas veces son víctimas y otras, verdugos de su propia historia, pasan con increíble facilidad de un estado a otro. —¿Pero quién es usted? ¿Por qué me habla así? —¿No me reconoces Iéhoshua ha Lurqui? —¡Perdone yo no me llamo Iéhoshua, usted se equivoca de persona y de lugar! Con inquietud por el acoso que comenzaba a sentir y dubitativo, por el nombre “Lilzáhira” que le brotó inconscientemente ante la joven musulmana, caminó hasta un pequeño restaurante cercano al templo. De fondo se escuchaba el murmullo de un televisor. Se sentó en una mesa próxima a la ventana, para que la brisa le acariciara el rostro. Desde ella observaba cómo el pálido compañero de grupo no hacía más que mirarle. Esto no le tranquilizaba. Sorbía poco a poco la infusión, a la vez que dejaba que el aroma le penetrara por las fosas nasales. En ese momento entró en el restaurante un sargento de la policía municipal, era tan grandote que le quedaban cortos los pantalones del uniforme y la camisa parecía que le iba a reventar por las costuras. —¡Ponme un tinto de verano! —vociferó con familiaridad. Como el científico que era no pudo evitar analizar a este curioso personaje. Le llamó la atención la suavidad con la que acariciaba con la mano derecha su pistola, a la vez que con la izquierda levantaba de golpe el vaso para sorber de forma sonora y descarada, sin importarle lo más mínimo la sensación de bruto que transmitía.

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—Sin duda la cuida más que a una mujer —pensó—, pues por el brillo seguro que pasa horas al día frotándola —concluyó. Entonces interrumpió la reflexión un joven músico que se le acercó a la mesa acariciando un violín. Con la mirada le solicitó unas monedas. —¡¡Vamos está prohibida la mendicidad!! —berreó el sargento sin levantar la mirada de la barra. —¡Soy un artesano de la música y no un mendigo! —¡Lárgate o me quedó con tu cacharro musical! —¡No lo haré, puesto que no estoy haciendo nada ilegal! —¡Estoy hasta los huevos de que en este pueblo no se haga caso al representante de la justicia! —excretó el municipal enfurecido. Al escuchar esta frase, notó cómo las palabras que la componían le golpeaban una a una en el recuerdo sonándole muy familiares. De repente, una noticia emitida desde el televisor hizo que todos volvieran la mirada hacia la pantalla, olvidando el enfrentamiento, era una noticia tan increíble que parecía extraída de una mala película de ficción: —El vuelo 11 de American Airlines y el vuelo 175 de United Airlines han sido estrellados contra las Torres Gemelas del World Trade Center, un avión en cada torre. Además se conoce que un tercer avión, el Vuelo 77 de American Airlines ha impactado contra el Pentágono en Virginia... Ante ellos la televisión emitía una y otra vez las imágenes de los aviones sumergiéndose en el hormigón y en el acero de las Torres Gemelas buscando la médula. Éstas se desplomaban como gigantes con pies de barro. Mostraron incredulidad por lo que estaban viendo y durante una décima de segundo cruzaron sus miradas, en ese instante se reconocieron... Una maldita melodía estaba sonando. Una partitura que no recordaban haber escuchado nunca, pero presintieron que en el interior de su alma comenzaba a sonar y que además no les era desconocida. Tambaleándose, ausente de la realidad, huyendo de las extrañas sensaciones, bajó en busca de su hotel. Deseaba realizar una llamada urgente y ese preciso día, el 11 de septiembre de 2001, se había dejado el móvil en la maleta y ésta, por un curioso incidente iba camino hacia la estación de ferrocarril de la población de Benicarló. Al pasar ante el Bufador éste resopló airado un sonido que le fue tan conocido que realmente se sintió como si de nuevo hubiera regresado a casa. Se detuvo ante él. Y como si el calor definitivamente le hubiera enloquecido, gritó: —¡¿Qué hago aquí?! ¡¿Quién soy?! Le pareció que le sudaban las palmas de las manos y al mirárselas las vio cubiertas de sangre, sujetando un corazón. Todo a su alrededor

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se movía a cámara lenta, desplomándose con gran lentitud golpeó con el rostro las piedras del suelo. —¡Está borracho o tal vez drogado! —argumentó uno de los turistas, a la vez que se apartaba del cuerpo caído. De fondo escuchaba, como zumbido deformado, una voz que decía: —¡Paso, paso, paso... al representante de la autoridad en Peñíscola! Intentó forzar la mirada para que las figuras borrosas que le rodeaban tomaran forma nítida, sólo pudo ver claramente unos ojos de gata. El pálido compañero se le acercó para humedecerle la frente, mientras que con una voz pausada como la de un canto de nana le musitó: —Iéhoshua cuando a la fecha de hoy le sumes el número triangular perfecto, nos encontraremos en Madrid. Y será en el preciso instante en el que Benedicto XVI vuelva la mirada hacia Benedicto XIII, cuando yo: ¡Te arrancaré el secreto del corazón! Antes de perder el sentido volvió a pronunciar el extraño nombre: —¡Lilzáhira!

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as vibraciones procesadas en el ordenador mostraron ante sus asombrados ojos que la composición punzada sobre la piel de rata, era el código completo del genoma humano. Todo encajaba, el círculo se cerraba, la escalera de Lachen era una representación simbólica del origen de la vida. Al abrir el código que ocupaba el lugar del corazón de quien fue un auténtico Papa, entendió el mensaje que había dormido durante siglos: —El odio entre religiones hermanas será vencido si las naciones unen sus recursos para el conocimiento y exploración del espacio. Sólo el mirar de nuevo hacia las estrellas detendrá el cabalgar de los Cuatro Jinetes sobre la faz de la Tierra. En ese preciso instante escuchó el golpetear de un bastón. Giró el rostro con la seguridad que produce conocer toda la verdad: El código de Lilzáhira grabado en la base del Grial era la ruta que debían seguir en las estrellas. —Te estaba esperando, ya no te tengo miedo. ¡¡Sé quién eres!!

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Retrato de piedra (1 de 10). Nuestra Señora de Peñíscola Vicent Melià i Bomboí 287


Grial de la Corona de Aragón. Santo Cáliz de la Última Cena. (Catedral de Valencia) El corazón del Papa Luna 288


DICCIONARIO CORAZÓN PAPA LUNA

Algol: (Estrella “demonio” en árabe) Estrella perteneciente a la constelación de Perseo, los griegos la conocían como “Medusa”. Águila, constelación: Recuerda a Júpiter cuando raptó a Ganímedes (el más hermoso de los mortales) para convertirlo en el copero de los Dioses. Su principal estrella es Altair, una estrella muy luminosa, ligeramente azul, de magnitud 0,9. Esta constelación también está representada en la Fuente del Papa Luna dándole la mano al Dragón. Su significado está relacionado con la ascensión de Jesucristo y con el Santo Grial. La interacción del Águila y del Dragón en la fuente de Benedicto XIII, nos indica que el Papa del Mar deseó construir un templo dedicado al Santo Cáliz. Arca de la Alianza: Realizada con madera de acacia negra, revestida con láminas de oro puro, por dentro y por fuera, y, con una medida aproximada de 1,31 m. de largo, por 0,78 m. de alto y 0,78 m. de ancho. Decorada en la parte superior con una guirnalda de oro, y en cada lado, dos anillos de oro, por donde se insertaban unas pértigas para transportarla. Sobre la tapa del cofre o propiciatorio estaban ubicados dos querubines también dorados que con sus alas formaban un triángulo equilátero. El Arca de la Alianza estubo custodiada en el Templo de Jerusalén y se llevaba al frente de los ejércitos cada vez que había una batalla. Se cree que desapareció, o fue ocultada, tras la destrucción del Templo por el rey babilónico Nabucodonosor II en el 587 a.C. Es interesante destacar que, pese a la descripción detallada que se realiza del Arca en la Biblia, en cuanto a medidas y materiales, no se efectúa referencia alguna sobre la forma, peso y altura de los dos querubines. Algunas hipótesis formulan que estos dos querubines tendrían forma zoomórfica, similar a los descritos por el profeta Ezequiel (1.6.7 y 10) y, en cuanto a su tamaño, es muy probable que tuvieran las dimensiones como mínimo de la estatura de una persona, puesto que debían ser visibles por el enemigo en las batallas, además los artesanos que construyen el Arca tienen su formación en Egipto y por tanto es lógico pensar que su apariencia se rigiera por el arte egipcio y su afán de grandeza, así, es posible que el Arca, la caja, fuera similar en su decoración a los arcones dorados que se han encontrado en diversas tumbas de faraones. Asimismo, también es plausible que Baphomet, el supuesto ídolo por el que se enjuició de herejes a los Caballeros de la Orden del Temple, fuera la cabeza de uno de estos querubines del Arca de la Alianza. La relación del Arca de la Alianza con Peñíscola viene determinada porque existe una alta probabilidad de que la última Flota Templaria desaparecida en 1307 y su misterioso contenido, entre el que podría existir información sobre el Arca, consiguiera refugio en esta inexpugnable fortaleza.

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Benedicto XIII. Papa Luna. Pedro Martínez de Luna: Nacido en Illueca en 1328 (Zaragoza) miembro de una de las principales familias aragonesas, emparentada con arzobispos y reyes. Fue dedicado a la iglesia, como era tradición con los segundos de la casa de Luna, aunque también se formó en el arte de la guerra, lo que le sirvió para resistir los duros asedios a los que fue sometido. Estudió leyes en la Universidad de Montpellier, en la que ejerció de profesor de derecho canónico. Fue nombrado cardenal antes del Cisma, en 1375, por el papa Gregorio XI. A la muerte de Clemente VII (1394) ya en la obediencia de Aviñón fue elegido pontífice, por 20 votos de los 21, tomando el nombre de Benedicto XIII. Murió en la ciudad de Peñíscola el 23 de mayo de 1423, convencido de ser el auténtico Papa, dejando tras de sí un legado que demuestra su alto nivel intelectual. A pesar de que actualmente se le sigue considerando antipapa, historiadores de prestigio y datos objetivos demuestran que Benedicto XIII fue sucesor legítimo de San Pedro. Borja y Cavanilles, Alfonso de: (1378-1458). Fue el primer Borja nombrado Papa, y lo hizo con el nombre de Calixto III. Estuvo al servicio de Alfonso el Magnánimo como vicecanciller. Su ascenso a consejero real, así como a canónigo y profesor de la Universidad de Lérida se lo debió a Benedicto XIII (Papa Luna). Fue su intervención en la “negociación” del Cisma de Occidente la que puso fin a los problemas de la Iglesia, y, aunque buscó en este proceso que no fuera declarado Antipapa Pedro de Luna, no lo consiguió. La negociación del final de la división de la cristiandad de occidente le valió numerosas prebendas eclesiásticas. Llegó a Papa en 1455. En los últimos tiempos de su papado se enfrentó al rey Alfonso V el Magnánimo. Bufador: Gruta natural por donde entra el mar hasta el interior de la fortaleza de Peñíscola. Durante los días de temporal las olas colisionan con tal fuerza contra la garganta de piedra, que se descomponen en una cortina de gotas que asciende hacia el cielo emitiendo el sonido característico de bufido. En los momentos de máxima tensión llega a producir saltos de agua de casi 10 m de altura. Cuando está embravecido en las casas de alrededor, vibran cristales, puertas, ventanas y lámparas. Castillo Templario-Pontificio: Emplazado en la zona más elevada del peñón, alcanza una altura de 64 m sobre el nivel del mar. Su perímetro es de unos 230 m y tiene una altura media de 20 m. En este castillo nació en 1124 el conocido Rey Lobo, que reinó sobre las taifas de Valencia y de Murcia. Los Templarios entre 1294 y 1307 construyeron la obra tal como puede observarse en la actualidad, sobre los restos de la antigua alcazaba árabe. Benedicto XIII y Clemente VIII, lo utilizaron entre 1410-1429 como Palacio Pontificio y entre sus muros fue custodiada la biblioteca más importante de su tiempo. Desde los recientes estudios de Vicent Meliá (2007-2009) se abren hipótesis como que: 1)- Guardó el cargamento de la última flota templaria,

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y por tanto, valiosa información sobre el Arca de la Alianza. 2)- Entre los años de 1410 a 1423 en él fue custodiado por el Papa Luna el Santo Cáliz de la Última Cena que actualmente se encuentra en la Catedral de Valencia. Y 3)- En alguna de las grutas de esta fortaleza existe el sepulcro secreto de Benedicto XIII. Cisma de Occidente: Periodo de gran tensión para la Iglesia cristiana de occidente, que en el año 1378 fue dividida con la elección de dos papas: Urbano VI, en Roma, y Clemente VII, en Aviñón. La muerte de estos dos papas no resolvió el conflicto, llegando a coincidir al mismo tiempo tres papas. El concilio de Constanza en 1417, eligió papa a Martín V (Oddón de Colonna) que se estableció en Roma. Pero en Peñíscola Benedicto XIII (Pedro de Luna) se negó a abdicar. Alfonso de Borja consiguió en 1429 por medio de una negociación que Clemente VIII, sucesor del Papa Luna, renunciara a la Tiara en la ciudad de San Mateo. Cisne (Cygnus) o Cruz del Norte, constelación: Justo al este de Lira se halla la cabeza de Cisne, una estrella de tercera magnitud casi alineada a Vega (la estrella más luminosa de Lira) y Altair (la más luminosa de Águila) con ellas constituye el denominado Triángulo Estival. También se conoce como Cruz del Norte por su forma. Cisne tiene a Deneb en la cola con una magnitud 1,26. Esta constelación en la mitología representa a la transformación de Zeus en Cisne para poseer a Leda, de esta relación nacieron los gemelos Cástor y Pólux (Géminis). Colonna (Colonia): Linaje noble que ejerció gran influencia en Roma entre los siglos XIII y XVII. Enfrentados con los Orsini. Destacan en esta familia diversos cardenales y el Papa Martín V. Compromiso de Caspe: (1412) Fue un pacto establecido por representantes de los reinos de Aragón, Valencia y los Condados Catalanes para elegir un nuevo Rey tras la muerte sin descendencia de Martín I, el Humano (1410). Supuso la entronización de Fernando I de Antequera y con él la dinastía Trastámara en la Corona de Aragón, así como también, la aniquilación del Condado de Urgel por la resistencia de Jaime II a reconocer la legitimidad de este rey. Constelación: Las estrellas para su estudio son reunidas en grupos que constituyen figuras llamadas constelaciones. Esto nos facilita su localización en el cielo. Las figuras que los antiguos imaginaron para las constelaciones recuerdan a personajes de los mitos y de las leyendas. Las modernas recuerdan a objetos comunes e instrumentos científicos. Actualmente la esfera celeste se divide en 88 constelaciones. De éstas 12 forman el zodiaco, 27 están al Norte del zodiaco y 49 al Sur.

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Dragón (Draco) constelación: Tiene la cola a unos 10º de distancia de las dos estrellas posteriores de la Osa Mayor, y, al curvarse entre las dos Osas, termina en un grupo de cuatro estrellas (la cabeza) a unos 15º de Vega (estrella de la constelación de Lira). Thuban, la última estrella por la cola fue polar, y era hacia esta luminaria donde los egipcios orientaban las pirámides y los templos. Esta constelación es más visible en plena primavera y a principios de verano. En la mitología el Dragón era el vigilante del jardín de las Hespérides, al que Hércules dio muerte. Draco también está representado en una de las caras de la Fuente del Jardín de Benedicto XIII (dándole la garra al Águila) en ella indica que el Papa Luna deseó construir un gran templo. Elementos, cuatro: Fuego (representado gráficamente por un triángulo equilátero). Agua (un triángulo equilátero invertido). Aire (equilátero cortado por una línea en vértice superior). Tierra (equilátero invertido, cortado por una línea en el vértice inferior). Esferas Celestes en la alquimia: Relacionadas con días de la semana, metales y sonidos musicales: La Luna (lunes-plata-La), Marte (martes-hierro-Mi), Mercurio (miércoles-mercurio-Si bemol), Júpiter (jueves-estaño-Fa), Venus (viernes-cobre-Si), Saturno (sábado-plomo-Fa sostenido), Sol (domingo-oroRe). Esteve i Gálvez, Francesc: (Castellón de la Plana 1907-2001). Arqueólogo. Colabora con el Instituto de Estudios Catalanes y participa en la firma de “les Normes de Castelló” de 1932. Durante la Guerra Civil Española (1936-1939) fue director del museo provincial de Castellón. Al acabar la guerra, fue expedientado por el franquismo. En 1954 es nombrado Comisario Local de Excavaciones Arqueológicas de Tortosa por parte de la Dirección General de Bellas Artes y se dedica a estudiar la prehistoria de las comarcas del norte de la Comunidad Valenciana y del sur de Cataluña. En 1984 recibe el premio Cruz de San Jorge de la Generalitat de Cataluña, la Distinción al Mérito Cultural de la Generalitat Valenciana y la Medalla de la Provincia de Castellón. Ejerció de profesor de historia en el instituto de Tortosa (1943), en el de Amposta (1954) y en el Francisco Ribalta de Castellón (1959). Nota del autor: Le conocí en mi época de aprendiz (1973-1978) en el taller del prestigioso escultor y pintor José Vicente Forés Escrig. El profesor Esteve, como le llamaba Forés, de apariencia frágil, con temperamento agrio quizá por los golpes de la vida, y, con manos finas como las de un cirujano, solía visitar este taller, que en ese momento se convirtió en un punto de librepensamiento, así como también lo solían hacer artistas de la talla de Ripollés, Planchadell…, para divagar sobre el momento de transición que se vivía. Hablaba de sus hallazgos arqueológicos, discutía

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sobre arte con Forés, sobre todo, de una pasión que ambos compartían, el coleccionismo por la cerámica antigua, del Conde de Aranda de Alcora, de Ribesalbes, de Manises… Incluso recuerdo, que una vez mostró orgulloso una medalla de reconocimiento a su labor por una universidad alemana, en un momento en que a Francesc Esteve se le tenía en nuestro país por un oscuro y mediocre profesor de bachillerato. Los alumnos le apodaban “Paquito el fúnebre” porque siempre vestía con un traje negro, corría la leyenda urbana que al finalizar la Guerra Civil (1939) Francesc prometió que: vestiría de luto hasta el momento en que regresara de nuevo la República. Más tarde le entrevisté un par de veces, colaborando con Mario Almela i Cullell, para la revista Huella Siete (1990-1998). Su carácter huraño e introvertido evitó que la “progresía mal entendida” le reconociera en el seno universitario, a pesar de ser uno de los firmantes de las Normas de Castellón de 1932, y llevar sobre su espalda una gran labor intelectual de defensa del patrimonio histórico. Fernando I de Antequera: (1380-1416) Primer monarca aragonés de la dinastía castellana de los Trastámara, aunque también poseía linaje de Aragón por la rama materna, pues su madre Leonor de Aragón era hermana de Martín I, el Humano. En el año 1410, al morir su tío el rey Martín I sin descendencia directa y legítima, Fernando presenta su candidatura a la sucesión, y aunque en un principio optan hasta seis candidatos al trono, sólo Fernando, conocido por el sobrenombre de Antequera tras la conquista de esta plaza al rey nazarí Yusuf III y Jaime II de Urgel, casado con una hermana del Humano, tenían posibilidades reales. El apoyo de la familia valenciana de los Centelles y de la familia aragonesa de los Urrea, así como la de Vicente Ferrer, unido a la terrible acusación, de que Jaime II de Urgel organizó el asesinato del arzobispo de Zaragoza, y, al rumor de que los aliados del Conde de Urgel también intentaron asesinar a Vicente Ferrer, inclinó la balanza hacia la candidatura de Fernando de Trastámara, que es refrendado el 28 de junio de 1412 en el llamado Compromiso de Caspe. Aunque Fernando I, juró fidelidad a Benedicto XIII el 21 de noviembre de 1412 en Tortosa, le retiró la obediencia en 1416. De su matrimonio con Leonor de Alburquerque nacieron siete hijos, entre ellos Alfonso, el que llegaría a ser, el Magnánimo. Ferrer, Vicente: (1350-1419) Dominico considerado como el “Ángel del Apocalipsis” por sus sermones apocalípticos donde anunciaba la inminente llegada del Anticristo. En el compromiso de Caspe (1412), en el que tuvo un papel importante, tanto él como su hermano Bonifacio Ferrer, votaron a favor de Fernando de Trastámara. Aunque en principio defendió la causa del Papa Luna, en 1416 se sustrajo a la obediencia de Benedicto XIII. Falleció en Vannes (1419) Será canonizado en 1455 por el Papa Calixto III (Alfonso de Borja y Cavanilles)

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Fuente del Papa Luna: Obra excepcional por su valor escultórico, la taza de esta fuente la mandó esculpir Benedicto XIII para instalarla en el patio del palacio-pontificio de Peñíscola. De copa octogonal, lleva labrados en cuatro de sus frentes el escudo del pontífice con la tiara papal y en el resto diversas escenas de carácter no religioso. Un reciente estudio de Vicente Meliá Bomboí (2007) formula la hipótesis de que esta fuente es “el testamento oculto del Papa Luna”, pues en sus caras se observan escenas que están relacionadas con la simbología de las estrellas. En ellas se representan las constelaciones del Águila, del Dragón, de Géminis, de Hércules, de Leo, así como referencias a las Disputas de Tortosa y de San Mateo (1413-1414). Además este investigador formula, tras el estudio simbólico de esta fuente, una hipótesis que relaciona directamente al Papa Luna con el denominado Grial de Valencia y su significado más oculto. Actualmente esta obra se encuentra en la Catedral de Tortosa (difícil de visitar pues está ubicada detrás de una reja), aunque existe una reproducción exacta (muy accesible) en la Iglesia Parroquial de Nuestra Señora de Peñíscola. Fuentes y manantiales: Existen referenciados al menos 12 manantiales que surgen en diversos puntos rodeando el peñón, entre los cuales destacan por su singularidad e importancia histórica, el manantial de la Font de Dins (el de mayor caudal, que brota en varios puntos de la muralla de la Fuente y la batería de Santa Ana) y el de la Font de Sant Pere (en la base de la batería del Bufador). Las características naturales de Peñíscola: Grandes acantilados, una docena de manantiales, un río, una zona pantanosa… Así como históricas: Gestas épicas, presencia de órdenes religioso- militares, estado pontificio de dos Papas… convierten a este peñón en el candidato principal para ser el mítico: Montsalvat (dónde estuvo según la leyenda el castillo del Grial y del Rey Pescador). Géminis, constelación: Constelación zodiacal que representa a Cástor y a Pólux, los hijos gemelos de Zeus y Leda que participaron en la expedición de los argonautas. Esta constelación también está representada en la fuente del Papa Luna, y es la que le da la temporalidad, es decir, aunque ésta es invernal, también es visible, en interacción con Dragón, Águila y Hércules, en las noches de mayo. Por ello, la Fuente del Jardín representa el cielo de este mes. Parece ser que el Papa Luna dejó escrito en esta obra que deseaba que: “Su muerte fuera anunciada para el mes de mayo”. Gil Sánchez Muñoz y Carbón. Clemente VIII: (1424-1429) Nacido en Teruel, fue canónigo en Barcelona y en Valencia. Tras la muerte de Benedicto XIII (1423) será elegido Papa con el nombre de Clemente VIII (1424). Su elección fue una farsa de tres cardenales, Julián de Loba, Domingo de Bonnefoi y Jimeno Dahe, de los cuales dos (Bonnefoi y Dahe) terminarían en la prisión

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del Papa que ellos mismos nombraron. El rebelde cardenal Juan Carrier, que nunca aceptó este nombramiento iniciando un papado en la sombra, les acusó de repartirse el oro y la plata del tesoro pontificio, así como los libros, alhajas, ornamentos y hasta reliquias de Santos... Clemente VIII abdicó en 1429 en la ciudad de San Mateo a favor del Papa de Roma Martín V, éste le nombró cardenal de Mallorca donde murió en 1446. Grial de Valencia, Santo Cáliz de la Última Cena: Está formado, según el profesor Antonio Beltrán (1960), por tres partes distintas entre sí y correspondientes a otras tantas épocas: 1) La copa superior: Se remonta a la época comprendida entre los siglos IV a. de J.C. y I de nuestra era, y más concretamente, en los II-I a. de J.C., y, que fue labrada en un taller oriental de Egipto, de Siria o de la propia Palestina. Es de piedra ágata cornalina oriental y forma semiesférica; mide 9,5 cm de diámetro medio en la boca, 5,5 cm de profundidad por el interior y 7 cm de altura desde la base al borde; toda ella lisa, al interior y al exterior, sin ningún tipo de adorno, excepción hecha de una simple línea de corte redondeado, muy regular, que corre paralela al borde y a escasa distancia de él. 2) El pie: Originario de taller cordobés o, tal vez, fatimita, y fechable entre los siglos X al XII, fue añadida a la copa hacia el siglo XIV. Está formado por un vaso ovalado e invertido, es del mismo color y parecido material que la copa, aunque muy distinto e inferior a ésta, tanto en la calidad del trabajo como en el de la piedra. Los ejes de la base miden 14,5 cm el eje mayor y 9,7 cm el eje central menor, y un pie casi rectangular con los lados cortos redondeados, rehundidos en el interior, con 4 y 3 cm de eje mayor y menor respectivamente, y una altura de 5 mm. Todo él lleva una guarnición de oro puro, sobre el cual van montadas veintisiete perlas (documentos antiguos hablan de veintiocho), dos rubíes y dos esmeraldas de gran valor. En una de las vertientes mayores del pie, y en su lado izquierdo, aparece esgrafiada una inscripción árabe: “Lilzáhira”. Cuya traducción sería: “La más brillante” “Impacto de luz”. 3) La vara con su nudo: Pudieron ser obra de un orfebre gótico, conocedor de las técnicas orientales y mediterráneas y hasta de los modos de hacer mudéjares. Con 7 cm el total de largo, que sirve como elemento de unión entre la copa y el pie, con añadidura de las asas y de una guarnición de oro purísimo, finamente burilado, que soporta el engaste en el pie, de perlas y piedras. Según el estudio de Vicente Meliá Bomboí: “El Papa Luna y el Enigma del Santo Grial” (2007), fue Benedicto XIII quien mandó que le dieran esa forma (digna de un rey) para entregárselo a Martín I el Humano (1399) y, que en este diseño buscó intencionadamente que representara a las tres religiones monoteístas: Judaísmo, Islam, Cristianismo. Por ello el Cáliz de la última Cena es la única reliquia pedagógica para la Paz, puesto que, desde su estructura nos habla del entendimiento entre religiones. Es un Símbolo Olivo.

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Grutas y cuevas: La Roca de Peñíscola está tejida en sus entrañas por un desconocido laberinto formado por decenas de grutas submarinas de las que en el momento actual, aunque parezca increíble, se desconocen su longitud, profundidad y características generales. Entre los años 2007-2008, el autor de esta novela, Vicente Meliá Bomboí, organizó una expedición con profesionales de la espeleología submarina para conocer y grabar con vídeo las misteriosas grutas, a pesar de que el proyecto tuvo gran repercusión mediática, la expedición no consiguió apoyo de los organismos competentes y tuvo que ser aplazada. Se encuentra a la espera de ser retomada. Las cuevas visibles son: la del Altar, la de la Plaza y la del Bufador. Hércules, constelación: El elemento principal de esta constelación es un grupo de cuatro estrellas de tercera y cuarta magnitud, bajo la cabeza del Dragón. Esta constelación está representada en una de las caras de la Fuente de Benedicto XIII y significa que el Papa Luna deseó, como el mitológico Hércules, realizar doce grandes trabajos que le llevaran a conseguir la inmortalidad. Iéhoshua ha-Lurqui / Jerónimo de Santa Fe: Natural de Alcañiz, fue médico personal del Papa Luna y portavoz de éste en las denominadas “Disputas de Tortosa (1413) y de San Mateo (1414)” primer intento en la historia de aproximación entre religiones por medio de la disputa. Hay historiadores que ven en estas disputas una trampa ideológica, la intención de forzar a la conversión masiva, sobre todo de judíos, en cambio otros, comienzan a valorar en ellas un intento sincero de Benedicto XIII de buscar caminos de entendimiento. Iéhoshua llegó a ser despreciado por algunos judíos importantes: le llamaban el Megaddef, el blasfemo. Sus obras fueron utilizadas a partir del siglo XV, por cristianos radicales y por intereses políticos y económicos, como instrumentos de ataque a los judíos. Jaime II de Urgel, el Desafortunado: (1380-1433) Hijo de Pedro II de Urgel y de Margarita de Montferrat, fue el último conde de Urgel. Contrae matrimonio con Isabel de Aragón (1407) hermana de Martín I el Humano. Jaime de Urgel fue uno de los seis candidatos del Compromiso de Caspe para ocupar el trono de la Corona de Aragón. Pero el hecho de que fuera acusado del asesinato del obispo de Zaragoza, García Fernández de Heredia, y del intento de asesinato de Vicente Ferrer, le sumergió en el desprestigio político, siendo elegido Fernando de Trastámara. Se dice que influido por su madre se negó a reconocer como rey a Fernando I alzándose en armas contra el de Antequera. Fue derrotado, rindiéndose en 1413. Murió en la prisión de Játiva (1433). Leonor de Alburquerque. Leonor Urraca de Castilla: Conocida con el sobrenombre de la Rica Hembra, en el año 1393, con 20 años contrae matrimonio con su sobrino de 14, el infante Fernando, hijo de Juan I de

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Castilla, luego electo como Rey de Aragón con el nombre de Fernando I de Antequera tras el Compromiso de Caspe. Fue madre de Alfonso V el Magnánimo. Murió en Medina del Campo 1445. Lilzáhira: Inscripción árabe que aparece en la base del Santo Cáliz de la Última Cena que se custodia en la Catedral de Valencia. Varios estudios (Beltrán y Oñate) citados por Sánchez Navarrete (1994) interpretan su significado como: “Para la más floreciente” ó “Para la que más brilla”. Vicente Meliá en su estudio el Papa Luna y el Santo Grial (2007) formula la hipótesis de que “Lilzáhira” se refiere en árabe a una constelación o a una estrella, argumentando que los árabes nos han legado cientos de estrellas, que definieron siguiendo las directrices coránicas, evitando la personificación, entre ellas como ejemplo: Aldebarán (el seguidor), Algol (demonio), Betelgeuse (hombro de gigante), Deneb (la cola), Mizar (el velo), Vega (caída), Rigel (la pierna), etc… y por tanto parece que dentro de este esquema podría entrar “Lilzáhira” (la más brillante o impacto de luz). Lobo, rey: Nace en Peñíscola en 1124 y llegó a convertirse en rey de toda la zona suroriental de Al-Ándalus. Hábil estratega, controvertido, que defendió tanto la cruz como la luna (se cree que su origen es de familia cristiana que se convierte al Islam, muladíes de la taifa de Zaragoza). Fue rey de las taifas de Valencia y de Murcia extendiendo su territorio hasta las puertas de Sevilla. Defendió, tras una alianza, los reinos de Castilla frente al avance de los almohades, y frustró los intentos de avance de los reyes de Aragón sobre Valencia. Su nombre: Mohammed ibn Ahmed ibn Saad ibn Mardanisch. Su hijo Modofe y su nieto Zayán fueron grandes militares del Islam. La historia del Rey Lobo muestra que la denominada Reconquista no fue un proceso simple, donde los cristianos luchaban contra los árabes y viceversa, fue un proceso complejo donde predominaron extrañas alianzas, el ejemplo: En el año 1159, un ejército al mando del rey Lobo, formado mayoritariamente por caballeros y peones cristianos, sitió a la ciudad de Jaén, apoderándose también de Úbeda, Baeza, Écija y Carmona, e incluso inició un asedio de Sevilla, deteniendo el feroz avance de los almohades, protegiendo con ello los reinos cristianos. Magnánimo, Alfonso V: (1396-1458) Hijo de Fernando I de Antequera y de Leonor de Alburquerque, fue nombrado Rey de Aragón (1415) después del corto reinado de su padre. Su ambición le llevó a expandir la Corona de Aragón por el Mediterráneo. En 1422 conquistó el Reino de Nápoles y ya no regresó más a Aragón, unos historiadores dicen que cautivado por los encantos de Italia y otros, por la bella Giraldona de Carlino. Su mujer y prima María de Castilla, de la familia de los Trastámara, asumió en su ausencia el poder de la Corona de Aragón. Murió en el año 1458, enemistado

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con el Papa Calixto III (Alfonso de Borja) porque se negó a reconocer a su hijo Fernando, hijo bastardo del Magnánimo, como heredero del Reino de Nápoles. María de Castilla. María de Trastámara: (1401-1458) Infanta de Castilla y reina de Aragón (1416-1458), durante 1420 y 1423 a causa de la ausencia del rey Alfonso V, que se instaló definitivamente en Nápoles dejándose caer en los brazos de Giraldona de Carlino, tuvo que actuar como Lugarteniente General de Aragón y del Principado de Cataluña. Se implicó en las luchas que enfrentaban a campesinos y burgueses en Barcelona. Incluso sitió la ciudad de Peñíscola buscando la abdicación del Papa Luna. Murió sin descendencia. Martín I el Humano. Martín I el Viejo. Martín I de Aragón: (1356-1410) Rey de Aragón, de Valencia, de Mallorca, de Cerdeña, de Sicilia y conde de Barcelona. Todo su reinado estuvo marcado por el Cisma de Occidente, situándose entre los partidarios de Benedicto XIII, pues el Papa Luna era pariente de su mujer la reina María de Luna, su primera esposa fallecida en 1406, de la que tuvo cuatro hijos, todos morirían. Contrajo matrimonio en segundas nupcias con Margarita de Prades (1408) quien no logró darle heredero, por lo que cuando Martín falleció en Barcelona (1410) el trono se encontró sin descendencia legítima. Esta situación sería resuelta en el llamado Compromiso de Caspe (1412). Fue Benedicto XIII quien cedió a Martín I el denominado Grial de la Corona de Aragón, custodiado hasta ese momento en el monasterio de San Juan de la Peña, y fue para esa entrega cuando el Cáliz de la Última Cena tomó la forma que observamos en su actualidad. Metales en la alquimia y la astrología: Los principales metales en la antigüedad fueron asociados a los siete planetas conocidos: El oro al Sol, la plata a la Luna, el hierro a Marte, el cobre a Venus, el estaño a Júpiter, el plomo a Saturno y el mercurio a Mercurio. Música de las esferas (Scala Célite): La teoría de la armonía de las esferas se remonta al filósofo griego Pitágoras (570-496 a.C.). Según Pitágoras, el mundo entero se compone de armonías y números. Tanto el alma microscópica como el universo macroscópico se articulan en proporciones ideales, que se pueden expresar con una secuencia de sonidos. La altura de las diferentes notas planetarias sobre la escala musical celeste se determinaba por el tiempo en que los planetas tardaban en recorrer su órbita, y las distancias se relacionaban con los intervalos entre los tonos. Kepler (1571-1630) complicó más el sistema, atribuyendo a cada planeta una sucesión de tonos próximos. Formuló que había una especie de “armonía del mundo” por la cual a cada planeta le correspondía una melodía, tanto más aguda cuanto más cerca estuviera ese

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planeta del Sol, con lo que el número rige todos los movimientos y sonidos de las esferas; esto lo defendió en sus obras: “Mysterium cosmographicum” (1597) y en su “Harmonices mundi” (1619). Número triangular: Es aquel que puede recomponerse en la forma de un triángulo equilátero. Los números triangulares fueron objeto de estudio por Pitágoras y los Pitagóricos, quienes consideraban sagrado al número 10 escrito en forma triangular (el tetraktys) y que luego tras el paso de los siglos pasaría a los masones. Rostros de Piedra: En la Iglesia Parroquial Nuestra Señora de Peñíscola pueden observarse una serie de diez rostros tallados en los capiteles. Son de factura tan realista que indican que los artesanos que los labraron poseían alto nivel artístico. Se cree que son retratos de personalidades relacionadas con el Papa Luna. Séptimo Camión: Vehículo cargado con parte del tesoro de la Catedral de Tortosa donde se encontraban importantes piezas de orfebrería y documentación relacionada con el Papa Luna y el Cisma de Occidente. Desaparece misteriosamente durante el final de la Guerra Civil Española (1939) al trasladar su cargamento desde Cataluña (una versión afirma que desde la mina Canta de la población fronteriza de La Vajol, donde se instaló parte del tesoro de la República; otra, desde el Banco de España de Barcelona). Existen diversas hipótesis de su desaparición: 1)- Es embarcado hacia México donde se le pierde el rastro. 2)- Desaparece en un trayecto hacia Francia en el pirineo ampurdanés. 3)- El bando Nacional o los nazis lo interceptan. 3)- Su contenido se encuentra en el Vaticano. 4)- Son los actuales seguidores de la corriente nacida del Cisma quienes poseen su contenido. Tesoro del Papa Luna o del Cisma: Pedro de Luna trasladó a Peñíscola (1411) una biblioteca con más de 1.000 libros, según algunos estudiosos 2.500, de alquimia, medicina, astrología, filosofía, remedios mágicos… así como objetos de gran valor: la Tiara de San Silvestre, el Santo Cáliz de la Última Cena… y hermosas piezas de orfebrería procedentes de Aviñón. Este tesoro se engrandeció con la leyenda de que el castillo de Peñíscola fue el destino de la última Flota Templaria y de su formidable cargamento (1307). Trastámara, Casa de: Dinastía real de origen castellano, que reinó: en Castilla (de 1369 a 1504), en Aragón (de 1412 a 1516), en Navarra (de 1425 a 1479) y en Nápoles (de 1458 a 1501). La Casa de Trastámara pasó a reinar en Aragón mediante el Compromiso de Caspe (1412), que puso fin a la crisis sucesoria originada por la muerte sin descendencia de Martín I el Humano en 1410. El primer Rey de esta Casa en Aragón fue: Fernando I el de Antequera (14121416).

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Vídeos de promoción de la novela en: You Tube y Google Corazón Papa Luna, Papa Luna musical (1) y (2) Luna danzante. Yo le arranqué el corazón al Papa Luna y Locura de Clemente VIII Actores: JOAN MANUEL GURILLO (Clemente VIII) ÀLVAR ANYÓ (Papa Luna) OSCAR MARÍA BARRENO (Iéhoshua ha-Lurqui) REGINA PRADES (Lilzáhira) JORDI MAURA (Alfonso de Borja) JUAN ANDRÉS VICENTE (Ramón Pastor/Santiago Cardona) ISRAEL PINAZO (Mohamed Lackar. “El Halcón”) DESIDERIO PINAZO (Lahcen el Ghoulp) DANIEL GARCIACONSUEGRA (Nicolás Albiol) CARLOS SEVILLA (bailarín- danza de la muerte) Banda Sonora Original: CARLOS VARGAS (Compositor, músico, cantante) http://www.carlosvargas.org Director: VICENT MELIA Montaje: Ramoneti Maquillaje: NURIA ISERN Atrezzo: VICENTE ALSASUA CASTILLO DE PEÑÍSCOLA Enlaces de interés: http://www.peniscolamagica.com http://www.3x4.info http://www.debongust.com http://www.bubok.com

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Constelación de Hércules. Fuente del Papa Luna. Vicent Melià i Bomboí 301


Constelaci贸n de G茅menis. Fuente del Papa Luna. El coraz贸n del Papa Luna 302


Maestros de las Escrituras Sagradas. Fuente del Papa Luna. Vicent MeliĂ i BomboĂ­ 303


Constelaciones del Águila y del Dragón. Fuente del Papa Luna El corazón del Papa Luna 304


Vicent Meliá con la fuente del Papa Luna (Templo Nuestra Señora de Peñiscola) Vicent Melià i Bomboí 305


El coraz贸n del Papa Luna 306


Àlvar Anyó (actor) interpreta a Benedicto XIII (Papa Luna) Vicent Melià i Bomboí 307


Oscar María Barreno (poeta, escritor) interpreta a Iéhoshua ha Lurqui. El corazón del Papa Luna 308


Jordi Maura (periodista) en el papel de Alfonso de Borja. Vicent MeliĂ i BomboĂ­ 309


Regina Prades (actriz) interpreta a Lilz谩hira. El coraz贸n del Papa Luna 310


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Joan Manuel Gurillo (actor) interpreta a Clemente VIII. El coraz贸n del Papa Luna 314


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Carlos Sevilla (bailar铆n). Luna danzante. El coraz贸n del Papa Luna 316


Carlos Vargas (cantante, compositor y músico) Banda sonora. Vicent Melià i Bomboí 317


Este libro está dedicado a mis tres hijos: Pablo, Sofía y Alejandro. Se terminó de imprimir en los talleres de Imprenta Rosell de Castellón, el 12 de Noviembre de 2009, en el 4º aniversario del nacimiento de los mellizos Alejandro y Sofía.



Novela histórico-simbólica de Vicent Melià i Bomboí, origen del polémico y “accidental” estudio: El Papa Luna y el Enigma del Santo Grial. ¿Estuvo el Santo Cáliz de Valencia custodiado en Peñíscola? ¿Buscó el Papa del Mar el entendimiento entre religiones? ¿Por qué la Casa de los Trastámara acosó sin piedad a Benedicto XIII? ¿Sigue sepultado en un lugar secreto el Papa Luna?

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