Tony bennett el complejo expositivo

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TONY BENNETT EL COMPLEJO EXPOSITIVO En su revisión del estudio de Michel Foucault sobre el manicomio, la clínica y el sistema carcelario como articulaciones institucionales de las relaciones del poder y el conocimiento, Douglas Crimp propone que “existe otra institución de confinamiento (el museo) y otra disciplina (la historia del arte) que se prestan a análisis en los términos de Foucault” (Crimp 1985: 45). Sin duda, Crimp tiene razón, aunque los términos de su propuesta son engañosamente restrictivos, puesto que la aparición del museo de arte se relacionó de manera muy estrecha con la de una gama más amplia de instituciones (museos de historia y ciencias naturales, dioramas y panoramas, exposiciones nacionales y, con el tiempo, internacionales, galerías y tiendas de departamentos) que actuaron como sitios vinculados para el desarrollo y circulación de las nuevas disciplinas (historia, biología, historia del arte, antropología) y sus formaciones discursivas (el pasado, evolución, estética, el hombre), así como para el desarrollo de las nuevas te cnologías visuales. Además, aunque comprendían un conjunto de relaciones institucionales y disciplinarias en intersección que pueden analizarse productivamente como articulaciones particulares del poder y el conocimiento, la proposición de que deben interpretarse como instituciones de confinamiento es curiosa. Parece implicar que, con anterioridad, las obras de arte deambulaban sin rumbo por las calles de Europa como los barcos de los tontos en Locura y civilización de Foucault; o que los especímenes geológicos y de historia natural se habían exhibido ante el mundo como los condenados en el patíbulo, en lugar de retirarse de la vista pública, ocultos en el studiolo de un príncipe, o accesibles sólo a la mirada de la alta sociedad en los cabinets des curieux de la aristocracia. Tal vez los museos encerraban objetos dentro de sus paredes, pero en el siglo XIX sus puertas se abrieron al público en general, testigos cuya presencia era tan esencial para una exhibición de poder como lo fue la gente ante el espectáculo del castigo en el siglo XVIII. Así pues, las instituciones, no de confinamiento sino de exhibición, formaban un complejo de relaciones disciplinarias y de poder cuyo desarrollo podría yuxtaponerse de manera más provechosa a la formación del “archipiélago carcelario” de Foucault, más que alinearse con él. Puesto que el movimiento que detalla Foucault en Disciplina y castigo es uno en el que los objetos y los cuerpos (el patíbulo y el cuerpo del condenado), que anteriormente formaban parte de la exhibición pública del poder, fueron retirados de la mirada pública conforme el castigo adoptó cada vez más la forma metodología del encarcelamiento. Como ya no estaba inscrito dentro de la dramaturgia pública del poder, el cuerpo del condenado quedó atrapado en una red introspectiva de relaciones de poder. Sujeto a las formas omnipresentes de vigilancia por medio de las cuales se le transmitía en directo el mensaje del poder para volverlo dócil, el cuerpo ya no servía como superficie sobre la cual, mediante el sistema de marcas de represalia infligidas en él en nombre del soberano, se escribían las lecciones de poder para que otros las leyeran: El cadalso, donde el cuerpo del supliciado se exponía a la fuerza ritualmente Manifestada del soberano, el teatro punitivo donde la representación del castigo se ofrecía permanentemente al cuerpo social, fue sustituido por una gran arquitectura cerrada, compleja y jerarquizada que se integró en el cuerpo mismo del aparato estatal. (FOUCAULT 1977: 115-16). Las instituciones que comprende “el complejo expositivo”, en contraste, se dedicaron a la transferencia de objetos y cuerpos de los dominios cerrados y privados en los que se habían expuesto antes (a un público restringido) hacia ámbitos cada vez más abiertos y públicos donde, a través de las representaciones a las que fueron sometidos, formaron los vehículos para inscribir y transmitir los mensajes del poder (aunque de un tipo distinto) a toda la sociedad. Así pues, son dos grupos diferentes de instituciones y relaciones que conllevan entre sí conocimiento y poder, cuyas historias, en este respecto, corren en direcciones opuestas. Sin embargo, también son historias paralelas. El complejo expositivo y el archipiélago carcelario se desarrollaron más o menos en el mismo período (de finales del siglo XVIII a mediados del siglo XIX) y lograron articulaciones elaboradas de los nuevos principios que representaban uno y otro con diferencia de menos de una década. Foucault considera que la inauguración de la prisión de Mettray, en 1840, fue un momento clave en la evolución del sistema carcelario. ¿Por qué Mettray? Porque, sostiene Foucault, “es la forma disciplinaria en el estado más


extremo, el modelo en el que se concentran todas las tecnologías coercitivas del comportamiento que antes se encontraban en el claustro, la prisión, la escuela o el regimiento, y que reunidas en un solo l ugar, sirvieron como guía para el futuro desarrollo de las instituciones penitenciarias” (Foucault 1977: 293). En Gran Bretaña, la inauguración de la prisión modelo de Pentonville, en 1842, a menudo se considera desde la misma perspectiva. Menos de una década después, la Gran Exposición de 1851 reunió un conjunto de disciplinas y técnicas de exhibición que se habían desarrollado dentro las historias anteriores de museos, panoramas, exposiciones del Instituto de Mecánica, galerías de arte y salones. Al hacerlo, las convirtió en formas expositivas que iban a tener una influencia profunda y duradera, debido a que ordenaban los objetos para inspección pública y simultáneamente ordenaban al públi co que los inspeccionaba, en el desarrollo subsiguiente de museos, galerías de arte, exposiciones y tiendas de departamentos grandes tiendas. Estas historias tampoco están separadas por completo. En ciertos momentos se superponen, a menudo con una transferencia de significados y efectos entre las dos. Sin embargo, para comprender sus interrelaciones será necesario, recurriendo a Foucault, puntualizar los términos que propone para investigar el desarrollo de las relaciones entre poder y conocimiento durante la formación del período moderno, puesto que el conjunto de relaciones asociadas con el desarrollo del complejo expositivo sirve como freno para las conclusiones generalizadas que Foucault deduce de su examen del sistema carcelario. En particular, hay que cuestionar su propuesta de que la penitenciaría se limitó a perfeccionar las tecnologías individualistas y normalizadoras asociadas con un verdadero enjambre de formas de vigilancia y mecanismos disciplinarios que llegaron a permear la sociedad con una nueva y dominante economía política del poder. Esto no quiere decir que las tecnologías de vigilancia no tuvieran lugar en el complejo expositivo, sino que, más bien, su intrincación con formas nuevas de espectáculo produjo un grupo más complejo y matizado de relaciones mediante las cuales se ejercía el poder y se transmitía (y, en parte, a través de y por) a la plebe, de lo que permite el análisis de Foucault. Por supuesto, la preocupación primaria de Foucault es el problema del orden. Foucault concibe el desarrollo de las nuevas formas de disciplina y vigilancia, según lo plantea Jeffrey Minson, como un “intento por reducir el populacho ingobernable a una población diversa y diferenciada”, partes de “un movimiento histórico que pretende transformar conflictos económicos sumamente negativos y formas políticas de desorden en problemas cuasi técnicos o morales para administración social”. Estos mecanismos suponen, continúa Minson, “que la clave de la rebeldía social y política de la plebe, y también el medio de combatirla, radica en la ‘opacidad’ del populacho para las fuerzas del orden” (Minson 1985: 24). El complejo expositivo fue también una respuesta al problema del orden, pero -que funcionó de manera diferente, ya que trataba de transformar ese problema en uno de cultura: una cuestión de ganarse los corazones y las mentes, además de disciplinar y entrenar los cuerpos. Como tal, sus instituciones constitutivas invirtieron las orientaciones de los aparatos disciplinarios para que las fuerzas y los principios del orden fueran visibles para el populacho (transformado aquí en pueblo, en ciudadanía) en lugar de que fuera al contrario. No trataron de trazar un mapa del cuerpo social para conocer al populacho y volverlo visible para el poder. En cambio, mediante la impartición de lecciones objetivas de poder (el poder para ordenar y disponer objetos y cuerpos para exhibición pública) trataron de permitir que el pueblo, en más que en lo individual, conociera más que ser conocido, y se convirtiera en sujeto más que en objeto de conocimiento. No obstante, idealmente, también trataron de permitir que la gente se conociera y, por tanto, se regulara, para llegar a ser, viéndose desde el lado del poder, tanto sujeto como objeto del conocimiento, conociendo el poder y lo que el poder conoce y conociéndose a sí mismo como (idealmente) lo conoce el poder, interiorizando su mirada como principio de autovigilancia y, por consiguiente, de autorregulación. Es así, como un conjunto de tecnologías culturales que tienen que ver con organizar a una ciudadanía que voluntariamente se autorregula, que propongo examinar la formación del complejo expositivo. Al hacerlo, me basaré en la perspectiva de Antonio Gramsci de la función ética y educativa del Estado moderno para explicar las relaciones de este complejo con el desarrollo de la política democrática burguesa. No obstante, aunque desearía resistirme a la tendencia en Foucault hacia las generalizaciones fuera de lugar en Foucault, recurriré al su trabajo de Foucault para desentrañar las relaciones entre conocimiento y poder que producen las tecnologías de la visión, plasmadas en las formas arquitectónicas del complejo expositivo.


Disciplina, vigilancia, espectáculo Al analizar las propuestas de los reformadores penales de finales del siglo XVIII, Foucault señala que el castigo, aunque seguía siendo una “lección legible” organizada en re lación con el cuerpo del ofendido, se concebía como “una escuela más que una fiesta; un libro siempre abierto antes que una ceremonia” (Foucault 1977: 111)]. Por tanto, en los planes para usar el trabajo forzado de los prisioneros en contextos públicos, se contemplaba que el condenado pagara dos veces su deuda con la sociedad: una vez por el trabajo que realizaba, y la segunda, vez por los signos que producía, enfoque tanto del lucro como de la significación en al servir como recordatorio siempre presente de la conexión que hay entre el crimen y el castigo: Sería preciso que los niños pudieran acudir a los lugares donde se ejecuta la pena; allí tomarían sus clases de civismo. Y los hombres hechos volverían a aprender periódicamente las leyes. Concibamos los lugares de castigo como un Jardín de las Leyes que las familias visitaran los domingos. (Foucault 1977: 111). Con el transcurso del tiempo, el castigo tomó un camino distinto con el desarrollo del sistema carcelario. Tanto en el ancien régime como en los proyectos de los reformadores de finales del siglo XVIII, el castigo había formado parte de un sistema público de representación. Ambos regímenes obedecían a una lógica según la cual “pena secreta, pena casi perdida” (Foucault 1977; 111). En contraste, con el desarrollo del sistema carcelario, la pena se sustrajo a la mirada pública, ya que se ejecutaba tras las paredes cerradas de la penitenciaría, y tenía en mente no la producción de signos para la sociedad, sino corregir al infractor. En virtud de que dejó de ser un arte de efectos públicos, el castigo tenía como objetivo una transformación calculada del comportamiento del convicto. El cuerpo de transgresor, que había dejado de ser el medio para transmitir los signos del poder, se dividió en zonas como blanco de las tecnologías disciplinarias que intentaban modificar el comportamiento mediante la repetición. El cuerpo y el alma, como principios de comportamiento, forman el elemento que se propone ahora a la intervención punitiva. Más que sobre un arte de representación, esta intervención punitiva debe basarse en una manipulación reflexiva del individuo [...] En cuanto a los instrumentos utilizados, no son ya complejos de representación que se refuerzan y se hacen circular, sino formas de coerción, esquemas de coacción, aplicados y repetidos. Ejercicios, no signos [...] (Foucault 1977: 128). No es esta explicación la que se cuestiona aquí, sino algunas de las aseveraciones más generales que Foucault elabora partiendo de esta base. En su análisis del “enjambre de mecanismos disciplinarios”, Foucault sostiene que las tecnologías disciplinarias y las formas de observación creadas en el sistema carcelario (en el especial, el principio panóptico, que todo lo vuelve visible para el ojo del poder) muestran cierta tendencia a ‘“desinstitucionalizarse’, a salir de las fortalezas cerradas en que funcionaban y a circular en estado ‘libre’” (Foucault 1977: 211). Estos nuevos sistemas de vigilancia, que correlacionan el cuerpo social para volverlo conocible y dispuesto a la regulación social, significan, según argumenta Foucault, que “se puede hablar, pues, de la formación de una sociedad disciplinaria [...] que va de las disciplinas cerradas, una especie de ‘cuarentena’ social, hasta el mecanismo indefinidamente generalizable del ‘panoptismo’” (Ibídem 216). Una sociedad, según Foucault en su cita aprobatoria de Julius, que “es no del espectáculo, sino de la vigilancia”: La antigüedad había sido una civilización del espectáculo. “Hacer accesible a una multitud de hombres la inspección de un pequeño número de objetos”: a este problema respondía la arquitectura de los templos, los teatros y los circos. [...] En una sociedad donde los elementos principales no son ya la comunidad y la vida pública, sino los ciudadanos particulares, por una parte, y el Estado, por la otra, las relaciones no pueden regularse sino en una forma que sea el inverso exacto del espectáculo. A la era moderna, a la influencia siempre creciente del Estado, a su intervención cada día más profunda en todos los detalles y todas las relaciones de la vida social, le estaba reservada la tarea de aumentar y perfeccionar sus garantías, utilizando y dirigiendo hacia este gran fin la construcción y la distribución de edificios destinados a vigilar al mismo tiempo a una gran multitud de hombres. (Foucault 1977: 216-217). Una sociedad disciplinaria: esta caracterización general de la modalidad de l poder en las sociedades modernas ha resultado ser uno de los aspectos más influyentes de la obra de Foucault. Sin embargo, se trata


de una generalización poco cauta y producida por un tipo peculiar de falta de atención, puesto que de ningún modo se deduce del hecho de que el castigo haya dejado de ser un espectáculo que la función de exhibir el poder (de hacerlo visible para todos) haya quedado a su vez en suspenso. En efecto, como Graeme Davison propone, el Palacio de Cristal podría servir como emblema de una serie arquitectónica que podría compararse con la del manicomio, la escuela y la prisión en su continua preocupación por la exhibición de objetos ante una gran multitud: El Palacio de Cristal invirtió el principio panóptico ya que fijó los ojos de la multitud en una aglomeración de artículos glamorosos. El Panóptico se diseñó para poder ver a todos; el Palacio de Cristal se diseñó para que todos pudieran ver. (Davidson 1982-83: 7). Esta oposición es un poco exagerada, en el sentido de que una de las innovaciones arquitectónicas del Palacio de Cristal consistió en la disposición de las relaciones entre el público y las exposiciones de manera que, aunque todo el mundo podía ver, también había posiciones de ventaja desde las cuales se podía observar a todos, combinando así las funciones de espectáculo y vigilancia. No obstante, vale la pena conservar este desplazamiento del interés por el momento, en particular porque su fuerza no más intermitente, las exposiciones, desempeñaron un papel decisivo en la formación del Estado moderno y son fundamentales en su concepción, entre otras cosas, como agencias educativas y civilizadoras. Desde finales del siglo XIX, han ocupado los puestos más altos en las prioridades de financiamiento de todas nacionesEstado desarrolladas y han resultado ser tecnologías culturales notablemente influyentes en la medida en que han reclutado el interés y la participación de la ciudadanía. Por último, el complejo expositivo proporcionó el contexto para la exhibición permanente del poder y el conocimiento. En su análisis de la exhibición de poder en el ancien régime, Foucault destaca esta cualidad episódica. El espectáculo del cadalso formaba parte de un sistema de poder que "a falta de una vigilancia ininterrumpida, buscaba la renovación de su efecto en el espectáculo de sus manifestaciones singulares; de un poder que cobraba nuevo vigor con la manifestación ritual de su realidad de ‘súperpoder’” (Foucault 1977: 57). No es que el siglo XIX haya prescindido del todo de la necesidad de la exacerbación periódica del poder por medio de su despliegue excesivo, ya que las exposiciones desempeñaban esta función. Sin embargo, lo hacían en relación con una red de instituciones que proporcionaban los mecanismos para la exhibición permanente del poder. Y de un poder que no se reducía a efectos periódicos sino que, por el contrario, se manifestaba precisamente en el despliegue continuo de su capacidad de dirigir, ordenar y controlar objetos y cuerpos, vivos o muertos, que no se limitaba de ningún modo a la Gran Exposición. Hasta una mirada rápida a The Shows of London de Richard Altick convence de que no existen precedentes del esfuerzo social que se dedicó en el siglo XIX a la organización de espectáculos organizados para públicos cada vez más amplios e indiferenciados (Altick 1978). Varios aspectos de estos acontecimientos merecen una consideración preliminar. Primero, la tendencia en la propia sociedad (en sus partes constituyentes y como un todo) a presentarse como un espectáculo. Esto se hizo especialmente palpable en los intentos por volver visible, y por tanto conocible, a la ciudad como una totalidad. Mientras que las redes de vigilancia en formación penetraban poco a poco las profundidades de la vida urbana, las ciudades abrían cada vez más sus procesos a la inspección pública y exponían sus secretos no solamente a la mirada del poder, sino, en princi pio, a la de todos; desde luego, el dominio especular del ojo del poder se puso a la disposición de todos. A principios del siglo XX, apunta Dean MacCannell, los turistas de París “realizaban recorridos guiados de los albañales, el depósito de cadáveres, un matadero, una fábrica de tabaco, la imprenta gubernamental, un taller de tapicería, la casa de moneda, la bolsa de valores y la suprema corte en sesión” (MacCannell 1976:57). Sin duda, tales recorridos sólo conferían un dominio imaginario sobre l a ciudad, una visión ilusoria, más que de control sustantivo, como Dana Brand indica que ocurrió con los primeros panoramas (Brand 1986). Sin embargo, el principio que representaban era bastante real y, en el intento por volver conocibles a las ciudades con la exhibición del funcionamiento de sus instituciones organizadoras, no tiene paralelo alguno con los espectáculos de los regímenes anteriores en los que la visión del poder era siempre “desde abajo”. Esta ambición de alcanzar un dominio especular sobre una totalidad fue aún más evidente en la concepción de las exposiciones internacionales, las cuales, en su apogeo, trataron, en sentido metonímico, de hacer


accesible el mundo entero, pasado y presente, en las colecciones de objetos y personas que reunían y, desde sus torres, colocarlo frente a una visión controladora. Segundo, la creciente intervención del Estado en la oferta de tales espectáculos. En el caso inglés, y todavía más en el estadounidense, dicha intervención fue típicamente indirecta. Nicholas Pearson señala que, mientras el ámbito de la cultura caía cada vez más bajo la regulación gubernamental en la segunda mitad del siglo XIX, la forma preferida de administración de museos, galerías de arte y exposiciones era (y sigue siendo) por medio de una junta directiva. Gracias a éstas, el Estado podía retener la dirección eficaz de la política en virtud del control que ejercía sobre las designaciones, pero sin intervenir en la conducción cotidiana de los asuntos, infringiendo así, al parecer, el imperativo kantiano de subordinar la cultura a las necesidades prácticas (Pearson 1982: 8-13, 46-47). Aunque en un principio el Estado se animó a regañadientes a participar a regañadientes en esta esfera de actividad, que no debe haber ninguna duda acerca de la importancia que cobró con el tiempo. Los museos, las galerías y, de manera más intermitente, las exposiciones, desempeñaron un papel decisivo en la formación del Estado moderno y son fundamentales en su concepción, entre otras cosas, como agencias educativas y civilizadoras. Desde finales del siglo XIX, han ocupado los puestos más altos en las prioridades de financiamiento de todas naciones-Estado desarrolladas y han resultado ser tecnologías culturales notablemente influyentes en la medida en que reclutado el interés y la participación de la ciudadanía. Por último, el complejo expositivo proporcionó el contexto para la exhibición permanente del poder y el conocimiento. En su análisis de la exhibición de poder en el ancien régime, Foucault destaca esta cualidad episódica. El espectáculo del cadalso formaba parte de un sistema de poder que “a falta de una vigilancia ininterrumpida, buscaba la renovación de su efecto en el espectáculo de sus manifestaciones singulares; de un poder que cobraba nuevo vigor con la manifestación ritual de su realidad de ‘súperpoder’” (Foucault 1977: 57). No es que el siglo XIX haya prescindido del todo de la necesidad de la exacerbación periódica del poder por medio de su despliegue excesivo, ya que las exposiciones desempeñaban esta función. Sin embargo, lo hacían en relación con una red de instituciones que proporcionaban los mecanismos para la exhibición permanente del poder. Y de un poder que no se reducía a efectos periódicos sino que, por el contrario, se manifestaba precisamente en el despliegue continuo de su capacidad de dirigir, ordenar y controlar objetos y cuerpos, vivos o muertos. Enseguida, hay otra serie que Foucault examina al detallar el desplazamiento de interés de la ceremonia del cadalso a los rigores disciplinarios de la penitenciaría. Sin embargo, es una serie que tiene ecos y, en algunos aspectos, se basa en otra sección del aparato sociojurídico: el juicio. La escena del juicio y la del castigo se entrecruzaron mientras se movían en dirección opuesta durante los primeros tiempos del período moderno. Cuando el castigo se retiró de la mirada pública y se transfirió al espacio cerrado de la penitenciaría, los procedimientos de juicio y sentencia -—los cuales, salvo en Inglaterra, se habían realizado hasta entonces en secreto en la mayoría de los casos y eran “opacos no sólo para el público, sino también para el propio acusado” (Foucault 1977: 35)-— se volvieron públicos como parte de un nuevo sistema de verdad judicial que, para funcionar como verdad, necesitaba darse a conocer a todos. Si la asimetría de estos movimientos es convincente, no lo es más que la simetría del movimiento que siguieron el juicio y el museo en la transición que hicieron de contextos cerrados y restringidos a abiertos y públicos. Además, como parte de la transformación profunda de su funcionamiento social, fue a estas instituciones a las que en última instancia —-y no presenciando el castigo ejecutado en las calles, ni, como Bentham había imaginado, abriendo las penitenciarías a la inspección pública-— fueron invitados los niños y sus padres a tomar lecciones de civismo. Más aún, dichas lecciones consistían no en una exhibición de poder que, tratando de aterrorizar, colocaba a la gente del otro lado del poder tumo como sus destinatarios potenciales, sino que más bien ponía a la gente (concebida como ciudadanía nacionalizada) de este lado del poder, tanto en calidad de sujeto como de beneficiario. Para que se identificara con el poder, para que lo considerara, si no directamente suyo, entonces indirectamente, una fuerza regulada y canalizada por los grupos dirigentes de la sociedad, pero para el bien de todos: ésta era la retórica del poder plasmada en el complejo expositivo, un poder que se manifestaba no en su capacidad de infligir dolor, sino en su capacidad de organizar y coordinar un orden de cosas y producir un lugar para la gente en relación con dicho orden. Así, los estudios detallados


de las exposiciones del siglo XIX destacan con insistencia la economía ideológica de sus principios organizativos, que transformaban las exhibiciones de maqui naria y procesos industriales, de productos terminados y objets ád’art, en significantes materiales del progreso, pero del progreso como logro nacional colectivo con el capital como el gran coordinador (Silverman 1977, Rydell 1984).Este poder subyugado así por la adulación, que se coloca al lado de la gente al darle un lugar dentro de su funcionamiento; un poder que coloca a la gente tras él, envuelta en complicidad con él más que sometida y temerosa ante él. Este poder marcó la distinción entre los sujetos y los objetos del poder no dentro del cuerpo nacional, sino, como prescriben las numerosas retóricas del imperialismo, entre ese cuerpo y otros pueblos “no civilizados” sobre cuyos cuerpos se desataron los efectos del poder con tanta fuerza y teatralidad como se habían manifestado en el cadalso. En otras palabras, fue un poder que tenía el propósito de producir un efecto retórico; más que un efecto disciplinario, mediante su representación de la otredad. Pese a todo, el complejo expositivo no debe evaluarse meramente en términos de la economía ideológica. Aunque los museos y las exposiciones pueden haber comenzado con la resolución de ganarse el corazón y la mente de sus visitantes, estos también llevaban sus cuerpos consigo y crearon problemas arquitectónicos tan molestos como los que planteaba el desarrollo del archipiélago carcelario. El nacimiento del segundo, sostiene Foucault, planteó toda una nueva problemática arquitectónica: [...] la de una arquitectura que ya no está hecha simplemente para ser vista (como el fausto de los palacios), o para observar el espacio exterior (cf. la geometría de las fortalezas), sino para permitir un control interior, articulado y detallado,; para hacer visibles a quienes se encuentran dentro; en términos más generales, una arquitectura que habría de ser un operador para la trasformación de los individuos: que obre sobre aquellos a quienes abriga, que proporcione un asidero para su conducta, que lleve hasta ellos los efectos del poder, que haga posible conocerlos, modificarlos. (Foucault 1977: 172) Como señala Davison, el desarrollo del complejo expositivo también planteó una nueva exigencia: que todos debían ver, y no sólo la ostentación de las fachadas imponentes, sino también su contenido. Esto creó, asimismo, una serie de problemas arquitectónicos que finalmente se resolvieron con una “economía política del detalle” semejante a la que se aplicó a la regulación de las relaciones entre cuerpos, espacio y tiempo dentro de la penitenciaría. En Gran Bretaña, Francia y Alemania, a finales del siglo XVIII y principios del XIX hubo una avalancha de concursos arquitectónicos patrocinados por el Estado para el diseño de museos, en los que paulatinamente se desvió la atención de organizar espacios de exhibición para el placer privado del príncipe o aristócrata, para centrarla en la organización del espacio y la visión que permitirían que los museos funcionaran como órganos de instrucción pública (Seling 1967). Sin embargo, como ya he indicado, es engañoso pensar que la problemática arquitectónica del complejo expositivo simplemente invirtió los principios panópticos. Foucault sostiene que el efecto de estos principios fue abolir a la multitud concebida como “masa compacta, lugar de intercambios múltiples, individualidades que se funden, efecto colectivo” y sustituirla por “una colección de individualidades separadas” (Foucault 1977: 201). Sin embargo, como señala John MacArthur, el Panóptico es sólo una técnica y no un régimen disciplinario o parte esencial de uno y, como todas las técnicas, sus posibles efectos no se agotan con su despliegue dentro de cualquiera de los regímenes en los que por casualidad se usa (MacArthur 1983: 192-193). La peculiaridad del complejo expositivo no se encuentra en la inversión de los principios del Panóptico. En cambio, reside en la incorporación de los aspectos de esos principios a los del panorama, para formar una tecnología de visión que sirvió no sólo para atomizar y dispersar a la multitud, sino para regularla, y al lograrlo, volviéndola volverla visible para sí misma, convirtiendo a la multitud en el espectáculo supremo. Una instrucción de una “Breve amonestación para los turistas” en la Exposición Panamericana de 1901 advertía: “Recuerde que después de cruzar las puertas, pasará a formar parte del espectáculo” (citado en Harris 1978:144). Esto también es válido con para los museos y las tiendas de departamentos las grandes tiendas que, como muchas de las principales salas de exhibición y las exposiciones, con frecuencia contenían galerías que ofrecían una posición de ventaja un punto de vista superior desde el cual se podía observar la distribución del todo y las actividades de otros visitantes. No obstante, en las exposiciones se desarrolló esta característica más que en ninguna otra parte, porque se construyeron miradores desde los cuales se podía


observarlas como totalidades: por ejemplo, la función de la Torre Eiffel en la exposición de París de 1889. Para ver y ser visto; para escrudiñar, pero estar siempre bajo vigilancia; el objeto de una mirada desconocida, pero controladora; en este sentido, como micro mundos que constantemente se vuelven visibles para sí mismos, las exposiciones realizaron algunos de los ideales del panoptismo porque transformaron a la multitud en un público constantemente observado, autovigilante, autorregulador y, como deja entrever el registro histórico, siempre ordenado: una sociedad que se vigila a sí misma. Dentro del sistema organizado jerárquicamente jerárquicamente organizado de miradas de la penitenciaría, en el que cada nivel de mirada es supervisado por otro superior, el interno constituye el punto donde todas estas miradas convergen, pero no puede devolver una mirada propia ni moverse a un nivel más alto de visión. En contraste, el complejo expositivo perfeccionó un sistema de miradas autovigilante, en el que las posiciones de sujeto y objeto pueden intercambiarse, en el que la multitud entra en comunión y se regula por medio de la interiorización del ideal y la vista ordenada de sí misma, tal como se ve desde la visión controladora del poder, un punto de vista accesible a todos. Así fue que como, en la democratización del ojo del poder, las exposiciones realizaron la aspiración de Bentham de llegar a un sistema de miradas cuya posición central estuviera disponible para el público en todo momento, una lección modelo de civismo donde la sociedad se regulara a sí misma mediante la autoobservación. Aunque, desde luego, la autoobservación ocurriera desde una cierta perspectiva. Como Manfredo Tafuri comenta: Las galerías y las grandes tiendas de departamentos de París, así como las grandes exposiciones importantes, eran sin duda los lugares donde la multitud se convertía en espectáculo y encontraba el medio espacial y visual para una autoeducación desde el punto de vista del capital. (Tafuri 1976: 83). Sin embargo, no fue sólo un logro de la arquitectura. También deben tomarse en cuenta las fuerzas que definieron el complejo expositivo y formaron sus públicos y sus retóricas. Los aparatos expositivos El espacio de representación constituido por las disciplinas expositivas, además de conferirle un grado de unidad, también estaba ocupado de manera un tanto diferente, y con efectos distintos, por las instituciones que abarcaba el complejo. Si los museos daban a este espacio solidez y permanencia, esto se lograba a costa de una falta de flexibilidad ideológica. Los museos públicos instituyeron un orden de cosas que e staba hecho para durar. Con ello proporcionaron al Estado moderno un telón de fondo ideológico profundo y continuo, que, para desempeñar esta función, no podía modificarse para responder a necesidades ideológicas a corto plazo. Las exposiciones satisfacían esta necesidad: inyectaban nueva vida al complejo expositivo y volvían sus configuraciones ideológicas más acomodaticias, ya que las amoldaban para atender las estrategias hegemónicas coyunturales específicas de diversas burguesías nacionales. Daban dinamismo al orden y lo movilizaban estratégicamente en relación con las exigencias políticas e ideológicas más inmediatas del momento particular. Esto fue en parte un efecto de los discursos secundarios que acompañaban a las exposiciones. Desde la magnificencia estatal de las ceremonias de inauguración y clausura, pasando por los artículos periodísticos, hasta auténticas hordas de iniciativas pedagógicas organizadas por asociaciones religiosas, filantrópicas y científicas para aprovechar los públicos que las exhibiciones producían, a menudo forjaban conexiones muy directas y específicas entre la retórica expositiva de progreso y las reivindicaciones de liderazgo de ciertas fuerzas sociales y políticas. Sin embargo, la influencia distintiva de las propias exposiciones consistía en su articulación de la retórica del progreso a la retórica del nacionalismo e imperialismo, y en producir, por medio del control que ejercían sobre las ferias populares adyacentes, una esfera cultural ampliada para el despliegue de las disciplinas expositivas. Por supuesto, la moneda básica representativa de las exposiciones era la disposición de las exhibiciones de procesos y productos manufacturados. Antes de la Gran Exposición, el mensaje de progreso se había transmitido a través de la disposición de las exposiciones, como Davison observa, en “una serie de clases y subclases que iban en orden ascendente desde materias primas de la naturaleza, varios productos manufacturados y dispositivos mecánicos, hasta las formas más ‘elevadas’ de arte aplicado y bellas artes” (Davison 1982/83: 8). Como tales, las articulaciones clasistas de esta retórica estaban sujetas a cierta variación. Las exposiciones del Instituto de Mecánica hacían considerable hincapié en la importancia central de las contribuciones de los trabajadores a los procesos de producción que, en ocasiones, permitían una apropiación radical de su mensaje. “La maquinaria de la riqueza, que se exhibe aquí”, hizo notar el Leeds


Timexs en un artículo sobre una exposición de 1939, “ha sido creada por los hombres de los martillos y las gorras; más honorables que todos los cetros y coronas del mundo” (citado en Kusamitsu 1980:79). La Gran Exposición introdujo dos cambios que influyeron de manera decisiva en el futuro desarrollo de la forma. Primero, los procesos de producción perdieron importancia y la atención empezó a centrarse en los productos, despojados de las marcas de fabricación y recibidos como signos del poder productivo y coordinador del capital y el Estado. Después de 1851, las ferias mundiales funcionarían menos como vehículos de educación técnica de las clases trabajadores que como instrumentos para su estupefacción ante los productos transformados de su propio trabajo, “lugares de peregrinaci ón al fetiche Mercancía”, como señala Walter Benjamín (Benjamín 1973: 165). Segundo, aunque no abandonada por completo, la taxonomía progresista anterior, que se basaba en las etapas de producción, quedó subordinada a la influencia dominante de los principios de clasificación basados en las naciones y las entidades supranacionales de imperios y razas. Este principio plasmado en la forma de tribunales nacionales o áreas de exhibición en el Palacio de Cristal, se transformó posteriormente en pabellones diferentes para cada país participante. Por otra parte, luego de una innovación en la Exposición del Centenario celebrada en Filadelfia en 1876, estos pabellones se dividieron por lo general en zonas de grupos raciales: latinos, teutones, anglosajones, americanos y orientales eran las clasificaciones más favorecidas; a los pueblos negros y a las poblaciones aborígenes de los territorios conquistados se les negaba un espacio propio y quedaban representados como apéndices subordinados a las exposiciones imperiales de las principales potencias. El efecto de estos acontecimientos era transferir la retórica del progreso de las relaciones entre las etapas de producción a las relaciones entre l as razas y las naciones mediante la superposición de las asociaciones de las primeras en las segundas. En el contexto de las exposiciones imperiales, la representación de los pueblos súbditos ocupaba los niveles más bajos de la civilización industrializada. Reducidos a exhibiciones de artesanías “primitivas” y cosas por el estilo, se los representaba como culturas sin ímpetu, salvo por lo que benévolamente se les confería desde el exterior gracias a la misión de mejoramiento que llevaban a cabo las potencias imperialistas. A las civilizaciones orientales se les asignaba una posición intermedia, donde se las presentaban como que en alguna época habían estado sujetas al desarrollo, pero posteriormente habían degenerado y caído en el estancamiento, o como representativas de logros de una civilización que, aunque se había desarrollado por sus propios medios, se juzgaba inferior a las normas establecidas por Europa (Harris 1975). En resumen, una taxonomía progresista para la clasificación de bienes y procesos manufactureros se adaptó a una concepción teleológica abiertamente racista de las relaciones entre los pueblos y las razas, que culminó en los logros de las potencias metropolitanas, que invariablemente tenían las exposiciones más impresionantes en los pabellones del país anfitrión. Así, las exposiciones situaban a sus audiencias preferidas en el pináculo del orden de cosas expositivo que construían. También las instalaban en el umbral de las mejores cosas por venir. Aquí, también, la Gran Exposición puso el ejemplo con el patrocinio de una exhibición de proyectos arquitectónicos para mejorar las condiciones de vivienda de la clase trabajadora. El principio se convertiría, en ulteriores exposiciones ulteriores, en exhibiciones de proyectos elaborados para mejorar las condiciones sociales en las áreas de salud, higiene, educación y bienestar: promesas de que los motores del progreso se engrasarían para el bien general. En efecto, las exposiciones llegaron a funcionar como promesas de pago en sus totalidades, representando, aunque fuera por una temporada, los principios utópicos de la organización social que, una vez llegado el momento de hacer efectivas las promesas, se realizarían, andando el tiempo, en perpetuidad. Conforme las ferias mundiales caían cada vez más bajo la influencia del modernismo, la retórica del progreso tendió, como señala Rydell, a “traducirse en una declaración utópica del futuro”, que prometía la inminente disipación de las tensiones sociales, una vez que el progreso hubiera llegado al punto en que sus beneficios pudieran generalizarse (Rydell 1984:4). Iain Chambers sostiene que las culturas de las clases medias y trabajadoras se volvieron claramente distintas en Inglaterra, en el siglo XIX, cuando la cultura popular urbana comercial se desarrolló más allá del alcance de la economía moral de la religión y la respetabilidad. Como consecuencia, argumenta, “la cultura oficial se limitó públicamente a la retórica de los monumentos en el centro de la ciudad: la universidad, el museo, el teatro, la sala de conciertos; por lo demás, estaba reservada


para el espacio ‘privado’ de la residencia victoriana” (Chambers 1985:9). Aunque no se discuten los términos generales de este argumento, omite toda consideración de la función de las exposiciones que proporcionaron a la cultura oficial cabezas de puente poderosas para la cultura popular recién desarrollada. Lo De manera más evidente, las zonas oficiales de las exposiciones ofrecían el contexto para el despliegue de las disciplinas expositivas que llegaban a un público más amplio que el que alcanzaba por lo común el sistema público de museos. El intercambio, tanto de personal como de muestras, entre museos y exposiciones era un aspecto normal y recurrente de sus relaciones y constituía el eje institucional de la implementación social ampliada de un conjunto de disciplinas distintivamente nuevo. Incluso dentro de las zonas oficiales de las exposiciones, las disciplinas expositivas lograron tener contacto con públicos muy extensos que incluso hasta las formas más comercializadas de cultura popular podían reivindicar: 32 millones de personas asistieron a la Exposición de París de 1889,' 27.5 millones fueron a la Exposición Colombina de Chicago en 1893 y casi 49 millones visitaron la exposición “Un Siglo de progreso”, también en Chicago, en 1933-1934; la Exposición Imperial de Glasgow, de 1938, atrajo a 12 millones de visitantes, y más de 27 millones asistieron a la Exposición Imperial de Wembley en 1924-1925 (MacKenzie 1984: 101). Sin embargo, el alcance ideológico de las exposiciones a menudo se extendía considerablemente más allá, ya que establecía su influencia en las zonas populares de entretenimiento; aunque las autoridades de las exposiciones deploraron al principio la existencia de estas zonas populares, después se manejaron como anexos planeados planificados a las zonas de exposición oficiales y, a veces, se incorporaban a éstas. A través de esta red de relaciones, la cultura pública oficial de los museos llegó a la cultura popular urbana en vías de desarrollo, definiendo y dirigiendo su desarrollo al someter la temática ideológica del entretenimiento popular a la retórica del progreso. El acontecimiento más crítico en este respecto consistió en la extensión del ámbito disciplinario de la antropología hacia las zonas de entretenimiento, porque fue ahí do nde se realizó el trabajo crucial de transformar a los propios pueblos no blancos, y no sólo sus vestigios o artefactos, en lecciones objeto de la teoría de la evolución. París marcó el tono con la ciudad colonial que construyó como parte de la exposición de 1889. Poblada de asiáticos y africanos en aldeas “nativas” simuladas, la ciudad colonial funcionó como ejemplo sobresaliente de la antropología francesa y, a través de su influencia en los delegados que asistieron al décimo Congrés Internationale d´Anthropologie et d'Archéologie Préhistorique celebrado en asociación con la exposición, tuvo un papel decisivo en las modalidades futuras de la implementación social de la disciplina. Aunque esto era cierto a nivel internacional, el estudio de Rydell de las ferias mundiales que se celebraron en los Estados Unidos ofrece la demostración más detallada del papel activo que desempeñaron los antropólogos de los museos para transformar los terrenos del parque Midway en demostraciones vivientes de la teoría evolutiva, mediante la organización de los pueblos no blancos en una “escala móvil de humanidad” que iba desde lo bárbaro hasta lo casi civilizado, subrayando así la retórica expositiva del progreso al servir como contrapunto visible de sus logros triunfales. Fue ahí que donde las relaciones de conocimiento y poder continuaron invirtiéndose en la exhibición pública de cuerpos, que colonizó el espacio de los espectáculos anteriores de fenómenos y monstruosidades para personificar las verdades de un nuevo régimen de representación. Así pues, en sus interrelaciones, las exposiciones y las zonas de las ferias constituyeron un orden de cosas y de pueblos que, en virtud de que se adentraban en las profundidades del tiempo prehistórico y abarcaban todos los confines del globo, hacían presente, como una metonimia, a todo el mundo, subordinado a la mirada dominante de los blancos, burgueses y (aunque ésta es otra historia) del ojo masculino de las potencias metropolitanas. Pero un ojo de poder que, gracias al desarrollo de la tecnología de visión asociada con las torres de las exposiciones y los puestos para verlas que se produjeron en relación con las ciudades ideales en miniatura de las propias exposiciones, se había democratizado, ya que estaba a la disposición de todos. Los primeros intentos por establecer un dominio especular sobre la ciudad habían sido, huelga decirlo, numerosos (la cámara oscura, el panorama) y a menudo fantásticos en sus imaginaciones tecnológicas. Además, la ambición de representar a todo el mundo en colecciones de artículos, subordinadas a la visión controladora del espectador, estuvo presente en las exposiciones mundiales desde el principio. Esto se representó por sinécdoque en la Gran Exposición con el Gran Globo de Wylde, una rotonda de ladrillos en la que entraban los visitantes para ver moldes de yeso de los continentes y océanos del mundo. Los principios plasmados en la Torre Eiffel, construida para la Exposición de París de 1889 y repetida en


innumerables exposiciones posteriores, unió estas dos series e hizo factible el proyecto de dominio especular al ofrecer un punto de ventaja vista elevado sobre un micromundo que pretendía ser representativo de la totalidad. Roland Barthes ha resumido acertadamente los efectos de la tecnología de visión que se materializaron con la Torre Eiffel. En su comentario acerca de que la torre supera “el divorcio habitual entre ver y ser visto”, Barthes sostiene que adquiere un poder distintivo de su capacidad de circular entre estas dos funciones de la vista. Un objeto, cuando lo miramos, se convierte a su vez en mirador cuando lo visitamos, y ahora constituye como un objeto, al mismo tiempo extendido y recogido detrás de él, ese París que recién lo estaba mirando. (Barthes 1979: 4). Una vista en sí misma, se convierte en sitio para una vista; un lugar tanto para ver como para ser visto, que permite al individuo circular entre las posiciones de objeto y sujeto de la visión dominante que ofrece sobre la ciudad y sus habitantes. En esto, su efecto de distanciamiento, argumenta Barthes, “la torre convierte a la ciudad en una especie de naturaleza; constituye el enjambre de hombres en el paisaje, agrega al mito urbano, con frecuencia deprimente, una dimensión romántica, una armonía, una mitigación”, y ofrece “un consumo inmediato de una humanidad vuelta natural por esa mirada que la transforma en espacio” (Barthes 1979: 8). Es por la visión dominante que ofrece, continúa Barthes, que para el visitante “la torre es el primer monumento obligatorio; es una puerta, marca la transición hacia un conocimiento” (Ibídem 14). Y hacia el poder asociado con ese conocimiento: el poder de ordenar objetos y personas en un mundo por conocer y desplegarlo ante una visión capaz de abarcarlo como una totalidad. En The Prelude, William Wordsworth, buscando un punto de ventaja panorámico desde el cual sofocar el estado de ruido y confusión de la ciudad, invita al lector a ascender con él “Por encima de la presión y el peligro de la multitud/Sobre la plataforma de algún actor”, en la Feria de San Bartolomeo, equiparada con chusmas, disturbios y ejecuciones como ocasiones en que las pasiones del populacho de la ciudad se manifiestan con expresión desenfrenada. Sin embargo, el punto de ventaja panorámico no brinda ningún control: All moveables of wonder, from all parts, Are here - Albinos, painted Indians, Dwarfs, The Horse of knowledge, and the learned Pig, The Stone-eater, the man that swallows fire, Giants, Ventriloquists, the Invisible Girl, The Bust that speaks and moves its goggling eyes, The Wax-work, Clock-work, all the marvellous craft Of modern Merlins, Wild Beasts, Puppet-shows, All out-o’-the-way, far-fetched, perverted things, All freaks of nature, all Promethean thoughts Of man, his dullness, madness, and their feats All jumbled up together, to compose A Parliament of Monsters. (VII, 684-5; 706-18) Peter Stallybrass y Allon White argumentan que esta perspectiva de Wordsworth fue típica de la tendencia de principios del siglo XIX a que el público culto, al abstenerse de participar en las ferias públicas, también se distanciara de éstas ellas y tratara de obtener cierto control ideológico sobre las ferias por medio de la producción literaria de puntos de ventaja vista elevados desde los cuales podía observarlas. Hacia finales del siglo, el dominio imaginario sobre la ciudad que brindaba la plataforma del artista se había transformado en una realidad de hierro, en tanto que la feria, que había dejado de ser un símbolo de caos, se convirtió en el espectáculo máximo de la totalidad ordenada. Además, la sustitución de la participación por la observación era una posibilidad abierta a todos. El principio del espectáculo (que era, según lo resume Foucault, el de volver un número pequeño de objetos accesibles a la inspección de una multitud) no quedó en el olvido en el siglo XIX: fue superada por el desarrollo de las tecnologías de visión que volvieron a la multitud accesible a su propia inspección. Conclusión En este artículo, he intentado trazar una línea delicada entre las perspectivas de Foucault y Gramsci sobre el Estado, pero sin tratar de borrar sus diferencias, para forjar una síntesis de las dos. Tampoco existe una razón apremiante para tal síntesis. El concepto del Estado es sólo una abreviación conveniente de una gama de agencias gubernamentales que (como Gramsci fue uno de los primeros en sostener que había que distinguir entre los aparatos de coerción del Estado y los que se dedican a la organización del


consentimiento) no necesitan concebirse como unitarias en relación con su funcionamiento o las modalidades del poder que representan. Dicho lo anterior, sin embargo, mi discusión ha sido sobre todo con (pero no en contra de) Foucault. En el estudio ya mencionado, Pearson distingue entre los tratamientos “duros” y “suaves” del papel del Estado en la promoción del arte y la cultura en el siglo XIX. El primero consta de “un cuerpo sistemático de conocimiento y habilidades promulgadas de manera sistemática para audiencias específicas”. Su campo abarca a las instituciones educativas que ejercieron control enérgico o cierta medida de restricción sobre sus miembros y a las cuales emigraron sin duda las tecnologías de autovigilancia desarrolladas en el sistema carcelario. En contraste, el tratamiento “suave” funcionó “por e l ejemplo, más que por la pedagogía; por entretenimiento, más que por educación disciplinada; y por sutileza y estímulo” (Pearson 1982:35). Su campo de aplicación comprende las instituciones cuyo control sobre sus públicos dependía de la participación voluntaria de éstos. No parece haber ninguna razón para negar los diferentes grupos de relaciones entre conocimiento y poder que representan estos tratamientos contradictorios, ni para buscan su reconciliación en algún principio común, puesto que las necesidades a las que respondieron eran diferentes. El problema al que respondía el “enjambre de mecanismos disciplinarios” era el de conseguir que las poblaciones grandes fueran gobernables. Sin embargo, el desarrollo de las políticas democráticas burguesas requería que el populacho no sólo fuera gobernable, sino que aceptara ser gobernado, con lo que se creó la necesidad de obtener el apoyo popular activo para los valores y objetivos consagrados en el Estado. Foucault conoce muy bien el poder simbólico de la penitenciaría: El alto muro, no ya el que rodea y protege, no ya el que representa el poder y la riqueza, sino el muro cuidadosamente cerrado, infranqueable en uno y otro sentido y que encierra el trabajo ahora misterioso del castigo, será, próximo y a veces incluso en medio de las ciudades del siglo XIX, la figura monótona, a la vez material y simbólica, del poder de castigar. (Foucault 1977: 116) Por lo general, los museos también estaban situados en el centro de las ciudades donde se erguían como representaciones, tanto materiales como simbólicas, del poder de “mostrar y decir”, el que, al desplegarse en un espacio abierto y público recién constituido, trataba retóricamente de incorporar al pueblo a los procesos del Estado. Si el museo y la penitenciaría eran así representados por Jano como rostro del poder, había no obstante, por lo menos en términos simbólicos, una economía de esfuerzo entre ellos. Puesto que quienes no adoptaban la relación tutelar con el ser promovido por la educación popular, o cuyos corazones y mentes no podían ser conquistados por las nuevas relaciones pedagógicas, los muros cerrados de la penitenciaría amenazaban con impartir una educación mucho más severa de las lecciones del poder. Ahí donde la enseñanza y la retórica fallaban, comenzaba el castigo.


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