La literatura del Barroco

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EL MARCO HISTÓRICO: ESPAÑA Y EUROPA EN EL SIGLO XVII

El siglo XVII en Europa

El siglo XVII es una época de crisis: crisis general cuyas raíces parten de finales del siglo XVI y que sólo comenzará a superarse en algunos países pasado 1650. • La población se estanca o retrocede. La economía sufre una recesión: en la agricultura, por ejemplo, se da una concentración de tierras en manos de grandes señores y, como consecuencia, un empeoramiento de la condición de los campesinos. En la sociedad, debemos destacar las fuertes tensiones sociales entre burguesía y nobleza. La burguesía, fuerza social renovadora, había crecido en vigor, dinamismo e influencia durante los siglos XV y XVI. En otros, en cambio, como Francia o España, asistimos a una reacción señorial: la nobleza, aliada con la Iglesia, lucha por frenar el impulso de la burguesía, y por mantener o restaurar las barreras que el «antiguo régimen» establecía entre los estamentos. Se trataba, en definitiva, de cercenar la posibilidad de «medrar»; esto es, de acceder a niveles económico-sociales superiores y de conservar los tradicionales privilegios de nobleza y clero. Esto crea en los sectores relegados y oprimidos un fuerte descontento que el régimen señorial tendrá que reprimir o desviar. • En la política, como reflejo de lo anterior, ha de distinguirse entre los países en que el régimen señorial ha logrado triunfar y aquellos otros en que la burguesía conserva su fuerza ascendente: — La monarquía absoluta es la forma de gobierno de los primeros (así, en Francia y España). Se trata de un «pacto» entre las clases privilegiadas y el rey: nobleza y clero apoyan a la monarquía y, a su vez, encuentran en ésta el apoyo necesario para conservar sus privilegios. — En cambio, en Holanda e Inglaterra, la burguesía llegará a imponer formas propias de gobierno: en aquella, la primera república moderna; en ésta, tras ciertas vicisitudes, una supremacía del Parlamento sobre el poder real. La España del siglo XVII. La decadencia

La crisis del siglo XVII reviste en España una extrema gravedad. Es, además, el siglo de la decadencia. Y decadencia y crisis se refuerzan mutuamente. Durante los reinados de Felipe III (1598-1621), Felipe IV (1621-1665) y Carlos II (16651700), España se desmorona. En el interior, la corrupción y la inepcia caracterizan a los gobernantes de cualquier nivel. En el exterior, se suceden las derrotas y, tras la Guerra de los Treinta Años (Paz de los Pirineos, 1659), España ha perdido su hegemonía en Europa, cediéndola a Francia.

Manuel López Castilleja (Departamento de Lengua Castellana y Literatura del IES Pablo Neruda de Castilleja de la Cuesta (Sevilla)


• De fines del siglo XVI a mediados del XVII, España pierde aproximadamente la cuarta parte de su población. Las causas son las guerras, las pestes y, sobre todo, la miseria, que favorece la mortalidad o que empuja a muchos a emigrar a América. • La economía empeora progresivamente. Decaen el comercio y la industria. La agricultura, básica entonces, ha sufrido un rudo golpe con la expulsión de los moriscos, hábiles agricultores. El 95 por 100 de las tierras se concentra en manos de las clases privilegiadas (nobleza y clero) con graves consecuencias: los ricos no se preocupan de sacarles a sus tierras el máximo rendimiento, y los campesinos y aparceros —aplastados por contribuciones cada vez más penosas— abandonan el campo y buscan trabajo en las ciudades, adonde confluye una masa de menesterosos (es alarmante, en la época, el crecimiento de parados, mendigos, pícaros...)- En suma: de una parte, se da una disminución e injusta distribución de la riqueza; de otra parte, un descenso no sólo de la población global, sino también de la población activa. Pero la crisis económica va acompañada por unas tensiones sociales de mayor gravedad también que en el resto de Europa. El dinamismo económico de la burguesía —que su ponía una erosión de la sociedad tradicional— es frenado aquí duramente. La nobleza, coaligada con el clero y apoyada por la monarquía absoluta (reyes y validos), refuerza su poder económico y social. Pero esas clases privilegiadas resultan incapaces de hacer frente a los problemas de la época: carecen de iniciativas, de espíritu emprendedor; desprecian las empresas económicas; no invierten, gastan en lujos y obras suntuarias. Es decir, nobleza y clero sólo se ocupan en consolidar sus privilegios y en hacer ostentación de sus riquezas, en doloroso contraste con la miseria creciente y la ruina del país. La conciencia de crisis Tales circunstancias crearon un malestar creciente: cunde un sentimiento de inestabilidad, una honda preocupación o un claro descontento entre las gentes. El mismo Consejo Real, en 1619, advierte al rey acerca del «miserable estado en que se hallan sus vasallos», y se inquieta de «que vivan descontentos, afligidos y desconsolados». Pero se sabe que todo ello tiene causas concretas (económicas, sociales, políticas). Abundan por ello los tratadistas que las denuncian (el padre López Bravo, Navarrete, Cellorigo, etc.). Sin embargo, sus advertencias fueron desoídas y, en numerosos casos, combatidas. Las clases privilegiadas (con ayuda de la Inquisición) reprimirán cuantas manifestaciones consideren peligrosas para su integridad económica, política e ideológica. Esto explicará, entre otras cosas, las diferencias entre el ambiente cultural español y el europeo. Cultura europea y cultura española La crisis del racionalismo en España En efecto, las circunstancias de la época repercuten claramente en la producción ideológica y científica.

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En Europa, se observa, desde luego, un malestar que la literatura refleja. Sin embargo, bajo el signo del relativismo y el realismo burgués, se desarrollan manifestaciones ideológicas y científicas que conducen a la modernidad. El poder y la Iglesia, es cierto, las combaten (recuérdese la condena de Galileo en 1633) y les cierran las puertas de las universidades; pero, fuera de ellas, se crean Academias y Sociedades de Sabios en las que nacerán la ciencia experimental (Galileo, Kepler, Newton) y el pensamiento racionalista (Descartes). En España, nada de esto fue posible. Al contrario, se puso el máximo empeño en combatir cualquier manifestación de «modernidad», de inequívoco signo burgués y laico. Recuérdese que el humanismo renacentista había trazado con nitidez la línea que separa lo mundano de lo divino, la Naturaleza de la Sobrenaturaleza. Al considerar al mundo físico y al hombre como objetos de investigación autónoma, se produjeron en España atisbos de ciencia moderna. Pero ya la Contrarreforma combatió toda labor intelectual o científica que pareciera hacerse al margen de la fe (aunque no forzosamente contra ella). • Con ello coincidió la reacción señorial. En el siglo XVII, el bloque nobleza-clero ha impuesto ya su ideología tradicional: es, en cierto modo, una vuelta a la Edad Media, con su unión de lo político y lo religioso. En nombre de tal ideología, la Inquisición persigue cualquier actividad intelectual que olvide lo trascendente. Nuestro país se cierra a todo contacto cultural con Europa y se interrumpe el desarrollo de la investigación científica y de la filosofía racional. El lugar de ésta lo ocupa la Teología, y el de aquella queda abandonado al atraso y a la superstición. Como se ve, la llamada «crisis del racionalismo», en España, es más bien una interrupción forzosa. • Pero este siglo de crisis y decadencia es, a la vez, de un prodigioso esplendor artístico y literario. Ello sólo es paradójico en apariencia: el genio español, desviado de otras actividades, se concentra en el quehacer estético; además, aumenta la demanda de obras artísticas, en las que «invierten» las clases privilegiadas las riquezas que no dedican a empresas positivas. • EL BARROCO • «Barroco»; la palabra y el concepto Tres palabras se disputan el origen de este término: la portuguesa barroco, 'perla irregular, impura'; la española berrueco, 'roca de forma irregular', y el vocablo baroco con que la lógica escolástica designaba un deforme razonamiento. • En todo caso, a partir del siglo XVIII, se usa barroco para calificar todo estilo artístico que contravenía las normas clásicas. Como correspondía a su origen, tal término tuvo un sentido limitado y, a la vez, peyorativo: a) se aplicaba sólo a las artes plásticas; b) designaba un arte considerado «deforme», «retorcido» y «confuso», en contra del equilibrio y la claridad del clasicismo. • En el siglo XX, se arrincona el enfoque peyorativo: el Barroco se considerará un sistema coherente que se opone formalmente al sistema renacentista (Wólfflin).

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Yendo más lejos, Eugenio D'Ors, en su libro Lo barroco (1935), lo considera una «constante» cultural, opuesta a la constante clásica: la historia estaría hecha de un movimiento pendular entre épocas «clásicas» y épocas «barrocas» (el gótico flamígero, el Barroco del XVII, el Romanticismo...), y sería una oposición alternante entre equilibrio y desequilibrio, norma y espontaneidad, etcétera. • Las últimas interpretaciones son más prudentes y más sólidas. El Barroco sería una estructura cultural correspondiente a unas precisas estructuras históricosociales: las de fines del siglo XVI y las del XVII en mayor o menor parte, según los países. Tal es la tesis mantenida, entre nosotros, por J. A. Maravall, en su libro La cultura del Barroco (1975). Reflejo en la literatura de los factores económicos, sociales y políticos De acuerdo, pues, con la interpretación actual, hemos de considerar al Barroco como producto de la crisis de la época. Tal crisis, como sabemos, crea un clima psicológico de inquietud, de inestabilidad, de amenaza. Y, por fuerza, ese estado ha de reflejarse en la creación del escritor o del artista. En este sentido, puede hablarse del «reflejo» de factores económicos, sociales y políticos. No se trata sólo de que la obra dé testimonio directo de los males de la época; se trata, sobre todo, de que el escritor traduce con su actitud, de alguna manera, ese malestar que es producto de los tiempos. • Varias son las actitudes que el escritor puede adoptar ante las turbadoras condiciones de vida que le rodean: — la protesta, que se observa claramente en ciertos escritores políticos y, más o menos veladamente, en la sátira y en algunas novelas picarescas; — la angustia íntima, que alcanza tonos hondísimos en nuestra lírica (con Quevedo como cima); — la búsqueda de consuelo, por los caminos de la filosofía o de la religión (el apartamiento estoico o ascético del mundo, la esperanza de otra Vida feliz...); — la evasión, sea refugiándose en la estética pura (Góngora, en parte), sea entregándose a formas de diversión (así, gran parte del teatro de la época); — el conformismo, en fin, en aquellos escritores que participan en el sistema y ensalzan los valores en que éste se sustenta (así es también buena parte de nuestro teatro).

El Barroco y el malestar histórico. Crisis del idealismo renacentista. El «desengaño» Como expresión del citado clima de malestar, el Barroco tiene en su centro, la idea del desengaño. Tal sentimiento denuncia una crisis del idealismo renacentista. • Recordemos que el Renacimiento supuso una decidida confianza en el hombre, un entusiasmo ante la Naturaleza y unos ilusionados anhelos de vivir. El mundo podía

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ser organizado armónica y racionalmente. A estos sentires correspondía un claro idealismo: todo se ve a través del prisma del Ideal. Las Letras y las Artes presentan una realidad sometida a unos cánones perfectos, ideales (así, la figura humana, el paisaje, etc.). Todo es armonía, equilibrio, claridad, orden. A esto se añaden, en el caso de España, las grandes ilusiones del momento imperial y el desarrollo económico. Pero, tras esas ilusiones, vendrá el hundimiento del país. Y el desengaño.

La temática del «desengaño» El desengaño barroco supone una radical desvalorización del mundo y de la vida humana.

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El mundo carece de valor. No es ya un «cosmos» (orden), sino un «caos» (desorden); un «laberinto» por el que el hombre va perdido y rodeado de males. La vida es contradicción y lucha. Lucha del hombre consigo mismo, presa de contradicciones, y lucha con los demás hombres: «La vida del hombre es guerra consigo mismo», dice Quevedo; y, según Mateo Alemán, «todos vivimos en asechanzas los unos de los otros, como el gato con el ratón y la araña con la culebra». La vida es breve, fugitiva. Tan breve como la vida de una rosa, como una «breve jornada» entre el nacer y el morir. Todo cambia, todo huye. De ahí la obsesión por el Tiempo, que pasa destruyéndolo todo (es frecuente el tema de las ruinas).

- La vida carece de consistencia, pues. Es quebradiza como un reloj de arena; es «una sombra, una ficción»; «la vida es sueño»... Tal inconsistencia se muestra en el divorcio entre apariencia y realidad (tema capital del Barroco): nada es lo que parece; la realidad se nos escapa; si la vida es sueño, el mundo es un «gran teatro», una ficción. Hay un hondo pesimismo en torno a la posibilidad de conocer la realidad y apresar la vida. - En fin, vivir es ir muriendo. La vida es un extraño vacío que la muerte ocupa. La obsesión por la muerte es uno de los aspectos mayores del Barroco. Ya no es sólo que el Tiempo nos lleve veloz hacia la muerte: la vida misma es muerte, «somos nosotros mismos nuestra muerte», como dirá Quevedo. Vitalismo frente a ascetismo. Conflicto y «acomodación» Ninguno de estos temas es, en el fondo, original: cuentan con una amplia tradición. La originalidad está, sin embargo, en el tratamiento radical que reciben en el Barroco. Esa radicalidad se debe a que tales temas nacen ahora de unas experiencias concretas, parten de un real sentimiento de inestabilidad, de miserias, de amenazas, de dificultad de vivir. Son expresión de aquel vitalismo frustrado antes aludido. • Sin embargo, ante estos temas es posible otro tratamiento: el enfoque ascético. Si el mundo es malo, cabe apartarse de él. Si la vida es breve e inconsistente,

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pongamos los ojos en la otra Vida; y si es «teatro», esforcémonos por representar bien nuestro papel. Resignémonos, pues. No obstante, esta invitación a la resignación ascética no siempre es suficiente: los hombres, antes ilusionados, no renuncian fácilmente a sus ansias vitales. De ahí el conflicto entre «anhelo vitalista del mundo» y «fuga ascética de él» (Spitzer). A esa tensión debe también el Barroco su radicalidad emocional y expresiva. • Pero aún cabe otra postura: la acomodación. Así, ante esa lucha que es la vida, con sus múltiples emboscadas, desarrollemos el «arte de la contratreta»; y, en medio de incertidumbres y escollos, encontremos la «brújula de marear» que nos conduzca al éxito. Esta «moral acomodaticia» encuentra su máxima formulación en Gracián. Barroco y «diversión». Esplendores nobiliarios y arte de masas Pero en el Barroco hallamos también toda una serie de magnificencias ext e r i o r e s , d e b o a t o , d e ostentación. Se trata de otras manifestaciones explicables por la misma índole de tan crítico momento: se inspiran, en efecto, en actitudes conformistas y se ponen al servicio de los valores impuestos por la reacción señorial. • Las clases privilegiadas, por una parte, piden formas que plasmen sus ideales (la grandeza, la autoridad, el honor...,) o pregonen su fuerza (de ahí, el estilo esplendoroso de palacios o templos). Pero, por otra parte, son conscientes de la desazón que cunde en grandes masas de la población. Y les es preciso desviar ese malestar, captar voluntades. Así, inspirarán o favorecerán un arte de persuasión, que ensalce y justifique sus valores. Para Maravall, «el repertorio de esos recursos de persuasión», con los que se monta «la propaganda del nuevo régimen de dominación social», es elemento capital del Barroco. Una parte, pues, del arte barroco, y especialmente del teatro, se propondrá atraer a las masas o, al menos, proporcionarles una diversión tranquilizadora. La estética barroca Inquietudes y esplendores en las artes plásticas (las dos facetas del Barroco) se traducen también en las formas características de las artes plásticas. Base de las novedades estéticas será, igualmente, la crisis del idealismo renacentista: al equilibrio, a la claridad, a la serenidad, sucederán ahora, los contrastes, los claroscuros, la inquietud y el dramatismo. Rasgos esenciales: • Una estética al margen de las normas clásicas. Los «cánones» han perdido su validez. Se rompen módulos y proporciones en busca de efectos más intensos. • Una estética de lo inestable. Las formas estáticas y serenas son sustituidas por formas dinámicas, inquietas, a veces desazonantes y retorcidas. • Una estética de la contradicción. Los contrastes, los claroscuros, las dualidades conflictivas, etc. Son rasgos fundamentales de este arte. • Una estética dramática. No nos referimos sólo al dramatismo de ciertos temas, sino también al gusto por lo gesticulante, lo desmesurado (frente a la «mesura» renacentista). El ejemplo máximo podrían ser los Cristos sangrantes de la imaginería castellana. • Una estética de la apariencia. El recargamiento ornamental llega a «enmascarar» las líneas constructivas; la altura de ciertas fachadas engaña acerca de la altura del templo, mucho menor; se utiliza profusamente el «trompe-l'oeil»...

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Muchos de estos rasgos pueden tener una significación ambigua: la ornamentación puede dar idea de inquietud o de ostentación; los sangrantes Cristos procesionales pueden ser una magnificación de dolor y de la muerte, o un recurso para arrastrar la sensibilidad popular; etc. Insistimos en la doble cara del Barroco. • En último término, habría una característica común a las distintas facetas del arte barroco: responde a una estética de la intensidad (la «intensión», decía Gracián); su objetivo es excitar y conmover, ante todo.

La lengua literaria. El estilo barroco

También el estilo literario responde al derrumbamiento del equilibrio renacentista. Según R. Lapesa, «la pérdida de la serenidad clásica se manifiesta en actitudes extremosas». Nos hemos alejado de la «naturalidad» y la «selección» del Renacimiento. El Barroco, siguiendo los pasos del Manierismo (Herrera), somete el estilo a una intensa elaboración. • Rasgo esencial es el frenesí por exprimir las posibilidades del lenguaje, doblegándolo a las más variadas intenciones: expresar la íntima desazón o dar salida a las chanzas más desenfadadas; desenmascarar la realidad o, al contrario, alejarnos de ella por caminos de insólita belleza. En unos y otros casos, el repertorio de audacias verbales es amplísimo y se logran efectos antes insospechados: creaciones de palabras, juegos fonéticos, retorcimientos sintácticos, antítesis, paradojas, metáforas insólitas... • La impresión dominante es, unas veces, de profundidad; otras, de artificio o de oscuridad. Veámoslo en tres frases de Gracián: «El nervio del estilo consiste en la intensa profundidad del verbo.» «No hay belleza sin ayuda, ni perfección sin el realce del artificio.» «Conviene la oscuridad para no ser vulgar.» • En el fondo de estas tendencias estilísticas, se percibirá a menudo el peculiar talante psicológico del escritor barroco: podría afirmarse que los tiempos difíciles suelen producir formas retorcidas y desasosegadas. Pero, además, es ley continuamente observable que, cuando los escritores gozan de menor libertad para expresarse, se compensan tales limitaciones con un aumento de los artificios de estilo y una tendencia a lo difícil y lo oscuro. Conceptismo y culteranismo En efecto, es tradicional distinguir entre estas dos tendencias, cuyos máximos representantes serían Quevedo y Góngora. Recordemos las características que se les asignan: — El conceptismo es la «sutileza en el pensar y el decir». Preocupa sobre todo el contenido, y el ideal es decir mucho con pocas palabras. De ahí, los dobles sentidos, las paradojas y otros juegos conceptuales. La ornamentación es mínima; el léxico, llano, pero sometido a asociaciones inesperadas; en sintaxis, se prefiere la frase

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cortada, con tendencia al laconismo. En suma, densidad expresiva. El culteranismo (o gongorismo) busca, sobre todo, la belleza formal El tema puede ser mínimo, pero se desarrolla con un estilo suntuoso: voces sonoras y otros efectos sensoriales, metáforas audaces, perífrasis brillantes... Tanto el léxico (cultismos) como la libertad sintáctica (hipérbatos), parecen mostrar el deseo de dotar a la lengua con los recursos prestigiosos de la latina. Y todo ello constituye, en fin, el máximo por dar a la poesía una lengua específica, algo así como «un lenguaje dentro del lenguaje». • Sin embargo, las diferencias entre estas dos corrientes son «más teóricas que reales» (Lapesa). Los críticos han señalado rasgos culteranos en Quevedo y rasgos conceptistas en Góngora. En otros autores, los rasgos conceptistas y culteranos se hallan presentes en diversas proporciones. Por ello, hoy se tiende a considerar que el conceptismo está en la base de todo el estilo barroco; y el culteranismo sería una variedad de conceptismo al que se añaden ciertos rasgos que provienen de la especial sensibilidad y genio creador de Góngora (la riqueza sensorial, el gusto latinizante). Góngora es, pues, conceptista y, a la vez,...gongorino. Y su influencia no puede por menos de hacerse notar en autores coetáneos y posteriores, junto al conceptismo generalizado. En suma, puede ser útil mantener la distinción, pero a condición de no hablar de tendencias opuestas. Lo importante es notar la raíz común del estilo barroco y, luego, valorar los rasgos que individualizan el estilo de cada autor. Los géneros literarios en el siglo XVII. La poesía

En lo que concierne a la lírica, debemos recordar, en especial, lo siguiente: Lope de Vega, aparte su ingente obra dramática, es uno de los máximos poetas españoles. Su lírica, de enorme riqueza y variedad, aparece diseminada en sus comedias o recogida en libros como Rimas sacras, Rimas humanas y divinas, etc. Toda la inconcebible diversidad vital de Lope halla cabida en sus poemas: sus amores, su cotidianeidad familiar, sus zozobras religiosas..., sin olvidar sus geniales asimilaciones de la más acendrada lírica popular. • Góngora (1561-1627) es, como sabemos el adalid del culteranismo. Pero, al lado de los grandes poemas que fueron modelo de esta línea (Soledades, Polifemo), están sus romances, letrillas y sonetos, en donde la elaboración culta se codea con la frescura popular o la mordacidad satírica. • Agrupemos a continuación a una serie de poetas que responden, en parte, a la seducción del gongorismo y que, por otro lado, dejan muestras del conceptismo más profundo. Así, y ante todo, el conde de Villamediana (1582-1622), brillante en su Fábula de Faetón y hondísimo en sus sonetos amorosos. Junto a él, Jáuregui, Soto de Rojas, Pedro Espinosa, etc. • Suele distinguirse, aparte, una línea clasicista, más cercana al equilibrio de un Fray Luis que a las novedades barrocas (aunque no deje de ser típicamente barroca su temática). En esta línea se sitúa, por una parte, el llamado «grupo sevillano»:

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• Francisco de Rioja, cantor de la mudanza de la fortuna y de la brevedad de la vida, en sus poemas a las flores; Rodrigo Caro, que aborda los mismos temas en su Canción a las ruinas de Itálica; y Fernández de Andrada, autor de un poema cimero de nuestra lírica: la Epístola moral a Fabio, máximo ejemplo de la actitud ascética y estoica ante la inconsistencia de la vida. • En la misma línea clasicista, se incluye un «grupo aragonés», cuyos máximos representantes son los hermanos Argensola (Lupercio y Bartolomé Leonardo), cultivadores de una lírica doctrinal y moralizadora, de gusto horaciano. • Otra de las cimas de nuestra gran lírica del XVII es la de Quevedo. La prosa narrativa y doctrinal • En el campo de la novela, desaparece la caballeresca (tras el fulminante ataque del Quijote), y decaen la pastoril y la morisca. En cambio, la novela picaresca experimenta un desarrollo significativo, contrapesado curiosamente por la moda de la novela cortesana. La picaresca recoge el ejemplo del Lazarillo tardía pero oportunamente: el ilustre modelo podía servir, ahora mejor que nunca, para pasar revista a las lacras morales y sociales. El Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, publicado en el gozne entre los dos siglos, pretende ser una «atalaya de la vida humana» y se caracteriza tanto por la amarga sátira social como por la visión desengañada del vivir humano. Una visión deforme de la sociedad puede apreciarse en el Buscón de Quevedo. Y los tonos negros, unidos a una moral desilusionada o cínica se observarán en otras obras del género: La vida del escudero Marcos de Obregón de Vicente Espinel, La pícara Justina de López de Úbeda, Teresa del Manzanares de Castillo Solórzano, etc. • Muy distinta, por su función social, es la novela cortesana, que —evadiéndose de las dificultades cotidianas— desarrolla intrigas amorosas en ambientes palaciegos y elegantes. Se distinguió en este tipo de relatos María de Zayas, autora de unas Novelas ejemplares y amorosas (1637), destacables por su penetración psicológica, su desenvoltura y su testimonio costumbrista. • Pasando a la literatura doctrinal —y dejando aparte la producción ascética o historiográfica— debemos recordar a Baltasar Gracián (1601-1658). Fue un sutil definidor de la estética conceptista en su Agudeza y Arte de Ingenio; pero interesa, sobre todo, como escritor político, moralista y pensador. En obras como El héroe, El político o El discreto ofreció modelos de lo que, según él, podía ser el hombre de su época (el hombre barroco). Y en su magno libro El Criticón, que algunos filósofos posteriores situaron entre las cimas del pensamiento moderno, traza, en forma narrativa, una magna alegoría de la vida humana. La actitud de Gracián es la máxima expresión de lo que hemos llamado la «moral acomodaticia», basada en un desengaño lúcido sobre un mundo en el que, sin embargo, hay que situarse y vivir. Su estilo es una cima de condensación y sentenciosidad. • Junto a él, recordemos a Saavedra Fajardo (1584-1648), que aplica su conceptismo sutil a examinar los problemas políticos y proponer sus teorías sobre el príncipe perfecto. Así, en sus Empresas políticas.

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