La Congregación de los Muertos

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La Congregación de los Muertos o El enigma de Emerenciano Guzmán

HUMBERTO GUZMÁN

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Foto del autor: Christa Cowrie (Contra-portada) Fotos de portada: "Emerenciano Guzmán, sentado” "Ubaldo Guzmán, vestido de torero"

Cuadernos de Investigación del Instituto de Investigaciones Multidisciplinarias ISBN: en trámite. Se distribuye actualmente en Universidades del país, Europa, Estados Unidos y América Latina. Informes, correspondencia y suscripciones: Universidad Autónoma de Querétaro. Facultad de Ingeniería, Edificio I (Ex FLyL), Cerro de las Campanas s/n, Col. Las Campanas, C.P. 76010, Querétaro–México. Tel.: (01442) 192 12 00 ext. 7014, Cel: (01427) 272 01 60. Impreso por Talleres Gráficos de la Universidad Autónoma de Querétaro, con domicilio en Prol. Pino Suárez #467 Col. Ejido Modelo C.P. 76177. Papel cultural, 120g. La Congregación de los Muertos o El enigma de Emerenciano Guzmán se terminó de imprimir el día 30 de agosto del 2013, con un tiraje de 600 ejemplares.

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DIRECTORIO Dr. Gilberto Herrera Ruiz Rector

Dr. César García Ramírez Secretario Académico

Dra. Rosalba Rodríguez Durán Secretaria de Contraloría

Dr. Jaime Ángeles Ángeles Secretario Administrativo

Dra. Martha Gloria Morales Garza Secretario Particular de Rectoría

Q. B. Magali Elizabeth Aguilar Ortiz Secretario de Extensión Universitaria

Dr. Irineo Torres Pacheco Director de Investigación y Posgrado

Dr. Julio César Schara Director del Instituto de Investigaciones Multidisciplinarias

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LA CAÍDA DE LA NOCHE. CIUDAD DE MÉXICO, 2006 1 Ochenta y nueve años después del asesinato de Emerenciano Guzmán, regresé de Salvatierra y de Moroleón fatigado, enfermo, a murmurar con las sombras. Muchos años había pensado en ahondar, sin conseguirlo, en esta fase oculta de mi vida. Y ahora que me hallaba en medio de la vorágine de ciertos hechos que habían modificado el sentido de tres generaciones de mi familia, llegué a sentir, después de la fatiga, alegría, pero también miedo. De ese modo, con la sensación de haber librado una batalla decisiva, había regresado de estas ciudades primigenias. Esa noche, me fui a la cama cuando ya no podía pensar ni hacer nada más. Me dormí instantáneamente. Sin embargo, al poco tiempo desperté en la oscuridad de mi cuarto, angustiado porque mis muertos de Salvatierra y Moroleón esperaban agolpados en la puerta. No los podía ver con claridad. Imposible que así fuera. Eran sombras, siluetas oscuras. Pero sabía que ellas eran mi abuelo Emerenciano Guzmán, mi abuela Felipa García, mi padre Luis Guzmán y mi bisabuela paterna Abrahamcita Cerrato. Me invadió una mezcla de terror y emoción. Deseaba ese contacto, pero la sola idea de que estuvieran allí me atormentaba. En un instante me vi levantarme de la cama y luego hablar con las sombras. En otro, vi que permanecía

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en mi lugar, acostado, y que eran ellas las que entraban, me rodeaban y se inclinaban curiosas a observarme. Pero no fue ninguna de las dos posibilidades. Después pensé que ni una ni la otra era lo más atinado: Los vivos con los vivos y los muertos con los muertos. Con los ojos por fin abiertos, reparé en que no estaban ya las sombras: se habían ido, yo las había dejado ir. Era inevitable. No era tan cierto que los vivos podían hablar, como si tal cosa, con los muertos. Y yo lo que necesitaba era hablar literalmente con ellos. Pero no estaban. El abuelo Emerenciano, la génesis de esta historia, había sido asesinado hacía ochenta y nueve años; treinta y uno antes de que yo naciera. Los otros se fueron yendo cada uno en su momento. Sólo encontré a mi alrededor los espectros de los dos libreros de mi habitación, varios cuadros, las puertas del clóset, la del baño, el buró con la lámpara de noche, mi ropa en una silla y... el vano de la entrada vacío. Percibía todo a través de un velo de penumbra y ansiedad. El silencio zumbaba en mis oídos. La enorme quietud que imperaba en la habitación hizo que me tranquilizara. Pero también caí en una repentina nostalgia. No había duda. Todo había acabado en 1917. Pese a esto, por alguna incomprensible razón, pensé que tal vez se había acabado mucho antes, hacía ciento noventa y seis años. Mucho, demasiado tiempo. La oscuridad de la noche se fue cerrando sobre mi cabeza. Todo terminó en 1917, pero, igualmente, ese fue el año en el que todo comenzó. 2 Una fría noche de enero de 2006, encontré un correo electrónico inesperado. Era tan sólo informativo. Anunciaba un congreso de escritores. Pero lo que llamó poderosamente mi atención fue que se llevaría a cabo en esa ciudad que ejercía tal atracción sobre mí: Salvatierra. La ciudad guanajuatense donde había nacido mi padre en 1907 y donde había ocurrido el atentado en contra de mi abuelo en julio de 1917. Dos misteriosos sietes. Me vino la pregunta de tantas otras veces. ¿Por qué lo mataron? ¿Quién había sido el asesino y cuáles fueron sus motivos? Según contaba mi padre, no había sido un

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asesinato accidental, ni de borrachos, ni de faldas, sino político. El asesino tenía nombre, apellido y aun apodo. Se llamaba José Ruiz, alias El Relajo, y era hacendado. De modo que sólo haber leído la palabra Salvatierra, desenterró los restos de mi abuelo y de los otros protagonistas de aquellos dolorosos hechos. Elegí un nombre entre los organizadores del acto que anunciaban y le escribí por la internet para exponer mi interés en aquella ciudad. Manifesté que me gustaría tener correspondencia con el cronista de la ciudad para hacer algunas averiguaciones acerca de mi familia originaria de ese lugar y de ciertos hechos históricos. No hubo respuesta. Insistí hasta tres veces con la misma ausencia de respuesta. Deduje que me habían visto con desconfianza; tal vez habían pensado que buscaba que me invitaran a ese encuentro de escritores. Nada más alejado de la verdad. Así que me olvidé de los organizadores y comencé a pensar en la mejor manera de acercarme a esa ciudad y al enigma de Emerenciano Guzmán. Al otro día telefoneé a la representación del Estado en la ciudad de México y pregunté quién era el cronista de Salvatierra. No había mucha imaginación en mi intentona, pero era un recurso para iniciar las pesquisas. Me comunicaron con el encargado de cultura de dicho lugar y éste me dijo que no tenían esa clase de datos pero me recomendaba revisar la página web de Guanajuato, puesto que allí aparecían los municipios. Eso era lo más indicado. No supe cómo no se me había ocurrido. Inmediatamente, busqué dicha página. Luego: Salvatierra. Allí estaba: “La primera ciudad de Guanajuato”. Fue tan sencillo..., y tan importante dar esos primeros pasos. Mi padre, aunque no hablaba mucho cuando estaba en familia, de repente hacía comentarios acerca de aquellos sucesos y entonces se reanimaba. Parecía que hablar sobre la muerte de mi abuelo lo seguía cimbrando. Yo siempre quería saber más. Él explicaba que eso era todo lo que sabía, que Baltasar, su hermano mayor, era el que tenía más recuerdos. Pero el tío Baltasar me resultaba difícil de tratar. No tomaba en serio a los jóvenes; eludió mis preguntas la única vez que lo intenté. Cuando él llegaba a mi casa, hablaba con mi padre, sobre todo con mi

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madre, o con Ubaldo, el mayor de mis hermanos. Su manera de comunicarse era a voces altas, tenía ocurrencias hilarantes, no exentas de ironía, a veces mordaces, y no profundizaba, por lo que yo pensaba que se evadía a sí mismo. Pasado el tiempo llegué a la conclusión de que Baltasar bloqueaba en su mente aquel suceso insoportable. No quería saber ni recordar nada más de lo que él mismo quería decir. Al contrario de mi padre que, a pesar del dolor que le producía, podía hablar acerca del tema. Algunas de las veces en las que percibí que se conmovía su cara de palo, era cuando hablaba de aquel suceso. Suceso que señalaría el destino de todos ellos y, muchas veces lo había pensado, hasta el de sus hijos. Tres generaciones afectadas, en lo profundo, por un hecho que requirió unos cuántos segundos para consumarse. En esa página web se incluía una breve historia de la ciudad. Fue fundada por diez familias españolas en 1644 y fue la primera ciudad de lo que más tarde sería el Estado de Guanajuato. Incluía unas fotografías. Lo que apareció en la pantalla era lo que esperaba ver. Imágenes que podían ser mexicanas o españolas sin ningún problema: la Plaza del Carmen –ignoraba la importancia que cobraría-, se veían los arcos, el edificio virreinal de un hotel, luego las ruinas del Mayorazgo, el puente de Batanes (construido en 1649) y una vista de la Presidencia Municipal, desde el Jardín Grande, o Plaza de Armas, como le decía mi padre. Yo tengo que ir allí, me dije, tengo que ir y pronto. Me imaginé a mi padre, de nueve años, en la Plaza de Armas, vendiendo panes y galletas, después de aquel desaguisado. En seguida avisté a mi abuelo: cabalgando frente a la Presidencia, vestido de traje, sombrero de fieltro de ala corta, con su capa española. Sonreí orgulloso. Así era como me lo describía mi padre, en una percepción de abajo arriba, y cómo no iba a serlo, si cuando dejó de verlo era un niño. En fin, que yo debía ir a Salvatierra e indagar, hasta donde fuera posible, qué había ocurrido con aquel personaje mítico y real, tan cercano y tan lejano, para mí y para mi padre también.

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SALVATIERRA, 1917 1 Emerenciano Guzmán respiró el aire suave, cálido, de la Salvatierra del mes de julio, con todo el esplendor de la luz del sol que ya se inclinaba y empezaba a sombrear los portales de la Plaza del Carmen, lugar donde se encontraba la cantina La Puerta del Sol. Montado en su caballo alazán, se perfilaba en la luminosidad de la tarde. Emerenciano había dejado su casa, en la contraesquina del convento de las Capuchinas, donde había comido con su familia: un caldo guanajuatense que consistía en carne de res deshebrada, tomate –el verde, con cáscara del mismo color- picado, ajo, cebolla y un poco de chile chipotle para afianzar el sabor y, al final, mientras seguía hirviendo, se le estrellaba un huevo que se revolvía y quedaba nadando convertido en trazas de clara de huevo y yema; frijoles refritos con queso y tortillas de maíz, gordas, hechas en casa; de postre, plátano macho frito también, espolvoreado con azúcar. Eran cinco niños y necesitaba desprenderse de la familia por un rato. Esperaba encontrarse con sus amigos Doroteo Espitia y Jesús Martínez para intercambiar algunas impresiones acerca del próximo gran acontecimiento: la nueva Constitución de Guanajuato. La política era el cuento de nunca acabar y había que estar ojo avizor para que no les comieran el mandado, o no se les fueran a ir las señales que pudieran surgir, se decía.

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Mientras tanto siguió por la calle Real y llegó al paso a la Plaza del Carmen. Tomó su reloj de bolsillo del chaleco, iban a dar las cinco. En ese instante un aire frío e inexplicable le corrió por la espalda. Levantó la vista y vio la claridad del día que reventaba entre nubes como grandes copos blancos y luminosos. Se encontró en el camino con unas vecinas a quienes saludó con una ligera inclinación de cabeza y con la punta de los dedos tocando el sombrero. Llegó a los portales; desmontó, encargó su caballo y se dirigió a la entrada de La Puerta del Sol. Al empujar las puertas batientes con ambas manos y quedar un paso adentro los brillos que botaban los espejos detrás del pesado mostrador de maderas oscuras le impidió ver al interior. En ese momento ya eran las cinco de la tarde del miércoles 25 de julio de 1917. Emerenciano Guzmán era un hombre de treinta y ocho años, según la versión de su hijo Luis, alto, delgado, de huesos estrechos, de manos finas, blanco, de pelo y ojos castaño oscuro, de quijada cuadrada de la que emanaba seguridad. Un incomprensible viento levantó su capa por los lados y pareció que había sacudido las alas. Acabó de entrar. Las hojas de la puerta siguieron abriéndose y cerrándose a su espalda, mientras levantaba la mano derecha en son de saludo y decía con voz sonora: ¡Buenas tardes, señores!, a las sombras de los parroquianos que, después de la jornada de trabajo del día, ya se encontraban a esa hora reunidos para charlar, beber, jugar una partida de dominó. Emerenciano todavía tenía la mano en alto cuando un sujeto que se hallaba al lado de otro, apoyado en la barra, lo insultó en tanto se hacía de su pistola y le descargaba el primer balazo en el pecho; le siguieron cuatro o cinco balazos más a quemarropa. 2 Era una tarde serena, cálida, de una Salvatierra que parecía regresar del sopor de la siesta. Sonaron cuatro o cinco balazos, uno seguido del otro. Se oyeron como ametralladora, dijeron después quienes los oyeron. La capa volvió a agitarse y el hombre alto se convulsionó al recibir el impacto de los proyectiles antes de caer mal herido en el interior de La Puerta del Sol, en los portales de la Plaza del Carmen. Siguió un gran

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alboroto tanto dentro como fuera de ese lugar de reunión de los hombres notables del pueblo. La gente salió de muchos lugares, cercanos y lejanos. Parecía que sabía qué iba a ocurrir y sólo esperaban oír el sonido de los balazos para acercarse. La noticia se propagó como el fuego por todas partes. Pero eso no fue todo. En seguida de los cinco balazos repetidos, sonó otro. Los gritos. Las carreras. Hombres que iban y venían, agitados, en la Plaza del Carmen. La tarde había perdido toda su tranquilidad, toda su transparencia y luminosidad. El teatro Ideal se tornó en un monumento informe, gris. Un poco al otro lado, el río Lerma se deslizaba como un reptil gigante, rugiendo y, al fondo, se erguía, mustio, el cerro Culiacán. 3 Fue cierto. Se dio una boruquera entre gritos, mesas arrastradas, sillas y botellas caídas. Un instante antes de que Emerenciano Guzmán se desplomara, sangrando por las varias heridas infligidas, Juan Carrera, el dueño del establecimiento, que estaba del otro lado de la barra, había gritado: ¡No lo mates! El asesino, todavía atrapado por la imagen de su víctima que se sacudía por los impactos, dijo: ¡Para ti también tengo, cabrón! Y su cuerpo y pistola humeante empezaron a girar hacia Carrera que, prevenido de la clase de sujeto que era, ya lo apuntaba con su arma. Sin darle tiempo a que accionara el gatillo de su pistola, Carrera disparó más para defenderse y detenerlo -temía que escapara; era lo que solía ocurrir en tales casos- que para matarlo y la bala se fue a clavar en el hombro del asesino. Éste todavía quiso apretar una vez más el gatillo de su pistola pero la mano no le respondió. Entonces Juan Carrera y Jesús Gracián, el amigo con quien platicaba, se le echaron encima, lo desarmaron y lo golpearon con su misma pistola. ¡Así no se mata a un hombre, hijo de la chingada! En seguida lo cogieron por los brazos y lo arrastraron, pistola en mano aún, a la cárcel municipal que quedaba a un costado del ex convento de Capuchinas, cosa curiosa, casi enfrente de la casa de la

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víctima. Mientras cruzaban la Plaza del Carmen, El Relajo, dolido por los golpes y el balazo recibidos, levantó la mirada del suelo y les dijo a quienes lo arrastraban a la comandancia de policía, que lo dejaran libre, que tenía dinero suficiente para pagarles bien su silencio, que no se iban a arrepentir. Pero Juan Carrera y Jesús Gracián rechazaron su oferta que lo pintaba de cuerpo entero. Porque Emerenciano era un hombre querido y respetado en el pueblo, reconocido hasta por algunos de sus enemigos, pero sobre todo por la forma cobarde en la que fue acribillado, aquellos no dudaron en ponerse de su lado en ese triste momento. Entre tanto, inmovilizado en el piso por las heridas que sangraban casi a borbotones, Emerenciano Guzmán luchaba por no morir. Entonces le vino a la cabeza que esperaba un telegrama -referente a alguna colaboración con el gobierno de Venustiano Carranza, en el que tantas esperanzas tenía, pero ya no pudo continuar porque el conocimiento lo abandonó. En estos casos no se sabía cómo se enteraba la gente, pero Josefina, la hija mayor de Alberto, el hermano de Emerenciano, corrió a avisar a Felipa que habían matado a su marido. Ésta salió, vuelta loca, hacia La Puerta del Sol. No sólo era su marido, también era el sostén de sus cinco hijos, de ella y de su suegra Abrahamcita. De tal modo que si faltaba él, faltaría todo. En el trayecto al lugar de los hechos se encontró con otras mujeres, jovencitos, que salían de las casas o daban vuelta en una esquina para unírsele en la pena y algunos la siguieron en el camino. Cuando llegaron a la Plaza del Carmen, ya habían salido Carrera y Gracián, con las caras rojas, alterados por el conflicto que acababan de vivir, arrastrando a El Relajo Ruiz, que sangraba del hombro y de la cabeza. Felipa lo vio y supo que era el homicida. Le gritó a voz en cuello: ¡Asesino! ¡Dios quiera que se pudra en el Infierno! Algunos de entre la muchedumbre que ya estaba allí reunida, gritaban: ¡Mátenlo a él también! ¡Cuélguenlo del árbol más grande! Hubo un momento en que la gente los rodeó, les cerró el paso y trataron de golpear a El Relajo a quien se le cerraban los ojos por el peso de la sangre que le manaba de la cabeza. Con dificultades, Carrera y Gracián siguieron adelante con su pesada carga. Pero, no lo soltaban.

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De haberlo hecho, se hubiera escapado, como lo hizo antes en casos parecidos; o la gente lo hubiera cogido para lincharlo sin más trámite. Tres pasos adentro de La Puerta del Sol, el carrancista, más conocido como el “abogado de los pobres”, yacía desangrándose en el piso. Aunque inconsciente, todavía respiraba. Un hombre de los que permanecieron después de los balazos alertó sobre ese hecho. Entre él y otros dos lo levantaron y lo llevaron, en vilo, a un caballo que esperaba afuera. Lo echaron sobre la silla. Uno de ellos montó otro y se lo llevó de las riendas lo más rápido posible, dejando una estela de sangre, al Hospital Municipal Manuel González, que estaba en la Plaza de Armas. Felipa los alcanzó a ver a la distancia y, fuera de sí, gritó que no se lo llevaran. Una mujer se le acercó para consolarla. Luego, Felipa corrió detrás del hombre que llevaba a su marido. Ya en el hospital, las religiosas y el médico de guardia se movilizaron al intentar volver a la vida, con los escasos medios con los que contaban, a Emerenciano, que de tan pálido parecía de mármol, con los labios delgados, blancos y resecos. Para sorpresa de los presentes, abrió los ojos de golpe y dijo con una voz casi inaudible: “Que la Constitución nos ampare a todos”. La religiosa y el médico que lo atendían creyeron que había dicho: “Que Dios nos ampare a todos”. El médico le recomendó que no intentara hablar y descansara. Ya hemos parado la hemorragia y se va a componer, dijo la monja, siga pensando en Dios y en su bondad infinita. No entendieron lo que dijo, pero si lo hubieran hecho no habrían sabido si el herido de muerte se había equivocado de sujeto o de complemento en la oración. 4 Emerenciano Guzmán dejó de oír las voces de quienes lo rodeaban en el Hospital Municipal y se encontró, inexplicablemente, en una extraña casa (él no podía saber que era un departamento de un edificio de una ciudad monstruosa) de un tiempo distinto al suyo y a todo lo conocido, a la entrada de una recámara. Era una oscura noche. Sin embargo, veía los muebles, los libreros, los cuadros de las paredes y, cierto, era algo insólito. En ese sitio, además, no estaba solo, lo acompañaban su mujer,

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Felipa, Luisillo, su madre Abramcita y su padre Luis. Otra cosa rara, porque su padre había fallecido tiempo atrás. Por eso su madre se había ido a vivir con él. Pero, lo más desconcertante era que estaba otra persona más, un desconocido. En seguida todos ellos rodearon a ese hombre que dormía en la cama. Se inclinó un poco a mirarlo. Ignoraba quién era: un hombre mayor que él, pero que, de manera increíble, reconoció como a uno de los hijos de Luisillo, que era un niño que apenas iba a cumplir diez años. El hombre dormido no tardó en sentir las presencias a su alrededor y abrió los ojos de sopetón, con un inevitable rictus de temor en el rostro. Los vio: Se vieron mutuamente. Se reconocieron. El hombre mayor que él era su nieto. Un nieto que nacería treinta y un años después. 5 Poco más tarde, de nuevo en el Hospital Municipal de Salvatierra, acompañado de una monja de hábito café oscuro con un rosario en las manos, de Felipa, de Abrahamcita, que rezaban, las dos últimas entre sollozos: “...postradas las fuerzas, perdida el habla, cubierto el rostro con el sudor de la muerte, está luchando con el terrible final..., ahí ampárame, ahí María, defiéndeme, ahí asísteme... En ti confío, en ti espero misericordia, madre de mi corazón, misericordia, Virgen bendita, no me desampares, en la hora de la muerte, auxíliame...”, Emerenciano Guzmán volvió a abrir los ojos de súbito, pero sólo para ver a las mujeres que rezaban y luego cerrarlos definitivamente.

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CIUDAD DE MÉXICO, 2005-2006 Era algo que de un modo o de otro me había subyugado toda la vida. No tenía nada claro. Ni siquiera era algo inconcluso, era tan sólo una idea, un concepto llamado: Emerenciano Guzmán. Pero no me abandonaba. Por eso, la nostalgia o la angustia que sentí -como en otros fines de año-, al final de 2005 y al comienzo de 2006, se transformó en su contrario: en la alegría, en la fuerza de una pasión, cuando vi renacer mi interés en el misterio y en cómo empezar a penetrar en él. Convergían diferentes razones. La más poderosa era que iba a profundizar en aquellos hechos que, después de ochenta y nueve años de acaecidos, seguían causando estragos en mi interioridad. Trataba de explicármelo. Siempre me pareció que había algo ignoto de lo que yo dependía. Había creído descubrir desde hacía mucho que buena parte de ese algo era el secreto de mi abuelo y de su muerte. Pero ahora parecía más cierto que nunca. Como sus compañeros del Partido Liberal Revolucionario, Emerenciano había pensado por aquellos lejanos días que el triunfo definitivo estaba a la vuelta de la esquina. Si no, bastaba recordar que el pasado 5 de febrero de aquel año de 1917, se había promulgado la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, con lo que, estaban convencidos, se iniciaba la etapa del necesario orden y reglamentación de la Revolución mexicana. Y el 1 de mayo de ese mismo año, Venustiano Carranza había rendido la protesta de ley como presidente constitucional de la República, que garantizaría el

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sometimiento de los revolucionarios que todavía estaban levantados en armas: Francisco Villa y Emiliano Zapata, los más importantes entre otros grupos rebeldes -algunos reducidos ya a cuatreros y bandoleros que asolaban los pueblos-, señalados fuera de la ley una vez establecido el orden constitucional del país. Emerenciano Guzmán, en el fondo, se consideraba una pequeña parte del engranaje. Desde 1915 había ocupado, por disposiciones del lado carrancista, el puesto de comandante de policía, luego fue regidor titular y en esos días desempeñaba el cargo de juez de letras en el Juzgado Único Municipal. Esta última función lo hacía sentirse satisfecho, porque procuraba entender lo justo y lo injusto de cada situación que trataba y en base a lo cual actuaba ex profeso. En este marco de nueva legalidad, muchas de las elecciones de gobernadores y presidentes municipales que se habían desarrollado en la mayor parte de la República lo hicieron pacíficamente; pero en otras, no faltaron los choques de intereses entre los contendientes y éstos retomaron las armas. Salvatierra no fue la excepción. Los miembros del mismo partido político luchaban entre sí por los mejores escaños; los grupos de poder se disputaban las plazas presentes y futuras. Emerenciano Guzmán llevaba una trayectoria firme, además gozaba de popularidad, lo que era codiciado por otros, como El Relajo Ruiz, apenas regidor suplente y no se le vaticinaba ningún futuro político. Sin embargo, era sabido que todo principio era difícil. Dentro de poco, nada ni nadie detendría a los constitucionalistas, los amantes de la ley, la legitimidad y, por ende, del progreso y la modernidad que tanto necesitaba este país. Ellos no reconocían que los varios períodos presidenciales en los que gobernó el general Porfirio Díaz, su contraparte, se habían caracterizado por aquellos dos últimos objetivos, que antes que él se habían perseguido sin alcanzarse. Vislumbraban, en suma, una realidad sobresaliente para esta nación. Lo único que faltaba era que los mexicanos dejaran las armas y se dedicaran a levantarla de las ruinas en las que la había postrado la Revolución. (Así lo habían hecho los antepasados de hombres como Emerenciano Guzmán. Algunos de ellos habían llegado desde la distante España, y en

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su caso también de Italia, a la Nueva España, a colonizar, preparar la tierra, hacerla productiva, levantar casas, ranchos, fomentar la cría de ganado, así como sus productos, formar familias, organizar los servicios indispensables para ellos y los viajeros de las caravanas que pasaban por la zona de Yuriria. Pero, en mayo de 1835, cuando apareció en los cielos de la noche el cometa Halley, se habían trasladado junto con otras familias al territorio que pronto se conocería como La Congregación. Con esfuerzo se organizaba el comercio; ha sido un pueblo de comerciantes desde sus orígenes. Se empezó a llenar de gente, de chiquillos, de ancianos; se trazaban los caminos, se fundó una vicaría y luego se levantó una iglesia y una pequeña escuela elemental para niños y otra para niñas. Como La Congregación se constituyeron otros muchos pueblos, villas y aun ciudades, desde el siglo dieciséis. Esa fue la verdadera, la pausada, pero segura e indiscutible, conquista de estas inmensas tierras americanas.) Pensando en esto, encontré en la sección de Salvatierra de aquella página web el rubro Archivo Histórico y Administrativo. Le escribí inmediatamente a la coordinadora, Pilar González, y pregunté cuál era el procedimiento para consultar los archivos. También di la fecha del asesinato de mi abuelo, ya que era, por supuesto, el momento histórico que me interesaba. Seguí husmeando en esa página y me topé con las siguientes líneas: “Real cédula dada en Cuenca el 12 de junio de 1642 para conceder títulos y privilegios a varias poblaciones.” “Esta licencia se otorgó conforme a lo dispuesto por Felipe IV, Rey de España, en su real cédula dada en Cuenca el 12 de junio de 1642.” “El 9 de febrero de 1644 el Virrey don García Sarmiento de Sotomayor y Marqués de Sobroso firmó el ordenamiento para la fundación de la ciudad.” “...por el presente, en nombre de su Majestad y como su Virrey y Lugarteniente, concedo licencia y facultad para que en dicho puesto y congregación del antiguo Pueblo de Chochones se funde una Ciudad de Españoles, conforme a la traza que se diese con la policía, que se intitule y llame la Ciudad de San Andrés de Salvatierra.” “...con el repique de las campanas de la antigua iglesia de San Francisco y el insistente pregón de un tambor. Se reunió el pueblo en la Plaza del pueblito de Chochones, ubicado entre el molino de Gugorrón y la iglesia de San Francisco.”

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Después de varias semanas e intentos frustrados con diferentes funcionarios del Ayuntamiento, el 17 de febrero de 2006 me telefonearon de Salvatierra. Era la coordinadota del Archivo Histórico. Fue una agradable sorpresa, ya creía que no iban a obtener ningún resultado mis peticiones por la internet. Sí había alguna documentación de 1917 que me podía interesar, dijo, pero debía pedir autorización al Secretario del Ayuntamiento para facilitármela. También me confió que sí contaban con un cronista de la ciudad pero, por motivos que desconocía, un funcionario y la secretaria de la oficina del Secretario del Ayuntamiento le negaron sus referencias. De cualquier modo, quedé muy complacido por su telefonema y me dispuse a enviar la solicitud por fax para dicho Secretario. Esta solicitud tampoco tuvo respuesta. Seguí insistiendo. Dirigí mis peticiones al Instituto Federal de Acceso a la Información, pero el formato que ellos habían instalado en su página web para atender al público no pude desarrollarlo debidamente y mi solicitud se fue para mi sorpresa a Yuriria. Desde esta ciudad, el 12 de abril me contestó una joven y bonita mujer -me lo imaginé-, que amablemente me dio el nombre y el correo electrónico del funcionario indicado en el Ayuntamiento de Salvatierra y no era la encargada del Archivo Histórico que ya conocía. Por fortuna, me había llegado otro correo, el 11 de abril, de Comunicación Social, en donde se me informaba que habían enviado mi solicitud a la Unidad de Acceso a la Información y que se pondrían en contacto conmigo. Tanta burocracia empezaba a hartarme, pero escribí a la persona que la mujer de Yuriria me recomendó y ahí fue donde obtuve la respuesta esperada. El 18 de abril, día de mi cumpleaños, recibí un correo de la Unidad de Acceso a la Información Pública de Salvatierra, pero no era la persona que me habían dicho, sino otro: Eric Solórzano. Me aclaró que si no había podido ingresar por la internet que le enviara la solicitud por fax. Esta fue la forma como se entabló, por fin, la comunicación. El 25 de abril recibí sin más trámite un correo de esta misma persona con cuatro archivos adjuntos. Con una gran alegría, pero también preso por una emoción que me dejaba casi sin aliento, que hacía que me sudaran las manos y que no hubiera más mundo que la pantalla de la

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computadora, abrí uno a uno los archivos recibidos. Entonces apareció ante mí lo que nadie, absolutamente nadie, había visto durante más de ochenta y nueve años: Documentos firmados por Emerenciano Guzmán en dos de sus cargos en el Ayuntamiento, con una firma que recordaba el siglo diecinueve, pero que en la nebulosidad de ese momento se me hizo de la Nueva España. Caracteres grandes, buena caligrafía, nombre completo y una rúbrica que lo subrayaba o enmarcaba. Empecé a comprender que la admiración de mi padre hacia ese personaje tenía fundamento. Por sus características, tuvo que haber sido alguien visible en el pueblo. Para bien y para mal. Lo más importante era que sí había existido. El vacío que siempre me identificó comenzó a cubrirse. Parecía algo desmedido, y lo era. Me llenó una alegría que no recordaba haber experimentado. Las sombras casi transparentes de mis antepasados de pronto se delineaban como seres de carne y hueso. Había aprendido a vivir en aquel vacío durante demasiados años, más de cinco décadas, y en un sólo instante empecé a formar parte de toda una certidumbre, que no era poca cosa y que nadie podría ya escamotearme.

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SALVATIERRA, 1917 El asesino no estaba muy lejos de su víctima. De la cárcel del municipio lo tuvieron que llevar al hospital en calidad de detenido a que se recuperara de las lesiones recibidas. El Relajo era un pájaro de cuenta que, por lo menos, ya debía la vida de un policía y de su hijo, a quienes no tuvo empacho en matar de la misma manera cobarde como lo haría con Emerenciano Guzmán. Por eso era tan importante la nueva Constitución de la República, porque un día no habría lugar para esta clase de impunidad, según idealizaban algunos constitucionalistas de Salvatierra, como el propio Emerenciano. La impunidad, decían, va a desaparecer. Se referían a los acaparadores de poder a costa de la vida de los demás. En la república regida por la Constitución, afirmaban, deberán respetarse los derechos de todos, siempre y cuando no prevalezcan sobre los de los demás. Estas diferencias en los actos y en las ideas probablemente fueron el detonador para que salieran las balas asesinas. Era tan sólo una línea de investigación. Otra posible era que El Relajo Ruiz veía en Emerenciano Guzmán a un competidor personal difícil de superar y por lo tanto había que hacerlo desaparecer. El Relajo también se creía un liberal y un político; sin embargo, para él las ideas no eran lo más importante -por eso no las tenía-, sino el poder y el poseer, conceptos que, como estas dos palabras, se parecían y se empalmaban. Lo que más le obsesionaba era la proyección local que aquél estaba logrando por esos días, lo que iba en línea paralela con el

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éxito del carrancismo en todo el país. Calculaba que si no lo atajaban quién sabe a qué altos escaños estaría destinado. Eso no lo podría resistir ni permitir. Al principio, El Relajo sintió admiración por Emerenciano, pero con el paso del tiempo se fue convirtiendo en un odio que le costaba cada vez más disimular. Lo cierto era que El Relajo había acumulado dinero, era dueño de una hacienda y Emerenciano vivía -él y su familia- de lo que ganaba en su tienda, donde se vendía de todo; y, por otro lado, de su trabajo en el Ayuntamiento, aunque dicha actividad fue probablemente de los últimos años. A unos pasos del negocio, rentaba una casa. No tenía propiedades. Así que, deductivamente, era honrado. Se decía que su padre había tenido una hacienda en Moroleón, pero él nunca hablaba de eso. En otras palabras, no lo aceptaba pero tampoco lo negaba. A la mejor, de acuerdo con su militancia carrancista, le daba un poco de pudor. La herencia que sí recibió fue ese espíritu indómito, luchador, pragmático, junto con cierto idealismo medieval, mítico, de sus antepasados colonos. Por eso, lo primero que hizo al llegar a Salvatierra, en los últimos años del siglo diecinueve, con el poco dinero que llevaba, fue instalar aquella tienda de abarrotes y enseres diversos, a la que le puso el nombre de Nuevo Mundo. Este nombre no se refería a América, más bien había pensado en la utopía de hacer de este país un Nuevo Mundo. Porque por este último motivo también debió haber llegado a Salvatierra, siguiendo otro significado del nombre en sus propias palabras: Salva-Tierra, o Salvar a la Tierra. Pronto se dio a conocer entre los vecinos de esta ciudad. Por su tipo criollo -en México ha sido de ayuda- y su forma de presentarse, no debió costarle mucho trabajo ser aceptado. Incluso algunas damas casaderas de la sociedad salvaterrense posaron en él sus lindos ojos claros u oscuros, pero no prosperó ninguna de estas posibilidades sin duda atractivas. Tal vez una poderosa razón fue que no contaba con una fortuna que compitiera con la de los hijos de los hacendados o de otros ricos propietarios del pueblo. Hay que considerar, además, que no tenía mucha paciencia para esperar las llamadas de la buena ventura, sobre todo porque una de sus grandes pasiones era la política, pero no la

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política de gabinete, sino la acción política, como el instrumento para transformar la realidad, y a ésta había dedicado buena parte de su energía. Quizás desde que su familia fue agredida vilmente en Moroleón. Pero tampoco acostumbraba hablar al respecto. Éste fue, quizás, uno de los motivos que favorecieron su residencia en Salvatierra, un lugar que era un centro del movimiento político, religioso y de negocios del Bajío. ¡El granero del país!, decían orgullosos los salvaterrenses. Se reconocía a sí mismo como un seguidor de la nueva Constitución. Y el triunfo del carrancismo, acaecido en los últimos dos o tres años, lo perfilaban en las mejores perspectivas. Cuando entraban en Salvatierra huestes afiliadas a esta causa, Emerenciano Guzmán se hallaba en primera fila, entre los más notables, sonriente, rozagante, con ese color blanco de su rostro que con el esfuerzo o el sol se convertía en bermejo. La plenitud que lo llenaba en esos momentos se lo encendía, así como a la mirada. Era la sensación de no estar equivocado. Sí, de eso se trataba, de no haberse equivocado. Y, claro, de haber triunfado. Pero no tan sólo era la certeza de estar con la causa que subía y se afianzaba, sino que se identificaba con la bandera que consideraba más justa y liberal, la que haría de este país una nación digna de sus anhelos y de su historia. Esto lo hacía diferente a muchos de sus correligionarios que nomás se iban con la caballada. México era y debía ser una gran nación, se decía, a pesar de la vecindad y de la hegemonía de su vecino del norte. Tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos, repetía la reflexión que se le atribuía al general Porfirio Díaz. Naturalmente, dicha grandeza debía incluir condiciones de igualdad y una razonable distribución de la riqueza entre sus ciudadanos. Por eso luchaban los liberales constitucionalistas, pensaba Emerenciano, que intentaba hacer lo propio en su comarca. Este país debía ser uno de leyes, como los países europeos, decía a sus colegas del Partido Liberal Revolucionario, como Inglaterra, Francia, Alemania -a pesar de que entonces estuvieran enfrascados en una espantosa guerra en la que ya Estados Unidos había tomado parte, a fin de no quedarse fuera de la repartición del mundo, y,

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por ende, se hablaba sobre si México debería intervenir o mantener su neutralidad. Pese a estos riesgos y la desventaja de hallarse preso de la primera revolución social del siglo veinte, se creía que México aspiraba a los grandes escenarios del mundo. No cabía duda. Por lo anterior, terminó disgustándole a Emerenciano la forma de hacer la revolución de Pancho Villa, el Centauro del Norte, y Emiliano Zapata, el Atila del Sur. Con actitudes como las de ellos no se va a llegar a ningún lado, decía, así nunca seremos una nación como las europeas. Villa y Zapata están permanentemente en guerra, no les gusta nada, decía. Van a terminar mal, sentenciaba. Pero el primer jefe del ejército constitucionalista, Venustiano Carranza, tampoco las tenía todas consigo. Su aliado y vencedor de Villa, Álvaro Obregón, muy pronto le haría ver su suerte. Por lo pronto, cuando se hacían presentes los villistas o zapatistas en Salvatierra, Emerenciano Guzmán desaparecía y nadie tenía la menor idea de dónde se ocultaba. Este tipo de vida pública, que ya lo estaba dando a conocer fuera del pueblo, tampoco lo hacía muy recomendable para la mayoría de las criollitas de ojos verdes, azules o color miel, de hermoso pelo castaño o negro como el azabache. Sobre todo porque no tenía mucho qué ofrecer, debieron de haber dicho. De modo que cuando conoció a Felipa, una joven que había llegado con su familia de Urireo, morena de pelo lacio, largo y renegrido, ojos café oscuro, facciones y estructura corporal recias, que desempeñaba las labores de la casa y cuidaba con diligencia de los pocos animales que tenían: sabía ordeñar una vaca, bañar un caballo, traer baldes de agua del pozo o del río, lo mismo que lavaba y planchaba la ropa -con planchas de hierro calentadas en la estufa, las que cogía con trapos doblados para no quemarse-, sabía cocinar “como los mismos ángeles”, comida guanajuatense, michoacana, del Bajío, preparaba delicioso rompope, delicadas galletitas, dulces de leche, de huevo con canela, en fin, que era una mujer de trabajo y, cómo no, una morena que supo atraer el gusto de Emerenciano. Inexorablemente, recordaba la fusión de la india y el español del inicio de este país. Quizás fue lo que empezó a hacerlo diferente en Salvatierra: se casó con una mestiza, porque era liberal y porque él era blanco, no le urgía reafirmarse con una blanca, como muchos otros ávidos de

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reconocimiento lo hacían. Ya no estaba en Moroleón; él no era su padre, Luis Guzmán, descendiente de los primeros Guzmán criollos de aquel pueblo. Cuando a éste le llegó la hora de elegir esposa, al contrario de lo que haría su futuro hijo, se fijó en una joven de una familia que venía de inmigrantes italianos –algunos les decían los franceses-, Abrahamcita Cerrato. Así debían ser las cosas. Era natural. La intención era preservarse. Ya no era el mismo contexto para Emerenciano. Se había dado una distancia conceptual, práctica y tal vez ideológica entre él y aquella tradición del pensamiento de los primeros españoles americanos, o criollos mexicanos. Tal distancia no era otra cosa que la modernidad del final de siglo diecinueve y principio del veinte y que había adoptado para sí mismo. Ya no pertenezco al mundo de mis padres y de mis abuelos, se explicaba, desde el momento en que he abrazado la causa de la Revolución. Sé que me la estoy jugando, decía. Pero, ¿quién no se la estaba jugando? Era cierto. No sólo se jugaba la suerte, el estatus, sino hasta la vida. Como se definiría unos cuantos años después. Descendemos de españoles, razonaba, pero desde hace dos o tres siglos somos americanos, esto quiere decir mexicanos. Yo soy parte de esta gente y todos tenemos muchas necesidades. Vamos a arreglar eso. No es justo que unos tengan mucho y otros tengan poco o nada. ¿Por qué será? Si los que tienen mucho lo han ganado, ¿por qué los otros no pueden hacerlo? O de otro modo, si los que tienen mucho es porque lo han robado, es porque los otros lo han permitido. Pensaba que a gente como sus antepasados se les había ido de las manos la gran oportunidad del México independiente. La de hacer de éste una gran nación. Pues entonces había que recuperar ese noble proyecto y llevarlo a cabo. A veces se reprochaba el pensar tantas tarugadas. De cualquier modo, no cedía en su intención. No podía evitarlo. Se sentía mal cuando tenía la mente en blanco y no actuaba conforme a sus razonamientos; así que seguiría haciéndolo. Esto iba en serio. No todos los revolucionarios pensaban igual, sin embargo. Siempre sacaba a relucir a los villistas y a los zapatistas, que al principio lo impresionaron por su valor y decisión, por su popularidad, pero

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después ya no se sabía qué querían, según sus palabras. Parecía que tenían un eterno resentimiento contra todo. Como lo esperaba, esos caudillos se rebelaron en contra del primer jefe Venustiano Carranza, y eso sí ya no se los podía aceptar. Emerenciano dijo de ellos una vez, son destructores, no constructores. Necesitamos orden, un nuevo orden, hecho con escuadra y compás, siempre orden, dijo, y eso sólo lo pueden hacer los constitucionalistas. Era cierto, ya había un orden con Porfirio Díaz y el positivismo. Esto lo llevó a discutirlo con sus colegas del Partido Liberal y con los de ciertas reuniones secretas de las que su familia nunca se enteró. Para asistir a estas reuniones extrañas viajaba a Morelia y aun a León. Había, sin embargo, algunas locales. ¿Qué hacían? Discutían. ¿Qué era el positivismo? Algunos no sabían. Es hacer más pobres a los pobres y más ricos a los ricos, contestaban los más simplones. Alguien a quien le decían Maestro explicó que era un “sistema filosófico” que admitía únicamente “el método experimental y rechazaba toda noción a priori o antes de toda experiencia”, sistema con el que se quería traer a México la ciencia, el progreso, la modernidad, el industrialismo. Fue un hecho, en la época porfiriana llegó el ferrocarril, la energía eléctrica, el urbanismo del siglo diecinueve y primeros años del veinte. Entonces, ¿por qué quisieron destituir al viejo general, también liberal, Porfirio Díaz, que había sido defensor de la república con las armas en la mano nada menos que ante el ejército francés? Con Porfirio Díaz, insistían, se ha vendido el país a Estados Unidos, Europa, Japón; con el general la idea de la república se había venido abajo con el reeleccionismo; y ellos hacían suya la frase de Madero: “Sufragio efectivo, no reelección” -parece que esta frase fue de José Vasconcelos-. Pero, Juárez también se reeligió. (Y sus críticos -esto no lo comentaban- afirmaban que Juárez había “abierto la puerta a los yanquis”, después del robo de más de media nación que éstos perpetraron en 1847.) Ah, pero eso fue otra cosa, explicaba el Maestro, la patria estaba en peligro, en guerra, por eso Benito Juárez tenía poderes plenipotenciarios; además no se reeligió tantas veces. (No dijo que no lo hizo porque murió en 1872.) Y ahora es otra cosa, terminaba. En realidad, ya en 1908-1914, y dicho con otras palabras, también querían su turno para engrandecer a este país (y a ellos mismos), si no

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¿para qué tantos sacrificios? Si de poder se trataba, dos o tres generaciones ya habían tenido su oportunidad, entonces era la de ellos, los liberales revolucionarios, los constructores, que iban a actuar con mayor precisión en los fines que quienes los habían antecedido. De lo contrario, no se habrían arriesgado a hacer una revolución. Emerenciano mismo, que no faltaba quién se preguntaba ¿por qué se había venido de Moroleón?, quién lo acusara de haber sido hacendado en su tierra -cuando que varios de los cabecillas que militaban en el Partido Liberal Revolucionario sí lo eran-, también esperaba que llegara su tiempo, por supuesto, bajo los designios de la nueva Constitución, para trabajar en paz, en un orden más justo y más moderno, como en las potencias europeas, subrayaba.

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MOROLEÓN, 1894 La verdad era que el padre de Emerenciano, Luis Guzmán, tenía una hacienda -más bien un rancho- en Moroleón. Propiedad que había heredado, a su vez, de su padre Trinidad Guzmán, miembro de una de las familias pioneras del poblado que le daría origen. (El padre de Trinidad, Luis Antonio Guzmán, fue invitado, entre otros muchos padres de familia -algunos eran parientes, probablemente Luis Antonio también- por Pedro Guzmán, el dueño de esas grandes extensiones de El Mezquital, con el fin de poblar y crear una cierta seguridad colectiva. Le dio un terreno a buen precio y algunas facilidades de pago. Le importaba más la compañía, en este caso, que la utilidad inmediata.) Gente esforzada que había logrado, con sacrificio y dedicación, que ese poblado sobreviviera a todos los embates y peligros propios de su condición de villorrio y de la época, alrededor de 1775. Por su parte, Teodoro Carrasco, vecino de reciente llegada al pueblo, 1892 o 1893, poseía unas tierras que no eran la mitad de buenas que las de esta familia Guzmán. De un tiempo a esa fecha había intentado en varias ocasiones convencer a Luis, el padre de Emerenciano, de que le vendiera sus tierras, sin conseguirlo. Como estaba bien relacionado con las autoridades de la región, había llegado al extremo de hacer algunas demandas legaloides con el propósito de justificar un despojo. Con lo que fue inevitable que cayeran en graves rencillas.

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Un día nublado, se encontraron en un camino frente a frente. Don Luis guiaba una calesa y el otro iba a caballo. Don Luis, vestido al estilo de sus antepasados, rancheros y comerciantes criollos, de traje oscuro, chaleco y sombrero de fieltro de media ala; el otro iba de charro, de faena, sombrero ancho y pistola al cinto. Teodoro, sin más, le gritó de mal modo, ¡véndame su hacienda! A lo que don Luis contestó, ¡ya le dije que no vendo, y sigo en las mismas! ¡Pues si no es por la buenas, va a ser por la malas! Diciendo y haciendo, sacó el revolver de su funda y disparó cuatro veces contra don Luis que ni siquiera tuvo tiempo de echar mano a su pistola que llevaba bajo el chaleco. Don Luis se sacudió por los impactos y luego cayó de lado, desangrándose. Mientras, el caballo salía desbocado, arrastrando a la calesa y a su dueño que sólo brincaban por los accidentes del terreno, con peligro de que don Luis, gravemente herido, fuera arrojado a los aires. Unos rancheros que pasaban por allí dieron alcance a la calesa, pero ya no había mucho qué hacer. Don Luis se moría por efecto de dos de los cuatro balazos recibidos. ¿Quién iba a decir que se repetiría la historia veintitrés años después, con otro miembro de esa familia, en Salvatierra y por razones parecidas? Teodoro, en seguida de haber cometido el infame acto, salió como alma que lleva el diablo y desapareció una larga temporada, suficiente para que sus abogados pudieran comprar el veredicto de las autoridades del pueblo y de la cabecera a la que pertenecía. Sus compadres de la política porfiriana -todo era porfiriano en esos años- lo ayudaron cumplidamente. Sin merecerlo, lo hicieron fuerte. Era aquello un orden que se podía comprar, pensaba Emerenciano. Un orden corrupto; más bien un desorden que vendía la impunidad. La posesión de la tierra despierta ambiciones, decía. Sin embargo sentenciaba, la propiedad privada legal debe respetarse. Pero no olvidaba la responsabilidad del asesino. Quien cometa un delito, de esta magnitud o de cualquier otra, debe pagar el precio que corresponda. Al asesino de don Luis le costó caro evadir el castigo, pero lo auxiliaron. Para los hombres de trabajo, en cambio, no había una justicia que los protegiera de los abusos de esa gente con influencias, poder económico

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y ambiciones corrompidas. Fue el cuento de nunca acabar durante el siglo diecinueve y principio del veinte. Tampoco faltaba la xenofobia en contra de los otrora fundadores de pueblos y de toda una nación. Había miedo. Pese a todo, Trinidad Guzmán, abuelo de Emerenciano, no quiso abandonar a la nación, que ya era la suya, por el trabajo, por la familia, por la tierra, por los vivos y por los muertos y hasta por la Virgen de Guadalupe. Se sabía de casos, como los acaecidos en 1810, cuando la muchedumbre que seguía al cura Miguel Hidalgo degolló, además de los cuatrocientos militares leales a la Corona, a todas las familias que se habían resguardado en la alhóndiga de Granaditas -no sin antes violar a las mujeres y robar sus pertenencias-, incluidos ancianos y niños. Luego, en 1828 se promulgó una ley que expulsaba a los españoles. Ese infierno no era suficiente para espantarlo. Además, él ya no era español sino americano. Con que en su familia no se cayera en la persecución de los hijos contra sus padres y abuelos... Más allá de esta tragedia, en el Moroleón de 1894, el único de los hijos de don Luis que demostró carácter fue el menor, Emerenciano. Luego su madre y los amigos de la familia, lo convencieron de que se fuera del pueblo, de lo contrario, los pistoleros de Carrasco lo iban a acribillar. Así lo hizo. Dos o tres meses más tarde, doña Abrahamcita, que además de temerosa no sabía nada de negocios, fue forzada a vender el rancho al precio que los abogados del matón Carrasco impusieron. Varios meses después, cuando se supo que éste había regresado al pueblo, como si tal cosa, hasta le organizaron fiestas de bienvenida, con jaripeos y cuanto había. Entonces Emerenciano regresó de su exilio. Consiguió un caballo, retinto por cierto, revisó que su pistola estuviera cargada y, luego, a todo galope llegó hasta los terrenos que ya eran del vivales. Detuvo el caballo en la entrada, y desde ahí le gritó a Carrasco: ¡Teodoro Carrasco, si eres hombre, sal y da la cara! Luego de un silencio, en el que nada más se escuchaba el nervioso caracolear del caballo de Emerenciano, el mentado fulano se apareció en la entrada de la casa principal. Un mestizo de mediana estatura y edad, fuerte, con un gesto de perdonavidas en la carota tostada por el sol y con su pistola desenfundada. Pero, no era tan valiente. No. De un

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lado y del otro de la casa también aparecieron varios hombres armados con rifles que apuntaban al solitario muchacho. Emerenciano sopesó la situación en menos de un segundo. Y volvió a gritar, mientras el caballo se le encabritaba: ¡Ya nos veremos, cuando seas hombre, cabrón! ¡Te voy a volver a buscar! Los sicarios cortaron cartucho y Carrasco los detuvo con una sonora carcajada que hizo eco en el valle y en el alma del muchacho de quince años que le quemaba la amarga sed de la venganza. ¡Cuando crezcas me buscas! ¡Pendejo! ¡Cara de huevo de pípila! Emerenciano escapó de ese lugar picándole al caballo, mientras oía el eco de esas palabras que lo ensuciaban como si hubieran sido mierda. Las lágrimas de ira lo cegaban. La cara encendida parecía que iba a reventar. Galopaba en medio de un horizonte de cielo cerrado, con nubes grises, que, no obstante, expulsaba un calor abrasador que no olvidó jamás.

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SALVATIERRA, 1903 1 Pasados algunos años de haber dejado atrás a Moroleón, Emerenciano Guzmán era considerado por algunos como un hombre de carácter. Había saltado a Salvatierra, y de ahí quién sabe, decían, a la capital del estado o a la del mero país. La ciudad de México, hermosa y europeizada, con el majestuoso Paseo de la Reforma -irónicamente, trazado en 1864 por Maximiliano, del Castillo de Chapultepec al Palacio de Gobierno, por lo que se llamó Calzada del Emperador-, su impresionante Plaza de la Constitución -trazada por Hernán Cortés y sus conquistadores, días después de la caída de Tenochtitlán en 1521, sobre la que levantó la nueva ciudad, el otro, el nuevo mundo-, su imponente Catedral, y esas hermosas calles virreinales, decimonónicas, de la parte vieja de la ciudad, la elegante calle Plateros, la colonia Juárez, la Condesa, la San Rafael, la Santa María la Rivera, la Roma, con arquitectura porfiriana, art déco, obras de arte hechas casonas y palacios, hermosas plazas y grandes avenidas. Desde esta perspectiva, no cabía duda, México, aquel gran país, merecía un mejor destino. Pero siempre, durante los dos últimos siglos, los merecimientos de México no fueron más que buenos deseos. Después de casi un siglo de vida independiente, la presencia de los criollos novohispanos había quedado sepultada y Emerenciano, si quería sobrevivir y hacer algo útil por su país, ya no tenía por qué creer que las reglas eran sólo de una

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manera, la de los colonos que fundaron Moroleón en 1775. Las condiciones y exigencias eran otras; aunque, en cierto modo, siempre se reducían a la supervivencia. Pero las respuestas y soluciones debían adaptarse a la nueva realidad nacional. En esta dirección, se dejó llevar por un nuevo sentido de la vida y del mundo. Así, pues, conoció a Felipa en el antiquísimo Puente Batanes de Salvatierra. Tan sencillo como eso. El río Lerma estaba crecido en ese momento y su caudal daba miedo, pero todavía no era grave. Felipa llevaba algunos bultos de alimentos y otros productos que había adquirido en el mercado. Él se ofreció a llevarla en ancas hasta donde fuera necesario. Por supuesto, ella no aceptó, pero consintió, con un poco de insistencia, a que llevara los bultos en el caballo y él caminara a su lado. Ya lo había visto antes desde lejos. En una ciudad chica era difícil pasar desapercibido. Ese hombre le había parecido de buen ver, distinguido. Se sintió un poco confundida, pero a la vez halagada de que se hubiera fijado en ella, una joven de familia pobre venida de Urireo. Antes de llegar a su casa, le dijo que hasta ahí podían ir juntos, que le devolviera sus compras y le dio las gracias, pero luego agregó, como a esta hora voy al mercado cada viernes. Emerenciano regresó al puente Batanes, para buscar la calle Real, pensando que esa muchacha morena, de rasgos mestizos, era agradable. ¿Qué le gustaba de ella? La sencillez. La caracterizaba una combinación de timidez y franqueza. Su forma de ser y pensar saltaba a la vista. Católica practicante, tenía principios y eso le parecía correcto. Aunque él, como buen liberal de esos años, lo asaltaban dudas acerca de la Iglesia, pero, en el fondo, no tanto de la religión. Aunque esto se lo callaba. Y la religión -la católica, en su caso- se parecía a una disciplina, según pensaba. Había que tener principios, ella los tenía de una manera y él de otra. Pero ambos eran gente de principios. Él carecía de fortuna y ella con mayor razón. Ésta era su parte común. Muchos jóvenes como él se acercaban a muchachas como Felipa para correr una aventura amorosa; decían que eran más ardientes que las blancas; con frecuencia no pasaba del contacto íntimo, y luego si te conocí ya no me acuerdo. En esto precisamente pensaba ella cuando dejó los víveres y

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las otras mercancías en la cocina. De eso había qué cuidarse, decía su madre, las consecuencias podían ser indecibles, moral y socialmente hablando. Pero a Emerenciano le había cuadrado la morena, su manera de conducirse y, era de esperarse, su físico también. Había que reconocer la nueva imagen del país; allí podía empezar el fervor nacionalista. Además, por su origen, con Felipa no se vería obligado a cuidar la etiqueta social propia de las clases acomodadas que le resultaba bastante engorrosa. Y no, pensaba, no tenía tiempo para dedicarlo a cuidar las latosas apariencias. Siguió buscando a Felipa. Sus encuentros se hacían frecuentes y esperados. Hasta que una tarde se encaminaron a la rivera del río, se detuvieron entre unos arbustos y pasaron allí un largo rato. Cuando parecía que se iba a consumar la entrega, ella lo advirtió que si la quería no la perjudicara, que sólo casada consentiría en ser suya, así dijo. Por sorprendente que pareciera, él estuvo de acuerdo. Así le gustaban los compromisos. Con acuerdos bien definidos. Aunque por un lado no encajaba en ciertas costumbres establecidas, que las tomaba como superfluas, por otro no podía negar la cruz de su parroquia: la formalidad. Emerenciano era un hombre de compromisos. Uno, el más grande, era el cambio del país: la revolución social; y otro era el de fundar una familia. Debíamos recordar que él, revolucionario o no, venía de familias patriarcales. Por más que tuviera otros intereses, seguía manteniendo en su interior el tradicionalismo familiar. Así había sido su padre, su abuelo y todos sus antepasados, los nacidos en México y los de España con mayor razón. La familia italiana de su madre, no se quedaba atrás en cuanto a la tradición patriarcal se refería. 2 Tres meses después, de acuerdo con Felipa, la recogió en el virreinal Puente Batanes, y la llevó a la casa de los padres de su amigo Tomás Ponce; luego hablaría con el padre de ella. Le diría que su hija estaba depositada en una de las mejores familias de Salvatierra y que pusiera fecha para el casamiento. Por la iglesia, se entendía. ¿Por qué lo hizo así y no la pidió según la costumbre, dándose tiempo para la boda? El

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padre de Felipa no iba a poner ningún reparo a ese matrimonio. Pero, tampoco había que olvidar que existía en amplios sectores de la población cierta actitud defensiva y hasta racista hacia los criollos. Sobre todo cuando los confundían con españoles, a quienes les decían despectivamente gachupines. De cualquier modo, “robarse a la novia” tal vez era otra de las tradiciones de la época y de las provincias. En el argot popular se decía que el novio se robaba a la novia. Unas veces con el consentimiento de ella; otras no, era un verdadero rapto. Los revolucionarios todos los días se robaban a las muchachas de esta segunda manera: se las echaban al caballo y se iban en fuga, amenazando con la pistola a aquel que se atreviera a oponerse. Eran acciones con un tinte primitivo para el resplandeciente inicio del siglo veinte, el nuevo siglo de las luces: del industrialismo, del arte moderno, de la primera revolución del siglo -la mexicana, en 1910; y, luego, en 1917, habría de estallar otra, la rusa, que sería muy influyente- y de incontables descubrimientos tecnológicos y científicos. Aunque también sería el siglo de las sombras y el exterminio nunca vistos de la primera guerra mundial, que se había declarado en 1914, y de la segunda, todavía más sangrienta, en 1938. Desde otro punto de vista, por la condición social de Emerenciano y Felipa, este matrimonio cumplía una vez más la ley no dicha ni escrita del mestizaje que sería la esencia de la fundación de esta nación, cuyos antecedentes datan del primer día de la conquista y colonización del nuevo territorio mesoamericano. Había que recordar, en este sentido, que los Reyes Católicos ponían como condición que emigraran a América hombres solos, para que, una vez en el nuevo mundo, buscaran mujer, fundaran familias y se quedaran a habitar aquellas extensas e inexploradas tierras.

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CIUDAD DE MÉXICO, 2006 1 Los cuatro documentos, que acababa de recibir por la internet, estaban escritos a mano por escribientes oficiales. El primero tenía la cabeza: “Papeleta de un día de haber que vence la fuerza de seguridad pública: de esta ciudad, y forraje para caballos y mulas en servicio”, con fecha de 13 de agosto de 1915. Firmaba: “El comandante, Emerenciano Guzmán”, y rúbrica. El segundo decía: “Nómina de los sueldos devengados por la Gendarmería Municipal y Guardia de cárceles, durante el mes de julio de 1915”, firmado igual que el anterior. El tercero era “un juicio verbal ordinario promovido por el ciudadano...”, con fecha de 14 de abril de 1917. Lo firmaba el Juez Único Municipal, mismo nombre y rúbrica. El cuarto decía a la letra: “Como se sirve ordenarlo en su atenta nota No. 46 fechada ayer, tengo la honra de participar á Ud., que en la misma fecha me hice cargo de este Juzgado, en virtud del fallecimiento del Ciudadano Emerenciano Guzmán, Juez Único Municipal; mientras tanto el Supremo Tribunal de Justicia ordena lo conveniente. “Protesto á Ud. con este motivo las seguridades de mi atenta consideración. “Constitución y Reformas.

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“Salvatierra, 1º. de Agosto de 1917. “El Juez 1º. Municipal suplente. “Diego Ruiz Nieto”, y rúbrica. Me hallaba obnubilado. Era como si hubiera establecido contacto con el mundo de los muertos. Había hecho comunicación con un espíritu. El de mi abuelo Emerenciano. No sólo era un personaje que había nacido en 1879 y fallecido en 1917, que ya era conturbador, sino que se trataba de alguien de quien me hablaba mi padre como si fuera una leyenda y de cuya fatalidad, tenía la certeza intuitiva, provenía directamente la de mi padre y aun la mía, aunque la nuestra mucho menos heroica -en el sentido de héroe trágico de la antigua Grecia-. Además, nadie de la familia había tenido, ni por asomo, acceso a información alguna fuera de las escasas frases de mi padre que componían las anécdotas del asesinato de mi abuelo. Así que haber recibido esta clase de documentos era algo como haber hecho contacto con el “más allá”, y no creía exagerar. Mi padre jamás se hubiera imaginado que existiera nada parecido. Lo más que me llegó a recomendar fue que podría encontrar el acta del asesinato en el archivo del Juzgado, dijo, en la Plaza de Armas, en los portales, quería decir en el Palacio Municipal. Ignoro por qué no lo hizo él mismo; aunque lo imagino, no se atrevió. Tampoco le hubieran permitido ver ninguno de los documentos. La “ley de transparencia” se promulgaría hasta el año 2001, muchos años después de esta muerte. De todas maneras tal servicio estaba restringido, como lo demostraban las dificultades que tuve para que hicieran caso a mis peticiones al respecto. 2 En 1975 hice una entrevista a mi padre. Se llamaba como mi bisabuelo, Luis Guzmán. Fue un tímido intento de acercarme al tema. Posteriormente, en julio de 1983, en las vacaciones anuales de mi trabajo, me encontré solo, sin ningún plan y decidí viajar a Salvatierra: la tierra de mis mayores. Como no la conocía siquiera, había cobrado, para mí, cierta realidad onírica, legendaria; no sólo en cuanto a los hechos allí ocurridos sino también al lugar. Todo eso tenía la forma y la fuerza de

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algo leído en un viejo libro: algo ocurrido en un país y tiempo remotos y que, sin embargo, tenía la posibilidad de visitar, tal vez de reconocer. No recuerdo muchos detalles de aquella visita. Sólo que me encontré con una ciudad pintoresca, bonita, bien conservada, ordenada, limpia, con algunos hoteles y otros servicios y, como lo sabría más tarde, con mucha historia. Mi padre había mencionado un hotelito barato, cerca de la estación de autobuses, el Guerrero, que ya no existía. En realidad hice el viaje sólo para conocer Salvatierra, sin mayores pretensiones. Eso sí, me llevé los datos proporcionados por mi padre en aquella breve entrevista. Me hospedé en un hotel del Centro, por una noche. Me pareció caro, pero bueno. Arquitectura tipo virreinal. Eran la una o dos de la tarde. Dejé mis cosas en mi cuarto y salí a la calle; me la pasé caminando por la Plaza de Armas, en realidad un jardín grande, sin saber que así le llamaban. No muy lejos me encontré algo parecido a un mercado, con grandes tiendas instaladas en locales y puestos en las banquetas. Se me ocurrió entrar en algunas de ellas para preguntar por el paradero de la señora Luz Ponce, dueña de molinos, como me lo había dicho mi padre. En dos o tres no supieron o no quisieron darme razón. Hasta que en una de ellas, un joven le preguntó a un hombre maduro, que se había mantenido en silencio, cauteloso, si sabía algo de esa señora por la que yo preguntaba. Este señor me dijo, de repente decidido, por dónde debía ir para encontrar un molino de nixtamal que era de ella. Si no estaba allí, por lo menos me dirían dónde encontrarla. Me sorprendió que todo quedaba cerca. Di con el molino. Pregunté por la señora Ponce a un hombre moreno, de mediana edad, que atendía el negocio. Me preguntó quién la buscaba. Soy hijo de Luis Guzmán, amigo de la familia de muchos años y quiero saludarla -dije. Sin más, me dijo, con palabras y señas, hasta salió a la calle, cómo llegar a su casa, que allí la encontraría. No me quedó claro si eran parientes, pero creí que no. Seguí las señas y llegué a una casona por lo menos de unos cien años de antigüedad, con un ancho y alto portón de madera con dos grandes ventanas enrejadas, una a un lado y otra al otro. Era de una planta, de aspecto sencillo pero de algún modo

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señorial, como yo me imaginaba una casona de una vieja provincia, como lo era Salvatierra. Corría una acequia de agua cristalina a lo largo de la calle, frente a la casona, la que tenía que cruzarse por un pequeño puente de madera. Toqué sin dilación. Me abrió una señora que, por lo visto, me esperaba. Supuse que el dependiente la había advertido por teléfono que llegaría. Ella no parecía vieja, como esperaba que lo fuera. Después, leyendo los apuntes de la entrevista hecha a mi padre, calculé que eran de la misma edad, o casi, de todos modos estaba en mejor estado que él. Me hizo pasar a un amplio zaguán en penumbra, que daba a un patio central, cubierto hasta la mitad con un techo de tejas; el piso de losetas de cerámica, de barro cocido y barnizado; algunos árboles al fondo y habitaciones a los lados. Aquí andaba jugando tu papá -dijo intempestivamente la señora Luz, mientras señalaba el patio. Contemplé el patio y me imaginé un niño que jugaba en el piso como cualquier otro. Pero, me pareció que la señora Luz se refería a otro niño, a otra persona, que no tenía mucho qué ver con mi padre. De pronto, apareció una anciana en una silla de ruedas; creí que había salido de la nada. Se detuvo a mi lado, yo permanecía de pie, y, con la cara levantada, se me quedó viendo. Mira, él es hijo de Luis Guzmán -dijo la señora Luz. Con su mirada opaca clavada en mí, y para mi sorpresa, me preguntó: ¿Ya se curó Baltasar? Sin saber qué contestar dije, sí, ya está bien. Después me enteraría que a Baltasar, el hermano mayor de mi padre, cuando todos ellos eran niños y vivieron en esa casa después del asesinato de mi abuelo, se enfermó probablemente de tristeza, de derrota. Tenía mucha fiebre y estaba muy débil. Lo sentaban en una silla al sol, para que se repusiera. Pronto, se quedaba dormido, con la barbilla pegada al pecho y los brazos caídos a los lados. Y con ese recuerdo, sucedido sesenta y seis años atrás, la anciana me preguntó, como si hubiera sido ayer, por la salud del tío Baltasar.

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La señora Luz me pasó a una sala amueblada austeramente, paredes casi desnudas, con una discreta enredadera pintada a lo largo de la parte superior de las paredes sin ventanas, sillones sencillos, de estilo de esas fechas, escasos adornos. Me invitó un refresco. Nos sentamos ella en un sillón y yo en otro, frente a frente. No acababa de comprender cómo se acordaba de mi padre si se veía más joven. Lo lamentable fue que no escribí la memoria de esa breve entrevista; casi no recuerdo lo que hablamos, de seguro porque no fue mucho ni muy importante. Tal vez me coartaba a mí mismo. El patio estaba aún iluminado por la luz clara del sol que empezaba a declinar. Mi visita duró apenas un rato. La señora Ponce fue amable, pero como yo no le preguntaba mayor cosa ella no me dijo nada de aquellos acontecimientos. Fue una tontería de mi parte. Por lo visto, sólo tenía en mente una visita de cortesía. Era la gran oportunidad para que ella y la señora en silla de ruedas, dueñas de toda su lucidez y memoria, me contaran en detalle la historia. Pero, no quería molestarlas con preguntas que habían quedado en un pasado muy lejano. Me faltó decisión, curiosidad por conocer algo que ignoraba que fuera tan importante para mí. Me comentó, sin embargo, que la propiedad en la que estábamos era mucho mayor, pero en cierto momento, para hacerse de recursos, habían vendido la mitad. Cuando mi padre y su familia habían estado -evitó la palabra vivir- allí, el terreno llegaba hasta el río Lerma y señaló el fondo que ya no mostraba sino las paredes de alguna habitación más y un espacio abierto. Consideré que ya había distraído demasiado a doña Luz y me despedí. Al salir de esa casona del siglo diecinueve me volví a verla y sentí que algo mío, sin haber sido descubierto, se había quedado en ese lugar. 3 Ya en la calle, me pregunté dónde podía encontrar la cantina El Sol. Mi padre dijo que allí había pasado aquella desgracia. Pensé con desaliento que tal vez ya no existía. En la entrevista que le había hecho nunca dijo dónde se hallaba. Ni cómo preguntar, no tenía ningún dato real. Entre otros, éste pude habérselo consultado a doña Luz y no lo

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hice. Me fui por la calle Morelos, tomé a la izquierda y, pasos adelante, desemboqué en la calle Real, como decía mi padre. Calle arriba encontré el número 301, en la esquina del jardín de Capuchinas que quizás también lo redujeron porque no me pareció grande. Enfrente, la iglesia, a la que debieron haber entrado muchas veces mi abuela y sus hijos -mi abuelo debió de haberse cuidado de no parecer apegado a la religión para conservar su imagen política de liberal- y el entonces ex Convento de Capuchinas. A un costado, en 1917, se encontraba la cárcel, pero ya no la encontré. En la esquina con la calle Ing. Altamirano se hallaba el local que fue la tienda de mi abuelo y que muchas veces la atendía mi abuela. Era grandecito y por la ubicación no era cualquier cosa. Imaginé que vendían desde maíz, garbanzo, frijol a granel, piloncillo, huevo, jabón, mantas, cobijas, zarapes, entre otros muchos, hasta una silla de montar, enseres de labranza o una botellita de tequila. En esa esquina me detuve. Quedé azorado. Con sólo cruzar la calle estaba la vieja casa en donde vivió mi abuelo y su familia. Era de dos pisos, de construcción sencilla; supuse que entonces sólo sería de una planta. Me dije: Aquí velaron a mi abuelo. La estuve observando. No supe quiénes la habitaban entonces. No me atreví a tocar para hablar con quienes vivieran en ella. Pero mi padre me había dicho años antes que en esa casa seguían viviendo los hijos de Alberto, el hermano de Emerenciano. ¿Por qué siguieron viviendo ellos allí y no mi abuela Felipa y sus hijos? ¿De quién era esa propiedad? Deduje que no era de mi abuelo y por esta razón, una vez muerto, Felipa y su familia tuvieron que desalojarla: ya no se podía pagar la renta. ¿Y la tienda? La cerró mi abuela. De la noche a la mañana era una viuda con cinco hijos pequeños y sin un centavo. Su concepción de la honradez la hizo rechazar toda ayuda. Su desamparo se agudizó. Sólo lo que se ganaba con esfuerzo propio era realmente de uno. No era moral ni bien visto por ella recibir regalos ni ayuda de otros; menos de un hombre hacia una viuda. De inmediato pensó en hacer galletas o pan que vendería Luis (¿por qué no Baltasar que era el mayor?) en la Plaza de Armas. Pobres, pero dignos. ¿Por qué tenía que haber pobres? Y allí empezó la condena, como una expiación, de Felipa, los hijos y aun los nietos de Emerenciano Guzmán.

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4 Al otro día, antes de tomar mi autobús de regreso a la ciudad de México, visité el Ayuntamiento con la esperanza de encontrar en ese lugar los archivos del pueblo de Salvatierra. Allí puedes encontrar el acta del asesinato, dijo mi padre en 1975. Y sí, en ese lugar debía estar la documentación de la historia del pueblo. De modo que entré para preguntar dónde exactamente podía averiguar sobre ciertos hechos históricos acaecidos en Salvatierra en 1917 -omití las palabras asesinato y abuelo-. Me encontré en medio de un patio central abierto, de piso de lozas de piedra labrada y una ancha escalera al fondo, rodeado de privados -en una típica construcción española de tiempos anterioresque eran diferentes oficinas municipales. Un burócrata a quien me acerqué y que se me quedó viendo sin comprender, me dijo que no podían facilitarme los archivos de la fecha que me interesaba, porque no era el uso y esos documentos ya no se tocaban. Quedé sorprendido por la respuesta. Aclaré que yo trabajaba en una universidad de la ciudad de México y que estaba enterado de que se hacían muchas investigaciones con documentos como los que yo buscaba. Ah, dijo, entonces la próxima vez que venga se trae una carta de su universidad. Y se acabó. Di media vuelta y me salí del Ayuntamiento. A la postre, fue frustrante mi primer acercamiento a Salvatierra. Poco después del viaje, comenté a mi padre que había ido a su pueblo. En vez de que se alegrara y me preguntara sobre mis impresiones, se molestó. Hubiéramos ido juntos, para que te enseñara dónde están todos los lugares, dijo. Se refería a los lugares de su niñez y de aquellos sucesos malhadados. Tenía razón. Él no pensaba en la gente con la que se hubiera podido hablar ni en los documentos a los que se hubiera llegado, a pesar de que se refirió al acta del asesinato, sino en las calles, las casas, la cantina El Sol, la iglesia Capuchinas, la Plaza de Armas, la calle Real, el tranvía de mulitas, su casa, en suma, los lugares, las ruinas, o las huellas borradas de lo que había sido hacía mucho. Mi padre sólo veía lo inalcanzable de las cosas. Debí haber regresado con él. Hubiera sido conmovedor y aleccionador. Demasiado tarde.

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CIUDAD DE MÉXICO, 2006 No era raro ni nuevo, pero en los primeros días de ese año me sentía como si estuviera cerca de perder algo. Como si estuviera viviendo una situación que no se repetiría; que veía gente que no volvería a ver. Me sentía como si yo fuera alguien que tuviera que emprender un viaje sin retorno. Esto me hacía melancólico. ¿Qué era lo que tanto me inquietaba? ¿Era qué iba a perder algo importante, o iba a conocer algo que mejor no lo hubiera sabido nunca? No lo sabía; no sabía nada. Pero mis sentimientos eran reales. Mi madre siempre esperaba lo peor; mis hermanos, lo mismo; imagino que también mi padre, aunque él nunca reflejaba lo que sentía. Tal vez lo que yo esperaba no acababa de llegar nunca y era una doble angustia: la espera, y la añoranza, o el temor de que lo esperado no llegara nunca. De cualquier modo, también ignoraba qué era lo que vendría, o lo que podía haber perdido ya. Llegué a la conclusión, no sé si como respuesta a lo anterior, o como si algo en el fondo de mí me lo dictara, que debía ponerme a investigar en serio el homicidio del que fue víctima Emerenciano Guzmán y lo que resultara.

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SALVATIERRA, 1917 1 Cuando Luis, a los nueve años de edad, salió del Colegio Salesiano, con el sol a ras de la calle, se encontró con el padre Salgado. Éste lo detuvo y le dijo: Mira nomás qué ojos traes -los tenía irritados por la conjuntivitis-, y con este sol. Ándale, vete a tu casa, te espera tu madre, vete con Dios. Luis sufrió un sobresalto y, sin atreverse a preguntar más, echó a correr por la calle Juárez, cruzó la Plaza del Carmen y luego siguió por la calle Real. A la distancia vio una multitud inmóvil en la entrada de su casa. Sintió miedo, y se detuvo un instante, algo grave había ocurrido. Sin querer se le saltaron las lágrimas que no lavaron sus ojos irritados. Después retomó la carrera; había que llegar a la casa. Cuando llegó, jadeante, se detuvo ante el gentío que, al descubrirlo, se abrió en silencio para darle paso. Esta imagen no la olvidaría nunca. Era gente modesta, que había venido de las rancherías de la parte rural de Salvatierra o de más allá. Entre quienes lo conocían, era fama que Emerenciano Guzmán defendía, siempre que encontraba argumentos, la razones de los pobres. No faltó quién lo advirtiera que ése no era el mejor camino político si es que de veras quería triunfar. Sí, eso también lo preocupaba, pero no dejaba de hacerlo. Era su forma de ser y por lo general era coherente consigo mismo. Le costaba trabajo actuar por

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mera conveniencia y, por esto, perdía buenas oportunidades de conseguir los mejores puestos, prebendas, o amistades convenientes, por más que en los últimos años parecía que empezaban a reconocerle algún mérito. No faltó quien dijera que tenía futuro. Como las noticias, especialmente las malas, solían volar, esa gente que quizás él apoyó, se había reunido de manera espontánea. Allí estaban, algunos con el sombrero ancho, de palma carcomida, entre las manos, con esa actitud de quien en realidad no estaba, no contaba, no se hacía notar, sin decir palabra, sin hacer nada, pero sin irse, sólo mirando a la puerta, hacia dentro de la casa, alguno llevaba una gallinita, otro un costalito de maíz, o de frijol y hasta unas flores de campo, como ayuda o muestra de solidaridad para la familia caída en desgracia. Todos en aquel silencio que pesaba. Luis terminó de entrar a la casa. Y en ella encontró a su madre, Felipa, hecha un manojo de nervios y de lágrimas; a su abuela Abrahamcita, que al verlo lo quiso detener con sus ojos azulitos llenos de agua. Y allí estaba, también, su padre. No podía creerlo. Tendido en la cama. Alto como era. Vestido con su traje completo. El rostro y las manos, más finas que nunca, parecían de cera. Con una inmovilidad que espantaba. Emerenciano estaba y no estaba. Luis sintió un golpe terrible que le vino desde adentro. No sólo era su padre, sino que él lo veía como un personaje y nunca pensó, en su corta vida, que un día iba a terminar así. ¿Cómo podía faltar alguien como él? Pero el golpe también significaba el miedo por lo que podía venir sin su presencia. Aunque quedaba su madre, no era lo mismo. El mundo se desgajaba a su alrededor y eso sí que daba miedo. Con los ojos llorosos notó que los pies de su padre salían de la cama. Era difícil, muy complicado, aceptar que se había ido para siempre ese hombre. Lo recordó cuando andaba a caballo, con su capa española y su sombrero de ala corta. Era como si no fuera su padre, sino un hombre del que había oído hablar, protagonista de algún corrido que iba de boca en boca. Desde su perspectiva de niño su padre crecía a una mayor estatura y al irse dejaba para él un hueco demasiado grande. Y siendo así como era, entonces estaba muerto. ¿Qué era estar muerto? ¿Qué era la muerte? Era, simplemente, ya no estar. No sabía

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qué pasaba. Porque si el mundo era él, ahora que no respiraba, que no se movía y que se lo iban a llevar a enterrar, ¿qué iba a pasar con todos ellos, con él, con su mamá, con sus hermanos, con su abuelita? Después del miedo, de repente sintió algo que no volvió a experimentar nunca de ese modo. Odio. Casi dijo, alguien tiene que pagar por esto. Pero Luis era demasiado chico, y la situación que tenía delante era demasiado onerosa. Sin saber qué hacer, tuvo una crisis de llanto. Y luego se quedó quieto, no hizo nada más. Fue cuando se le hizo la cara de palo. Desde entonces así la tuvo. Había que soportar lo que viniera. Alguien tenía qué pagar. No lo dijo, pero lo estaba sintiendo. Pero no todos los que debían algo lo pagaban. Comprendió que el mundo no era justo. En todo caso, era algo muy triste, muy solo, sobre todo muy difícil. Y ya no lo olvidaría. Cada paso que diera en el futuro sería recortado por esa tijera de la incertidumbre y de la inseguridad. ¿Cómo podía ser de otra manera si en cualquier momento podía alguien ser despojado de todo impunemente? Porque eso ocurrió. En unos minutos se les acabó el mundo a él y a sus hermanos. A su madre y a su abuela. ¿Y al culpable? 2 Días después, Luis entró corriendo a la casa para anunciar a voces que afuera traían al asesino dos policías. Felipa no lo creyó por un momento, después se incorporó y salió como si hubiera recobrado la energía perdida. Y lo que vio la dejó sin habla. Cruzando la calle Real, venía José Ruiz, El Relajo, con la cabeza vendada, custodiado por un gendarme a cada lado. El hombre se veía maltrecho aún, pero los gendarmes no lo soltaban. Felipa había salido para comprobar que era él, para insultarlo, para decirle su precio y de lo que se iba a morir, y a dónde se iba a ir después. Cuando lo vio tan disminuido, se quedó callada. Venía del hospital en donde lo estaban atendiendo, en calidad de detenido, de las heridas recibidas. Si había algo que podía hacer muy bien Felipa, era resistir. Como muchos de sus antepasados. Para su sorpresa, notó que venían hacia su casa, hacia ella. Alterada, dio media vuelta y cerró la puerta. Allí aguardó en silencio. Sintió el calor de la ira y

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de la impotencia. Los hombres y las mujeres tarde o temprano perdían. Pensaba que a todos les llegaba el momento de perder. A unos antes, a otros después, pero todos iban a perder. Así había sido y así era. Hasta a los ladrones, los asesinos y los poderosos, les llegaba su hora, así fuera la última de sus miserables vidas. Pero, no era cierto. La gente volvió a salir de la nada. Los vecinos cercanos, los de más lejos también. Llegaron a la puerta de la casa de la entonces viuda de Guzmán y allí esperaron a ver qué pasaba. Felipa estaba de espaldas a la entrada. Ante un improvisado altar a la Virgen de Guanajuato y a un Cristo Redentor, con una fotografía de Emerenciano, dos veladoras encendidas y unas flores de cempasúchil. Se arrodilló y empezó a rezar un novenario. Luis se acercó y se quedó a la expectativa, mirando a su alrededor, mientras la respiración se le empezaba a agitar. Cuando llegaron los hombres, el detenido tropezó en la entrada, pero los gendarmes lo sostuvieron. Angelita, la mayor, había abierto la puerta. El detenido le dijo que quería hablar con su madre. Ella los dejó pasar. Felipa, sin dejar de rezar, oyó que los hombres entraron a la habitación. Ella se persignó, se levantó y, disimulando el miedo, se volvió para ver cara a cara al asesino. El asesino le dijo, incomprensiblemente, vengo a presentarle mis respetos. Y a entregarle esto, resumió, y extendió un brazo con una bolsa de lona de monedas de plata (probablemente monedas de un peso “Liberty on Horseback”), pero tenía una igual en la otra mano que no movía. Para pagar algo de lo que debo, ayudar un poco –dijo como si tal cosa-. Pero no se preocupe, yo me encargo de la educación de los muchachos. Felipa sintió que se le vino el vómito de la ira. Dio un paso adelante y le gritó con todas sus letras: ¡Yo no vendo la sangre de mi marido! A Felipa la emoción la hizo atragantarse unos instantes con las palabras. Luego continuó, ante la mirada de todos los presentes en esa habitación. ¡Lárguese con su cochino dinero!¡Yo puedo trabajar muy duro para sacar adelante a mis hijos –las lágrimas la ahogaban otra vez-, y si no

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puedo hacerlo, entonces prefiero verlos morirse de hambre antes que aceptar nada de sus cochinas manos asesinas! El matón reculó como si hubiera recibido una bala que debió haber salido de la pistola de Emerenciano, de haber tenido oportunidad de defenderse, abrazando contra su pecho las bolsas de pesos de plata, dinero que la familia Guzmán nunca había visto ni vería de esa manera ni de ninguna otra- tan ostentosa, tan escandalosa y esperanzadora y al mismo tiempo tan asquerosa, tan... inmoral. El dinero, era cierto, podía ser tan importante y tan inmoral, tan bueno y tan sucio. Los gendarmes cogieron de los brazos al detenido y casi lo llevaron en vilo fuera de la vivienda. Luis los veía a todos y a cada uno de los protagonistas de esa dramática escena desde su rincón. Felipa fue tras de ellos para seguir gritando al asesino que a ella no le iba a pagar nada, que lo que había hecho lo iba a pagar a Dios, le gritó hasta cansarse, hasta ahogarse con su propia maldición, como con su propia sangre, con toda su rabia y toda su impotencia, que Dios lo condenaría al infierno por toda la eternidad. Y Luis, petrificado en un extremo, siguió detalle a detalle el desenlace de esa escena, con una mirada fija, miedosa, pero después con una mirada oblicua, rígida, si la había. Al principio, el hombre lo había atemorizado a pesar de sus vendajes y de los gendarmes que lo custodiaban. Pero cuando vio y oyó a su madre maldecir al sujeto, olvidó el temor y sintió lástima por ella, porque la vio tan pequeña, tan sola y tan frágil, como él mismo se veía.

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LA NOCHE SIGUE. CIUDAD DE MÉXICO, 2006 1 Había caído en un vértigo que no se detenía. De pronto, me sentía con mucha energía y no dejaba de pensar en el abuelo, en Salvatierra y en mi padre. Me sentí culpable por no haber realizado estas pesquisas cuando él estaba con vida. De ese modo, habría podido interrogarlo conforme fuera obteniendo la nueva información. Pero, aunque este asunto siempre me había interesado, nunca hice un verdadero intento. No se me ocurría cómo. Lo más cercano fue aquel viaje de apenas treinta y seis horas que hice en 1983. Ni siquiera como un viajecito turístico. Fue hasta diciembre de 2005 que empecé a dar pasos firmes. Gracias a la internet. En aquel momento, ya estaba yo involucrado en la historia. Después de haber visto aquellos documentos de 1915 y 1917 firmados por mi abuelo o referentes a él, quería llegar al fondo del enigma. Empecé a planear un viaje a Salvatierra. Por otro lado, me di cuenta de que no iba a ser tan fácil, que la gente del Ayuntamiento de esa ciudad ya no había contestado mis últimos correos electrónicos. Me dieron a entender que con esos cuatro documentos enviados había terminado su responsabilidad. La de ellos tal vez, pero no la mía. Resolví, hasta entonces, que antes podría investigar en la Hemeroteca Nacional de la Universidad, lugar que conocí cuando reunía información para otra de mis novelas. Sin pensarlo más, me

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presenté en estas instalaciones, pero me encontré con que estaba cerrado. ¿Por qué? ¿Había huelga otra vez? No, simplemente era el 10 de mayo, día de las madrecitas mexicanas y la Universidad Nacional Autónoma de México celebraba la fecha. Otra vez comprendí el peor insulto para un mexicano: mentarle la madre: chingas a tu madre, vete a chingar a tu madre, a chingar a su madre, tu pinche madre, tu puta madre, hijo de puta, aunque vale madres, un chingo de madres, dar de madrazos y apesta a madres... Volví el viernes siguiente, antes de mi clase en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Tenía poco tiempo y apenas me enteraba que no tenían publicaciones de los Estados sino hasta los años sesenta aproximadamente. Me pareció una tontería. ¿Cómo era posible tal cosa? Me respondieron que como lo que necesitaba era del tiempo de la Revolución, era difícil conseguir publicaciones periódicas de esos años y más aún de una ciudad tan chica como Salvatierra. Pues no podía creer que toda una Hemeroteca Nacional diera una explicación como esa. ¿En qué país estábamos? Sin embargo, me informaron que podía intentar en el Fondo Reservado, que estaba precisamente al fondo, después de cruzar un patio, seguido de un ancho túnel recubierto de maderas. Entré en un edifico silencioso y solitario. Pregunté a un empleado que me mandó al tercer piso. Una vez ante el mostrador de atención a los usuarios, me aclararon que para tener acceso a las publicaciones que allí conservaban necesitaba estar registrado o que me enviara una institución universitaria o cultural con una carta de presentación. Dije que yo era escritor y periodista y que requería ciertos datos de la Revolución para un libro que estaba escribiendo. Por fortuna me dijeron que no había ningún problema, sólo que me registrara como investigador independiente, y presentara las portadas de algunos de mis libros, una ficha de autor, una foto de credencial y comprobante de domicilio. Días después regresé con lo requerido e hice mi primera solicitud. Me miraron interrogativamente y luego me indicaron que revisara los archivos por la computadora. Así lo hice, pero no encontré nada referente a mi interés. Desconcertado, dije, tiene qué haber algo, no es posible que una Hemeroteca Nacional... La última posibilidad estaba en

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unas tarjeteras fuera de uso que se conservaban en un rincón de la sala de consulta. Eran pocas. Revisé por publicaciones; no, por Estados; luego, por año: 1917. Sólo había dos títulos de periódicos de esa fecha, uno de León y otro de una población que desconocía, Chamacuero. Decidí revisar el de León, por ser una ciudad más conocida. Me hicieron entrega de un volumen que contrastaba por el tamaño pequeño con los otros que leían los usuarios que eran grandes. Se trataba de Actualidades, con el subtítulo Diario independiente de información. Valía dos centavos el ejemplar. Me calcé los guantes de algodón que llevaba y comencé a pasar las páginas amarillentas, de papel un tanto grueso y tieso por el paso del tiempo y la inmovilidad. Me detuve en una nota acerca del gobernador, “Gral. y Lic.”, don Agustín Alcocer, acompañado entre otros por “el laureado poeta Lic. Liborio Crespo”, cuyo nombre parecía inventado y que no pasó a la historia. El culto a los títulos niversitarios, como se ve, no era un tic sólo de los últimos tiempos. Luego un anuncio: “Salón Perla: desayuno, cincuenta centavos; comidas, cenas, un peso”. En la página de “Domingos Literarios”, del domingo 15 de julio de 1917, leí las primeras líneas de una “Divagación Romántica”: “Pétalo de lirio azul, que tienes alma de nido, que mis versos perfumas, en qué sombra de media noche se bañaron tus cabellos, en qué onda inmaculada se lavó tu corazón del más celeste alabastro...”. Creo que lo firmaba el “laureado poeta Lic.” citado. Noticia: “El registro civil no dependerá de los Municipios”. Una reseña de la exitosa actuación de la cantante de ópera Mercedes Mendoza. 2 Cuando me acercaba a la fecha que buscaba, me empezaron a sudar las palmas de las manos. El corazón me llamaba con fuerza en el pecho. Sin darme cuenta, tenía contenido el aliento. No respiraba. Estaba tenso, en espera de lo que sobrevendría. “Martes 24 de julio de 1917”: la fecha del asesinato que había dicho mi padre. Nada. Ninguna mención. Me tranquilicé pensando que era pronto para que se publicara algo. Seguí hojeando el viejo periódico. Me quité los

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guantes porque sentía las manos muy calientes. Continuaron pasando los días, uno tras otro, en las hojas amarillentas y tiesas. A pesar de que no encontraba nada, estaba absorto en esas páginas de impresión tan vieja. No había nada ni nadie más a mi alrededor; los otros consultantes habían desaparecido de pronto. Me hallaba más que en una sala vacía en una nave herméticamente cerrada. Yo, ante la publicación de 1917. Era todo. Mis ojos pasaron por las líneas: “Pascual Ortiz Rubio, gobernador de Michoacán...” “Se discute el voto femenino.” “Concurso de Literatura Nacional. Un poema sobre asunto patriótico. Premio $500.00.” “Narración histórica. Un cuento sobre tema libre.” “Jurados: Sr. Lic. Efrén Rebolledo” (éste sí pasó a la caprichosa historia; tenía nombre de calle, yo viví, cuando era niño, en Efrén Rebolledo, en la colonia Obrera de la ciudad de México, ¿quién lo hubiera dicho entonces?), “Sr. Don Rubén M. Campos y Sr. Don Salvador Escudero”. El “miércoles 1 de agosto” no me daba ya muchas esperanzas de coronar mi búsqueda. La tensión disminuía y el desánimo aparecía. Revolvieron los otros usuarios del Fondo Reservado. No obstante, en la página 3 del ejemplar de esa fecha, un título a todo lo ancho de la página, en la parte superior y con caracteres pesados y oscuros, me sobresaltó sobremanera: “Fue matado un Munícipe en Salvatierra.” Sentí y me cegó, instantáneamente, un golpe luminoso en la frente. Sentí que di un salto en mi silla. ¡Esa era la noticia que buscaba! O, por lo menos... ésa debía ser. No, ésa tenía que ser. Debajo de la cabeza del artículo se consignó el siguiente aviso: “Nuestro colega 'Vindicador social', de Salvatierra, relata los acontecimientos de esta manera”. Y en seguida entraba el texto con un tono político, moralista: “La ruindad de pasiones de quienes no pueden conseguir la solidificación de sus perversos anhelos, se levanta en Salvatierra como el genio del terror, trocando ideales en caprichos e inquinas bajas y haciendo perder al hombre con tales acciones, toda noción de civismo. Me refiero a los miembros del partido que con el nombre de 'Liberal' se han agrupado para laborar por el mejoramiento de Salvatierra.” Con la lectura de este artículo empecé a comprobar que, además de simpatizar con el liberalismo y actuar ex profeso, mi abuelo era miembro del Partido Liberal. Mi padre decía que aquél era carrancista,

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pero no sabía qué tanto estaba involucrado en el movimiento revolucionario de la localidad. No era extraño, pero me daba cuenta de que mi padre no sabía mayor cosa acerca de don Emerenciano. Yo había utilizado la estrategia de hacer la investigación de ciertos hechos de la Revolución mexicana para ocultar mi verdadero propósito, que era el de averiguar algo sobre mi abuelo. Estaba convencido de que era mucho más que la curiosidad familiar, pero los demás no tenían por qué entenderlo de este modo. Había qué seguir por la línea del liberalismo del principio del siglo veinte, que debió haber sido un tanto diferente al del diecinueve. Desde el nombre del periódico Vindicador Social que se citaba en Actualidades, me daba la impresión de ser el medio de propaganda -que era lo moderno en ese momento; toda organización, partido, que se respetara, debía tirar su propio periódico- de un grupo o partido liberal, aunque aquel nombre me sonaba más bien anarquista. ¿En qué estaba metido don Emerenciano? ¿Ese título no había nacido en una de aquellas reuniones secretas, en una de sus sorpresivas desapariciones? Me pareció que citar completo el artículo no era muy conveniente y quise resumirlo o incluir sólo las partes más importantes, pero el lenguaje y su temporalidad me sedujo y continué: “Laudable labor si la llevasen a su término al pie de la letra, si cumpliesen con (los) sagrados principios del verdadero liberalismo, si en vez de predicar la inquina, el odio, la venganza, instruyeran a las masas en el cumplimiento de sus deberes cívicos y morales; entonces, no se cometerían atentados y crímenes tan horrorosos como el que se llevó a cabo el día 25”... Sí, en este instante estuve seguro, se referían a mi abuelo, tan sólo por la fecha, aunque no fuera el 24, como decía mi padre. ...“en la persona del Procurador señor Guzmán (R. I. P.) ”... Pero aún no citaban su nombre completo, podía ser otro señor Guzmán de los que tantos hay en esa región. En Salvatierra, alguien me diría que existía un pueblo cercano llamado Los Guzmán del que todos sus habitantes llevaban este apellido. No me lo pude imaginar siquiera. Era algo como de ese tipo de novela llamado “realismo mágico”, que me parecía ingenuo y aburrido.

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...“por el Regidor Ruiz.” El asesino de mi abuelo se llamaba, según mi padre, José Ruiz; coincidían los apellidos. No había duda. Había encontrado lo que tanto buscaba. ...”Entonces el pueblo sabría respetar a sus semejantes, tratándolos como hermanos y no como enemigos, pues la confraternidad no debe perderse por diferencia de ideales políticos...”. El ambiente descrito me regresó a los días de ese año de 2006 que estaba viviendo el país: el conflicto de la lucha por el poder, por la silla presidencial. ...“entonces los pueblos así educados sabrían efectuar la elección de sus gobernantes y no elegirían alguna camarilla de negros, donde se destroza y asesina no sólo el ideal, sino hasta la vida de los mismos ediles.” Siempre imaginé que mi abuelo Emerenciano, al desempeñar alguna de sus funciones públicas, había afectado los intereses económicos o de propiedad de quien desempeñaría el triste papel del homicida en esta historia, pero el texto descubierto me revelaba las posibilidades de competencia política y hasta personal que pudo haber surgido en este último sujeto. “Es macabro el cuadro donde los miembros de un mismo Ayuntamiento, de una Cámara Legislativa o gubernamental, se asesinan unos a otros. ¿Qué cosecha opima y sana puede obtener de esos directores de pueblos, el pueblo que tiene la desventura de caer en manos de tales individuos? “Vamos a ocuparnos de un asesinato horripilante que por las circunstancias y forma como se perpetró y los antecedentes del criminal, tiene profundamente indignadas a nuestras clases sociales.” A pesar de todas las coincidencias que iban surgiendo, volvió a entrar en mí la duda de que este artículo se refiriera al asesinato de mi abuelo, a pesar de que el autor anónimo ya había mencionado el apellido Guzmán, y también el de Ruiz, el mismo que me había dado mi padre para el homicida. “El asesino es Regidor Suplente del Ayuntamiento, individuo inculto que se ha ejercitado ya otra vez en matar cobardemente a un gendarme y al hijo de éste exactamente como ahora, con las tres agravantes que la ley pena con la muerte: alevosía, premeditación y ventaja.

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“Veamos cómo despacha a su tercera víctima.” Aquí salté de nuevo en mi silla. Me he de haber visto gracioso al saltar una y otra vez en mi silla de investigador. No podía evitarlo. En seguida se iba a describir el asesinato mismo y me encontraba bajo los efectos de mis emociones más profundas. De manera fugaz imaginé a mi padre que, en este punto, hubiera sufrido un infarto al ver reproducido en un periódico de la época, que él ignoraba por completo, un hecho tan significativo, crítico y, sobre todo, que él consideraba algo exclusivamente una tragedia personal. Es decir, irrelevante. De haberlo vivido, como yo lo estaba viviendo, a la mejor se hubiera curado de su enfermedad endémica: la derrota. Yo no me encontraba en una situación muy diferente, así que, por un momento, dejé de lado las lamentaciones y continué disfrutando de esa prueba del pasado. Cierto. Me había zambullido en el océano no del ayer sino del anteayer. Pero no sólo eso. Fue como haber viajado en el tiempo y ver al niño atemorizado que fue mi padre y a ese otro niño víctima del miedo sin nombre que fui yo mismo. Esto no era poco. Pero, además, era como estar atestiguando el acontecimiento más importante de mi familia del que yo tuviera noticia: el asesinato de Emerenciano Guzmán. “El día 25 del presente como a las 5 p.m., hallábase el matón José Ruiz en la cantina del Sr. Juan Carrera conversando con Jesús Gracián, a tiempo que se acercaba el honrado y pacífico C. Emerenciano Guzmán”... ¡Por fin, el autor citó el nombre de mi abuelo! ¡Era él! ¡Sí existió! No fue sólo una leyenda originada en la mente alterada de unos niños de repente huérfanos: mi padre y sus hermanos. ...“Regidor del Ayuntamiento, saludando a los presentes. Tenía aún la mano en alto diciendo: 'Buenas tardes, Señores', cuando el Regidor Suplente José Ruiz lanzándole injuriosas palabras le disparó su revólver sobre el pecho escuchándose las detonaciones como una ametralladora; en estos instantes oyóse gritar al señor Carrera, '¡No lo mates!' y el asesino viendo desplomarse a su víctima se volvió diciendo: 'También para ti tengo'; en seguida, sin darle tiempo, Carrera hizo fuego a Ruiz, desarmándolo y llevándolo a la cárcel. El pueblo numeroso que se había congregado en el lugar de los sucesos, a voz en cuello pedía la muerte de Ruiz.

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“La víctima deja en la orfandad y miseria a 6 pequeñuelos, una viuda y la señora mamá del occiso. ¡Que la ley se cumpla al pie de la letra!” 3 Releí no sé cuántas veces más el artículo del Vindicador Social. Ya con un poco de calma, me acerqué al mostrador de atención al público (casi ordeno un whisky doble) y pedí que me hicieran una copia de esas páginas para mí ya sagradas. No me lo permitieron y tampoco llevaba una cámara fotográfica digital, como vi que una mujer fotografiaba el viejo periódico que tenía sobre la mesa. Entonces lo transcribí en mi cuaderno línea por línea. Luego seguí revisando la publicación por si hubiera alguna secuela de la noticia. No la hubo. Salí de la Hemeroteca transformado. Era otro. Y no era literatura. Para utilizar la figura recurrente en esta novela: Una parte de mí, que me faltaba, me había sido reintegrada. Tenía ganas de reír, de contárselo a alguien, al mundo entero, pero sobre todo me sentía lleno de energía. No me hubiera extrañado que hasta hubiera emanado luz. Como un faro encendido, precisamente, me sentía. Qué sensación. Nunca experimentada. Parecía un huérfano que de pronto encontraba a sus padres, a su familia. Como si, después de haber sido un proscrito toda la vida, de pronto perteneciera a algo, a un grupo, a una comunidad, a La Congregación. Para más exactitud, de pronto me sentí alguien, una persona, en el sentido literal de la palabra. Este sentimiento me hacía ligero, radiante. Después de tal maravilla, el siguiente paso era: Salvatierra.

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SALVATIERRA, 2006 El martes 23 de mayo me levanté temprano para dirigirme a la Central Camionera del Norte. Había pensado que no debía avisar a nadie de la gente del Ayuntamiento, con la que me comunicaba por la internet, acerca de mi viaje. Pensé que no querían ayudarme más o, peor aún, que estaban dudosos acerca de mi verdadero propósito al tratar de sondear en esos acontecimientos del principio del siglo. Ellos pudieron haber pensado que yo guardaba planes de venganza, o de descubrimiento de situaciones que afectaran a algunos ciudadanos del presente o del pasado de Salvatierra: ya sea por motivos de prestigio, de reclamación de una herencia, o de alguna indemnización, etcétera. Así que no se me hacía raro que hubieran dudado de mí. Tal vez por eso, pensaba, me mandaron los cuatro documentos del Archivo Histórico para que yo me diera por satisfecho. Y ¿quién me decía que no había algún descendiente en esa ciudad de El Relajo Ruiz, al que no le conviniera ni le gustara que de repente alguien, venido de la ciudad de México, reabriera el archivo judicial del caso? Así que había que tomar algunas medidas mínimas precautorias. Por ejemplo, llegar de improviso, por lo menos no les daría mucho tiempo para reaccionar en contra de mis propósitos o aun de mi persona. Estas vacilaciones me tenían un poco nervioso, pero no tanto como la pregunta: ¿Qué era lo que iba a encontrar acerca de los hechos de 1917? Y esto último era, sin embargo, lo que me impulsaba a seguir adelante.

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Todavía en la ciudad de México, en el largo trayecto en metro hasta la Central Camionera, tuve tiempo suficiente hasta para arrepentirme del viaje, pero no ocurrió. Había pedido a mi amiga Márgara, guanajuatense por cierto, que pasara por mí para llevarme a la estación Zapata. Ahí me dirigiría a La Raza, que se identificaba con -¿qué creen?- una pirámide azteca. La única dificultad era caminar con mi maleta en el largísimo túnel que hay entre esta estación y la de la línea cinco para transbordarla en dirección Politécnico, la que me conduciría a la estación Autobuses del Norte. Ya en la Central, encontré una línea que tenía los destinos de Morelia, Celaya, Salvatierra, Yuriria, Uriangato y Moroleón. Había otra mejor, pero su salida era hasta la una de la tarde. Así que compré mi boleto en la anterior que partía en media hora y era más económica. Cuando abordé el camión entendí por qué lo era, tenía un aspecto descuidado o gastado, sucio y sin baño. Esto último me preocupó. Por la colitis crónica. El camión arrancó y descubrí que se sacudía como maraca. Sólo falta que esta carcacha se desconchinfle y no llegue a ningún lado, pensé. Salimos por Vallejo y Tlalneplantla. El paisaje no era muy alentador. Lo más agradable era un panteón que tenía una estatua de Cristo gigante con las manos de palmas arriba. El camión se detenía cada diez o quince minutos para recoger pasaje. Pudo haber sido peligroso. Sólo faltaba que se subieran unos maleantes y, en el camino, nos asaltaran. Era desesperante la lentitud de ese camión; me arrepentí de haberlo tomado. Ni hablar, como decían en los años cincuenta. Tal molestia sirvió para olvidarme de la aprehensión por mi próxima llegada a Salvatierra. Pero no tenía por qué inquietarme. Lo menos que iba a conseguir era visitar otra vez, con más calma que la primera, la ciudad que tanto me intrigaba. De cualquier modo, era un misterio. ¿Qué pasó allí en julio de 1917? ¿Por qué tenían que haber matado a mi abuelo, además, tan arteramente? ¿Por qué, estando establecidos, después de aquella fecha, la familia quedó en la indefensión?

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SALVATIERRA, 1917 1 Asesinaron a Emerenciano Guzmán y para su familia el mundo dio un vuelco en su propio eje. ¿Cómo puede ser alguien tan indispensable? Las cosas fueron ordenadas de ese modo. Días después de la muerte de su padre, Luis estaba vendiendo los panecillos, los buñuelos de viento y las bolitas de leche que hacía Felipa en el horno que Tomás Ponce, compadre de su marido, construyó para ella en el jardín de su casa. No se preocupe tanto, mujer, le había dicho a Felipa, mientras se le componen las cosas, usted y sus hijos se pueden quedar en mi casa y mi mesa, con mi familia, será la mesa de ustedes. Emerenciano era mi gran amigo, como mi hermano, y faltando él, usted y sus muchachos cuentan conmigo y mi familia. No, don Tomás, contestó Felipa, perdóneme usted, yo se lo agradezco encarecidamente, pero no puedo aceptar lo que me ofrece. Yo sola tengo que llevar esta cruz. A nosotros déjenos en la casita del fondo y yo me las arreglo, con la ayuda de la Virgen de Guadalupe y la Virgen de Guanajuato. Pero, por Dios, dijo Tomás Ponce, esos cuartos son de las sirvientas, usted puede quedarse aquí, mire, en esta habitación independiente. Don Tomás, se lo agradezco mucho, de veras, créame, insistió ella, no es por hacerle el desaire, pero no me sentiría a gusto. Bueno, bueno, dijo don Tomás un poco exasperado, dígame usted ¿en que puedo ayudarla? ¡Yo quiero ayudarla! Mire, dijo turbada Felipa, nada más levánteme un hornito, si no es mucha molestia, en cualquier rincón del jardín que no le estorbe, para hacer pan para vender. Don Tomás

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Ponce nada más dijo, levantando una mano y la vista al cielo, sea por Dios. No hubo manera de hacerla cambiar de parecer. En dos o tres días ya estaba construido un pequeño horno en el jardín de los Ponce. La abuela Felipa no permitió ninguna otra clase de ayuda. Así fue como se atrevió a rechazar una cantidad de dinero que le ofreció el Ayuntamiento, en memoria de los servicios prestados por su marido. Y hasta la ayuda ofrecida sinceramente por Tomás Ponce y otros amigos del abuelo Emerenciano. Ochenta y nueve años después esa respuesta de integridad, que rayaba en la soberbia, o en la autoinmolación, que daba lo mismo, de la viuda Felipa, seguía sorprendiendo. A este tenor, ¿qué pasó con la tienda, con la mercancía que allí se expendía? ¿Qué fue del caballo, de los trajes, de la ropa de Emerenciano? La casa, se deducía, era rentada, pero ¿lo demás? De un día para otro, Felipa y sus hijos no tenían nada, ni un espacio dónde extender un petate para descansar. Por eso, días después de lo sucedido, Felipa se levantaba a las cuatro de la mañana, despertaba a Angelita, su primogénita, y a Luisillo, y a empezar a preparar la masa para hacer el pan. Había que trabajar para comer. Obvio era decir que esa fue la razón por la que Luis y sus hermanos abandonaron la escuela. Pero, en realidad, eso no le espantaba a Felipa. Para ella y su familia, y mucha gente como ellos, volver la espalda a la escuela para dedicarse a trabajar era lo normal. No era nada trágico. Lo sabían y no lo ponían a discusión. Pero se excedía Felipa. Antes de que le negaran cualquier cosa, ella misma se lo negaba. Antes de que la rechazaran, ella se rechazaba. Era capaz de resistir la vida con un poco de comida y un lugar para echarse a dormir unas horas. Tal vez no necesitaba más. Una desgracia, eso fue lo que nos pasó, una desgracia -decía Felipa. Y eso era, había que aguantar castigo. 2 Con tales signos de fatalidad, Felipa decidió seguir el consejo de su padre que se había ido a vivir a Morelia. Deje todo y véngase para acá, le había dicho a su hija. De cualquier modo ellos no eran de Salvatierra. Habían llegado de Urireo, un pueblo de calles retorcidas, de origen prehispánico. Para su padre, según parecía, no era de su total agrado don Emerenciano.

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En parte, por su filiación liberal y, por lo tanto, anticlerical pero, en particular, por tan hablador que era, y luego su tipo de criollo hacendado, vestido como catrín y no de ranchero o gente de labor. Le tenía desconfianza. Lo natural hubiera sido que su hija hubiera escogido a un mestizo, o hasta un indio. Mire, mija, la advertía, los pobres con los pobres y los catrines con los catrines. Cada cual con su cada cual. Éste la va a dejar por quíteme estas pajas, continuaba instruyendo a su hija que, por el contrario, se sentía enamorada, precisamente, del blanquito trajeado y labioso y que escribía bonito. Más les disgustó a los padres de Felipa que no les diera su lugar, como Dios manda, decían, como era pedir la mano de la pretendida en compañía de su padre, en este caso su madre, y poner una fecha para la boda con un plazo razonable, por lo menos seis meses. Así estarían seguros que él tenía buenas intenciones y, también, para que nadie dijera que Felipa había dado su mal paso. Además, que no se anduviera metiendo en relajos de políticos, porque esos siempre andaban de hocicones, engañando al pueblo, para ver qué raja sacaban. Emerenciano se dio cuenta de esta animadversión contra él, por lo que tomó la determinación de casarse con ella de una sola vez. Faltaba más. 3 De modo que ya ausente Emerenciano, que era el más interesado en vivir en esa ciudad por su movimiento político, nada detenía allí a Felipa. Además, había sido una tortura para ella los citatorios del Juzgado a propósito del proceso. Ella, con toda ingenuidad, había creído que cuando el 28 de julio de 1917, tres días después del homicidio, el Juez de Letras que había sustituido al finado declaró “bien y formalmente preso en el Hospital Civil de este lugar...” a José Ruiz, “a reserva de que cuando sea dado de alta, bajo este mismo auto, pase a la cárcel respectiva”, ya había terminado el proceso y el homicida viviría purgando su culpa lo que le restara de vida. No, ése apenas fue el principio. Había que ir a hacer declaraciones, a confirmarlas, a catearse con tal o cual testigo, a tener que verle la jeta a El Relajo Ruiz, oír su sucia voz de marrullero: cómo mentía para defenderse, cómo trastocaba la

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información diversa, para quedar como una blanca paloma cuando, todos los vecinos lo conocían, tenía una colota qué pisarle. Llegó al descaro de utilizar como argumento el hecho de haberse presentado, herido como estaba, ante Felipa, para ofrecerle “de todo corazón” una importante cantidad de “dinero para auxiliarla”. Ayuda, dijo, que ella rechazó de muy mala manera. En realidad había seguido los consejos de sus abogados, para sobornar a Felipa, para que voluntariamente retirara los cargos en su contra y se resolviera el problema. Si no recibe la ayuda, le dijeron sus abogados, ese mismo dinero lo vamos a conducir por otros canales para solventar el caso. Sería una torpeza de su parte rechazarlo. No conocían a doña Felipa. Para librarse de su culpabilidad, El Relajo Ruiz tuvo desde el principio dos de los mejores abogados de la región; luego se sumaron otros dos, precisamente después del fracasado ofrecimiento. Entre estos últimos estaba Catarino Juárez, uno que había sido empleado del gobierno de Porfirio Díaz -a la renuncia de éste, se pasó al lado contrario, al de la Revolución y, de la noche a la mañana, era un militante antiporfirista. ¿De cuándo acá? Era un chaquetero, como lo definió en su momento Emerenciano. Acerca de El Relajo, diría alguna vez y no se equivocó, con estos amigos para qué quieres enemigos, por años ha estado usufructuando muchas hectáreas que no podría demostrar su posesión. A estos cuatro influyentes abogados se sumaba la fortuna del criminal. Iban de la mano aquellos y el dinero, naturalmente. En cambio la causa de Emerenciano Guzmán estaba en manos de un abogado de oficio y en la honradez de su mujer, reducida por la falta de dinero y por el desconocimiento de los procedimientos judiciales que podían ser volteados en su contra y, por si fuera poco, la soledad en la que ella misma se había recluido. El popular, el amigo, el compadre, el abogado de los pobres, el seguidor del constitucionalismo, el Juez de Letras, el carrancista, era don Emerenciano. Ella aceptaba estar resguardada en la penumbra del trabajo de la casa o atendiendo la tienda. La situación en la que se encontraba Felipa no era justa. Pero, ¿qué era justo en ese mundo? La justicia era sólo para algunos; nunca para todos. Como siempre había sido. En la República de Platón, ya se acusaba a esa clase

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de arribistas: “con tal que cubramos delitos con apariencias de virtud” y “...la condición del hombre injusto es más venturosa que la del justo, ya se considere por el lado de los dioses, o ya por el de los hombres”. ¿En dónde había quedado el prestigio y hasta la influencia de don Emerenciano? Desaparecido él, quedaba muy poco. Si a esto agregamos que su viuda despreciaba el auxilio aun de los amigos de su marido, entonces de veras no quedaba nada. Emerenciano Guzmán había desaparecido como borrado del dibujo de la historia de Salvatierra. En este sentido, había sido tan estricto o tan descuidado que no había asegurado su porvenir, materialmente hablando. Había trabajado para sus ideas pero no para proteger su vida personal. En ese entonces -y después también- los que se manejaban en los laberintos de la política en México sabían que ésta atraía al dinero y éste a la política. Todo político firme, primero protegía su bolsa y la de los suyos, lo que le daría más seguridad para cualesquiera de los pasos que hubiere que dar. De igual manera, este político debía cimentar un prestigio público que sobreviviera a su ausencia mortal: para que prevaleciera su máscara de virtuoso, sin importar los crímenes cometidos. Pero Emerenciano, por desgracia, no era de ésos. Tal vez ésta fue la razón por la que su carrera política padeciera de cierta lentitud. Muchos eran diputados antes de los treinta años, en tanto él tuvo que esperar el ascenso de los círculos liberales y carrancistas en la zona para acceder a escaños de poder y ya tenía treinta y tantos. Y no le dieron tiempo de alcanzar los puestos más altos. Tenía mucho futuro, pero no tenía tanto presente. Los honrados eran echados a un lado por los dispuestos a todo para alcanzar sus objetivos personales. Por culpa de los barberos, los arrastrados, los honrados tardan en alcanzar los frutos del éxito, y en muchos casos nunca les llega, dijo una vez su amigo Tomás Ponce, y agregó, parodiando las Sagradas Escrituras, pero de ellos será el reino de los Cielos. Según esto, los corruptos y marrulleros tenían la fortuna de su lado, pero no la gloria. Éste era un consuelo... Doroteo Espitia había dicho no sin razón, a la muerte de su colega Emerenciano Guzmán, los idealistas no encajan en el mundo real. Nada más cierto. Para este mundo estaban los sujetos como El Relajo y sus

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cuatro influyentes abogados, los más tramposos, los más pragmáticos. Ellos fueron los traductores de la verdad imperante. A Felipa la atemorizaban aquellas juntas, aquellos citatorios, ese lenguaje de leguleyo que no entendía, cuando, pensaba, las cosas eran más sencillas. Estaba su marido muerto y detenido el causante de su muerte. Y éste debía ser castigado. Pero no, no era tan fácil. Felipa también estaba segura de eso. Seis meses después de aquellos hechos, en enero de 1918, El Relajo continuaba en la cárcel municipal, estaba restablecido de sus heridas y se veía próxima la resolución del proceso a su favor. Para eso había corrido el dinero de mano en mano seguido de los retruécanos legaloides. Hubiera sido más fácil de haber aceptado Felipa la ayuda que “de todo corazón” le ofrecía el homicida. Él le resolvía el problema económico al principio y ella, era de preverse, le restituía su condición impune. Y todos a su casa, a disfrutar de la santa paz, libres de toda culpa. De veras, hubiera sido más fácil y más convincente vender la sangre de su marido. 4 Pues así no fue. Felipa dejó de lado el círculo de amigos de su marido, ya que éste era quien la unía a aquél. La mercancía de la tienda, algunos muebles, el caballo, la ropa, los trajes, los sombreros de fieltro, el reloj con leontina, la capa española, todo lo malbarató la abuela. (La elegancia tampoco se la perdonaban. El Relajo había dicho, ¿éste quién carajos se cree?, si se vino de Moroleón porque allá todo el mundo cría cerdos.) Aquélla no se quedó más que con unos cuantos recuerdos pequeños, unas cuantas fotografías. Parecía que al separarse de las pertenencias de su marido, se quitaba un peso y otro peso de encima. Estaba acostumbrada, probablemente, a no tener más que lo indispensable. Con este procedimiento se sentía más ligera, más cómoda. La gente como ella no tenía muchas cosas: dinero, propiedades, pasado, ni presente, ni futuro, tal vez le quedaban algunos nombres, rostros apenas, como sombras. ¿Por qué iba a ser de otro modo? Lo que se había acumulado en quince años de matrimonio representaba un fardo difícil de llevar.

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Además, con cinco hijos menores de edad, el más chico de cuatro años, cualquier centavo era necesario. De manera paralela, y sin explicárselo, se desdibujaba la memoria de Emerenciano. No que lo olvidara, sino simplemente se desdibujaba, para igualarlo con ella. Lo que se notaba, también, era que estaba rompiendo poco a poco con Salvatierra, el pueblo que le dio todo y luego, en un santiamén, se lo quitó, y ella, en un acto de autodestrucción, colaboró para que así ocurriera. Como si tuviera algo de culpa y mereciera el castigo.

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SALVATIERRA, 2006 1 Arribé a Salvatierra -“Ciudad colonial”, decía en un cartel de la estación de autobuses-, el martes 23 de mayo. Era poco más de la una de la tarde. En Celaya habían subido nuevos pasajeros. El calor aumentó y también el olor a sobaco. El paisaje había sido seco, terroso, con un sol cegador. Salvatierra era más verde, pero igual de caluroso, con un sol brillante, quemador. Lo primero que conocí fue el baño de la estación. En malas condiciones, no había agua; me quedé con las manos enjabonadas. Al salir busqué un teléfono público y marqué el número de las Habitaciones San Juan cuyos datos me habían proporcionado los del Ayuntamiento por la internet. Un sitio céntrico, limpio, sencillo, era lo adecuado. Me di una reconfortante ducha y salí a buscar el Archivo Histórico. Cuando llegué, me encontré con que en el lugar de la coordinadora anterior estaba Cecilia González. Fue cortés pero no me permitió consultar ningún documento. Me aclaró que ella necesitaba el visto bueno del Secretario del Ayuntamiento. Lo mismo me había dicho su antecesora por la internet. Ya era tarde; eran la una y cuarenta y cinco. Temí que al ir a buscar al Secretario del Ayuntamiento me diera la hora de salida de los empleados y ya no pudiera hacer nada ese día. Lujo que no me podía dar. Así que salí de prisa, de mal humor y me dirigí a la Presidencia Municipal.

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En ese estado no me detuve a ver que la ciudad, sus calles y edificios, de una discreta arquitectura española, como debía ser por su historia, se notaba limpia, armoniosa. Por fortuna el edificio de la Presidencia, que estaba en la misma calle Juárez quedaba a cien pasos del Archivo Histórico. La conveniencia de una ciudad chica. En el camino, pensé que cuando se repetía tanto un nombre o mensaje, como Juárez, perdía su significado. Hasta entonces percibí la ligereza del aire; no, no era como el de la ciudad de México, pesado e irritante. El edificio tenía otra vista, diferente a la que había conocido hacía la friolera de veintitrés años, con un color verde pistache y remates en un tono café. Se veía muy bien, vistoso. Me recordó el barrio de Coyoacán en el D. F. Adentro, el patio central ya no estaba descubierto ni el piso tenía losas de piedra, sino, al contrario, habían colocado un domo que daba otra claridad y el piso relucía con losetas de un tenue gris -en esto tal vez perdió. Me presenté en la Unidad de Acceso a la Información. Solórzano, el responsable, se sorprendió al verme. No creí que estuviera por aquí tan pronto, dijo con un gesto de sonrisa. Yo tampoco, agregué. Era joven, pero en provincia los funcionarios públicos y privados solían ser jóvenes. Me sentí más viejo de lo que era. Así era la vida. Unas semanas atrás, este mismo funcionario me había enviado por la internet una colección de aproximadamente cincuenta fotografías de Salvatierra que databan de los primeros años del siglo veinte hasta los sesenta, además de los documentos iniciales acerca de aquellos acontecimientos que me llevaban a “la primera ciudad de Guanajuato”. Después me guió por casi todo el edificio. Me presentaba como un escritor de la ciudad de México. Así llegamos a la oficina del Secretario del Ayuntamiento, que no había contestado a mis peticiones por la internet. Cuando entramos en su privado me topé con otro hombre joven, que me examinaba en silencio; cosa que en el momento no supe cómo interpretar. Entonces extendí la carta en la que me recomendaba Víctor Hugo Razcón, el presidente de la Sociedad General de Escritores de México. Noté que cambiaba su actitud de reserva a otra de apertura. Después de que explicara someramente qué era lo que requería para mi investigación, me dio una tarjeta personal, con unas palabras al reverso: “Ceci: Favor de comunicarte con tu servidor.

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Gracias”. Eso era todo. De esta oficina pasé a la de Comunicación Social. Volví a comentar sobre el propósito que perseguía en esa ciudad. Sin mucha expresividad, igual que el Secretario -supuse que así era el estilo guanajuatense-, el encargado de la oficina marcó un número en su nextel y luego me pasó el aparato. Para mi sorpresa y alegría se trataba del cronista de Salvatierra, Miguel Alejo: personaje al que anduve rastreando por la internet desde enero de ese año sin ningún resultado. De pronto, me encontraba hablando con el buscado cronista. Me presenté y le expliqué los motivos que me llevaban al terruño de mis antepasados y a querer hablar con él. Preguntó cuánto tiempo iba a estar en la ciudad y luego me citó para el día siguiente; en seguida se corrigió y cambió la cita para ese mismo día, en el Museo del Archivo Histórico, a las cinco de la tarde. La misma hora, por cierto, en la que ocurrieron aquellos aciagos hechos de julio de 1917. 2 A la hora acordada estaba yo en el edificio del Museo, que, como su nombre indicaba, tenía adaptadas varias salas de exhibición de documentos y objetos en la planta baja. El edificio era pequeño, de poco más de cien años de antigüedad, remodelado, con una fachada neoclásica, sencillo, pero de estupenda apariencia. El patio, de acuerdo con la arquitectura ambiental, era abierto, muy iluminado con la luz de la tarde. Me entretuve viendo algunos objetos exhibidos mientras llegaba el contador, como identificaban al cronista. Observé unos relojes de bolsillo con leontina marcas Elgin y Haste de principio del siglo veinte. Uno igual a esos debió haber usado mi abuelo, sin duda. Una máquina de escribir Oliver de 1908. Fotografías de personajes y documentos salvaterrenses de las primeras décadas de ese siglo. Tales objetos creaban el ambiente que vivió mi abuelo Emerenciano. Pero no aparecía ni se hacía referencia a él de ninguna manera. Tampoco lo esperaba, en realidad. No sé por qué pensé en la tumba del soldado desconocido que acostumbran en otros países. Eso sí, encontré la fotografía de Doroteo Espitia, el mismo que recordó plenamente a mi abuelo cuando mi padre habló con él en 1928. Estuve seguro que de haber continuado un poco

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más con vida, mi abuelo, como Espitia, hubiera ocupado un sitio en el Museo del Archivo Histórico de Salvatierra. En ese momento me llamó el auxiliar del Museo para decirme que había llegado el contador Alejo. Saludé a un hombre de edad similar a la mía (¡al fin!), vestido de manera informal. Dispuso que nos llevaran unas sillas a una esquina del patio del Museo, un lugar fresco y sereno, desde la que se veía una ancha franja luminosa de la luz del sol que lo cruzaba. Sin detenernos en introducción alguna, comenzamos a hablar del tema que nos reunía. Al principio me escuchó. Pero no quise extenderme, lo que me interesaba era oír lo que él tenía que decirme. Como lo esperaba, comenzó a hablarme con entusiasmo de su ciudad. Ésta ha sido una zona de encuentros, me explicó. Salvatierra era agrícola; era el granero del Bajío y del país, dijo, y le iba bien. Había seguridad, por eso era atractiva para los inmigrantes. En especial, provenían de Yuriria y Moroleón. Como mi abuelo y parte de su familia, pensé. Cuando mencioné a la señora Luz Ponce, hija de un muy amigo de mi abuelo, hizo un gesto de entendimiento con la mano y luego me sorprendió cuando dijo que al siguiente día, a las nueve, me presentara en la zapatería Canadá, muy cerca de allí, como siempre, y preguntara por Lucha MacSwey. Ella sería mi intermediaria con Chelo Guillén, hija de doña Luz. Lucita, le dijo de cariño. Busqué en mi cuaderno de notas, había apuntado otros nombres mencionados por mi padre. Estos eran: Jesús Martínez, José Vallejo, Doroteo Espitia, diputado del estado y presidente Municipal. Hizo un gesto que me reveló que los había reconocido, o por lo menos a alguno. Me pareció que había librado la prueba. Yo sabía de lo que hablaba. Había un pasado que era historia en lo que yo decía. Así lo debió haber inferido el cronista. Sacó un libro de su portafolios y me lo ofreció: Historia y evolución de Salvatierra, de su autoría. Tenía una dedicatoria: “Espero que con esta obra conozca un poco más la tierra de sus ancestros”. En el tiempo de la Revolución, dijo, esta ciudad fue en su mayor parte villista, se admiraba a Pancho Villa. Entre otras cosas dijo, de seguro para que yo percibiera cierta atmósfera o proclividad del lugar, con un poco de escándalo: antes y durante la Segunda Guerra Mundial, hubo

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simpatía por Alemania y por el fascismo. Pero era algo que no me sorprendía, en la ciudad de México ocurría algo parecido y probablemente en todo el país. Alemania inspiraba la idea de orden, progreso y fuerza -conceptos que los mexicanos hemos admirado, sotto voce, quizás porque no los poseemos-. Además, peleaba contra Estados Unidos, lo que hacía -sin saberse nada de los campos de exterminio- que muchos mexicanos simpatizaran con aquella nación. Lo que es comprensible. Cambió de asunto y comentó que en Salvatierra habían sido sinarquistas y también cristeros. Recordé que éstos fueron movimientos sociales que me habían intrigado tanto, por espontáneos -coincidía con mi comentario anterior-, dirigidos más por la fe que por la razón, pero que, también, defendían un derecho individual y colectivo a practicar la religión católica que había sido de tanta presencia en nuestros pueblo desde su origen como nación, en 1521, independientemente del conflicto del Estado con la Iglesia como entidad política y económica. Había que recordar, tan sólo, que Miguel Hidalgo y Costilla y José María Morelos y Pavón, caudillos de la Independencia, y Emiliano Zapata, de la Revolución, enarbolaron el estandarte de la Virgen de Guadalupe. Muchos de entre las huestes independentistas y zapatistas llevaban prendida una imagen de esa virgen en el sombrero a manera de escudo contra las balas enemigas. Pero aquello que comentaba el cronista tampoco me extrañaba, ya que se sabía que todo el Bajío fue cristero si no también sinarquista. Y esto no lo convertía en enemigo de México; hay que analizar los motivos. Por cierto que los carrancistas fusilaron a Isaac Calderón, autor de un corrido villista, popular por aquellos años, llamado “Las tres pelonas”, dijo el cronista. Hablando de los villistas. Un ex general de Villa, que después se convirtió en un peligroso bandolero, el terror del Bajío, incendiario, raptor de jóvenes mujeres, secuestrador, cobraba fuertes cantidades de dinero a cambio de la vida de sus víctimas, ése fue Inés Chávez. Yo sabía de él. Mi madre recordaba a este malandrín, decía que nomás se oía, ¡ahí viene Inés Chávez!, y todo el pueblo de Morelia desaparecía de las calles -a las mujeres jóvenes y sus pertenencias más

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valiosas las escondían como podían- y si era posible de la ciudad misma. También trató de tomar Salvatierra, pero no pudo, dijo con orgullo el cronista. Por otro lado, con una gran tradición católica y eclesiástica, de Salvatierra era el que atentó contra el presidente Portes Gil en pleno problema cristero. Entre otros cosas, cuando contaba yo la anécdota del homicidio de mi abuelo mencioné que ocurrió en la cantina El Sol. Me corrigió. No se llamaba El Sol, sino La Puerta del Sol. Y véngase por aquí, dijo mientras se ponía de pie. Salimos del museo, cruzamos la calle Juárez, unos pasos más y llegamos a la Plaza del Carmen. En los portales, dijo, y señaló con el brazo estirado, ahí estaba La Puerta del Sol. Miré hacia el lugar. Era un largo portal; se ubicaba en un lado de la plaza. Había una tienda de ropa femenina de moda en una esquina y una Caja de Ahorros y Préstamo en la otra. Pero el lugar exacto era en el rincón, donde funcionaba un oscuro salón de billar. Inevitablemente, sentí una sacudida en mi interior. 3 ¡Ahí fue, ahí fue!, grité, como en un frenesí, en mi interioridad. Hacía ochenta y nueve años estaba próximo el mayor atropello en contra de mi familia que yo tuviera conocimiento. Me olvidé del cronista, por un instante, cuando vi salir de La Puerta del Sol a varios hombres que corrían despavoridos. Las puertas no paraban de batirse. En seguida aparecieron otros dos hombres agitados, con las caras enrojecidas, la ropa jaloneada, sucia de sangre, arrastraban a un tercero que estaba golpeado, sangraba de la cabeza y de un brazo o un costado, no distinguía bien. Mujeres enrebozadas, de vestidos sin forma, como faldones largos hasta los tobillos, algunos niños mal vestidos y jóvenes con sombrero de palma, que llegaban de todas direcciones a ver qué pasaba. ¿Por qué se habían disparado tantos tiros?, ¿fue en la cantina?, ¿y a quién se echaron ahora?, preguntaban. Cuando oí los balazos, declaraba una mujer, creí que era una ametralladora. ¡Mi abuelo está adentro, tirado en el suelo, sangra del pecho!, ¡se está muriendo!, grité o creí haber gritado. Estaba conmocionado en ese

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instante. Cierto, adentro de la cantina se hallaba en el piso de madera con aserrín mi abuelo Emerenciano, desangrándose, con los brazos y el saco abiertos, el chaleco perforado y quemado por las balas, empapado de una sangre espesa y oscura; la capa hecha un ovillo bajo la espalda y la cara, desencajada, pálida como la cera, el sombrero había rodado hacia las puertas batientes. Lo podía ver todo desde donde me encontraba. 4 El cronista, por fortuna, no vio que yo estaba tan exaltado, al revivir el desenlace de la tragedia. Caminaba adelante de mí, me mostraba la plaza, los edificios, describía un arco en el aire con la mano derecha, movía los labios, pero la mayoría de sus palabras no las escuchaba, ni advertía mucho de lo que gentilmente me mostraba. Supongo que no nos detuvimos más de unos minutos en la plaza, pero cuando regresamos al museo, la tarde se había nublado. Casi se había hecho de noche. No podía creerlo. Un poco antes relumbraba el sol. Yo me encontraba tan conmovido aún que se me dificultaba concentrarme en lo que me decía el cronista. Bebí un poco de agua de una de las botellas que nos había traído el auxiliar. Me acabé de normalizar cuando descubrí una procesión de fieles de la Virgen de La Luz que la regresaba a su casa, la parroquia principal, situada sobre la calle Juárez, en la esquina con 16 de Septiembre. La reunión con el cronista fue, sin esperarlo a ese grado, decisiva. Volvió a comentarme, antes de despedirse, que Salvatierra era próspera en aquella época. Se vivía una efervescencia política, una intensa lucha de poderes, desde los católicos-católicos hasta los liberales, los anticlericales, los carrancistas, como mi abuelo, los radicales y anarquistas tipo hermanos Flores Magón. Sin duda, entre los propios liberales había una o varias divisiones. En esa lucha de intereses, envidias, competencias personales y otras mezquindades, mi abuelo no era bien visto por los más ambiciosos y necios. Por eso le dispararon a traición. ¿De qué servía ser coherente con los ideales, si de todas maneras ibas a toparte con un matasiete que esperaba oculto en cualquier esquina?

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Cuando se despidió el cronista, me quedé un rato sin habla, inmóvil, un tanto turbado, viendo el patio central con habitaciones en escuadra, como tantas edificaciones de aquellos tiempos en México. Las primeras sombras de la noche se anidaban en el zaguán. El portón ya estaba cerrado. El auxiliar esperaba a que yo saliera para salir él mismo y cerrar con una llave enorme que blandía en la mano, con la cual encerraría a mi abuelo, a sus antepasados, porque éstos venían de algo como eso que se guardaba en tal recinto, que yo mismo venía de todo eso, de lo que significaba el estilo español de esa edificación, de ese pasado que muchos no sólo habían olvidado sino que nunca lo habían sabido. Porque había sido ocultado. Y merecido lo teníamos. Porque ésa era la verdadera pobreza, la de espíritu, cuando algo que había sido parte nuestra se había perdido o nos había sido robado y lo habíamos consentido. Salimos a la calle Juárez, el artífice, entre otros, de la república liberal del siglo diecinueve. Observé cómo el auxiliar introdujo esa enorme llave en la cerradura y le dio vuelta. Adentro quedaban los fantasmas, los míos y los de muchos millones de mexicanos más. Ya era de noche y las luces de la ciudad estaban encendidas. Hacia donde se mirara, esa calle era una vista señorial. 5 A la mañana siguiente me levanté temprano; sin embargo, cuando salí ya eran las ocho de la mañana. Esperaba encontrar un buen lugar para desayunar y nada, no había restaurantes y el que encontré estaba cerrado. No se veía movimiento. Me extrañó. Pensaba que en provincia eran tanto o más tempraneros que en la ciudad de México. De seguro lo eran, pero no se notaba en la calle Hidalgo. Fui al mercado del mismo nombre y sólo encontré una fila de pequeños puestos, desayunadores, que expendían diferentes atoles y tamales, gelatinas de agua y de leche, pan de dulce. Esos alimentos tenían leche, chiles, harina refinada, manteca de cerdo y no podía comerlos, era una lástima. Me regresé desanimado a mi habitación, pero en la entrada del pasaje San Andrés encontré abierta una cocina económica que no había visto, donde vendían huevos fritos, revueltos, con salsas de diferentes chiles,

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frijoles, tortillas hechas a mano y varios otros guisados en cazuelas de barro, café negro, café con leche y otras exquisiteces de la mesa casera mexicana. Entre algunos oficinistas que llegaron, pedí lo que consideré lo menos irritante para mí. De todos modos, era una maravilla. Y lo tenía a unos pasos de mi habitación. Siempre andaba uno buscando a lo lejos lo que muchas veces se encontraba al lado. Quise aprovechar el tiempo y mientras daba la hora de mi cita en la zapatería Canadá, me apersoné en el Museo del Archivo Histórico. Pero las chicas que me recibieron no estaban enteradas de nada y, por supuesto, no me facilitaron mi investigación. Había que esperar la llegada de la responsable del área. Salí a la Plaza del Carmen, con su iglesia que se erigía imponente. Me dijeron algunos vecinos que la Virgen del Carmen tenía tantos fieles como la de La Luz, que era la patrona de Salvatierra. Me pareció gracioso saber que las vírgenes competían por los fieles. Otra vez los portales, pero no quise detenerme allí, seguí y me encontré el obelisco de una fuente sin agua, descuidada y con basura. El obelisco tenía una placa que decía que lo habían erigido los frailes carmelitas en el centenario de la fundación de Salvatierra, en 1744. A las nueve y media decidí acercarme a la zapatería Canadá. Tuve que esperar unos minutos a que abrieran. Pregunté por la señora MacSwey. Cuando se presentó, me pareció que me esperaba; me saludó cordialmente. Sin detenernos, nos fuimos a la casa de Lucita. Como todo, no estaba lejos. Cuando salimos a la calle Morelos, empecé a recordarla. Lo que sí reconocí de inmediato fue la acequia que corría calle abajo a las puertas de las casas; sólo que le habían construido diques de ladrillo y cemento, con lo que subió la apariencia. Pronto nos encontramos ante el portón, antecedido de un pequeño puente de los mismos materiales. Recién pintada de color mamey, era y no era la misma vieja casa. La calle y la casona eran las mismas, pero su fisonomía, en general, había sido remozada. La señora que me conducía tocó a la puerta y, como hacía veintitrés años de aquella pasajera vez que la había visitado, abrió una señora madura. Entramos y yo no podía entender cómo esa señora se había conservado incólume

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al paso del tiempo. No recuerdo haber escuchado las presentaciones, si las hubo. Para mí, esa señora era la que me había recibido tantos años antes. Pasamos al patio central con el piso cubierto de losetas de cerámica café, sí, era el mismo de antaño. Como siempre ocurría en los regresos, las dimensiones me parecieron menores. Además, en aquella primera vez el orden y la limpieza eran estrictas. No digo que la segunda vez estuviera en desorden y sucio, no, pero en aquella primera, me recibió una señora madura sola, me mostró un patio en estricto orden, el piso reluciente, probablemente nuevo, que me dijo con una voz clara: Aquí andaba jugando tu papá. Y luego me pasó a una sala sobria, sin adornos; ella se sentó en un sofá y yo en el de enfrente. Veintitrés años después, también pasamos a la sala, una sala que no reconocí, no se parecía a la que ya he descrito. La de esta segunda vez tenía otros muebles, dos juegos de sala, uno de ellos de veras antiguo. A éste no lo había visto antes en esa casa y llamó con fuerza mi atención. Era de una sencilla elegancia, como los había visto en las películas de cine mudo o inicios del sonoro, de ambiente de entre 1910 y 1920, o aun 1930. De regreso a la ciudad de México, la madre de mi amiga Márgara dijo que esos muebles eran estilo vienés. Muchas fotografías enmarcadas de bodas, quinceañeras y niños que hacían la primera comunión. En la esquina de frente a la entrada, en el lugar preferencial, superior, colgaba una fotografía ampliada, era la de un señor de gruesos bigotes, de pelo probablemente castaño claro, vestido de traje y corbata de los años veinte o treinta. A un lado, otra de un joven religioso carmelita besando la mano del papa Juan Pablo II. Una mesa de centro, dos o tres esquineras, llenas de adornos y juguetes de porcelana comunes y otros objetos. Al fondo un piano vertical cubierto con un mantón de Manila. Encima del piano, una bailaora con vestido de gitana en posición de flamenca. Imágenes de santos, dos grandes espejos con anchos marcos dorados tipo barroco. El de mayor tamaño estaba colgado detrás del sofá Luis XVI donde estábamos sentados. En mi mente todavía dominaba la confusión inicial cuando noté que cruzaba el patio, rodeado de grandes plantas, abierto a la luz indirecta del sol de esa mañana, la señora que nos había recibido y que llevaba

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del brazo a una anciana que caminaba con algunas dificultades. La señora Lucha saludó con cariño a la recién llegada y luego me presentó con ella. No escuché que me haya dicho que era Lucita. El problema en todo esto era que la emoción que experimentaba, me impedía concentrarme como era debido en lo que me decían. Recordaba a la señora Luz que me había recibido muchos años atrás y no encajaba en la señora que tenía frente a mí. La del recuerdo era morena clara, finita de facciones y de complexión delgada; la que nos había abierto la puerta, era de la misma estatura pero el color del pelo y de la piel eran más claros, y ligeramente más llenita. No acababa de entender aún que no eran la misma persona. Y, ¿quién era esta señora mayor, entonces? Después de las presentaciones e intercambio de frases de cortesía, Lucha se despidió y me dejó con las dueñas de la casa. La señora mayor me dijo: Ahí está mi papá -y señaló la fotografía ampliada del señor de principio de siglo pasado que colgaba del lugar más visible de la sala. Por el tono de su voz, la expresión me recordó cuando dijo, más de dos décadas atrás, aquí andaba jugando tu papá. Pero hasta que levanté la mirada a la fotografía comprendí que el hombre que aparecía en ella era nada menos que Tomás Ponce, el gran amigo de mi abuelo, y la señora mayor era Luz, su hija. Pregunté a doña Luz, entre otras cosas, si se acordaba de mi abuelo Emerenciano. A lo que, segura, contestó: Sí, era amigo de mi papá. ¿Lo vio muchas veces? Sí, aquí vivía -dijo y señaló los muebles estilo vienés, ligeros, frescos, maderas tubulares, barnizadas, laqueadas en negro, asientos y respaldos de bejuco o mimbre-. En esa sala se sentaron muchas veces. Y Chelo, que me había aclarado que era hija de doña Luz, dijo que esa sala era la que tenían entonces. Me imaginé a Tomás Ponce sentando con mi abuelo en esa salita de película de Stan Laurel y Oliver Hardy, más conocidos como el Gordo y el Flaco, de la época del charlestón, del fox-trot y de las melenas a la Bob, de los sombreros de carrete y de los pantalones balón, aunque tal ambiente era propio de los años veinte y no de 1917 y menos de Salvatierra. Los dos señores vestían a la manera citadina -no de

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rancheros, ni de charros, vaqueros o caballerangos-, con el toque del siglo diecinueve que todavía luchaba por no desaparecer, con una copita de la bebida que acostumbraran, coñac, anís, algún licor -tequila, no-, mientras comentaban las últimas noticias sobre Villa, Zapata, Carranza, también Álvaro Obregón, Felipe Ángeles, Pablo González, los vivales, los pelados y la gente decente y de cómo iban los jaloneos por el poder de la localidad que pasaba por un momento intenso. Pero, era sorprendente que todavía mi mente no acabara de sobreponer del todo la imagen de aquella mujer menuda que conocí hacía tantos años y la señora mayor con la que hablaba entonces. Para estar seguro, y sin considerar que ya le había hecho preguntas directamente a doña Luz, pregunté un poco aparte a Chelo que si ella se acordaba de mí. Me contestó, mirándome a los ojos, que nunca me había visto antes. Fui imprudente al insistir. Entonces, poco a poco acabé de aceptar la realidad tal como era. Me acerqué a Lucita y le pregunté si se acordaba de mi padre, Luis Guzmán. Sí, aquí vivieron -contestó en plural. Pregunté a Chelo si ella sabía algo acerca de eso. Dijo que no, que sólo recordaba que cuando ella era una niña, los grandes decían que en la casa había vivido una familia. La familia que vivió con nosotros, decían. Y ¿usted no recuerda nada acerca de mi abuelo? No, no recuerdo nada. Señora Luz, ¿mi abuelo Emerenciano traía pistola? Sí –contestó sin dudar. Luego pregunté a quemarropa: Y ¿se acuerda que lo mataron? Sí -contestó con los ojos vidriosos muy abiertos-. Mi papá hablaba de eso. Y ¿sabe por qué lo mataron? No -dijo, pero lo hizo tan rápido que deduje que sí sabía algo, que escapaba de tener que decírmelo. Se volvió a ver a su padre en la fotografía y agregó inopinadamente: Fue por envidia. ¡Por envidia!, repetí en mis adentros. Claro, eso fue, lo mataron por envidia. Entonces me pareció que podía preguntarle acerca del asesino.

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¿Se acuerda, doña Luz, quién lo mató? Se me quedó viendo, con una mirada interrogante o a la defensiva. Se llamaba José Ruiz -agregué-, y era de Salvatierra. No -dijo-, no me acuerdo nada de él. Pero leí en su mirada que sí lo recordaba, que lo conoció, como tuvo que haber sido en una ciudad de doce mil habitantes en 1917. La había sorprendido con esta pregunta y no me quiso decir nada de lo que llegó a su mente. Me impresionó la rapidez mental que tuvo para elegir qué decir y qué no decir. Colegí que intentaba mantenerme lejos de aquella penosa situación. Chelo terció, si mi mamá lo dice, créalo, porque tiene sus recuerdos muy claros. Ya estoy muy vieja -dijo de pronto doña Luz, dejando de lado la incómoda pregunta-, ya no me gusta, ser viejo es algo feo, muy triste... Mi mamá va a cumplir en agosto cien años, explicó Chelo, casi como disculpa por lo que decía. ¡Felicidades señora!, no cualquiera puede decir que va a cumplir cien años y estar tan bien como usted, le dije. No, volvió a decir doña Luz, estoy vieja, muy vieja y no me gusta. La tomé de la mano y ella tomó la mía. ¿Cómo era don Emerenciano? Escuchaba bien Lucita. Se me quedó viendo, por un largo instante me sumergí en su mirada de vidrio, y me dijo: ¡Como tú! Esa respuesta no la esperaba y me estremeció ligeramente. No sabía si esto había sido porque me asociaba con la leyenda de mi familia, o sólo porque me igualaba con alguien que había vivido hacía ochenta y nueve años. Entonces doña Luz, ¿usted nació en 1906?, aventuré. Sí, afirmaron las dos mujeres. Mi padre había nacido en 1907 y había muerto en 1989, hacía diecisiete años. Y estaba hablando con una persona que fue contemporánea suya, que se habían conocido de niños, que habían jugado juntos tal vez en ese mismo patio que veía desde la sala. Era algo mucho muy extraño lo que estaba viviendo yo en ese momento. Algo más allá de lo real. No todo lo que existía se podía ver o tocar. Me convencí de que había algo más allá de lo que nuestros sentidos denunciaban. Un mundo intermedio, o paralelo, simultáneo.

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Los ojos cansados que tenía ante mí, habían visto a mi padre cuando era niño, en 1917 y me estaban viendo a mí en 2006. Esos mismos ojos opacos, que habían visto tanto, también se habían dirigido a mi abuelo que conversaba con su padre; por eso, los recordaba juntos. La luz de la mañana, resplandeciente, cobró ciertas formas entre las plantas de ese patio. Hasta ahí no llegaba el rumor del río ni el piar de los pájaros que de seguro brincaban entre las ramas de los árboles de sus riberas. El lugar se volvió más silencioso, más encerrado en una época pretérita, ya inalcanzable y, sin embargo, presente. Miré a mi alrededor y casi no podía contener la emoción que me dominaba. Un poco más y olvido que llevaba una vieja camarita de fotografía. Les pedí permiso para sacar algunas fotos. Primero fotografié la sala de 1917. Al hacerlo, casi enfoqué a Tomás Ponce y a Emerenciano Guzmán en plena tertulia. Luego tomé el retrato del primero, que se veló. Una gran lástima. Fotografié a la señora Luz con su hija Chelo, para diferenciarlas mejor. Tomé la sala en su conjunto. Después, Chelo me mostró el patio, me habló de que tenían una salida al río, pero que el vecino abusivo se las cerró. Me repitió que podía creer todo lo que había dicho su mamá, porque a pesar de su edad estaba lúcida. La miré. La sombra de la confusión entre la señora Luz de los primeros años de los ochenta, la señora Luz de 2006 y ella continuaba rondando entre nosotros. Le dije: La vez pasada que vine, su mamá me recibió en otra habitación, y señalé el otro lado, donde estaban dos puertas cerradas. Era como si volviera a una casa muy familiar después de ochenta y nueve años de ausencia; como si recordara la casa en donde había vivido en un sueño que se me escapaba pero que, yo lo sabía, guardaba entre sus paredes, detrás de esas puertas cerradas, el secreto buscado. Ella movió la cabeza. No era como yo decía. Me angustié un poco porque percibí que los contornos del sueño no eran nítidos. Pero sí había sido en otra habitación. También comenté que en mi visita anterior había conocido a una señora de edad en silla de ruedas. La que me preguntó si Baltasar ya se había curado de una enfermedad de hacía unos sesenta y seis años entonces. Chelo dijo que debió de haber sido su tía Lupe que ya había fallecido. Ah, qué pena. ¿Cuándo falleció, en

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qué año? En 1985. Así que confirmé que mi visita debió haber sido en 1984 o, mejor, 1983. Me mostró las plantas longevas, por encima del tronco seco de lo que fue una palmera de cien años –testigo mudo de todo aquello-, según dijo Chelo. Cómo me hubiera gustado poder preguntarle a la planta sobre lo acontecido en esa casa en 1917. Miré hacia la sala; ahí estaba la señora Luz, sentadita en su sillón, una figura menuda, un tanto inclinada, debajo de la fotografía de su padre, Tomás Ponce, que miraba sereno al frente, con su grueso bigote, de saco y corbata. De súbito doña Luz miró hacia nosotros, hacia mí. Pensé que había recordado algo que no se atrevió a decirme. Luego, volvió a su postura anterior: dormitaba o se encerraba en sí misma tan sólo; tal vez soñaba algo de hacía ochenta y nueve años o más. El patio estaba lleno de fantasmas que podían corporeizarse en cualquier momento. Por eso, el pasado daba miedo y nos protegíamos de él con el olvido. Pero, ¿quiénes eran más reales, los fantasmas del pasado o nosotros? Quise acercarme a ella, quizás seguirla interrogando. Lo olvidé, porque supe que me hallaba en otra época, en otro mundo, uno que se perdía en el tiempo y en el que yo debía encontrar, no sabía cómo, la respuesta a toda la penumbra que me envolvía a pesar de la luminosidad de la luz del sol de esas horas. Pero también supe que esa penumbra ya me rodeaba desde que tenía uso de razón. 6 Crucé el portón de la vieja casa. Me encontraba conmocionado por lo que acababa de vivir, que había sido no como un viaje sino como -lo dije- haber revivido un momento de muchas décadas atrás o un sueño que estaba a punto de ser olvidado. Una vez que acepté que doña Luz era la señora mayor y no la más joven, fue mucho más emocionante y emotivo. Ya en la calle, me di vuelta y contemplé la casa de una planta, los sencillos remates de las ventanas y el portón, como marcos de piedra, un farolito colgaba de la parte superior de la entrada, el puente de ladrillo parecía, en pequeñito, el de un castillo, para cruzar el foso de agua cristalina. Saqué algunas fotografías de lo que era para mí la prueba irrefutable de una vida pasada que se desvanecía sin remedio hasta en el recuerdo, pero de la

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que dependía mi vida presente y futura. El agua del canal, o acequia, corría suavemente. La luz del sol reverberaba en su ondulante superficie. Empecé a caminar en esa tranquilidad que me desconcertaba. A la primera persona que encontré le pregunté por dónde podía ver el río. Me señaló el camino y por ahí fui. Al final de la calle había una rueda de molino enorme -¿o así eran todas?- que debía dar vueltas con la fuerza del agua de la acequia. Pensé que ésa podría ser otra propiedad de los Ponce, ya que su negocio habían sido los molinos. Al dar vuelta a la calle, me metí por una vereda y, al final, estaba el río Lerma. Ancho, caudaloso todavía, de aguas verdes, rumorosas, oleadas con espuma blanca en las crestas. Grandes y viejos árboles en las riberas. Sauces llorones dejaban caer sus ramajes largos y espesos y a la distancia eran como espectros de anchos ropajes y de muchos brazos. A un costado la estructura casi cuatro veces centenaria del pesado puente Batanes. En este paisaje andaban mi abuelo, mi bisabuela de Moroleón, mi padre y sus hermanos, dije. Estoy de pie en donde ellos lo estuvieron alguna vez. La maleza. Los insectos. La sombra de los grandes árboles. El viento: su aroma, su frescura, los sonidos que lleva y trae. Los pájaros: sus gritos. El rumor del agua. Todo eso se ve y se oye y se huele casi como entonces, me dije, y así son las cosas, como siempre han sido y seguirán siendo durante muchos años, tal vez siglos, milenios. La vida y la muerte hacían que la realidad permaneciera: entonces como ahora.

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MORELIA-SALVATIERRA, 1928 1 En Morelia transcurrieron los años con más pena que gloria. Luis, a los catorce, trabajaba en un taller de fabricación de calzado para dama. Eso era todo para él y sus hermanos. Pudieron suponer que había otras cosas más allá de la necesidad de comer cada día y de pagar un cuarto para dormir, pero la reciedumbre -el miedo y la debilidad, debía entenderse también- de Felipa, lo delimitaba a aprender un oficio y luego a desempeñarlo para ganar un salario mínimo, necesario para mantener a la familia. Emerenciano Guzmán, no obstante, tenía otros planes para sus hijos. Pensaba que llegarían a donde él no llegó, a la Universidad de Guanajuato, a estudiar leyes, para que después ocuparan puestos públicos y tuvieran voz y voto. Él creía en el servicio a los demás. Pero, en su carrera política había visto cómo algunos jóvenes abogados empezaban a escalar puestos al grado de convertirse en diputados, cosa que él, a su edad, no había logrado. Observó también que no era por los estudios, más bien era por el sentido de la oportunidad que desarrollaban muchos, hayan sido o no universitarios, y las buenas relaciones familiares y sociales. Oportunistas siempre había habido y habría. Éstos no se arriesgaban: siempre estaban bien colocados, solían ser visibles, serviciales o serviles; por eso, muchas veces eran los que

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recibían honores inmerecidos. Y los que se arriesgaban a manejar ideales revolucionarios, sacaba como conclusión, los que se atrevían a luchar por estos ideales, tenían que sacrificar muchas veces su estabilidad social, el ingreso económico, la libertad y aun la vida. Sin embargo, ese problema no detuvo a Emerenciano. Según la tradición de sus antepasados inmigrantes, lo primero que hizo fue instalar una tienda en su ciudad adoptiva, en la esquina de la calle Real y Capuchinas. Luego, se interesó en desarrollar sus inquietudes políticas. A los puestos en el Ayuntamiento de Salvatierra los vio como una manera de ejercer su capacidad de servicio público. Son puestos de representación popular y hay que honrarlos, decía. No era raro escucharle las frases: “El trabajo es la ley”; o “Todo en la vida es trabajo”. Podía interpretarse como que el trabajo era sagrado. Y el que lo cumplía debía recibir una retribución justa. Parecía sincero. De ahí que, en sus últimos años, viviera él y su familia de su modesto salario en el Ayuntamiento y del ingreso de la tienda. No extrañaba, entonces, que fuera de los que creían de veras en los postulados de la Revolución de 1910. En contra de las dictaduras. Como fundamento tenía el lema maderista: “Sufragio efectivo, no reelección”, la Constitución mexicana y, como resultado, un gobierno democrático emanado de esta nueva legalidad: el del señor Venustiano Carranza. Y ¿cómo terminó? 2 Felipa siempre fue más resignada, menos utópica, pero, aunque de manera elemental, con los pies bien plantados en la tierra. Sin ideas revolucionarias ni liberales, sólo tenía fe en la Virgen de Guanajuato, por tradición, y en la Virgen de Guadalupe, la madre de los mexicanos, por una devoción más entrañable. Y, más terrenalmente, creía en el trabajo que daba para comer. Éste era otro punto que compartía con su marido. Fuera de esto, cuando mucho creía en la Otra Vida, porque en ésta..., para qué hablar. En este Valle de Lágrimas sólo veía trabajo y esfuerzo. El goce era un concepto fuera de su entendimiento y, por lo

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general, pecaminoso. De modo que Luis creció siguiendo este surco. Sin embargo, no lo adoptó del todo. Por otro lado, el recuerdo de Salvatierra y de su padre, siempre fue muy fuerte. Y no era para menos. En aquella ciudad había dejado toda una vida que le correspondía por derecho. Tampoco se hacía muchas preguntas. Luis, con los años, creyó haber olvidado cómo lo habían afectado aquellos sucesos de Salvatierra. Tan sólo era un recuerdo épico, para él heroico, que nunca lo abandonó. Muchas décadas después hizo un regalo a sus nietas; eligió unas moneditas de oro del año 1917. Cuando le preguntaron ¿por qué de ese año?, contestó, porque ese año fue muy importante para mí. Y vaya que sí lo fue. Como resultado de aquellos acontecimientos, quedó maniatado de facto. No pudo ni siquiera hacer algún intento de remontar su suerte, que la sufría como la caída eterna por una pendiente. En aquel año, sin saberlo, había hecho suya una terrible sensación de pérdida y de orfandad que duraría el resto de su vida. A esta sensación de pérdida, Baldomero, su séptimo hijo -fueron ocho, más dos niñas que lo pensaron mejor y murieron pequeñas-, la relacionó, ochenta y nueve años después, en un contexto de historia nacional, con el olvido del proyecto del imperio mesoamericano, que debía entenderse: mexicano criollo (ya que fue un sueño de los siglos dieciséis y dieciocho) y que se desvaneció cuando sobrevino la independencia con respecto a España, que los mismos criollos consiguieron. Soñaban un imperio mexicano independiente, pero aliado de España. Y la nación que se expandía en el norte de América, pensaba Baldomero, pronto tomó el lugar que le correspondía a este imperio mexicano. ¿Cuándo exactamente? La pérdida total se consumaría, según creía, con la marrullería que significó la guerra que Estados Unidos le impuso a México en 1847. Aquella nación simplemente aprovechó el desgobierno que imperaba en la segunda. Y los mexicanos ni cuenta parecieron darse, decía, o más bien lo dejaron pasar, se conformaron, o negociaban, como lo hicieron muchos de los liberales republicanos mexicanos de ese siglo, en su irresistible admiración por esa ambiciosa nación, pero también para sostenerse en el poder. De cualquier modo, concluía Baldomero, fue una invasión

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militar para imponer la derrota y sus condiciones a México. No en balde, el revolucionario alemán Karl Marx tenía la opinión de que a este país lo que más le convenía era asimilarse por completo a la república que se dio en llamar, falsamente, Estados Unidos de América, conocida también como Unión Americana. 3 Si se volvía la mirada a Morelia, se podía recordar que un día de abril de 1928, Luis decidió regresar a la tierra de su origen, sólo para tocarla con las manos, respirar su aire cálido, entrecerrar los ojos por la luminosidad de su luz. Lo hizo porque sentía una gran curiosidad de verla otra vez, aunque nunca lo soltara el miedo. Más de diez años habían pasado desde que salió con su familia de ella y pensaba que ya era mucho tiempo para no visitarla, a pesar de que era poco para que las heridas hubieran sanado. Sin embargo, no sabía qué iba a encontrar. Ese día de abril, lo recordaba bien, lo recibió el conocido sol brillante de antaño, aunque todavía no era el calor del medio día; apenas eran las nueve de la mañana con el cielo azul claro. La ciudad parecía ser la de antes, las calles bien trazadas, las casonas con los patios o jardines interiores que se veían desde la entrada, los zaguanes con herrerías sevillanas, algunas muy garigoleadas, del piso al techo que podían resguardar el patio o jardín solamente o separar, como una segunda puerta, la casa entera. La Plaza de Armas, o el Jardín Grande, donde anduvo vendiendo los panes que hacían su madre y Angelita. Y, como cuando él era chico, el tranvía de mulitas andaba para arriba y para abajo por la calle Real. Qué alegría fue volver a verlo y viajar en él. La iglesia de Capuchinas, la casa que habitó con la familia completa, el Colegio Saleciano, en donde estudió música y taller de zapatería entre otras materias elementales. Cuando se dio por enterado, el sol estaba alto. El calor había apretado. Llegó a la casa de Tomás Ponce, en esa calle donde corría una acequia a todo lo largo, a la vera del río Lerma. A esta casa, después de dudarlo mucho, se atrevió a acercarse y llamar. Preguntó por el señor Ponce. Al poco rato salió éste y casi lo reconoció de inmediato.

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Venga, muchacho, un abrazo -le dijo. Lo hizo pasar, llamó a su mujer, Luisa Montes, y a su hija Luz. Luego llegó la tía Lupe. Se sentaron los dos hombres en los mismos muebles de estilo vienés (esos muebles que todavía llegaría a ver Baldomero en 2006), a tomar un coñaquito, como lo acostumbraba don Tomás, evitando el tequila, aunque muy guanajuatense, muy del Bajío -no sólo de Jalisco-, pero no tenía tanta aceptación como la tendría sesenta o setenta años después. Aquí estuvimos tu padre y yo muchas veces, muchacho -dijo solemnemente don Tomás-. Sobre todo recuerdo una, ¿sabes cuál? “Cuando vino para darme la noticia de que ya había muerto don Porfirio Díaz. En Francia. Si no mal recuerdo era julio, 2 o 3 de julio, de 1915. Cómo no; sí señor. El general Porfirio Díaz. El que luchó contra los franceses, mientras Benito Juárez andaba huyendo por todo el país. Cómo no iba a morirse, fuera de México... A pesar de todo, ¿quién aguanta vivir fuera de México, muchacho? Duró cinco años su exilio en París, ¿verdad? “Emerenciano estaba de acuerdo conmigo. El general no estaba tan mal como creíamos entonces. Eso sí, le agarró gusto a la silla presidencial. Pero, ¿Juárez no? Y Madero quería una revolución pacífica. Pero lo mataron arteramente. Ya sabes el resto. La Revolución se abrió paso a punta de balazos y cambió la historia. Al principio no, como digo, don Porfirio renunció, se fue por su propio pie, con sus más allegados. Declaró que para no derramar la sangre de los mexicanos. Y no es que yo lo defienda. Pero, al Porfirio lo que es de Porfirio... Mentiría si te dijera que no nos sorprendió a todos. ¡Desde que tenía uso de razón ya nos gobernaba el general Díaz! Tantos años en el poder ¡y renuncia! Y luego, cinco años más tarde, ¡se muere! Yo no lo podía creer. Llegó tu padre a decirme, todo emocionado, ¡ya se murió el general! Emerenciano era de los liberales de hueso colorado, no como otros, que eran puro pájaro nalgón. “Pero, sí te voy a decir algo. Mi compadre Emerenciano fue, para mí, en primer lugar, un amigo, un hombre inteligente y un caballero, y, en segundo, un revolucionario respetable. Porque había otros que francamente eran una vergüenza. Una sarta de saqueadores, asesinos y

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violadores. Por vida de Dios. Ah... Aquí, en esta sala, cuántas veces no nos pasamos discutiendo horas sobre la situación nacional que cada vez se ponía color de hormiga, hazme el favor. “El verdadero desgarriate se hizo con la renuncia del general. Entonces sí que se soltaron los trancazos. El país la pasó de mal en peor, muchacho. Tú te acuerdas, todo lo que vivieron tú y tu familia, pues, fue por eso. ¿Por qué si no? Pero, aparte de esta triste desgracia de tu familia, en Salvatierra, fíjate, estuvo mejor que en otros lados. De todos modos hubo veces que sufrimos escasez, hambre y la plaga de los villistas y ex villistas, como ese bandido, violador y matón Inés Chávez. “A la renuncia del general Díaz a la presidencia de la República, aquí, hubo varios sublevados. Pero nos organizamos pronto, convocamos a una junta de vecinos y nombramos por primera vez, ¡por elección popular!, un presidente municipal. La plaza la ocupó militarmente Catarino Guerrero. Pero, vino el golpe de Estado de Victoriano Huerta, renuncia todo el mundo a sus cargos y se deja venir una bola de gavillas. “Tómate tu coñaquito, muchacho. ¿Cómo te sientes de vuelta en tu tierra? ¿Por qué pasó lo de tu padre, dices? “Tu padre merecía un mejor destino, de eso estábamos seguros sus amigos y cuantos lo conocían, para bien o para mal. Lástima. Lo que le pasó fue una verdadera injusticia. Dios sabe por qué hace las cosas. Qué le vamos a hacer. ¿Quieres otro coñaquito? “Me acuerdo que, en 1913, estaba acantonado un grupo de rurales. Decían que el mayor, un tal Cárdenas, un sujeto mal encarado, había tomado parte en el asesinato del presidente Madero. Hubo ahorcados; precisamente colgaron a varios en la Plaza del Carmen, imagínate tú nada más. Una mañana salí y lo primero que me encuentro es a un individuo colgado de un árbol. También se llevaron entre las patas a Catarino Guerrero. Hasta que llegaron las fuerzas constitucionalistas, eso fue en trece, no, en catorce. Como podrás suponer, Emerenciano andaba vuelto loco de orgullo entre ellos. Tenía sus conocencias. Entonces volvimos a votar para presidente municipal. Tu padre andaba muy movido. De repente se desaparecía, sabrá Dios dónde se iba a esconder, o en qué andaba. No me decía todo, el condenado. Algo

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malicié que se relacionaba con los masones; no te lo puedo asegurar. Los masones no eran muy de mi agrado, por fanáticos ateos. Pero, eso sí, tu padre era un hombre de carácter, no creo que se lo hubieran dormido tan fácilmente. “¿Lo que más me impresionó de entonces? La famosa batalla de Celaya, en quince, porque ahí se dejaron de cuadrar Villa y Carranza. Qué años, Dios mío, qué años. A Emerenciano le apasionaba la política. Y ya te digo, andaba metido hasta los bigotes en la revolución. Sí, señor. Pero ya ves, la política luego mal paga. Aunque te voy a decir, si ya te toca, te toca... Yo tengo mis sospechas. Había algunos, de entre los mismos del Partido Liberal, que le tenían tirria. Sobre todo, cuando tu padre quiso aplicar las nuevas leyes. Muchos, algunos terratenientes, no sé, sintieron que les movían el tapete. Ah, y empezó a ganar adeptos. Sí, señor. “¿Qué voy a pensar de él? Emerenciano era un amigo a carta cabal, te digo; gustaba de vestir como Dios manda. Todo un caballero. Parecía de la ciudad de México, o del meritito Madrid, y, no vayas a creer, en esas trazas andaba de revolucionario, vaya que si me acuerdo, como si lo estuviera viendo, ahora me da risa, pero..., demonio de mi compadre...” 4 Luis salió a las calles de Salvatierra en las que hubo quién lo reconociera. Así ocurrió cuando iba por la Plaza de Armas, con un sentimiento de orgullo pero también de tristeza, otra vez, por aquella sensación de pérdida que muchas veces lo asaltaba y le daba tanta inseguridad. Se encontró con Jesús Martínez, el antiguo camarada de su padre. Luis lo recordaba poco, pero, por lo visto, Martínez lo recordaba mejor. ¿Qué te trae por aquí?, ¿vienes a negocios, por familia o nada más a pasear?, le preguntó. Nada más vengo a ver mi tierra; hace mucho que salí de aquí con mi familia. Sí, hombre, dijo Martínez, ¿qué te has hecho, qué ha sido de tu mamá? Me acuerdo de tu abuelita, muy blanca, de ojos azules. Pues, nada, señor, trabajando, todos trabajando; mi abuela Abrahamcita ya falleció. Pues sí, ya era grande. ¿Cómo te llamas? Luis. Mira, Luisillo, vente para acá, te invito una cervecita o un anicito, ¿qué te tomas?

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Regresaron por Juárez y llegaron a la Plaza del Carmen. Cuál si no, en los portales, era nada menos que La Puerta del Sol. Abrieron las puertas batientes y entraron. Martínez saludó a Carrera, el dueño de la cantina. Y de sopetón le soltó: ¿A que ni sabes quién es este muchacho? No, dijo aquél, no sé. Es hijo de Emerenciano Guzmán. Ah, no me digas, Chuchito. ¡Qué noticia! Sin dejar de mirarlo le dijo, sí, tienes el aire de familia. Preguntó lo mismo que Martínez: ¿Qué te trae por aquí? Se fueron y nadie supo más de ustedes. Sí, señor, contestó Luis. Nos fuimos a Morelia y allá vivimos todavía. Vaya, vaya, qué sorpresa. ¿A qué vienes? ¿A negocios -repitió la pregunta de Martínez; en esas ciudades todos vendían algo-, o a algo más...?. Nada más estoy de paso, señor. Ah, pues, ¿qué les ofrezco? Martínez pidió unas cervezas Don Quijote. Carrera mandó que les sirvieran las cervezas y fue a atender otros clientes. Martínez y Luis empezaron a platicar. Cuéntame, cuéntame, Luisillo. ¿Cómo te trata Morelia? La vieja Valladolid. Pero, bien puesto el nombre en honor de José María Morelos, el papá de la Independencia, ¿no crees? Mira, aquí, el pueblo no ha cambiado mucho... Luego de un rato de entretenida plática, algunos comentarios de rigor, tuvieron que llegar el asunto de 1917. Pues sí, Luisillo -dijo Jesús Martínez-, allí, exactamente, fue donde cayó herido de muerte Emerenciano. Luis vio el pedazo de piso de madera, como si le presentaran a una persona que lo iba a saludar. Tu padre se ganó muchos amigos, continuó Martínez, pero también algunos enemigos de cuidado. Había muchos intereses de por medio. Andaban a la rebatiña. Y Emerenciano no tenía pelos en la lengua. Entraron varios parroquianos, era la tarde, cerca de las cinco, la hora en la que le habían disparado a quemarropa a su padre once años atrás. El señor Carrera, dueño del negocio, atendía a sus clientes, como siempre, como entonces, con casi todos hablaba. La boruca iba en aumento conforme subía el número de parroquianos. Todos hombres. La entrada de las mujeres a las cantinas de México tardarían muchas décadas en permitirse. Llegaban a poner letreros que decían: “No se

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admiten mujeres, uniformados ni menores”. Aunque uniformados sí entraban a menudo, sobre todo en 1917, ya que no eran raros los grupos revolucionarios que llegaban a la ciudad. Mira, Luisillo -dijo Martínez, de pronto-, lo que es la vida. Luis lo vio de soslayo, como si esperara un golpe: algo sin embargo esperado, pero también temido. La tarde iluminaba aún los interiores y más allá, en el teatro Ideal, con su arquitectura híbrida, que se levantaba orgulloso -lo presumían los salvaterrenses- en esa plaza. Era una luz solar que estallaba en las calles; a veces, según recordaba, le parecía que inmovilizaba al pueblo: era como una fotografía a colores. Él la veía así, pero más bien debió verse como una fotografía en blanco y negro, mejor dicho, en sepias. No estaba próxima la de color. Carrera les acercó un plato de barro de cacahuates con cáscara encurtidos. Y miró a Luis a los ojos. Luego se retiró, pero se volvió algunas veces a mirarlo. ¡Salud, Luisillo! ¡Bienvenido a tu tierra! -hizo una pausa Martínez- Te estaba diciendo..., ni te muevas... -advirtió- Pero, fíjate nomás, lo que es la vida, ese individuo que acaba de entrar y se sentó en la mesa de la esquina, el del sombrero tejano beige, el moreno de los bigotes tupidos, ése es nada menos que el mentado Relajo. Después agregó: ¿Ya sabes quién es, verdad? Voltea como no queriendo la cosa. Luis quedó paralizado. No necesitaba ninguna recomendación para quedarse quieto. Sin embargo, sintió el impulso de volver el rostro hacia donde había señalado Martínez. Y, en la mesa de la esquina, vio al hombre descrito. Era él, de verdad, como lo recordaba, sólo que once años, parecía que veinte años más viejo. Era el matón que había ido a su casa con la cabeza vendada, flanqueado por dos gendarmes, con dos grandes bolsas de monedas de plata, o de oro. Y allí estaba, tan quitado de la pena, con tamañas risotadas, empezando una manita de dominó: ponía las fichas de cara a la mesa. El bigote se le movía sobre la boca cuando hablaba o reía. El asesino estaba allí, a unos pasos de él, como la fresca mañana. Y su padre, hacía mucho que sus restos debieron de haber desaparecido del Panteón Municipal de Salvatierra. En esa ocasión, ni siquiera se le ocurrió visitar el panteón, a ver si de chiripa

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encontraba todavía la tumba. Pero había sido enterrado tan modestamente que de seguro ya la habían abierto para volverla a ocupar. ¡Qué caraja vida!, pensó Luis, y agitó el pie de la pierna que tenía cruzada de manera nerviosa. No supo qué hacer ni qué decir. La vacilación le secó la boca de pronto. Bebió el resto de su cerveza de pico de botella, de un solo trago, nomás subía y bajaba la prominente manzana de la garganta. En seguida, Carrera le acercó otra Don Quijote, pero él no se enteró. Desvió la mirada, que de por sí la tenía huidiza, la clavó en el pedazo de suelo que le había enseñado antes Martínez y hasta creyó ver ahí un charco de sangre fresca de su padre. Una repentina ola de calor le subió desde el coxis hasta la cara. Se sorprendió al ver una nueva cerveza ante él. Bebió un trago y sintió la frescura del líquido correr por su garganta. Dejó el casco de vidrio café oscuro con la etiqueta dorada de papel y se volvió a ver -lo atraía como si fuera un reptil- a El Relajo, lo vio como si fuera cualquier otro de los vecinos que pasaba el tiempo en ese momento en la cantina, pero no era igual, era diferente, éste era capaz de hacer determinadas acciones que otros no hacían, como matar a su padre. No obstante, el sujeto que atraía su atención estaba tan quitado de la pena, como si nada pesara en su conciencia, estudiaba sus fichas de dominó en fila, en posición vertical ante a él, divertido, concentrado en su juego. El ala del tejano le ocultó los ojos por un instante, luego se echó para atrás el sombrero con una mano y levantó la mirada que fue atraída por la de Luis. Por un instante se cruzaron sus miradas, un instante que no terminaba. Luis se imaginó que era aquella tarde de julio de 1917, en la cantina La Puerta del Sol. Una sensación tan lejana y tan presente. Se imaginó que él estaba en el lugar de Emerenciano Guzmán y aquél, pues, aquél era el mismo sujeto de apariencia por momentos relajienta -hacía honor a su mote: El Relajo- y en otros torva. Se imaginó que el sujeto de marras se levantaba lentamente y, al hacerlo, testereaba la mesa y las fichas se venían abajo una tras otra, como fusilados que caían bajo las balas del pelotón. Y entonces sacaba su revólver -que se parecía a los que usaban los pistoleros de las

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películas de vaqueros- de la cintura, lo apuntaba con el arma y disparaba a sangre fría. Luis se vio mal herido e hizo algunos movimientos torpes para no caer en aquel sitio, sobre esa sangre fresca que esperaba recibir la suya, más fresca aún. Volvió la mirada hacia el enorme espejo de marco dorado y de formas garigoleadas. Fijó la mirada: ahí estaba él reflejado en el espejo y volvió a sorprenderse todavía más porque se hallaba de pie, con su cerveza Don Quijote delante, sin el rictus de dolor y desesperación del moribundo. Súbitamente, sintió que la comida ingerida poco antes en la casa de los Ponce le pesaba demasiado en el estómago. Termínate tu cerveza, Luisillo, que tenemos que ir al Ayuntamiento. Luis buscó la puerta del retrete con la mirada y hacía allá fue a paso rápido. Apenas pudo llegar para vomitar un poco de la ira, o frustración, o amargura, que llevaba acumulada dentro. 5 Cuando salió, Martínez lo esperaba. Vámonos de aquí, dijo. Era lo mejor, había que salir de ese sitio, tan agradable al principio y tan denso e insoportable al final. No quería seguir viendo a ese sujeto. En el trayecto por Juárez, hacia la Presidencia, Luis no escuchaba a Martínez, aunque al salir de La Puerta del Sol empezó a liberarse de la pesadez que lo invadió dentro. Salvatierra lo reconfortaba pese a todo. En la Presidencia, después de esperar a que saliera la persona con la que estaba ocupado, la secretaria los hizo pasar a la oficina del presidente municipal Doroteo Espitia. Apenas al entrar y sin saludar siquiera, Martínez volvió a decir a boca de jarro, a que no sabes quién es este muchacho. Don Doroteo se lo quedó mirando con detenimiento hasta que dijo, revolviéndose en su silla giratoria de madera, ni me digas, ni me digas, mientras terminaba de encontrar el recuerdo. Eres hijo de Emerenciano Guzmán –dijo, señalándolo con el índice. Sí, señor -confirmó Luis, satisfecho. Acabamos de estar en La Puerta del Sol, ¿y adivina a quién nos encontramos?, lo interrumpió Martínez. Don Doroteo lo vio interrogativamente. ¡Al Relajo! Al terminar de decirlo se contuvo de

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agregar algo más y ambos vieron a Luis que estaba con su cara de palo -no sabían que era más o menos habitual. Don Doroteo rompió el silencio que se había hecho: ¿Y qué ha sido de ustedes, de tu madre, Jesús, se llama? Felipa, corrigió Luis. Sí, Felipa. Nomás se desaparecieron y nadie volvió a saber de ustedes. Mi abuelo le dijo a mi mamá que nos fuéramos a Morelia, y allá nos fuimos, explicó Luis. Don Doroteo y Martínez comentaron que Morelia era muy bonita, estaba creciendo mucho y cada vez tenía más movimiento comercial y oportunidades de trabajo. Bueno, ¿y tú a qué te dedicas, qué haces? Trabajo en un taller de zapatería, señor, soy maquinista y...? Muy bien, muy bien muchacho, interrumpió Espitia, el trabajo honra, se ve que eres gente dedicada. Luego de una pausa, continuó, pero, mira, no me lo tomes a mal, y te lo digo directamente, un hijo de Emerenciano Guzmán no puede terminar en un taller de zapatería. Él era..., un hombre de ideas, era de los más..., ¿cómo te diré?, auténticos que yo conocí en esos días, y te voy a decir que eran días muy duros. Quería cambiar las cosas. Lo creía en serio. Al contrario de otros que únicamente improvisaban discursitos de dientes para afuera. Con un padre de esa talla... ¿Cómo me dijiste que te llamabas?, preguntó, aunque no le había dicho su nombre. Luis, señor. Luis, fíjate en lo que te voy a decir, y te hablo así porque yo apreciaba a Emerenciano. Con ese padre, tú mereces otro destino. Buscó su puro en el cenicero y aunque estaba apagado se lo puso en los labios; siguió hablando y luego se lo quitó. ¿Cuánto tiempo vas a estar en Salvatierra?, preguntó Espitia. Mañana me voy a Morelia, señor. Mañana te vas, repitió aquél sin dejar de mirarlo a los ojos, calculando en silencio sus palabras. Se reacomodó en su silla y con una ligera inclinación hacia Luis dijo: Bueno, fíjate bien, precisamente mañana temprano, a las siete, salgo en carro para México. Y ¿sabes qué se me acaba de ocurrir? No, señor -dijo Luis y se sintió tonto por haber dado esa respuesta. Que tú te vienes conmigo, ¿qué te parece? Luis lo miró azorado, no esperaba una propuesta de esa naturaleza ni de ninguna otra. Al notar la perplejidad de su interlocutor, Espitia confirmó: Sí, sí, no se diga más, te vienes conmigo en mi carro. Yo te

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ofrezco, en memoria de aquellos hombres que lucharon por una patria mejor -aquí alcanzó un tono solemne- para sus hijos y para los de tantos otros que ni lo merecían, te lo ofrezco de mil amores. Te voy a echar la mano, te voy a ayudar, vas a ver, ni tú te lo vas a creer. Luis escuchaba a Doroteo Espitia, lo entendía, pero como si se refiriera a otro que no era él. Mañana a la siete en punto, confirmó, en la esquina de 16 de septiembre y la Plaza Mayor. Ahí me esperas. Ahora vámonos. Los invito a tomar una copita. A Jesús Martínez, gentil hombre que era, le dio mucho gusto el sorprendente ofrecimiento que había hecho Espitia, a la sazón presidente municipal y próximo diputado titular. Por su parte, Luis también parecía contento, pero lo cierto era que estaba confuso. Cuando se dio por enterado del significado de lo dicho por el munícipe, no lo tomó como una oportunidad, sino como una situación un tanto embarazosa. Recordó a su madre, cuando rechazó cada una de las ofertas de auxilio que recibió de parte de la buena gente de Salvatierra con motivo de aquellos sucesos, y creyó comprenderla. Sin embargo, lo enorgullecía comprobar que recordaran de ese modo a su padre y que, en su nombre, trataran de prestarle ayuda a él que, así lo creía, valía tan poco. No valgo nada, corregiría. Nunca sería como su padre. Nunca se compararía con él. Pero, también por eso, se sintió en casa, arropado, casi en familia; no obstante, una casa y una familia que habían dejado de ser suyas hacía mucho tiempo. En los pasillos del Ayuntamiento, se encontraron a un señor que Martínez presentó como José Vallejo (casi todos se llamaban José o Jesús), otro amigo de Emerenciano. Aquél también le dio a Luis una efusiva bienvenida y recordó brevemente a su padre. Total, que aquello no se acababa. Era un homenaje tras otro. Tal vez los viejos amigos del asesinado hacía años se sentían obligados a elogiarlo de esa manera. Por ese lado, Luis estaba que no cabía de orgullo. Esta visita a su tierra la recordaría toda su vida y cuantas veces pudo platicaría los pormenores a propios y a extraños. Era una gran satisfacción ver cómo se referían a su padre sus viejos amigos y compañeros de partido. La ciudad era chica o los personajes le quedaban grandes, no cabían en ella. Cuando planeó este viaje a Salvatierra, nunca se imaginó un

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recibimiento parecido. No sólo eso sino que no abrigaba ninguna esperanza de que lo reconocieran; pero lo que nunca se imaginó siquiera fue que trataran de ayudarlo a él, como el señor Espitia lo hizo. Por el contrario, se había angustiado antes de hacer el viaje, porque no sabía con qué iba a toparse. Pero entonces ya había pasado la prueba mayor, la de ver cara a cara al asesino y lo había resistido. ¿Qué más podía ocurrir? Nada peor que eso. 6 Después de beber una copa y cenar con Doroteo Espitia y Jesús Martínez, Luis les agradeció que lo trataran tan bien y que se acordaran de ese modo de su padre. Vas a volver, dijo Martínez. Claro que va a volver, cerró Espitia. Cuando se despidieron, Luis quedó con el segundo que al otro día se iban a encontrar para viajar juntos a México. Buenas noches, señores, es un honor, la gran cosa..., y muchas gracias por todo, les dijo al final. Luego caminó a pasos lentos, bajo una luna enorme que platinaba la noche y a la ciudad le daba un hálito sobrenatural, al modesto hotelito Guerrero, cerca de la estación de camiones foráneos. En la oscuridad casi absoluta de su cuarto, ya que no había utilizado el quinqué de petróleo, se tiró en la cama, un tanto agobiado por el calor que producía la inadecuada ventilación y, con las manos bajo la nuca, se dedicó a recordar todas las emociones vividas desde que llegó a Salvatierra. Las revivió una a una en su cabeza; después, respiró profundamente. Qué bueno fue haberse decidido a hacer ese viaje. Salvatierra, en realidad, estaba cerca de Morelia. ¿Por qué había retrasado tanto su retorno? Había que hacerlo para comprobar que había sido cierto y con creces todo lo que recordaba y se imaginaba de su padre. Esa gente le había extendido la mano y hasta abrazado en su recuerdo. Qué días había pasado. Había sido toda una jornada. Tendido en esa cama de cabecera de latón, encendió uno de sus cigarrillos, unos Tigres. Con el cenicero en una mano, sobre el vientre, dio una larga fumada. La bracita del cigarrillo se avivó y casi vio iluminado de rojo su entorno: un cuarto desnudo, con dos camas iguales, cubiertas con unas colchas baratas a cuadros, una mesita entre ellas, una jarra de agua, tipo botella de vidrio

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con un vaso como tapón y el quinqué de petróleo. Cuando terminó el cigarro, apretó la colilla en el cenicero y la oscuridad se cerró. Salvo una línea de luz de luna, que destacaba bajo la puerta, no entraba claridad de ningún tipo. En medio de esa oscuridad y ese silencio se lograban escuchar, como una excéntrica serenata, los cantos de los grillos que andaban entre las plantas del patio. Otra vez suspiró hondo y sonrió al pensar en el generoso e inesperado ofrecimiento del presidente municipal. La sonrisa se le petrificó cuando llegó a su mente, como un dardo venenoso, el recuerdo de El Relajo. Qué suerte de infeliz, murmuró. Qué caradura de hijo de su puta madre. Si hubiera podido, si me hubiera atrevido... Doroteo Espitia le salió al quite. Otra vez él y sus amigos. Ésos sí son gente, no el otro animal..., dijo en voz alta. Su madre no se lo iba a creer cuando se lo dijera. Por supuesto que esto lo contaría el resto de su vida, sobre todo a Emiliana, su futura mujer y a sus diez hijos -a la postre ocho, si quitamos las dos muertitas-, cuando los tuviera. Pero ninguno le creería nunca nada, como cuando decía que su abuela Abrahamcita era italiana. Sólo lo miraban -incrédulos, condescendientes-, como si de repente se convirtiera él en un desconocido, un borracho, un loco. No, nadie le creyó nunca absolutamente nada. 7 A la mañana siguiente, Doroteo Espitia llegó a la esquina de 16 de Septiembre y Juárez cinco minutos después de las siete. Hizo que el chofer detuviera su Ford y se asomó por la ventanilla. A esa hora, el clima era fresco; el sol todavía no detonaba con mucha fuerza. Vio su reloj de bolsillo, mientras se preguntaba de qué manera estaría participando Emerenciano, de seguir con vida, en la política estatal. ¿Estaría ocupando el puesto que yo tengo ahora?, se preguntó un tanto receloso. Tal vez sería o estaría a punto de ser diputado. Tal vez se hallaría haciendo campaña para lanzarse como candidato a gobernador. ¿Cómo saberlo? De cualquier modo, Emerenciano andaba enrachado cuando aquel cabrón lo balaceó, se dijo. Por algo lo hizo, o lo hicieron, nunca se supo: había que pararlo. Fue una lástima. Era de los pocos que tomaban en serio

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su responsabilidad social e histórica, discurseó. Observó que el muchacho que estaba esperando, por muy hijo que fuera de Emerenciano, no tenía la misma personalidad. Aunque quién sabe, pensó. Caras vemos, corazones no sabemos. Se expresa bien, podría aprender, y abundó: hijo de tigre, pintito. En realidad, lo quería ayudar como una manera de homenajear el recuerdo del padre; al hombre que había apoyado a varios como él, que eran más jóvenes. Espitia había oído hablar a Emerenciano en privado y en público. Pensaba que tenía tamaños. Sabía ganarse la confianza de la gente, y eso, no cualquiera. Era evidente que Espitia guardaba un buen recuerdo de aquel hombre. Lo que no se le pudo ayudar a él, pensó, pues se le puede meter el hombro al hijo. Pero Luis no se hacía presente. Qué raro, dijo en voz baja. Se supone que el interesado debía ser él. ¿Qué le habrá pasado?, se preguntó. Sólo falta que haya seguido la parranda anoche. Sólo falta... Pero vi que se fue solo a su hotel, terminó. Espitia volvió a consultar su reloj de bolsillo. Eran las siete y veinticinco. El muchacho se estaba retrasando mucho y él tenía que estar a las dos de la tarde en la ciudad de México. Así que, con algo de fastidio, se volvió por última vez para ver si venía y luego ordenó a su chofer que arrancara. Luis no acudió a la cita con Doroteo Espitia. Aunque era previsible, no dejaba de sorprender. Le bastaba la alegría vivida en esas horas en Salvatierra. Se conformaba con poco. Tomar en serio la idea de que él podía cambiar su destino le pareció algo disparatado. Era demasiado; ni siquiera se lo imaginaba, ni lo soñaba. Quizás ni lo deseaba; más bien lo atemorizaba. 8 Luis no volvería a tener otra oportunidad como ésta ni de broma. Él lo sabía perfectamente. Y a pesar de saberlo, en el mismo momento en que Espitia arrancaba para México, él llegaba a la estación de camiones para tomar el Flecha Roja que lo llevaría de regreso a Morelia, a su casa de familia de obreros, a ocupar su lugar en la máquina del taller de calzado para dama, en donde pronto, por cierto, se haría un maquinista especializado y de talento. Fue, eso sí, un artista del oficio. Pero ya no seguiría los pasos de su padre. En el fondo continuaba ubicado en su

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perspectiva infantil: Su padre le quedaba grande. Para qué hacerle al cuento. Con cualquier intento que hiciera quedaría siempre con un cartel muy bajo, como él solía decir. Además, siendo quien era, a don Emerenciano lo mataron, ¿qué se podía esperar de él? Mejor ni moverle. Así que allá iba en su ruidoso y sacudidor camión rumbo a la bonita Morelia, con su catedral de cantera rosada, sus puestos de gelatinas de rompope, sus corundas envueltas en hojas verdes de maíz o sus carnitas estilo Michoacán. Esa era la realidad que entendía. La otra, la que le había ofrecido Doroteo Espitia, no. Qué más hubiera deseado, pero no, para ser honrados, era algo que lo excedía. Pese a todo guardaba un sentimiento de tristeza por lo que le habían arrebatado once años atrás, por lo que nunca tuvo, y que, en realidad, tampoco sabía bien a bien de qué se trataba. 9 Por lo pronto, en 1927 Luis se había integrado al taller de calzado para dama de Fidencio Silva. Entró como auxiliar, aunque ya sabía bastante del oficio. Con el paso de los días, las semanas, se hicieron amigos. A Fidencio le gustaba su estilo en el trabajo y, a pesar de su juventud, no tardó mucho en darle la responsabilidad de supervisión de calidad. Llegó el momento en el que Fidencio lo empezó a invitar a que lo acompañara a las parrandas que corría. Aquel pagaba y Luis amenizaba la tarde o la noche con alardes de ingenio y, alguna vez, contándole cómo estuvo lo de Salvatierra, tanto en la etapa de su infancia como en la última visita que acababa de hacer y la sorprendente recepción que le hicieron sus paisanos. Lo más impresionante fue la propuesta de Doroteo Espitia. ¡El mero presidente municipal!, dijo a Pancho. ¡El presidente municipal de Salvatierra me dijo que me fuera con él a México! Y ¿para qué, vale?, interrogó aquél. Nos explicó a don Jesús, otro amigo de mi padre, y a mí, que un hijo de Emerenciano Guzmán no podía ser obrero. ¿Eh, qué te parece? Entonces yo creo que esperaba que aprendiera a hacerla como él, con la gente que él conoce, a hablar como ellos, a la mejor me podía recomendar, pues, no sé, como secretario de algún cacahuatón. ¿Y por qué, canijos, no te fuiste? Vale,

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me estás defraudando. Se ve muy bonito de lejos, explicó Luis, pero quién sabe, no sabía a qué diablos me iba a enfrentar. Le sacaste, dilo de una vez. Francamente, viejo, creo que sí. Mejor me la bebo. Mejor nos la bebemos, corearon los otros. El ruido y las luces del lugar donde estuvieran se devoraban sus últimas palabras. No lo sabía, pero el éxito le daba más miedo que el fracaso. Se percibía en sus decisiones. Como si se sintiera más seguro con el segundo. De haberlo razonado, hubiera dicho: Con la caída del fracaso, del suelo no pasas; con la del éxito, quién sabe hasta dónde demontres vas a dar. Y después le pedían que les contara cómo había sido el asesinato de su padre. En cualquier cantina o tugurio que estuvieran, enfrente de unos pegues, como le decían a sus vasos de ron con bebida de cola y hielo. Ni tardo ni perezoso (su madre, primero, y luego la que sería su mujer, dirían que era candil de la calle y oscuridad de su casa), Luis comenzaba a contar, con ciertos matices de emoción e improvisando algunos pequeños cambios, su narración de aquellos cada vez más lejanos sucesos. Y si se portan bien, decía, les digo el latín que aprendí en El Saleciano. A ver maestro, venga de ahí... In nómine Patris, et Fílii, et Spíritus Sancti, Amén.

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EL SUEÑO VUELVE SIEMPRE. MORELIA, 1928. 1 Iba de traje oscuro, sombrero de calle y su capa española. ¿A poco? Así era él, ¿qué quieren? Tenía estilo. ¿Por qué traía capa, maestro? ¿Una capa como la de don Juan Tenorio? Se llamaba pelerina. ¿Han visto en alguna película de esos años...? No. Miren, era un tipo de abrigo que se usaba en España, a veces llevaban dos y hasta tres capas cortas en los hombros. ¿En España? Sí, cómo no, era muy elegante mi jefe. Y ¿por qué vestía como los españoles? Pues, qué, ¿era gachupín? Yo creo que así eran sus antepasados, muchachos. No sé, me figuro que así vestían. Usaban unas camisas de cuello parado, así, le decían de pajarita, si no recuerdo mal. ¿Qué quieren? No exagero. Yo vi a mi padre, nadie me lo contó. Porque el estilo se trae, no se enseña. ¿Y tú por qué no te pones una de ésas? Sí, para venir al taller. Y andar en el Centro echando tiros. Ya dejen que Güicho termine su historia, con un carajo, terciaba Fidencio Silva. Pues, fíjense que mi jefe entró al paso del caballo... ¿Tenía caballo? Claro, menso. Si no, ¿cómo iba a entrar al paso del caballo a la Plaza del Carmen? Cuando iba frente a la cantina El Sol, en la barra estaba un individuo que le decían El Relajo. ¿Y ése quién era? Espérense, no coman ansias. ¡Dejen a Güicho contar su cuento, hombre! Este individuo lo vio por encima de las puertas batientes y dijo,

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allá va ese hijo de la guayaba, sacó un pistolón y le disparó desde la barra. Eso estuvo de película de vaqueros, maestro, con todo respeto... Sus propios amigos lo agarraron, lo desarmaron y le pegaron con su misma pistola en la cabeza. ¡Así no se mata a un hombre! -le gritaron. Pero ya lo había matado. ¿Quién era ese hijo de la chingada, Güicho?, ¿y por qué lo hizo?, qué poca madre de infeliz, para agarrarlo no a madrazos sino a chairazos, dijeron sus oyentes. Era un ricachón, un hacendado. ¡Ah, cabrón!, dijeron, ¡así son esos hijos de su rechinfifufián! ¿Qué le hizo tu papá para que lo mataran tan a la malagueña? No sé, viejo. Yo creo que fue por política. Cuando llegaban los carrancistas al pueblo, mi padre andaba muy orondo en primera fila... ¡Ay ojón, entonces no era cualquier güey!, perdonando la expresión, maestro. Unos días después, llegó el asesino a mi casa, con un gendarme a cada lado. ¡Pasumadre! Iba con la cabeza vendada y con una bolsa de monedas de puro oro en cada mano. ¡A poco, vale! ¿Eso es cierto o son puntadas tuyas? ¿Qué necesidad tengo de decir mentiras, hombre? ¿Y qué hizo su jefa, maestro? ¿Qué va a hacer? Lo mandó muy lejos. ¡No vendo la sangre de mi marido! -le gritó. Sí, señor. ¡Ah, jijos, tenía sus pantalones su jefa! Pues, claro valedor, ni modo que aceptara el dinero del asesino. Qué gacho, compadre. Son chingaderas, maestro. Sí, lo son. Mejor me la bebo, dijo Luis, blandiendo de nuevo su vaso de ron con refresco de cola. Mejor nos la bebemos, lo imitaron los otros. ¡Salud, señores! Salucita de la buena. ¡Por ellas, las botellas...! ¡Qué me dura la verdura! ¡Por mi madre, bohemios...! ¡Que esto y que lo otro, ¿qué haces aquí...?, pues vamos adentro! 2 Las cosas iban bien en el taller de Fidencio Silva. En realidad era una fabriquita. Una vez hasta se pusieron cultos. A Fidencio, que no dejaba de ser un tanto excéntrico, se le ocurrió que podrían representar una obra de teatro. En Morelia se realizaban de vez en cuando algunas temporadas de teatro con compañías que venían de la ciudad de

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México o desde Madrid. Él había visto algunas y había quedado impresionado. ¿Vio la opereta “La viuda alegre”, con Esperanza Iris, o con las hermanas Blanch? Pero como nadie sabía cantar a la manera de la zarzuela, buscó una comedia, aunque fuera un drama. Alguien le recomendó una obra de un joven español muy prometedor, Federico García Lorca, pero le pareció muy tormentoso, muy escandaloso para su gente y prefirió una obra de Francisco Monterde, un joven mexicano que hacía sus pinitos. Un amigo suyo, maestro normalista, se lo recomendó. Aunque los obreros del taller dijeron que el teatro no era para hombres, Fidencio dijo que era de gente bien. Así que consiguió el texto, quién sabía cómo, y empezaron a ensayar, porque la idea era hacer una representación en el taller o en su casa, que era grande. Primero, quiso quedarse con un papel estelar, pero después de pensarlo decidió que él sólo iba a dirigir. Además quería que su hija, que era una quinceañera, representara a la heroína y no se vería bien que él fuera el protagonista masculino. Mejor que fuera ella y, ¿quién si no?, el Güicho, que podía hablar bonito y era joven también. Así que pusieron -no podía ser de otro modo- manos a la obra. No eran grandes actores, pero se divertían mucho y hasta llegaron a sentirse estrellas. Fidencio era de la opinión de que había que superarse siempre. No tenían que estar haciendo chanclas nada más. Pero había otro lado del cubo, él pensaba que ensayarían una obra de teatro y ¿quién les diría que luego ensayarían la vida real? Pensaba que si algún día tenía que dejarle a alguien el taller, pues sería a... su hija. Ahí radicaba el problema. ¿Quién sabía con qué clase de gato iba a terminar la chamaca? Así que encontró la solución; el afortunado que se quedaría con su hija podría ser alguien que él conociera, aprobara y que fuera aplicado en el oficio. Luis llenaba los requisitos. No era un Adonis, pero tenía su caché. Se expresaba como si tuviera estudios, cosa que le envidiaba. Y conocía el arte de hacer calzado para dama, calzado fino, delicados diseños, de buen gusto, como en Nueva York o París. Tenía harto futuro. Ése era un excelente partido para su querida y heredera Lolita. Así que, muchachos, se me ponen a estudiar la obra y se la aprenden de memoria, les ordenó. Que luego la vamos a recitar, dijo, todos los actores en grupo. Así lo hacen los artistas y así lo vamos a hacer, concluyó.

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3 Ahí mismo, en el patio del taller, arrimaban unas sillas después de la hora de salida y se reunían Fidencio, el director de escena, Luis y Lolita, la pareja estrella, algunas amiguitas de ella y otros jóvenes trabajadores. En las escenas románticas, Luis notó que Lolita se estremecía ligeramente, aunque no llegaban a tener un verdadero contacto físico, era más que simulado, a distancia. Fidencio no les perdía detalle. A Luis, eso le dio en qué pensar. Por su mente pasó la idea de acercarse un poco más a la chamaca, hacerle el amor, como se decía entonces a cortejar a una joven, pero tal vez le incomodaba que fuera la hija del patrón. La obra, aunque no era complicada, resultó difícil de actuar, incluso hasta para memorizarla. Les costaba trabajo repetir los parlamentos y, al mismo tiempo, moverse de acuerdo con lo dicho. ¡No se queden parados!, gritaba Fidencio. Además, éste creyó que el público se aburriría si la representación duraba más de la cuenta. De modo que decidió cortar por lo sano, la redujo a un acto, cuando eran tres. Se trataba de un asunto algo pecaminoso, hubiera sido un buen espectáculo en un teatro, con actores profesionales, pero no para su hija y su taller. Así que el amante, el tercero en discordia, se convirtió en un hermano molesto de la novia y el final no fue trágico sino un feliz matrimonio. Así está mejor, luego esta gente de la farándula no es muy moral qué digamos, les dijo Fidencio a sus artistas. Cuando, finalmente, se aprendieron sus papeles casi al dedillo, retiraron las sillas y volvieron a hacer el movimiento escénico. El problema era dónde poner las manos, los pies, se les olvidaba que los iban a ver y siempre terminaban de espaldas al público. No es tan fácil hacer teatro, reconoció el director de escena. A ver otra vez, desde el principio. Luis, no se te oye la voz cuando le hablas de amor a Lolita. Y tú Lolita no te quedes parada todo el tiempo, sigue a Luis. Y luego parecían que andaban juntos de un lado a otro del escenario. Pero por lo menos decían sus parlamentos y se movían. ¡No más no choquen!, les gritaba Fidencio. ¡Les quiero ver la cara! Era un exigente director de escena, no cabía duda.

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4 Llegó el día de la función. En el último momento, el director y productor decidió que el local del taller se prestaba más para el tema de la obra que su casa. Por otro lado, se podría improvisar sin dificultades un escenario con telón en el patio. Que ni mandado a hacer. Los trabajadores asistirían con sus familias. Se dieron cita jóvenes, señoras, señores, niños, abuelitos, algunos vecinos y amigos de Fidencio del ramo de la fabricación de calzado para damas. El patio estaba recién lavado y adornado con ramos de flores y tiras de papel picado. Había alquilado un templete y mandado a las adornadoras del taller a que colocaran unas cortinas como telón. El escenario quedó listo. Fidencio llevó la vitrola de su casa para el fondo musical. Fue un rotundo éxito. Luis y Lolita -dijeron que así se debió llamar la obra: “Luis y Lolita”estuvieron soberbios. Fueron las estrellas en el escenario y fuera de él. Después de la función se repartieron refrescos y golosinas. No pocos pensaron o comentaron que lo que vieron en el tablado, lo verían en la iglesia más cercana. Pensando un poco en el futuro cercano, cierto día, Fidencio le pidió a Luis que lo acompañara a la cantina de Ramón Sáinz, en la calle Real, no muy lejos del taller, que era a donde solían ir. Dieron cuenta de dos o tres brandys, mientras picaban un plato de cacahuates salados y grasosos frente al espejo de la barra y, luego, le dijo, Güicho, tú me caes bien. Yo creo que te deberías independizar. Luis se rió de nervios y le dijo, ¿y con qué ojos divina tuerta? Yo te presto, hombre, cuando te estabilices me lo devuelves, espetó Pancho. Eres un buen elemento, no eres güevón como la mayoría, tu trabajo tiene estilo, eres joven, tienes la vida por delante, ¡carajo!, me das confianza, yo te puedo financiar para que empieces, eso sí, después me lo devuelves. Luego te sigues solo, vas a ver, cómo te cambian las cosas. Estoy seguro que te va a ir bien. Luis se quedó serio y sólo atinó a decir, muchas gracias, Pancho, nada más déjame pensarlo un poquito, porque no te puedo quedar mal. Lo pensó más de lo previsto, nunca le dio una respuesta. Aunque siguió siendo su mejor elemento, cumplido y de calidad y, además, era una compañía indispensable en las reuniones de la cantina de don

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Ramón y una que otra parranda de más envergadura en los burdeles de las orillas de Morelia o de otro pueblo cercano. Fidencio ya no insistió sobre ese asunto y la relación teatral entre Luis y Lolita tampoco maduró. No pasó de que simpatizaban y ella se divertía con la compañía de Luis, siempre con alguien más. Aunque, a decir verdad, el menos interesado parecía ser él. Si éste se lo hubiera propuesto, lo más probable era que se habría logrado el noviazgo. Y no era tan mala oferta, por el amor de Dios. No era muy bonita, tampoco muy fea, morenilla ella, con un par de firmes tetas, buena muchacha, y un suegro consentidor y con fabriquita, pues, señor, era una nada despreciable fórmula, que Luis no quiso aprovechar. 5 A Fidencio Silva, como se notaba, le gustaban las fiestas. Por quítame estas pajas organizaba un festejo. Una vez, fue invitado a una comida de gente muy importante del medio empresarial -le llamaban del comercio- de Morelia. Entre los asistentes se encontraban verdaderas luminarias del celuloide. No podía creerlo, pero allí, en una mesa cercana a la suya, estaba nada menos que el ídolo de la canción vernácula, el guanajuatense Jorge Negrete y la rutilante actriz Emilia Guiu, que dijo uno de los comensales que era francesa. Como los otros, estaba rebosante de alegría y orgullo. “Que respiro el aire que respiras tú...”, como dijera la canción de Agustín Lara, compositor que admiraba Luis. Por sus amistades en ese círculo de empresarios morelianos, se coló hasta las cercanías de las luminarias. Los presentaron. No titubeó en invitarlas a una comida michoacana en su ranchito, no muy a las afueras de Morelia. Tenían que conocer algo más regional de su querida Morelia que merecía tantos elogios de los famosos fuereños. Las luminarias no iban a estar mucho tiempo en la ciudad, así que había que proponer algo pronto, por ejemplo, para el siguiente día, que era viernes. Extendió la invitación, por supuesto, para quienes lo habían presentado con las estrellas del cine nacional y otros más. Casi enseguida salió corriendo para girar órdenes a las mujeres del rancho. Se ponen a preparar unas corundas con rajas y crema, unas

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enchiladas rojas morelianas, en chile ancho, les diría, y por si querían algo más conocido, un mole poblano como Dios manda, de guajolote, desde moler los chiles y los granos en el metate, preparar la masa para las corundas y las tortillas que serían echadas al comal el mero día. Consigan el mejor charanda de la región, un buen aguardiente, o tequila, por si se les antoja algo más jalisciense, por aquello de las películas del Charro Cantor. Preparen aguas de horchata y de jamaica, dulces y gelatinas de leche y rompope. Les pidió hacerlo con antiguas recetas, entre otros manjares de la mesa michoacana; sobre todo pensando en el estilo campirano que, según sus conclusiones, podría halagarlos mejor. Para terminar, contrató el mejor mariachi de la ciudad. Al otro día, Fidencio suspendió temprano las labores en el taller, con la advertencia de que debían ir al rancho, permanecer en los jardines y cuando vieran llegar los automóviles con sus célebres invitados se acercaran aplaudiendo, lanzando vivas y porras. Luis estaría allí también, aunque en un lugar preferencial, de traje, un poco más cerca de Fidencio. La hora llegó, todo el mundo estaba en su sitio –definitivamente era un director de escena- con su participación bien aprendida. Las muchachas del ranchito estaban ataviadas con trajes de indias tarascas; los hombres de blanco y sombrero michoacano con cinta negra detrás. La organización había sido perfecta, ni más ni menos como debía ser en la filmación de una película. Fidencio apareció en escena, en el vestíbulo de la casa, ataviado con un traje de charro –que no había podido estrenar antes- café claro con botonadura de plata y en la espalda del saco corto un águila de frente con las alas desplegadas, bordada con hilo dorado. La corbata era un moño en verde, blanco y rojo, los colores patrios. El sombrero ancho de gala con bordados dorados alrededor. Cualquier parecido con Jorge Negrete era pura coincidencia. Todo lo había pensado en grande y en unas cuantas horas. Cómo no, cómo no y cómo no, dijo. Vamos a dar la mejor impresión del campo moreliano. Y, por otro lado, ahora sí vamos a dar qué decir en todo Morelia, porque en Morelia todo se sabe, y si no, se inventa, dijo. Los muchachos de la fábrica bebían pulque del bueno y cervezas bien frías. Él ordenó un whisky en las rocas, como había visto que lo bebían

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en aquella última reunión y se sentó a beber a sorbitos la bebida y a esperar a las estrellas de las marquesinas luminosas. El sol brillaba con intensidad en las colinas cercanas; la polvorienta carretera, a la distancia, era una cinta desierta a esa hora. Los muchachos se empezaron a acalorar, se cubrían con sus sombreros de calle, periódicos y los más afortunados se arremolinaban bajo la sombra de los árboles. Hablaban bajito, casi como en la iglesia. Fidencio, al paso de los minutos, se empezó a inquietar. ¿Qué les habrá pasado? A la mejor no encuentran la salida de la carretera, se decía. Quince, veinte, treinta minutos después de la hora acordada. Y no aparecía ningún automóvil por la cinta polvorienta de la carretera. El mariachi, que fue lo más caro de la comilona, que ya estaba en su puesto desde hacía rato, y que cada minuto que pasaba costaba, esperaba la señal para tocar una Diana. Treinta y cinco, cuarenta minutos y nada. Fidencio, sudando más por el nerviosismo que por el calor, dio la orden que empezara a tocar el mariachi “Juan Colorado”, el himno de Michoacán. “¡Que viva mi tierra, Michoacán!, ¡que Juan Colorado ya está aquí, montado en su cuaco el alazán!...” La gente se animó, empezó a dar gritos de fiesta y Fidencio, después de dar varias vueltas como león enjaulado, decidió, a la hora y media de tardanza, que sus trabajadores se acercaran y, con un ademán de fastidio, les ordenó que atacaran las mesas con ollas grandes de barro de mole, pozole rojo de cabeza de cerdo, carnitas estilo michoacano, enchiladas morelianas, arroz rojo, corundas, huchepos, frijoles refritos, nopalitos, canastos de tortillas que empezaban a enfriarse a pesar de estar cubiertas con gruesos manteles, tamalitos de rajas, de mole y de dulce, capirotada adornada con pasitas y queso, camote blanco en miel de piloncillo, gelatinas combinadas y envinadas y otras maravillas de la gastronomía de ese Estado, con sus campos dorados y ciudades virreinales. Los trabajadores, que ya sentían el hambre y la fatiga de estar esperando bajo el rayo del sol, se lanzaron como marabunta sobre las mesas con comida y bebidas varias. Contentos a ojos vistas, hacían expresiones de gusto, daban risotadas y echaban porras al mejor patrón de la comarca. El mariachi siguió tocando un largo rato. “La negra”, “Cucurrucucú paloma”, “México

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lindo y querido”, “El jarabe tapatío”, “El jarabe loco”, las canciones heridoras de José Alfredo Jiménez, Cuco Sánchez, los yucatecos Ricardo Palmerín y Guty Cárdenas y otros compositores de éxito. Se hizo la fiesta en grande, aunque sin luminarias de la pantalla ni ninguno de los ricos comerciantes invitados de la fina comida aquella. No era exactamente lo que esperaba Fidencio Silva, pero, al menos, sí se hizo una fiesta campirana, moreliana, ruidosa y alegre como pocas. Al otro día, todo Morelia y alrededores, probablemente hasta Moroleón y Salvatierra, lo comentaban.

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LA RECONQUISTA. SALVATIERRA-MOROLEÓN, 1900 y 2006 1 Si Salvatierra fue todo un descubrimiento, Moroleón fue una reconquista del pasado remoto y por completo inesperada. Yo no pensaba ya cumplir mi plan de viajar a esta ciudad, a media hora de la otra. Excepto el gusto de conocer el lugar en donde fue, posiblemente, el segundo establecimiento en México de la familia del abuelo Emerenciano -el primero debió de haber sido Yuriria-, estaba convencido de lo complicado que sería encontrar su rastro de tan antiguo que debía ser. Así que bien podía omitirla de mi recorrido. El jueves 25 de mayo de 2006, ahíto de tantas revelaciones salvaterrenses, embotado por la alegría de reconocer aunque fuera algo de lo que había perdido muchos años antes de nacer, lo único que ansiaba era sentarme a disfrutar lo que había descubierto. Quería repasar con tranquilidad lo que había escuchado, visto, leído, conocido, reconocido y, también, imaginado. Cuando me fui a despedir de los funcionarios del Ayuntamiento, que por fortuna me ayudaron más de lo que yo tenía previsto, Cervantes me preguntó si ya me había comunicado con su colega de Moroleón. Expliqué que había intentado hablarle pero que en sus teléfonos no contestaban. Tomó su aparato nextel y marcó un número. Balbuceó algo y en seguida me lo pasó, al estilo guanajuatense, sin ponerme al

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tanto. Era Pepe Orozco. Cuando escuché su voz no me atreví a aclarar que no pensaba ir. Me recomendó que pasara la noche en Salvatierra y viajara temprano a Moroleón. Era lo más sensato, pero ya había cerrado mi cuenta en la habitación que tenía. Así, pues, llegaría a Moroleón esa tarde o noche. Pensé, por lo menos voy a conocer el pueblo donde nació mi abuelo y, factiblemente, mis bisabuelos, sin abrigar mayores expectativas. Después de comer en la Estancia de El Toño, me fui a la estación de autobuses de Salvatierra. El que abordé estaba tan destartalado como el que me había llevado a la tierra de mis ancestros, como atinadamente había escrito en la dedicatoria de su libro el cronista. Nos detuvimos unos minutos en Yuriria, pueblo fundado por españoles, como Salvatierra. Aunque los salvaterrenses remarcaban que la suya había sido la primera ciudad de lo que luego sería Guanajuato. En Moroleón, un taxista me cobró por dos calles veinticinco pesos y de mal modo. Me pareció que le cayó mal que yo fuera de la ciudad de México, ni modo, el complejo de inferioridad de algunos mexicanos se manifestaba de variadas maneras en todo el país. Cuando estuve en donde Pepe tenía su departamento me arrepentí de haber aceptado llegar allí. No nos conocíamos y no sabía si íbamos a congeniar. En fin, ya estaba en los departamentos del Auditorio, como dijo él que se conocía el lugar. Pepe era un hombre joven y, por lo visto, amable. Poco a poco me fui enterando que muchos moroleonenses compartían esta segunda característica. Frente a su mesa de trabajo, con una computadora bien equipada, tenía la reproducción, del tamaño de la ventana que cubría, de una fotografía aérea de la Plaza Mayor de Moroleón, tomada alrededor de 1910. Para esas fechas, pensé, mi abuelo se había establecido en Salvatierra desde hacía varios años. Si Angelita, la mayor de los hijos de mis abuelos, nació en 1903, quería decir que el abuelo, que suponía que había conocido en aquella ciudad a la abuela, ya estaba instalado allá desde 1900 o antes. ¿Qué pudo haber hecho que Emerenciano, junto con su madre y su hermano Alberto, emigraran a Salvatierra? ¿Por qué mi padre nunca mencionaba a su abuelo, que se llamaba como él, Luis Guzmán? ¿Acaso

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también tuvo un final infausto? ¿Cuál sería la circunstancia? Mi padre no lo conoció. Lo más probable era que hubiera muerto en Moroleón. Por eso su esposa, Abraham Cerrato (mi padre decía Serrato), se trasladó con dos de sus hijos a Salvatierra. Baltasar decía que su abuelo era hacendado. Si esto fuera cierto, ¿cómo, cuándo perdieron la hacienda? Porque, en Salvatierra, la familia vivía de lo que ganaban como comerciantes. También Baltasar decía que la hacienda se las había quitado el gobierno, pero no daba ninguna razón. Pudo haber sido por aquella legislación porfiriana que afectó de esa manera a muchas haciendas medianas. Por otro lado, la pudieron haber perdido en alguna de las muchas revoluciones que asolaron al país en el siglo diecinueve. ¿Qué ocurrió en realidad con el bisabuelo Luis Guzmán y su pasado moroleonés? Otro profundo enigma. 2 He afirmado que si Salvatierra fue un descubrimiento, Moroleón fue un hallazgo, un extraordinario invento. Y no he ponderado nada. Varias veces pensé que Moroleón no existía más allá de la mente y del recuerdo casi onírico de un hombre de poco menos de setenta años que fue mi padre en 1975. Lo hizo, además, como respuesta a una pregunta directa. ¿De dónde era tu padre? De modo que carecía yo de cualquier otra referencia. Ahí había nacido Emerenciano y mi padre presumía que también su abuelo Luis; de doña Abraham, lo ya sabido, decía que era italiana. Tiempo después, supe que Baltasar era de la opinión de que aquella era española. Lo que se podía afirmar sin temor a equivocarse era que provenían, como más de medio México, de inmigrantes de esta última nacionalidad. Con éstas y otras incógnitas y certezas llegué a la ciudad de mi abuelo y de su familia. Y al pequeño departamento de Pepe. Se notaba que vivía solo y lo tomaba como estudio. Hasta entonces entendí algo que había dicho por teléfono, que Víctor –se refería a su hijo de cuatro años- no iría ese fin de semana, por lo tanto podía quedarme en su habitación. Por cierto él, sin conocerme en lo más mínimo, se había ofrecido para investigar algo acerca de mi abuelo, ya que también estaba averiguando la historia del

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suyo. Se disculpó por no haber conseguido nada al respecto, pero yo lo puse al tanto de lo que había descubierto. Me mostró entonces una serie de fotografías de su terruño que había coleccionado. Confesó que se sentía cada vez más identificado con su origen. De ahí que simpatizara conmigo por el solo hecho de estar haciendo una investigación de mi abuelo, y si éste era de Moroleón, tanto mejor. Las fotografías eran muy interesantes. Casi todas fueron tomadas en las dos o tres primeras décadas del siglo veinte, pero también las había del final del diecinueve, cuando mi abuelo y su familia eran vecinos de esa ciudad. En una se ven los portales y el tranvía de mulitas que también tenían. Al describir a mi abuelo, Pepe dijo que había cierto tipo de moroleonés que correspondía a ese retrato hablado. Eran descendientes de colonos españoles y vestían de traje completo. Obviamente no como banqueros, sino como gente de campo europea. Cuando estaban en faena, se quedaban en mangas arremangadas de camisa o camiseta y chaleco abierto. Me mostró alguna fotografía en la computadora que lo demostraba. En otra, al fondo de los personajes retratados -éstos vestían de rancheros, sombrero ancho, pantalón ajustado y botines- que miraban fijamente a la lente, el pueblo, como el principal protagonista: poco habitado, misterioso, oscuro al caer la tarde y en las horas nocturnas, las calles empedradas, desiguales y construcciones de una planta, tampoco muy notables. Decía Pepe, mientras manipulaba su computadora, que el comercio fue la razón de ser de los primeros pobladores de la región. Sí, confirmé, mi abuelo y bisabuelo habían sido comerciantes. Me di cuenta de que había sido una fortuna haber conocido a este admirador de su tierra porque me abrió un panorama que de otro modo hubiera sido difícil. Lo más que hubiera logrado era haber ido a la parroquia principal a preguntar por la fe de bautizo de don Emerenciano y me hubieran contestado, después de una superficial búsqueda, que no tenían nada. Hubiera ido al Registro Civil, como lo hice, y me hubieran contestado lo mismo. La cortesía de mi anfitrión se dejó ver hasta cuando me preguntó qué música quería escuchar. Contesté que la que él quisiera. Puso un disco de Camarón de la Isla. Me sorprendió que pusiera música flamenca,

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sobre todo de esta calidad, ya que no era usual hallar en México (y creía que tampoco en España) a alguien que gustara de esa clase de música. ¿Cómo supiste que era aficionado al flamenco?, pregunté. Por la forma en que hablas de España, contestó. Me quedé en silencio. En realidad no había hablado expresamente de España. Lo había hecho de manera tangencial, al referirme a mi abuelo y bisabuelos. Probablemente se me notaba el entusiasmo al hablar de mi gente moroleonesa. Y cómo no experimentar esa emoción, si estaba por primera vez ante una realidad de mí mismo de la que ignoraba todo, o casi, pero también de mi país, de esa parte en la que México, como nación, fue erigido, desde la Nueva España, por estos inmigrantes y colonos, que eran los antepasados ignorados, olvidados, eliminados, vituperados, de muchos millones de mexicanos contemporáneos, a quienes no les importaba tal escarnio de ellos mismos. El conflicto de los criollos surgió desde el principio de esta nación. Los españoles de América tuvieron resentimientos contra los abusos y privilegios de algunos españoles que venían de la península. A estos últimos, los españoles americanos, o novohispanos, que luego serían los mexicanos, les asignaron el mote de los gachupines. Por lo general, éstos eran los oidores o comerciantes que no se trasterraban, sino que sólo venían a hacer negocios, a hacer una fortuna a toda costa y luego regresaban a su lugar de origen. En ese momento, era un pleito de familia: ambas partes eran españolas. La leyenda contaba que Miguel Hidalgo y Costilla, el cura criollo que dio el grito de Independencia a la muchedumbre de Dolores, Guanajuato, usó la frase de guerra, además de las de “¡Viva la Virgen de Guadalupe!” y “¡Viva Fernando VII!”: “¡Mueran los gachupines!”, y permitió que lo hicieran sus seguidores ansiosos de sangre. Lo cierto era que se necesitaba tener un enemigo al frente, inventarlo si fuera necesario, pero con aquello también manifestó el antiguo odio que desde el principio de la Nueva España se les tuvo a los españoles que, más allá del Virrey, eran enviados de la metrópoli a ocupar los puestos más importantes de la burocracia del reino y hasta se casaban con las damas criollas más codiciadas por su fortuna y belleza. Se dio desde el

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otro día de la Conquista, la lucha entre el español americano, identificado con la nueva tierra y el peninsular. Tenía yo en mente a aquellos que, como lo había dicho, vinieron a colonizar, a trabajar, a instalar un rancho, a iniciar un negocio pequeño o grande, formar una familia con mujeres de América, en una palabra, a establecerse: igual lo hicieron los primeros antepasados de mi abuelo moroleonés. Al hablar de estos últimos, se me notaba la emoción. De este modo, a Pepe le pareció que ponderaba a España por sí misma. Lo que ocurría era que con sólo recordar el origen de México, como el de mi abuelo y bisabuelos, había que remitirse a España inevitablemente. No se entendía a México sin España. Y si yo hubiera dicho lo contrario habría mentido -¡como un bellaco, par Dios!- o me habría negado a mí mismo y a mi país. Además, no era nada para ocultarse y menos avergonzarse, como injustamente solía tratarse el tema en la historia y en la cultura nacional. Por otro lado, me refería a los españoles de hacía doscientos, trescientos, cuatrocientos años o más que hicieron (junto con los indios y mestizos) a este país, y no a los que acababan de llegar a México, que era imposible que entendieran, en carne propia, la realidad del criollismo mexicano. En suma, que no hablaba yo exactamente de España, sino de mi abuelo y sus antepasados de Moroleón. Y punto y se acabó. 3 Pedí a Pepe que me recomendara un hotel en el Centro para no causarle ninguna molestia. Fuimos a dar una vuelta a la ciudad en el carro de su novia; no conocí casi nada por ser la hora que era. Terminamos en una taquería de moda. Al final, me dejaron en un hotelito frente al Jardín Grande, que, como en Salvatierra, era la Plaza Mayor, sin la Presidencia municipal que estaba un poco más allá en la avenida Morelos. Mi habitación resultó desastrosa. De modo que apagué la luz para no verla y me tiré en la cama. Temí que hubiera bichos. Pero se trataba tan sólo de dormir y eso hice. Al otro día no pude encontrar un sitio adecuado para desayunar. Lo mismo que en Salvatierra. Más tarde, Pepe me diría que alguien me había visto dando vueltas en el Jardín Grande. No se

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podía hacer nada, allí, sin ser observado. Fui al mercado y compré unas frutas. Luego esperé a que abrieran la recepción de la Parroquia de San Juan Bautista, más conocida como de Esquipulitas, que lo hacía hasta las diez de la mañana. Qué remedio. Cuando abrió, me atendió una chica guapita que me dijo, ante mi solicitud, que no tenía nada referente a mi abuelo. De repente, descubrí de reojo a Pepe: estaba a mi lado, silencioso. Me había hablado con orgullo de la arquitectura de la parroquia la noche anterior. Pese a que su construcción databa del principio del siglo veinte, era de tipo gótica, bastante bien lograda, con sus dos torres ojivales a los lados. La construyeron cuando mi abuelo ya no estaba aquí, pensé. Voy al Registro Civil, dije. Te acompaño, dijo Pepe, y se lo agradecí. No estaba lejos. Como había dicho, era la fortuna de las ciudades chicas, se podía ir a todos lados en un par de horas. En el Registro Civil encontraron el libro del año 1879, pero, como no pude dar fechas exactas, tampoco encontraron nada. Pepe habló con el jefe de la oficina y me presentó como un escritor que hacía una investigación. Aquél comentó, entonces, que si uno de nosotros volvía en dos semanas tal vez podría tener la información. De ahí nos fuimos a la Presidencia, por la siguiente calle, hacia lo que debía ser la Plaza de Armas. Una vez en el recinto me llevó a la galería donde tenían retratos al óleo de varios de los presidentes municipales y otros personajes del pueblo. Mis parientes no fueron tan destacados. Salimos al patio central, como todos estos edificios, con los apartados alrededor, con arcos, columnas y una ancha escalera al centro. Entre las personas que me presentó estaba Isidoro González, encargado del Archivo Histórico. Como sus colegas, era joven. Estaba enterado de mi visita. Me tenía dos libros de finales del siglo diecinueve, donde se consignaban los nombres de los pobladores y profesión o actividad: un censo, en el que no encontré dato alguno que me auxiliara. Aunque me llamaron la atención los Cerrato, el segundo apellido de mi abuelo. Sobre este último empecé a hablar. Cuando dije la fecha de su nacimiento, él tomó la palabra para hacerme una somera historia de la fundación de Moroleón.

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4 Quien ha sido considerado el fundador de Moroleón, es José Guzmán López, dijo Isidoro. El primer apellido me atrajo. Era la mañana del viernes 26 de mayo de 2006 y me adentraba en un paisaje que a la primera me pareció venerable. Fantástico, era la otra palabra que encajaba en estas ideas. Pero no por venerable y fantástico menos real. Las palmas de mis manos se empezaron a humedecer de nueva cuenta. Desde el inicio de la narración enmudecí y dejé que mi interlocutor se explayara. Este señor José Guzmán era descendiente de Diego López Bueno, que adquirió en 1620 los terrenos que se convertirían en Moroleón. Aquél estaba casado con Teresa Pérez, continuó. Al heredar las tierras, se mudó a ellas. Provenían de Yuriria y ambos eran de familias españolas. ¿De qué año estamos hablando?, interrumpí. 1770-1775, respondió. Se encontró con un caserío de más de cuatrocientos habitantes: algunos españoles, mestizos e indios que habían llegado de Moro, Yuriria, Uriangato, Curambatío y Quiauyo. José Guzmán tuvo la idea de que este punto era estratégico. Era un visionario, deduje, calculó que era una empresa que crecería hasta convertirse en un pueblo de verdad. Se podría aprovechar su situación: era el cruce de las caravanas que iban y venían de Valladolid, Yuriria, Salvatierra, entre otras rutas. Eran terrenos muy extensos, siguió Isidoro. De modo que repartió solares a amigos y parientes de Yuriria, pensé yo, para que se quedaran a vivir en ellos y empezaran a trabajar en los servicios a los viajeros y en el comercio, ya que las tierras no eran muy buenas. Su visión era acertada y dio frutos, dijo. Se hizo una zona de paso obligatorio. En poco tiempo, de caserío pasó a villa y, con el paso de los años, sus pobladores, cuando ya eran dos mil cuatrocientos, exigirían ser considerados una congregación, con todos sus derechos y obligaciones. Mi interlocutor no se daba cuenta que yo estaba conturbado por la historia que, intuía, guardaba relación con los antepasados de mi abuelo. Además, así nacieron tantos y tantos pueblos en las inmensas extensiones de la Nueva España. ¡Así se hizo México, señores!, tuve ganas de gritar. Una bisnieta de don Diego, María López, siguió Isidoro, se casó con Alejo Guzmán Pérez, hijo de don José Guzmán. (Aquí me asaltó el

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probable parentesco con mi abuelo, pero quién sabe; no interrumpí.) Este matrimonio procreó dos hijos: José y Cristóbal Guzmán López. Confirmó que Yuriria había sido fundada por españoles, y Moroleón por criollos. ¿Y Urireo? Urireo y Uriangato, el vecino forzado de Moroleón, fueron pueblos originalmente indios. Dicen que Uriangato era de purépechas, pero yo creo, explicó Isidoro, que más bien eran chichimecas. Por su parte, continuó, José Guzmán, nieto del fundador del mismo nombre, tuvo tres hijos: Agustín, Pedro y Juan. El señorío de los Guzmán, dije -Isidoro corrigió: patriarcado-, cuánto tiempo duró. Desde la fundación (la posesión unificada de estos terrenos por el viejo José Guzmán), en 1760 (no en 1775, pensé), hasta 1840. Tuvo su fin, explicó, cuando los agustinos le requisaron a don Agustín Guzmán el Cristo de Esquipulas para ponerlo en la Parroquia de San Juan Bautista, más conocida después como Esquipulas o Esquipulitas, que tendría su última casa en el edificio de fachada gótica a donde había ido yo a investigar. Don Agustín se sintió despojado de ese Cristo que veía como parte suya y se rumoró que murió del coraje de su vida. En resumen, el señorío de estos Guzmán inició en 1760 y terminó en 1840, con la muerte de Agustín Guzmán. Sumaban ochenta años. Cuatro o cinco generaciones llenaron este período. En este punto se perdía el conocimiento cierto de esta familia fundadora, terminó el encargado del Archivo de Moroleón. 5 En este contexto histórico, nació Emerenciano Guzmán Cerrato en Moroleón, en 1879. Hasta el momento de redactar estas líneas, yo ignoraba cuál había sido el origen real de su padre, Luis Guzmán. Sin embargo, por las fechas, por el tipo, la cultura (las costumbres, la manera de vestir, la religión, el carácter, etcétera) y el comportamiento emprendedor, de comerciantes, de luchones, herederos de colonos, don Emerenciano debió de haber sido descendiente de algunos de aquellos fundadores de Moroleón. El solo hecho de hacer tales deducciones me maravillaba. Y mi abuelo

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sería una de las últimas partes de aquella dinastía de colonos. Imaginarlo me envaneció: adquirir unos terrenos y comenzar, en medio de la nada, un caserío, un villorrio, luego un pueblo...: era el peso de la historia de una nación revelado de golpe. De manera personal, era incalculable el valor de haber rescatado del olvido o de la ignorancia esa faceta de mi abuelo y, por ende, de mí como individuo. Hasta entonces había vivido con un cierto sentimiento de huérfano, de arrimado, de niño pobre que veía la vida de los otros desde lejos. Y, de pronto, yo también me integraba a la narración de este país. Sí, estaba orgulloso por sencillas pero profundas razones. 6 Después de haber ido a la Parroquia y al Registro Civil, Pepe tuvo que ir a la Presidencia y yo me dirigí al departamento. Pensaba tomar el último autobús del día a la ciudad de México. A su regreso, Pepe me avisó que nos visitaría una prima suya. Como siempre, encendió su computadora y se puso a manipularla. Entonces, tocaron a la puerta. Abrí y me encontré con una chica blanca, pelo rubio y sus ojos me parecieron verdes. La hice pasar y Pepe, al presentarnos, dijo, Alejandra Guzmán y Baldomero Guzmán. A ambos nos causó un poco de gracia la coincidencia de apellidos, pero no nos detuvimos allí. Su abuelo era de Moroleón, le dijo Pepe. Sí, se llamaba Emerenciano Guzmán, agregué, para entrar en materia y ver si ese nombre la hacía reaccionar de alguna manera. Cuando, con el mismo fin, mencioné el de mi bisabuela Abraham Cerrato, me interrumpió Alejandra. Una familia Cerrato vivió en mi casa hace muchísimos años, mucho antes de que yo naciera, dijo. Era obvio; ella era una joven como de veinticinco años. Pepe me explicó que la casa a la que se refería era tal vez la más antigua de Moroleón y me dijo cuál era. Ya la había visto. Es una casa de doscientos años, dijo Alejandra. Recordó algunos nombres, Miguel, Salvador y Carmen. (¿Por qué no Enzo, Umberto y Gina?) Y eran italianos, agregó. (Aunque su abuelo, Jesús Gaytán, afirmaría que a esa familia les decían los franceses.) En ese momento me brotó de nuevo el fuerte calor en las palmas de las manos. Cómo no recordar de nueva cuenta que mi padre

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decía que su abuela era italiana. Esa coincidencia me hizo suponer que la bisabuela pertenecía a esa familia Cerrato. A pesar de que Alejandra dijo, cuando se lo pregunté, que el apellido se escribía con “C” y no con “S”, como decía mi padre. Era un dato menor, mi padre pudo alterar la ortografía por desconocimiento. Y si la bisabuela era de esa familia, seguí con mi razonamiento, no se iba a casar con cualquier Guzmán, sino con uno que descendiera de las viejas familias fundadoras de Moroleón y ése fue Luis Guzmán. Otra vez, razonar así era inquietante. En el fondo, estaba exaltado. Feliz de la vida. Aunque trataba de que no se me notara. Mi padre jamás soñó absolutamente nada de lo que yo estaba descubriendo y deduciendo por medio de testimonios y aun documentos. ¿Quién era tu abuelo?, preguntó Alejandra, que había olvidado que se lo había dicho antes. Dije su nombre y una breve reseña de él y de su familia. Pregunté a mi vez por su padre. Me dio a entender que no era de la familia que yo estaba investigando. Declaré, entonces, mi interés en conocer, si era posible, su casa. Ella aceptó, pero tenía que preguntarle a su madre si podíamos visitarla en ese momento. Habló por su teléfono móvil y me comunicó que sí. Yo di por cancelado mi viaje de regreso a la ciudad de México esa noche. Cuando llegamos a la casona, en el portal Guerrero, la señora había cambiado de opinión y no pude conocerla por dentro. Me quedé viendo la fachada gris. Al ver la puerta de gruesa madera abierta ante mí decidí entrar, para sorpresa de mis acompañantes. Al verme hacer eso, Alejandra me siguió un tanto preocupada. No sabía qué iba a hacer. Pero, sólo me introduje unos pasos y me detuve en medio de un patio no muy amplio, oscuro y rodeado de altos muros, con columnas, pero no eran arcos, sino ventanas o terrazas. La casona carecía de un estilo definido, tan sólo se percibía, aún en la penumbra de la caída de la noche, una interesante antigüedad en sus recios muros y columnas. Alejandra me explicó que en la planta baja tenían un taller de textiles (Moroleón había sido un emporio textilero años atrás), me asomé por una ventana y, en efecto, había algunas máquinas del ramo. Afuera, había visto ya la tienda de su madre que ocupaba la esquina. Eché una

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última ojeada y regresé sobre mis pasos. Entre tanto le comenté, oye, tienen todo esto y tú todavía te acabas de conseguir un empleo. Es que aquí así somos, me dijo resumidamente. Lo más destacable era haber visitado, aunque de manera furtiva, un lugar que mi abuelo y bisabuelos habían conocido bien. En aquel lugar, ellos, de quienes había ignorado todo, habían vivido o estado muchas veces. Desde una perspectiva más personal, Emerenciano Guzmán cobraba no sólo color, facciones y traje -como en una vieja fotografía amarillenta- sino cuerpo, movimiento, habla y, en una palabra, vida. Primero como un Gólem, después como el protagonista de una de mis pesadillas o sueños más recurrentes, según el caso, y, al final, como el abuelo que simplemente existió con todo su pasado, en el cual apenas empezaba a asomarme.

7 Traté de dibujar en mi mente a mi padre. Como lo recordaba cuando contaba algo referente al abuelo. Traté de sondear en su interioridad. Estaba él obnubilado por ese recuerdo que guardaba celosamente. Pero no se atrevía a acercarse demasiado, ni siquiera en la abstracción del pensamiento. Le daba miedo. Estaba seguro. Nunca se hubiera atrevido a llegar hasta los archivos de la ciudad, ni siquiera a las personas que conocieron a don Emerenciano -y a él mismo- y que, con el paso de los años, fueron desapareciendo una a una. Le sobreviviría, sin embargo, Luz Ponce. ¿Qué pensaba? ¿Qué clase de esfinge mortal lo paralizaba? Rondaba, ansioso, a la distancia. Se distraía con las cosas de su vida personal que, deductivamente, no le parecían tan notables. Era como si hubiera estado esperando que se resolviera el misterio sin su intervención, pero, eso sí, iba a estar alerta para cuando sucediera. A lo lejos. La esfinge iba a desaparecer entonces. Pero, mientras él vivió, nunca sucedió. A mí también me contó lo poco que sabía. Por su mirada y gesto pensaba que intentaba transmitir esa ansiedad a un relevo que, por su distancia con los hechos, fuera capaz de acercarse a Tebas y vencer a la esfinge. No tuvo respuesta en ninguno de sus hijos. Excepto la mía.

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Pero, yo tampoco estaba seguro y fue un poco tarde. Porque esta investigación debí haberla hecho cuando él vivía y, con su valiosa ayuda de testigo, poder conducirme con más seguridad en los vericuetos de la historia. Esto era cierto. Con todo, también era factible que así haya sido mejor. No había Delfos para ir a consultar al oráculo. Sólo existía el enigma resguardado por la esfinge que era por sí misma irresoluta. Yo tampoco encontraba la solución a esas oscuridades. ¿Se avanzaba sólo para no ir hacia atrás en el combate? Si no había combate no había sentido de la vida. De no seguir en la lucha con la esfinge corríamos el peligro de convertirnos en una roca o en una planta, un árbol, quizás un animal. Pudo ser una solución al misterio. Pero eso también hubiera sido el final de todo. Y no pudo ocurrir, porque entonces todo lo anterior a nosotros habría de ser inútil. Y esto era inadmisible. Aun sin una razón clara el deber era continuar en nuestro puesto. Mi padre, seguramente, fue víctima de esta pesadilla, aunque no haya armado ningún discurso de todo aquello. Pero, a pesar del recuerdo que tenía del personaje de la vida real, no se atrevió a acercarse a lo que le guardaba Salvatierra y menos aún a la profundidad de Moroleón. Ahí estaba ese monstruo feroz, incomprensible, mezcla de humano y de animal, en la entrada de Salvatierra y, un poco más allá, Moroleón. En la Presidencia Municipal, en los portales, ahí debe de estar el acta del asesinato. Todavía la última vez que visitó Salvatierra, en compañía de mi madre, fueron, como siempre que estaba allá, “a visitar las siete casas”: cada uno de los lugares claves de su corta historia salvaterrense. Llegaron a la calle Real, al convento de las Capuchinas. Mostró a mi madre, una vez más, la casa donde había vivido con la familia. Luego entraron a un estanquillo, que estaba enfrente, a alargar un poco su estancia en ese lugar mientras bebían un refresco embotellado. Hizo algunos comentarios a mi madre. El tendero lo escuchó y preguntó a don Luis por qué hablaba así de esa casa y de ese barrio. Mi padre contestó, con esa sonrisita de medio lado, que parecía una mueca de sus labios delgados: Cuando era niño yo viví en esa casa. Entonces el tendero, intrigado, insistió.

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Pues ¿quién es usted?, ¿cómo se llama? Me llamo Luis Guzmán y allí viví con mi familia varios años. Pues tóqueles -dijo el tendero-, porque en esa casa todavía vive Alberto Guzmán. Claro, no podía ser el hermano de Emerenciano, porque aquél debió de haber muerto hacía muchos años. Tuvo que haber sido su hijo, el sobrino de Luis, con sus propios hijos; a la mejor era el nieto de aquel Alberto. Al salir del estanquillo, mi madre, más curiosa, dijo, vamos a tocar, ándale, tocas y dices quién eres. Mi padre, después de una pausa, dijo, no, para qué, mejor vámonos. 8 Años después, en 2006, yo también me hice presente en este punto de Salvatierra. Me acerqué a la casa marcada con el número 301 de la calle Real, que tenía otro nombre desde hacía mucho tiempo. Era una mañana, me imaginé que como todas en Salvatierra, soleada, luminosa. En la planta baja había un estanquillo. Entré y pregunté a una mujer joven que lo atendía, más para iniciar la conversación que porque lo creyera, que si vivía allí el señor Alberto Guzmán. No, yo no sé nada, a ver si la señora sabe, dijo. En ese momento, de la trastienda apareció una señora de mediana edad, morena clara, con el pelo recogido de cualquier manera. Cuando escuchó que la buscaban, frunció el ceño y se puso adusta. Le dije en unas cuantas palabras qué información buscaba. Cambió el gesto y me explicó que no, que Alberto y su familia no habían vivido allí, sino a dos casas. Como me interesaba seguir charlando con la señora, pregunté si ellos, los Guzmán, eran o habían sido los dueños de la casa. Me reveló, mientras se alisaba el pelo con la mano, que ella había vivido toda su vida en esa calle, en la casa de la esquina; que su mamá era la señora (no retuve el nombre que dio); pero, ella tendría unos cuarenta o cuarenta y cinco años, no pudo haber sabido mucho de la familia que era el objeto de mi investigación. Pese a esto, pregunté que si recordaba el nombre de mi abuelo. No, no me suena, dijo. Al que sí recuerdo es a Alberto, ése sí. ¿Era de él la casa?, pregunté. (Sospechaba que se había

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quedado con la casa de mi abuelo, ya que a mi abuela, por lo que iba sabiendo, no le interesaba conservar nada.) No, contestó, la dueña era Lola Espitia, la esposa de Alberto. Ella fue la heredera; su madre era la dueña de estos terrenos y casas. A Alberto le decían El Pollo, agregó. De seguro era güero, pero no estuve seguro que se refiriera al hermano de mi abuelo; como digo, pudo haber sido el hijo. Por aquello, a la muerte de Emerenciano, Felipa y sus hijos quedaron en la calle, ya no podían pagar más la renta. Ahora, pensé, ¿esa señora Espitia sería pariente de don Doroteo Espitia, el que recordó a mi padre aun después de once años de ausencia? Me asombraba ver cómo, poco a poco, iba armando el rompecabezas; pero, a pesar de que encontraba muchas piezas, siempre me faltaban muchas más

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CIUDAD DE MÉXICO, 2006 1 31 de mayo. Cómo recuerdo que cuando visité a doña Luz Ponce, le pregunté, ¿por qué creía que habían matado a mi abuelo? Por envidia, contestó después de algunos titubeos. Yo había pensado por diferencias políticas; o porque mi abuelo, al aplicar alguna nueva ley, había afectado los intereses del homicida. Pero nunca se me ocurrió que hubiera sido por envidia. Y me pareció lo más exacto. La envidia surgió entre dos miembros del mismo Partido y colegas del Ayuntamiento. No era nada raro. El envidioso anhelaba las cualidades de las que carecía: las ideas liberales, la identificación carrancista, tal vez la atención que podía prestar alguna dama, nunca faltaba, quién sabía si alguna amistad con un personaje de la política. En todo caso, la concisa respuesta de doña Lucita demostraba que sabía lo que yo le preguntaba. Iba a cumplir cien años en agosto próximo y su estado de salud era aceptable. Aquí venía, aquí estaba con mi papá, dijo y señaló el juego de sala de 1910 o 1915 que aún conservaba la familia en esa misma habitación. Fue interesante y hasta divertido que yo tardara en aceptar que doña Luz, la que me había recibido en 1983, era la señora mayor que tenía enfrente. Creo que fue una gran suerte haberla vuelto a ver. Aunque había

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cometido el error de esperar hasta esa última ocasión para hacerle las preguntas que debí haber formulado en la primera. Me pareció, injustamente, que aquella primera vez había sido algo malogrado. Qué pena, me dije, perdí la oportunidad de hablar con doña Luz y con mi padre. Con la ayuda de ambos hubiera reconstruido el escenario y el drama. Como consecuencia, tenía que imaginarlo todo. No sólo yo, creo que perdimos la oportunidad todos. Llega el momento en que la historia es pura imaginación. Una ficción. Ojalá que ésta resulte una novela-verité. Mi padre nunca buscó a doña Luz, aunque la recordaba bien. ¿Por qué? ¿No era capaz de visitar la casa en donde había vivido de niño en 1917? Temía ser rechazado, ignorado. ¿Qué clase de fantasmas habrán acosado a mi padre? ¿O él mismo era un fantasma? Un fantasma que vagó toda su vida en espera de que algo o alguien lo hiciera descansar en paz. No supe entender que me estaba pidiendo que lo hiciera por él. Y no lo hice. Tenía mi atención en otras materias que creía más personales, sin duda más egoístas, el empleo, mis novelas, la familia. Tampoco yo me daba por enterado aún de que mi abuelo era toda mi novela. Tal vez tuve que adquirir toda la experiencia anterior para llegar a esta novela. Si fue así, entonces había empezado a escribirla hacía cuarenta años. 2 Ya no queda con vida ningún protagonista de aquellos hechos de 1917, me dije, excepto la señora Luz: “Ahora soy una vieja, la vejez es fea, ya me veo mal, no me gusta”. Penetro en un mundo de ultratumba, poblado de seres desaparecidos, o que andan en pena por vidas incumplidas, ahora incomprensibles. Y lo son. Casi siempre eso es lo que permanece de las cosas. Sólo espectros. Por fortuna, hoy retomo con renovados bríos a estos fragmentos del pasado, de los muertos, que son otros mundos, otras certezas. ¿Será posible aclarar todas las dudas? O a la mejor el único fantasma de aquella Salvatierra que sigue vagando soy yo y por eso ando rondando el inframundo de los muertos. Merodeo en busca de un poco de sosiego, en busca del camino que me regrese a donde pertenezco, a ese mundo que se

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derrumbó, irremediablemente, hace ochenta y nueve años, pero quizás son más, quizás son ciento noventa y seis años, o aún más, para poder lograr, de este modo, un poco de realidad. Ya no sé qué pensar. De repente me siento de alguna manera como doña Luz. Me parece que perdí algo que no puedo encontrar y que, para colmo, empiezo a olvidar. 3 Tampoco quiero dejar de lado que hace décadas, Salvador Jaramillo, un amigo de la ciudad de Guanajuato, también fallecido, me presentó con un joven poeta -simbólico, decía él-, de nombre Diego Escobedo. Por su tipo me parecía muy guanajuatense. Lo era. Ambos colaborábamos con Salvador, que era el jefe de Teatro de Bellas Artes. Después de este periodo laboral en común, dejamos de vernos muchos años. Me parece que a finales de los noventa, nos encontramos de nuevo en una reunión de profesores de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, en donde él daba una clase de guión de televisión y yo acababa de empezar a dar un curso sobre periodismo y literatura. Pero, había pasado tanto tiempo que no estaba seguro que fuera él. Ya no era el delgadito nervioso que conocí. Había ganado peso y serenidad. Pregunté a un colega su nombre. Y, sí, era el amigo que me había presentado Salvador. En la primera oportunidad me acerqué a saludarlo. Para mi sorpresa me reconoció sin problema. Entonces ¿por qué no me había saludado él? Tal vez tenía razón María Luisa "La China" Mendoza, oriunda de Guanajuato, cuando me dijo que sus paisanos eran conspiradores. Misteriosos, retorcidos, diría yo. Y muy sentidos, diría Pepe. Hablamos brevemente y sería el primero de varios encuentros circunstanciales posteriores. Una vez nos fuimos a un café. Platicamos de cine, televisión y la posibilidad de escribir para este último medio, que es algo que alguna vez pensé como un modus vivendi. Sin un tiempo completo en una universidad, las clases por hora no se pagaban bien. Por eso entonces pensé que había que escribir para televisión. El cine hacía mucho tiempo que había dejado de ser la “industria sin chimeneas” en México. En esa ocasión, como otras, le pregunté acerca

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de su terruño. Y, claro, no tardé mucho en referirme a mi abuelo Emerenciano. Se me quedó mirando cuando dije el nombre de José Ruiz. Pues no vaya a ser mi pariente, dijo sin inmutarse. ¿Por qué dices eso? Porque mi tío abuelo se llamaba así y era de Salvatierra.

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LOS CRISTEROS. MORELIA, 1929 1 Del modo ya narrado, Luis Guzmán desdeñó en términos prácticos su mejor partido. Una mujer joven, que no era bonita, pero tampoco estaba para salir pegando de gritos, y con todo el apoyo financiero de su padre. Pero, según se dejaba notar, Luis carecía de ambiciones y proyectos para el futuro. Por eso, nadie se extrañó cuando empezó a fijarse en otra joven, blanquita, eso sí, con un poco de más gracia, alegre, que gustaba de vestir a la moda -hasta donde lo permitían sus escasas posibilidades-, de bailar en las fiestas familiares, sin olvidar el canto que practicaba con sus primas -estas últimas llegaron a estudiar en serio este arte-, pero tan pobre como él. Dios los cría y ellos se juntan, decía el dicho. Emiliana se llamaba, Emiliana Juárez. Usaba la melena corta a la Bob, y para los días de fiesta, alguna boda, o algunos domingos especiales, vestidos tipo camisero, medias brillantes de seda y zapatos de punta y hebilla al frente. Trabajaba en la Lotería de Morelia. Esos eran buenos tiempos para la joven. Igual que sus primas con las que cantaba, había entrado a estudiar a la Normal, pero su madre, Francisca Zamudio, cuyo marido había desaparecido tiempo atrás, no tenía dinero ni para los útiles escolares a pesar de que trabajaba doce o catorce horas diarias. Así que ella por sí misma decidió

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desertar de la escuela y conseguirse un empleo. Con lo que le pagaban, podía mantener también a su madre. Años antes, había muerto su abuela, Jesús Vázquez. Ésta decía que su marido, Gonzalo Zamudio, era hijo de un francés y, según se entendía en México, europeo sí parecía. Era blanco, rasgos finos, ojos azules y una gran barba nívea que una vez fue negra que le llegaba hasta el pecho. No sabía cómo había estado eso del padre francés, sobre todo por el apellido español. Pero, pudo haber sido hijo de un soldado del ejército de Napoleón III que tuvo algún asentamiento en aquellas tierras michoacanas, cuando la intervención francesa, en 1864-67. Sí, tal vez fue francés, pero también pudo haber sido italiano, austriaco o aun checo o español, ya que había gente de toda Europa en ese ejército. Probablemente, fue un padre de paso. Y el producto de tal paso tuvo que recibir el apellido de la madre. Don Gonzalo murió en 1912 y Jesús, la “mamá grande”, en 1924. A propósito de fallecimientos, la felicidad de Emiliana no iba a durar mucho. A su madre, a la que estaba tan cercana y que era toda su familia, la sorprendió una pulmonía cuata y ya no se repondría. Francisca, Pachita, le decían, murió a pesar de que su hija le llevó médicos, compró medicinas y remedios, además de rezarle a la Virgen de Guadalupe. Era un día frío y airoso de febrero de 1928. Se acabó una vida más de sufrimiento, dijo una vecina. Por lo menos descansó, dijo Emiliana, argumento que no acababa de consolarla. Entonces le prendió una veladora para que la iluminara en su camino al cielo y otra a su padre, para que no se le fuera a ocurrir regresar a buscarla, si vivía aún. No satisfecha aún, fue hasta la Catedral de Morelia, se postró de nuevo ante la Guadalupana, como había visto a su madre y su abuela hacerlo, y le pidió auxilio. De igual manera lo habían hecho millones de mexicanos en todo el territorio nacional, desde que lo hizo el indio Juan Diego, “el más pequeño de tus hijos”, en 1531, en el cerro del Tepeyac. Luego, Emiliana, más sola que nunca, miró a un lado y a otro y encontró a ese muchacho alto, delgado y de perfil como un andaluz, un pretendiente que la asediaba de tiempo atrás, que copiaba versos de

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Amado Nervo y Gustavo Adolfo Bécquer y luego decía que los había escrito para ella. “Peloncita”, le escribía, “aquí te dejo estos versos tristes como una pálida ofrenda de nuestro trémulo amor infinito”. Por esos días, ella recordaba a otro pretendiente que se la aparecía cuando cruzaba la Plaza de Armas de Morelia. Recordaba sus ojos verdes y cejas pobladas, sus brazos velludos, pero Luis fue el más constante, el que estuvo cerca cuando ella más necesitó de un apoyo. Decían que los hombres que se quedaban con las mujeres eran los más tercos. No se supo si éste fue el caso de Luis; pero él fue quien se casó con la peloncita. 2 En 1927, las desavenencias entre la Iglesia católica y el gobierno revolucionario habían tomado visos alarmantes. Sobre todo porque la celosa grey católica no se andaba con medias tazas y el gobierno tampoco. Sin embargo, el clero evadía la responsabilidad de reconocer y patrocinar el movimiento que primero se autodenominó Libertadores, luego Defensores y, finalmente, adoptaron como propio el nombre despectivo con el que los identificaban sus enemigos: Los Cristeros, más espectacular. Esta rebelión estalló en Chalchihuites, Zacatecas, en 1926. Sin jefes visibles, sin teóricos, sin apoyo institucional, el pueblo, la gente, comenzó a organizarse en todo el Bajío, para defender el derecho que consideraban suyo: la libertad religiosa y otras “libertades que de ella emanen”; derechos de los mexicanos para “poder vivir como católicos y que nadie en una república democrática puede poner en tela de juicio”. De raigambre netamente popular, 1927 fue el año de la consolidación de este movimiento. Y ese fue el año, también, de la probada de felicidad para Emiliana. La inestabilidad sufrida en la niñez por un padre violento y luego desaparecido, así como la pobreza en la que se vieron envueltas ella, su madre y su abuela, habían quedado en el pasado, al menos a ese extremo, gracias a su modesto empleo en la Lotería de Morelia. No obstante, para ella que desde muy joven supo, por experiencia propia, que había algunas personas a las que el mundo, o la vida, les daba la espalda, aquella felicidad -no era más que tranquilidad-, no

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podía pasar de ser una probada de miel; en México: atole con el dedo. En plena guerra cristera, de la que la bella Morelia, también una “ciudad colonial”, no estaba exenta, fue cuando su madre enfermó gravemente de los pulmones. En unas cuantas semanas hubo que llevarle al Padre, que llegó de calzón blanco, huaraches y jorongo, a escondidas, ya que estaban cerradas las iglesias y prohibido el libre tránsito de los sacerdotes, sobre todo vestidos con sus sotanas negras hasta el tobillo y una larga fila de botones al frente. Se determinó la fecha para la boda por la iglesia -como debía ser según la costumbre- para el mes de octubre de aquel año. ¿Cómo? Habían preguntado aquí y allá, hasta dar con alguien que supiera darles razón sobre cómo acercarse a la Iglesia que actuaba de manera oculta. Lograda tal cosa, fueron avisados que sería ese mes pero no dijeron el día, ni la hora, ni dónde. No podía saberse. Era secreto de guerra. Todos eran soldados de Cristo; todos estaban en la conspiración cristera. Menos se sabía quién organizaba o dirigía las cosas. Para la vida o la muerte, las peticiones y las decisiones corrían de una persona a otra, de una vecina a otra, de un conocido o pariente, de un amigo o amiga, compadre o comadre, pero ninguno sabía nada en concreto. Ésa era una red perfecta de organización popular, casi como lo que se llamaría años adelante “guerra de guerrillas”. Esto era en Morelia, lo mismo ocurría en San Luis Potosí, en Jalisco, Querétaro, Guanajuato, en todo el Bajío. En Tabasco había desaparecido la práctica católica a sangre y fuego. De este modo secreto llegó el día en el que una vecina del barrio les informó que la ceremonia se llevaría a cabo a las tres de la mañana del viernes que era pasado mañana. Con la advertencia de que no debía enterarse y menos asistir nadie más que los involucrados: el novio, la novia y quien entregaría a la novia. Era todo. Les dieron una dirección que se ubicaba por el acueducto, en el otro lado de la ciudad. No se sabía ni debía saberse quién vivía allí. Tal vez podía averiguarse, pero de ningún modo era recomendable y ellos se sometían a leyes no escritas. Y tampoco importaba; de ser descubiertos siempre lo negarían. Así que tuvieron que apresurar los preparativos que, como era de suponer, eran los indispensables. Emiliana había conseguido un vestido que,

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comprensiblemente, no era el tradicional de novia, largo, con velo más largo, carísimo además, sino uno de coctel, o de calle, que era más barato y llamaba menos la atención, pero eso sí, blanco, porque Emiliana cumplía con los requisitos necesarios para una boda religiosa, era virgen, católica, hija y nieta de católicos, con todos los sacramentos recibidos: bautizo, confirmación, primera comunión y ahora cumpliría con el del matrimonio. El novio, Luis Guzmán, además de haber cubierto el costo del vestido, le regaló un velo blanco, precioso, dijo ella, para la ceremonia. 3 La noche de aquel viernes de octubre, salió Emiliana de su domicilio, en la calle de Padre Lloreda, cuando todavía quedaba a las orillas de la ciudad. Llevaba un abrigo ligero, que le llegaba abajito de la rodilla, como su vestido blanco, y un sombrero redondeado, sin alas, que ocultaba la melena corta y las orejas, casi le llegaba hasta las cejas, de moda por esos días. Iba acompañada de su primo Luis Zamudio -casi su hermano, crecieron juntos- y en la esquina los esperaba otro Luis, sólo que Guzmán, el novio, acompañado de su madre, Felipa, que tenía la cabeza y medio cuerpo cubiertos con un rebozo de Santa María, nuevo, satinado, reluciente a la luz de la luna. Ambas mujeres estrenaban prendas para la ocasión. Estaban de fiesta. No todos los días se casa la gente, dijo doña Felipa, que hacía mucho no estrenaba ni rebozo ni nada. ¡Y es una sola vez en la vida!, agregó. Los hombres iban de traje, camisa blanca de cuello almidonado y corbatas a rayas o rombitos; el novio llevaba un abrigo en el brazo, que se puso cuando empezaron a encaminarse hacia la dirección de la cita. Como era una noche oscura, no se distinguía si sus ropas eran grises, azul marino, cafés o negras. De carácter alegre, como se ha dicho, a Emiliana le gustaba, además de cantar, pasear en el campo, caminar por las calles y las plazas virreinales de Morelia, platicar con su madre, con las amigas, sólo que el mundo que le tocó vivir no ayudaba mucho. Tal vez por esto último, vivía un tanto controlada para no decir reprimida. Muchos años después, cada vez que, en alguna celebración casera, tomaba un

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anicito, le daba por llorar inconsolablemente. Se acordaba de su mamá y de su mamá grande, de sus hermanitos y de alguna otra cosa. No faltaba. Después se calmaba y empezaba a cantar canciones que aprendió cuando era niña y otras de muchacha. “Collar de perlas”: ”Yo quiero hacerte con mis lágrimas un collar de perlas...”; ”Flores negras”, “Consentida”; “Peregrina”; “Un viejo amor”; “Un rosal enfermo”, “Mis noches sin ti”; “Canción mixteca”: “...y al verme tan sola y triste, cual hoja al viento, quisiera llorar, quisiera morir, de sentimiento. Oh, tierra del sol, suspiro por verte, ahora que lejos, yo vivo, sin luz, sin amor... Qué lejos estoy del pueblo, donde he nacido...”. Así vivió, lejos de su Morelia y de lo poquito que era suyo, pero qué le iba a hacer. Vivió desarraigada la mayor parte de su vida, lo que ya era doloroso. Decían que cantaba bonito, aunque lo hacía como Dios le daba a entender. Pero era aficionada y no se hacía del rogar cuando le pedían que cantara en las fiestas; además lo hacía en casa, mientras trabajaba o, de acuerdo con el lugar común, cuando se bañaba. De alguna manera era fuerte. Tuvo que haberlo sido para resistir las circunstancias en las que vivió desde niña. Una vez vio que su padre golpeaba a su madre. Ella, pequeña, se metió entre ellos para defenderla. A partir de ese momento se estrechó aún más la relación entre la madre y la hija; entonces supo que no quería a su padre, al contrario, cada vez eran más distantes, además vivía poco con la familia. No le tenía miedo sino pavor. Él se llamaba Marcelino Juárez. Y era maestro de carpintería y herrería en la Escuela de Artes y Oficios de Morelia. Era un hombre recio, blanco, coloradoso, ojos entre cafés y verdes y gustaba de vestir ropas charras, sombrero ancho, aunque también vestía, sin gracia, traje, corbata y sombrero de calle. Se decía que su padre, Tranquilino Juárez, también herrero, había fundido la campana principal de la catedral de Morelia, llamada María Santísima o Purísima. Pero ni tan Tranquilino, tuvo unas cuatro o cinco esposas con sus respectivos hijos. Dos se le murieron. Eso sí, las tuvo una después de la otra, no todas juntas. De lo malo, lo bueno fue que, según Emiliana, un día Marcelino desapareció; ya no se supo más de él, hasta que alguien de su familia le

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dijo a Francisca que andaba de revolucionario, que se había integrado a las huestes de Emiliano Zapata. Por ese tiempo se murieron los hermanitos de Emiliana. Primero el más pequeño, de unas diarreas imparables; luego el mayorcito, por una anemia que lo fue llevando a la muerte poco a poco. No había para médicos ni para alimentarse como era debido; tampoco había médicos ni alimentos. Al final, la desaparición definitiva de Marcelino. Se quedaron solas la madre, Francisca, la mamá grande, Jesucita, y ella. Tres mujeres; tres generaciones. Una misma soledad. 4 La mamá grande era de Santa Clara del Cobre. Por eso ella y Francisca conocieron al popular Pito Pérez. Le decían Pito porque, cuando era chamaco, siempre andaba tocando un pito o flauta de carrizo, que él mismo hacía. Eran vecinos de ese pueblo. Emiliana también lo llegó a ver, pero ya viejo, en las calles de Morelia de aquellos lejanos días; se lo veía pasar con dos grandes canastas, una de cada brazo, en tanto anunciaba a voces su mercancía. Gran parte de su peculiaridad radicaba en la manera como la anunciaba. Además de los gritos, de las canastas colgaban las cintas de colores que vendía, entre agujas, alfileres, imperdibles, botones, un poco en secreto medias y ropa interior para mujeres, como calzones, corpiños... De su sombrero colgaban a veces cintas de colores, otras cascabeles, que también vendía, igual que algunos prendedores u otros adornos femeninos que exhibía en la chaqueta, como medallas de guerra. A su paso, por lo estrafalario y por los gritos que pegaba, salían los perros de las casas a ladrarle y hasta a perseguirlo. Era un escándalo su andar. Cuando pasaba por la casa de Padre Lloreda, salía el perro de la mamá grande a ladrarle y él levantaba piedras de la calle para arrojárselas. Inevitablemente salía aquélla y le reclamaba que aventara piedras a su perro. Pues amárralo, Chuchita, le decía Pito Pérez, si no quieres que le aviente piedras, que no salga a ladrarme; qué tal si me muerde, ¿tú no me vas a pagar la curación, verdad? Además, corrían chismes alrededor de él, como que dormía no con un cadáver sino con un esqueleto, que

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había sido de su querida; que improvisaba versos cuando andaba de borrachín, que era casi diario. Se habían conocido desde chiquillos, hacía tantos años que ambos habían visto a los zuavos, los soldados franceses de infantería, con sus pantalones rojos bombachos y chaquetas cortas azul marino, alguna vez que anduvieron por el rumbo de Michoacán, en espera del siguiente movimiento en defensa de Maximiliano, archiduque de Austria y Emperador de México. Al final de la aventura de Napoleón III, el ejército francés se retiró a veces acosado por las fuerzas republicanas. Algunos soldados de aquéllos se detenían un instante a enterrar algo de valor en un lugar estratégico y luego retomaban la marcha, al menos era lo que decía la gente, era lo que contaba la mamá grande, doña Chuchita. 5 Entonces la noche de viernes de octubre, con una tenue luz de luna que volvía más misteriosas las calles virreinales de Morelia, Emiliana y Luis, con sus dos acompañantes, se encaminaron en silencio y separados de dos en dos hacia la dirección que les habían indicado. Luis, de corbata y abrigo, no revelaba su vida doméstica. Doña Felipa decía que dormía en un camastro de colchón de sacate, era común, sólo que a éste se le salía el relleno por una esquina; y su cobija tenía remiendos que en partes parecía trou-trou. Con ésta solía cubrirse de pies a cabeza y de ese modo se aislaba y dormía, roncaba, a pierna suelta. Algunas veces, cuando paseaba con sus amigos, como Arnulfo Gómez, por la Plaza de Armas, se metían un periódico doblado en la bolsa de atrás del pantalón, para que, cubiertos por el saco, quien los viera creyera que portaban pistola. Otras veces, cuando llevó o acompañó a Emiliana a un baile, invitaba a este Arnulfo, que era tanto bailador de fiestas y salones familiares, como de tugurios de mala muerte, para que sólo él la sacara a bailar, ya que Luis no levantaba los pies ni a balazos. A las dos y cuarentaicinco de la madrugada, pasaron frente al acueducto que, por efecto de la oscuridad, parecía el espectro de un animal gigante. No tardaron mucho tiempo en llegar a la casa de la cita. Emiliana se sorprendió al verla a oscuras y en completo silencio; se

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sorprendió también de no haberla visto nunca; creyó que no había pasado por esa calle, a pesar de que caminaba tanto con sus amigas por todas partes de la ciudad. Salieron, o están dormidos, ¿qué vamos a hacer? -dijo compungida. No, espérate tantito –aclaró Zamudio. A pesar de que hablaban bajito, el perro de una casa cercana empezó a ladrar, luego le siguieron los de las casas contiguas. Ante esta orquestación canina, empezaron a ponerse nerviosos. Zamudio, que parecía el guía, tocó con la manija de aro de acero en la pesada puerta. ¿Quién es? –escucharon apenas del otro lado de la puerta. Venimos a ver al niño -contestó Zamudio de manera inusitada. Emiliana nomás se lo quedó viendo. Así hay que decir -agregó su primo en voz más baja aún. Emiliana empezó a temblar, así haya sido por el fresco de la noche o por lo misterioso de la situación. Entonces se abrió la puerta de madera. En el interior los esperaban unas personas que jamás habían visto; una de ellas con un candelabro de tres velas encendidas. Los rostros de los anfitriones, mal iluminados por las llamas temblorosas, parecían de ultratumba. Emiliana casi gritó. (Después contaría que creyó que era una escena de una película de brujas y diablos; o de una historia sobrenatural propia de las leyendas de las calles de la antigua Valladolid.) Pero no tuvo tiempo de hacerlo, porque los anfitriones, sin decir palabra más allá de los saludos, los hicieron pasar al interior de la casa. Cerraron la puerta y la cruzaron con una gruesa tranca. ¿Quiénes son los novios? -dijo la señora del candelabro. Soy su servidor -dijo Luis. La señora lo miró interrogante y él agregó: Luis Guzmán. ¿Y la señorita? Emiliana Juárez, mucho gusto señora -dijo la aludida. En seguida Luis presentó a su madre y al primo de la novia. La señora, vestida de negro, sonrió a cada uno de los recién llegados en son de saludo. Sean bienvenidos a esta casa del Señor. Yo soy la señora Toña y ellos mis hermanos. Somos sus anfitriones y los esperábamos. Pasen por aquí, hagan el favor -y les hizo una señal para que la siguieran.

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Sus acompañantes, un hombre fornido y otra señora sólo miraban lo que ocurría. Había otro hombre, que apenas se dejó ver, al fondo, cubierto con un gabán de campo y que no participó en el recibimiento. El grupo caminó en silencio por un patio interior y llegaron a la puerta de una habitación. El hombre fornido la abrió solícito y, aunque estaba a oscuras -salvo la lucecilla de una veladora-, entró el grupo uno a uno. Era un salón amplio, con muchos muebles y objetos. La mujer que llevaba el candelabro encendió otros dos con la llama de una de sus velas. La habitación se iluminó. Sobresalía un pequeño altar que estaba instalado en el centro de una de las paredes con un Cristo crucificado y una imagen enmarcada de la Virgen de Guadalupe, de casi un metro de altura y la veladora encendida que habían visto desde la entrada. Además, una mesa de madera tallada en los filos y en las patas, unas sillas del mismo tipo, un juego de sala que quería parecer antiguo. También podían verse varias mesitas y esquineros con adornos caseros de poco valor; una vitrina alta con una vajilla y otra con objetos y muñecos de porcelana comunes; retratos enmarcados en las paredes, una marina grande, un gran espejo circular de pared de marco dorado, unas lámparas eléctricas de mesa apagadas. En el piso se notaba una alfombra con un dibujo geométrico repetido en rojo y negro. Dos grandes ventanas que tenían echadas las cortinas pesadas. De cualquier modo, la habitación parecía que no daba a la calle, así que el peligro de que los vecinos notaran la luz de las velas era escaso. Siéntense por favor. Ahorita viene el Padre, no debe tardar -dijo la señora Toña, que era la única que hablaba, y luego se retiraron los anfitriones. Los recién llegados se sentaron a esperar. Emiliana lo hizo casi en la orilla, con las piernas muy juntas. Se miraban unos a otros, o miraban el mobiliario, un adornito, las llamas de las velas, el señor bigotudo o una señora encopetada de los retratos. Ninguno se atrevía a romper el silencio. De pronto, oyeron a lo lejos el trote de un caballo. Ahí viene, dijo Zamudio. Pero el jinete se siguió de largo. No era. Después del suspiro de una de las mujeres, se oyó el aldabonazo en la puerta de la casa. Sí era. El silencio. Luego el ruido de la tranca. Algunas voces apagadas. Poco después apareció en el vano de la puerta un hombre no

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muy alto, panzón y vestido de charro, sin perdonar el sombrero ancho y el zarape de Moroleón. Detrás venían las personas anfitrionas. Las visitas, en un movimiento de conjunto, se pusieron de pie. Bendito sea Dios y los hombres de buena voluntad -dijo el recién llegado y se quitó el sombrero de ala ancha que recibió la señora Toña. Cuando se quitó la chaquetilla corta, de manera increíble, calló la sotana negra que le cubrió los pantalones de tubo, a rayas y con aletilla a los costados, como los que usaban los vaqueros de los ranchos. Alabado sea el Señor -dijo Felipa. Buenas noches, Padre -dijeron Emiliana y su primo. ¿La novia? -dijo el sacerdote, que sólo se le veían los botines de ranchero debajo de la sotana. Emiliana, que ya se había quitado el sombrerito y cubierto con el velo blanco, dio un paso adelante y le tomó la mano al sacerdote para hacer ademán de besársela. El velo enmarcaba su rostro de tez blanca, rasgos menudos, el pelo negro y era una bonita imagen. ¿El novio? Luis Guzmán dijo de manera inadecuada para estos casos, a la mejor por la herencia no vista de su padre liberal. Sí, señor. Servidor. El sacerdote sólo lo miró. Acérquense a la mesa, tengan la bondad. La señora Toña, que había salido del salón, regresó con algunas cosas en las manos, necesarias para la ceremonia. Con diligencia, cubrió la mesa con un mantel blanco, duro de almidón, que le dio el hombre fornido y encima puso las cosas sagradas. Y ésta se convirtió en la mesa del altar sobre la que colocó dos de los candelabros. Al final, extrajo de una bolsa de tela blanca, también almidonada, el copón que contenía las hostias; una copa dorada y una pequeña botella de vidrio oscuro: el vino de consagrar, muy complicado de conseguir por esos días. El sacerdote tomó su lugar y besó el improvisado altar. Luego dijo, abriendo los brazos. Ave María.

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Sin pecado concebida -dijeron los demás, menos Luis, aunque movió los labios. Los novios al centro, los parientes de los novios a los lados, si me hacen el favor. Debajo de la sotana sacó la estola sagrada, la besó y se la puso alrededor del cuello, sobre los hombros. Empezó a decir la misa en latín, de frente al altar y de espaldas a los reunidos. La pequeña concurrencia daba muestras de alguna turbación, los hombres, y de enternecimiento las mujeres -Felipa y Emiliana no evitaron algunas lágrimas-, en parte por el privilegio de recibir una misa privada, pero también por el hecho de participar en un acto, en ese momento, fuera de la ley. La señora Toña (nunca dijo su nombre real) leyó un breve pasaje del evangelio que hacía alusión a la persecución de los cristianos. Fue una misa de corta duración. Treinta minutos después de iniciada, el sacerdote preguntaba en español: ¿Aceptas a Emiliana como tu esposa? Sí, acepto. ¿Aceptas a Luis como tu esposo? Sí, Padre. A una señal del sacerdote, Luis extrajo de la bolsa del saco los anillos, unas sencillas argollas de plata, que brillaron a la luz de las velas y, según se lo indicaron, puso una en el dedo anular de Emiliana. Llegó el momento en que aquél dijo: Y lo que Dios une, no lo separe el hombre. El sacerdote dedicó algunas palabras acerca del compromiso de una familia católica y deseó una larga vida de dichosa paz al nuevo matrimonio. Luego tomó una hostia y la consagró; la mostró a los presentes. En ese instante grave de la misa, Luis sintió un escalofrío al pensar en su padre. ¿Habría aprobado su matrimonio? ¿Qué diría del curso que había tomado su vida? ¿Lo estaría acompañando en esta ceremonia, él, que criticaba a la Iglesia y a sus representantes? Pensó que sí lo acompañaría y se sintió satisfecho. El matrimonio era un acto crucial en la vida de un hombre y de una mujer sobre todas las diferencias de opinión. Felipa, a su vez, dejó caer

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otras lágrimas al recordar su propio matrimonio, a plena luz del día y con la asistencia de su familia -y dos o tres de la de él- y amigos de ambas. En contra de las predicciones y a su manera, ella había sido feliz hasta el día negro del asesinato. Mientras que a Emiliana la volvió a sacudir la emoción al recordar a su mamá Pachita. Qué contenta estaría de verla en ese trance. Recordó a su mamá grande y a su abuelo Gonzalo. Su padre, revolucionario zapatista, pasó como un ventarrón, a pesar de la imagen de la virgen de Guadalupe que traía en el pecho. Zamudio no pensaba nada en particular, salvo en lo delicado de participar en una misa secreta y en que pronto él también daría ese paso. El sacerdote comulgó él mismo; luego bebió el vino. Con una servilleta blanca, limpia y planchada, secó la copa dorada y procedió a darles la comunión a los presentes. Luis tenía dudas acerca de los misterios de la religión, influido por el recuerdo de su padre, pero era respetuoso tanto de aquella como de las formas. Por lo tanto, trataba de no hacer algo inapropiado. Una vez concluida la ceremonia, y a pesar de las circunstancias, el sacerdote improvisó unas palabras: Queridos hermanos, estamos pasando por momentos muy difíciles para nuestra sagrada religión. Pero la Verdad prevalecerá sobre la confusión, como siempre ha ocurrido. La luz se impondrá a la oscuridad. La ley de Cristo sobre la arbitrariedad de los hombres. Cristo murió en la cruz por nosotros y nosotros debemos corresponder con el mismo valor y entrega por él. Los primeros cristianos estaban dispuesto a morir por el legado de Cristo. Cantaban loas a Dios antes de ser devorados por los leones. Ahora, en nuestro amado México, nos quieren silenciar, pero, nosotros vamos a seguir dando pruebas de entereza y de amor a Cristo y a nuestra bendita religión, que ha sobrevivido a peores cismas durante toda su historia, que se prolonga desde casi dos mil años atrás. Satanás ha perdido todas las batallas en contra de la Verdad de Cristo. Y seguirá siendo derrotado por lo siglos de los siglos, como lo demuestra esta ceremonia que sella el amor a la vida, que es la Verdad y la esperanza, por medio del sacramento del matrimonio. “Tómense de las manos y recemos juntos por nuestros queridos hermanos que están en peligro -continuó el sacerdote-, por los que han

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caído y serán bendecidos cuando lleguen a la diestra del Señor. Y también por este matrimonio que pese a todas las amenazas en contra se ha llevado a cabo para garantizar el porvenir del reino del Señor aquí en la Tierra. Recemos juntos (dicho esto levantó la mirada y las manos abiertas que mantuvo a los lados. Felipa, Emiliana y los anfitriones de la casa lo imitaron; Luis y Zamudio, indecisos, hacían algo parecido, mientras el primero movía los labios para que creyeran que rezaba): 'Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, aquí en la Tierra como en el Cielo, bendito es el fruto de tu vientre, Jesús...'” Al término de esta oración, el sacerdote procedió a darles la bendición a los presentes, y Luis tuvo que recordar con algo de estupor las únicas palabras que recordaba del catecismo en el Saleciano: In nómine Patris, et Fílii, et Spíritus Sancti. Amén, corearon todos. En seguida, la señora Toña trajo un libro parecido a los contables, en el que el nuevo matrimonio firmó el acta de su indisoluble compromiso. Pese al ambiente de guerra civil, de encono del gobierno contra la iglesia católica, y de ésta en contra de aquél y ciertas leyes, que imperaba en Morelia, como en todo el Bajío, estaban casados ante la ley de Dios, que era la que valía para los allí reunidos. No se ignoraba que los matrimonios debían hacerse en la oficina del Registro Civil, como el registro del nacimiento de un niño, la muerte de un ciudadano, etcétera, que ya debía saberse desde los gobiernos de Juárez, pero, para la gran mayoría de la población del país, la ley que primero se tomaba en cuenta era la de la Iglesia católica. Precisamente, disposiciones como éstas del registro civil eran avaladas por la Constitución que defendió Emerenciano Guzmán antes y después de su promulgación, el 5 de febrero de 1917. Pero, eso había quedado muy atrás. Por momentos, a Luis y a su madre, Felipa, les parecía que lo de Salvatierra era una antiquísima historia contada por un desconocido, un alterado de sus facultades mentales. Sin embargo, no disimulaban la confusión cuando se percataban de que les seguía afectando en lo más profundo. Por este motivo, a ella no le gustaba hablar al respecto. Algo que, casi estaban olvidando, les calaba muy hondo en cualquier momento: surgía un detalle, una reminiscencia, con toda la crueldad de aquel suceso.

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Una vez concluida la ceremonia, Luis se atrevió a ofrecer unas monedas al sacerdote. Éste desvió la mirada, después la regresó a las monedas, las tomó con un gesto de agradecimiento y las introdujo en el interior de su cinturón de víbora: por su forma larga y con espacio para guardarlas. El sacerdote volvió a desear felicidades, siempre en el seno de la Santa Madre Iglesia, aclaró, al nuevo matrimonio. Luego, salió de la habitación; allí esperó un poco, mientras se arremangaba la sotana y se la sostenía alrededor de la cintura (por eso daba la impresión de ser más gordo), se puso la chaquetilla de charro, el sombrero ancho y sin más se dirigió a la salida, acompañado por la diligente señora Toña. Al rato se oyó que abrieron y luego cerraron la puerta que daba a la calle. En seguida los pasos apagados de la mujer. El nuevo matrimonio y sus testigos esperaban de pie y en silencio. Cuando mucho se hacían algunas señas para decirse que había que esperar la llegada de la anfitriona antes de emprender ellos también la retirada. Aquella entró sonriente y también los felicitó. Le dieron las gracias más calurosas y Zamudio preguntó si se debía algo. La señora, mientras les extendía una constancia del matrimonio firmada por el sacerdote, recordó que los gastos con ella estaban saldados desde el arreglo inicial. Y agregó, nosotros somos católicos y lo hacemos por amor a Cristo, a la Virgen Santísima y a México. Todos parecieron estar de acuerdo, y en esta armonía se dispusieron a salir para no seguir comprometiendo a la familia, o a los anfitriones, quienes hayan sido, y a ellos mismos. La señora Toña guardó el copón con el resto de las hostias en la bolsa de tela almidonada y se la llevó con ella; antes de salir de la habitación, apagó la veladora, las velas, excepto la del principio. Los encaminó a la salida con el candelabro de tres velas en la mano, seguida del hombre fornido. Éste abrió la puerta, los visitantes salieron en silencio y detrás de ellos la cerró. Emiliana se volvió a mirar la casa donde se habían casado: se veía familiar, cerrada, a oscuras, ajena, como si nada hubiera pasado, como si ellos nunca hubieran estado dentro. El grupo quedó a solas en la calle oscura y callada. Eran casi las cuatro de la madrugada. Entonces sí resintieron el frío. Emiliana abotonó su abrigo y volvió a mirar atrás. Luis la imitó. Por lo demás, les

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habían recomendado que para seguridad de todos los concurrentes a la ceremonia, debían olvidarse de la dirección de esa casa y de las personas que los recibieran, y, en efecto, nunca los volvieron a ver -a la mejor ni eran de Morelia. 6 Algunos años después de haberse casado, en 1934, Emiliana vería asombrada una manifestación en contra de su sagrada religión católica y su Iglesia en las calles principales de Morelia. Como una secuela de la guerra cristera, los manifestantes, algunos disfrazados de cura con cuernos de diablo, después de que uno gritaba el nombre de algún personaje eclesiástico, los otros coreaban, ¡líbranos Señor!, ¡de los curas!, ¡líbranos señor!, entre otras consignas y burlas. La columna se dirigió hacia el Seminario Tridentino (según el libro Mi ciudad y yo, de Alfonso García y Álvarez) , situado a tres cuadras de la catedral, por donde se hallaba la iglesia del Carmen. Uno de los profesores de ese recinto dijo que se trataba de los “nicolaítas” de la Universidad de Morelia; otro dijo que eran los Camisas Rojas de Garrido Canabal. (Un grupo de golpeadores que operaba principalmente en Tabasco, violadores de domicilios, destructores de imágenes religiosas, que perseguían a bebedores, católicos, sacerdotes y a antigarridistas. En aquel mismo año, estos Camisas Rojas -como los Camisas Negras de Benito Mussolini- esperaron a que salieran los católicos de una misa, en la parroquia de San Juan Bautista, en Coyoacán, Distrito Federal, y les dispararon a quemaropa. Por la prensa se supo que cayeron muertos cinco y heridos otros treinta.) Quienes hayan sido, una turba se detuvo ante el edificio virreinal del Seminario y a pedradas rompieron los cristales de las ventanas. Forzaron el portón y entraron haciendo destrozos a su paso, golpeando a quien tuviera la desgracia de cruzarse en su camino. De ese modo recorrieron el edificio y llegaron hasta la capilla del colegio, donde habían sido encerrados los niños (entre ellos el autor citado, que era menor que los otros), para su protección. Los chamacos, que se habían aterrorizado desde que oyeron a lo lejos los insultos en contra de su religión y de personajes que conocían,

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sollozaban y temblaban de miedo. A aventones e insultos los sacaron a la calle. Una vez expulsados de la seguridad del Seminario Tridentino, vagaron en pequeños grupos por las calles morelianas, lloraban a gritos y no sabían a dónde ir ni menos qué hacer. Aunque muchos morelianos no se atrevieron a ayudarlos por temor a ser agredidos ellos mismos, no faltó quién, al paso de estos niños, abriera alguna puerta para introducirlos de un jalón y brindarles auxilio.

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¡VIVA EMERENCIANO GUZMÁN! SALVATIERRA 1917 1 Cuando llevaron el cuerpo de Emerenciano Guzmán al Panteón Municipal, el cielo se nubló de pronto y anunció lluvia. Por fortuna, no pasó de ahí. Los dolientes y simpatizantes de la víctima, que no eran pocos, le dieron el último adiós sin mojarse. La viuda, como era natural, estaba inconsolable. Sus hijos mostraban más cara de asustados que otra cosa. No acababan de entender qué había pasado. Y si se profundizara, se vería que ni en ese momento ni nunca lo entendieron ni lo aceptaron. Los acompañaban los padres de la viuda. También estaban Alberto, el hermano de Emerenciano, y su familia, a pesar de que no sostenían la mejor de las relaciones entre ellos. Y todo por la ideología revolucionaria del segundo; en eso no tenían muchos puntos en común. Además, estaba el tipo étnico de Felipa. La familia nunca admitió del todo que Emerenciano se casara con una mestiza morena. Curiosamente, se resistían más las mujeres, la madre, doña Abrahamcita, y la esposa de Alberto, Lola Espitia, probable pariente de Doroteo Espitia. No les acababa de gustar Felipa. Aunque reconocían que era una buena católica y muy dedicada a su hogar. Respecto a la ideología revolucionaria de Emerenciano, Alberto nunca aprobó su manera de pensar, en especial su militancia. Por eso

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creyó, y una vez se atrevió a decírselo, que iba a terminar mal. Lamentablemente, no se equivocó. Se estremecía nada más de pensar que casi había pronosticado la muerte violenta de que fue víctima. En el fondo estaba sentido (como buen guanajuatense) por estas actividades públicas de su hermano, que lo habían llevado a rozarse y a ser incluso uno de los revolucionarios, que en su opinión eran una bola de descreídos que habían arrastrado al país a la guerra civil, al caos, al hambre, abusos como violaciones y robo de mujeres, el saqueo e incendio de propiedades privadas, a las levas que se llevaban por la fuerza al campo de batalla a los jóvenes pacíficos, a asesinatos, como el del mismo Emerenciano. No le hubiera extrañado siquiera haber descubierto que hasta en pasos de la masonería atea andaba. Algunos aseguraban que los masones efectuaban ritos satánicos en secreto. Y así tenía que haber terminado. A ver ahora quién iba a ver por su viuda y sus cinco hijos, todos menores de edad. Él no se iba a echar esa soga al cuello. Como comerciante mantenía una más o menos cómoda situación para su familia, pero no tenía más. Había que recordar que la madre de Lola, su esposa, era la dueña de la casa que habitaba. Pagaba renta. No, no podía aceptar el compromiso de los hijos de su hermano que, por cierto, era el menor de la familia. Prefería permanecer sin problemas. Si el país se estaba derrumbando por la guerra civil, él se mantenía al margen: cuidando sus operaciones de compra y venta cuando no las interrumpían los mentados revolucionarios- de la fruta propia de los huertos de Salvatierra: cacahuate, pera, membrillo y guayaba, en otras partes de la región. Eso sí, no era raro verlo con un coñaquito en las manos, pero no le hacía el feo a un caballito de charanda de Morelia, de aguardiente de Moroleón, o una cervecita. Su cigarro de tabaco oscuro tampoco le faltaba. Él no era de los que se complicaban la vida, como su hermano, que le gustaba andar de redentor y así terminó: crucificado. Tenía que ser. A las cosas había que llamarlas por su nombre, y así estaban. ¿Para qué nos hacemos tarugos?, dijo.

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2 Cuando levantaban el ataúd de pino para introducirlo en la tumba recién cavada, un hombre gritó: ¡Viva la Revolución!, y otro lo secundó: ¡Viva el Partido Liberal y viva la Constitución! ¡Viva Carranza y viva México! ¡Viva Emerenciano Guzmán! Alberto escuchaba los vivas y observaba cómo sepultaban a su hermano, cogido del brazo de su madre que se cubría la cabeza con un sombrerito decimonónico y un velo negro que protegía la piel blanca de la cara, que de repente se le había arrugado mucho más, y sus ojos azules ya deslavados. Se asombraba del gentío y de la gritería. Se le vino a la mente que tampoco le perdonaba a su hermano esa popularidad y esa admiración que algunos le profesaban. Veía a la multitud de rancheros, algunos hasta vestidos de manta y sombrerote de palma, huaraches y morral al hombro; así como los vecinos, amigos y colegas de la política de Emerenciano, varios ataviados de catrines. Pero, no lo podía creer. Por si fuera poco, reconoció a algunos de Moroleón y de Morelia, que se habían dado cita para despedirlo. Alberto ya se sentía engentado, por eso pensaba ya en las copitas de las que iba a dar cuenta apenas saliera de ese compromiso familiar.

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CIUDAD DE MÉXICO, 2006. 1 El 4 de junio de ese año, ocho días después de mi regreso de Salvatierra y Moroleón, telefoneé a Irma, una de mis hermanas, para platicarle grosso modo la extraordinaria experiencia que acababa de tener y, también, para pedirle prestada la única fotografía de mi abuelo que existía. Le pedí el original para hacerle algunas copias. Me hizo esperar al teléfono y cuando regresó dijo que no tenía la foto original, sólo la copia que era la que yo conocía. Lamentamos tal hecho. Pensamos que alguien se había quedado con ella, pero ¿quién pudo hacerlo? Alguna de mis otras hermanas. Incluso yo pensé, sin decírselo, que ella misma me la estaba ocultando para no prestármela. Y ella me preguntó, como no queriendo la cosa, ¿no te la habrás llevado tú y te estás haciendo pato? Esto no tenía sentido. Si la hubiera tenido, ¿para qué pedírsela? Luego hablé con otra de las hermanas mayores, Amelia y, ya lo sabía, tampoco tenía fotografía alguna del abuelo. Lo bueno de hablar con ella fue que salió a colación Lucha, la señora del tío Baltasar y dos de los hijos que éste tuvo con su primera mujer. Lucha había vivido con él cincuenta años, hasta su muerte a los noventa y tantos. Amelia me dio los números de teléfono correspondientes, después de que me hizo platicarle a grandes rasgos lo que había investigado en Salvatierra. La respuesta de Amelia, como Irma, ante lo que les contaba fue un silencio de asombro. Con todo, me dio la impresión de que no creían nada de lo

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que les decía, pero tampoco se atrevían a dudarlo en voz alta. Como se trataba de una historia muy atractiva, era mucho pasado para la familia: Los pobres no tenían ni pasado. Supongo que seguía vigente nuestra pésima costumbre familiar de minimizarnos, de creernos indignos de formar parte de una historia, sobre todo si ésta se mostraba interesante. Así como no creían a mi padre cuando decía que su abuela era italiana, tampoco, estaba seguro, me creyeron lo que les decía acerca del abuelo Emerenciano, Salvatierra y Moroleón. Esa misma mañana, después de mi llamada a Amelia, marqué el número de Lucha. Además ya existía el antecedente de que yo le había pedido que me hablara acerca de lo que le había comentado Baltasar sobre el abuelo. Recordé que la última vez que platiqué con ella fue también por teléfono, cuando todavía Baltasar seguía con vida, aunque, como decía ella un tanto jocosa, estaba más para allá que para acá. En aquella ocasión me contestó con la respiración agitada y dijo que estaba muy ocupada. En ese momento Baltasar tomaba un baño, dijo, y ella tenía que “sacarlo”, supuse: como si hubiera sido un niño pequeño. Ante eso ya no insistí. Hasta entonces. Esta nueva ocasión, la percibí mucho más serena y dispuesta a hablar. Pregunté cómo estaba. Me dijo que bien, que se estaba mudando a un departamentito más chico. Fui directo a la pregunta acerca de la foto del abuelo Emerenciano. Me aclaró que no era una sino dos las fotografías. Pero que a la muerte de Baltasar, se las había entregado a Ernestina, la hija de aquél, porque ella para qué las quería. Mala suerte, con Lucha se me hubieran facilitado las cosas. A Ernestina sólo la recordaba de una lejana vez que fue a la casa, cuando yo tenía unos cinco años. Desde entonces nunca más volví a verla; a sus hermanos no los conocí, excepto Rodolfo, que algunas veces acompañó a su padre cuando éste iba a mi casa. Para aprovechar la comunicación con Lucha, decidí hacerle preguntas sin mayor preparación. Me advirtió que Baltasar nunca había hablado sobre el tema ni ella tampoco preguntaba, pero que algunas veces, en la plática, se le salía algo a él y eso era lo que podría recordar y contarme. Se

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lo agradecí. Me confirmó que tampoco habló nunca del padre de Emerenciano, Luis Guzmán, por lo que pude deducir que ni él ni mi padre lo conocieron. Sólo hablaban de su abuela Abrahamcita. Dije lo que afirmaba mi padre de ella. No, era española, atajó Lucha. En todo caso era de familia criolla. Pero del bisabuelo, no se sabía más. Otro misterio. 2 ¿Cuándo emigraron de Moroleón a Salvatierra? No sabía. ¿Qué hacía, en que trabajaba el bisabuelo Luis Guzmán? Mi padre decía que Emerenciano y él eran comerciantes, dije. Pero, ¿qué compraba, qué vendía, tenía una tienda? Entonces Lucha afirmó que eran dueños de una hacienda. Pero, ¿cómo? Eso me sorprendió. ¿Por qué emigraron entonces? ¿Qué pasó con la hacienda, cómo terminó su patrimonio? Como se ha visto, Emerenciano no era rico, vivía de la tienda que instaló a un lado de Capuchinas y de sus empleos en el Ayuntamiento. Era emprendedor, pensaba yo, como mucha gente del Moroleón de esos años. Como los españoles que llegaron a hacer la América, a levantar comercios, a comprar y a vender, a sembrar y cosechar, a tener ganado, pero también a fundar pueblos, ciudades, cruces de caminos, a hacerse de fortuna, naturalmente, a eso vinieron, pero casi siempre se quedaban y fundaban familias, comunidades. Así se hizo La Congregación; así se creó y así se desarrolló este país. 3 Emerenciano, su madre y su hermano llegaron a Salvatierra con poco dinero, lo suficiente para empezar nada más. ¿Qué pasó, entonces, con la hacienda? ¿Cuál fue el fin del padre de Emerenciano? ¿A éste último por qué lo mataron? Baltasar no decía nada al respecto, declaró Lucha, fuera de que el crimen de Emerenciano había sido por política. Y eso era todo. ¿Quién era el asesino? No lo mencionaba, no decía nada de eso, dijo. Recordé que mi padre sí. Él me dijo varias veces, mirándome a los ojos, cómo se llamaba y hasta cuál era su apodo. Pero nada más. Lucha afirmó, no, Baltasar nunca dijo nada de eso.

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Pero, ¿por qué salieron de Salvatierra Felipa y sus hijos después del homicidio? ¿Tenía miedo la abuela de que les fuera a pasar lo mismo a sus muchachos cuando crecieran? ¿Recibieron amenazas? No, dijo Lucha, se fueron porque el padre de Felipa, que vivía en Morelia, la aconsejó que se fueran para allá. Después, Lucha comentó lo de que el Ayuntamiento había ofrecido una cantidad de dinero a Felipa. Pero, su padre la había prevenido: No les recibas nada, todos ellos mataron a tu marido. Entiendo que era difícil para una viuda aceptar que los amigos y colegas de su marido la apoyaran, desde el punto de vista de que ella era una mujer sola y ellos eran hombres, en una ciudad chica como lo era Salvatierra. ¿Cómo se iba a entender tal ayuda?, en otras palabras, ¿qué iban a decir los vecinos, las otras mujeres? O, peor aún, ¿después no se querrían cobrar de alguna manera el favor? 4 Han transcurrido demasiados años y no puedo conocer el terreno en el que evolucionaron los acontecimientos, pero me pregunto, ¿el padre de Felipa no habrá odiado a Emerenciano, tanto que de algún modo le deseó el descrédito aun después de su muerte, aunque con él se arrastrara a su propia hija y nietos? ¿Y por eso ordenó que aquella no recibiera ayuda alguna y que de este modo pagara su error de haberse casado con alguien como él, para colmo revolucionario? ¿O tal vez, por el mismo motivo, no deseaba que se le reconociera ningún mérito a Emerenciano, por lo tanto aconsejaba rechazar cualquier ayuda, que era un tipo de homenaje? Por otro lado, ¿no pudo haber padecido un sentido fatalista de la vida y, entonces, había que pagar la audacia y los errores del marido de Felipa? Así que era mejor que su hija se deshiciera de todo lo ganado por Emerenciano -la tienda, el reconocimiento, los favores, las amistades, las relaciones- en Salvatierra y emigrara con sus escuincles a Morelia, una ciudad en donde no conocían a nadie y, así, tendrían que empezar antes del cero. Aunque, quizás, era tan sólo ignorancia de este señor: un orgullo egoísta, un resentimiento ancestral -que pudo haber heredado Felipa-, que le impedía contemplar un presente y un futuro más relajados y dignos para su hija y sus nietos en situación tan complicada. Por ese

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camino, todos ellos iban a luchar doblemente para sobrevivir. Tal vez no quería que sus nietos fueran más que él. Así ocurrió, después de haber sido, en Salvatierra, los hijos de Emerenciano Guzmán, descendiente de uno de los fundadores del pueblo de Moroleón. 5 No hay que dejar de lado que el matrimonio de Emerenciano y Felipa recordaba el hecho fundamental que dio origen a México y lo mexicano. La situación que se había creado en ese matrimonio era un contraste histórico. Me refiero a que después de casi cuatrocientos años de la Conquista de Tenochtitlán, tuvo lugar el reencuentro de esta cultura europea que, americanizada, se fundía con la nativa. Aunque Felipa no era india sino mestiza. Pero, de repente desapareció Emerenciano y su mundo de pujanza, de proyectos, de ideales, de esperanza, en una palabra, de futuro, y permaneció únicamente el de Felipa, que era el de la inmovilidad, la desesperanza, el de la adherencia al pasado muerto y el de la ausencia de mañana. Por eso, ella sólo sabía resistir. En cuanto a los hijos de ambos, luego de haber vivido en la realidad de Emerenciano y del México esperanzador de ese momento, vieron evaporarse todo eso en un santiamén y quedaron atrapados en la orfandad, mucho más antigua, de Felipa. La catástrofe, más allá de la pérdida del padre, rebasó su comprensión y de ella nunca se repondrían. ¿Qué hubiera sido de ellos si Emerenciano no hubiera muerto prematuramente? El señor Emerenciano, dijo Lucha, tenía pensado mandarlos a estudiar a la Universidad de Guanajuato. ¿Cómo fue ese noviazgo o relación amorosa entre Emerenciano y Felipa? Él se la robó, dijo Lucha sin matizar la acción, la depositó en una casa muy de su confianza, mientras se casaba con ella. Así se usaba. Se robaban a la novia, la depositaban en una familia decente y luego se casaban. ¿Emerenciano tenía caballo, ropa de vestir citadina, una capa española, en fin, un guardarropa? Sí, sí, tenía todo eso, vestía muy bien, venía a México a comprarse sus trajes, camisas, botines, corbatas, todo. Baltasar decía que tenía un sastre aquí en México. Así lo hacían la mayoría de los señores que querían verse distinguidos en el pueblo y el

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señor Emerenciano tenía buen tipo, se veía como eso, como un señor. ¿Qué pasó con este guardarropa a su muerte? No sé. La señora Felipa lo habrá vendido. No sé. ¿Y qué hizo la abuela con la tienda? Yo creo que la cerró, dijo Lucha. A la mejor ni siquiera la vendió, ni le sacó nada, nada más fue vendiendo o consumiendo la mercancía hasta quedarse sin nada, pero la cerró, eso sí, la cerró. Ella atendía la tienda, dije, así que conocía su movimiento. ¿Por qué no seguir con el negocio y vivir de él honradamente? No sé, dijo Lucha, era un poco rara la señora. Mejor dicho, yo creo que quedó muy mal, siguió, se le cerró el mundo, no supo qué hacer; aunque atendía la tienda, no sabía llevar el negocio; ve tú a saber qué habrá sentido la pobre mujer. Me pongo en su lugar, de la noche a la mañana viuda y con cinco hijos chicos. En ese tiempo las mujeres dependían totalmente de los hombres, y cuando se los mataban se quedaban chiflando en la loma. ¿Qué hacían, entonces? No estaban preparadas para trabajar fuera de su casa. Hacían lo que sabían hacer: panes, dulces, galletas, para vender, o de plano de recamareras y cocineras en las casas grandes. Era un paquetazo. Dios santo, ¿por qué a unos les das de más y a otros de menos?, terminó Lucha. ¿El asesino siquiera pasó un tiempo en la cárcel? No recuerdo que haya dicho Balta algo de eso. Sí lo agarraron, pero no sé cuánto tiempo duró enchiquerado. Yo creo que no gran cosa. Como tenía dinero. Ya ves cómo es eso de las leyes. Para los ricos, dijo Lucha, no existe la justicia. ¿Cuándo se fueron a Morelia? Balta dijo una vez que se fueron al año de lo que pasó con su papá. ¿Y el asesino no estuvo encarcelado ese tiempo? Pues, te digo, Balta no decía nada de eso, pero yo creo que por lo menos lo estuvo unos seis meses. O probablemente, concluí yo fuera de la entrevista, le costó unos diez o doce meses liberarse de la cárcel –con los cuatro abogados que tenía, todos gente muy importante en la región, había un diputadazo entre ellos, y con las bolsas de plata u oro que podía repartir el susodicho- y, al ocurrir tal cosa, Felipa decidió poner distancia entre ese peligroso sujeto y su familia. Con aquel calificativo “peligroso”, se lo consideraba. Así quedó asentado en documentos expedidos por el juez único que siguió a Emerenciano Guzmán en el cargo y también lo dice en el artículo político que encontré en el periódico Actualidades, de León, de 1917.

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También confirmé por la propia voz de Lucha lo que ya sabía acerca del carrancismo del abuelo. Pero, ¿en dónde se escondía? Balta me dijo una vez que él lo acompañaba, que se refugiaban en las huertas que había a la orilla del río, hasta que se iban los grupos de rebeldes armados enemigos. ¿Qué estudios tenía? Eso no te lo sé decir, dijo Lucha, pero tenía muy bonita letra. Cierto. Recordé su firma y algún documento del Ayuntamiento redactado por él, cuando tuve oportunidad de consultar el archivo histórico de esa época de Salvatierra, o lo que quedaba de él. ¿Cómo viste su letra?, pregunté intrigado. Me sobresaltó el pensamiento de que Lucha hubiera podido haber visto algún documento histórico. Pero no fue así: La vi en una dedicatoria, explicó, al reverso de una de las fotografías que tenía Balta. Era una dedicatoria a la señora Felipa y estaba firmada por él. Ah, Lucha no sabía nada fuera del anecdotario más o menos sabido. De cualquier manera era otro punto de vista; y no faltaban las novedades, a veces nada más en el dato, en el perfil, todo de oídas, ningún documento, ningún testigo vivo. Luego pregunté si alguien sabía un poco más. Sí, yo creo, dijo, que Ernestina sabe más que yo, pregúntale a ella; además, tiene las fotografías del señor Emerenciano que yo le di. 6 Hablé por teléfono, con Rodolfo, hijo de Baltasar, y a mi pregunta contestó que no sabía nada acerca del abuelo. Sin embargo, repitió que Ernestina tenía unas fotografías, incluso de la bisabuela Abrahamcita. Por un momento me hice la ilusión de ver la imagen de mi bisabuela. Era más relajado de lo que yo lo recordaba: cuando iba con su padre a mi casa. En aquellas contadas visitas se mostraba más bien callado y dejaba que su padre hablara, aunque éste no necesitaba que lo dejaran, hablaba hasta por los codos y solía capturar la atención de los otros en las reuniones. Su charla entretenida, para fiesta, no pocas veces hacía víctima de su mordacidad a alguien para regocijo de los otros. Con mi familia, Baltasar se dirigía a mis padres y a mi hermano Ubaldo. Bebía, como mi padre, ron con refresco de cola, pero, al revés de él, no fumaba. Decía que no quemaba su dinero. Yo nunca pude hablar con él; creo que no se podía hablar con él en serio.

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A mis preguntas, Rodolfo, güero y de ojos claros -como Baltasar-, confirmó que su padre anduvo mucho con el abuelo, hasta echaron bala juntos, dijo. Me pareció exagerado que a una balacera llevara a su primogénito, que seguía siendo un niño de once o doce años de edad. Porque el abuelo, agregó, tuvo mucho que ver con la Revolución. Aproveché la referencia para preguntar si sabía que él escribiera para algún periódico de Partido. No, no sé nada de eso. Pero escribía muy bien y bonito, dijo. A la mejor y sí. ¿Por qué crees que lo mataron? No supo contestar. Tampoco supo nada acerca del asesino, ni siquiera sabía su nombre. Como Lucha, ignoraba todo acerca del sujeto de marras. Curioso. Baltasar no se refería nunca al asesino. Y, por ser mayor que Luis, debió recordarlo mejor por más tenebroso que le haya parecido. Debió haber conocido a mucha de la gente con la que trataba su padre, amigos y enemigos. Creo que Baltasar lo borró de su mente con toda intención. Quizás su personalidad evasiva se basaba en el ocultamiento de lo que le resultaba desagradable. Y el asesino de su padre debió haber sido algo de veras insoportable para él, como era comprensible. Así que lo sepultó en el último rincón de su memoria y con el tiempo hasta lo habrá olvidado. También se me ocurrió que Baltasar guardaba para sí sus recuerdos de aquellos sucesos por puro egoísmo. Sin embargo, mi padre me habló del asesino y hasta que había vuelto a verlo once años después, en Salvatierra. En resumidas cuentas, mi padre era quien más estaba enterado acerca del tema. No sé por qué siempre me mandaba con su hermano. Prueba de su inseguridad. Me sorprendió que Rodolfo tampoco supiera nada del bisabuelo, ni siquiera estaba enterado que se llamaba Luis Guzmán. Baltasar no lo mencionaba. A mi padre tuve que preguntarle por él. Entonces, ¿quién dijo que era hacendado? Lucha, por mi pregunta, lo dijo. Cuando se lo revelé, el primo recordó que era cierto, su padre había hecho alguna vez ese comentario. Si eran de Moroleón, allí tuvieron la hacienda, dije. ¿Por qué, entonces, se fueron sus hijos a Salvatierra?

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7 Al otro día hablé con Ernestina. La localicé en la noche. Ésta contestó a mi pregunta que casi nada sabía. La que debe saber, dijo, es la señora Lucha. Eso yo también lo suponía. Pero no estaba por demás hablar con aquella. Se sorprendió de mi llamada, como era de esperarse. No nos conocíamos. Le dije mi nombre y no sabía quién era yo, aunque por el apellido pudo haberlo sospechado. Prefirió no hacerlo. Después de explicarle quién era, fue más comunicativa. Me dijo que sí tenía las fotografías; eran dos, de seguro la que yo conocía y otra más, la que había encontrado Ubaldo en la casita abandonada de la familia de Emiliana. De la bisabuela Abrahamcita, declaró que no tenía nada. Qué pena que se haya equivocado Rodolfo. Hubiera sido increíble ver una imagen de ella. Para no molestarla, le pedí que me las prestara para mandar imprimir una copia y en seguida se las devolvería. Se resistió al préstamo y quedó en que ella iba a obtener las copias y que me llamaría en cuanto las tuviera. Aprovechó para preguntarme acerca de la familia, de Ubaldo; a éste era al que siempre recordaban. Me preguntó a qué me dedicaba, si estaba casado, si tenía hijos. Contesté a sus preguntas pero, por discreción, no hice lo propio respecto a ella. Recordé que cuando yo hacía mis pinitos en el periodismo cultural, hacía casi cuarenta años, Baltasar lo supo tal vez por mi padre. En una visita que hizo a la casa, dijo a mi madre en voz alta, como era su estilo, oiga cuñada, ¿uno de sus hijos no anda en los periódicos? Mi madre contestó afirmativamente. A lo que él agregó, no, cuñada, los Guzmán no somos artistas. Ernestina también contestó que Abrahamcita era española. Si lo anterior fuera cierto me echaría por tierra la teoría de que eran descendientes de la familia Guzmán, fundadora de Moroleón, que no eran españoles, sino criollos. Pregunté a Ernestina si sabía cómo era Emerenciano. Era alto, delgado, blanco, de carácter fuerte, dijo. ¿Y Felipa? Bajita, morenita, era una mujer muy sencilla. Pero, Ernestina tampoco estaba enterada del bisabuelo Luis. Era un verdadero misterio este hombre. ¿Se murió joven, como su hijo Emerenciano? ¿Acaso también lo mataron? ¿O abandonó a la familia? ¿Cómo fue que desapareció? No anoté que cuando pregunté a Rodolfo sobre el destino de la hacienda,

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éste contestó que creía que se las habían quitado en la Revolución. Ah, esto daba otro viraje. Como les ocurrió a tantos, perdieron la hacienda en la Revolución y luego Emerenciano se hizo revolucionario. Una buena paradoja. No obstante, sería más convincente (coincide con el probable momento de la emigración de Emerenciano) que la hubieran perdido en las postrimerías del largo gobierno de Porfirio Díaz. Tal vez fue en el siglo diecinueve, debido a las leyes porfiristas sobre tierras. Y luego Emerenciano, para cobrar venganza, entre otras razones, se afiliaría a la causa revolucionaria. Sin embargo, Ernestina mencionó algo que despertó mi interés. Alguna vez Baltasar fue a Moroleón a ver a una tía de ellos -pregunté el nombre de la tía y no se acordó- y le pidió el acta de matrimonio, aquí no estoy seguro si era de Emerenciano y Felipa o de los bisabuelos. Dijo que la tía se la enseñó, pero no se la dio. ¡Allá todavía viven familiares de ellos!, afirmó con asombro. Si esto fuera cierto, ¿cómo localizar a alguno de los descendientes de aquella tía de mi padre, que ni siquiera sospechaban que existíamos nosotros? Por otro lado, si el bisabuelo Luis Guzmán era español, debió haber llegado a La Congregación alrededor de 1860. ¿Cómo se hizo de la hacienda tan rápido? Yo me inclinaba más por la hipótesis de que él era miembro de una de esas familias que llegaron a fundar o a engrosar La Congregación, el pueblo que a la postre sería Moroleón. Incluso antes de que tuviera aquel nombre; probablemente cuando a esos terrenos se les conocía como El Mezquital. El padre del bisabuelo debió haber sido invitado por José Guzmán, o los hijos de éste, y le facilitaron o vendieron un pedazo de tierra para que estableciera un rancho. Sólo imaginar esto me dio un escalofrío. Insisto. Ha sido la historia de los españoles y criollos que empezaron a partir de nada a levantar ranchos, caseríos, pueblos y, claro, esta nación. 8 Correspondió el turno de telefonearle a Amelia, mi hermana mayor. No hice preguntas sobre Emerenciano, porque de éste yo era el que sabía más, sino acerca de Emiliana, mi madre. Se acordaba de la casa de Morelia. Una casa modesta. En aquellos primeros años del siglo

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pasado, quedaba en las orillas de la ciudad. El abuelo que decía mi madre que era hijo de un francés, Gonzalo, compró el terreno y levantó unos cuartos. Era campesino y trabajaba la tierra no muy lejos de allí. Sembraba hortalizas, principalmente. Para llevarle la comida había que cruzar un río que corría cerca de la casa. Emiliana decía que sacaban de la tierra una lechuga, un rábano o una zanahoria..., nomás los sacudían y se los comían. En realidad, dijo Amelia, la casa era un cuarto muy grande, con un cuarto pequeño, que era la cocina, y otro más que se usaba como bodega. Los excusados fueron construidos al fondo del patio: un cuarto sin puerta, con letrinas, varios hoyos con asientos de madera, dos de tamaño grande, otro mediano y uno pequeño para niños. Cuando no usaban los asientos los tapaban con una tabla larga. Iban varios al mismo tiempo, dijo, en especial si lo hacían en la noche. Tenían miedo de ir solos y se acompañaban. Alguna de las señoras sacaba un cigarro y lo encendía. Platicaban mientras tanto. No eran tan fijados como ahora, opinó Amelia. Yo lo hice de ese modo pero hoy ya no podría, dijo. Y cuando terminaban, ¿se limpiaban uno enfrente de otro? Pues sí, uno enfrente del otro. Amelia abundó un poco más. En el patio había un durazno, un paraíso, un mirlo y un gallinero. Ubaldo se subía al durazno y ahí se quedaba, para comerse los frutos y no compartirlos con los demás escuincles. En los años veinte, en contradicción con el aspecto rural de la casita -aunque formaban parte de la ciudad-, mi madre, que ya trabajaba en la Lotería, muy moderna, usó la melena corta. Cuidaba que los dos vestidos que tuviera fueran camiseros, abajito de la rodilla, el famoso largo Chanel. Su madre Francisca decía que andaba muy zancona. En octubre de1928, cuando se casaron Emiliana y Luis, vivieron todos juntos. El nuevo matrimonio, doña Felipa y la madre de ésta, Mariana, que había enviudado. Ésta, por cierto, le daba la espalda a Emiliana cuando cocinaba para no enseñarle sus técnicas culinarias. La que no tuvo ningún problema para ponerla al tanto de la cocina guanajuatense fue Felipa.

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En 1937 o 1938 se vinieron a México, como se la ha nombrado a la capital del país, Luis y Emiliana, junto con sus hijos Ubaldo, Amelia, Irma y Elvia. Llegaron al departamento de Zamudio, en Santa María la Redonda. Pasaron un largo tiempo “arrimados”, con las molestias que eso implicaba. De ahí se mudaron a la colonia Obrera, en 1939, a la calle Efrén Rebolledo, entre Niño Perdido y Bolívar. Por una recomendación de Zamudio, que era profesor normalista, Ubaldo, Amelia e Irma, ingresaron a la escuela Amiga de la Obrera, como medios internos, con derecho a desayuno, comida y útiles: cuadernos, libros. Todo esto como una prestación del gobierno post revolucionario, la Revolución institucionalizada, a la población de escasos recursos. Para que luego dijeran otros que la Revolución no hizo nada. Entonces, Zamudio tuvo algunas diferencias, a causa de un lío de faldas, con un colega de la escuela. Daba la casualidad de que éste era profesor de Ubaldo y empezó a hacerle la vida de cuadritos, como dijo él mismo. Por esos días no era raro que los profesores reprendieran a golpes a sus alumnos; así que llegó a golpearlo en el salón de clase. Por su parte, Zamudio también hizo lo propio con Ubaldo, por ser el mayor de todos los muchachos de la casa, cuando vivían juntas las dos familias. Al mayor siempre le cargan la mano, dijo Amelia. Nomás a mí, decía Ubaldo, que no sentía lo duro, sino lo tupido. Sin contar los golpes correctivos que le propinaba Emiliana, muchas veces como resultado de la frustración de vivir arrimados. Ésta recordaba otra ocasión, aún en Morelia, cuando vivían en las mismas condiciones en la casa de unos parientes de Felipa, en la que Emiliana acababa de bañarse y la tía -no decía cuál- dijo, sólo las putas se bañan diario. 9 En la escuela Amiga de la Obrera, que estaba en la colonia de los Doctores, la situación de Ubaldo se tornó insoportable por culpa de aquel profesor. Hasta que una mañana, en cuarto año de primaria apenas, ya no aguantó más, se saltó la alta barda que cercaba la escuela y se fue a la calle. Huyó de los castigos en el salón de clase, pero no de la paliza que recibió en casa por haber escapado. Luego, por más que se lo rogó

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Emiliana, ya no quiso regresar a la escuela. Temía el recibimiento que le daría el maldito profesor ése y el director mismo del plantel. Amelia dijo que ahí empezó el largo peregrinar de Ubaldo. 10 Como se iba viendo, Ubaldo era toda una historia. Aquel día que se tiró de la barda a la calle, en vez de decirse regocijado, ahora sí, China libre, se fue rezongando, con los dientes apretados: A mí siempre me ha de tocar la de perder. ¡Nomás a mí! Echó a correr, más para completar el acto de la fuga que por creer que había hallado una solución al conflicto que vivía. Se perdió en las calles de la Doctores hasta que llegó a la avenida Niño Perdido. Caminó hacia el Centro, llegó a San Juan de Letrán y Avenida Juárez y ahí se detuvo. ¿Y ahora qué sigue?, se preguntó. Había que seguirse jodiendo, pero de otra manera. Aquel acto había sido como un salto a la nada, a lo que no se comprende, pero también a la edad adulta cuando todavía era un niño de nueve o diez años. Qué coincidencia: la misma edad que tenía su padre, Luis, cuando le vaciaron el cargador de una pistola al abuelo. La coincidencia verdadera era, en fin, el miedo a lo que iba a encontrarse. 11 Por otro lado, Ubaldo contaba que cierta noche, cuando vivían arrimados en la casa de Zamudio, él y Salvador (le decían Chava, el mayor y más querido de los primos) se metieron debajo de la cama de aquél, después de haber encendido la luz y haber amarrado un hilo al apagador. Se quedaron ahí, silenciosos, sin soltar el hilo. No tardó en aparecer Zamudio con algunos de sus escuincles en brazos, dijo Ubaldo que siempre tenía uno a la mano. Se acostó, acomodó a su escuincle y abrió su periódico. En ese instante, Ubaldo jaló el hilo y se apagó la luz. Zamudio, que era muy nervioso para las cosas que parecían no tener explicación, empezó a decir, ¡Salvador!, ¿eres tú, estás ahí? ¡Salvador!, ¿quién es, quién anda ahí? Los muchachos, que se estaban aguantando la risa, soltaron la carcajada. Zamudio, enojado por la tomadura de pelo, se levantó, cogió un cinturón y le dio varios cintarazos, ¿a quién si no?, a Ubaldo.

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Tenía razón Amelia, al mayor siempre le cargaban la mano. De ahí que la frase favorita de Ubaldo fuera: ¡Nomás a mí! 12 Zamudio temía a los muertos y al inframundo. Era un hecho. Entre sus lecturas predilectas estaba Leyendas de las calles de México, pobladas de fantasmas de la Nueva España. Él mismo gustaba de contar pequeñas historias de ultratumba para divertir y divertirse con el susto de los niños, entre los cuales me tocó estar alguna vez. Una tarde lluviosa, en la que estábamos reunidos el batallón de hermanos y primos más chicos de las dos familias, nos contó la historia de un aviador que después de cumplir con sus obligaciones, le gustaba sobrevolar la zona por puro gusto, solo y su alma. Hasta que en uno de esos vuelos, ya no regresó. Lo buscaron sin resultado. Después de un largo tiempo, encontraron los restos del avión esparcidos en una amplia área, pero los huesos del aviador se hallaron perfectamente acomodados dentro de su chamarra de cuero con el cierre cerrado, y, lo más sorprendente, a muchos kilómetros, en un lugar llamado Catemaco, que era un centro de brujos y chamanes de fama internacional. Y todos los escuincles hicimos una exclamación de susto. En otra ocasión, contó la historia de dos amigos que regresaban a su casa en la Morelia de los años veinte, en un barrio de las orillas. Años después sospecharía que uno de ellos era él. Era la una de la mañana y venían de la cantina, donde habían bebido unas copas. En el camino vieron a una hermosa mujer vestida de blanco; el viento le agitaba la falda amplia y el pelo oscuro y largo. Uno de los amigos quiso ganarle al otro la iniciativa de acercase a la mujer y así lo hizo. La mujer aceptó su compañía de buen modo y el otro amigo se tuvo que seguir de largo refunfuñando de envidia. Al otro día, este último fue a buscar al afortunado para saber cómo le había ido con la bella mujer. Lo encontró desvelado y pensativo. Fíjate que era una mujer guapa, pero muy rara, dijo. La acompañé casi hasta los maizales y ahí se quedó en una casa muy bonita que yo nunca había visto. ¿Sabías que había una casa por ahí? No, no sabía. Me besó y dijo que me esperaba hoy, sin falta. ¿Me

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acompañas? No sé si deba, es cosa tuya, dijo el otro. Al rato ya estaban en camino hacia la misteriosa cita. Pero, por más vueltas que dieron por el lugar no encontraron ni rastro de la casa y menos de la bella mujer vestida de blanco. Pese a todo, una historia vivida de veras por Ubaldo me impresionó más. Seguían de arrimados en la casa de Zamudio. Ubaldo, que debió haber tenido fuertes problemas en la adolescencia, en realidad como siempre, una noche se levantó sonámbulo. Caminó en ese estado hasta la cama de Zamudio y ahí se detuvo. Éste, ante la presencia, despertó y, como era de esperarse, se puso la espantada de su vida. ¿Ubaldo? ¿Qué quieres? -preguntó, incorporándose con nerviosidad. Entonces, aquél le dijo sin más: ¡Devuélveme mis huesos! ¿Qué? ¡Devuélveme mis huesos de aquí! –y se tocaba las clavículas. Zamudio, que no salía del sobresalto, suplicó: Sí, sí, hombre, mañana, ahora vete a dormir, ándale, vete a dormir. 13 Ya que me he detenido en él, Zamudio fue el único que se interesó realmente cuando se supo que yo empezaba a publicar, allá, por 1967 o 1968. Probablemente había leído ya alguno de mis primeros cuentos. Me aconsejó, entonces, que publicara en periódicos, que esa era la manera en la que los escritores se daban a conocer, y tenía toda la razón. Aunque él estaba pensando en el siglo diecinueve y el principio del veinte, seguía siendo lo mismo en esos años. Sin embargo, lo más interesante era que con ese comentario demostraba que sabía qué era y qué hacía un escritor. Lo que significó para mí una palmada en el hombro. A veces decía, imagino que con algún orgullo –o burlón, porque era burlón también-, tengo un sobrino escritor; marcaba y alargaba el sonido de la erre, como era su costumbre.

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14 Un domingo de agosto, marqué el número de teléfono de Alfonso Alvarado: Aunque más joven, había sido uno de los amigos de Ubaldo de la colonia Obrera. Después de varios comentarios de mera formalidad mencioné mi intención de escribir una novela (no sé por qué no le dije que ya la estaba escribiendo) a partir del asunto de mi abuelo Emerenciano y la colonia Obrera. En este último tema entraba de manera subrayada Ubaldo, por su edad y por su larga trayectoria en la colonia. Y como él era el único de sus amigos con el que podía hablar quería que me contara un poco sobre él. Yo lo recordaba desde la óptica del hermanito menor -me llevaba casi veinte años- y de seguro que él lo hacía de otra muy distinta. ¿Alguna vez Ubaldo dijo algo relacionado con mi abuelo Emerenciano? No, dijo concisamente Alfonso. Nunca. Le hablé brevemente de mi abuelo. Creo que no le interesó mucho. Pensé que era por lo del origen español. No me extrañó, en México sólo se hablaba y se escribía sobre nuestra riqueza cultural prehispánica y, en contraste, se había minimizado y aun desvirtuado la española. A pesar de que vivíamos en esta última cultura, debí haber aprendido que esa parte se callaba -o tergiversaba, desde la instrucción primaria- para no ser mal interpretado o ignorado. Pero, el entusiasmo por los descubrimientos recientes acerca de mi abuelo me traicionaba. Así que volví al asunto que me ocupaba. ¿Cómo era en realidad Ubaldo? Alfonso dijo que lo veía como a un hermano. Lo veía con respeto, dijo. El respeto era la distancia de la edad, aquél era unos diez años mayor que él. Pero había algo más que él encontraba en la personalidad de Ubaldo. Había amistad entre ellos dos; en especial, de él con relación a aquél, según explicó. Recordé que cuando yo era niño, Alfonso le prestaba libros. Se prestaban y regalaban libros mutuamente. En ese instante me vino el recuerdo de que Ubaldo sólo había llegado a cuarto año de primaria y Alfonso era ingeniero mecánico y eléctrico. (Por éste me interesé, de adolescente, en ingresar en el Politécnico. Además, había jugado en uno de los equipos de futbol americano de ese instituto. Yo quise hacer lo mismo. A Ubaldo le hacía

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gracia recordar que a Alfonso le decían La Quinceañera, por la juventud que tenía, cuando formaba parte del equipo de las Águilas Blancas. Una vez fue a verlo en uno de esos encuentros. Decía, en son de chiste, que parecían marcianos con sus cascos y equipo de protección.) Alfonso recordó, como algo notable, que Ubaldo le obsequió El Príncipe de Nicolás Maquiavelo, autor que desconocía entonces. No podía faltar el recuerdo de aquellas reuniones por la tarde, iniciadas por Ubaldo, en la esquina de Bolívar y Efrén Rebolledo, en las que se discutía sobre toros, box, que eran los espectáculos del momento, pero también de libros, de películas mexicanas y extranjeras y hasta de la belleza de algunas jóvenes vecinas que pasaban a esas horas rumbo a su casa, o iban por el pan. Pero, en esto fue enfático Alfonso, todo con rectitud. Lo creí. Ellos dos y otros pertenecían a una elite del barrio que deseaba sacar la cabeza. Al hablar de Ubaldo, no podía dejar de citarse a Roberto Ocaranza, un amigo suyo de cuando ambos eran niños en Morelia. Mis hermanas decían que Ocaranza parecía “Niño Dios” por lo bonito. Era alto, delgado, muy blanco, de facciones finas y de pelo castaño ondulado. Graciela, otra de mis hermanas, decía que creía que tenía tela de cebolla en los labios por tan finos y rojos. Alfonso aclaró que conoció a Ocaranza por El Cejas, como se refería Ubaldo a José Hernández, otro estudiante de ingeniería del Poli de aquellos tiempos y amigo de Alfonso. Aquí recordé que una vez Ubaldo platicó a mi madre que José había logrado irse a estudiar un postgrado a Italia. Cuando regresó, en la primera oportunidad fue a buscar a Ubaldo a sus oficinas, en la esquina de Rebolledo y Bolívar. Y le preguntó a boca de jarro, oye, ¿tú conoces a Juan Rulfo? Pues, claro, es el que escribió Pedro Páramo. Háblame de él. Porque allá, en Italia, cuando supieron que yo era mexicano -primero creyeron que era marroquí; a otros paisanos los confundían con japoneses; de Ocaranza hubieran dicho que era super español-, me interrogaron sobre Rulfo, ¿tú crees? Cómo era, cómo vivía, cómo hablaba, querían saberlo todo, y yo no les supe decir nada, por la sencilla razón de que ni sabía que existía.

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Alfonso, por su cuenta, narró que un sábado se encontró a El Cejas en las afueras del Casco de Santo Tomás -por el rumbo del antiguo Colegio Militar-, en ese tiempo el centro politécnico por antonomasia. Era una mañana luminosa de “sábado de clásico” (como se llamaba al encuentro anual entre los equipos de liga mayor de futbol americano del Politécnico y de la Universidad) en el estadio de Ciudad Universitaria, que era una gran novedad en la ciudad y todavía estaba lejos de ser olímpico. El Cejas le preguntó si iba a ir al clásico en C. U. Alfonso tuvo que confesar que no tenía boleto ni dinero para comprarlo. Aquel sonrió y dijo, estás de suerte, chavo, aquí tengo un pase para ti. Luego agregó, ¿y cómo te vas a ir? Pues no sé ni cómo llegar, aclaró, no sé en dónde está el estadio de C. U. ¡Újule! En ese momento, Alfonso era en efecto un chaval de la prevocacional 3, la mejor de las escuelas secundarias tecnológicas que tenía el Politécnico y José era ya de profesional. Se habían conocido por el futbol americano precisamente. De modo que José le dijo que se fueran juntos. Y, ¿ya comiste?, preguntó. Pues no, no he comido, contestó, tímido, el otro. Empujado a resolverle los problemas al chaval lo invitó a comer un taco a su cuarto de estudiante, en una calle de curioso nombre, Garambullo, de la misma colonia Santo Tomás. Un cuartito de estudiante de provincia, como había muchos en los alrededores del Politécnico. Una vez en el lugar, José sacó de una bolsa para el mandado unas tortillas duras (el taco se convirtió en tostada) que calentó en la flama de una estufa de petróleo de un sólo quemador y luego las embarró de frijoles que guardaba en un plato de peltre, espolvoreó queso y eso fue la comida. Pero, no se sintieron mal, ni mucho menos. Estaban de buen humor. En especial Alfonso, que de la nada comía una tostada de frijoles y se iba al “clásico Poli-Uni”, guiado por un buen cuate, el famoso Cejas. Cuando salieron, se encontraron con el vecino que ocupaba otro de esos cuartos de estudiante. Ése era Roberto Ocaranza. José los presentó. Cuál no sería la sorpresa para Alfonso al enterarse que aquél era un amigo de la infancia moreliana de Ubaldo, su mero cuate. Qué chiquito es el mundo, ¿verdad?, dijo Alfonso. Pronto, Ocaranza se transformó en otra leyenda de la palomilla.

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Por el momento, había que mencionar que esta leyenda viva fue estudiante politécnico, pero no terminó ninguna carrera. Alguna vez me explicó que no se sentía a gusto en ese instituto porque era totalmente técnico y científico y, al aparecer, él se inclinaba hacia las humanidades. Cuando me confesó tal cosa, muchos años después de lo que contaba Alfonso, lo comprendí, porque yo había pasado por algo similar. Pese a todo, Ocaranza fue autodidacta y llegó a trabajar -decían que escribía muy bien- como corrector del popular Luis Spota, cuando ambos se encontraron en el periódico El Heraldo de México. Lo cual dejó muy impresionada a la palomilla. Spota era el autor de una novela titulada Más cornadas da el hambre, que Ubaldo, como torerillo aplicado, ya había leído. 15 Cuéntame de cuando eran novilleros. Andaban en el cuento, dijo Alfonso ni tardo ni perezoso. Acertada definición. Porque los toros era una dimensión deseada, pero inalcanzable para ellos. Una fantasía ideal. La fiesta brava. Un anhelo. Un sueño. ¿Quiénes eran ellos? Nos referíamos, además de Ubaldo, a Roberto y Víctor; El Chepo y El Tejón, también se juntaban; todos ellos eran hermanos de Alfonso. Sus padres tenían origen jalisciense. ¿Quiénes más se les pegaban? Héctor Sayas, carnicero, le decían El Albóndiga y usaba una cachucha española, como de Manolo. En fin, se reunía una cuadrilla respetable. ¿Cómo, dónde entrenaban? Se iban a los tentaderos, a las haciendas de San Mateo Atenco, en el Estado de México. Por ahí estaba el Ojo de Agua, a cinco kilómetros del Cerro de los Remedios, en Naucalpan. Eran varios chorros de agua cristalina que brotaban de entre las rocas. Parecía un milagro. Muy bonito paisaje aquél, que ya desapareció por la urbanización. También llegaron a ir a la ganadería de Clavillazo, ¿te acuerdas de ese cómico de moda? También hacían correrías por Milpa Alta. Ubaldo le llamaba El Barbas al toro, no sé por qué. Yo lo veía, dijo de pronto, más que como a un cuate, como a alguien de quien se aprende. Se ponía a hablar con mis hermanos de cine, del Indio Fernández y de algunas de sus películas, de Diego Rivera y sus

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escándalos, prefería los murales de José Clemente Orozco, del escultor francés Augusto Rodin, y de los poetas que leía, mexicanos y españoles, que tú has de saber más de eso que yo. Tenía conversación. Nunca se quedaba callado mucho rato. Aunque también sabía escuchar. Pero en esos tiempos, la pasión de las pasiones era los toros. ¿A qué años nos estamos refiriendo? Pues, mira, eran los cincuenta, los primeros años de esa década. ¿Te acuerdas que iban a entrenar a El Estadio? Me refería al parque que se encontraba en la colonia Roma, en su frontera con la de los Doctores. Además de entrenar el toreo con capote y cuernos que llevaba alguno de ellos, dijo Alfonso, también se ponían los guantes de box, bajo la supervisión de don Andrés, un señor que había sido boxeador y luego entrenador. Los ponía a sudar en serio y armaba algunas peleas entre ellos, por puro amor al arte, porque no recuerdo que ninguno tuviera planes de dedicarse al boxeo. Ubaldo, influido por don Andrés, se metía a los baños Avenida, en Niño Perdido, del lado de la Doctores. Sus gallos eran Surita, Kid Azteca, Joe Louis. Éste llegó a entrenar en el gimnasio de los Avenida, fíjate, fue todo un acontecimiento en la colonia. ¿Quiénes eran sus toreros favoritos? Seguía mucho a El Calesa, o El Calesero, El Soldado y Chucho Córdoba. ¿A qué Virgen se encomendaban los toreros? En la Plaza México, los toreros tenían un altar a la Virgen de Guadalupe y un Cristo. Pero, antes le tuvieron fe a la española, la de los Remedios. ¿Y la palomilla de la Obrera? A la guadalupana. Aunque Ubaldo era medio escéptico. Se complacía en repetir la frase atribuida a Marx: “La religión es el opio de los pueblos”. Eso también, dime si no, me impresionaba.

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CIUDAD DE MÉXICO, 2006. En la semana posterior a mi llegada de Salvatierra y Moroleón escribí un resumen de la historia de la muerte de mi abuelo y se lo mandé por correo electrónico al cronista de Salvatierra, Miguel Alejo. Con eso, ya tendría la referencia de otro protagonista de la vida política de la ciudad de los años de la revolución mexicana. Cuando recibía sus correos me daba mucho gusto: Viernes 2 de junio. “Maestro Baldomero: Acuso recibo de su mensaje. Espero ponerme en contacto con usted en unos días. Pregunté sobre la casa que mencionó, enfrente de Capuchinas, y me dijeron que me iban a contar algo sobre Alberto Guzmán y los otros Guzmán. Cuando lo tenga por escrito se lo envío.” Viernes 2 de junio. “Maestro: Se me pasó comentar en mi correo anterior que soy amigo del oficial (así se llaman en Guanajuato, no jueces) del Registro Civil. Pienso pedirle que me busque el acta de defunción de su abuelo y que me dé una copia certificada. Cuando la tenga le aviso o se la mando. Por otro lado, voy a buscar en los periódicos de la época a ver si aparece el nombre del asesino, o cuando menos veré si existe algún anuncio de su comercio. Voy a investigar quién era. Estoy en contacto.”

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Miércoles 14 de junio. “Maestro: No tengo todo, pero ya localicé el perfil del periódico que da cuenta de la muerte de su abuelo, el Vindicador social. Aunque no tengo ningún ejemplar, encontré una crónica sobre el mismo. Y dice que era un periódico de oposición, que era financiado por el administrador de la Hacienda de San Nicolás, el licenciado Lebrija. ¿Qué tenía qué ver en todo esto Lebrija? “Pienso determinar cómo estaba el juego político local en el momento de los hechos. Pienso, también, y sin emotividades ni pudor por decirlo tan de sopetón, que el crimen fue dirigido y El Relajo sólo fue utilizado. Habría que ver de dónde vino la intelectualidad del crimen. Creo que su abuelo estorbaba a alguien, algún pez gordo, en esos momentos de pugna de grupos de poder locales y estatales. Por esa razón se publicó en León. Estaré en contacto.” El 15 de junio, contesté: “Estimado contador Alejo. Reciba en archivo adjunto la transcripción de la nota que descubrí en el periódico leonés, Actualidades, con fecha del 1 de agosto de 1917, que puede ser de su interés por el tono político que encierra. Muy probablemente usted pueda interpretarlo mejor que yo. Por otro lado, acabo de leer en su libro Leyendas de Salvatierra, en el texto con el título “El caballo negro”, lo siguiente: '...la narración rescatada en el año 1917 por el periódico local La Reforma, órgano informativo del Partido Liberal Revolucionario, en su número 46, fechado el 17 de marzo de ese año y dirigido por José Ruiz. Curiosamente, era una publicación de corte político.' Note usted que cita el nombre de José Ruiz: es el mismo del asesino de mi abuelo y son las mismas fechas, marzo de 1917, cuatro meses antes de los sucesos que me ocupan. No me parece que sea un homónimo; sería mucha casualidad; además cita al Partido Liberal y dice que es de corte político. Si es el mismo, que es lo más factible, yo no tenía la referencia de que hubiera editado un periódico; y si era así, este hombre tenía compromisos políticos y también importantes relaciones con gente de poder en la zona.

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“¿Qué opinión le merece todo esto, don Miguel?” Viernes 16 de junio. “Maestro -me escribió don Miguel-: Creo que estoy cerca del asunto. Con el tip de El Reforma, que usted me dio, creo que puedo armar un cuadro más completo de la situación en la que se desarrollaron los hechos. Me intriga saber quién era José Ruiz. Ya me conseguí un ejemplar de El Reforma. Quiero saber quiénes eran sus anunciantes. Y, algo importante, ¿por qué el administrador de la Hacienda de San Nicolás, el Lic. Lebrija, financiaba al Vindicador social? Estoy en contacto.” Miércoles 21 de junio “Maestro: Leo en la transcripción del periódico de León que usted me mandó el apellido Gracián -escribió don Miguel-. Esto da otra pista. Por favor, en mi libro Historia y evolución de Salvatierra, en el primer apartado del capítulo que tiene el título “Salvatierra a la sombra de la Revolución”, ahí encontrará este apellido. Búsquelo y saque algunas conclusiones.” Jueves 22 de junio. “Estimado don Miguel -contesté-: Efectivamente, en su libro aparece el nombre de Jesús Gracián. En el artículo del periódico leonés fue señalado como alguien que, en el momento de los hechos, conversaba con José Ruiz, por lo que entiendo que eran amigos o compañeros de partido, en fin, se trataban. Como usted lo comentó, Jesús Gracián se sublevó el 8 de mayo de 1911, junto con Catarino Guerrero y José Santibáñez, que encabezaban la guarnición de Salvatierra. Como todavía no renunciaba a la presidencia don Porfirio Díaz, se entiende que se sublevaron contra el régimen que el general presidía. Después usted señaló que el licenciado Catarino Juárez (otro Catarino) lideraba el grupo Juan Pagola, que era porfirista. “Emerenciano Guzmán -seguí mi reflexión- actuaba ya en el escenario político de Salvatierra cuando Venustiano Carranza cobró fuerza, y cuyo ejército entró en la localidad en julio de 1914. Por otro lado, tengo que participarle algo. En un documento que encontré en el Archivo Histórico de Salvatierra, firmado por el juez Diego Ruiz Nieto (el sucesor de mi abuelo en el cargo de juez de letras y que no era pariente del otro Ruiz, a Dios gracias), se dice que los abogados de “José Ruiz,

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acusado del homicidio de Guzmán”, eran: Cipriano C. Heredia, Lic. Enrique Tamayo, José Mendoza Oliveros y nada menos que el Lic. Catarino Juárez. Por lo visto, Juárez poseía un desarrollado olfato acomodaticio, conforme conviniera más, así que supongo que en ese momento estaba del lado de los liberales carrancistas, pero debió moverse en el ala conservadora, ya que venía del porfirismo. Y si Juárez defendía a José Ruiz, significa que éste era su aliado y también conservador -o, al contrario: también por acomodaticio, se mantenía disfrazado de radical. Cosa nada rara en esa fauna. “En contraste, presumo que mi abuelo Emerenciano no era un liberal oportunista, es decir, estaba convencido de la supremacía de la legalidad, lo que lo hacía demasiado visible y por lo tanto vulnerable: se lo podía “venadear”. Probablemente, entonces, ésta podría ser la causa de la pugna entre estos actores de la lucha por el poder en Salvatierra y alrededores. “En otro comunicado -continué-, del juez Diego Ruiz Nieto, con fecha de 1 de agosto de 1917, con sello del H. Ayuntamiento al costado, cinco días después del homicidio, describió como una 'participación muy directa que tomaron los señores Jesús Gracián y Juan Carrera en el homicidio de Emerenciano Guzmán y heridas que padece José Ruiz”. Posteriormente, con fecha de 11 de agosto de 1917, el juez Ruiz Nieto anotó que: '...los señores Juan Carrera y Jesús Gracián tuvieron participación directa en la ejecución de los hechos, relativos al homicidio de Emerenciano Guzmán y heridas que padece José Ruiz'. “Mi padre, muchos años después, me contaba que El Relajo Ruiz estaba con unos amigos en la cantina El Sol -así la nombraba, o así se la conocía popularmente a La Puerta del Sol-, cuando mi abuelo Emerenciano pasó montado en su caballo y que El Relajo dijo, allá va ese hijo de más de veinte, o algo poco más duro, y diciendo y haciendo, sacó la pistola y le disparó por la espalda desde donde estaba, por encima de las puertas batientes. Por lo que sus propios amigos, sorprendidos por tal iniquidad, se pusieron del lado de la víctima, lo desarmaron y lo hirieron a golpes de cacha de su propia arma. Herido, lo arrastraron a la cárcel. La versión de mi padre, en este punto, coincide con los documentos en los que se anota a J. Gracián y J. Carrera como quienes efectivamente hirieron a El Relajo para

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desarmarlo y así lo llevaron a la comisaría. Después, los abogados de El Relajo les hicieron cargos por herir a su cliente que fue enviado al hospital en calidad de detenido. ”En resumen, don Miguel, todos estos actores de los hechos, eran miembros del Partido Liberal Revolucionario, pero guardaban discrepancias serias entre sí. “Otra cosa que me inquieta: En su libro, nos informa que el 4 de julio de 1917 se iniciaron los trabajos para la nueva Constitución Política del Estado de Guanajuato. Tal vez allí se dio la gota que colmó el vaso. No sé de qué manera, pero tal vez allí fue la declaración de guerra entre estos miembros del mismo Partido y del mismo Ayuntamiento. Esta Constitución se decretó el 3 de septiembre de 1917, cuando mi abuelo llevaba cinco o seis semanas de haber sido asesinado. Y, nos informa usted en su libro, el diputado local constituyente por el Distrito de Salvatierra fue -no podía ser otro- ¡el Lic. Catarino Juárez! “De repente, parece que hay muchos Catarinos Juárez en esta jugada, ¿verdad? Tal parece que este “Lic.” tuvo algo o mucho qué ver en el homicidio de Emerenciano Guzmán. Este último, aunque no era abogado, pudo haber sido propuesto como el representante del Distrito de Salvatierra para los trabajos de la nueva Constitución Política de Guanajuato, lo que, obviamente, no convenía ni a Juárez ni mucho menos a quien estaba detrás de todos ellos: 'La sombra del caudillo' nombró a Juárez para la representación citada. A El Relajo, por los servicios que prestaría poco después, debió pagársele de otra manera, asegurando una poderosa defensoría, una cantidad de dinero contante y sonante, así como promesas de cargos futuros o, quizás, alguna otra haciendita. A 'La sombra del caudillo' le convenía que fuera Juárez el elegido como diputado local constituyente, no Emerenciano Guzmán ni nadie como él: Aquí falta el eslabón que uniría a este suceso con la liquidación de don Emerenciano, con la que se despejaría el camino para el hombre fuerte, 'La sombra del caudillo', que aspiraba al gobierno del Estado y otros altos cargos federales. “En cuanto a Jesús Gracián, tal vez éste estaba de acuerdo con Juárez y El Relajo Ruiz, pero no pensaba en matarlo o no estaba instruido en

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ese sentido. Por eso reaccionó al final en defensa de la víctima. Mientras que Carrera fue el que disparó para desarmarlo y poder, sólo así, remitirlo a la Comisaría. No olvidemos que El Relajo Ruiz, sanguinario que era, ya le iba a disparar a él y eso no sólo iba a ser para darle un susto, sino para matarlo. Por cierto, mi padre no consignaba este dato, sólo decía que lo desarmaron y lo golpearon con su propia pistola: 'así no se matan a los hombres', etcétera. “¿Qué opinión le despiertan mis reflexiones? -seguí-. La gran duda que me embarga es, entonces, ¿quién pudo haber sido el hombre fuerte, 'La sombra del caudillo', que manejaba los hilos de Juárez y El Relajo Ruiz? “Otra interrogante. ¿Él era tan importante como yo insinúo, tanto como para matarlo? ¿Qué hacía o qué no hacía, qué era o qué representaba, para que fuera peligroso o un estorbo para 'La sombra del caudillo'? Pero, no debemos hacer de lado ninguna posibilidad. Emerenciano sí iba a ser una carta importante en la partida y por eso mejor lo quitaron del paso, a fin de que no siguiera agrandándose el obstáculo. Me quedo con esta última deducción. “Me estoy extendiendo un poco en estas elucubraciones, don Miguel, pero el tema puede desarrollarse. Como se percibe, creo que cavilar en lo que ocurrió, o en lo que pudo haber ocurrido en aquellos hechos de 1917, me apasiona, en parte por mi parentesco con don Emerenciano, pero también por lo intrigante y oscuro de los acontecimientos, como lo fue toda la historia de la Revolución mexicana. “Siempre caigo en la pregunta: ¿Por qué y cuándo se fueron mi abuelo Emerenciano y su familia de Moroleón? El hermano de mi padre decía que esta familia poseía una hacienda, pero si la tenían, ¿por qué se fueron a Salvatierra? Y si la perdieron, ¿cómo ocurrió tal cosa, fue por la Revolución, como decía aquél? No, porque Emerenciano se estableció en Salvatierra antes de que estallara este movimiento. Por lo tanto la perdieron antes. El despojo pudo haber sido por la acción de particulares, o leyes expedidas en esos años porfiristas del final del siglo diecinueve o principio del veinte. Tal vez, cien años atrás, autoridades del reino les embargó la propiedad, por no pagar

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impuestos de guerra: la que la metrópoli sostenía en Europa. ¿A manos de quién perdió sus derechos esta familia? ¿También hubo política en eso, o sólo fue un despojo del fuero común? “Demasiada intriga. Le agradezco en todo lo que vale su atención y sus aportes, don Miguel. Si descubre o se le ocurre algo, cualquier cosa, estaré todavía más agradecido. Sus correos me han servido mucho porque, entre otras razones, me han impelido a imaginar toda esta compleja trama.” Viernes 23 de junio. “Maestro: Bueno. Por lo que veo -escribió don Miguel-, ya tenemos todo un expediente. Entre los correos que le he enviado y los suyos que he recibido, hay un verdadero expediente. Voy a hacer una reconstrucción de los hechos, tomando en cuenta el contexto. Algo así como una reconstrucción de la vida cotidiana por medio de un método fenomenológico. Si tiene algo más que decirme, me lo envía por favor. Espero tener mis conclusiones en el transcurso de la próxima semana. Nada más termino mis pendientes académicos del presente ciclo y pongo manos a la obra. Creo que ya se puede armar un cuadro. “Nota: Catarino Juárez era el político chaquetero clásico. Fue porfirista y luego fue nuestro diputado constituyente en el Congreso del Estado de Guanajuato, así nomás. ¿Le suena familiar? Por eso me da la impresión de que en la política nacional de estos días estamos viendo algo parecido a lo que ocurrió en Salvatierra en 1917. Por lo menos, en cuanto a la lucha por el poder.” Viernes 28 de julio -me escribió don Miguel-. “Maestro: ¿Cómo le va con los disturbios callejeros en México? La situación nacional se está poniendo muy agitada, ¿no cree usted? “He tenido una serie de incidentes que no me han permitido concluir el asunto que a ambos nos interesa, pero sigue en pie mi proyecto. Vamos a averiguar más sobre aquellos hechos ocurridos en Salvatierra. Va a ver. En cuanto sepa algo me pondré de nuevo en contacto.”

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VENUSTIANO CARRANZA, 1914-1920. 1 27 de noviembre de 2006. Así como hay veces en las que el destino se declara en nuestra contra, hay otras en las que no sólo no estorba sino que facilita y, aún más, parece que nos guía hacia un determinado resultado. Prendía el radio, sintonizaba una estación universitaria y escuchaba un programa sobre el liberalismo del siglo diecinueve o sobre la Constitución de 1857. En la televisión, encontraba un programa acerca de la Constitución de 1917 y ahí se tocaba a Venustiano Carranza, que era presentado como “el padre del México contemporáneo”. O bien, abría un periódico y tenía ante mí uno o dos artículos sobre el mismo tema, ya que el próximo 5 de febrero de 2007 se festejarían los noventa años de la promulgación de esta última Constitución y, claro, se haría un recordatorio también de Carranza. Lo cierto era que ni éste, ni Plutarco Elías Calles, ni Álvaro Obregón, habían sido tan populares y celebrados como los carismáticos caudillos Emiliano Zapata y Francisco Villa. Escuchar o leer a los comentaristas especializados, me resultaba enriquecedor, porque pensaba que se referían a acontecimientos que mi abuelo Emerenciano había vivido, atestiguado o conocido de alguna otra manera. Por lo tanto, me recordaban a mi abuelo. Me lo imaginaba participando en el lugar de los acontecimientos o desde su terruño. En

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un momento, era cierto, me sentí en aquellos años. Caí en el asombro, como si hubiera sido una noticia actual, cuando en un programa de radio dijeron que el 30 de noviembre de 1914 llegó Francisco Villa con sus hombres armados a la ciudad de México en varios trenes. Yo me imaginé en la ciudad de México, mientras que a mi abuelo lo ubiqué en Salvatierra, atento a lo que ocurría. De cualquier manera estábamos comunicados mi abuelo y yo por la misma noticia, a pesar de la distancia en el tiempo y en la geografía. Días después, el 4 de diciembre de 1914, se dio el célebre encuentro entre Villa y Zapata en la ciudad de México. El domingo 6 de diciembre siguiente el pueblo de esta ciudad vio, azorado, el desfile de los ejércitos de estos dos temibles revolucionarios. Sólo de la División del Norte fueron veinte mil hombres que llevaban uniformes oscuros y gorra; eran mucho más disciplinados y daban mejor impresión, como ejército, que los zapatistas. A Emiliano Zapata se lo vio vestido de charro: pantalón negro con botonadura de plata y chaqueta amarilla u ocre con bordados de color oro, botines, sombrero de fieltro oscuro, ancho y de copa con forma de cucurucho, mientras que la mayoría de sus hombres estaban vestidos de camisa y calzón de manta, como los peones de las haciendas, y sombrero muy ancho de palma y huaraches. También los había vestidos de charro, a caballo y las cananas cruzadas al pecho. Quizás entre estos jinetes se encontraba Marcelino Juárez, el otro abuelo y el padre desaparecido de Emiliana. De Marcelino sabía menos todavía, gracias a que mi madre quiso olvidarlo. Muchos portaban una imagen de la virgencita de Guadalupe en el frente del sombrerote, sin contar el estandarte con la misma imagen de la madre de todos los mexicanos. Esta imagen sagrada y la bandera de México encabezaban el nutrido contingente. Era un ejército pobre, pero, a pesar de eso y de la Virgen de Guadalupe, a la población de la ciudad de México le daba más miedo que el de Villa. De entonces viene esa famosa fotografía donde aparece el Centauro del Norte en la silla presidencial y el Atila del Sur sentado a su diestra. El primero abierto, risueño (hasta parecía cualquier gordo bonachón, pero no lo era), uniformado de militar y altas botas o polainas de campaña de cuero

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que le cubrían hasta las rodillas; y el segundo, vestido como se indicó, un tanto forzado, huraño, rígido, de mirada desconfiada o retadora, como era su costumbre. Ambos personajes de grandes mostachos, en especial Zapata. Ninguno parecía indio. De haber vivido esos días, sin duda hubiera ido a verlos desfilar. Todo un espectáculo. Los hombres de esos ejércitos debieron haberse sentido incómodos, sobre todo los zapatistas, bajo la mirada azorada de los capitalinos. Aunque muchos de estos últimos debieron haberse escondido o abandonado la ciudad, por temor a que los revolucionarios cometieran algunos de los graves desaguisados que se los imputaban. Mi abuelo debió de haber estado atento a lo que ocurría en la ciudad de México. Pero en ese mismo año de 1914, en noviembre 1, el día de muertos, para mayores señas, habían salido en desacuerdo los principales participantes de la Convención de Aguascalientes, que había comenzado desde octubre pasado. Venustiano Carranza retiró a sus enviados, pero los de Francisco Villa y Emiliano Zapata continuaron en ella. De esta Convención salió electo presidente de la República Eulalio Gutiérrez. Carranza no lo apoyó y se propuso él mismo, sin renunciar a su interinato. (José Vasconcelos, intelectual y maderista que colaboró con don Eulalio, hizo una narración reflexiva de este conflicto en sus memorias, en el libro La tormenta, que no le favorece nada a Carranza; páginas adelante, a Calles lo señala con los peores adjetivos y a Obregón no tanto pero tampoco queda bien parado.) De modo que hubo fechas con dos presidentes de la República: Gutiérrez y Carranza. Este último marchó con su gente, después del rompimiento, a Veracruz, que, una vez más, sufría la presencia militar del ejército de Estados Unidos: el modelo de república de Melchor Ocampo y Benito Juárez. Nuestros buenos vecinos del norte siempre a la caza, o a la defensiva -ambas acciones se confunden-, por una razón o por otra. Cuidando lo suyo por derecho o por la fuerza. Ignoraba si mi abuelo Emerenciano participó en la Convención, pero debió seguir los pasos de Carranza y su ejército a Veracruz desde Salvatierra. Más allá de lo inestable del panorama político, mi abuelo estaba de plácemes. Tuvo varios

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nombramientos en el Ayuntamiento de Salvatierra. Carranza, pese a todo, se veía firme y seguro. Por eso, mi abuelo no tuvo empacho en asistir una noche de octubre de ese año, con luna llena, a la inauguración del gran teatro Ideal, erigido en la Plaza del Carmen, y que fue orgullo de los salvaterrenses por dos o tres décadas. Ninguna ciudad de sus dimensiones, según presumían, tenía un teatro como ese en el país. Esa noche memorable se presentó la Compañía de María Caballé con la opereta “El encanto de un vals”. Los notables se dieron cita allí, a excepción de quienes consideraban que aquél no era un espectáculo apto para familias. 2 Emerenciano Guzmán se atavió con su capa española y su sombrero negro, de copa baja. Él y otros señores del pueblo exhibían, en ocasiones como esa, una elegancia propia de cualquier ciudad importante del mundo occidental. No olvidó invitar a Felipa, pero ésta pretextó que nunca había asistido a un espectáculo de esa naturaleza y que no lo veía apropiado para ella. Tampoco quería dejar solos a sus más pequeños hijos, de siete y cinco años. Ni tenía ropa adecuada para una noche de gala. Era algo que simplemente no le interesaba. ¿Cómo iba a andar codeándose con esos señores y señoras tan emperifollados? A honras de qué. No se hubiera sentido a gusto. Finalmente, debía levantarse temprano al otro día y a la hora de la función, ella estaría durmiendo. Así que Emerenciano fue solo. Como siempre se lo veía, por lo demás. En el entreacto tuvo oportunidad de hablar con algunos amigos que salieron a fumar y a encontrarse. Allí se reunió con Jesús Martínez, Tomás Ponce y el recién electo presidente municipal. Ponce iba acompañado de su esposa, pero ésta se había quedado en las butacas, según la usanza, saludando y platicando con otras señoras. Además de elogiar las voces maravillosas, los vestuarios de los cantantes, así como las coreografías y la belleza de las bailarinas, no podían dejar de expresar su malestar, que era nacional, por la nueva intervención

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estadounidense en México. Ya se les había hecho costumbre. Hasta el arzobispo de Morelia, Leopoldo Ruiz y Flores, dijo a voces Ponce, llamó a los feligreses a combatir con las armas a los invasores. Baldomero se imaginó a su abuelo en la inauguración del teatro Ideal. Imaginó a ese grupo de salvaterrenses intercambiando opiniones acerca de los últimos pormenores políticos en el país. Era como si Baldomero hubiera sido transportado en el tiempo y llegado hasta esa noche. Pero los mexicanos, como siempre, abundó Emerenciano, tenemos el país dividido y debilitado, así no podemos defendernos de nuestros enemigos, ni internos, ni extranjeros, terminó agitando una de sus largas y finas manos como si aleteara. Baldomero los escuchaba hablar. No sólo eso sino que se hallaba entre ellos, invisible, silencioso, atento. Los allí reunidos manifestaron, sin embargo, tener esperanzas de que hubiera resultados optimistas en la Convención de Aguascalientes que se llevaba a cabo. La pacificación del país se hacía indispensable, si no se quería que todo acabara de irse por la borda otra vez. Y que Estados Unidos, el gran depredador de México, dijeron, volviera a hacer de las suyas, como en 1847, comentaron insidiosos. Si la Convención no vota por la presidencia de Carranza, los problemas van a continuar, dijo Doroteo Espitia que se acercó en el último momento. Y vaya que si los habrá, terció Emerenciano, Villa no se va a tentar el corazón para seguir en campaña hasta poner a quien le convenga en la silla presidencial. Válgame Dios. Con Villa no se puede dialogar. Qué se va a poder dialogar con él, dijo Emerenciano, si sólo sabe imponer su santa voluntad y si no le resulta, empieza a desplegar a sus dorados del Norte. No entiendo al Centauro, yo le tenía fe al principio, pero ahora..., lo que le tengo es miedo, dijo Ponce. No, pero ya es un avance que estén reunidas las principales fuerzas revolucionarias en la Convención de Aguascalientes, insistió Emerenciano. Van a ver cómo habrá buenos resultados después de todo. 3 Sin embargo, como se dijo antes, a finales de noviembre, varias semanas después de la inauguración del teatro Ideal, la Revolución se partió peligrosamente. Por un lado, Zapata y Villa (y su presidente

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Gutiérrez) y, por el otro, Carranza y Obregón, aunque estos dos no las tenían todas consigo entre ellos. La lucha nacional no se hizo esperar de manera cruenta. ¿Qué habrá pensado Emerenciano Guzmán?, se preguntó Baldomero. México no parecía tener remedio. El peor enemigo del país eran los propios mexicanos, que no contaban con un proyecto común de nación, sino que cada uno de los luchadores intentaba imponer el suyo. Emerenciano discutía conceptos como los anteriores en las reuniones secretas a las que asistía, cuando tenía oportunidad. En una de ellas, que se llevó a cabo en León, después de que la emprendieron en contra de la religión, la iglesia católica y los españoles, como era su costumbre, alguien sorprendió al manifestar que, en realidad, con los españoles peninsulares se había dado un pleito entre hermanos; con los franceses entre primos; pero los estadounidenses, con su lema “América para los americanos” y su convencimiento de que ellos eran América y su bíblico “Destino manifiesto”, que se parece al de “Pueblo elegido”, esos sí eran el verdadero peligro, el verdadero y único enemigo de México. Se armó una polémica a gritos y sombrerazos, pero era cierto. Ante el complicado panorama, los mexicanos eran incapaces de vencerse a sí mismos y de conseguir la fuerza de la nación. En abril de 1915 ya se estaban librando las primeras batallas entre las huestes de Villa y Obregón, que era carrancista entonces. La grande, decisiva, pero no última batalla, se libró en Celaya, durante varios días de ese mes de abril. Se utilizó caballería y artillería. Obregón trajo la novedad de las trincheras, como se hacía en la Primera Guerra Mundial que se desarrollaba en Europa. Villa decía que las trincheras no eran cosa de hombres. Los cañonazos se oían hasta Salvatierra. Así lo atestiguó Luz Ponce que, a la postre, era una niña de nueve años. Murieron miles de los dos bandos. En este magno combate, el “artillero y héroe” de Villa, Felipe Ángeles, causó estragos en las líneas carrancistas. Con uno de los bombazos dirigidos por Ángeles, Obregón fue herido gravemente en el brazo. Entre terribles dolores, intentó darse un tiro en la cabeza, pero sus lugartenientes se lo impidieron. Perdió el brazo. A

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partir de entonces alguna vox populi le llamó “El manco de Celaya”. Pese a esto, Obregón y su gente derrotaron a Villa, que tuvo que salir pitando del campo de batalla. Al Centauro del Norte lo empezó a abandonar su aura de invencible. Cuando los carrancistas fusilaron a Ángeles, Villa lloró como una Magdalena; sabía que esa muerte simbolizaba su propia decadencia. Obregón destrozaría a la otrora invencible División del Norte en Celaya, en León, en Aguascalientes y otras plazas. En Salvatierra, Emerenciano desconfió de Villa y de Zapata. Pero, después de la victoria de Celaya, la gente que era villista empezó a declararse carrancista. Don Emerenciano y don Tomás comentaron estas batallas sentados en la sala vienesa de la casa del segundo, mientras la niña Luz se entretenía cerca. Era ésa la misma sala que Baldomero vería más de noventa años después. Don Tomás lamentaba que todo ese desbarajuste no tenía para cuándo... Era cierto, los caudillos y sus soluciones instantáneas se venían sucediendo uno tras otro desde cien años atrás. Era la fiesta de las balas -como escribió el novelista de la Revolución Martín Luis Guzmán-, pero las balas de los caudillos. José Vasconcelos se asombraba que este escritor Guzmán, que era un personaje cultísimo, prestara tanta atención a Villa. ¿Y la gente de trabajo?, preguntaba don Tomás. En las ciudades escaseaba la comida. En Salvatierra también, aunque tenían cerca los ranchos y sembradíos de los alrededores que mitigaban el hambre. Pero Emerenciano calmaba a su amigo y compadre al decirle que faltaba poco para que se impusiera la ley. Los constitucionalistas iban a permanecer en la presidencia de la República y más pronto que tarde empezaría el dominio de la legalidad y la reglamentación, que eso era lo que había necesitado el país desde la Independencia: un gobierno estable, justo y fuerte para cada uno de los mexicanos. Sin embargo, no todo sería como lo esperaba don Emerenciano. Como después lo reveló la historia. Al poco tiempo, Obregón, cuando se sintió fuerte, rompió con Carranza: antes ya había dado muestras de su ambición personal. Villa, vencido y reducido su ejército a tan sólo trescientos hombres, había querido comprar armas a Estados Unidos y este país se las negó. El 9 de marzo de 1916, Villa cobró venganza al

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entrar con su pequeño ejército -parecía más un grupo de bandoleros- a Columbus, en donde causó grandes destrozos, incendios y asesinatos entre los pobladores, la policía y un fuerte militar del lugar. Incendiaron el hotel principal y la oficina de correos; robaron suministros y pertrechos, cuarenta caballos y alimentos para la tropa. Después se dijo que era fácil entrar en Veracruz, pero era más fácil entrar en Columbus. El presidente de Estados Unidos, Thomas W. Wilson, encolerizado, mandó al capitán J. Pershing, al mando de cinco mil soldados, a que lo persiguiera -¡en territorio mexicano!- hasta aniquilarlo a él y a su tropa de soliviantados. Podría entenderse, por otro lado, que esta operación la hizo Villa más que para vengarse, para enemistar a Carranza con Estados Unidos. Pero en esos momentos se desarrollaba la Primera Guerra Mundial en Europa y Estados Unidos no podía descuidar sus intereses internacionales con otra guerrita en México. Por eso, nada más fueron enviados cinco mil hombres, que entraron -como Pedro por su casa, eso sí- por Ciudad Juárez, Chihuahua, a perseguir a Villa. Pero Estados Unidos tampoco aceptó venderle armas a Venustiano Carranza. Éste las tuvo que comprar a Japón y a Alemania que, tan sólo por la distancia, era más engorroso. Mientras, la aventura de Pershing fue más que trágica, cómica. Llegó a Parral en abril de 1916. No tenía ni pistas del paradero de Villa y sus seguidores. La gente lo había visto en veinte lugares distintos y al mismo tiempo. Era obvio que la población lo protegía. Para los mexicanos, un gringo siempre será un gringo; excepto para los que anhelan en vano ser uno de éstos. Pershing pasó dos largos años buscando a Pancho Villa sin el menor éxito. Éste se había convertido en un guerrillero que estaba en su elemento. Imposible era dar con su rastro. Entre tanto, Carranza debió enfrentar a dos poderosos enemigos y ex aliados suyos: Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, sobre todo este último por intrigante y sanguinario. 4 Era 1919, Emerenciano Guzmán y sus ideas constitucionalistas llevaban dos años sepultados en el Panteón Municipal de Salvatierra. Felipa y sus

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jovencitos cinco hijos sobrevivían muy mal en Morelia. Miseria que alcanzaría al propio Baldomero, que nacería veintinueve años después. La Revolución no se había dado para beneficio de ellos. La Revolución, hasta ese momento, los había despojado. Estaba llegando a su conclusión para hacer surgir otras clases sociales, nuevos grupos de poder, nuevos intereses -opuestos, por lo visto, a la suerte de Emerenciano y su familia-, que se sostendrían en un régimen presidencialista. Creado por Calles, principalmente, para lograr lo que decía Emerenciano Guzmán, un frente común de los mexicanos. El que, en 2000, se consolidaría democráticamente. ¿Cómo? Al ser vencido por elección ciudadana el partido político erigido por la Revolución mexicana -iniciado con Calles- para institucionalizar su permanencia. El infortunio de Carranza creció cuando el ejército federal se levantó en su contra. El 20 de mayo de 1920, a bordo de un tren, en Xico, municipio veracruzano, por una conspiración encabezada por el general Adolfo de la Huerta, fue asesinado Venustiano Carranza, el Jefe Máximo del Ejército Constitucionalista, promulgador de la Carta Magna de la nación del 5 de febrero de 1917. Por su parte, de no haber sido asesinado Emerenciano Guzmán en 1917, probablemente su carrera política tampoco hubiera llegado mucho más lejos de aquel 20 de mayo de 1920. Además del asesinato de Carranza, debido a dos razones: una, por su falta de talento para seguir el sentido de la oportunidad y de colocación y, dos, por su negativa a aceptar la política como una forma de manipulación de la masa y de provecho propio y de sus allegados.

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BIOGRAFÍA DE UN DISFRAZ. CIUDAD DE MÉXICO, 2006. 1 Sábado 24 de junio. Telefoneé a Julio César Schara. Él era historiador y daba clases en la Universidad Autónoma de Querétaro. Nos conocíamos desde hacía décadas y lo felicité por su cumpleaños. Hacía tiempo que ya no éramos jóvenes; pero, le deseé felicidades. La vida, al final, era una aceptación. Borges escribió algo acerca de que el verdadero infierno era la inmortalidad. Además, alguna vez se declaró agnóstico. Lo que era de veras doloroso, concluí, era la conciencia de la degradación del cuerpo. Pronto, tenía que hacerlo, empecé a hablar sobre mi reciente viaje a Salvatierra y Moroleón. Su sorpresivo silencio, apuntalado con algunos pequeños sonidos de entendimiento, me hicieron suponer que mi relato había despertado su curiosidad. Yo nunca me refería a mi abuelo y a mi familia con ninguno de mis amigos. Como si yo viniera de la nada, a pesar de que él conocía a mis padres y hermanos. Quizás no me sentía cómodo en mi propia biografía inconclusa, basada en lo incierto y contrastante. Yo mismo no entendía mucho de ella. En varios sentidos la desconocía y no tenía por qué interesarle a nadie. Esa fue la razón por la que le cayó por sorpresa cada parte que iba contando de mi abuelo y de sus antepasados de Salvatierra y de Moroleón. Dije que los primeros de éstos fueron, lo que debía de ser un

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lugar común entre los mexicanos, colonos españoles, y parecía que hasta italianos que vinieron no “a hacer la América”, sino a México. También recordé que mi abuelo se casó con una morena mestiza, con lo que casi se repitió una vez más la fórmula hermética y evidente de nuestra nacionalidad. Luego reseñé, someramente, el velo negro que cubrió a esta familia a partir del homicidio. Me pareció que iba aumentando su interés. Lo atrajo más la idea que tenía yo de escribir una novela con esa infeliz historia, más allá de la muerte violenta de mi abuelo, que carecía de final definido. La historia, en general, no se había acabado. Pero tampoco tenía un principio legible: estaba abierta en sus extremos. La historia ocurrió, pero luego fue tergiversada en la teoría de la memoria particular y colectiva. Creí que esto último hasta lo interpretó como un hallazgo. No vayas a abandonar este proyecto -me dijo, optimista-, es una novela de México y de su desarrollo histórico. Pese a todo, yo no la veía aún como una novela histórica convencional. Schara agregó que la percibía como la historia de la fundación de pueblos, ciudades y de la nación entera. Arriesgué yo: de la Nueva España, el fundamento del México contemporáneo. Pero, pensándolo mejor, no le faltaba razón. Al principio, yo nada más pensaba en mi abuelo Emerenciano, en mi padre y hasta Ubaldo. Después, se amplió el espectro con mis bisabuelos y aun mis tatarabuelos de Moroleón, mi abuela Felipa, mi madre, la familia de ésta, los entrevistados de diferentes lugares y otros más. No pensaba en la nación mexicana. Gracias a este diálogo con Schara terminé de convencerme de que esta historia podía parecerse a la de otros millones de originarios de esta todavía enorme y compleja nación. No sé por qué, en ese momento se me ocurrió que los mexicanos originarios, estos colonos a los que me acababa de referir, habían estado solos en América. Lo estuvieron todo el tiempo. Lo peor, seguían estando solos. Lo concluí quizás por una proyección de mi soledad individual, una que llegaba a los noventa años. Sin embargo, la soledad que me importaba era de una o dos centenas.

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2 Recordé la extraordinaria alegría que me invadió en Salvatierra y Moroleón al descubrir -como quien encuentra por casualidad un tesoro enterrado- todo ese mundo de mi abuelo. Porque era Emerenciano la parte central, alrededor del cual girarían los otros personajes, factores y circunstancias. Aquí recordé que hacía veinticinco años había escrito una novela con el mismo asunto. El resultado fue un libro de ciento setenta y seis páginas integrado por monólogos de los diferentes personajes, hilados por medio de una narración fantástica que consistía en el encuentro entre un nieto anónimo de Emerenciano que regresaba, después de un largo tiempo, a la colonia Obrera, visitaba los lugares donde había vivido y terminaba en el cabaret El Barbazul, que ocupaba la esquina que formaban las calles Fernando Ramírez y Bolívar. En medio de una atmósfera onírica, difusa, hallaba lo esperado sin decirlo: a Catarrín, un cómico callejero desaparecido -todo allí había desaparecido- de esta colonia. Hablaba con él y esa conversación concluía en un juego de naipes. Era el juego de la vida y de la muerte. Era el juego en el que se apostaba el significado de la existencia del nieto anónimo de Emerenciano Guzmán y de todas las cosas, ya que Catarrín era una especie de adivino o demiurgo, el narrador omnisciente, de aquella extraña historia. A eso se debía esta parte fantástica, que tenía que desarrollarse en el cabaret El Barbazul, lugar emblemático de la colonia Obrera y recuerdo profundo de la infancia del nieto anónimo y narrador visible de la novela. Pero, no me satisfizo por completo. A pesar del esfuerzo que representó escribirla durante casi tres años. (Entonces fue cuando visité por primera vez Salvatierra. A Moroleón no lo consideraba todavía; era como un lugar mítico que había desaparecido hacía mil años.) Decidí guardar indefinidamente aquella novela. Tuvieron que transcurrir otros veinticinco años para que encontrara la forma narrativa, el lenguaje, para desarrollar este asunto insondable. En especial, porque ignoraba casi todo. La novela que recordaba tenía el título: Biografía de un disfraz. El universo del que había surgido esta Biografía de un disfraz, desconocido hasta entonces, era el reencuentro no sólo con mis

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antepasados, sino también conmigo, exactamente conmigo. De ahí venía la enorme alegría. Por fin, después de tantos años sin historia, sin rostro, la gran aventura pudo reducirse, en este sentido, al encuentro consigo mismo. Porque, en este punto estuvimos de acuerdo Shara y yo. No venimos de la nada, no venimos de una figura de arcilla, como el Golem de Praga. Venimos de gente de carne y hueso que ha hecho, levantado -junto con los naturales de la América septentrional-, con su propio esfuerzo, esta nación y ha seguido luchando en ella y por ella, como los antepasados de mi abuelo, a pesar de la ingratitud y hasta necedad de las generaciones posteriores. A pesar de los pesares, había historia. Tenemos toda una historia -repetí. Y no era una frase de discurso demagógico, hueco, de político progre. Era algo sencillo pero penetrante. Quería decir que no éramos huérfanos; que tal orfandad era un mito, mucho menos que eso, una vulgar mentira. Ya entrado en confesiones, añadí que siempre tuve la sensación de haber pertenecido a algo que se había perdido, que yo había ignorado, o que me habían despojado de aquello treinta y un años antes de nacer. De ahí la nostalgia, la amargura, la angustia de verse suspendido en el aire, que no era otra cosa que la caída permanente. De modo que esta historia me va a devolver lo que me han escamoteado, dije cuando colgué el teléfono. Y si nada más por eso fuera, ya me significaría una gran alegría y la más grande de las novelas. 3 Desde mi regreso del viaje a Salvatierra y Moroleón, en 2006, pensé en llamar a Diego Escobedo, con la finalidad de contarle parte de lo mucho que había descubierto. (Cada vez que lo veía yo sacaba el tema de Guanajuato. Con esto, además de acercarme de algún modo a mi abuelo, creía encontrar una esencia de la nación: el criollismo y el mestizaje mexicanos.) Reconocía que no sabía cómo íbamos a tocar al personaje El Relajo Ruiz. Pero, era cosa del pasado y del azar, aunque no estaba seguro que esta frase terminara el tema. No lo encontré; se había ido a España. Eso me informaron en varias oportunidades. La última de ellas, me explicaron que volvía cada cierto tiempo pero que no se sabía cuándo.

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Tuve que aceptar, al fin, el hecho de que sería difícil hacerlo partícipe de mis descubrimientos, puesto que, si era cierto, su tío abuelo no tenía un papel nada digno en aquel drama salvaterrense. Qué grandes coincidencias ocurrían en la vida. ¿Quién me iba a decir cuando lo conocí hacía tantos años, cuando éramos jóvenes -“y bonitos”, dijo él de broma alguna vez-, qué él fuera un descendiente del hombre que había ultimado a mi abuelo? Por otro lado, cuando le pregunté de cuándo databa la llegada del primer Escobedo de su familia a México, me contestó de inmediato, de 1775. El año en el que mi tatarabuelo o sus padres estaban por afincarse en los terrenos de lo que se convertiría en Moroleón. Diego tenía muy claro, como algunos guanajuatenses que había conocido, su pasado criollo. Creo que más allá de su relación con El Relajo, le hubiera dado mucho gusto enterarse de mis pesquisas acerca de mi abuelo moroleonés. Hasta me hubiera apoyado al ponerme en contacto con alguna de sus amistades en el estado. Aquella vez, en Ciencias Políticas, fue una (otra) coincidencia encontrarnos, pero, sin duda, la verdadera y escandalosa sincronía era la del encuentro y desencuentro de nuestros antepasados. Nadie nos lo habría advertido y tampoco nadie -menos nosotros- lo hubiera creído. Era demasiada coincidencia. Una escena muy efectista para ser cierta en el discurso de una novela. Estarían muy forzadas las líneas de la trama y no resultaría convincente. Sin embargo, y desde otro ángulo, esta clase de concomitancias sólo tenían lugar en una trama novelística. 4 Recuerdo que al comentar a Schara esta sorprendente coincidencia, en aquella larga conversación telefónica, exclamó a grandes voces que ya tenía un buen final para mi novela. Que se encuentren los nietos de los protagonistas de aquello de Salvatierra, dijo, y que terminen en un duelo a balazos. No, eso sí es de telenovela, dije, o de película de cowboys del lejano oeste, o de rancheros criollos mexicanos del cine de la “época de oro” -con Jorge Negrete y Pedro Infante en los estelares, siempre que la dirección estuviera a cargo de Luis Buñuel-, pero me di cuenta de que la realidad pudo haber sido de esa manera. Por un momento me quedé mudo y dejé que Schara siguiera improvisando

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soluciones melodramáticas. La venganza más allá de la muerte sería un buen título, improvisó. Ambos festejamos la ocurrencia. 5 Después de que colgué el teléfono, me vino a la mente otro desenlace. El investigador confirmaba que el asesino era precisamente el abuelo del amigo guanajuatense. No podía ser otro. Entonces a aquél lo invadía un odio sorpresivo, que lo hacía sentir el impulso de cobrar la afrenta de 1917. La novela podía tener otro título: La herencia del odio. Con algunas dificultades conseguía una pistola e iba a buscar a Diego a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Lo esperaba en el estacionamiento. Al verlo, le gritaba que se defendiera. Como en una película de vaqueros exactamente. Entre filas de automóviles detenidos, bajo el sol cegador de la una de la tarde, sacaba el arma antes que él y le disparaba. El cuerpo del nieto de El Relajo terminaba tirado entre dos automóviles en el estacionamiento para maestros de Ciencias Políticas. Así quedaba saldada la cuenta y era un final de acuerdo con alguna de las viejas costumbres de Guanajuato, donde la vida no valía nada. No estaba mal, pero la historia se hubiera hecho trivial. Como ésa, había habido tantas en las películas de charros mexicanas y de vaqueros gringas; y más en las canciones rancheras y en los corridos. Pese a todo, éste sería un corrido de la lejana Revolución: el corrido de Baldomero Guzmán. No sonaba tan mal. Otra posibilidad era que, de tan absurdo, ni uno ni otro de los amigos contemporáneos aceptaban la herencia de odio de sus abuelos y Diego le daba a Baldomero las señas de una tía de Guanajuato, para que se ayudara en la investigación. Baldomero llegaba a la hacienda de la tía. Una señora de edad que lo recibía cortésmente, ya que iba bien recomendado. Pero cuando se ponían a hablar del asunto iba surgiendo la verdad poco a poco. Y sí era cierto todo. El asesino era un pariente cercano, incluso padre de la entrevistada. En los primeros instantes, Baldomero no supo qué hacer. Experimentaba una ira que desconocía al descubrir que estaba ante la hija del asesino de su abuelo. La tía de Diego, una vez confirmada la historia y vista la

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confusión de Baldomero, se alarmaba y comenzaba a pedir ayuda a su gente de la hacienda. Cuando Baldomero veía a la señora hacer eso, hizo de lado sus sentimientos y trató de calmarla. En eso, hacían su aparición dos empleados de la señora, que al verlo que detenía a su patrona, creyeron que forcejeaban y, sin más, lo atacaban. Baldomero trataba de huir. Los empleados de la mujer lo perseguían y lo alcanzaban en los jardines. Se enfrascaban en una violenta pelea el perseguido y los perseguidores. Uno de los hombres sacaba una pistola de la cintura y le disparaba a Baldomero. Caía otro Guzmán de esta historia de la manera más injusta y errónea. Tampoco me hizo gracia este desenlace. Porque volvía a abaratarse la novela. No pasaba de la mera anécdota y, para colmo, con reacciones previsibles, banales, además de humillantes para mí. Deseché estas dos soluciones. Definitivamente, la novela no sería La venganza más allá de la muerte, ni La herencia del odio. 6 12 de diciembre. Estaba hojeando el periódico, cuando llegué a la página de los horóscopos. De manera inconsciente busqué el correspondiente a mi signo del zodiaco y me sorprendió lo que decía: “Tienes razón en pensar que la vida es como una leyenda, no importa qué tan larga sea, lo importante es que esté bien narrada. Tú te estás esforzando porque la tuya sea de las mejor contadas.” No supe qué pensar. O al contrario, ensayé varias interpretaciones atropelladas. Entre éstas: La leyenda era la de mi abuelo. Yo no tenía ninguna. ¿Qué querían decir esas líneas?, o mejor, ¿cómo encajaban con la tensión de la novela que estaba viviendo? ¿O acaso pretendía hacer mía la leyenda de mi abuelo al escribirla? Me quedé con la incógnita, en tanto me preguntaba si tenía algo qué ver la fecha que era el aniversario de la aparición de la Virgen de Guadalupe en el Tepeyac.

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LA CRUDA NOCHE. CIUDAD DE MÉXICO, 2007. 1 En los primeros días de enero, me encontraba atrapado por la fatiga. Me sentía mal. Deprimido. Pasaba por una crisis de la colitis. Tampoco podía dormir bien. Sufría una o dos horas de insomnio. Volvía a dormir un poco antes de levantarme, ya con el sol en alto, pero el cansancio me dominaba durante el día. Comprendí que estos síntomas habían aparecido porque no me había concentrado en la escritura de esta novela. Y eso era lo que debía hacer. Con motivo del nuevo año, una amiga de nombre Alma Lilia, me invitó a comer a su casa. Me presenté en esas lamentables condiciones. Lo primero que me dijo cuando se sentó frente a mí fue: Estás muy demacrado. ¿Te sientes bien? Sí, sí, es sólo cansancio. Y continuamos charlando de cualquier cosa. Le pregunté sobre su trabajo. Después de largo tiempo de no verla, me había encontrado con que se dedicaba a dar terapias de cierto tipo. Me habló acerca de su método y sus experiencias con sus clientes. Al despedirme, me recomendó que debería cuidar ese cansancio. Esa noche, tampoco me fue posible conciliar el sueño como era necesario.

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Al siguiente día agradecí por correo electrónico sus atenciones. Añadí, tal vez para explicar mi mal aspecto del día anterior: “Me sentía cansado”. Y agregué un poco de literatura: “Siempre estoy en deuda con el descanso. Vivo un poco tenso, porque pienso constantemente en lo que sigue y eso no me deja descansar como es debido”. Estaba pensando en la novela de mi abuelo, pero esto no se lo escribí. De cualquier modo el tono no era el indicado. “Voy a tratar de corregirlo”, escribí. Luego le hablé de la enfermedad que padezco y que estaba, como dicen los médicos, estable. Me contestó Alma Lilia: “Amigo querido: Tu malestar tiene factores físicos desarrollados por razones múltiples. Sin embargo, el que la enfermedad se detenga tiene qué ver con tu yo interno. Tus emociones no están en orden, aunque parezca que sí. No tienes control sobre tu emotividad. Por eso es tu poco descanso, tu presión sobre el mañana, sin estar bien en el presente. Los médicos sólo pueden aliviarte una temporada. Mientras no sanes tus emociones, al poco tiempo te vas a generar más dolencias. Los médicos nuevamente te sanarán por un tiempo y así se repetirá una y otra vez. Sería bueno que leyeras Mandatos del amor, de Claudio Wollenberg. Editorial El Cisne Azul. El alma se vincula a nuestros ancestros. Y tú estás vinculado a algo, o a alguien del pasado...”. Aquí me detuve. ¿Estaba vinculado con alguien del pasado? Pensé de inmediato en mi abuelo. Pero, no aceptaba que ella me hubiera señalado este problema. Después, creí que ella se refería a una persona contemporánea. Lo más común sería una mujer. Ésta no era la situación. Hubiera sido más fácil de haberlo sido. Pero, dijo claramente: “El alma se vincula a nuestros ancestros. Y tú estás vinculado a algo, o a alguien del pasado”. No podía ser tal vinculación. Pensaba en un ancestro, en mi abuelo y en quienes lo rodearon. Era cierto, pero de ahí a que estuviera vinculado a él, ya me resultaba un tanto fantástico. ¿Cómo podía darse una vinculación con alguien que había vivido en los últimos años del siglo diecinueve y primeros del veinte? No entendía a qué se refería. “...y expías el sufrimiento con tu dolor físico y emocional”, dijo.

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“No me creas, siguió Alma Lilia, pero te siento muy atorado, estás muy demacrado, por todo lo que cargas sin saber que lo haces y cómo lo haces y para qué. Yo te quiero mucho, por eso te digo todo esto”. Y sentenció: “En tu mirada puedo distinguir un daño muy profundo. Y es por amor, un amor ciego...”. ¿Un amor, y ciego?, me pregunté. “...que no te permite ver lo que te está ocurriendo. La culpa nos debilita”, dijo. Vaya que la culpa debilita. Pero, ¿a qué culpa se refería? Como decía el personaje central de El extranjero, de Albert Camus, uno siempre está con algo de culpa. La única culpa que reconocía en ese momento era la de no tenerlas todas conmigo para continuar escribiendo la novela de mi abuelo. “Y tú sientes culpa y remordimientos de algo y ni siquiera lo tienes claro”, siguió. “Mi mano está siempre dispuesta para tomar la tuya.” Más tarde, contesté: “Gracias Alma Lilia, por tus buenas intenciones. No sé qué pensar de lo que me dices. Aunque tampoco me resulta tan extraño. En todo caso, es interesante. Alguien que expía una culpa cuyo origen desconoce. Es Franz Kafka en cualquiera de su profundos textos. Me harta cómo se utiliza impunemente el nombre de Kafka. Por cualquier tontería, meten su nombre. Ya no quisiera nombrarlo. Pero, esto es Kafka, en una de sus facetas: la culpa de origen desconocido. La culpa sin rostro. Si eso fuera cierto, dudo que se pueda resolver. ¿Qué puede resolverse si no se sabe nada? Todo sería meras conjeturas. No hay un problema real, identificable. Tal vez éste radica en tener la capacidad para darse cuenta de las cosas tal como son. Porque, ¿cómo se puede estar vinculado a alguien que ni siquiera conoces o no sabes de él?” Seguía pensando, ¿en quién si no?, en mi abuelo. Y, tal vez, esa era la explicación: No conocía casi nada acerca de Emerenciano Guzmán, razón suficiente para que mi capacidad de imaginación desarrollara, entre otras cosas, mi estrecha vinculación con él, alguien que había muerto ya noventa años atrás.

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“Sin embargo, dije, creo que puede haber una equivocada intención de elegir los caminos más largos y penosos para llegar a determinado sitio, aun cuando podría hacerse de manera fácil o directa. Esto creo que podría ser el verdadero problema. Un problema de apreciación y, claro, de conducta. Pero, está muy interesante tu planteamiento. Ya conversaremos más al respecto.” En realidad, había evadido lo que ella insinuaba un poco al azar. Apenas sí le había dicho algo respecto a Salvatierra y Moroleón y de la novela que me obsesionaba. De cualquier modo, al azar o no, había dado en el centro del conflicto: Mi falta de identidad que, por fin, encontraba una línea narrativa en la pasada existencia de Emerenciano Guzmán. Naturalmente, cuando Alma Lilia dijo que “el alma se vincula a nuestros ancestros”, yo pensé de inmediato en mi abuelo. Pero era probable que la interpretación de sus palabras la hacíamos de manera distinta. El tono que ella dio parecía sobrenatural. Y yo no veía, o no quería ver, ningún lazo sobrenatural. Veía nada más la pasión por conocer lo propio, la explicación de esta historia y el señalamiento de algunos de sus errores o faltas. Mi enfermedad era el cansancio. Más que eso, la melancolía, la amargura. En eso sí la asistía la razón. Yo podía atenderme médicamente, pero si no erradicaba a fondo el origen, nunca iba a alcanzar auténticos progresos. De acuerdo. El conflicto que sospechaba lo veía yo paralelo al de la historia de México; en todo caso, mi conflicto era resultado de aquél. ¿Por qué pensaba tal cosa? Creía que la historia de México me había negado el lazo con mi abuelo. Pero no sólo fue que lo mataron por una pugna política y social -y personalde 1917, sino que me habían amputado mi particular historia. Ya no entendía mucho cuando Alma Lilia hablaba de emociones y expiación. Ella dijo que estaba “vinculado a algo o a alguien y expías el sufrimiento con tu dolor físico y emocional”. ¿Qué clase de vinculación existía, desde su punto de vista, entre don Emerenciano y yo? Lo más probable era que sólo yo hubiera podido llegar a esa explicación. Aunque, de este modo, también cabría la posibilidad de engañarme. ¿Y por qué me reportaba sufrimiento? No supe a qué se refería. Luego agregaba lo más desconcertante: “La culpa nos debilita. Y tú sientes culpa” (¿de qué?)

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“y remordimientos” (¿con respecto a qué?) “de algo y ni siquiera lo tienes claro”. Si no lo tenía claro, si no veía el fantasma, entonces no existía. Pero sí existe el daño, hubiera dicho ella. Y yo lo padecía, en efecto. Sin contar la alusión al “amor ciego”, que tampoco entendí, ¿de qué habría de sentirme yo culpable? ¿Del asesinato que cometió un tal José Ruiz, un desconocido para mí? Éste no me interesaba más que como un personaje que de tan mala manera se relacionó con mi abuelo. ¿De la muerte de Emerenciano Guzmán? ¿Por qué habría de sentirme culpable de una muerte ocurrida nueve décadas atrás? ¿Del orden del mundo o de la vida que permitía tales injusticias y abusos? Esta duda absoluta era lo que me producía indignación, ira, temor, pero ¿culpa? Yo no hice ni dejé de hacer nada para que aquello ocurriera. Pero, ¿quién me decía que yo, como mi padre -en su momento y a su manera-, no me sentía despojado, robado, humillado por un poder superior a mí, cualquiera que fuera su naturaleza? Y si era eso, tal vez tenía razón Alma Lilia, y yo podía recuperarme -más valía tarde que nunca- de esa derrota que me infligieron treinta y un años antes de nacer. 2 Me vino, que ni mandada a hacer, la idea de la tragedia griega. Sófocles, Eurípides, Esquilo. Como bien decía uno de sus comentaristas que leí por suerte en esos días: La tragedia sobrevenía no por los errores y limitaciones de los protagonistas, sino, al contrario, por sus virtudes. Si hubiera sido de la primera manera, hasta se justificaba el daño: su torpeza lo hizo sufrir determinada consecuencia. Pero, en la segunda, el análisis tomaba otro cauce. Era cierto. Un poder mayor, en este caso el destino, el de los dioses, era el que imponía una realidad al protagonista. Tampoco era tan sólo una fuerza caprichosa, como siempre se entendía, sino lógica. La tragedia de esta naturaleza poseía movimiento lógico, que ocasionaba determinado resultado. Era el destino el que elegía a un individuo, no era éste, con su conducta errática, la que lo creaba. Una idea brillante, pero aterradora. Entre más luchaba por liberarse de las redes de la fatalidad, este individuo elegido se vería más atrapado entre ellas. Como el que, hundido en las aguas,

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empezaba a tirar brazadas y patadas, que lo único que hacían era hundirlo hasta la muerte. Aquí cabía preguntarse, ¿qué era entonces el destino? ¿Era un Dios, acaso? Y si lo era, ¿estaba jugando con los individuos? Y si esto era lo que ocurría, ¿cuál era la finalidad? En otras palabras, ¿qué sentido tenía toda esta imposición divina? ¿Y si no era divina la razón, no sería resultado de la coincidencia o de la suerte? Como cuando una obra literaria mediocre era celebrada por motivos del instante social o histórico. En tanto que una obra importante era ignorada durante treinta, sesenta años o por siempre, sólo por no haber coincidido con el receptáculo necesario. En este último caso, precisamente, la virtud era la causa del error, del pecado, de la derrota y del castigo.

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UN SIGLO DE AUSENCIA. CIUDAD DE MÉXICO, 2006. 1 Jueves 6 de julio. Volví a buscar por teléfono a Lucha. Le pregunté si sabía algo acerca de una visita que Baltasar hizo a Moroleón para ver a una tía suya, como me lo contó Ernestina. No, no sabía nada respecto a esa visita. Sin embargo, esta pregunta la hizo recordar que Balta, como ella decía, sí visitaba a su tía María de Jesús, una hermana de Emerenciano. ¡Ah!, ignoraba que Emerenciano hubiera tenido una hermana. Mi padre sólo hablaba de Alberto, el hermano que vivía también en Salvatierra. No, dijo, también tenía esta hermana y Balta la visitaba cuando vivían en Morelia. Le decía la tía Chucha y era señorita, nunca se casó. Esto era insólito; me refería a su existencia, no a que haya sido señorita. ¿De dónde habrá sacado Lucha a esta tía? Esto, sin embargo, me hizo recordar que cuando fui a la parroquia de San Juan Bautista, de Moroleón, a pedir una copia del acta de bautizo de mi abuelo, me atendió una bonita joven -del tipo del Bajíoque no me dio ningún resultado de la búsqueda que hizo en su computadora. ¿Por qué?, pregunté. En el año que di, 1879, no aparecía el nombre de mi abuelo, pero dijo que sí aparecían otros cinco o seis nombres registrados con los mismos apellidos. Nombres que tampoco me quiso dar entonces. Eso me molestó. Era una actitud de ocultamiento. Me pareció que respuestas como ésta iban en contra de

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la ley de transparencia recientemente expedida, aunque no sabía si esta ley afectaba a la administración eclesiástica. Además, preguntaba sobre mi propia familia y se me negaba. ¿Con qué derecho? No entendí por qué hacían eso. En realidad, como en el Registro Civil de Salvatierra (donde me dijeron que no podía ver las actas de nacimiento ni de defunción completas, a menos que fuera con la orden de un juez), la parroquia me ocultaba la información, mi propia información, quién sabía por qué razones. Entonces se me ocurrió que mi bisabuelo, Luis Guzmán, hubiera tenido otros hijos fuera de matrimonio, o antes del mismo. También pudo haber sido una mera casualidad. El apellido Guzmán había sido muy difundido en esa zona de Guanajuato y creía que en todo el Bajío desde el origen de la Nueva España. Por los herederos legales o directos del nombre, pero más por los evangelizadores que bautizaban a los naturales de estas tierras en grupos, por cientos, al azar, con cualesquiera de los primeros apellidos allegados: Guzmán, López, González, Rodríguez, Gutiérrez... Pero, ¿también Cerrato? Al seguir la conversación telefónica con Lucha, mencioné la cantina La Puerta del Sol y la posibilidad de que Emerenciano acudiera allí con frecuencia. Lo dije en el sentido de que era un lugar de reunión de los hombres, tal vez los más pudientes, de Salvatierra, y ella lo entendió como que iba a emborracharse. Me aclaró que Emerenciano no bebía alcohol. ¿No, por qué? No supo explicarme, sólo dijo que no bebía alcohol. (No me hubiera extrañado que tuviera colitis ulcerosa crónica inidentificada; aunque en ese tiempo no se tuviera conocimiento de esta enfermedad. ¡Y él me la heredó! Además, me había dicho el gastroenterólogo Pérezblancas, del Hospital Mancera, que era una enfermedad hereditaria y que su origen estaba en nuestros antepasados europeos.) Eso me admiró. Su hermano Alberto, según dijo mi padre, era un bebedor empedernido. ¿Y si Emerenciano no bebía, qué hacía para pasar el rato en el pueblo? No quería decir que tuviera que ser borracho consuetudinario, pero había que reunirse con los amigos, jugar un dominó, echarse una partidita de cartas españolas, beber un par de copas, una cerveza, mientras se intercambiaban las

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últimas noticias y giros políticos. Lucha también agregó que la familia tenía dos fiestas al año: el cumpleaños de Felipa y el de Emerenciano. Los niños no contaban. E ignoraba las fechas de tales fiestas. Para mi estupor, Lucha me dio otra versión del homicidio del abuelo: El señor Emerenciano, dijo, iba a entrar al mercado Hidalgo, frente a la antigua calle de Salazar. (Construido en 1910-1912, en el que fuera el jardín de la meditación del convento carmelita. La fachada en cantera rosa, con la guirnalda del reloj al centro, relucía a la luz de la mañana). Empezaba a subir los cinco o seis escalones que lo llevarían a la entrada, como vestíbulo techado a dos aguas, cuando lo detuvo la voz alta de un sujeto: ¡Así te quería agarrar! El aludido se detuvo con una pierna en un escalón y la otra en el de abajo y se volvió a ver quién era y, para su desgracia, reconoció a su enemigo declarado, El Relajo. Intentó echar mano a la pistola que llevaba en la cintura pero el que ya lo apuntaba con la suya le disparó a mansalva. Cuatro o más tiros se oyeron a cincuenta o cien metros a la redonda. Por el impacto de las balas, don Emerenciano cayó y rodó por la escalera del mercado. Y ahí quedó el cuerpo inerte en la calle. Esta versión difería de la de mi padre y de la que había encontrado en la Hemeroteca Nacional. Tenían más coincidencias estas dos últimas. Parecían más convincentes. ¿Qué tenían qué hacer en el mercado Hidalgo, y al mismo tiempo, Emerenciano y El Relajo? De acuerdo, eran comerciantes, pero era más creíble el escenario de la cantina para tan desastroso suceso. Lucha, con su voz sonora, ya estaba encarrilada. Me contó que “el señor Emerenciano defendía a los pobres”, que por eso tenía “enemigos entre los de su clase,” así lo dijo. Que Felipa y sus hijos abandonaron Salvatierra al año del homicidio. ¿Lo hicieron porque salió libre el homicida? Eso no lo sé. Me repitió que Baltasar comentaba que su abuelo, Luis Guzmán, era hacendado, pero, por la Revolución, perdieron sus propiedades y quedaron con lo que traían puesto. Además, dijo que Baltasar acompañó a su padre muchas veces. Como cuando se ocultaba de los revolucionarios enemigos, villistas generalmente, que llegaban a

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la ciudad: se escondían en las huertas, por el río. Allá dormían, hasta que se iban aquellos del pueblo. Era lo mismo que comentó Rodolfo. Se entendía, ya que tenían la misma fuente. Lucha, ¿Baltasar fue a Moroleón o no? Que ella supiera, durante cincuenta años de vivir juntos, nunca fue a Moroleón. Y, por lo tanto, no sabía nada de la familia que vivía en ese pueblo. Tampoco supo decirme cuándo llegó don Emerenciano a Salvatierra. Después, me di cuenta de que no pregunté sobre si aquél continuaba siendo católico. Las familias mexicanas, de acuerdo con nuestras tradiciones desde la Nueva y Vieja España, lo eran, pero él, por sus inquietudes liberales, pudo haberle dado la espalda al catolicismo. Sospechaba que hasta masón era. En uno de los documentos que había tenido oportunidad de revisar, firmado por él, observé tres puntos al final de la rúbrica, signo de los masones, según me enteraría después. Pero, no estaba seguro. Entonces, ¿mi abuelo era masón? Eso no te lo sé decir. Balta nunca dijo que lo fuera. Ah, respecto a la enfermedad de Baltasar, la que lo aquejó en 1917. Le dio paludismo, dijo Lucha. Esta enfermedad le vino, pensé yo, después del homicidio del abuelo. Debió de haber sido por la amargura. Todo se vino abajo. Se acabó. Su mundo se había desmoronado. Cierto. Pero había cosas que podían durar muchos años, un siglo, o mucho más en llegar a su término. Un siglo de ausencia, se podía llamar esta historia: como el título de una canción interpretada por el trío Los Panchos, de moda en México en los años cincuenta. Nada más que en la canción era una metáfora y a esta novela la describía. A propósito, la frase ”Un siglo de ausencia” me recordó la de “Cien años de soledad”. Son parecidas. La primera hubiera quedado bien como título de esta historia. Para Baltasar, no pasó de la enfermedad misma, por lo que se vio. Pero lo que no se vio fue que el derrumbe de todo lo que significó la muerte sorpresiva e injusta de su padre, lo debilitó para que la enfermedad prendiera. Una muerte chiquita. Un médico recomendó a Felipa que Baltasar se quedara en Salvatierra para que se curara. ¿Dónde iba a ser? Se quedaría en la casa de Tomás Ponce. Le recetaron unas inyecciones, baños a las once de la mañana en el río, y luego que lo

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pusieran sin camisa al sol, una hora. Tal cuadro fue el que recordaba la tía Lupe de Chelo. Lo ponían en una silla al sol; estaba tan débil que pronto se amodorraba y permanecía ahí tumbado; por eso ella creía que había muerto. Esta tía de Chelo era la que yo había conocido en mi primera visita a Salvatierra: la anciana que llegó hasta mí en silla de ruedas y levantó la cabeza para verme. ¿Ya se curó Baltasar? -dijo, como si hubiera sido ayer. Y hacía sesenta y seis años de aquella enfermedad. 2 Miércoles 12 de julio. Volví a telefonear a Lucha. Entonces hice la pregunta. ¿Era católico Emerenciano? No era mocho, dijo; pero sí iba a misa cada mes. Tampoco impidió que Felipa fuera católica cumplida con los preceptos de la Iglesia y que llevara con ella a sus hijos. Lucha, ¿Baltasar dijo algo referente a los masones?, insistí. No. ¿Liberales? No. ¿Un Partido Liberal Revolucionario? Sí, algo como eso dijo Balta, pero no estoy segura. ¿Recuerdas un periódico de Salvatierra llamado Vindicador social? No. ¿Recuerdas el nombre del asesino? No, Balta nunca hablaba de eso. ¿Recuerdas a un tal Agustín Aguijar y Mayador? No. ¿Cuáles eran las aspiraciones políticas de Emerenciano, quería ser diputado o..., gobernador, por ejemplo? No sé nada de eso. Pero, sí, sí, Balta dijo una vez que su padre quería o iba a ser algo así. ¿Cuándo lo iba a ser? ¿Cuando lo mataron? Eso sí ya no te lo sé decir. A la mejor y sí, ¿verdad? ¿Alguna vez regresó Felipa a Salvatierra? Sí, varias veces, pero no mucho. ¿A quiénes veía y para qué? No sé. ¿Emerenciano fue enterrado en Salvatierra? Sí. ¿Dónde? No sé. ¿Felipa visitaba la tumba? No te sé decir. Pero cuando fue, debió haber ido a visitar la tumba. Cualquiera en su lugar lo hubiera hecho. ¿No sabes por qué dejaron de comunicarse con Alberto, el hermano de Emerenciano? Tampoco te sé decir eso. Balta no lo mencionaba. Sólo hablaba de sus padres. Pero pudo ser que no se llevaban bien con Felipa. ¿Por qué? Porque la veían muy india. ¿Era india Felipa? Bueno, no exactamente, pero, para los de la raza de los parientes de Balta, era india. ¿Qué raza eran? Pues el señor Emerenciano y su gente eran españoles.

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Oye, Lucha, ¿y estás segura de que Emerenciano tenía una hermana? Sí, cómo no, afirmó. Y vivía en Morelia, no en Moroleón. Mi padre nunca mencionó a una tía Chucha. Recordó ella que cuando Baltasar pasaba por su casa, esta tía se asomaba a la ventana y lo llamaba. Baltasar, ven -le decía y hacía un movimiento con la mano para que fuera. Cuando éste se acercaba, le decía: Mira, dile a Felipa que venga a visitarme, que no sea tan orgullosa. Observación acertada. Felipa, se notaba por sus acciones, era muy orgullosa. Era lo único que tenía: el orgullo; pero lo tenía muy grande. Lucha abundó: Los pobres nada más tenemos nuestro orgullo, dijo, al identificarse con ella. ¿Tú crees que no la querían? No sé, respondió, pero la gente de su raza desprecia a la nuestra. Volvió a tomarlo como personal y de paso me incluyó. ¿La mexicana es una raza? Balta, siguió, no les decía españoles, les decía gachupines. ¿Así les decía también Emerenciano? Eso no lo sé. Pero yo creo que la tía Chucha le hablaba a Baltasar porque era güerito. Era el güerito de Felipa. Así le decía: Mi güerito. Probablemente, se me ocurrió, Abrahamcita tampoco aceptaba a Felipa por la misma razón. No, pues, con la señora Abrahamcita ha de haber sido peor, dijo Lucha. ¿Por qué? Es que ella les decía: A las mujeres, ni todo el amor, ni todo el dinero. A veces, según el caso, también decía: Nosotros no tenemos costumbres de indios. Luego salió a cuento el otro hijo de Emerenciano. Manuel, se llamaba, dije. Sí, así se llamaba. Manuel no era de Felipa y era mayor que Angelita. Entonces habrá tenido unos dieciocho años, dije. Y trabajaba en la fábrica de textiles La Reforma, de Salvatierra, contó Lucha. Balta iba a buscarlo a la fábrica, agregó, para que le diera unos centavos. Era hijo de una señora que se llamaba Dolores y era de Salvatierra. Se me ocurrió provocar a Lucha. ¿Por qué crees que Emerenciano se casó con una mujer como Felipa y no con una blanca, de las que había muchas en Guanajuato? No supo qué contestar de momento. Luego dijo, pues porque le gustó al señor. Luis Guzmán, padre de Emerenciano, ¿murió en Moroleón de manera natural o también lo mataron? Recordé que mi padre no decía que tuvieran una hacienda. Lucha dijo que no sabía nada al respecto,

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excepto que sí tenían una hacienda. Luego agregó lo de que el abuelo se mandaba a hacer sus trajes en la ciudad de México. Aunque en Salvatierra había doce sastrerías, veintidós talleres de zapatería, cinco cajones de ropa, dos sombrererías, amén de muchos otros establecimientos comerciales, algunos hoteles y otros servicios. Cuando colgué de la llamada a Lucha, me quedé reflexionando. Si el hijo que Emerenciano tuvo antes de casarse tenía diecisiete, dieciocho años en 1916 o 1917, significaba que había nacido entre 1898 y 1899 y, por lo tanto, aquél ya vivía en Salvatierra entonces. Así que debió de haber llegado en 1896 o 1897. Si consideraba esta fecha, Emerenciano tardó en llamar la atención. No sé cuándo empezó a desempeñar puestos públicos, pero si lo hizo en 1914, según los documentos más viejos que revisé, ya no era tan joven para iniciar una carrera política en esa época. Era un hombre de más de treinta años.

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LA VIDA ESTÁ EN OTRA PARTE. COLONIA OBRERA 1 La primera intentona que hicieron Luis Guzmán y Emiliana de emigrar a la ciudad de México, fue en los años treinta. Consiguieron una vivienda en la calle Pensador Mexicano, esquina con la calle 2 de abril, que, a su vez, desembocaba en San Juan de Letrán. En Pensador Mexicano se ubicaba la Catedral del Danzón, el Salón México. Algunas tardes, Emiliana se sentaba en la entrada de la vecindad para cuidar a sus pequeños Ubaldo y Amelia -a Irma la tenía en un carrito-, que jugaban un rato con otros niños. Mientras, sin querer queriendo, le echaba un ojito al Salón México, y veía llegar a las mujeres de vestidos entallados, metidos con calzador, decía, de colores chillantes, zapatos de tacón y correa y el pelo enchinado con permanente. Los hombres con sus mejores galas, en el estilo pachuco, sacos con hombreras anchas, ceñidos en la cintura y largos, casi hasta medio muslo; pantalones (a algunos les llegaban hasta las costillas) con pinzas, bombachos arriba y estrechos en los tobillos. Zapatos de dos colores, de punta y tacón cubano. También entraba gente vestida con elegancia y otros muy pobretones. Era que había dos salas de baile para diferente tipo de clientela. En uno, decían que había un letrero: “Prohibido tirar colillas de cigarro al piso, se pueden quemar los pies las damas”. Se veían llegar hombres de raza negra. Cubanos, dijo una vecina, son negros cubanos.

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Eran los músicos de las danzoneras. En Morelia no había de esos ni se oía el danzón. Así que se detenía a verlos, sobre todo por como vestían, muy vistosos, usaban colores vivos, chillantes, pero también el blanco y el negro; y no faltaba una mujer rubia que llegaba con ellos. No sé cómo pueden andar con esos hombres, pensaba Emiliana, a mí me daría miedo. Aunque han de ser simpáticos y buenos bailarines, se decía mientras evocaba las fiestas y bailes familiares a los que le gustaba asistir en Morelia. Recordó entonces que cuando su mamá Pachita y ella vivieron un tiempo en Tampico, para ocultarse de su padre, tuvo una compañera negrita, a la que las otras niñas molestaban. Era la primera persona de color, dijo, que conocía. Se compadeció un poco. Hizo amistad con ella, pero un día vio a su papá, que era un negro grandulón, corpulento, le dio miedo y ya no se le acercó. A propósito, cierto día, les dijeron que iban a entrar a Tampico los zapatistas. Los parientes de Francisca, que tenían una fonda que parecía restaurante, le aconsejaron que se escondieran las dos, porque entre esos zapatistas venía Marcelino Juárez, el padre de Emiliana, que había jurado matarla a ella y quedarse con la niña. Creían que Marcelino era capaz de todo. Una vez, Luis llegó un poco más temprano de lo acostumbrado del taller y le calló mal encontrarse a su mujer en la entrada de la vecindad. Eran más de las seis de la tarde. Métete, te van a confundir con la güilas del Salón México, le dijo malhumorado. Es que saco a los niños a que se oreen cuando ya terminé el quehacer de la casa; tú has de creer que nada más me estoy rascando la panza. De todos modos, no salgas a esta hora, no vayan a creer que eres una de las danzoneras del Salón. Si, tú, muy bonita me voy a ver yendo al Salón México con estas trazas y con mis chiquillos. Ah, ya te fijaste cómo andan vestidas las viejas ésas, qué bonito; pues, no quiero que te expongas saliendo a la calle a estas horas. Vámonos adentro, terminó Luis. 2 La segunda y definitiva emigración a la ciudad de México fue porque Lola, la hermana de Zamudio, le dijo a Emiliana, se habían de venir para

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acá, que todo es muy bonito, muy grande, muchos coches, mucha gente bien vestida, aquí hay trabajo para todos y escuelas para los chamacos. Qué esperan, vénganse a México. Luis empezó a planear la escapada. Como era un buen trabajador no dudó en encontrar un empleo en alguno de los muchos talleres o hasta en una de las grandes fábricas de calzado de la capital. Así que en poco tiempo ya estaban esperando el autobús que los conduciría a este destino; llevaban sus pertenencias en cajas de cartón amarradas con cuerdas y velices de lámina. Ya era el año 1938 o 1939. En España, se había librado una guerra civil y había dejado huella en Morelia: El gobierno de México recibió a un nutrido grupo de niños y jovencitos españoles para su cuidado mientras terminaba el conflicto armado y los instaló en esta ciudad, ya que el presidente de entonces era michoacano. Ubaldo contaba que estos chamacos les caían gordos a los niños morelianos que, como a él, les daba envidia que los trataran tan bien y ellos, siendo mexicanos, vivieran tan mal. Así, Ubaldo, junto con Roberto Ocaranza, que parecía más español que muchos de los españolitos, y otros niños morelianos, esperaban a que los hicieran salir en fila para ir a algún lado y entonces les arrojaban piedras y los llamaban garbanceros y gachupines. Aquellos de entre los españolitos que tenían más edad, y que no eran ningunas peritas en dulce, les contestaban con insultos como indios emplumados, gilipollas y dénse por el culo y, no pocas veces, terminaban a tortazos y trancazos, patadas y mamporros, aunque rápidamente los separaban y se resolvía el zipizape. Esta rencilla infantil, entre morelianos y peninsulares, recordaba el conflicto mayor entre criollos de la Nueva España y españoles que venían de la Vieja España a ocupar los mejores puestos burocráticos, a hacerse de tierras con facilidades para establecerse y, ya lo dije, a casarse con las mujeres más guapas de estos lares. Decían dentro y fuera del reino que las había y muchas y tan bellas o más que las españolas o las italianas. Además, algunas eran herederas de fortunas. Por eso, entre otras razones, los criollos iniciaron la Independencia en 1810, que en realidad fue en 1808. Pero todo esto no lo pensaban Luis, su mujer Emiliana y menos el jovencito Ubaldo, que venía acompañado de sus hermanitas,

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Amelia, Irma y Elvia, sin contar las otras dos niñas que murieron en Morelia. Se enteraron de la guerra civil española por los Niños de Morelia, que así se les conocía en el país a estos chamacos refugiados en México. En la primera comida que les ofrecieron en la casa de Morelia que les destinaron, les dieron tortillas y estos muchachos guerrosos que nunca las habían visto, las tomaron y las arrojaban al aire como si fueran platillos voladores entre la algarabía de los más pequeños, que los había de cinco, cuatro y hasta dos años de edad. En España, sus padres dijeron que los mandaban a México para protegerlos mientras duraba la guerra. Ésta llegó a su fin y siguió el franquismo. Muchos de estos niños terminaron siendo huérfanos u olvidados y no regresaron hasta que fueron adultos; otros tantos se hicieron mexicanos. Y de ese conflicto todavía más grande, que estaba detrás de la guerra civil española, que fue la inminente Segunda Guerra Mundial, no tardaría en enterarse la familia Guzmán. Ya se había erigido el III Reich en Alemania y se estaba anexando Austria y parte de Checoeslovaquia. Las otras potencias europeas esperaban que Alemania no ambicionara más; se equivocaron. Del peligro de otra gran guerra mundial trataban los titulares de los periódicos y los comentarios de los noticieros. Pronto, nomás se oía en el radio, decía Emiliana conmovida: “los tanques alemanes están avanzando por la selva negra, y por la montaña tal...”, “el cielo de Londres fue cubierto por los aviones alemanes...”, “los submarinos alemanes hundieron...”. Aunque estuviera muy lejos lo atroz de esa guerra, a los mexicanos les daba miedo. Éste tomó proporciones mayores cuando, después del ataque japonés a Pearl Harbor, Estados Unidos rompió relaciones con Japón. Por lo tanto, México tuvo que hacer lo propio: el 8 de diciembre de 1941. Tres días después, con Alemania e Italia. Pero no quedó allí, en seguida de que fuera hundido el barco petrolero mexicano, Potrero del Llano, en aguas internacionales -nunca se especificó quiénes lo habían provocado- México declaró la guerra a las potencias del Eje: Alemania, Italia y Japón, el 22 de mayo de 1942. Por este motivo, en México fueron suspendidas las garantías individuales (por las que había luchado Emerenciano Guzmán en Salvatierra). Se implantó el estado de emergencia: censura de las

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comunicaciones, control migratorio y la concentración de los súbditos de gobiernos enemigos. También se hicieron comunes los simulacros de ataques aéreos, en los que se accionaba un sistema de alarmas y, en las noches, se apagaba la luz de la ciudad. Estados Unidos era el primer interesado en que México rompiera con el Eje. De seguro en aquel país estaban enterados de que los alemanes, igual que en 1914, habían intentado establecer una alianza con el gobierno mexicano. A cambio les serían devueltos, al final de la guerra, Texas, la alta California y Nuevo México. De inmediato, Estados Unidos vendió a su vecino del sur, a precio de oferta, armamento moderno y entrenó en sus instalaciones a pilotos y mecánicos de este segundo país: el cual, a su vez, proveyó al ejército estadounidense de casi quince mil soldados y más de trescientos mil hombres para trabajar en las fábricas de armas y en donde hiciera falta. (Entonces no expulsaron a los trabajadores mexicanos.) Pero eso tampoco sería todo. El 24 de julio de 1944, México envió a las islas Filipinas -sin recordar que alguna vez se llamó Nueva España y las islas Filipinas- al célebre Escuadrón 201 de la Fuerza Aérea Mexicana. El parte fue que habían causado treinta mil bajas al enemigo hasta la rendición de Japón el 14 de agosto de 1945. La Nao de China, que había cubierto la ruta comercial y cultural Manila-Acapulco, Asia-América, Oriente-Occidente, durante trescientos años, había quedado olvidada casi ciento cincuenta años atrás. La Segunda Guerra Mundial les recordaba a Luis y Emiliana -toda proporción guardada-, por las grandes cantidades de muertos y destrucción de pueblos y ciudades, algunas luchas de la Revolución que se libraron en Guanajuato y Michoacán. Emiliana la relacionaba, sobre todo, con la influenza española que asoló Morelia, a México y al mundo en junio de 1918, pero que tuvo secuelas aun en 1919. Decía que los vecinos nomás veían pasar, con ojos azorados y santiguándose, a la carreta de difuntos, una, dos o más veces al día. Carreta de difuntos le decían a un carromato sin toldo que transportaba los muertos que dos hombres recogían de las casas de los vecindarios, sin ataúd ni nada, cuando mucho envueltos en una sábana o petate. El montón de muertos era transportado por la calle de Los Gallos, o del Gallo Negro, a

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una orilla de la ciudad, y allí lo depositaban con otros cadáveres reunidos antes. Sin mediar procedimiento alguno, los rociaban con gasolina y les prendían fuego. Entonces se decía que la influenza había venido de Estados Unidos, ¿por qué le habrán llamado española? Muy pronto los hospitales públicos y privados, en México, fueron insuficientes. Se decretó la cuarentena. Los conventos y teatros se convirtieron en hospitales. Por esta pandemia, hubo muchos muertos en el país, aunque no tantos como los que fueron resultado de la Revolución de 1910-1920. Después del desastre mundial se calcularon cuarenta millones de fallecidos en el mundo, aunque otras fuentes señalaron hasta cien millones. La carreta de difuntos fue, en Morelia, como el carro recolector de la basura y en algunos pueblos de la mierda de las casas, tirada por un caballo con ojeras; iba y venía por las calles de Morelia con su espantable carga. 3 En otro panorama, después de esa larga temporada en la que Luis, Emiliana y sus hijos vivieron de arrimados en el departamento de Zamudio, en la colonia Santa María la Redonda -la tía Lola incluida-, en el Distrito Federal, en donde ya el ambiente estaba muy caldeado para ambas numerosas familias, Luis encontró una vivienda. Era 1938, el año del inicio de la Segunda Guerra Mundial, cuando Luis rentó una vivienda en la colonia Obrera, en la calle Efrén Rebolledo, entre Bolívar y Niño Perdido. El sueldo que recibía en la fábrica donde trabajaba no le alcanzaba para pagar una renta mayor y mantener a la familia. Decían que vivían no al día sino al minuto. Por eso, Ubaldo, el primogénito, cuando abandonó la escuela, tuvo que trabajar para aportar algo para los gastos familiares, o por lo menos los suyos. Y esa sería una regla no dicha pero que, a cierta edad, había que cumplir. Apenas crecían, dieciséis años como promedio, tenían que buscarse un empleo; las chicas también. Ubaldo tuvo varios, desde los diez o doce años, como aprendiz en obras de construcción y en una panadería de la colonia Roma. Ésta se llamaba La Flor de Lys y era de unos asturianos que lo recibieron muy bien y pronto lo pusieron a despachar a la

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clientela, hasta que, tiempo después, su padre le consiguió su ingreso al taller de un tal Apolinar Castañeda. Mientras llegaba a este último empleo, calmaba sus ansias de gloria, fama y parné, yendo a entrenar con un grupo de torerillos de la colonia. Víctor y Roberto Alvarado, Chucho, Héctor, entre otros, se encontraban en el parque El Estadio, en la Roma, que se extendía en la avenida Cuauhtémoc, o en el viejo bosque de Chapultepec. Corrían, hacían abdominales, maniobraban con el capote, haciendo figura, uno simulaba ser el toro con unos cuernos de verdad y el otro hacía la faena con banderillas y estoque. Movían el capote a dos manos, desplegado, arrastrado, largo, largo, verónicas, gaoneras. Citaban al toro, venga, míralo bonito, así, dando una vuelta con las banderillas en alto, como en un paso flamenco. Muletazos con la mano izquierda, con la derecha. Este tío está muy levantado. Los cuernos abajo y luego das el jalón hacia arriba, así hace el Barbas. Con el estoque preparado en el capote, das unos derechazos, llevas al toro a tablas, a su destino fatal, a la estocada, venga, quiquillo, que parezca que la Virgen de los Remedios te dirige la mano. Soñaban con el halago del público, los claveles rojos, las miradas de las mujeres guapas, algunas con su sombrero cordobés ladeado, o hasta con peineta y mantón, venga, figura, las fotos en los periódicos, los grandes titulares, ¡torero!, y las buenas pagas, para joderse, para salir de la pesadilla de la colonia Obrera, para jamar a tus horas y vestirte de luces, como Dios manda. Algunos alardeaban que el torero debía oler a vino, tabaco y mujeres. Qué raro, no mencionaban el olor del toro, el alma de la fiesta brava. Ubaldo nunca soñó que se compraba un Cadillac convertible, último modelo, dorado, ni rosa, ni amarillo. Ni manejar sabía. Pero, eso sí, se camelaba dando un palo en la Monumental Plaza México, en La Maestranza o en Las Ventas, en algunas plazas de provincia y de Suramérica. ¡Olé, matador! La vuelta al ruedo en hombros, recibiendo el homenaje del monstruo de mil cabezas. ¡Enhorabuena! No obstante, había otras opciones. Entre las recomendables -porque también había otras nada recomendables-, estaba la de hacer guantes: boxear, hacerse púgiles, iban al gimnasio, a los baños Avenida, en Niño

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Perdido. Ésa también era otra ruta de evacuación de la colonia Obrera. A subirse al ring, a partirse la jeta desde el primer round, pegarle a la peraloca, al costal, al couching back, a otro cristiano, horas de sombra, de saltar la cuerda, abdominales, sudando la gota gorda, pero con la esperanza de un día subir al cuadrilátero de la Arena Coliseo, en la pelea estelar, imponerle la derrota al contrincante, abajo y arriba, uno, dos, arriba y abajo, uno, dos, con un indiscutible nockout, que lo dejara viendo a las lámparas. De este modo adjudicarse un campeonato nacional, y luego, ¿por qué no?, uno mundial, en Las Vegas: peso gallo, peso ligero, peso welter, peso mosca. De ese modo se ganaban las buenas bolsas. Lo sabían. Otra manera de lograr el milagro, la fama, con suerte hasta alguna película con la actricita de moda, y, por supuesto, ésa era la oportunidad de escapar del gueto de la colonia Obrera, de las ocho horas diarias o más en la fábrica, del mugre sueldito, el chivo, le decían, para irla pasando, para matar el hambre, apenas para tomarse unas frías por la tarde o la noche de los sábados en una cantina del barrio o del Centro. No, señores, había que jugársela. Arrimarse. Cortar oreja y rabo. Si un toro te levantaba por el aire y, al sacudirte, te destrozaba el vientre, la pierna o el costado, y caías muerto en la arena, ya por lo menos no regresabas a la colonia Obrera. Así que no se perdía mucho. Lo peor de todo era que casi nadie de los que empezaban como ellos eran los que partían plaza en la México -ni hacían su noche en la Arena Coliseo. También lo sabían. Ubaldo Guzmán, buen nombre para figura de los toros, sumado a sus cualidades para la tauromaquia, hacía esperar una sorpresa, en contra de la predecible herencia fatalista que ya había dominado a su padre. Con éste había continuado el derrumbe de la línea de fichas de dominó. ¿Quién decía que la primera no había sido la del bisabuelo Luis Guzmán, en Moroleón? Pero la primera conocida había caído en 1917. Desde entonces seguían cayendo las restantes, una tras otra. El vuelo de la caída de Emerenciano había sido terrible; quién sabía hasta dónde más se seguiría sintiendo su efecto. Platicaba Ubaldo que cierta mañana, cuando entrenaba con las otras figuras de la Obrera, en El

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Estadio, se le acercó un señor de traje y sombrero, le dio su tarjeta y le dijo que si quería torear en serio que lo buscara. Como nada más se lo dijo a él, se sintió avergonzado con los otros de la cuadrilla. Hubiera preferido que la invitación fuera para toda la gitanería. Hasta se imaginó que la cuadrilla completa hacía el paseíllo, partiendo plaza, todos vestidos de luces, oro y verde pistache, oro y rosado, plata y negro; se imaginó a sí mismo con un capote de paseo como los de Manolete, Lorenzo Garza o El Soldado, mientras la luz del sol incendiaba la tarde. Incluso vio su nombre a grandes caracteres en el cartel de la corrida: Ubaldo Guzmán, “El niño de Morelia”, matador de toros, y como fondo la imagen de un torero estilizado dando un derechazo a su majestad el toro, en primer plano, que tiraba la cornada. ¡Venga, figura!, le dijo Roberto Alvarado, ¡a sacar la casta! Ubaldo lo festejó junto con los demás. Pero, no le llamó al supuesto promotor. Y no fue por miedo a los tíos astados, de esos de más de cuatrocientos kilos, faltaba más, sino por otra cosa, algo inexplicable: Baldomero lo interpretaría muchos años después, novelísticamente, como un miedo que se parecía más al vacío, a la nada, a la soledad, a la impotencia, a la adormidera: el pasado, la decadencia, la amargura de la historia, porque había sido ocultada o falseada. 4 Muchas veces la palomilla se iba a los pueblos, a lugares como la hacienda de San Mateo Atenco, o la de Santa Clara, o a algún tentadero de Ecatepec mismo; hablaban mucho de la ganadería del cómico Clavillazo; por Milpa Alta; la ganadería Pastejé, por Toluca, rumbo a Morelia. ¿Por dónde no andaban estos buscadores de la gloria? Todos estos lugares les quedaban lejísimos. Tomaban un camión que nada más los acercaba. Luego a caminar horas para llegar al pueblo o a la hacienda buscados. Roberto era el que terminaba financiando el viaje. Trabajaba tallando madera, era el mayor de edad y parecía más bien el promotor de los torerillos. Cuando al fin llegaban a las ganaderías los corrían con cajas destempladas: eran un peligro para el ganado bravo. Lo echaban a perder y era muy caro el cuidado de esos animales finos

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que esperaban vender a precios muy elevados. Los amenazaban con escopeta en mano. Si no les tiraban con ellas, los capturaban y les daban una azotaína con el fuete. Pero tampoco faltaba la tarde de toros. A veces los dejaban torear algunas vaquillas para diversión de los presentes. Eran unos revolcones en el polvo de antología, pero había que arrimarse. No se les podía hacer una faena. Pero lo intentaban y se le metían entre los cuernos al animal para el goce del público y, ¿por qué no?, el suyo propio. A Ubaldo lo favoreció la suerte una tarde soleada. Fue en un pueblo más allá de lo que sería poco después Ciudad Satélite, al que los habían invitado a torear en una placita chica pero de buen tamaño y de mejor ver, que tenía fama entre los que andaban en el cuento. La Aurora, se llamaba. Era el festejo de la patrona del lugar, la Virgen del Tepeyac. Y la gran expectación era una corrida de toros; éstos no muy finos, pero toros al fin, no vaquillas. No se les permitía banderillear y tampoco matar. Claro, tampoco habría picador, y eso aumentaba el peligro para los toreros. Y ¿cuál médico, cuál hospital? Había que regresar a la ciudad para encontrar auxilio médico en caso de necesitarlo. Era un riesgo en serio, pero más cornadas daba el hambre, decían. Aunque al hambre la capoteaban, guardaban la esperanza de que un día no muy lejano llegarían a la Grande y entonces sí, a cobrar el parné y a vivir como un marajá. De momento, era la pasión de la fiesta brava. Nada como eso. No habría paga. Si corrían con suerte, les invitarían una comida al terminar la corrida, un mole de guajolote, con todo lo que quisieran beber, aguas frescas, cerveza fría, o pulques curados y unos cuantos pesillos. Si la faena gustaba al respetable, éste les arrojaba monedas. A veces conocían a alguna chica del lugar, que siempre era como “la más bella del ejido”, una morenita gorda, trenzuda y moñuda, risueña, que no se parecía en nada a las sevillanas con mantón de Manila. Pero, la imaginación también saltaba al ruedo. El fervor de la fiesta brava. En fin, que eso era lo que estaban buscando. Eran prácticas para cuando llegara la oportunidad en la Grande. Sólo que ésta... tardaba en llegar. Iban a ser tres los espadas: Víctor, Chucho y Ubaldo. Roberto y Alfonso iban de cuadrilla. Mientras toreaba uno, los otros apoyaban. Salió al ruedo

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el astado, no muy fina estampa, pero un tío de este tamaño de todas maneras, con unos cuernos algo bizcos, por eso más peligroso; no se lo podía medir bien la distancia. Tenía por nombre Pirata, por una mancha que rodeaba uno de sus ojos. El miedo y el nerviosismo se convirtieron en arrojo y de alguna manera seguridad. Brincaron a la arena Víctor y Chucho. Cada uno corrió al toro con el capote. Le tocó el turno a Ubaldo, que salió por burladeros. Echando tipo. Era su faena. Vestido de corto, con una fajilla para que no se fuera a enredar la camisa, que la llevaba desabotonada, en los cuernos del toro; el pantalón lo más pegado posible -no eran vaqueros, no los había aún- y sus zapatos tenis, muy diferentes a los que aparecerían años, décadas después. (Eran zapatillas hechas sencillamente de lona y suela de goma; para calle, sólo los pobres las usaban.) Traía su propio capote, con una cornada zurcida en el extremo. El pelo negro, quebrado, que se le caía en la frente como un racimo de uvas, le daba un aire más gitano a su perfil que de por sí era arábigo-andaluz. El graderío estaba repleto de rancheros que no dejaban de chifletear y de instarlos a que se arrimaran al toro, que no fueran mariquitas. Entonces, Ubaldo extendió el capote con las dos manos y citó al Barbas; emitió un sonido torero de provocación y avanzó a pasitos, adelantado el cuerpo, como si fuera a poner banderillas, luciendo el estilo. Alto y flaco, tenía figura para la fiesta brava a no dudar. El toro no tardó en dejarse venir, como ferrocarril, hacia la figura que se atrevía a retarlo, y el chaval aguantó, levantó la capa y la pasó por arriba hacia el otro lado. El toro saltó, pero no lo alcanzó a tocar. La gente en las gradas gritó, no se supo si por lo fino y valiente de la suerte o porque iban a cornear al muletilla. El toro regresó y aquél, recuperado el terreno, bien plantado, hizo el mismo movimiento. Luego, se acercó al animal que regresó sobre sus pasos. Una chicuelina y otra. ¡Olé, torero!, gritaron en la plaza. Qué bonito era lo bonito. Ni hablar. La corrida siguió y hubo otros olés, pero no como los que dedicaron a Ubaldo. Al terminar la corrida, una lluvia de monedas les cayó encima, cuidado, algunas con malas intenciones. Pero era un pedazo de gloria. Un cielo azul reventaba en el infinito. El calor y el polvo se encerraba en La Aurora y le daba un aire denso, onírico. La imaginación se adueñaba del conjunto. Andar

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vestido de corto era como torear vestido de luces: blanco y oro, como la luna y el sol. Era tanta la alegría que vieron las mantillas y las peinetas españolas que adornaban los balcones y las gradas. Dieron la vuelta al coso, partiendo plaza, caminando a pasitos, recogían las monedas, pero, por vida de Dios, muy aflamencados, sin perder la figura. Les tiraron un sombrero de charro, claveles rojos y hasta un rebozo de una chiquilla que cuando se lo devolvieron se ruborizó. Los trajes de luces, las mantillas de Manila y las peinetas desaparecieron. Pero no importaba. Tuvo que pasar un buen tiempo antes de que la cuadrilla dejara de hablar de esa tarde de toros en la plaza La Aurora. Sin embargo, nunca la olvidaron. Por aquellos aciagos pero románticos días de hambres, fatigas, sueños y esperanzas, Gualberto, otro de los hermanos Alvarado, que se dedicaba a hacer fotografías, decidió imprimir algunas placas de las figuras del toreo de la colonia Obrera. Se había tardado en hacerlo. Se hicieron de un traje de luces, en bastante buen estado. Precioso, dijeron al verlo. En un color obispo y oro, venía con capote de paseo, zapatillas, medias color rosa, faja, corbata, en fin, el atavío de torero completo. Porque eran amigos lo había facilitado el Pepillo Montañés, un viejo torero que había sido de la cuadrilla de El soldado y de otros matadores menos connotados, que vivía en una casa bonita de la calzada de Tlalpan (con un patio frontal de jardineras floreadas y una pequeña fuente de azulejos y ranitas posadas en los filos que arrojaban chorros de agua por las bocas), que todavía era territorio de la colonia Obrera. Como todos eran jóvenes más o menos del estilo les quedó el traje, con algunos pequeños ajustes y alfileres en cada caso. A Ubaldo le vino casi como pintado. Si no se fijaban bien, no veían que le quedaba ligeramente flojo, pero era lo de menos. La cuadrilla se sorprendió al verlo vestido de luces. Todo le queda, dijeron para disculparse. Gualberto sacó fotografías de Víctor y luego de Ubaldo. Eran de estudio, con un diorama oscuro con estrellitas luminosas, como si fuera el firmamento y que daba idea de profundidad en dos sentidos: la perspectiva de la foto y la gloria del torero. El fotógrafo tenía que decirles cómo pararse, a dónde dirigir la mirada, dónde poner las

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manos. Aflójense, les decía, se ponen más rígidos que cuando están frente al cornúpeta. ¿Qué?, exclamó la gitanería. Ya deja la botella, se te está haciendo bolas la lengua, le recomendaron. Ignorantes. Es la palabra correcta en español para decir toro, un animal -o gente, nunca se sabe- con cuernos, explicó. Ubaldo posó partiendo plaza. El capote de paseo, como debía ser, del lado izquierdo. Llevaba la montera en la mano derecha, pero, como la óptica de la fotografía era desde el lado opuesto, casi quedaba oculta por el volumen del capote de paseo. Sus pies calzados con las zapatillas lisas pisaban, como si estuviera dando un paso, el capote de faena salpicado de claveles blancos y rojos. Se adivinaba el color en la imagen en blanco y negro. Al ver la foto, días después, casi se lograban escuchar las notas entusiásticas del paso doble “Cielo andaluz”. 5 Con el transcurrir del tiempo, en la colonia Obrera, se definieron las cosas. Luis Guzmán consiguió un empleo en una fábrica de prestigio, Calzado Vidal S.A. La calidad de su trabajo se daba a notar y, en menos de un año fue nombrado responsable del control de calidad de la importante línea de Christian Dior. El problema se dio cuando Juan Vidal, un santanderino, dijo, Luis, ahora te vas a pasar lista a París. ¿Qué dice, señor? Sí, hay que ir a mostrar el trabajo que estamos haciendo con su firma y a recibir los nuevos modelos de la temporada, nadie mejor que tú para hacerlo. Casi aterrorizado, dio un rotundo no. ¿Cómo que ir..., no a Veracruz, ni a Morelia, sino a..., ¡París!? Él no era capaz de ir ni a Acapulco, cómo se le ocurrió al viejo Vidal que podía viajar él a París. ¿Qué iba a hacer allá? No era sólo que los franceses no hablaban español, sino que había que abordar un avión y salir de México ¿Qué desfiguros eran ésos? Ni imaginarlo. Y luego al llegar a esa lejana ciudad -“La ciudad Luz”, le decían-, qué iba a hacer, se iba a extraviar, y allá, sin conocer a nadie, sin hablar el idioma, entre esa gente alzada, no, simplemente no, que vayan los jóvenes, que son más aventados. Y así ocurrió, fue uno de los más jóvenes, que se llevó los honores y el viaje a París con los gastos pagados.

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Cuando Ubaldo tenía unos trece años entró a trabajar en una panadería de la colonia Roma. Empezó como aprendiz de panadero. Los dueños eran unos asturianos majos que hablaban cerrao acerca de toros y de futbol -de júrbol, decían-. Tenían amigos en los equipos Asturias y España, de México, que los visitaban. Don Manolo decía, con una voz grave, que los delanteros del Asturias tenían ¡un cañón en cada pierna! A Ubaldo le decían El Niño, y como era el único que sabía leer y hacer cuentas de entre los panaderos, mejor lo pusieron a despachar en el mostrador. Y se veía bien. Al rato ya estaba hablando igual que los patrones, y por su tipo, una clienta creyó que era un parientito traído del pueblo de Gijón o de Pola de Siero o de otro nombre rarísimo. Cada noche le permitían llevarse a su casa una bolsa de pan de dulce y otra de bolillos. Cuando llegaba a la colonia, los vagos de la cuadra que parecía que lo esperaban, nada más lo veían y gritaban, ¡ya llegó el pan!, y a correr se ha dicho. Cierta ocasión, Ubaldo se encontró en una calle de la Roma un anillo con una escuadra y un compás como escudo. Le gustó y se lo puso. Pero unos clientes de la panadería, era una pareja, pusieron su atención en el anillo. Ubaldo los atendió, pero unos minutos después regresaron y le preguntaron que si ese anillo era de su papá. No, dijo él, me lo encontré tirado en la calle. Dinos la verdad, le dijeron, el anillo es de tu papá. ¿Tú papá está en problemas, tiene empleo?, insistió la mujer. Ubaldo se puso nervioso y les aseguró, con voz entrecortada, que se lo había encontrado. Uno de los patrones, al darse cuenta de la discusión, se acercó y preguntó qué pasaba. Nada, dijo el hombre, sólo preguntábamos al niño si el anillo que trae era de su papá. El patrón dijo, pues, el niño ya dijo que no, qué más da. La pareja ya no tuvo nada qué decir. Cuando se fueron, el patrón le pidió a Ubaldo que le dejara ver el anillo. ¡Coño, que esto no vale ni una peceta!, exclamó, ¿a qué tanta pregunta? Años después, Ubaldo encontraría la respuesta. La escuadra y el compás sobrepuesto era un signo masón. Nunca imaginó que su abuelo Emerenciano, a quien ignoraba, factiblemente había pertenecido a una logia masónica.

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6 Ya eran varios años desde que había dejado la escuela. Sin embargo, descubrió que lo atraía la lectura. Empezó a comprarse algunos libros en los puestos de la calle o, incluso, en las populares librerías Zaplana. Le llamaron la atención los poemas. Se compró varias antologías, entre ellas El declamador sin maestro y Los cien mejores poemas románticos. En estas páginas conoció al vate Manuel Acuña, que lo impresionó vivamente, no sólo por su sensibilidad romántica sino también por su final trágico a los veinticuatro años. Matarse por el amor a una mujer, rezaba la leyenda, le pareció algo digno de mención. Qué increíble era ser poeta, se dijo. También leyó a Antonio Plaza, que le caló hondo por su tono amargo ante la vida; hasta se identificaba con él. De su Álbum del corazón, con un prólogo de Juan de Dios Peza, entresacaba con frecuencia algunas líneas como: “Aquí me tienes a tus pies rendido/ y nunca mi rodilla tocó el suelo,/ porque nunca señora le he pedido/ ni amor al mundo ni piedad al cielo”; o: ”¿Soy águila que duerme encadenada,/ o vil gusano que titán me sueño?” Degustó de la palabra alada de Gustavo Adolfo Bécquer; de la furia de Salvador Díaz Mirón, y cómo no y cómo no, del granadino Federico García Lorca: “Me porté como quien soy./ Como un gitano legítimo./ La regalé un costurero/ grande, de raso pajizo,/ y no quise enamorarme/ porque teniendo marido/ me dijo que era mozuela/ cuando la llevaba al río.” Pero también leía a los inspirados Luis G. Urbina, a Amado Nervo, a Manuel José Othón y a Ramón López Velarde. Era ya un joven cuando le daba por declamar. Se subía a la cama y allí, sentado, con las piernas dobladas, leía en voz alta, tratando de darle, a su entender, la emoción y el tono debidos. A veces le pedían que leyera poemas en las fiestas familiares o en las reuniones con la palomilla. Cuando, después del trabajo, regresaba a la casa, y el pequeño radio blanco no estaba en el empeño, sintonizaba una estación que proclamaba con una voz masculina de fuerte acento: ¡La estación más española del mundo! Luego, canciones españolas de moda de Los Churumbeles de España, “La española cuando besa, es que besa de verdad...”, Los Bocheros, éstos a Ubaldo le parecían mejores que los

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otros, Lola Flores, La Faraona: “es un potro desbocao que no sabe a dónde va: Ay pena, penita, pena...”; Sofía Álvarez, “Un lunes abrileño él toreaba y a verlo fui... al dar un lance, cayó en la arena, se sintió herido y miró hacia mí... Pisa, morena, pisa con garbo, que un relicario, que un relicario te voy a hacer, con el trocito de mi capote, que haya pisado, que haya pisado tan lindo pie”. Ana María González, cantaba una canción de Agustín Lara (en España creían que era español): “Cuando llegues a Madrid, chulona mía, voy a hacerte emperatriz de Lavapiés, y alfombrarte con claveles La Gran Vía, y bañarte con vinillo de jerez... Madrid, Madrid, Madrid, en México se piensa mucho en ti, por el sabor que tienen tus verbenas, por tantas cosas buenas que soñamos desde aquí; y ya verás lo que es canela fina y armar la tremolina, cuando llegues a Madrid, que sí”. Y no faltaba algo de flamenco, con quejido y todo. En aquellos años cincuenta, en la XEW, “La Voz de la América Latina desde México”, en la programación matinal se escuchaba la música de “La boda de don Luis Alonso” o “La leyenda del beso”; las voces de Sarita Montiel, “tus ojos morunos, un poco entornaos...”; o Lola Beltrán, que interpretaba a la manera ranchera una canción trágica, “a la luz de la luna, quiere torear, silencio...”, y el sonido de una trompeta convocaba al silencio. Tenía toda la razón Agustín Lara: en México se pensaba mucho en ti. 7 Eran los primeros años de los cincuenta. Pese a esto, Emiliana seguía evocando a su amada Morelia, y siempre que podía, esto era muy cada y cuando, se daba el lujo de viajar, acompañada de su marido, a la antigua Valladolid. Tenían todavía parientes allá: Él, hermanos, sobrinos; ella, primas y amigas. Pero lo más emocionante era pisar de nuevo esa tierra, respirar ese aire: no era nada, pero era todo. Para ella, quizás significaba revivir su pasado, su niñez desvalida, pero también era la alegría de los juegos con las amigas, de las canciones y de los bailes familiares. Era marotona, decía. Un invierno nevó en Morelia. Cosa nunca vista, que recordaran los viejos. Y Emiliana que, raro, tenía zapatos nuevos, salió a correr en la nieve. Su mamá Pachita le gritó que se metiera, que no

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destrozara los zapatos. Entonces se los quitó, los dejó en su puerta y regresó descalza a brincotear en la nieve: quemaba de lo frío, pero ni lo sentía. Buena de amiguera, una noche, estaba reunida con algunas de las muchachas del vecindario. Platicaban y bebían café negro en la casa de una de ellas, cuando descubrieron a Micaela, una niña de trece años que a esa hora salió a barrer la calle al frente de su casa. Serían cerca de las once de la noche. Las calles en esos días, sobre todo en las orillas de Morelia, sin un sistema de alumbrado adecuado, eran oscuras, de tierra apisonada, con casitas sencillas a los lados, algunas paredes de adobes sin recubrimiento. La luna, arriba, dejaba escapar una luz pálida y sobrenatural. Allá está la Micaela, muchachas -dijo una de ellas-, barriendo afuera de su casa, vamos a darle un susto. Sí -dijo Emiliana-, vamos a gritar como La Llorona. ¡Zas!, dijo otra, ¿quién lo hace? Yo, se propuso Rosa, que era la más hermosa -como la canción de Lara-, no, la más dicharachera y habladora. Apagaron las velas que las alumbraban, se acercaron sigilosas a la puerta, la entreabrieron y Rosa, entre las risas apagadas de las otras, empezó a gritar verdaderamente como endemoniada: ¡Ay, mis hijos! ¡Ay, mis pobres hijos!, ¿a dónde irán mis hijos?, y alargaba un ¡ay! interminable. La chiquilla al oír el primer grito, se quedó impávida, al oír el segundo y tercero más alargado miró a un lado y al otro, aventó la escoba y se metió despavorida a su casa. Las muchachas se arrastraban de la risa. Al otro día, lo primero que hicieron fue visitar a la Micaela. Hola, Mica, ¿cómo pasaste la noche? Ay, ¿no oyeron? ¿No oímos, qué? Anoche salí a barrer la calle antes de acostarme, ya era tardecito, como las diez, y de repente, muchachas, ¡se oyó un grito horrible! Me recorrió un aire frío por la espalda. Adivinen quién era. ¿Quién, tú?, corearon las otras. ¡Era La Llorona! ¡Cómo que La Llorona! Sí, se los juro, la oí clarito, y varias veces. ¡Era La Llorona! El grupo de chicas no pudo evitar romper en risas. ¿De qué se ríen, babosas? Pos, éramos nosotras, le dijeron sin dejar de reír. No se hagan, ¡les digo que anoche andaba La Llorona por aquí! Pos, éramos nosotras.

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8 Ubaldo, sin darse cuenta, se ponía piedritas en los zapatos. Y en qué forma. Tenía algunas cualidades, pero se negaba cualquier cosa que se saliera de lo que él creía que era lo normal. Y lo normal era no merecer más de la supervivencia diaria. Era un negador de sí mismo. Así fue cuando se le acercó ese hombre para ofrecerle una oportunidad en los toros. Él fue quien se eliminó y pretextó solidarizarse con sus amigos por no haber sido invitados. Cierto. O era águila que dormía encadenada, o vil gusano que titán se soñaba. Lo mejor siempre le pasaba a otros; a él, lo peor. Emiliana tenía un dicho: Ni picha, ni cacha, ni deja batear. También decía: Está como tapia, ni para atrás, ni para adelante. Muchas veces parecía que tan sólo tratara de hacer el intento, llegar a la puerta, tocar, incluso esperar a que abrieran, pero se quedaba allí, en el vano de la puerta, con la mirada fija hacia donde estaban los que hacían del mundo su morada. Luis desahogaba sus frustraciones, periódicamente, en algunas borracheras con los cuates de la fábrica. Ubaldo, por el estilo, con los de la colonia. Su madre le dijo una vez, debiste haber agarrado de tu padre lo trabajador, no lo borracho. El colmo fue cuando se animó con Elena, la hermana de otros de sus amigos, Alejandro y Agustín Paredes. Todo indicaba que no le era indiferente. Le había permitido que fuera a visitarla con frecuencia. Una vez esta familia hizo una fiesta y lo invitaron. Ubaldo pensó que era la ocasión para hablar con ella y, si se daba el caso, con sus padres también. Era, sí, respetuoso de las reglas y costumbres. Como su padre, y, sin saberlo, como su abuelo. Creía que las cosas tenían que ser de acuerdo con un orden dado. Así que esa noche llegó con su traje verde oscuro, saco de solapa ancha, cruzado, a cuatro botones, pantalón con pinzas, zapatos cafés, camisa blanca y corbata a rayas verticales blancas y color marrón. Muy elegante, El Matador. Es más, sentía que echaba tiros. Ya en la fiesta, se encontró con Elena, pero ésta mostró una actitud diferente. Como si se protegiera con un escudo, puso a un hombre entre ellos dos y preguntó, ¿ya conoces a mi novio?, y, cogida de su brazo, explicó que éste acababa de regresar de una larga temporada de trabajo en Estados Unidos y que tenían planes de casarse.

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Ubaldo, ignorante de aquello, sintió cómo el frío del metal del estoque se le metía hasta la empuñadura; casi vio los borbotones de sangre que expulsaba la herida. Por un instante, permaneció mudo. Hecho un hilacho. ¿Cómo que novio, cómo que...? “De mi mano sin fuerza, cayó mi copa, sin darme cuenta. Ella quiso quedarse, cuando vio mi tristeza, pero ya estaba escrito, que aquella noche, perdiera su amor.” (Ésa no, porque me hiere... ; José Alfredo Jiménez, paisano de Guanajuato.) La plaza se le hizo un circo romano chiquito. “...y nunca mi rodilla tocó el suelo, porque nunca, señora, le he pedido ni amor al mundo ni piedad al cielo.” Cuando recobró el movimiento fue a pedir un medio vaso de brandy. No quiso que le pusieran refresco de cola. Con los primeros tragos comprendió que las cosas simplemente seguían igual que siempre. Así tenía que ser. ¿Por qué darse por sorprendido? ¿Por qué caer en el engaño, a estas alturas? No había razón para que cambiara nada. Él permanecía en su mismo sitio. En el vano de la puerta. Otros eran los que se quedaban con los bienes, las mujeres, el parné, la gloria, la oreja y el rabo. Él no. Como decía Emiliana: ¡Tenía que ser! Otra vez conoció a una joven llamada Esperanza; no estaba mal. Se la presentaron en la casa de otros Alvarado, parientes de sus amigos toreros, que vivían en la segunda de Efrén Rebolledo, en una casa bien construida. El incitador fue el viejo Alvarado, que lo estimaba. Muchacho, dijo, ya estás en edad de sentar cabeza; el tiempo no pide permiso. Así era. La invitó a salir. Él pensó en un bonito lugar donde tomaran un refresco, un café o un helado, pero ella dijo que había una película que quería ver. Él se puso nervioso, no le gustaba eso para la primera cita, pero aceptó. Al salir del cine Chapultepec, en el Paseo de la Reforma, empezó a lloviznar. Permanecieron en la entrada del cine mientras decidían qué hacer. Ubaldo creyó conveniente disculparse con Esperanza por la lluvia y mostrar preocupación porque llegarían tarde a su casa. La joven sonrió y le dijo que no se preocupara, porque ella se sentía a gusto y podían ir a tomar el café que le había prometido. El dibujo de escenografía que se había trazado Ubaldo se borró y, por eso, se dijo en silencio, ay, chiquita, ya sé por dónde vas. La tomó del brazo casi con brusquedad y caminaron hacia el café Sanborns de enfrente. A partir de aquella declaración de

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Esperanza el trato que le daría sería otro; ya no le interesaba en realidad. Por más que los hubieran presentado sus amigos los Alvarado. Después de varios fracasos con sus presuntas novias, por más Esperanzas que hayan sido, un día Emiliana le recomendó, esta vez con seriedad, deberías irte a Morelia, a buscar una buena muchacha de allá para casarte; además, son bonitas. Ubaldo, como se notaba, era un ritualista, por eso lo apasionaba la fiesta brava, y cuando alguna probable novia alteraba algún movimiento del rito ya no sabía qué hacer. De este modo su concepto de las mujeres parecía de canción ranchera, o de bolero de tríos, o de película nacional de los años cuarenta y cincuenta. Él venía de una de las ramas del pensamiento tradicional mexicano. Las mujeres eran buenas, o malas, no había atenuantes. Se era honrado o deshonrado, moral o inmoral. Si de matrimonio se trataba, entonces pensaba en una mujer ideal y en un hombre proveedor, cuya autoridad no se ponía en duda. Pero, como él ganaba poco, no podía darse ese lujo. Decía que no quería traer escuincles al mundo a pasar hambres. Como le dijo una vez la tía Consuelo, la mujer de Zamudio, si todos pensaran como tú nadie se casaría ni tendría una familia. Su mujer ideal era eso: ideal, no existía. De novela rosa. Una mujer con experiencia amorosa, se consideraba corridita. Él decía, ¡ya es más balín..! Se consideraba al placer sexual algo pecaminoso. Aunque él no era creyente de la religión católica, ni de ninguna, participaba de aquella moral, igual que Luis, su padre, y el resto de la familia. En este sentido, tal vez el abuelo Emerenciano también. De formación católica, vivían como católicos, aunque rechazaran a la religión y a su “otra vida”. El sexo aceptado, entonces, era dentro del matrimonio; lo demás era puro relajo. En alguna discusión sobre religión con Emiliana, Luis dijo que dudaba de la existencia de Dios, de los santos y de la Virgen María. ¿Por qué, a ver, cuál es tu razón?, dijo ella. Nada más por lógica, Emiliana, explicó, por pura lógica. Por su parte, Ubaldo, en discusiones parecidas con los amigos, prefería evitar el tema de la religión y, en cambio, mostraba admiración por los comunistas. De Fidel Castro decía que era su compadre. Pero al comunismo lo reducía a que si tú tienes dos chaquetas, le dejas una al que

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no tiene; si tienes dos naranjas, le das una al hambriento. Pese a que eso se enseñaba hacía casi dos mil años, desde el inicio de la era cristiana, y era, en una palabra, la caridad, base del credo católico. ¿Eres comunista, Ubaldo?, le preguntaban. Me gustaría serlo, pero el comunismo me queda grande, es mucho para mí, evadía el apuro toreramente. Años después, en los sesenta, cuando Baldomero, uno de los menores de la familia, participó en una manifestación en contra de la guerra de Vietnam y, por lo tanto, en contra del “imperialismo yanqui”, del capitalismo y del gobierno mexicano, según coreaba la muchedumbre, Ubaldo comentó a Emiliana -siempre se dirigía a ella, para que lo entendieran los demás-, que para adoptar una postura como ésa se necesitaban estudios y madurez. De lo cual se desprendía que no se podía participar en manifestaciones simpatizantes de esa ideología nomás porque sí. Al hacer un análisis de estas últimas afirmaciones se colegía que las actitudes ante el mundo eran algo que, como dijo él mismo, le quedaban grandes, y si para él era así, para los cercanos, como su familia, debía ser igual. Emerenciano Guzmán aquí se diferenciaba; por eso, a su modo, no le fue tan mal. Él creía que había que tener una visión del mundo y actuar ex profeso. Respecto a sus descendientes, vino a cuento la imagen de permanecer en el vano de la puerta, en contemplación de la fiesta de los dueños de la casa y sus invitados. En una actitud dócil. A esto había que añadir que Emiliana en cierta ocasión reveló a Baldomero que había dos clases de gente, los que nacían con estrella y los que nacían estrellados. Entonces este muchacho, después de adivinar el sentido de sus palabras, preguntó: ¿Y nosotros, entre cuáles estamos? Ella contestó, sin tardanza: Entre los estrellados. Si juntábamos estos argumentos en un sólo panorama era posible entender el pesimismo que los embargaba. La amargura que no los dejaba ni a sol, ni a sombra. Nosotros no sabemos hacer dinero; no somos capaces de hacer negocios de ningún tipo; no podemos arrimarnos a donde se hace la repartición; siempre nos quedamos

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como el chinito, nomás milando, palabras éstas de Emiliana. Por todo lo anterior daban la impresión de que un sino inquebrantable los devoraba a cada uno de ellos, probablemente, desde el asesinato del abuelo Emerenciano. Éste sí pudo, por ventura como sus antepasados, establecer una tienda; sí supo luchar por lo que le interesaba y creía; sí se atrevió a tener ideas, exponerlas y defenderlas. En cambio sus descendientes, todo lo contrario. Estaban derrotados antes de subir al ring. De ahí que el asesinato del abuelo haya sido el acto que marcara la fatalidad de la vida de él mismo, de sus hijos y luego de sus nietos. Pero Emiliana no tenía un origen igual. ¿Qué pasó entonces? Sencillo, coincidieron. ¿Otra coincidencia buscada? A Luis y Emiliana los unía la cultura y la condición del vencido; y eso fue lo que despejó el camino a fin de que se les facilitara mantenerse unidos hasta que la muerte los separara. Por otro lado, esta manera de pensar no era exclusiva de los descendientes de Emerenciano. En México se había creado en el siglo diecinueve una cultura del fracaso, la misma que se afianzó en el veinte. Tampoco había que olvidar que Felipa, antes de la desaparición de su marido, debió haber tenido en la frente el sello de lo fatídico. Después de los hechos de 1917, se le venía a la memoria, como un flamazo, que en cuanta oportunidad veía lo aconsejaba que abandonara la política, que no se metiera en tantos líos, que se quedara con la tienda, o que la vendiera y comprara un ranchito en Salvatierra o en Moroleón. Deseaba que se dedicaran a sembrar un pedazo de tierra y a cuidar algunos animalitos. Porque ella sabía de eso y, así, vivirían honradamente y sin sobresaltos. Creía que, por ceguera, él había hecho un pacto con el Maligno que lo había llenado de confusión. Ante el pequeño altar, con la fotografía de Emerenciano bajo las imágenes de la Virgen de Guanajuato y la de Guadalupe, entre veladoras encendidas y ramos de flores que perfumaban la casa entera, se postró de hinojos y pidió perdón por haber atraído la desgracia a su familia. Se culpaba por no haber sabido salvar de la muerte a su marido. Pero no era exacta la acusación que se hacía a sí misma. Cuarenta y un años después, en una fecha próxima a la Navidad de 1958, cuando nada más Luis recordaba ya a Emerenciano Guzmán, Ubaldo, el primer nieto, recibió una tarjeta de felicitación. La remitía, quién si no,

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Roberto Alvarado, el promotor de la otrora banda de muletillas. A Roberto le decían El Loco. Porque estaba chalado, tenía mucha imaginación, los proyectos desbordaban su mente. En aquella tarjeta, con una ilustración a color y líneas de diamantina del Nacimiento de Jesús en un humilde pesebre, con la Virgen María y San José a los lados, y un hermoso ángel de la guarda en la cabecera, Roberto escribió con letra de molde: “Si la vida no te ha quitado nada, considérate un hombre afortunado. Si la vida te ha quitado algo, considérate un hombre.” Y cerraba con la consabida frase de: ¡Feliz Navidad y próspero año nuevo! Esta filosofía del hombre impresionó a la familia entera. Comentaron la agudeza del pensamiento de su autor durante toda aquella temporada navideña. Había llegado a la esencia del sentir de los miembros de la familia Guzmán y de los habitantes de la colonia Obrera. Baldomero, que era un niño de nueve o diez años, no podía excluirse de esta admiración. Y tomó esas sabias palabras como cita de lujo. Pese a todo, era más que el estandarte que identificaba a Baldomero y a la colonia Obrera. Bien mirado, era como el lema del escudo del imaginario Imperio de la América Septentrional de los criollos de la Nueva España, de los siglos diecisiete, dieciocho y primeros años del diecinueve. ¿Cuál? El imperio que nunca se erigió, pero que vivió en la mente de muchos novohispanos ilustrados y de otros que no lo eran tanto.

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CIUDAD DE MÉXICO, 2006 1 Hice un telefonema a Elvia, otra de mis hermanas, todas mayores que yo. Ella también nació en Morelia, pero no guardaba ningún recuerdo, ya que era muy chica cuando se vino la familia a la ciudad de México. Me di cuenta de que era menos optimista que Amelia e Irma. Parecía tenerle un poco de rencor a mi padre. Dijo que lo recordaba en sus borracheras de los sábados. Creo que no eran todos; pero ella así lo recordaba. Para ella lo peor del pasado fue la pésima condición económica en la que vivían. Esta maldita pobreza, decía Emiliana. Parecía exagerado, pero esa era la cantaleta diaria. Sin embargo, también lo recordaba de manera benigna. Un día de 1960, mi padre se acercó a ella y le dijo, ¿te quieres ganar cincuenta pesos semanales? Ella lo vio azorada; de momento creyó que era una broma. Claro que sí, respondió. En Calzado Romano están necesitando una secretaria; yo te llevo, le dijo. Al siguiente día llegaron a las oficinas de Romano, que era una de las firmas más prestigiadas del ramo en la ciudad de México. El dueño, Ramón Romano, era otro asturiano que llegó a México en el 36, huyendo de la guerra. Los recibió Manolo Ortiz, también de aquel origen, la entrevistó y le dio el trabajo. En ese puesto duraría muchos años. Hasta que la liquidaron. Ella confesó que no salió muy bien por razones personales. No dijo cuáles. Ella no hubiera querido renunciar, todavía le faltaba un poco de antigüedad para recibir una pensión del

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Seguro Social. De cualquier modo la liquidaron. Ahí le empezó a ir mal. No encontraba trabajo ni para remedio. Tenía cuarenta y tantos años y en todos lados querían secretarias que no rebasaran los veinticinco. Contó que en su desesperación le hizo caso a un aviso clasificado de El Universal. Buscaban sólo vendedores, “ejecutivos”, capaces de emprender un negocio propio. Cuando acudió a la cita, le dijeron que debía comprar una caja de productos de tocador en una cantidad que ella no podía pagar. Con esa base debía conseguir gente que se los vendiera de puerta en puerta y cuando terminara de vender la mercancía debía regresar por otra caja más, hasta que un día no muy lejano pudiera independizarse, asociada con ellos, la empresa matriz. Lo más sorprendente fue cuando, en otra ocasión, llegó a un despacho de un viejísimo edificio del Centro Histórico y se encontró con una especie de organización místico-laboral. Por una módica suma los adiestraban (aunque podría decirse adoctrinaban) los “licenciados”. Tal adiestramiento consistía en participar en una especie de comunidad religiosa, como se veía en algunas películas de Hollywood. El “licenciado” en jefe subía a un entarimado y los incitaba a grandes voces, gestos y movimientos a sentirse libres, decía, con iniciativa, fuertes, decía, seguros de sí mismos. Gritaba a voz en cuello: ¡La vida es maravillosa! ¡Todos de pie, tómense de las manos y repitan conmigo! ¡El sol ha salido para mí!, ¡soy afortunado de estar aquí este día, vivo, gozando del aire, del sol y de mis semejantes! Ahora todos juntos: ¡Soy afortunado de despertar al mundo cada día! ¡Qué alegría siento y ahora voy a salir a la calle a conseguir lo que necesito! Al hablar todos a coro parecía que cantaban spirituals en una iglesia del sur de Estados Unidos, lanzando loas al Señor y a la Vida. 2 Luis Guzmán trabajó en varias partes. Recuerdo que él decía que se salía de un taller, cruzaba la calle y entraba en otro. Como trabajador le iba bien, porque era detallista, dedicado y conocía como pocos su oficio. Era un artista en su género. Por eso, dijo Elvia, lo eligieron para Pep's de Vidal. Esa fue, de entre las tantas que tuvo, su mejor chamba. Empezó con Juan Vidal, el viejo español, fundador de la firma. Siguió con el hijo, del mismo nombre, nacido en México, que había

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abandonado el seseo al hablar, y que llegó a apreciar mucho a Luis. Entonces le encargaron a éste la línea de Christian Dior, explicó. Fue exclusiva de El Palacio de Hierro. Tuvo mucho éxito. Al grado de que Vidal y El Palacio se pusieron de acuerdo para adaptar un pequeño taller en el departamento de calzado para dama de ese prestigiado centro departamental y allá mandaron a Luis con unos ayudantes a fabricar los zapatos ante las clientas que se detenían a verlos. Mi padre debía ir de traje y corbata, cosa que no le molestaba. Se peinaba para atrás; se fijaba el pelo con vaselina líquida. Nada más tenía un traje, pero se lo veía bien. Daba el charolazo, decían. Esta demostración era, dijeron en la fábrica, para comprobar que el calzado Dior se hacía en México, porque era de tan excelente calidad, que la clientela pensaba que los importaban de Francia. Entonces, ¿dónde estaba lo terrible de Luis Guzmán? Pues en lo rascuache, dijo Elvia. ¿Cuando era empleado de Vidal seguían igual de rascuaches? No, ya no tanto, dijo, pero entonces trabajábamos Amelia, Irma, Ubaldo y yo. Dábamos nuestro gasto para la renta y la comida. ¿Qué diferencias tenía Luis con Ubaldo? Creo que hasta lo corrió de la casa una vez, ¿no es cierto? Lo que te digo, siguió ella, Ubaldo se ponía de parte de mi madre y eso le caía gordo, yo creo. Pero, Ubaldo nos cargaba la mano a nosotras, una por una, dijo. Era mandón. Parecía nuestro papá. Nos celaba. No podía vernos platicar con un amigo porque iba de chismoso con mi madre y los dos ponían el grito en el cielo. También era envidioso. Una vez le dijo a mi madre que le daba cincuenta pesos de gasto pero quería comida especial, como medio litro de chocolate (de leche; porque mi madre hacía también de agua) en la mañana y medio litro en la noche, con pan de dulce, comprado sólo para él, roscas empasteladas, panqués, de repente le daba por un tipo de pan. O algún guisado, diferente a lo que comía el resto de la familia. Los demás sólo lo veíamos. ¿Y ustedes qué comían? En la mañana atole, un vasito de leche, un bolillo y en la noche un plato de frijoles, té de limón, de ese que vendían suelto en La Plaza. Pues los frijoles eran más alimenticios y llenadores que el chocolate, comenté. ¿Te acuerdas cuando Ubaldo andaba de torerillo? Sí, claro, dijo. Hacía toreo de salón, de patio, porque lo hacía en el patio y les caía

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atravesado a los dueños de las viviendas ésas horribles donde vivíamos. Ahí se ganó algunos pleitos y habladas; cierta vez llegaron a los puñetazos. Eran unas escenitas que para qué te cuento. ¿No se llevaba bien con nadie Ubaldo? Sí, cómo no. Tenía muchos amigos, que lo estimaban bien, en la colonia y en otras partes. Los Alvarado, los de Rebolledo y los de Rafael Delgado. Entre éstos, Alfonso, Roberto... El Negro Santiago. Lo tenían en buen lugar. Los Paredes, Agustín y Alejandro y su hermana Elena, que era una guapota popular en la colonia. Cuando iba por la calle, paraba el tráfico, dijo Elvia. Tantos otros. Yo recuerdo, intervine, que Ubaldo decía acerca de alguna mujer bonita, que tenía el pelo largo, que le llegaba hasta aquí, y señalaba el final de la espalda y el principio de las nalgas, y una cinturita así, mientras unía las dos manos por las puntas de los dedos y, luego, las abría con amplitud para señalar la curva de las caderas anchas. Era el prototipo de belleza femenina. Al que correspondía la figura de Elena. Por eso paraba el tráfico, por lo menos. Cuando yo era chica, dijo Elvia, a veces me llevaba Ubaldo a Chapultepec. Luego iba con un cuate, y uno me cargaba a mí y otro a Graciela, que éramos las menores. Entonces, dije, se llevaba mejor con los niños, que con los adultos. Pues, creo que sí, tú, dijo. 3 En ese tiempo, por los años cincuenta, se trabajaba en las fábricas hasta la una o dos de la tarde del sábado. Después, los obreros solían irse a la cantina a echarse una manita de dominó y unas frías, como les decían a las cervezas. Cuando se ponían guapitos ordenaban ron Potosí con refresco de cola. Y a desahogar la represión y la joda de la semana. Si Luis lo hubiera dejado ahí, hubiera estado perfecto. Pero, algunas veces, al llegar a la vivienda, se ponía de hablador y ni quien lo callara. Discutía con Emiliana y con Ubaldo, porque éste quería que la dejara en paz. Entonces Luis le decía que mejor no abriera la boca, porque era un huevón, que no sabía trabajar y que no se metiera en lo que no le importaba. Etcétera. Todo el mundo se despertaba, se prendía la luz y la pasaban muy mal. La familia pagaba culpas, pensarían ellos mismos.

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Esas luchas verbales contrastaban con el mutismo de la semana de Luis. Necesitaba el calorcito del alcohol para hablar. Pero, ¿qué quería decir? No lo sabía. No sabía nada. Era lo más desesperante para él. Emiliana, por lo menos, había nacido desprotegida y había seguido igual el resto de su vida. En cambio, Luis había conocido algo de la realidad diferente del abuelo Emerenciano. Recordaba cómo se paraba, con el peso del cuerpo apoyado en una pierna y la otra un poco adelante, con la mano metida por la cintura en el pantalón, o con un periódico abierto. Muy tigre. Emerenciano leía los periódicos. Eso se le quedó grabado a Luis y pensó que era importante leer el periódico. Lo imitaba, pero, lo sabía, no era lo mismo. Con Emerenciano tenía un significado; con él ya no tenía ninguno. Luis aprovechaba cualquier oportunidad para contar lo poco que sabía de él. Mi padre era Aquél, decía subrayando la última palabra que expresaba su admiración. Y, de pronto, lo asesinaron. De la noche a la mañana, Luis quedó tan sólo en la limitada realidad de su madre. Felipa sabía leer y escribir, lo que no era tan usual en esos días, pero no tenía mayor ambición que cuidar a su familia. Una vez muerto su marido, rechazó cualquier ayuda y no conservó la tienda. Sólo aceptaba lo poquito que ganaba haciendo panes, galletas, zapatitos para niños de brazos, o los que dan los primeros pasos y las primeras carreritas. La luz de la mañana dejó su lugar a lo gris del ocaso. Luis tenía nueve años cuando pasó aquello. Setenta años después, a Luis lo sorprendía el recuerdo de su padre en el momento más inesperado. Era Tigre, repetía. Si tenía tres o cuatro peguesillos adentro era posible que, a pesar de que los hombres no lloraban, hasta se le rodaran algunas lágrimas. Setenta años no fueron suficientes. Ni la distancia ni el tiempo. Otra mentira: Ni la distancia ni el tiempo curaban las heridas. Sin embargo, había que entenderlo. Lo ocurrido en Salvatierra lo hicieron comprender que era alguien a quien se lo podía arrebatar lo que le correspondía. Como a un niño indefenso. Pero, no se lo perdonaba. Cierto. Se culpaba. Recordaba que mientras él iba con su charola ofreciendo su mercancía en la Plaza de Armas, Baltasar quién sabe dónde andaba, y cuando se aparecía hasta tomaba uno o dos panes sin pagarlos. No obstante, Emerenciano tenía otros planes para

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él y sus hermanos. Quería que, algún día, ocuparan puestos públicos, de servicio a los demás, como le gustaba decir. Pero no ocurrió. Luis, ni siquiera podía imaginar nada mejor para él. Como si hubiera querido castigar a su madre, o a sí mismo, al destruir cualquier posibilidad de mejoría. No había nacido estrellado, como Emiliana, pero sí había aceptado la condición de estrellado por estar a la medida de su tragedia infantil. Se quedó en esa grieta. En el miedo infantil, que era el peor. Muchos años después, algunos sábados en la noche, cuando se bebía unos pegues, resurgía el desprecio por su suerte, o el odio por un destino que lo entrampó y del que no pudo librarse nunca. 4 La tarde del sábado 7 de julio de 1952, Luis se encontraba con sus compañeros del taller en El Gallo de Oro, una cantina ubicada en la esquina de Bolívar y Venustiano Carranza -tenía qué ser Carranza-, frente al reloj otomano. No estaba muy lejos de la Alameda Central, donde los henriquistas, que días antes se habían declarado víctimas de un fraude electoral a cargo del gobierno instituido, descendiente de la Revolución mexicana, se manifestaban en el Hemiciclo a Juárez. Una vez dados a conocer los resultados de las elecciones, que no favorecían a Miguel Henríquez Guzmán, sus simpatizantes proclamaron su victoria y realizaron un mitin para protestar públicamente por lo que consideraron un fraude. Fueron reprimidos con rudeza por la fuerza pública. Los manifestantes se defendieron, pero llevaron la peor parte. Hubo un alto número de muertos y heridos entre ellos por golpes de macanas, culatas de rifle y aun balazos de armas cortas y largas. Sin contar a más de quinientos hombres detenidos. Pero las autoridades no se contentaron con ese resultado. Según su propio lenguaje, “peinaron la zona”. De ese modo llegó la policía antimotines hasta El Gallo de Oro, en donde Luis y sus compañeros jugaban muy quitados de la pena una competida partidita de dominó y se echaban unas frías. La entrada de los uniformados con cascos fue intempestiva; cubrieron las salidas y ordenaron a gritos que, rápido, se pusieran de pie todos los parroquianos. Pidieron que se identificaran y a algunos por esa

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identificación los detuvieron y a los que no la tenían también los detuvieron. Entre estos últimos estaba Luis que apenas se pudo poner el saco que tenía en el respaldo de la silla. ¡Un momento!, gritó el cantinero, ¿quién va a pagar el consumo? Un policía vestido de civil, le gritó que se callara o se lo cargaban también. Unos cuantos afortunados fueron despedidos y a los demás los llevaron en fila y a empujones a la calle, en donde los pusieron con las manos en la pared. Luis y sus amigos estaban tan asustados que hasta el “cuete” se les bajó. Se preguntaban por qué los habían detenido, si eran unos pacíficos jugadores de dominó y bebedores de cerveza, después de la semana de arduo trabajo. Los policías, según su costumbre, no daban ninguna explicación. Luis se imaginó que había sido por los henriquistas, pero no sabía con exactitud qué ocurría, ya que ni enterado estaba de la manifestación en la Alameda. Menos sabía a dónde los iban a llevar, ni bajo qué cargos, ni nada. Al poco rato llegaron de los alrededores filas de hombres que, como ellos, habían sido detenidos en otras cantinas, restaurantes o que tenían la desgracia de pasar por allí. Después de un largo rato en esa posición, bajo la orden de permanecer callados, apuntados a cierta distancia por las armas de la policía antimotines, arribó un camión de redilas y varias camionetas de las llamadas “julias”. Los subieron a los vehículos en grupos a gritos y empellones. En el camino alguien se atrevió a preguntar, en voz baja, por qué estaban deteniendo a la gente. Por el relajo de las elecciones, dijo otro, también en voz baja. Pero nosotros no tenemos nada qué ver con eso. Pues así se las gastan estos hijos de su pinche madre, dijo alguien con voz casi inaudible. Y se callaron. Cuando se detuvo el vehículo de la policía en donde iba Luis, abrieron la puerta y les ordenaron otra vez a gritos que bajaran rápido y se formaran. En plena noche, con las molestias de la cruda, Luis se encontró ante una oscura construcción, parecida a una fortaleza, que se le venía encima. Los introdujeron en ese lúgubre edificio y los volvieron a formar de tres en tres en un patio y a esperar otros veinte minutos que se hicieron eternos. Hasta que los hicieron pasar de uno en uno ante varios policías que les tomaban sus nombres y sus generales.

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Muchos pedían que les permitieran avisar a sus familias. Les dijeron que no estaba permitido. Cuando Luis dijo su apellido, el policía lo interrogó más a fondo. No sólo las direcciones de su casa y de su trabajo le pidió, como a todos, sino también los nombres de sus familiares, qué religión tenía (aquí, Luis dijo que era católico, como convenía), a qué partido político pertenecía (ninguno), por quién había votado en las pasadas elecciones (“por el preciso”, decían), en qué trabajaba y en dónde y con quiénes estaba en el momento de su detención. Para terminar, le asestó el interrogador, ¿desde cuándo estás en la Federación de Partidos del Pueblo Mexicano? Yo no estoy en ninguna Federación, señor. ¿Conoces a Miguel Henríquez Guzmán? No, señor. ¡Cómo no! Bueno, fue uno de los candidatos a la presidencia, pero no lo conozco en persona, ni tampoco estoy en su Federación. Luego, les quitaron los cinturones, relojes y unos pesillos, los que tuvieran, y alguna otra pertenencia, con el aviso de que a su salida las recuperarían. No pasaría tal cosa. Cerca de la media noche, los introdujeron en una galera con una luz encendida permanente en donde apenas cupieron de pie, unos pegados a otros. Dos o tres de los detenidos dijeron que tenían que ir al baño. Les ordenaron que esperaran la autorización para hacerlo en grupos. Cerraron la puerta de metal. El olor a sudor y a orines empezó a invadir la galera. Transcurrieron más de dos horas. De pronto se oyó un ruido. Uno de los detenidos se había dormido y caído entre los pies de los de junto. Lo levantaron. No cabían. Muchos tenían miedo de que no fueran a salir vivos de ese chiquero. En ese momento, a Luis le vino a la mente el recuerdo de su padre: Emerenciano Guzmán ya tendido en su cama, sin vida, rodeado de flores y veladoras encendidas; ya a caballo, con capa española y sombrero. Entonces pensó que a su padre lo habían acribillado a balazos por pertenecer tal vez a algún Partido -no sabía que al Partido Liberal Revolucionario- y a él lo tomaron preso, en condiciones inhumanas, por no estar afiliado a ninguno. Siempre parecía haber un poder omnímodo que abusaba de los mortales. A las primeras luces del día, abrieron la puerta y les permitieron salir en pequeños grupos para ir al baño. Reintegrados a la galera, les aventaron

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unos bolillos fríos y pasaron tazas de aluminio de café aguado también frío y desabrido, una vez que las vaciaban las volvían a llenar para otros. Después de eso, cerraban la puerta de metal con la rejilla tapada. Transcurrió ese día sin cambios. A las siete de la noche, volvieron a darles la misma ración de pan frío y café aguado. La luz permanente molestaba. Luis, como otros, se paraba en una pierna y luego en la otra. De repente se vencían y caían en cuclillas. Esperaban un poco y luego los de junto los paraban para ponerse ellos en la misma posición. El olor a orines y a mierda llegó a ser insoportable. Estaban incomunicados. Emiliana, por su lado, se hallaba preocupada porque su marido no había regresado la noche del sábado ni en todo el domingo. Recordaba algunas veces que había llegado al otro día, pero no que desapareciera. De cualquier modo echaba pestes contra él porque de seguro andaba con sus amigotes, siguiendo la parranda, mientras ella se comía las uñas. Pero, ¿no le habrá pasado algo, comadre? Su comadre Margarita Cabrera, le recomendó que fuera a preguntar a la Cruz Roja y a las Delegaciones de Policía. Buscó a Ubaldo y junto con él fueron a la Cruz Roja la noche del domingo. En ese lugar les dijeron que no tenían a ningún interno con ese nombre. Pero que habían llegado muchos de la manifestación de los henriquistas y otros tantos debían estar detenidos en alguna Delegación. El lunes, lo primero que hizo Emiliana fue hablar por teléfono con el dueño del taller donde trabajaba su marido. Él le dijo que no había llegado Luis ni otros tres de los trabajadores. Creía que habían caído en la cacería de brujas que la policía había efectuado por esas calles del Centro en la tarde y noche del sábado. Le dijo que por la zona, podían estar en la Sexta Delegación de Policía. Y allá se dirigió en compañía de Ubaldo, que era un muchacho de veintitantos años y que tuvo que faltar a su trabajo. Cuando llegaron al tosco edificio de la Delegación, se encontraron con un gentío que había llegado a lo mismo, a pesar de que habían transcurrido más de veinticuatro horas de los hechos. Todo era un desorden. Finalmente salió una mujer y a voces aclaró que no se iba a dar atención personalizada, que iban a poner unas listas con los nombres de los detenidos en ese lugar. Los que no encontraran en ellas

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a sus parientes que acudieran a Lecumberri, el Palacio Negro. Hubo voces de alarma entre el gentío y otras que reclamaban que los tuvieran incomunicados y en un volumen mucho menor les mentaban la madre. Una joven y guapa mujer, bien vestida, según Ubaldo, era de las más irritadas. Vociferaba que eran unos desgraciados. No había derecho a encarcelar a su mamá y a su abuelita de setenta y nueve años que habían sido capturadas a las afueras de la iglesia de San Francisco. La gritería y el temor de la gente aumentó cuando pegaron las listas en una pared y todos querían consultarlas al mismo tiempo. Los que chillaban más eran los que no habían encontrado en ellas a quienes buscaban. Tampoco estaba Luis Guzmán. Emiliana empezó a asustarse en serio. En ese momento sacaron nuevas listas. Entre los empujones de los demás, Ubaldo tampoco encontró el nombre de su padre. Salió la misma mujer y avisó que no habría más listas. Los que no encontraran a su gente en ellas, que fueran a Lecumberri. Muchos se alejaron con cara y movimientos de terror. Su gente estaba en el Palacio Negro y se imaginaban torturas, asesinatos, o las Islas Marías, que las suponían más allá de toda noción del crimen y castigo. Como si tuvieran mucho dinero, Ubaldo y su madre se trasladaron en un taxi a Lecumberri, la temida cárcel porfiriana -muy de avanzada en su momento-. Cuando llegaron, corrieron hacia las listas que estaban en la entrada del edificio que les pareció, con mayor razón, un castillo de espanto. Allí encontraron a Luis Guzmán García. Por fin. De alguna manera era una tranquilidad. Igual que en la Delegación, informaron a la muchedumbre que se arremolinaba en la entrada que no podían ver a sus parientes o amigos detenidos y que tenían que esperar a que se libraran las investigaciones. Emiliana, llorando de impotencia, regresó a su casa para ver a sus muchachos pequeños, entre los que estaba Baldomero, de cuatro años. A la caída de la noche, empezó a correr la noticia, a las afueras del Palacio Negro de Lecumberri, de que iba a salir una cuerda para las temidas Islas Marías, rodeadas de aguas profundas e infestadas de tiburones, perdidas en el mar de Cortés, dijeron unos, en el océano

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Pacífico, dijeron otros, de todos modos sonaba espantoso. Alguien dijo, también, que en las Islas Marías los presos, mal alimentados y con pocas horas de descanso, eran sometidos a trabajos forzados en las salinas, en donde se quedaban ciegos y hasta llegaban a perder la vida. Los gritos y los llantos entre la muchedumbre que esperaba noticias no se hicieron esperar. Aquellas islas eran una cárcel de tortura en donde confinaban a los delincuentes más peligrosos, así como a los presos por motivos políticos graves, como al parecer, era el caso. Ubaldo se quedó esa noche del lunes. Los que no resistían más se tiraban en la banqueta para descansar un poco. Los otros permanecían sentados y otros intercambiaban impresiones mientras fumaban. De pronto, se abrieron la puertas gigantes y tenebrosas del Palacio Negro y salió un pelotón de policías con largos abrigos y armados con rifles para hacer a un lado al gentío que quería acercarse a la entrada. Se hizo un camino en medio de la multitud. Después, aparecieron nuevos guardias armados que se adelantaban a una fila de hombres amarrados con gruesas cuerdas de las manos y entre sí. Ésa era una de las famosas “cuerdas”. El gentío, sobre todo las mujeres, aullaba, desesperado, los nombres de sus maridos, padres, hermanos, amigos... Se produjo otro caos. La noche era oscura y la calle estaba mal iluminada. No se distinguía bien a los presos de la cuerda. Además, los sacaron en movimientos rápidos y los hicieron abordar, rodeados por los guardias, los camiones pesados que los trasladarían a la estación de trenes. Cuando éstos arrancaron con su carga humana, hubo mujeres que se tiraron al piso dando gritos. Ubaldo se tranquilizó un poco porque creyó que entre los presos que iban a las Islas Marías no se encontraba su padre. En realidad, ésos eran otros presos que no tenían nada qué ver con la manifestación de los henriquistas. Ese mismo lunes, Emiliana extrajo unos centavos de su reducido gasto -Luis no había llegado con el chivo de la semana-, con los que compró dos tortas de queso de puerco y un refresco y le dio una propina al guardia de la puerta para que se las hiciera llegar. El martes 11 de julio, por la mañana, dieron el aviso de que saldrían libres quienes pagaran la multa correspondiente. La gente reunida en la

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entrada de Lecumberri volvió a enardecerse. ¿Qué multa? ¡Pero si no han hecho nada! ¡Es una injusticia! Emiliana ya no se enteraría si el patrón de Luis había pagado la multa de sus trabajadores o dejaron en libertad a la mayoría de los detenidos por no encontrar elementos en su contra. A las cuatro de la tarde ella y Amelia, que la acompañaba, vieron salir a un nutrido grupo de hombres sucios, oliendo a orines y pálidos por la falta de alimento y descanso, entre los que estaba don Luis. Emiliana lo llamó por su nombre para que se les acercara, pero las otras mujeres hacían los mismo con sus hombres. Otra vez hubo un desbarajuste. En camino a la colonia Obrera, Emiliana le preguntó si había recibido las tortas que le había mandado. ¿Cuáles tortas? No he comido desde el sábado, dijo. Nos aventaban unos bolillos duros y agua de calcetín. Ah, qué poca..., vergüenza, yo te mandé unas tortas y un refresco y hasta le di una propina al viejo ése de la entrada. Pues hasta ahí llegaron, dijo él. Infelices, y dicen representar a la ley. 5 Después de esa pésima experiencia colectiva (menos mal, por lo menos no fue sólo en contra de él), después de lavarse y comer un poco, Luis se tiró a dormir diez horas seguidas. Ya incorporado a su trabajo, reflexionó mucho sobre tantas cosas. Tuvo que volver su pensamiento a su padre. No lo supo, pero éste debió haber tenido alguna experiencia por el estilo. Aunque con Emerenciano siempre era otra cosa. Porque él era General, dijo Luis a manera de elogio. Eso sí: además, sabía lo que hacía. A mí me metieron a la cárcel sin deberla ni temerla. A él no se lo vacilaban. Parecía que Luis se regocijaba con el recuerdo, pero luego le vino la tristeza. Probablemente, se sentía culpable. Otra vez... Pero ¿de qué? Tal vez de no haber tenido agallas para, una vez que dejó de ser niño, continuar la misión de su padre. Pero no, debió haber sido algo más grave. No se perdonó haber merecido esa suerte. De este modo, no era tanto que careciera de personalidad, de ideas, sino que le flaqueaba la voluntad. Tal vez por eso se concentraba en desempeñar correctamente su oficio, que sólo lo ayudaba a sobrevivir, como otro mandato. Al final de cuentas, lo ayudaba a dejar de lado las sombras que lo enchiqueraban y lo asfixiaban. Lo liberaba.

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¿Qué futuro podían esperar los hijos de Luis? Emiliana, realista como Felipa, recomendaba a Baldomero que se consiguiera un empleo y ahí se eternizara, hasta jubilarse en la vejez. El mejor ejemplo era su propio padre. Era lo mejor que podía pasarle. Esta última prestación vino gracias a los gobiernos revolucionarios. Baldomero recordó, entonces, que Luis una vez dijo: El Seguro Social es la gran cosa, señores, la gran cosa. Y nadie creía, ni él, que Emerenciano, en su modesta medida, había colaborado y tal vez hasta fallecido para lograrlo. Algo recordaba Luis de aquel pasado, sin embargo. Cuando discutía con Emiliana, la calificaba de: dictadora, porfirista, militarista, palabras que le había escuchado a su padre. Palabras que en los años cincuenta ya no tenían sentido. Hasta eran graciosas. Inofensivas. En cuanto a Emiliana, Luis no estaba tan alejado de la verdad doméstica. Ella dictaba la ley en su casa que defendía de los vecinos metiches y abusivos a veces con la fuerza del insulto y de la bofetada. Ella misma se sorprendía: Cuando llegué a México yo venía muy inocente, muy mensita, decía, pero aquí se tiene una que hacer como todas. Hay que andar con la espada desenvainada, porque, luego luego te quieren ver la cara, decía. Con esa fuerza, también educó a sus hijos para vivir con el alma en vilo. Mientras tanto, Luis se perdía en el trabajo, tal vez para no recordar más de la cuenta.

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EL LADO OSCURO DE GUANAJUATO Mientras Baldomero se ahogaba en un océano de disquisiciones -originadas por la penumbra que lo seguía a todas partes, como quien llevara una pequeña nube negra sobre la cabeza-, Diego Escobedo, después de que él mismo concluyera que el hombre que disparó al abuelo de aquél era nada menos que el suyo -aligeró: tío abuelo-, escapó en la primera oportunidad a la hacienda que había heredado en un rincón de Guanajuato. Una vez allí, lo primero que hizo fue buscar a su madre y le preguntó a boca de jarro: Madre, ¿el nombre de Emerenciano Guzmán, te dice algo? ¿Emere... qué?, dijo la madre a Diego, que repitió el nombre. No, nada, ¿quién es? Es de la época del abuelo José, de Salvatierra. La madre lo miró intrigada. Después de un largo silencio, exclamó: ¡Ah, no me digas que...! ¿Qué te traes tú?, ¿de dónde sacaste eso? No, nada, sólo... ¿Quién te lo dijo?, preguntó ella. Entonces sí sabes quién fue. Al notar su desconcierto, Diego se dio cuenta de algo que se había ocultado hasta entonces. Para su madre y su tía era uno de esos secretos de familia de los que no se hacía la menor mención. Por eso él no estaba enterado de nada. Personalmente, no le había parecido tan trágica la coincidencia de que el que matara al abuelo de Baldomero hubiera resultado su tío abuelo; más bien le pareció intrigante, en el sentido de la dramaturgia, una situación de evidente humor negro. Que un hombre matara a otro en 1917, en Salvatierra, y que en 2006 se encontraran, en la

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ciudad de México, entre veinte o treinta millones de habitantes, el nieto de uno y el nieto del otro, y que además hayan sido amigos... Era algo que de veras maravillaba. Esta apreciación fue la del principio, pero pasados los días la reconsideró. ¿Por qué Baldomero quería investigar un suceso que había ocurrido ochenta y nueve años atrás? Claro, era su abuelo, aunque... No podía ser que un hombre sensible y de lecturas tomara tan en serio, tan personal, un accidente histórico del pasado remoto, reflexionaba. Pero ahora que veía cómo su madre no quería hablar al respecto, acabó de entender que ese asunto podía ser delicado. Él mismo no se atrevió a decir a la primera lo que sabía. Un asesinato, después de todo, no era algo para enorgullecerse. Al asesinato, su familia siempre lo negaría; o, si ya no era posible hacerlo, encontraría una justificación, una razón por la que se tuvo que llegar a tal acción. Te lo voy a decir de otra manera. ¿El abuelo José le disparó a alguien en Salvatierra? La mirada ansiosa de su madre lo instó a que acabara de hablar. ¿El abuelo José mató a alguien y éste cómo se llamaba? Mira, dijo la madre, no me gusta tocar ese tema. Yo no soy quién para juzgar a tu tío abuelo; que no se te olvide que es alguien de tu familia. No, yo tampoco estoy juzgando a nadie, por Dios, mamá, dijo Diego, y agregó con la voz más calmada: Sólo quiero saber, es todo. No sé cómo lo supiste, dijo ella. Ay, mamá, estas cosas siempre se llegan a saber, ¿qué no ves telenovelas, ni siquiera las mías?, dijo y se rió de su chiste. Yo era muy chica, cuando supe que había pasado eso muchos años antes. Son tantos años, no sé cómo tú... No estoy segura. Tu abuelo José fue acusado de algo parecido, un crimen, que estoy segura que no cometió. Y hasta pasó unos meses en la cárcel de Salvatierra. Pero, después se aclararon las cosas y fue liberado. Eso, como te digo, pasó antes de que yo naciera. Lástima que tu tía Maripepa ya murió, que Dios la tenga en su santa Gloria, ella, estoy segura, sabía todo de este lío. ¿Y sabes por qué le disparó? Maripepa decía que José era buena gente, le gustaba hacer bromas, a veces era burlón, pero cuando le hacían algo se le calentaba la sangre y perdía la cabeza. Contaba que ese señor que dices se veía con una

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señora de buena familia, muy guapa, soltera, pero ya no tan joven, como de veinticinco años, que también le interesaba a un muy amigo de tu tío. Pero, si la señora le interesaba a una tercera persona, ¿por qué disparó él? Eso decía Maripepa, pero también acuérdate que en ese tiempo los hombres se metían en política; tú sabes que en esas andanzas en cualquier chicorrato la gente se ciega y hace tarugada y media. ¿Quién era ese amigo de mi tío? No me creas, era uno que luego fue muy importante en la política, en el gobierno, primero él y luego su... No me acuerdo de su nombre. Madre... No sé, no sé, también decían que ese señor Emere... Emerenciano. ...que mataron tenía mucha influencia sobre la gente, y no los dejaba en paz. ¿A quiénes no los dejaba...? A tu abuelo y a sus amigos de la política, hombre, era un grupo político muy fuerte en Salvatierra, no los dejaba en paz, se les metía en el camino. Les hizo varias. Por su culpa, nomás te digo una cosa, tu abuelo perdió unas tierras. Ese señor se aprovechó de unas nuevas leyes, yo qué sé, y le hizo la vida imposible hasta que le quitó esa propiedad. Eso decían. ¿Y Emerenciano se quedó con la propiedad? Ah, ya no sé tanto. Pero creo que era una movida política nada más... Y entonces decidieron eliminarlo. ¡Ay, yo no lo diría así! ¡Y además no creo que tu abuelo...! Diego ya no agregó nada más. Se quedó pensativo. No creía que Baldomero persiguiera ninguna oscura finalidad. Había comentado lo farandulero de la situación con otro profesor de la Facultad. Lo festejaron con gestos y risas. Pero, al final, el profesor le aconsejó que no lo tomara tan a la ligera. Porque si Baldomero se estaba ocupando de hacer la investigación, significaba que le importaba, y si le importaba no

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le iba a causar mucha gracia tratar a un nieto del autor del crimen. Diego quiso sacarlo de dudas, le dijo que él y Baldomero se conocían desde hacía muchos años y que, después de todo, ninguno de los dos era un macho de película de vaqueros o de charros para que se dejaran arrastrar por esa clase de arrebatos. Así ha de ser –dijo el profesor, reservándose su malicia.

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VIAJE AL FIN DE LA NOCHE. COLONIA OBRERA 1 14 de junio de 2006. Después de la epopeya interior que viví en Salvatierra y Moroleón, quedé materialmente perturbado. Parecía que mi cuerpo había ganado en ligereza. Mi mente volaba a la menor distracción, pero no sabía adónde, nada más se me escapaba. Como era de esperarse, se me empezaron a olvidar las cosas. Me molestó, porque siempre he sido disciplinado. Olvidé llevar a verificar mi carro. No me enteré sino hasta que me detuvo una patrulla de tránsito. Y todavía me costó creerlo. Para pagar la multa, que me pareció bastante alta, fui al cajero de mi banco. Allí olvidé mi tarjeta. Días después me encontré con la novedad de que no había luz en mi departamento. Pensé que era un apagón. Pero no, había luz en la calle. Concluí que se había ido en el edificio. Pero tardaba en regresar. Me asomé para ver a las otras ventanas y descubrí que sólo mi departamento estaba a oscuras. Me resigné y me acosté a dormir. Al otro día, moviendo mis papeles, me topé con el recibo de la luz que no había pagado. Empezaba a hartarme. Eran demasiados olvidos. Sin embargo, venían a mi mente recuerdos de la familia que creía olvidados. ¿Qué me estaba pasando? Salvatierra y Moroleón me habían sacudido desde las entrañas y las secuelas no las podía controlar.

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Me acordé, de pronto, de la colonia Obrera. No era raro, en otras ocasiones sin razón alguna se me venía a la mente. De vez en cuando, solía visitar la colonia y recorrer los puntos más familiares: las calles José María Roa Bárcenas, Simón Bolívar, Efrén Rebolledo, la avenida Niño Perdido, los baños Avenida, la escuela primaria pública (de gobierno, les decían) Francisco Giner de los Ríos, la escuelita católica Fray Pedro de Gante, el kindergarden Miguel E. Schultz, los cabaretes El Barbazul, El Tío Sam, El Infierno, El Burro, El Balalaika, El Ratón, Saloonbar Lucy, las pulquerías Aquí te Quiero Ver, El Canutillo, El Gorgoreo de las Aves y el hotelito de paso Rua -casi siempre se erguía uno muy cerca de cada cabaret-, entre otros similares, la cantina Nueva Italia y muchos recintos más de esparcimiento. Por 5 de Febrero estaba el gran salón de baile Colonia. Sentí el impulso de otras veces de acudir a esa parte de la ciudad donde yo había vivido durante mis primeros años. Incomprensiblemente, algo me empujaba a hacerlo. Traté de relacionar a la colonia Obrera con Emerenciano Guzmán, fuera de que allá fue a dar una familia descendiente suya. Para ser justos, la colonia Obrera ya me correspondía a mí y a la familia más inmediata y no al abuelo Emerenciano. No se veía como una secuencia de este último, más bien parecía una degeneración de su historia y así fue. ¿Cómo era la colonia Obrera? Se fundó alrededor de 1928, a las afueras de la ciudad de entonces, cuya orilla se definía en las calles Chimalpopoca y Río de la Loza, ahora parte del Centro. En ese año la colonia todavía no estaba urbanizada y eran mayormente sembradíos; dividida en terrenos que adquirían algunos de los muchos que llegaban a la ciudad de todas partes del país y aun del mundo. Otra vez, una situación de emigrantes. Esto me recuerda a los otros emigrantes, de doscientos años atrás por lo menos. Los antepasados primigenios de mi abuelo Emerenciano que llegaron a colonizar y que pronto se arraigaron, se convirtieron en americanos, en este caso, novohispanos. El mundo estaba en constante movimiento. Ahí estaba otra línea sustancial de la tarea de investigar a mi abuelo: la emigración. Ya no era la utopía. Ya no eran algunos españoles que llegaron a América a conquistar para la Corona, por Dios; ya no se buscaba salvar las almas

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de los naturales para la cristiandad. Eso fue algo homérico. Pero, por grande que fuera, y lo era y mucho, quería pasar la hoja de aquel sueño de gloria, propio de novela de caballerías del siglo dieciséis. Aquel sueño también era la fuente de la Eterna Juventud, montañas de metales preciosos, tierras, lagos profundos, ríos caudalosos, interminables, jardines, selvas con animales exóticos, salvajes, vegetación y frutos propios de un mundo maravilloso e inagotable, con habitantes diferentes a los europeos que había que ganar para la verdadera fe, constructores de ciudades como de cuentos de Las mil y una noches, decían los cronistas, cruzadas por canales, con edificios como templos, que eran otra maravilla, altares a dioses paganos, pasionales, crueles, infernales, que se alimentaban de sangre y corazones humanos. Los propios naturales -así les decían a los nativos, además de indios, porque al principio pensaron que habían llegado a las Indias- llegaban a alimentarse con carne humana. Era aquello un mundo raro, aunque en sus cartas optaban por el calificativo maravilloso. Sin duda, extraordinario, fuera de todo lo conocido, otro mundo. No sorprende que se imaginaran vivir una novela de caballerías; como el Amadís de Gaula, por cierto, una de las lecturas favoritas de Ubaldo: una epopeya legendaria, mítica, aventurera sin fin e iniciadora de nuevas naciones. Aquello era, ni qué decir, la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo. Tenía en mente, empero, a esa gente que había venido a colonizar, a vivir, a buscar mejores tierras o tierras que no tenían en la península, en pocas palabras, venían a buscar trabajo, a buscar una mejor vida y eso significaba que se iban a esforzar como el que más, como algunos lo hicieron en Salvatierra y en Moroleón. La historia de estas ciudades, me convencía yo, era la de la colonización de México y, desde una perspectiva mayor, de toda América. Tales colonos colaboraban, inconscientemente, con el gran sueño criollo de la Nueva España, que se llegó a pensar como el Imperio de la América Septentrional. Había que regresar a Salvatierra y Moroleón para buscar a Emerenciano Guzmán y la huella de su leyenda familiar y no a la colonia Obrera, que no tenía nada de histórica, menos de hépica, si quería

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encontrarme con un relato coherente, que tuviera algo más que una concatenación de ciertos actos trágicos. Mientras tanto, no obstante, podía permitirme deambular por ese rumbo que hacía mucho había dejado de ubicarse lejos de la ciudad para convertirse en una zona céntrica de la misma. Era doloroso percibir las diferencias entre unos y otros. Los antepasados del abuelo, y gente como ellos, habían alcanzado con enormes esfuerzos a tener alguna tierra y hasta a fundar un pueblo. En tanto que sus descendientes habían emigrado a la ciudad de México sólo para buscar un empleo como obrero, en el que dependerían de un patrón, para solventar apenas los gastos más imprescindibles. Y en vez de tierra, una reducida vivienda (un cuarto redondo, decían), rentada y hacinada con muchas otras. La gran diferencia entre unos y otros era del tamaño de sus esperanzas y visiones. 2 Salí de la estación Lázaro Cárdenas del metro y me fui por la avenida Niño Perdido, crucé Efrén Rebolledo, no quise detenerme en esta calle donde empezó la historia de esos Guzmán que venían de Morelia, hasta llegar a José María Roa Bárcenas y por ésta entré en la colonia. Empezaba a caer la noche. El aire era frío de repente. La calle ya no era tan ancha como cuando niño. Recordé cómo las grandes losas de esas mismas banquetas -¿o eran otras?- se rompieron en dos y sus partes se levantaron en el temblor de 1957. Fue una noche de julio. Desperté en medio de un alboroto y confusión general. Abrí los ojos y una de mis hermanas se había puesto de bruces sobre mí para protegerme. Sobre su hombro distinguí claramente cómo el techo se desgajaba en grandes pedazos de ladrillos con pegotes de cemento y chorros de arena y polvo que enturbiaban aún más el ambiente de las tres de la mañana. Sin energía eléctrica, la ciudad había quedado en las sombras. Inmediatamente después, se borró de mis ojos esa imagen de desastre, pero las paredes y el techo de vigas seguían tronando y arrojando polvo. Era la noche de un día muy caluroso. Me levanté dando tumbos y me dirigí a la puerta del departamento que habitábamos entonces en la esquina de Roa Bárcenas y Bolívar. El miedo me sacudía

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más que el temblor. Cuando llegué a la puerta cerrada -en la confusión no habían encontrado las llaves para abrirla- caí de rodillas y, sin que nadie me lo pidiera, empecé a rezar: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, bendito seas...” Síguele manito, reza más duro, que te oigan, escuchaba que me decían mis hermanas. El sacudimiento del edificio y de las cosas había acabado, pero seguía el temblor interior en cada uno de nosotros. Temíamos que viniera una réplica, como ocurría en un sismo de aquella magnitud. En mis oídos todavía se anidaba el vocerío de los vecinos, de mi madre y de mis hermanos. Luego, alguien diría que habían estallado varios relámpagos en el cielo negro, como un fiero dios que se asomara entre las nubes incendiadas con una mano en alto, amenazante, antes de que reventara el sismo. En cuanto éste comenzó, se agitaron sin misericordia las casas, los edificios, las calles, los postes, los monumentos, los cables de la energía eléctrica y del teléfono, los perros aullaban, la gente gritaba, lanzaba plegarias. Era el miedo a la muerte, a la desaparición del mundo, a lo que nadie quería llegar: el Juicio Final. Recordé que instantes después del temblor, el cielo negro se iluminaba de rojo de vez en vez por nuevos y mudos relámpagos. Por fortuna, durante mi visita no se daba ningún sismo. Me detuve a contemplar el ocaso en esa esquina de la ancha bocacalle de Roa Bárcenas y Bolívar. Me pareció por un momento el mismo escenario de cincuenta años atrás. Niños que jugaban beisbol o al futbol. Mujeres que entraban y salían de la panadería. Afuera de ésta vendían tamales de chile verde, de mole rojo y de dulce con pasitas, que eran color de rosa; también vendían elotes hervidos y vasitos de esquite -granos de elote cocinados con epazote, chile verde, cebolla y sal, a veces con patitas de pollo-. En la contraesquina la tienda de abarrotes Los Güeros, que las vecinas le decían Los Guapos, en honor del dueño y de sus hijos. Dos pisos abajo de mi departamento el Saloon-bar Lucy, la tienda La Paz, donde vendían abarrote, vinos y licores; estos últimos eran el verdadero negocio. Los seguían vendiendo aun con la tienda cerrada. En esa esquina, cierta tarde vi a El Chato, otro de mi hermanos, que lo emboscaron algunos de una pandilla de otra calle. Se pegó a la pared y

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allí empezó a tirar puñetazos y patadas y de ese modo se sostuvo hasta que la cercanía de una patrulla de policía hizo huir a los agresores y al agredido. A pesar de la esforzada defensa, El Chato, que también se llamaba Luis, quedó como Santo Cristo, con la cara ensangrentada. Pero era mejor recordar cuando, en otra ocasión, estábamos también en esa esquina Sergio y yo, con Jorgito Cisneros, un vecinito del edificio, y de pronto las puertas batientes del bar Lucy se abrieron para dar paso a Alejandro Paredes, con la mirada perdida y dando bandazos; se cerraron las puertas y se volvieron a abrir y salió Agustín del mismo apellido, con la misma mirada y dando tumbos; se volvieron a cerrar las puertas y se volvieron a abrir para enmarcar la salida airosa de Luis Guzmán, con la mirada vidriosa y haciendo eses. El triunvirato pasó junto a nosotros sin vernos, pero con una dignidad que daba miedo. Regresé la vista al edificio en el que vivimos unos ocho años, hasta que nos corrieron. Al viejo don Enrique, como le decía mi madre al dueño, no le gustaba que fuéramos tantos y que aquella gastara tanta agua en el lavadero todos los días. Lo bueno fue que nos fuimos a un mejor departamento, en la calzada de Tlalpan, a la altura de Avenida Chabacano, en la colonia Vista Alegre. Roa Bárcenas fue el inicio de los “buenos tiempos”; la colonia Vista Alegre fue la continuación. Mis hermanos mayores tenían trabajo y daban el gasto correspondiente. Yo me levantaba a las cinco y media todos los días para entrar a clase de siete de la mañana, en la prevocacional 3, del Politécnico -la mejor, había dicho Alfonso-, por Tacuba, en el otro lado de la ciudad. Luego, en la esquina de Bárcenas y Bolívar, dirigí la mirada al cielo y busqué el puntito rojo que decían que era el sputnik lanzado por los rusos al espacio. La gente se arremolinaba y hacía los comentarios pertinentes. Los rusos van a llegar a la Luna y después a Marte, decían. Ya le ganaron a los pinches gringos. Pero, dudó alguno, ¿no nos irán a echar una bomba atómica? No lleva astronautas, lleva un changuito. No, es un perrito, una perrita. ¿Para qué hacen eso?, dijo una señora. Si llega a Marte van a creer los marcianos que todos somos perritos en la Tierra. Me pareció ver a las niñas de la tienda La Paz, que también eran de algún pueblo de Michoacán. Mi madre decía que por eso eran bonitas.

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No sé por qué entre los emigrantes siempre había quiénes venían de aquel Estado. Me acordé en particular de una de esas niñas que le decían La China. Era una morena guapita, de pelo chino, encrespado, de ahí su apodo. Parecía andaluza, aunque esto lo supe muchos años después. Me acordé de otras niñas, las del cuatro, ésas no eran bonitas como las de La Paz. No eran de Morelia, ni cerca de allí, diría mi madre. Una mañana, Chuya, la más grande de ellas, me dijo, mirando hacia un taxi que acababa de llegar, mira esa vieja borracha que se calló del taxi, no se puede ni levantar. Luego de unos segundos, gritó, ¡ay, es María!, y María era su hermana mayor que, en efecto, estaba sentada en el suelo, con las piernas estiradas, sin poder levantarse, a un lado del vehículo que tenía la portezuela abierta, seguramente con unas cuantas cucharadas de más. Era una mujer que trabajaba y cubría muchos de los gastos familiares. Cuando sus padres tuvieron una niña más sólo dijo, otra boca qué mantener. Tenía razón. Pero, tal sinceridad no se la perdonó su padre, que se llamaba Carmelo. Indignado, la abofeteó y luego la corrió de la casa. Los vecinos vimos la triste escena -yo desde un barandal del tercer piso-, en el patio de la entrada del edificio, en la que Carmelo, un viejo corpulento con una voz chillona, le decía que se largara, que no necesitaba su dinero, le daba una bofetada y la empujaba a la calle con movimientos violentos. Ella se agarraba de donde podía y se defendía en tanto decía, un padre no trata así a una hija. Ahí estaban la tienda La Paz, la portada del bar Lucy y más allá el hotel Rúa. Recordé que en las noches a veces me despertaba y escuchaba el sonido grave del bajo que retumbaba; no sabía si había música viva, como se decía, probablemente era gravada; de todos modos lo que llegaba hasta mis oídos era el bajo. Y de súbito, los gritos de las mujeres sobre todo, y diversos golpes contra la pared, sillas que caían, botellas o vasos que se estrellaban contra el piso. No faltaba alguna mujer que gritaba, ¡ya Polo, ya déjalo, lo vas a matar!, ¡no, Polo, ya párale, por lo que más quieras! Se referían a un caifán famoso en el barrio y que, por lo visto, hacía de las suyas en ese tugurio, golpeaba a quien se le pusiera enfrente. Lo más curioso era que, poco después -a plena luz del día, cuando pasaban las señoras por la leche y el pan, o algún obrero a su

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trabajo-, los empleados del Lucy lavaban el suelo del bar y aun el de la entrada del edificio; tenían una puerta que daba al patio y hasta allí llegaban a salir en algunas de sus escandalosas trifulcas. Al verlos, me imaginaba que limpiaban la sangre, que eso era, como había visto en algunas corridas de toros -los caballos salían, al final de cada faena, para llevar a rastras al toro sacrificado y los monosabios a barrer la arena; así desaparecía la estela de sangre que dejaban y pudiera seguir la fiesta. En ese mismo cuadrilátero, o lo que era lo mismo, el patio de la entrada del edificio, nos reuníamos los muchachos vecinos y nos calzábamos los guantes de box que me habían traído los Reyes Magos, junto con una peraloca, probablemente por instancias de Ubaldo. Éste nos enseñó alguna vez a los más chicos de la familia a dar los primeros pasos en la lona: cómo moverse en laterales, avanzar de frente, retroceder, con un paso y golpe, cómo quitarse algunas acometidas enemigas, cómo aplicar un jab, un uppercut, un recto de derecha, un recto de izquierda, cómo hacer el rolling, para evitar o disminuir la potencia de los golpes en la cara, gancho al hígado, abajo y arriba, unodos, uno-dos y remate. Noqueado. No dejar de mover los pies, en las puntas, ni bajar la guardia nunca. Eso era el box. En la calle, sobraban todas las reglas. A uno de los muchachos grandes de la cuadra que tenia fama de hábil peleador callejero, le pregunté cuál era su técnica. ¿Técnica?, inquirió, yo aviento madrazos: con los puños, los pies, los codos, la cabeza, con lo que encuentre a la mano, hasta que se caiga el otro güey y por lo general lo sigo tupiendo para que no se vaya a levantar y haga conmigo lo mismo que yo hice con él. Recordé a unos muchachos de Efrén Rebolledo, cerca de Niño Perdido, que estaban más jodidos que uno. Andaban con el pelo cortado al rape y vestidos con un overol gastado, roto y unos botines de piel cruda, corriente, unidas sus partes con grapas y una suela de llanta aún con el dibujo. Después entendí que el corte al rape lo sacaban de algún orfelinato o de la Correccional para Menores donde alguien los había recluido. Una vez tuve la mala suerte de encontrármelos de frente en la calle. Dos de ellos se me emparejaron y me pidieron dinero mientras me metían el pie para hacerme caer. Órale, güerito puto, me dijeron, suelta

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la luz o te partimos tu madre aquí mismo. A pesar de que eran chaparros y desnutridos, espantaban o sorprendían a su víctima con violencia verbal y física. El que pegaba primero pegaba dos veces: el clásico descontón. Mientras uno reaccionaba a la sorpresa, ellos ya llevaban ventaja. De grandes se debieron de haber hecho delincuentes profesionales; tal vez terminaron sus días de teporochos o podridos en una cárcel; o aparecieron una madrugada en medio de un charco de sangre en el arroyo. En la colonia la mayoría éramos pobretones, pero los que asaltaban -desde chiquitos, como esos malillas- no éramos todos ni mucho menos. Yo no, ni mi familia, ni mis amigos, ni los de la familia, ni muchos otros que conocí allí y en otros lados. Así que la teoría de que la pobreza engendraba delincuentes no era cierta. No dejaba de ser una posibilidad, como todo, pero de ninguna manera era una regla. El que era gandalla, lo era en cualquier clase social. Los de las clases altas, mucho después lo sabría, eran los más peligrosos, porque hacían sus negocios ilegales en grande. Y casi nunca se llegaban a conocer sus actos delictivos; al contrario, eran respetados y se daban la gran vida. Esto ya lo consignaba Platón hacia los siglos cuarto y tercero antes de Cristo. Las noches entonces eran diferentes, por lo menos en la colonia Obrera. Las calles exhibían una limitada iluminación cuando los establecimientos comerciales estaban abiertos. Una vez cerrados, la colonia se hundía en las tinieblas. Al inicio de la noche había dos tonos de luz predominantes: el amarillento de las ventanas de las casas; el blanco y frío, aunque luminoso, de algunas tiendas. La luz pública era un solitario foco, eso sí, grande, con forma de gota y un sombrerito metálico, en cada esquina o bocacalle. En algunos sitios esa semioscuridad hacía resplandecer con mayor intensidad los anuncios intermitentes de los cabaretes de medio pelo, hotelillos de paso, bares, cantinas, pero también farmacias, panaderías y otros negocios que seguían abiertos a esas horas 3 Mi madre me confesó alguna vez que nunca quiso salir de Morelia. Nunca le gustó México. Entonces, ¿por qué te viniste?, pregunté. No me quedó de otra, dijo. Además, cuando murió mi mamá, me quedé sola; también

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por eso me casé. No tenía a nadie, sólo a Luis y a Lola, mis primos, que pronto se habrían de venir a México. ¿Por qué se vinieron? Pues por las mejores oportunidades de trabajo, dijo. Lola consiguió una placita de profesora de primaria. Con ella se vino Luis, que también se colocó; y luego me jalaron a mí. ¿Tuviste hermanos? Dos, más chicos que yo. Murieron chiquillos. ¿Por qué? Pues, ¿por qué ha de ser?, contestó. Por falta de atención médica y de una buena alimentación. No era como ahora, que nada más vas a tu clínica del Seguro Social y ya. Luego, en la escuela de gobierno hasta desayunos escolares te dan. La pobre de mi mamá, siguió diciendo Emiliana, ¿qué podía hacer? Antes la gente vivía de milagro. Cuando se morían casi nunca se sabía bien de qué había sido. Decían que de un dolor de espalda, en el pecho, de un cólico, de calenturas, de diarreas, de una hemorragia, de pulmonía, de una gripa mal cuidada... Mi mamá trabajaba mucho, de cocinera en una casa grande, yo creo que por eso se enfermó de pulmonía. Mi papá desapareció desde que yo era chiquilla. Pero, qué bueno, aclaró. Yo le tenía harto miedo. Era un malvado. Le pegaba a mi mamá. Después tú le pegaste a tus hijos, dije. Ah, pero era diferente. Había que enseñarles... ¿A obedecer?, dije. Sí, eran unos diablos. ¿Cómo era tu padre? Lo recuerdo vestido de charro, contestó, grandote y blanco, coloradoso, con los ojos medio verdes o cafés claro. Desde que se fue, ¿no supieron nada de él? Nos dijeron que andaba con el ejército zapatista, dijo. Desde chico fue mala cabeza. ¿No se fue de su casa a los diez años de edad? Luego regresó de sus aventuras y se casó con mi mamá. No tardó en abandonarnos. Y pasaron años sin saber de él. Pero, sí supieron algo, dije. Sí, cuando nos fuimos a Tampico, porque había amenazado a mi mamá. Allá, no tardaron en avisarnos que iban a entrar los zapatistas y que mi papá era uno de ellos; que nos escondiéramos. ¿Y lo hicieron? ¡Claro, mi pobre mamá Pachita estaba rete asustada! ¿Y tú? Pues yo también. ¿Supiste si volvió a tener familia, o cuándo murió? Ha de haber quedado en algún campo de batalla, contestó. Era muy atravesado; de muy pocas pulgas, de cualquier cosa se sulfuraba. Por eso, concluyó, se tuvo que ir de revolucionario zapatista, ya ves que ésos se pintaban solos: buenos de violentos y salvajes. Pero, ¿cuáles no lo eran? Ve tú a saber.

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4 Me di cuenta de que estaba dando la vuelta, literalmente, a encontrarme con la calle Efrén Rebolledo. Pero, mientras caminaba por Bolívar, recordé esas mañanas de plaza, luminosas por la luz del sol, que entonces brillaba más, o las tardes serenas, nubladas; cómo disfrutaba al ver, primero, y luego al leer algún cuento de El Pato Donald en temporada navideña; o de La Pequeña Lulú, en una aventura con la bruja Ágata; tal vez Frentes de Guerra, donde los “americanos” gringos eran los héroes y los “amarillos” japoneses los villanos; no podía faltar Superman y Los halcones negros entre otros, como los mexicanos La familia Burrón, que se desarrollaba en un barrio parecido a la Obrera, y Los supersabios, un cuento -los apochados le llamarían comics- de aventuras juveniles de los años cincuenta. De este modo tuve que llegar a Rebolledo. Mis pasos me llevaron dentro de esa calle como si lo hiciera en el inframundo: nebuloso, impreciso, poblado de espectros. Más adelante, encontré la vecindad donde vivió la familia de Luis y Emiliana alrededor de catorce años. Emigraron de la bonita Morelia para vivir en una fea calle de una colonia de obreros, como bien decía su nombre, albañiles, herreros, carpinteros, pero también empleados, comerciantes en pequeño y medianos, sastrerías, carnicerías, billares, paleterías o neverías, farmacias, abarrotes, recauderías, zapaterías, relojeros, composturas de zapatos, de planchas, lámparas y otros aparatos eléctricos. Todo el mundo llegaba de fuera de la ciudad, de todo el país y aun de otros, como los japoneses que tenían una papelería y juguetería; los judíos rusos de la tlapalería, Nathan y Clarita y sus rubios hijos que fueron muy queridos por la comunidad. Cuando se ahogó uno de estos muchachos en una piscina deportiva, los vecinos se unieron a sus compañeros y maestros del Politécnico -que dijeron que había sido un cerebrito, una esperanza para México- para despedirlo en procesión. Otro se fue a casar a un kibbutz de Israel, regresó con su esposa y se fueron a vivir a la colonia Polanco. El último, el más apuesto, con pelo rubio y rizado, ojos azules, pero también el más mexicano, al que Clarita tenía que perseguir por toda la cuadra con un vaso de jugo de jitomate en la mano, gritando, ¡güeruuú, güeruuú!,

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se reveló a irse a casar a Israel. Hablaba y hacía bromas como cualquier muchacho del barrio. Finalmente, le gustó una joven y apiñonada mesera de la cantina Nueva Italia, no fea, decían que era de ese pueblo michoacano, Nueva Italia, que era de italianos, y se le rendía al Güero, con ese mote era conocido, lo atendía, lo escuchaba, lo servía, lo miraba, y pronto habría de darle un güerito, creo que todo eso fue su brebaje mágico para mantenerlo amarrado. Ya era de noche. Las dos filas de casas y edificios chaparros, una enfrente de la otra, se agigantaban, parecían unirse y achicarse al fondo. Una extraña atmósfera cobró vida. Actores cómicos vestían los disfraces de antaño. En ese escenario no recordé a Emerenciano Guzmán; como he dicho, no hubiera encajado. Además, cuando yo vivía en la Obrera, no sabía nada de él. No existía. La colonia era un lugar apenas para su hijo y sus nietos. Pero dejaba lugar a algunas situaciones cómicas, como de novela picaresca española. O como de la leyenda de Pito Pérez de Michoacán ¿De dónde iban a salir personajes de la farándula y de las carpas, como los populares Cantinflas, Palillo, Borolas, Resortes, Tintán, si no de barrios como éste? Igual que la película de “Pepe El Toro”, con Pedro Infante, en una de sus actuaciones más recordadas: el boxeador honrado, que peleaba por necesidad y esto lo llevaba a enfrentarse a villanos mafiosos. Además de las películas, con este mismo ídolo de las multitudes, “Nosotros los pobres“, “Ustedes los ricos” y “Un rincón cerca del cielo”. Les gustaba creer o hacer creer que los pobres eran buenos, honrados, divertidos y, sobre todo, ¡felices! Pero esto último era tan falso como decir lo contrario. La colonia Obrera tenía buenos momentos, no iba a decir que no, fiestas en los patios de las vecindades, a veces hasta en la calle, en las que se bailaban los ritmos de moda; las posadas en diciembre, con rezo, canto y todo; la misa en la iglesia San José de los Obreros los domingos, las fiestas de los santos. Pero también era sórdida, nocturna: alcohol, pulque, mota, padrotes, putas, homosexuales, niños desamparados, golpeados, hambreados, chicas que desaparecían, insultos, golpizas callejeras y al interior de las viviendas y tugurios, algunos asesinatos de conocidos o desconocidos. Sobre todo,

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desaliento y amargura. No faltaban quienes tenían hambre y frío. Una vez me dijo un chaval de la cuadra algo que yo no sabía nombrar, el hambre y el frío duelen. Quiso decir que dolían como si fueran una lesión o una enfermedad. Lo peor era la amargura, la impotencia para salir del don Nadie y de don Ninguno y de la trampa del Ninguneo a que los sometían los otros, los Menos Mal y los Muy Muy. Detalles como los anteriores no me parecían bonitos, ni divertidos, ni tampoco para sentir felicidad ninguna. ¿Qué trataron de conseguir al presentar pobres felices en las películas? Sólo aumentar la venta de taquilla, ¿qué más? Por otro lado, había otros momentos de esparcimiento ambulantes. Llegaban pequeños circos, los títeres de Rosete Aranda y algunas carpas de cómicos y canciones, que dos horas antes de iniciar la función tocaban a todo volumen el paso doble “Cielo andaluz”, para atraer la atención de los vecinos. El elenco de las carpas consistía en cantantes de ranchero, tríos románticos, escenas de cómicos que a veces hacían parodias de la vida política y social de aquellos años cincuenta. De manera independiente, llegaban Catarrín y Cuataneta, una familia de cómicos que hacían chistes blancos; un ciclista negrito que hacía figuras con su vehículo de manubrio volteado o alzado; un gitano -o húngarocon un enorme oso café con bozal y gruesa cadena al cuello que se paraba en dos patas y bailaba al compás del pandero; un hombre con un chango guerroso que una vez me jaló una pierna con su cola y caí redondito al suelo, pero lo que más me dolió fue la risa de los demás; llegué a ver una función de cine en la calle, la película se proyectaba a la pared lisa del costado de un edificio; sin contar las ferias con juegos mecánicos y puestos de tiro al blanco y otras diversiones en ciertas fechas de celebración de la iglesia San José. Sin pensarlo, me introduje en la bruma que tenía delante. Esa vez, lo supe, la colonia me mostraba un valor diferente. Mi visita no sería tan pasajera como otras que hice en el pasado. Algo me incitaba a seguir, a hundirme en ese submundo oscuro y frío de fantasmas y de almas en pena, no supe si eran lo mismo. Cuando llegué a la puerta de lámina de la vecindad, me detuve como quien se frenaba a la orilla del precipicio. Allí adentro no iba a encontrar nada relacionado con el abuelo Emerenciano.

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Lo sabía. Luis, Emiliana y su familia tenían poco qué ver con aquel personaje. Era un hecho. La miseria de la vivienda número 4 no podía albergar a uno de sus hijos. Nadie lo hubiera pronosticado en Salvatierra en 1917. Lo predijo el diputado Espitia, en aquella ciudad, en 1928. Un hijo de Emerenciano Guzmán no podía ser... Luis Guzmán. No podía, pero fue. Lo que no se asomaba en las películas antes citadas, era que la pobreza, si no se evitaba de algún modo, conducía a la miseria espiritual. La pobreza se padecía como una enfermedad infecciosa, una que podía llevar a la muerte inclusive; peor aún, también a la muerte del alma. Y yo no quería regresar a esa clase de miseria de ningún modo. Ni siquiera como investigador. No lo hubiera resistido. Al contrario. Hubiera querido saltarme ese precipicio, pero, por lo visto, no era tan fácil. Cuando era pequeño imaginaba que mis padres me habían encontrado en la banca de un parque, en donde estaba perdido, y habían decidido adoptarme. A Irma y a Elvia les escuché alguna vez que no les gustaría nada volver a la niñez. Ubaldo no quería casarse y traer unos escuincles a lo mismo que él vivió. Nuestros terrores eran parecidos. Para Luis su niñez, a la muerte del abuelo Emerenciano, fue el miedo y el sacrificio. De Emiliana no estaba claro. No se la notaba mucho resentimiento en ese aspecto, por más que hablara de la “maldita pobreza”. Gustaba de recordar los buenos momentos. En especial la época en la que trabajó y permitió descansar a su madre. Por más fatalista que fuera, mostraba una parte gozosa y aguantadora. No era Guzmán. Por eso no la incluía. Para los demás, nuestro terror fue la niñez, la familia unida pero devaluada, porque, en el fondo, aprendíamos a despreciarnos sin saberlo. Creo que nuestro terror se fraguó el 25 de julio de 1917, cuando a Luis Guzmán, antes de cumplir los diez años de edad, se lo derrotó por el resto de su vida. Aquella fue la fecha de la gran hecatombe, cuyos efectos durarían cien años que, en 2006, aún estaban por cumplirse. 5 Mi padre no golpeaba a nadie. A los quince años de matrimonio, apareció un importante elemento de desgaste. Un amigo de Luis ofreció sus buenos oficios para hablar con Emiliana. Este hombre le

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preguntó, ¿Luis le falla en el gasto? Pues no, gana poco, pero cumple. ¿Luis le pega? ¡Ay, sólo eso faltaba! ¿Sí o no? ¡No! Entonces, señora, dijo, ¿qué más quiere?, ¿de qué se queja? Lo cierto era que Luis trabajaba bastante. Era muy cumplidor en la fábrica. Había veces que llegaba a la casa con una tanda de trabajo que hacía en las noches o algún domingo. Y el salario que percibía, no era suficiente; a pesar de que laboraba en una fábrica muy importante, cuyo dueño era un patrón benigno que veía por sus trabajadores, en especial por elementos como Luis. La dimensión del trabajo no estaba de acuerdo con la del salario. O éramos muchos de familia. Las dos razones eran válidas. El mundo seguía siendo algo injusto y triste. Si se lo tomaba en serio. ¿Por qué tenía que haber pobres? No se sabía. Siempre los había habido y, según parecía, los seguiría habiendo. Para colmo, la pobreza no era como la del feliz y a su manera ganador Pepe El Toro, sino, al contrario, como la filmó el español Luis Buñuel en “Los olvidados”, con toda su crudeza, amargura, angustia y crueldad. Emerenciano Guzmán, arrastrado por el maremágnum de la Revolución, en un pueblo del Bajío, luchó contra ese sino fatal. Lo único que obtuvo, por lo visto, fue su muerte a traición. No obstante, en el imperio de la libertad, del libre albedrío, los individuos tenían también responsabilidades. Los descendientes de Emerenciano pudieron haberse rebelado contra el destino impuesto. La Revolución benefició a muchos, y a muchos otros los aniquiló. Un millón y medio de muertos, sin contar otra cifra similar entre viudas y huérfanos que quedaron a la buena de Dios, exactamente, a la mala del Diablo. Lo anterior, respecto a una población de quince millones de mexicanos en 1914, representó un costo altísimo de vidas y de miseria. ¿Quién, quiénes se beneficiaron de un sacrificio de tal magnitud? Los que lo hicieron en la nueva legalidad establecida, fueron afortunados; pero los que sólo se aprovecharon a la rebatinga (a la rebatiña, propiamente) del botín de guerra, fueron, además de oportunistas y traidores, delincuentes encubiertos. El liberalismo del siglo diecinueve (Porfirio Díaz inclusive) y la Revolución transformaron al país. Pero esto no disminuyó las malas artes de muchos, como las del asesino o los asesinos del abuelo Emerenciano, ni el orgullo mal conducido, la falta de tino, o el

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derrotismo y el fatalismo de la abuela Felipa. Sentimientos de fracaso que heredaron sus nietos. Los hijos de Luis, en particular, nunca se libraron de la mala sombra de la adversidad. Cuando, heridos por la culpa sin nombre, se castigaban a sí mismos, creían castigar al mundo. El mayor obstáculo que se pusieron ante sí fue haber ignorado hasta la insensatez al abuelo Emerenciano y, desde luego, a sus antepasados. Poner los ojos en aquellos esforzados colonos les hubiera brindado el coraje y la fortaleza de los que carecieron siempre. Pero no lo hicieron. De haber ahondado en la aventura de la calle Efrén Rebolledo, los fantasmas me hubieran convertido en uno más. Uno que vagaría eternamente ya no en Salvatierra, ni en Moroleón, sino en la colonia Obrera. Y eso fue el miedo en serio. Porque entonces terminé de comprender la derrota que significó el asesinato de mi abuelo. ¿Quién me diría, a casi noventa años de acaecido aquel suceso, que mi búsqueda era no tanto inútil como equivocada? Mi búsqueda me transformaba, en todo caso, en una apariencia. Me daba cuenta de que mis indagaciones me arrastraban por territorios de mi interioridad profunda. Entonces comprendía que cuando mataron a mi abuelo Emerenciano, me habían matado a mí también -y no era mero sentimentalismo-, treinta y un años antes de que yo naciera. De ahí que haya vivido marginado de la realidad de este mundo. Refugiado en las sombras, nunca había encontrado la manera de escapar. Pero, ¿estaba solo en aquella locura? Me negué a aceptar este sino frente a la puerta de metal de Efrén Rebolledo. No quise dar el paso hacia lo que se me presentó como la catacumba de mi pasado cercano. Me quedé paralizado en un intento vago por detener el curso de mi propio relato. Y ¿quién me hubiera dicho que lo que hacía no era cumplir exactamente con mi parte de la fatalidad? 6 Como Edipo. En la tragedia de Sófocles. Cuando Layo, padre de aquél y rey de Tebas, mandó que lo abandonaran en la montaña, para que, al crecer, no lo matara a él y no se acostara con su madre, Yocasta, no sabía que estaba cumpliendo con los designios del oráculo. De no haber

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echado a Edipo, difícilmente se hubiera realizado el vaticinio. Pero al quitarlo de su lado, Layo abrió la puerta de la fatalidad y de ese modo inexorable se ejecutó el destino predicho. Unos pastores rescataron al pequeño Edipo y lo dejaron bajo la protección del rey de Corinto. Aquél creció ignorante de quiénes habían sido sus padres. Hecho un hombre, Edipo fue a Delfos para consultar al oráculo sobre el enigma de su origen. En un cruce de caminos tuvo un altercado con un viajero y se enfrentó a él. En la lucha, Edipo terminó con la vida de su enemigo circunstancial. No tenía la menor idea de que el desconocido era Layo, su propio padre. No lo conocía. El primer anuncio se había cumplido. Cuando llegó a la entrada de Tebas, encontró la solución al enigma de la esfinge y, de este modo, la liberó. Los tebanos lo recibieron como a un héroe y lo nombraron su rey. Puesto que Layo estaba muerto. Por lo tanto, debió aceptar a la reina viuda, que era Yocasta, como su esposa. La aceptó porque tampoco la conocía. Se cumplió el segundo anuncio. Tuvieron cuatro hijos, dos varones y dos mujeres. El vaticinio del oráculo se había realizado. Sin embargo, para redondear la tragedia en toda su dimensión, Edipo debió descubrir el secreto de su nacimiento, su parricidio y su incesto. En una palabra, su culpabilidad. Él mismo había obligado a Tiresias a que le hiciera la revelación de tan graves sucesos. Yocasta, cuando lo supo, no lo soportó y se ahorcó. En tanto que Edipo, debió pagar la deuda contraída. No se suicidó, que hubiera sido una solución benévola, sino que se arrancó los ojos para no ver más y vivió en la noche eterna de la culpa el resto de sus días: expulsado de todas partes, errante, guiado por su hija Antígona, que, así, también sufría el castigo por una culpa que no era de ella. Edipo murió en Colona, cerca de Atenas. De ese modo desgraciado, Edipo pagó una falta que no había cometido motu proprio. En esencia, no era ni incestuoso ni parricida. El destino le puso una trampa a él y a los otros protagonistas de la tragedia y cayeron uno a uno. Edipo saldaba la deuda precisamente porque no debía la falta que se lo imputaba. Los culpables de veras, como el asesino de Emerenciano Guzmán, nunca perdían; al contrario, casi siempre ganaban. Cometían delitos

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con conocimiento de lo que perseguían, como eliminar a un hombre para llegar al poder o conservar sus privilegios, pero, de manera primordial, porque entre esa clase de sujetos no había cabida, ni podía haberla, para la culpa. No eran, ni por asomo, héroes trágicos, sino sólo delincuentes. El de Edipo fue, en definitiva, un destino que lo mantuvo preso desde que nació hasta que murió: asfixiado lentamente. Fue un destino que lo tenía todo previsto. El vaticinio letal del oráculo se cumplió letra por letra.

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LA TRAGEDIA Y EL MITO 2007 1 Para seguir un sentido trágico de la vida, tenía que volver a Salvatierra y al mítico Moroleón. No a la colonia Obrera. Tenía que consultar el oráculo sobre el enigma de mi origen. Allá estaban las huellas que me llevarían a la serenidad o acabarían de hundirme en el infortunio. Esto significaba que me rebelaba a creer que lo verdadero era sólo lo que había vivido hasta ese momento. Lo real debía ser algo más grande, menos ruin. ¿O más terrible? ¿Cómo saberlo? Y si la revelación no estaba en mí, en el presente, tenía que estar en otros, en el pasado. Esto quería decir que sólo podía hallar la verdad entre las sombras de los muertos. Me iría a La Congregación, al siglo dieciocho si fuera necesario, pero, sobre todo, al diecinueve y al principio del veinte. En aquellas remotas fechas encontraría, probablemente, la clave para resolver el enigma de la esfinge del presente en el que me debatía y que tantas veces había estado a punto de aniquilarme: en la eterna noche de la culpa. 2 Marzo 26. Sonó el teléfono y era Abdul A. Álvarez, amigo de la colonia Portales, que se dedicaba a la astrología. Pronto, como debía ser, vino a colación la

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novela que estaba escribiendo. No podía ser de otro modo. En esos meses las cosas parecían ocurrir a propósito de mi abuelo y la ficción que se iba armando alrededor suyo. Si hablaba con una o con otra persona terminaba en este tema. Así que comenté que ya iba adelantado en la escritura y que arrancaba con una situación que podía interesarle. Hice la advertencia de que tal situación la había vivido yo en la realidad. Me preguntó, intrigado, a qué me refería. A que después de haber regresado de mi viaje... ¿Cuál viaje? No, no es de hongos, ni de peyote, ni de ácido, aclaré de inmediato. Yo nunca había recurrido a los paraísos artificiales, como bien estaban descritos en esta frase común. Desconfiaba de tales prácticas. Se trataba de que cuando regresé de Salvatierra y Moroleón, expliqué, llegué tan impresionado de lo que había averiguado en los archivos, hablado con la gente y por los lugares mismos, que esa misma noche desperté abruptamente a las tres de la mañana, con la certeza y aun la visión de que en la entrada de mi dormitorio se encontraba un grupo apretado de sombras. Era mi gente de Salvatierra y Moroleón. Es verdad, dije. Allí estaban. No había duda. Eran mi abuelo, mi abuela, mi padre de nueve años, y mis bisabuelos. Habían llegado hasta la puerta de mi habitación, se mantenían de una pieza, atentos. Acto seguido, aparecieron alrededor de mi cama, mudas, inmóviles, me observaban como si me estudiaran. Cuando acabé de abrir los ojos, las sombras se esfumaron entre las otras sombras, las consagradas por la noche. Abdul, que me había escuchado con atención, me recomendó que no me resistiera, que los dejara entrar, porque querían comunicarme algo. Expresé que no los rechazaba. Pero, acepté que les temía un poco. Pues ahí está, dijo, con ese miedo estás levantando una barrera entre tú y ellos. ¿Qué quieres?, ¿qué los convoque? No estaría mal, dijo. Aunque lo único que tienes qué hacer es no ahuyentarlos. Si ya se presentaron de esa manera es que tienen algo que decirte. Pensé que no necesariamente querían o debían manifestarse con palabras. Ya lo hubieran hecho. Quizás toda su manifestación consistía en hacerse presentes. Porque ¿qué clase de diálogo podía haber entre un vivo y un muerto? Estaba convencido de que yo debía interpretar los acontecimientos.

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No tengas miedo, insistió. No te van a hacer ningún daño. De acuerdo, dije, pero tampoco creo que los espíritus vengan a sentarse con uno a platicar como cualquier hijo de vecino, ¿no crees? No, confirmó, eso no, ellos van a encontrar la forma de comunicarse contigo. Me quedé pasmado. Si eso era verdad, probablemente en ese instante ya lo habían hecho. De otro modo, ¿cómo se explicaba que tan sólo con una escasísima información yo estuviera recreando situaciones que vivieron ellos en 1917, antes de ese año, y aun en el siglo diecinueve? Por otro lado, pudo haber ocurrido que yo estuviera tan obsesionado por aquellos sucesos que mi mente había creado esas presencias. Y así es, dijo Abdul. Tú les estás permitiendo llegar hasta ti. ¿Qué tal si ellos ya te han estado hablando desde la cuarta dimensión? (No tenía claro el significado de esta última frase. Me imaginé la cuarta dimensión como la cuarta pared de los actores, quizás por el uso común de la palabra “cuarta”.) ¿Has pensado en eso? Sí, dije después de un instante, parece congruente. Aunque yo creo que todos ellos no estaban en la cuarta dimensión, como tú dices, sino dentro de mí, es decir, en la primera. Y, por lo tanto, esas presencias son proyecciones a través de mis ojos. Ya iniciado en la reflexión, continué: El extremo fue cuando, un día, llegué a mi casa después de la media noche. El edificio estaba en silencio total. La luz de las escaleras parecía de otro planeta. Blanca, luminosa, sorda. Entré en mi departamento y, como si lo viera, pero no podía ser, ya que había un pequeño espacio junto a la cocina, antes de entrar en la sala, advertí, como a través de una pared de cristal, que allí estaba mi abuelo Emerenciano, esperándome, sentado, vestido con su traje oscuro. Lo percibí de tres cuartos o de perfil, sentado en uno de mis sillones, un poco reclinado sobre sus rodillas. No distinguí bien el rostro, ahora que lo digo, el rostro estaba un tanto borroso por la penumbra. Permanecía inmóvil. En silencio. Pero yo sabía que era él. Y me esperaba. ¿Y qué hiciste? No hice nada, contesté. Me seguí de largo. ¡Ah!, ¿ya ves? ¿Tú crees que si hubiera ido hacia él, dije, lo hubiera encontrado? Pues yo creo que no, añadí, sin dejar que me interrumpiera -porque él

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hubiera afirmado que estaba allí mi abuelo Emerenciano, de una manera corporal, esperándome para hablar conmigo-, creo que si me hubiera dirigido hacia él no hubiera encontrado a nadie. Pero ¡lo viste! -insistió Abdul triunfante. Sí, lo vi -tuve que aceptar-. Ahí estaba mi abuelo, de alguna manera me esperaba. A pesar de que lo había visto sin verlo, no tenía duda. Ésa era la comunicación que se había dado. De cualquier modo, si hubiera esperado mi encuentro, agregué, no se hubiera puesto a platicar conmigo como si tal cosa. No, acepta que te dio miedo, insistió. Sí, es cierto, confirmé. No corrí ni pegué de alaridos, claro, pero sí me dio un poco de escalofrío. Es lo que te digo, relájate, para entrar en confianza, aconsejó él un poco humorístico. Si te está buscando tu abuelo, debe haber alguna razón. A la mejor quedó algo pendiente. De eso estoy seguro, afirmé yo. Quedó todo pendiente. Si a ésas vamos, necesitaría hablar con mi abuelo otros noventa años. ¿Ya ves? Lo que puedes hacer es, dijo con tono hermético, cuando estés desconectado de tus preocupaciones del día, concéntrate en tu abuelo y llámalo. Llámalo, en serio. 3 Tenía que ver a Luz Ponce otra vez, la anciana que fue la niña que conoció a mi padre de nueve años y a mi abuelo: lo vio tantas veces en esa misma casa, sentado con su padre en esos mismos muebles que yo había conocido en mi pasada visita a Salvatierra. Algo dentro de mí me empujaba a volver a esas calles, caminar ante esas casonas, para imaginarme a mi abuelo Emerenciano de pie, o a caballo, en ese dibujo que, en mi mente, se me presentaba novohispano, con su capa al vuelo, cuando creyó, en la frontera del pasado y el presente, que podía transformar el futuro para él, su familia y muchos otros. Había que seguir sus huellas hasta Moroleón. Había que recobrar el carácter, la voluntad, de aquellos colonos que lo fundaron y lo convirtieron en un pueblo industrioso y comerciante. Lo había pensado y lo había dicho otras

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veces. Tenía que hacerlo. Yo no quería vivir avergonzado como mi padre y mis hermanos. Tal vez como yo mismo había vivido hasta entonces. Los antepasados de Emerenciano no se equivocaron. Porque si ellos se equivocaron, el país entero estaba equivocado, como resultado del fracaso de la historia. Pero no había sido así. Por más que haya habido quiénes han intentado enterrar ese pasado desde el siglo diecinueve. Por eso, y por más, estaba obligado a volver a consultar el oráculo y a desvelar el enigma de la esfinge. 4 Esa noche volvieron los fantasmas a rondar mi cama. Tuvo que haber sido así. Entonces comprendí otra cosa. Debía reconocer que estaban conmigo, o que yo era uno de ellos. No sé si por esta convicción cada vez más me alejaba de mis amigos y colegas. Cada vez más el mundo que me rodeaba me parecía incomprensible. Supe una vez más que en la colonia Obrera sólo iba a encontrarme con las ruinas y las sombras de una realidad que me había sido impuesta y que, por lo tanto, era injusta. Para resolver esa realidad, sin embargo, debía acudir al pasado. Aquí me vino a la mente el comentario de mi amiga, por cierto de la antigua colonia Guerrero, acerca de que yo estaba vinculado con alguien del pasado y que entendí, no había otra posibilidad, que se trataba de mi abuelo. Cuando, apenas últimamente, empecé a conocer algo de él y de su historia, la sangre me volvió al cuerpo. No era mucho lo que necesitaba para reconciliarme conmigo mismo -y con el mundo.

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EL EXTRANJERO. COLONIA OBRERA, 1952-1958 1 Tirado en la cama, veía el radiecito blanco que estaba sobre el ropero. Además de esperar a que de un momento a otro se asomara alguno de los seres diminutos que hablaban desde su interior, asociaba estas voces al café con leche o a la avena que me daba mi madre como merienda. En esos años, los cincuenta, se oía mucho en el radio y en las rockolas de las loncherías una canción: “Amorcito corazón, yo tengo tentación, de un beso...”. Con ésta me acordaba de un pedazo de bolillo con un poco de nata y azúcar. Los aplausos de los programas de cómicos y canciones de la XEW me llevaban al té de limón que mi madre hacía cada noche. Por la tarde, me exaltaba con las aventuras narradas por las extraordinarias voces de los actores que protagonizaban las populares radionovelas, que se conocían como las comedias. Escuchaba, a veces distraídamente, a veces con atención, e imaginaba cada cosa que vivían o decían vivir esas voces. Pero, esas voces eran, para mí, personas que yo veía con claridad. Vino entonces a mi recuerdo una escena donde el actor besaba y acariciaba a la actriz. Se oían sonidos con la boca, que yo creía que eran besos, y de eso se trataba, además de pequeños ronroneos mientras ella emitía unas risitas de aceptación y de goce. Otra escena inolvidable fue la que consistía en un terrible

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incendio en una rica hacienda. Volví a oír el trote de los caballos, los relinchos, los gritos de los hacendados y su gente, el chirriar de las maderas y las cosas cuando eran devoradas por el fuego. La XEW, La voz de la América Latina desde México, me llevó de este modo a sitios y experiencias insólitos, mientras mi madre cosía a mano durante aquellas tardes apacibles, que también las hubo, en las que yo dibujaba sin descanso: reproducía detalles de la vivienda, los monitos de los cuentos, los diseños para costura, los adornos de Navidad dibujados, los escasos objetos. 2 Era una Navidad fría en la colonia Obrera. Pero, no tanto como para que hubiera nieve. Había novedades. Mi madre, con ayuda de mis hermanos más grandes, había colgado un foco de un tendedero que alumbraba el patiecito anterior a nuestra vivienda, en donde se hallaba un lavadero -donde se lavaba la ropa, los trastes, o la cara y los brazos- y a un costado un pequeño espacio que se habilitaba como cocina. Mi madre amasaba la masa en una tabla para hacer unos buñuelos morelianos. Debieron de haber sido guanajuatenses, porque ella aprendió a cocinar con mi abuela Felipa; aunque, también era cierto, pudo haber guardado recuerdos de esta materia de su mamá grande y de su mamá Pachita, ambas michoacanas. A pesar de que no había un arbolito de Navidad, con sus esferas, foquitos y otros adornos, ni Nacimiento del niño Jesús, del Niño Dios, como decían todos los que escuché que eran católicos, ni regalos para nadie, yo, que habré tenido unos cuatro o cinco años de edad, me mostraba risueño, feliz, aun entusiasmado. De pronto llegaron hasta la luminosidad amarillenta del foco voces altas y airadas de hombres y mujeres. Nos asomamos y vimos a Ubaldo que empezaba una pelea a puñetazos con uno de los hijos del casero. Ellos vivían en la parte de arriba de las viviendas. Mi madre salió con la bola de masa en las manos y nosotros detrás de ella. En ese momento, entró a escena el viejo don Primitivo, el casero, que era un hombre todavía macizo, y también empezó a tirar golpes a mi hermano. Éste, en

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su desesperación, se armó con la tranca de la puerta de la vecindad, que era un palo largo y grueso y les hizo frente a los dos hombres que en un movimiento levantaron los brazos para protegerse las cabezas. Mi madre, que desde que salió de la vivienda les mentaba la madre, se lanzó en contra de los dos hombres, tirando golpes con la bola de masa que no daban en el blanco. Ubaldo agitó la tranca en el aire y las mujeres gritaron, ¡los va a matar! Yo me detuve a medio camino. El miedo hizo que me pegara a la escalera de ladrillo. Ni siquiera podía llorar, aunque tenía ganas. Mis hermanas también gritaron sin acercarse. Algunas mujeres rodearon al viejo Primitivo y a su hijo y los llevaron escalera arriba. El viejo Primitivo gritó, ¡déjenme ir por la pistola, que ahorita le meto unos plomazos a este torerito balín de feria de pueblo! ¡Pero se van a ir a la calle, muertos de hambre! Entonces me di cuenta de que estaban en el suelo los arreos de torear de mi hermano: un capote de franela roja, un estoque de madera y un par de banderillas. A veces, Ubaldo se ponía a torear de salón en el único espacio posible de la vecindad: el cubo del zaguán. Tenía estampa torera. Alguna vez pensé que su tipo era de un moreno siciliano. En una palabra, éramos diferentes; y eso sacaba de quicio a cierta clase de gente, que lo tomaba como una provocación. Pero más que la diferencia, era la oportunidad que se les presentaba de abusar de alguien que veían desprotegido. Sobre todo si ese alguien poseía algo que ellos, envidiosos, hubieran deseado. Una vez que los montoneros subieron a sus viviendas, mi madre se acercó a Ubaldo que temblaba. Por fortuna, ella no soltó la bola de masa en ningún momento. Cuando estos dos pasaron a mi lado, los seguí en silencio, todavía resonaban algunos denuestos en mis oídos. Ya en nuestra vivienda, mi madre, por fin, soltó la masa en la tabla y, también nerviosa, preparó té de canela que ofreció en primer lugar a Ubaldo que tardaba en calmarse. Poco más tarde me encontré sentado en el quicio de nuestra entrada, con mi buñuelo bañado en miel de piloncillo en un plato de peltre y mi pocillo de atole blanco al lado. Mal que bien festejábamos la Navidad fría, pero no blanca. No andaba por allí mi padre, quién sabía dónde

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estaba. Mi madre platicaba con mis hermanos, bajo el foco de luz amarillenta que pendía del tendedero, sobre diferentes anécdotas de su juventud en Morelia. Su inolvidable Morelia. Recordó que de repente pasaba por su casa el compa Elías, marido de la coma Carmen, de la que era amiga desde la adolescencia. Le decía, coma, hoy pasan una de El Gordo y el Flaco en el cine, venimos por usted a las cuatro. Llegaban al cine los compas, mi madre con sus hijos y una bolsa de cacahuates con cáscara y otras frutas y, decía, a levantar las patitas de las carcajadas toda la función. Luego, ella se entusiasmó con la idea de asistir a misa de gallo, que, dijeron, se ponía muy bonita en la iglesia de San José. No llegué a saber si lo hicieron. Me quedé dormido sobre el quicio de la puerta, en tanto seguían seguramente los ecos de la fiesta de Navidad y los estallidos de los cuetes desde la misma iglesia. 3 Creía que lo mejor que podía pasarme era caer enfermo. Era la única manera de guardar cama, no ir a la escuela, que siempre me da daba un poco de angustia, y que me compraran lo que de otro modo no ocurría, un refresco embotellado de manzana, un Sidral Mundet, que era la novedad. Era el año 1953, o 1954. Mi madre no me dejaba salir a la calle solo, como los otros niños de la cuadra, pero a veces me salía. Me quedó en el recuerdo cuando los muchachos más grandes, en la noche, tomaban una pelota de hilo que ellos mismos hacían -se compraban madejas para ese efecto-, la humedecían en petróleo o gasolina, le prendían fuego y se la lanzaba uno al otro. El chiste era cacharla, devolverla y, claro, no quemarse. De pronto, surgió la buena nueva. Apareció una televisión en la cuadra. Los dueños del aparato, los de la carnicería, de inmediato acondicionaron un cinito en la cochera de su casa. (Los carniceros eran varios hermanos. Cierta vez, uno de ellos se volvió loco. Chalao, dijo Ubaldo. Cogió un filoso cuchillo del negocio y amenazó a los otros de muerte. Con dificultades lo sometieron. Luego llegó una ambulancia de la que salieron unos hombres de blanco, lo maniataron y lo metieron en

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una camisa de fuerza, que yo creí, entonces, que era una sábana, y así se lo llevaron, pataleando y berreando, de plano, como loco.) A la televisión la instalaron sobre una base de metal empotrada en la pared y los asientos eran vigas sostenidas por ladrillos rojos. La entrada costaba como quince centavos por niño. Eso mismo costaba el boleto en los camiones del transporte público. El programa que más éxito tenía era el de la lucha libre transmitida desde la Arena Coliseo. Así conocí a las estrellas del cuadrilátero de entonces. El ídolo de las multitudes, El Santo: El Enmascarado de Plata; Blue Demon, decían que era mejor luchador que el primero, pero aquél tenía a la afición de su parte, o cría fama y échate a dormir -como en la literatura-; El Cavernario Galindo: La Tonina Jackson; El Médico Asesino; Sergio El Hermoso (éste traía su ballet, antes de empezar la lucha le daba a Sergio un peine y le ponía un espejo de mano enfrente para que retocara el peinado; luego, conseguía una bomba de mano de DDT, y les rociaba esta sustancia química para matar bichos a los luchadores con los que contendría, hasta que lo ahuyentaban a insultos, empujones y la risa del público); El Nazi, que usaba peinado y bigotito como Hitler; y tantos otros héroes y antihéroes, según fueran rudos o técnicos. La pantalla de las televisiones era chica, combada, en blanco y negro, más bien diferentes tonos de grises, pero veíamos las acciones muy bien. Nos divertíamos mucho. 4 Mi madre dijo una vez que ella no se hacía muchas ilusiones de nada, ni cuando era joven. Excepto que soñaba con una casita modesta, pero limpia, con un pasillo ancho para sus macetas, hartas flores, decía, y si se podía un arbolito, mucho mejor. Con ventanas para que entrara el sol todo el santo día. También soñaba con regresar a Morelia para quedarse. En esa ciudad también nació su mamá Pachita. Su mamá Grande, Chucha, en Santa Clara del Cobre, por eso conoció a su célebre paisano Pito Pérez. La mamá Chucha decía que cuando era niña vio a los franceses; cuando éstos llegaron no dejaban a los chicos ni asomarse a la puerta, pero ella y sus amiguitos se las arreglaban para verlos desfilar. Querían ver cómo eran los franceses. En la calle se oía un ruido como

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del fin del mundo. Pero no parecían malos, decía, con uniformes vistosos y ordenados, la mayoría tenía buen tipo. También decía que en esos días, una vez se subió a un balcón y vio, entre cortinajes finos, a un hombre sentado en una silla grandota y que tenía una pierna de palo. La bajaron y la echaron después de advertirle que no debía molestar al general Santa Anna. La gente pobre, contaba la mamá Chucha, no tenía ventanas en sus casas. Cómo las iban a tener si les cobraban contribuciones por el aire y la luz que entraban por ellas. Tales impuestos estaban dirigidos a los ricos, pero a los que perjudicaban era, como siempre, a los pobres. A veces le cantaba a mi madre, cuando ésta era pequeña: “Santa Ana quiere que le baile, una copla mexicana...”. Mi madre decía que cuando ella se casó, ya había muerto su papá Gonzalito (en realidad, su abuelo), con su larga barba blanca y sus ojos azules. Había sido hijo de uno de aquellos franceses, explicaba la mamá Chucha, que para entonces también había muerto. La última en irse fue su mamá Pachita. Por lo menos ya descansó, dijo. Sin embargo, cayó sobre ella el peso de una soledad que no creyó resistir. Para colmo, los templos estaban cerrados. Batalló para encontrar un camposanto que la recibiera. Luego, se casó con mi padre. A Luis, dijo, le explicaron en una oficina de gobierno que para casarse existía el matrimonio civil. Pero, no señor; nos casamos por la iglesia y nos casamos por la iglesia. No iban a cambiar nuestras costumbres nomás por sus calzones. Mi suegra dijo, ahorita se casan por la iglesia, por el civil cuando quieran. Y así mero lo hicimos, dijo Emiliana. 5 En la vivienda número 2 vivía Nachita. De manera lejana me acordaba de ella y de sus hijos. Un hombre de aspecto rudo, de oficio herrero, era su querido, dijo Irma, la visitaba periódicamente. La mantenía a ella y a los hijos de ambos y, de paso, a los otros dos que la mujer había tenido con otro señor, eran dos y dos. Irma me platicó que una vez vio entrar a la vecindad al herrero con Nachita. Cuando estuvieron frente a su puerta, él, sin mediar explicación, tomó a la mujer del brazo y le dio un puñetazo en la cara que la volvió de espaldas; luego le propinó una

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patada en las nalgas que la hizo caer de bruces dentro de la vivienda. Ella, siempre en silencio, se irguió como pudo y terminó de entrar a su casa. Seguramente, continuó golpeándola después que cerraron la puerta. Lo curioso era que los ruidos que producían eran mínimos, algunos gemidos, sollozos, una silla caída, nada de gritos de ninguno de ellos. Eso era saber hacer las cosas con discreción. Yo recordaba que alguna vez mi madre fue, junto con otras vecinas, a atenderla a causa de una situación parecida. Después de la friega a golpes del querido, como decían, le daban otra friega pero de alcohol. Decían que la mujer temblaba después de las azotaínas que le aplicaban. Como solía suceder, a los hijos del primer hombre de Nachita, los trataba muy mal, los golpeaba duro también. Luego creció Fernando, hijo del herrero y la dio por pegarle a su hermanastra Estela, tan feo como su padre la pegaba a su madre. Pero, Estela se llevaba la peor parte. La pobre muchacha que recibía golpes de todos, de su madre, de su padrastro y de su hermanastro, terminó por escaparse. Luego se la veía, dijo Irma, sentada en cuclillas junto a su verdadero padre, un viejito que vendía rastrillos, navajas de afeitar y otras cositas para señores afuera de los baños Avenida. Las tundas que propinaba el herrero a la tal Nachita, no obstante, tenían su lado bueno, a la vista del que quisiera verlo. Al otro día, o dos días después de la refriega, se aparecía el herrero y llevaba a la mujer y a sus dos hijos (a los otros dos, que no eran suyos, no) de compras al Centro. Regresaban con bolsas de ropa y zapatos nuevos, juguetes para los muchachos, comestibles, cajas de galletas, de dulces, todo aquello que Irma y sus hermanos no tenían nunca. Decía Irma que nomás se le iban los ojos sobre todo en los juguetes. A la postre la tal Nacha también se hizo enemiga de mi madre. Pero era mejor chascarrillo el de la señora del 6. Decían que ésa trabajaba de noche. Se la veía poco; por eso ni se metía con nadie. Todas las viejas de la vecindad la rechazaban por su trabajo nocturno, como si ellas hubieran sido muy diurnas. También tenían una colota que les pisaran, pero esa gente no soportaba a los que, como aquella señora del 6, se definían. Mi madrina Margarita, que la conoció, dijo

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que era torera, entonces no lo entendí, pero muchos años después me imaginé que tal vez era por las cogidas que dan los toros. Como mi madre contestó su saludo alguna vez, luego se acomodaba para platicar con ella. Una tarde así lo hizo. Y platicó cómo le iba con su hombre, el de planta, su querido, el que la visitaba a menudo. Dijo que era cariñoso, la trataba bien, pero que a veces venía tomado y la pegaba. Ay Dios, dijo mi madre, ¿cómo aguanta usted eso? Déjelo, Laurita, al fin que usted conoce mucha gente, es joven y otros hombres no le van a faltar. ¿Cómo es posible que esté usted sufriendo malos tratos y golpes de ribete?, asesoró mi madre de buena fe. No, Emilianita, dijo tranquilamente la señora del 6, usted no sabe porque no sale de su casa... Pero, el que pega, quiere. 6 La coma Carmen -para seguir el tema de los golpes-, amiga de Emiliana del barrio, también sufrió su condición de víctima en su familia. La pegaba su padre y casi cada uno de sus hermanos que eran seis. Cuando el hermano menor empezó a golpearla, creyó que ya era demasiado y se fue de su casa. Pero, ¿a dónde? Tenía dieciséis años. El único apoyo que encontró fue el de una señora que le consiguió hospedaje y trabajo. Esto fue en el burdel de Morelia, que no estaba muy lejos del barrio donde vivían las dos amigas. Allí trabajaba Elías, que era integrante de una banda de jazz, así le llamaban al conjunto musical. Tocaban música para bailar de moda, charleston, fox trot, blues. La batería la tocaba él. Así fue como se conocieron y se gustaron. En seguida le ofreció que se fuera a vivir con él y abandonara esa mala vida. Ella lo correspondió de inmediato. Elías se convirtió, de este modo, en su tablita de salvación. Éste no la golpeaba, cosa inusual, sobre todo si se tomaba en cuenta el medio donde se encontraron. Al contrario, era atento con ella. En alguna ocasión, reunidos con mis padres, Elías, tal vez al calor de un charanda moreliano, recordaba: ¿Saben dónde encontré a Carmen? En el burdel, en donde tocaba con mi grupo, de ahí la saqué. Entonces mi madre salía al quite, bueno, compa, pero usted así la quiso, y le salió buena mujer, ¿a poco no? Por esta última razón o por alguna otra, no se

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supo, Elías empezó a tener un curioso comportamiento. Adornaba excesivamente su sombrero y su saco, se veía como Pito Pérez. Y hacía juguetes extraños de madera, que nunca servían, para los hijos de mis padres, ya que la coma nunca se embarazó; no se sabía si esto fue secuela de su breve etapa en el burdel. Cuando mis padres decidieron emigrar a México, los compas Elías y Carmen sufrieron mucho. Incluso pidieron que les dejaran a su ahijada, que era Irma, un tiempo. Cuando se separaron definitivamente, Elías lloraba como niño y quería que le dejaran a su ahijada. 7 De las viviendas de la Obrera, recuerdo a una joven mujer que mientras lavaba los trastes en el lavadero, cantaba a voz en cuello y con agradable timbre una canción de Agustín Lara, “Martha, capullito de rosa, Martha...”. De algún radio, las notas rítmicas de mambos de moda: “San, san Fernando...”, creo que de Benny Moré; y otro de Pérez Prado: “Qué le pasa a Lupita, no sé, qué dice su papa, que sí, qué dice su mama, que no, que no, mambó, mambó, ¡uh!”. Bajo la escalera de ladrillo, un lugar donde sólo cabía una persona acostada, vivía El Mono. Un borrachín a quien permitían (o se lo alquilaban) guarecerse del frío de la noche en ese rincón. Mi madre contaba que ese hombre también se puso en su contra, cuando sufrió la avalancha de las viejas argüenderas de la vecindad, según sus propias palabras, dirigidas por el vulgarzote viejo ése don Primitivo. Una noche, El Mono se estuvo quejando horas. Hasta que mi madre se levantó, hirvió canela y se la llevó en un jarrito. Oiga Mono, tómese este tecito, a ver si se compone, le dijo. Esa bebida caliente le calmó los dolores. Desde entonces cada vez que pasaba mi madre, decía, ¡esa mujer vale oro! Otra noche oí, desde la cama donde dormía, el silbido de mi padre para que fueran a abrirle la puerta del zaguán, ya que ésta se aseguraba con la tranca. Era la madrugada de un domingo. El Chato fue el encargado de levantarse y, cubierto con una cobija, de acudir al llamado. Desde la entrada llegó la voz alta de mi padre, que hacía

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algunas recriminaciones y que denunciaba que se le habían pasado las copas. No cabía duda, el miedo nos había juntado en esa trampa a todos. Entró a la vivienda y dio inicio una disputa verbal con mi madre y con Ubaldo, que la defendía. Aunque no pasaba de una guerra de palabras, no dejaba de ser algo muy penoso. En otra ocasión, yo estaba en la calle, a la entrada de las viviendas, con un tenderete de cuentos, o revistas de historietas dibujadas, que había conseguido para alquilar y vender. Antes de esto los leía todos. Llegaban los otros niños y leían el que les gustaba, pagaban su cuota y se iban. El Chato me acompañaba esa mañana. De pronto llegaron voces de riña del fondo del patio, por donde estaba nuestra casa. Me asomé y avisté a la tal Nachita, con dos de sus hijos -los del herrero-, que estaban enfrente de nuestra puerta y que intercambiaban acusaciones y agresiones verbales con mi madre que permanecía dentro. Le dije entonces a El Chato, ya se está peleando otra vez mi mamá. Sí, me contestó sin dejar de ver su cuento. Así que yo también retomé la lectura del mío. 8 La colonia Obrera era algo más que las viviendas donde vivíamos en Efrén Rebolledo. Esa forma de habitación popular era muy común, y las había mayores en el Centro de la ciudad, donde tenían hasta cinco o más patios interiores, o daban a la otra cuadra. Muchas eran construcciones muy antiguas e históricas, pero habían sido vendidas o habían muerto sus primeros dueños, y los nuevos dueños o sus representantes, en un total desprecio por la historia, las habían dividido en un sinnúmero de viviendas que rentaban, sin ofrecer ningún mantenimiento a las fincas. Llegaban a ser, algunas, como pequeñas ciudades amuralladas. En estas diminutas pero baratas viviendas, se amontonaban varios miembros de familia en cada una. Gente hacinada, excusados comunes y sin regadera particular, eran sus características. Recuerdo todavía a un borrachín de la colonia que pasaba por Bolívar gritando: ¡Viva Cristo Rey! Se me quedó grabado en la mente. Mucho después sabría que era el grito de guerra de los

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cristeros; me imaginé que era un individuo que había llegado del Bajío, tal vez de Jalisco o de Guanajuato, o hasta de la mismísima Salvatierra. Casi cincuenta años después de aquellas fechas se me ocurrió enseñarle a un amigo de la cuadra, Alfredo Montiel -me sorprendía que siguiera viviendo en la misma casa donde nació-, en donde yo había vivido de niño. Cuando estuvimos frente a la construcción, la encontré muy cambiada y mejorada en su aspecto. En vez de dos, tenía tres pisos. Como estaba la puerta abierta, se me hizo fácil entrar con mi acompañante para ver el frente de la vivienda. Ya era otra cosa. No lo reconocí. Ante mí se levantaba un muro con puertas y ventanas que daban al patio; éste, que antes se hallaba al descubierto, había sido techado. Las viviendas, sin embargo, debían tener las mismas dimensiones y características anteriores: sin ventanas a ningún cubo o respiradero, menos a ninguna calle. Eran como grandes ratoneras. Pero, la construcción ya tenía una apariencia aceptable. Las palabras vecindad y vivienda, aunque correctas, habían quedado en desuso; después las llamaron edificios y departamentos, supongo que, como todo, por imitación del inglés gringo. Al salir, se nos hizo el encontradizo un sujeto que no tardé en reconocer como el hijo del viejo bajote, peladote, como también le decía mi madre, don Primitivo, que, según esta versión, hacía honor a su nombre. Me pareció inaudito, pero así era. Como si hubiéramos acudido a una cita surgida del oráculo; y así debió de haber sido. Estaba yo frente a un hijo de don Primitivo, y, por lo tanto, contra el tiempo y mis fantasmas vivos. El sujeto me reclamó que hubiera entrado. En tono seco le aclaré que estaba abierta la puerta, mientras pasaba por mi mente darle la revancha de parte de Ubaldo, por aquella pelea que sostuvieron cuando eran jóvenes. Me preguntó qué buscaba. Entonces pensé que podría sacar partido del mal rato y dije que yo había vivido en la vivienda 4. Preguntó de qué familia era. Dije el nombre de mi padre. No, no lo recuerdo, dijo. No sé por qué mencioné a Ubaldo. ¡Ah, sí, cómo no! ¡Ubaldo!, contestó de inmediato. El tono de la voz, el gesto de su cara era otro. Entusiasmado, se tornó hasta afable. Y habían transcurrido cincuenta y tres años. Empezamos a platicar como viejos

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conocidos. Me preguntó qué había sido de él. ¿Todavía anda en los toros?, interrogó. Lo recordaba perfectamente. Ubaldo alguna vez me comentó que, años después de la pelea a golpes que escenificaron, Lucio, que así se llamaba, le buscaba la cara para saludarlo. Cierta ocasión que coincidieron en algún tugurio, Lucio, desde su mesa, le invitó una botella. Ubaldo le mandó otra para no deberle nada. Antes de irse, Lucio se acercó a saludarlo. Cambiaron algunas frases. Se despidió diciendo que lo pasado, pasado. De modo que no era extraño que lo recordara tan bien. Dígale a Ubaldo, dijo, que todavía anda por ahí El Carigallo. Era otro que en aquellos tiempos fue “bofe”, como les decían a los que hacían box y ahí quedaban, que terminó de teporocho, en las fauces del alcohol, cualquiera, aun el industrial, abandonados en la calle y el frío -el hambre desaparecía- hasta la muerte. Aunque Carigallo, por lo visto, se resistía a abandonar este mundo cruel. En el barrio nunca faltaba el Escuadrón de la Muerte, un grupo de teporochitos. Pregunté por El Chivo, como le decían a Enrique, un muchacho de esa familia poco mayor que yo. Dijo con tristeza que era ingeniero y que había muerto de manera prematura. Cuando me despedí, me dijo que cuando quisiera pasara a tomarme un café a su consultorio de dentista, sin clientes, que tenía allí mismo y me tendió la mano. La revancha quedó pendiente. 9 En otra ocasión, cuando vivía en Roa Bárcenas y Bolívar, salí de mi casa y me encontré en la esquina una multitud que rodeaba y miraba algo. Me acerqué, curioso. Me deslicé entre los que rodeaban a unos actores callejeros que se preparaban para su espectáculo de esa tarde. Era una pareja y sus dos hijos. Los cuatro actuaban. En un extremo estaba un carrito de madera de ruedas de fierro con unas grandes cajas de cartón encima. En ellas llevaban todo su camerino. Su nombre de batalla para la farándula callejera era... ¡...Catarrín y Cuataneta! ¡Y el fino elenco que los acompaña! ¡Damas y caballeros, en un momento, empezamos! -dijo él a voces, alargando las palabras principales, sonando las erres.

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Eran los momentos previos a la tercera llamada, así que Catarrín agregó a su vestuario un chaleco de tela estampada al frente y satinada atrás comido por el sol; con un cepillo se levantó el pelo a los lados. Se calzó unos zapatones por lo menos al doble del tamaño de sus pies: boludo en la punta y de dos piezas: uno blanco y azul y otro blanco y rojo. El pantalón, dos o tres tallas mayores a la suya, de parches de colores, lo llevaba sostenido por anchos tirantes. Luego, emprendió la tarea de maquillarse la cara cuidadosamente ante un espejo de mango roto. Cuataneta hacía lo propio. Mientras que él era una especie de payaso lumpen proletariat, ella tenía el aspecto de una muñeca rusa, gorda, vestida como de China poblana, de muchos colores, unas chapas redondas y rojas en cada cachete; las cejas y las pestañas muy marcadas, como arañas alrededor de cada ojo; y el pelo unido en dos trenzas cortas que, quién sabe cómo, apuntaban hacia un lado y a otro, coronadas con unos moños de colores chillantes. Los hijos de tan ilustres artistas itinerantes se maquillaban de blanco la cara y se dibujaban unas líneas negras levantadas como cejas. La rueda de gente, que cada vez se engrosaba más, los observaba atenta en su trabajo de preparación. Yo también. No perdía detalle. Concluido el ritual previo a la función, Catarrín se puso de pie y, dando zapatazos al caminar, dijo, mientras agitaba los brazos: ¡Buenas tardes culto público que nos acompaña! Ahora sí. Ya se les hizo. ¡Aquí nos tienen, aquí estamos otra vez con ustedes, después de una exitosa gira artística por Neza York y Wachintón! ¡Ya nos conocen, somos sus estrellas consentidas...! ¿Con sen... qué?, gritó ella mientras daba los últimos toques a su maquillaje, sin soltar el espejo de mango roto. ¡Consentidas Cuataneta, consentidas!, repitió él siempre a gritos y con las manos en alto, en ademán de pedir ayuda al cielo. ¿Con... qué?, insistió ella. Catarrín levantó las cejas, hizo un gesto de complicidad con el culto público y dijo con malicia: ¡Con tu mamacita, Cuataneta, con tu mamacita! Y el culto público soltó la primera carcajada general.

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Catarrín y Cuataneta, apoyados por Mensín y Mensón, los hijos de los artistas que también eran artistas, continuaron actuando sketch tras sketch, hasta que el primer actor, Catarrín, dio unas palmadas para llamar la atención. ¡Así es, respetable público, cómo sus estrellas favoritas, Catarrín y Cuataneta, y sus coestrellas Mensín y Mensón, les agradecen el favor de su preferencia; y que se hagan más para atrás, porque el temperamento necesita espacio para dejarse ver. A quienes tengan que irse, nomás les vamos a agradecer que pasen a mis oficinas -señaló el carrito con las cajas de cartón- para dejar lo que sea su voluntad, que espero que sea bien grande. Porque, como ustedes saben, amable público, los artistas también...! -se detuvo con las piernas separadas, inclinado hacia delante, hizo el movimiento de echarse algo a la boca con la mano pintada de blanco, mientras giraba sobre su propio eje para que los presentes pudiéramos verlo. Nadie se acercó al carrito, pero empezaron a caer algunas monedas al piso, las mismas que Mensín y Mensón recogieron con rapidez. ¡Gracias mil, generoso y sensible público, por eso nos juntamos, porque somos de la misma madera! ¡Dios los cría y ellos se juntan! ¡Cría cuervos y te sacarán los huevos...!, corrigió Cuataneta. ¿Qué barbaridad dices ahora, Cuata? ¡Que es cría cuervos y te sacaran los huevos...!, dijo ella imitando la voz y las muecas de Catarrín. El público brindó otras carcajadas. ¡No, no, no la oigan!, gritó Catarrín y agitaba las manos en son de negación. ¡Es que trae una cruda cuata! ¿Que traigo una burra pasguata? ¡Que estás bien cruda! ¡Por eso, que estoy bien burra! ¡Ay Cuata, estás re loquita! ¡Sí, estoy re bonita!, y le hacía señas coquetas a uno del público. ¡Sí, tu abuelita en bicicleta, Cuata! ¿Tu abuelita en bacinica?, dijo ella. ¡Ay, Catarrín! ¡Tan gorda que estaba, que cuando iba a comprarse ropa la mandaban al zoológico, al departamento de los elefantes! El público reía de sus chistes blancos. A mí me causaron tanta gracia que al poco rato sentí húmedo y caliente en la entrepierna.

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10 Había pleitos callejeros de antología, dijo Ubaldo. Sin contar las batallas entre pandillas. Recuerdo una que fue muy mentada. Esto fue allá por 1950. Dominaba la flota de El Chale. Siempre sospeché que eran asaltantes profesionales los jijos del hule, dijo. El Chale, sobre todo, era un desalmado de esos que ya no hay. Nada más de verlo, daba miedo el desgraciado. Eran los mandamás de los tugurios de la colonia. A veces se les veía en el gimnasio de los baños Avenida; o de talacheros en los tallercitos mecánicos del rumbo; pero eran rachas. Yo los conocía de vista. Con algunos hasta me saludaba y dame un cigarrito, manís. Había que llevarla bien, aunque con distancia; con esos infelices no se sabía. Una vez iban a asaltar a Martín Alvarado, pero uno de ellos dijo de repente, es carnal de Ubaldo, déjenlo ir. Imagínate nomás. Cualquiera que haya vivido en Efrén Rebolledo por ese tiempo, continuó hablando Ubaldo, recordará cuando El Chale se la partió con Raúl, otro que no cantaba mal las rancheras. Fue en la tarde. Yo estaba con Roberto, Víctor y otros novilleros en la esquina de Rebolledo y Bolívar. ¿Te acuerdas que allí nos parábamos a platicar y a ver pasar las vecinas de la colonia? Fue la moquetiza, patiza y hasta fierriza, más brutal que haya visto. De repente se empezaron a juntar la bola de vagos, unos eran de la flota del Chale y otros eran de la de Raúl. Yo creo que fue una cita. Alcancé a oír que Raúl le gritó a El Chale, ¡a lo que vinimos hijo de la chingada! ¡Órale puto, gritó El Chale, para luego es tarde! ¡Si eres macho, tú y yo solitos! Como toda respuesta El Chale se lanzó sobre Raúl, tirando fregadazos con pies y manos. El otro lo recibió por las mismas. Se pegaron hasta con la cubeta. La sangre hizo acto de presencia. Raúl le estaba ganando al Chale de a feo. Éste ya no la veía llegar. Su cara era una masa sanguinolenta. Por instinto, buscó tablas, metió la mano a la cintura y sacó un fierro de este tamaño, que nomás brillaba a la luz de la tarde. Los cuates de Raúl hicieron exclamaciones. Pero Raúl, sin impresionarse demasiado, se le fue encima, a la mejor por miedo, para desarmarlo a patadas y puñetazos. Cuando El Chale cayó, sin soltar el cuchillo, pero sin poder maniobrarlo, embarró con su propia sangre la pared. Ahí fue cuando entró al quite la banda de El Chale y se armó la batalla campal. Los

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de la banda de Raúl no estaban mancos y nomás volaban piedras, palos, tubos, y a los que caían al suelo les seguían tupiendo a patadas. Y luego a correr delante del toro. Corrimos hasta los que no teníamos vela en el entierro, pero que nos había tocado ser testigos de la masacre. Las sirenas de los azules ya se oían a lo lejos. Al otro día se supo en toda la colonia que uno de los pandilleros quedó ahí, tirado en el pavimento; hasta ahí llegó el desgraciado. Pero no fue El Chale, ni Raúl, éstos eran siete vidas, concluyó. 11 De entre mis recuerdos de Ubaldo, estaba un día de diciembre que llegó a la casa, en Roa Bárcenas, con un arbolito de Navidad en la mano y una risota dibujada en la boca. Era uno natural -no había artificiales-, pequeño, pero me pareció magnífico. Era el primero que teníamos. La familia lo recibió regocijada y Amelia e Irma fueron a comprar en seguida unas cajas de esferas de colores y algunos papelitos brillantes a la tlapalería de los rusos Nathan y Clarita. Cuando adornaron el arbolito fue todo un espectáculo. No tenía una serie de foquitos encendidos, pero a Ubaldo se le ocurrió una idea. Pidió el algodón y luego arrancó pedacitos que arrojaba a las ramas. Cuando terminó su obra dijo: Para que parezca que ya nevó. Santa Claus llevaba regalos a los niños de Estados Unidos, pero en México lo hacían los Reyes Magos. No recuerdo si fue el 6 de enero siguiente a esa Navidad, cuando vi llegar a Ubaldo con una ametralladora de piso, de madera pintada de verde militar, muy bonita, que lanzaba balitas de madera. ¡Era para mí! Entonces había olvidado por completo mi triciclo verde pistache que alguna vez tuve, cuando era pequeño, hasta que un día desapareció. Cierta mañana iba por la calle con El Chato y avisté de reojo nada menos que a mi triciclo que lo vendían, entre otros objetos de medio uso, en un tenderete de esos que había en las banquetas de la colonia Doctores. Me detuve, alarmado, y le dije al Chato, ¡espérate, ese es mi triciclo, vamos por él! Él nada más dijo sí, pero me jaló de la mano y nos seguimos de largo, mientras yo me volvía para ver mi triciclo sin comprender por qué no podía recuperarlo si era mío.

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Como decía el dicho, no había mal que durara cien años (de la caída de mi abuelo hacía apenas casi noventa), y en el departamento de Roa Bárcenas, mis hermanos mayores, casi todos trabajaban, organizaron varias fiestas familiares. Ubaldo ya había dejado de lado sus ansias de gloria, como figura del toreo, pero los que lo conocían todavía le decían El Matador. En aquellas fiestas bailaban música tropical, La Matancera con Celia Cruz, Bienvenido Granda, y su reflejo, La Santanera; swing, todavía las grandes bandas, Glenn Miller, Moonlight Serenade, Arthie Chow; mambo, el infaltable Cara de Foca, Pérez Prado, “yo soy, el ruletero, que sí, que no, que mata la cachimba...”; cha cha cha, “las clases del cha cha cha, las vamos a comenzar...”; paso doble, “España cañí”, con las primeras notas le decían a Ubaldo, ¡a ver, Matador, aviéntate al ruedo!, pero aquél no bailaba ni los ojos; empezaba el rock and roll, El Rey, Elvis Presley, Jailhouse rock, Blue Suede Shoes, Blue Moon; y el viejo Bill Haley y sus Cometas. Algunos contaban chistes, o chismes; otros se ponían a hablar de toros y de box, de películas, de otras fiestas, de ciertas aventuras. Bebían ron con Pepsicola y unas gotas de limón, fumaban, comían alguna botana. Al final, Agustín y Alejandro Paredes, improvisaban algunos sketches, como en las carpas de antaño, como en el teatro de revista, como en las películas mexicanas de cómicos, como en los programas de entretenimiento del radio y de la incipiente televisión: con Tintán y su carnal Marcelo, Manolín y Chilinsky, Clavillazo, Pompín y Nacho, Vitola, el Panzón Panseco, tantos otros. Y tenían volteada de la risa a la concurrencia. Ellos vestidos de traje, camisa blanca y corbata; ellas sus mejores vestiditos -decían: vino con sus mejores garritas-, satinados, zapatos de tacón de aguja y peinado alto, fijado con laca. Un detalle interesante era que mi padre presidía las fiestas. Siempre atento o conversador, como si fuera la mera verdad; muy diplomático, decía mi madre, un tanto irónica. Para empezar, recibía a los amigos y amigas de mis hermanos, casi todos de la colonia, pero también de sus empleos. ¡Señorita, pase usted, tenga la bondad...!

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12 Mi padre era tan diplomático que ganó un pleito en la cuarta Delegación de Policía, que estaba en la calle Chimalpopoca, todavía colonia Obrera. Fue en los primeros años cincuenta, cuando vivíamos en Rebolledo. Alguien llegó a la casa y dijo que le hablaban por teléfono a la señora Emiliana. Mi madre sorprendida preguntó quién le hablaba, porque no sabía que alguien pudiera hablarle por ningún teléfono. No sé, dijo el otro, pero vaya a contestar a la bonetería Juanita. Mi madre salió secándose las manos con el delantal. Cuando llegó a la Casa Juanita, la de los japoneses, encontró el teléfono descolgado, pero cuando lo tomó y habló nadie contestó. ¡Bah!, ¿pues estos?, exclamó en un suspiro y colgó. Al dar media vuelta, se le emparejó un policía uniformado. Dijo que tenía que acompañarlo a la Delegación. ¿De qué se trata, qué pasa, yo no he hecho nada? Allá la informan señora, nosotros no sabemos nada, y agregó, nada más cumplimos órdenes. Asustada, se vio obligada a subir a la patrulla y sólo alcanzó a decirle a una de sus hijas que iba tras de ella, que sólo la veía amedrentada, avísale a tu papá, háblale por teléfono, en medio de la gente que, curiosa, ya se había reunido alrededor. No se supo si mi madrina Margarita, o don Manuel y don Juan, de la sastrería, o doña Chucha, de la farmacia Virgen María, o Lolita, la que vendía pan en la esquina, o Amelia, la hermana mayor, telefoneó a mi padre a la fábrica, pero fue enterado casi al momento. Para no hacer el cuento largo, los hijos más chicos de Emiliana se quedaron muertos de miedo en su vivienda, lloriqueando, se imaginaban que su madre no iba a volver nunca. Pero Luis Guzmán se apersonó en la Delegación en cuanto le fue posible. Lo primero que hizo fue decir, ¡buenas tardes, señores! -con el mismo tono de mi abuelo-, y luego preguntar cuáles eran los cargos. Ahí se encontró con la Chata, la que vivía en el 5, al lado de nuestra vivienda. Ella era la que, incitada por el viejo vulgarzote, bajote, patanzote, decía mi madre, don Primitivo, acusaba a mi madre de burlas, groserías y que le quitaba el tendedero, además de que creía que ella la había robado una ropa que se había perdido. La acompañaba un pariente “licenciado”. Mi padre adujo que ésas eran acusaciones sin fundamento, sin pruebas, puras habladurías, no había razones para haber

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sacado con engaños a una madre de su casa, para que descuidara a sus hijos pequeños, como si hubiera sido una delincuente. ¡Esto no es justo ni es legal, señor licenciado, es un abuso, le pusieron un cuatro a mi esposa!, afirmó sin titubear. Por eso se hizo una revolución, para que no pasaran estas cosas, señor licenciado. ¿Usted estaba enterado de los pleitos de las señoras?, dijo el juez de paz. Yo no sabía que hubiera ningún pleito, contestó mi padre. Y repitió que no tenían ningún derecho a detener a su esposa de ninguna manera. Después de ésas y otras aclaraciones, el encargado de atender el caso, se dirigió al “licenciado” de la Chata y lo reprendió por haber hecho esa acusación por desavenencias de vecinos, que era un trámite menor. El pariente “licenciado” de la Chata se disculpó por el error con el funcionario de la Delegación y con mi padre y explicó que ignoraba la calidad de las acusaciones. Mi madre estuvo detenida poco menos de tres horas, pero, indudablemente, había sido un abuso y, como tal, fuera de derecho. Don Luis, muy orondo, regresó a la fábrica y doña Emiliana a la casa. Cuando ésta llegó, mandó a Graciela por unos huevos a la tienda, los revolvió con sal y cebolla y los frió, y con unos frijoles y tortillas que habían sobrado del día anterior, les dio de comer a sus hijos que ya estaban desesperados por el miedo y el hambre. Luego, mientras lavaba los trastes, después de haber limpiado la estufa de petróleo, se puso a cantar a voz en cuello una de las canciones que le gustaban, una que interpretaba Jorge Negrete, su charro cantor favorito, para que la oyera la Chata, que estaba pasando un buen coraje, un coraje entripado, decía mi madre, en la vivienda de al lado, la número 5. Después de ese desagradable altercado, decía Emiliana, en la vecindad señalaban a mi padre como un señor tan correcto y a ella como una peladota, a pesar de que había sido una muchacha blanca de Morelia donde todo era decente, moral y no decían groserías. Yo no era mal hablada, aclaraba; las palabrotas las vine a aprender aquí en México, decía, en donde si no eres, pareces. 13 En una de aquellas fiestas en el departamento de Bárcenas, ya en la madrugada, entré a uno de los cuartos y sorprendí a Ubaldo y a la guapa

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Elena, hermana de los Paredes, muy acaramelados. Yo nomás dije, ¡ay, orejitas de cartón!, que así decía él para denotar sorpresa y nunca supe qué quería decir exactamente. Creo que era el festejo de los veintiún años de Amelia. Había estado en grande. Ubaldo había invitado a su amigo Lino Chávez, con su grupo Los Costeños -trabajaban en el Casino Veracruzano-, que tocaron sones jarochos sin cobrar un centavo. Por cierto, Lino tenía una esposa güera, atractiva. Ésta alguna vez, cuando servía la comida en la mesa y tocó el turno a Ubaldo, lo hizo de tal manera que quedó casi abrazada a él por la espalda. Éste, que era muy sensible para esas cosas, nada más se hizo chiquito al contacto de sus tetas. Lino lo notó y tan sólo dijo a su mujer, ¡ya deja en paz a Ubaldo! En ese departamento fue cuando, otra vez, Ubaldo ahorró un largo tiempo para comprarse un corte de casimir (un príncipe de Gales, dijo, con un tono muy mundano) en un almacén de Isabel la Católica. Se fijaba en el dibujo, el color y la textura de la tela. Luego se mandó a hacer un traje a la medida con un sastre de su confianza. Buscó una camisa de la marca que le gustaba, una Arrow, cuidó el tipo de cuello y puños para mancuernillas, una corbata que eligió por el dibujo clásico, zapatos y hasta un anillo de platino con un diminuto brillante que adquirió en una de las joyerías de los portales de El Zócalo. Todos sus ahorros de aquel largo tiempo estaban invertidos allí. Se ajuareó, dijo mi madre. ¿Ya te vas a casar, o qué? ¿Quién es la suertuda? Mi madrina Margarita también dijo, esto me huele a matrimonio, en tanto hacía un gesto de aspirar olores con su nariz arabesca, toda ella parecía árabe. ¿Por qué iba a ser raro, México viene de españoles y éstos tienen una fuerte herencia de aquel pueblo? Qué guardadito se lo tenía, dijo mi madrina. Cuando Ubaldo se vistió con su nueva ropa, le dijeron, en broma, que hasta parecía artista de cine. ¡Era el Joaquín Cordero de la Obrera! Sorprendente. Lo que contradecía el dicho de que el hábito no hacía al monje. En rigor, Ubaldo era quien era y por eso trabajó más de un año para hacerse de esa ropa como a él le gustaba. Un pequeño sueño que se cumplió, en contra de tantos otros, mucho más grandes, que ni por asomo pudo realizar. Visto de otra manera, él ya era monje antes de ponerse el hábito. Tal era el secreto. No parecía un maquinista de un

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taller de zapatería, ni siquiera un vecino de la colonia Obrera; parecía más bien de la colonia Roma o de la Álamos y, por ende, tenía arrastre con las “chicas malas”, pero también con “las buenas”. Pero él no daba mucho de sí. Su poder de seducción se quedaba en nada. Era pura imagen. La noche en la que estrenó su traje y aditamentos varios fue a una fiesta de unos amigos que le pareció la mejor ocasión para mostrar su nueva presencia. Al regresar, sin encender la luz para no despertar a la familia, dejó su traje acomodado en una silla, con su camisa y corbata a un lado y el anillo de platino con un brillantito lo depositó en la bolsa del pañuelo del saco y, satisfecho y en calzones, se echó a dormir. De pronto, nos despertó un portazo. Mi madre empezó a dar voces: ¡Alguien entró, alguien entró! Nos levantamos. La primera luz del día empezaba a barrer las sombras. Dominaba una claridad menguada, un tanto grisácea. Entonces una angustiosa exclamación partió el alba. ¡Mi traje nuevo! El traje nuevo de Ubaldo, con el anillo de platino con un brillantito en la bolsa del pañuelo, ya no estaba en la silla. Tampoco se encontraba la camisa y la corbata. Creo que los zapatos habían quedado ocultos debajo de la cama, de lo contrario hubieran desaparecido también. Se levantó como estaba, en calzoncillos, y hecho una furia salió a la calle a ver si alcanzaba a los amantes de lo ajeno. No les vio ni el polvo. Esos sujetos no perdonaron ni la burla, por eso dieron el portazo, como quien dejaba su firma. Después sospecharon que se habían saltado al edificio de junto por la barda de división. Mientras tanto, descubrimos los caminitos de las huellas de los rateros en el piso del departamento. Eran huellas como de harina o talco: un polvito blanco para no hacer ruido, dedujeron. Las huellas venían de la ventana, que daba al vacío, pero que tenía un canal donde mi madre había puesto sus macetas. Bajaron las macetas y se deslizaron por allí para saltar por la ventana. Las pesquisas de Ubaldo lo llevaron a concluir que lo habían seguido desde la fiesta a la que había asistido. No se llevaron nada más, no había mucho que robar; fueron directo al traje nuevo. Pero sus movimientos fueron con seguridad, parecía que conocían el terreno que pisaban. Era difícil que hubiera sido un vecino del edificio, más bien pudo haber sido

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un conocido de él de la colonia. Sin embargo, se quedó con la teoría de que lo habían seguido de la fiesta. Pero, ¿por qué no lo asaltaron en la calle, hubiera sido más rápido y no se hubieran arriesgado a introducirse en el departamento con la numerosa familia allí durmiendo? Se sabía de muchos casos de víctimas de asaltantes que regresaban a su casa en calzones. Alguno, según contaban, llegó corriendo para que creyeran que estaba haciendo ejercicio. Había que reconocer que a Ubaldo, de acuerdo con su ropa, lo despojaron con elegancia. De cualquier modo, por actos como el narrado, Ubaldo decía que nomás sentía cómo se le paraban los pelos de la nuca del coraje y terminaba: ¡Nomás a mí, nomás a mí me tienen que desgraciar! A lo largo de su vida se volvió a hacer unos cuantos trajes más, con tanto cuidado como con aquél, pero ya nunca más se compró otro anillo de brillantito y escogía con detenimiento las fiestas a las que asistía.

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NOCHE CERRADA. COLONIA OBRERA 1 Irma me telefoneó, en marzo de 2004, para avisarme que Ubaldo estaba hospitalizado en el Centro Médico Siglo XXI. Era un asunto delicado. Se lo había diagnosticado cáncer en la piel y se preparaba para una operación mayor. Tenía setenta y cuatro años y se esperaba lo peor. Una noche me quedé de guardia. Todo hospital es deprimente, pero los públicos lo son al triple. Pero aquel, entre los de su especie, era de lo mejorcito. Sus instalaciones eran inmensas; su población tanto profesional como de usuarios era igualmente grande. De manera extraordinaria, Ubaldo ocupaba un pequeño apartado individual y para su acompañante sólo había una silla, incomodísima, para pasar la noche. A Ubaldo lo asaltaban intensos dolores cada cierto tiempo, y el resto, agotado por el dolor, dormitaba, así que era difícil hablar con él. En un momento de descanso, pudimos cambiar algunas palabras, en medio de los quejidos, que eran verdaderos gritos, de varios de los otros pacientes de la temible sección de Oncología. Le dije que me gustaría platicar con él acerca de la colonia Obrera, sus recuerdos, sus experiencias. Me dijo que sí, que si salía de ésa, fuera a visitarlo alguna vez. Fue sometido a dicha cirugía (de caballo, comentaron) y, por buena suerte, salió bien librado de ella. Estuvo unos cuantos días en observación

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y, después, lo dejaron salir a recuperarse a su casa. Se fue a la de Amelia, ya que él no tenía quién lo atendiera. En esas instituciones no era posible tener por mucho tiempo a los enfermos, la demanda de camas era mucha. Meses después, creí que era el momento de ir a verlo hasta donde vivía, en Jardines de Ecatepec. Como se había alejado de sus pocas amistades, casi todas de la Obrera, hasta de la familia, vivía sólo en compañía de un perro lisiado que había recogido por lástima -¿o identificación?- de la calle. Tenía una bien ganada fama de ermitaño entre los vecinos. Vivía entorilado, decía él. Llamaba la atención por eso. Nadie lo visitaba y se la pasaba dentro de su casa de una habitación grande, con baño, cocina con lugar para una pequeña mesa y un patio, que al principio era un jardincito en donde cultivaba algunas flores y arbustos y se veía bonito. Pero decidió ahorrar, ya que su pensión del Seguro Social era de las más bajas, como mil ochocientos pesos mensuales, y cubrió el jardín con una capa de cemento para evitar pagarle a un jardinero. Fue una lástima. Lo hubiera dejado silvestre. Se negó la última posibilidad de disfrute. No era raro. En muchas otras oportunidades hizo algo parecido. Parecía preferir que las cosas no le resultaran tan agradables, o por lo menos cómodas, como si no lo mereciera. Cuando abrió la puerta y me vio, se sorprendió. En contra de su condición de solitario, no había perdido su voz fuerte y hablaba sin parar, con un lenguaje dicharachero, que en momentos quería ser no tanto culto como cuidado, hasta donde algunas lecturas que tenía se lo permitían; y no dejaba de leer algunos libros y revistas que caían a sus manos. Decía que le gustaba “chamullar”. Le pregunté, como si no lo supiera, por qué de repente hablaba como andaluz. ¿Así chamullan los andaluces?, preguntó. Pues lo he de tener por la cultura taurina, la leche taurina, corrigió. Porque últimamente no he ido a La Maestranza, ni a Las Ventas, mano, con esta última palabra se mexicanizó, se achilangó un poco más. En esa oportunidad, de Morelia recordó que, en primer o segundo año de primaria, la maestra les dio un dictado. Empezó diciendo: En la antigua Valladolid, y luego dijo “coma”. A Ubaldo se le hizo raro, pero siguió escribiendo en su cuaderno “coma” cada vez que la maestra decía esa palabra. Al final, todos entregaron sus cuadernos a

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la maestra y cuando ésta vio el de Ubaldo puso el grito en el cielo. ¡Miren nada más cómo escribió “coma” por todos lados! ¡Bah, pues así dijo!, se excusó Ubaldo, pero no se libró de la risa del grupo. Me habló de que, cuando llegaron a México, los inscribieron en la escuela Amiga de la Obrera. El profesor me traía de encargo, dijo, por culpa de las broncas que traía con el tío Luis, a causa de una profesora; así que conmigo se desquitó. En ese tiempo se usaba que los maestros castigaran y hasta llegaran a golpear a los alumnos. Así que yo ya no veía la mía. Hasta que una vez dije, bueno, ¿qué estoy haciendo aquí?, y me salté la barda, que estaba bastante altita. Me fui a vagar por allí. Cuando se enteró mi mamá me puso una cueriza que... ¡Por todos lados le llueve a uno, maldita sea!, pero no regresé a la escuela. Me quedé en cuarto año de primaria. A mí siempre me fue de la chifosca mosca rosca, siguió relatando Ubaldo. Desde chico tuve que camellar como adulto. En la casa mi jefa se apoyaba mucho en mí; por eso llegué a caerle gordo al jefe. ¿Una vez no usé un pantalón hasta que se me cayó a pedazos? Quedó peor que la gabardina de Cantinflas. En una bronca que tuve con el jefe, salí por cuerdas, dijo. Me corrió de la casa. Así nomás. ¡Ay, orejitas de cartón! Yo creía que era chunga, pero era chango. Más en serio no podía ser. No había derecho. Era yo un chaval todavía. Mi jefa se puso a chillar, y le pidió que no lo hiciera, pero yo me largué de todas maneras. Estaba hasta las chanclas. ¿Cuántos años tenías?, pregunté. Unos quince, si no era que menos. ¿Qué hiciste, entonces? Pues ni sabía qué hacer. Los primeros días fueron de miedo. El mundo me daba vueltas, como cuando, después, me ponía unos cuetitos pavorosos con los amiguetes. La diferencia era que cuando me salí de la casa el mundo se me venía encima en serio. Era fin de año y por esos días hacía un frío del demonio. O yo lo sentía más duro. Mi jefa me localizó y me mandó una chamarra que tenía y una mugre cobijita. Luego, casi diario me mandaba un taco y una que otra vez hasta unos fierros. Me los mandaba con Graciela o El Chato. ¿Dónde te quedabas?, dije. Con Jorge, el carnicero. Tenía una vivienda en la otra calle de Efrén Rebolledo. Me permitía pasar las noches allí para que de plano no me quedara en la calle. Y ahí se

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juntaban puros cabulitas, puros piratas. Nada más andaban buscando la manera de pasarla suave. Se jugaba baraja hasta bien entrada la noche. Yo no sabía, pero al rato estaba yo también echando la baraja con los clientes, porque hasta teníamos nuestros clientes, que iban a dejar su parné. Anduve así cerca de un año. ¿Hasta cuándo?, pregunté. Hasta que mi mamá me buscó, por conducto de mi cuate Santiago. Cuando la jefa me vio dijo: Tu papá quiere que regreses a la casa. Pero yo pensé, allá estoy peor que acá, ni quería regresar. Para taparle el ojo al macho le dije, no, mira, mi papá me va a volver a correr, y no quiero pasar otra vez por lo mismo. Mejor nos esperamos un poco más. Primero mi jefa me veía a escondidas, después me buscó abiertamente. Se veía que le dolía verme fuera de la casa. A mí ya me daba igual. Al principio me sentía con el cartel por los suelos, pero después hubo días en los que la pasaba a todo dar. ¡Suavenaconsuatole! A mí me tocó la de perder desde chaval, insistió Ubaldo. Cuando me preguntan, ¿por qué no te casaste?, contesto ¿para qué, para repetir la tiznadera? No, gracias. Por fortuna, las cosas ya no son iguales. Fíjate. De repente me veo echado en mi sillón, con uno de mis libros en la mano, o viendo una función de box, o un programa acerca de la vida de los animales, o cualquier otra cosa que me cuadre en la tele. A veces con una chela al lado, o un coñaquito. Éste lo compré para las visitas, pero como nunca viene ninguna, yo le hago las faenas algunas veces. El cigarro ya lo dejé. Hubo un tiempo en el que me fumaba una cajetilla diaria y de Delicados, que no eran tan delicados. Ahora estoy leyendo El siglo de las luces; y cuando me canso agarro El retorno de los brujos. De este librito me gustan sus ondas medio mafufas. ¿Ya no lees poesía, a Lorca, a Acuña, a Plaza...? Sí, de vez en cuando. Pero ahora me gusta más El retorno de los brujos. Dice cosas interesantes, que yo ignoraba. Aprendo. Te decía, de repente me veo aquí en mi sillón, sentado como me da la gana, encuerado si hace calor. Si no tengo qué gastar en médicos y medicinas, no tengo muchas preocupaciones. Con lo poquito de mi pensión tengo para tragar, qué es lo más importante. Nunca me imaginé que podría comprar este terrenito y levantar estos cuartos. Y ya ves. Me los construyó Oscar, el

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hermano de Martín Alvarado, como son arquitectos... ¿De dónde te vino el dinero para esta compra? Cuando fui el agente de ventas estrella de la fabriquita de Paco Mena, le conseguí varios pedidos y con las comisiones... Y ahora estoy que no me lo creo. Por eso me caen gordos esos viejitos soquetes que me encuentro en las colas de pensiones. Dicen muy autosuficientes, ¿vienes por la limosna? Les pongo mi jeta y les hablo golpeado -como casi nunca lo hago...-, no, señor, a mí no me dan ninguna limosna, me dan una pensión que me gané por mi trabajo de veintiocho años. Hay una Constitución que nos ampara. Los pendejos ni saben que existe. Les vale. Aunque yo tampoco la he leído: existe y tengo idea de qué trata en varias partes ¿no? (No se le ocurrió siquiera que su abuelo Emerenciano hubiera estado interesado en la redacción de esa Constitución de 1917 y, presumiblemente, hubiera muerto por motivos relacionados con ella.) Lo único que sé de cierto es que son leyes que protegen a los ciudadanos, sobre todo a los trabajadores. Por ejemplo, estoy retirado y tengo derecho a servicio médico. Mira, mano, con estas operaciones que me han hecho, no salgo de mi clínica y de los hospitales; hasta me dan mi calendario cada fin de año. Eso, ¿quién me lo hubiera pagado? ¿Te imaginas? Ya me hubiera muerto no sé cuántas veces. Viejitos tarugos, ya los quisiera ver si no tuvieran esa “limosna” mensual y derecho al servicio médico. Quieren que los mantenga el gobierno y bien. Todo lo quieren sacar del gobierno, pues si no es su papá, y aunque lo fuera; ya están bastante grandecitos. 2 ¿Cuando saltaste la barda de la escuela Amiga de la Obrera, abandonabas en definitiva los estudios? En ese momento, dijo Ubaldo, lo único que buscaba era salirme de la joda que me estaba poniendo el profesorcito ése. Pasado el tiempo, lamenté no haber tenido oportunidad de estudiar. Me hubiera gustado hacerlo. ¿Algo en particular?, pregunté. No sé, contestó, cualquier cosa, pero seguir en la escuela. Como te digo, tuve que sobarme el lomo desde chaval. Había que cooperar para mantener la casa. Son tiznaderas. Pero tú no quisiste regresar a la escuela ¿no es cierto?, dije. Ah, cómo querías que regresara si me estaba esperando ese profesorcete cara de perro para

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revolcarme. Llegó a pegarme con el borrador y el cinturón, hijo de su tiznada madre. Un año después, poco más, lo fui a buscar a la escuela para cobrarle todas las que me debía. Creo que le dieron el pitazo de que lo estaba esperando, porque no salió, el collón, o lo hizo por otro lado. Por eso te digo, a mí me cargaron la mano desde chaval. ¿Y los toros? Bueno, los toros... Los toros fueron la gran ilusión. Me soñaba vestido de luces, partiendo plaza, haciendo faenas, cobrando los trofeos, oreja y rabo, vuelta al ruedo, recibiendo la ovación de los aficionados. ¿Para qué?, pregunté con inocencia. ¿Para qué? Para salir de la colonia Obrera, para ser alguien. Además, los toros era algo que traía muy adentro, algo personal. Lo único que quería era torear. Cuando empezaban las primeras notas del “Cielo andaluz” del paseo nada más sentía cómo se me ponía chinita la piel y se me paraban los pelos de la nuca. Es una emoción que empieza aquí adentro. Me imaginaba en el ruedo. En el paseíllo, arrastrando las zapatillas en la arena, a pasos cortos, marcados, partiendo plaza. Y luego el toro y yo. Bajo la mirada fija del respetable. El mundo desaparece, entonces. Yo creo que es un arte. El dominio de la bestia por medio del arte taurino. Al riesgo de morir en los cuernos del toro, no sólo le restaba importancia sino que era parte de la emoción, de la fiesta. No sé dónde escuché que lo que hay que dominar primero es el miedo. Luego, al toro. Con miedo no hacías nada; con miedo, terminabas cocido a cornadas. Ya la fama y la paga, venían de premio. Porque la verdadera satisfacción se te daba en la arena, frente al Barbas, en medio de las mil miradas del público. Imagínate. Pensándolo mejor, si hubiera estudiado no hubiera soñado con los toros. ¿Por qué no hiciste carrera de torero entonces? A la mejor me faltó corazón, contestó. Porque cojones sí los tenía. Pero no. La mala suerte lo persigue a uno. Si te ven jodido, nadie te hace caso. Los toreros de ahora son, la mayoría, hijos de las grandes figuras de ayer, hijos de hacendados. Son niños mimados, ¿me entiendes? Para los jodidos, era casi imposible. Sólo que te aventaras de espontáneo en un corrida. No pasa de ahí, Como en todo, apunté. Para las jodidos, era una posibilidad en un millón, dijo. Sí. Como en la lotería, añadí. A mí, por eso no me gusta jugar a la lotería, dije. Ya ves,

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"Ubaldo Guzmån, vestido de torero�

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don Luis casi siempre compraba su cachito, recordó Ubaldo, a ver si de pelón le salía un chino, como decía Baltasar, pero, nunca se sacó nada, más allá de algún triste reintegro. Había que joderse. Me acuerdo cuando se me acercó aquel empresario, dijo. Me ofreció una corrida con un cartel de novilleros. Mi madre no quería que toreara. No sé qué demonios... Tenía más miedo que yo. Estaba segura de que me iba a destrozar el toro. Y se me puso flamenca. Pero, feo. No sé si fue por ella, o por otra cosa. El caso fue que nunca acudí a la dirección que me dio el empresario. Lo supe. Se acabó Ubaldo Guzmán. Se acabó antes de empezar, pensé. Me lleva la tía de las muchachas. Pero nada más una cosa te digo, no fue por miedo a las cornadas. Eso sí que no. Porque uno es torero y se crece al castigo. Entonces fue por miedo a otro toro, dije yo, que no era el de la plaza. Un toro que no se veía, que a la mejor llevabas adentro, terminé. Ubaldo se me quedó viendo en silencio, como diciendo ¿no me estará vacilando éste? Luego retornó a su expresión recurrente. A mí siempre me tocó la de perder, repitió. ¿Qué pasó cuando nos robaron en Roa Bárcenas? ¿Te acuerdas? Lo único que se llevaron los desgraciados fue mi tacuche nuevo. Me lo acababa de entregar el sastre; mi camisa nueva, era una Arrow; la corbata era italiana, y ¡mi anillo con un diamante!, chiquito, una lucesita, pero diamante. ¡Mis ahorros de más de un año, mano! Me gustaba partir plaza de vez en cuando, y esos hijos de su tiznada madre en un dos por tres me quitaron lo que a mí tanto trabajo me costó... ¡Maldita sea mi estampa! Me lleva la que me trajo. Si los he agarrado, los despellejo vivos a los infelices. Era la primera puesta de mi tacuche. Un príncipe de Gales gris perla. La palomilla me lo chuleó. ¿Por qué siempre a mí? ¡Nomás a mí! 3 Una vez, siguió Ubaldo, cuando andaba fuera de la casa, se me juntó todo, perdí una chamba, hasta la gripe me pegó, andaba arrastrando el cartel. Caminaba por la colonia Roma, sin saber si iba o venía. De repente, en el parque Roma -la plaza del David de Miguel Ángel, ahora-, me detuve a ver a las familias que paseaban, a esos escuincles que no

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tragaban los desgraciados. En una de ésas, me paré sin darme cuenta frente a un puesto de tortas y refrescos. Un señor que traía unos chiquillos güerejos, muy simpáticos, me dijo, para mi sorpresa, ¿tienes hambre? Me lo quedé viendo, no supe qué decir. A ver, una torta y un refresco para el muchacho, ordenó a los torteros, y pagó antes de irse. Apenas le di las gracias, con la vista baja, estaba más chiveado que nada. Y ya me esperé a que me dieran mi torta de jamón con queso, así la pedí, y una Pepsi. Me supo a gloria. Aunque mi mamá siempre me mandaba un taco para empacar, esa vez no había comido nada y ya era tarde. Cuando perdí las esperanzas en los toros, le dije a mi padre que me recomendara en alguna chamba. Primero me llevó como aprendiz a la fábrica donde él trabajaba. Pero era una lata; no le gustaba nada de lo que yo hacía. Claro, él era un perfeccionista. Un artista de su trabajo; había que reconocerlo. Por eso tampoco le iba tan bien. Porque mientras él hacía unos diez pares como para museo, los otros hacían treinta o cuarenta pares al aventón. Entonces ganaba menos que los otros que eran unos malechos. Es la historia de siempre, apunté, los artistas se ven rezagados por los comerciantes y oportunistas. Finalmente, continuó Ubaldo, me recomendó en el taller de Apolinar Castañeda. Ya con un méndigo sueldito, me iba al Centro, a ver aparadores: los casimires de Isabel la Católica, las camisas, las corbatas, los zapatos. Tenía ganas de andar de pura parafina. Como te digo, uno seguía siendo torero, aunque no llegara a la Grande. Lo que más quería era vestir de luces. Había que verse bien hasta cuando te revolcaba el Barbas. A la mejor por eso me gustaba ver los aparadores. Y, por ilusionarte, no te cobraban. Dijo: A uno siempre le toca bailar con la más fea. Un día, estaba esperando a una de mis conquistas en Isabel la Católica y 16 de Septiembre, cerca del Casino Español. Como tardaba, ¿qué iba a hacer?, me dediqué a ver..., los aparadores. Encontré un casimir color gris rata, con un dibujo tan fino que parecía inglés. Me estaba imaginando el traje que me haría con esa tela, cuando se me acercó un sujeto mal encarado y me dijo, ¡identifíquese! ¡Quihubo!, pues ¿qué hice? Está usted muy sospechoso. Pero si sólo estoy viendo los

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casimires, no me he movido de aquí. Precisamente, señor, lleva mucho tiempo aquí parado. Además, estoy esperando a una dama, expliqué. Ahí murió, pero son tiznaderas, hasta de ratero le ven a uno la cara. 4 Como ya se coligió, Ubaldo no pensaba nunca en Emerenciano Guzmán. No sabía nada acerca de él. No le daba la menor curiosidad. Si alguna vez escuchó a mi padre nombrarlo, debió haberlo tomado como un personaje mítico -como lo era, aunque de otro modo-, ajeno a él, una especie de explorador español que vino a las Indias en busca de la Fuente de la Eterna Juventud, cuyo grabado borroso aparecía en México a través de los siglos, de Vicente Riva Palacio, junto a la de un grupo de “naturales” con pinta europeizada. Era muy joven cuando, en una de sus visitas a Morelia, quiso entrar en los cuartos que habían sido la casa de la familia de Emiliana. Estaban abandonados, llenos de cascajo, basura, cajas y algunos objetos y muebles desvencijados. Le llamó la atención un viejo baúl de madera negro, de sesenta o setenta centímetros de alto. Lo abrió como si fuera el gran secreto. Encontró algunas ropas tan viejas como el baúl: una falda larga y oscura sin forma, una blusa de bolita, azul marino con bolitas blancas, manga larga, holanes en el cuello y puños, un par de enaguas blancas y una camisa blanca de hombre, el blanco era amarillento. Entre estas ropas encontró una no menos antigua fotografía, ovalada, de tamaño como para diploma, de un señor de bigote recortado sobre la boca chica de labios delgados, frente amplia y ojos que parecían aceitunados. Al reverso estaban escritas algunas palabras. No se detuvo en la dedicatoria. No se mostró muy indagador. ¿Quién será éste?, se preguntó. De algún modo lo intrigó y guardó la fotografía en el bolsillo de su camisa. También había un viejo y pesado ropero de madera. Estaba vacío. Dio por terminada su inspección y se fue. Al cabo de unas horas, se encontró con el tío Baltasar en la casa de la tía Angelita, y lo primero que hizo fue enseñarle la fotografía y preguntarle si sabía quién era ese señor. Aquél la tomó para verla mejor y dijo, ah, Chihuahua, si es mi jefe. Y la depositó en la bolsa de su camisa

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sin darle mayores explicaciones. Cuando Ubaldo contó a mi padre la anécdota, éste lo reprendió. Le dijo que se la debió haber dado a él y no a Baltasar. Bah, pues, yo qué iba a saber, dijo y se acabó. Si el tío había dicho que era su jefe le pareció razonable que se quedara con la foto. No volvió a verla; pero, tampoco le importó en lo más mínimo. Era cierto, Ubaldo, igual que los otros miembros de la familia, no pensaban, ni siquiera recordaban de ninguna manera al abuelo Emerenciano. No significaba nada para ellos. Este hombre había sido olvidado. Para la familia nunca había existido o, en el mejor de los casos, se lo consideraba un personaje que pertenecía a un mundo remoto, con el que ellos no guardaban ninguna relación. Esto era lo triste: el desprendimiento de su pasado. La memoria de Emerenciano Guzmán llegaría a su fin cuando sus hijos, Luis y Baltasar, fallecieran. A menos que algún día la leyenda la desenterrara su propia historia.

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EL VIEJO MUNDO. SALVATIERRA Y MOROLEÓN, 2006 Transcurrieron poco más de tres meses desde que había visitado Salvatierra y Moroleón. Ciudad esta última que se me representaba como el más profundo misterio. Me la imaginaba como un pueblo desaparecido, hundido en las aguas del mar o por poderosas fuerzas sobrenaturales. Fue, para mí, la remembranza, el mito. La razón era que mi padre hablaba de Salvatierra, que era su lugar de origen, de Moroleón nunca. Así que había que comprobar su existencia. Después de esos meses, además, pensé que tal vez podría ampliar la plática con Luz Ponce. Quería llevarle las fotos que le había tomado a ella y a su hija, y que me hice tomar con cada una de las dos mujeres. De manera especial, me parecía importante mostrarle la copia de la única fotografía del abuelo Emerenciano que yo había conocido. Había dado por perdidas las dos fotografías que una prima no quiso facilitarme, y llamé a Irma para que me prestara su copia, que aunque vieja y mala, era la única a la que yo podía tener acceso. Cuando la tuve en mis manos, una copia pálida, comida por la luz, y algunos puntos oscuros, relacioné con alegría al amigo que aparecía junto a mi abuelo en la foto con el padre de doña Luz. Hasta creí reconocer la silla en la que estaba sentado Emerenciano, como una de las que había visto en la casa de Luz Ponce. En realidad, ese fue el origen de la confusión: la silla. La asocié

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con el señor Ponce y deduje que se habían tomado la foto en el fondo de la casona en donde yo había estado. ¡Le va a dar mucho gusto a la señora Luz saber que yo tengo una foto de su padre!, exclamé, ante la mirada azorada de quienes se hallaban cerca de mí. Cuando conseguí la copia, noté, con gusto, que la imagen mejoraba mucho en cuanto a nitidez y definición. En ella se veía a mi abuelo, joven, sentado en la silla que creí reconocer, de traje oscuro, liso, chaleco del mismo material, camisa de cuello de pajarita y corbata de moño discreta de época y un joven, de traje también, pero con menos clase que el abuelo, de pie, apoyado familiarmente en el hombro de aquél. Supe que tenía que ver otra vez a la señora Luz. Quería enseñarle esa fotografía y saber qué más podía decirme. Quería ver otra vez esos ojos envejecidos, vidriosos, que alguna vez vieron a mi abuelo y a mi padre que, entonces, era un niño como de la edad de la niña que era ella. Debía verla y hacerle todas las preguntas que me faltaron. Hice una larga lista de ellas. Recordé que en agosto de ese año la señora Luz cumpliría nada menos que cien años y me entró la angustia de no alcanzarla. Así que revisé mis actividades y apresuré mi regreso a Salvatierra. Lamenté no tener su número de teléfono para concertar una cita. En su lugar, llamé por larga distancia a don Miguel, el cronista de la ciudad. Cuando lo localicé me dijo que acababa de ver a la señora Luz, en una celebración, y que estaba comiendo un plato de mole. Me asombré, porque yo ya no podía darme esos lujos. Añadió que tenía algo que me iba a interesar. Convenimos en encontrarnos el próximo martes 5 de septiembre, a las cinco de la tarde, en el Museo del Archivo Histórico de Salvatierra. Así que ese día por la mañana, me dirigí a la Central de Autobuses del Norte. Llegué más tarde que la primera vez. Mi autobús salió a las diez y media de la mañana. Tuve la grata sorpresa de que era una nueva unidad, al contrario del sucio vejestorio de la vez aquella. Mientras dejaba atrás las orillas del Distrito Federal, a las once horas y quince minutos, se dijo en el radio del autobús que el Tribunal Electoral había validado, por unanimidad, el triunfo del candidato de uno de los tres partidos más fuertes en las pasadas elecciones para presidente de la República del 2 de julio de ese año. Se esperaba una reacción violenta del candidato más cercano en la votación que no aceptaría su derrota.

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"Emerenciano Guzmán, sentado”

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Como siempre, el viaje fue muy cansado para mí. Llegué a Salvatierra a las quince horas. Me asaltó la intuición de que no estaba todo seguro y no quise hospedarme en primer lugar. Intenté localizar por teléfono al cronista y no me contestó en ninguno de sus teléfonos. Me preocupó. No comí más que un emparedado y más tarde lo lamentaría porque la debilidad me hizo su presa. Me encaminé hacia el lugar de la cita, que no estaba muy lejos de la central camionera. Al pasar frente a la Parroquia de Nuestra Señora de las Luces, quise entrar a descansar un momento en la paz y frescura que se respira en esos lugares. Fui al patio de la casa cural, que presenta arcos en sus dos plantas y una gran fuente cubierta en medio de una reja señorial y me senté en una de las bancas. Cuando disfrutaba de la vista y del murmullo de la fuente, escuché los acordes del órgano de la iglesia y me sorprendió ya que no había percibido que fuera a haber una misa. Poco después, entré y ocupé un lugar entre los asistentes que casi llenaban el recinto. En el momento en que el cura empezó a hablar sobre la muerte, descubrí que había un ataúd ante el altar mayor. Era una misa de muertos. Me imaginé que, al ser Salvatierra un lugar chico, el cronista debía estar entre la gente congregada por la misa. Dieron las cuatro y media de la tarde y decidí a acudir a mi cita. En la entrada del Museo del Archivo Histórico me encontré al auxiliar y le expliqué que tenía cita con el cronista. Pues va a ser un poco difícil, dijo mirando al suelo. ¿Por qué? Porque ayer falleció su hermano y ahora están en la misa, contestó. Ah, era la misa de muertos a la que yo había asistido. No dejó de sorprenderme la coincidencia. Quedé desalentado; mi cita se había desvanecido. ¿Y ahora qué hago? Pues vamos a la misa, dije al auxiliar, necesito hablar con el cronista y darle el pésame. Hacia allá nos dirigimos. En las calles estrechas y de arquitectura armoniosa, el sol era luminoso y ardiente a esa hora. Llegamos a la iglesia poco antes del final de la misa. Al terminar, los familiares y amigos del difunto salieron por el centro de la nave central y entre ellos iba el cronista. Dada la solemnidad, no me atreví a hablarle. Esperé a que saliera y, después de varias mujeres que lo abrazaron en señal de duelo, me acerqué a saludarlo. Me dijo que si me iba a quedar, nos podíamos ver al siguiente día. Le comenté que prefería seguirme a

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Moroleón. Pero que regresaría dos días después y lo llamaría para ponerme de acuerdo. Me disculpé por la interrupción y retomé mi camino a la estación de autobuses, no sin antes telefonearle a Pepe. Por fortuna lo encontré y le pregunté si podía adelantar mi viaje a Moroleón, sin tomar en cuenta mi fatiga. Estaba dando clase, pero me esperaría en la Presidencia municipal. En la hora convenida, ahí estaba Pepe. Me encontraba tan débil por la fatiga del viaje y la falta de alimento que, ya en la noche, cuando fuimos en su motoneta a una taquería, me atacó la gripa. Al otro día, fuimos a la Presidencia. Para el breve viaje me prestó un casco de protección con la forma de los del ejército nacionalsocialista alemán. Pensé, sólo falta que algún botarate me levante el infundio de que soy fascista. En Moroleón podían verse por sus calles enjambres de motonetas. Me recordó algunas ciudades europeas en las que también sus jóvenes, principalmente, se desplazaban por este medio. Le pedí que me dejara en la Parroquia de San Juan Bautista. Al llegar, admiré su arquitectura estilo gótico tardío, del que me había presumido Pepe. Fui con la chica guapita. Comenté que era la segunda visita que hacía para hacerle la misma pregunta. Volvió a revisar su vieja computadora. El nombre que usted da no lo tengo registrado, dijo sin despegar la vista de la pantalla. Pero usted me dijo la vez pasada que están otras personas con los mismos apellidos, insistí. Dijo sí con un ligero movimiento de cabeza y sin despegar la vista de la pantalla. Me pareció, sin embargo, que ponía algo más de atención que antes. Le pedí que me diera esos nombres con sus fechas de registro; estaba seguro que eran de la misma familia. La advertí que además de ser descendiente de esa familia, yo era escritor y periodista e investigaba sobre ese asunto para hacer un libro. La chica fue a pedir permiso al sacerdote encargado. Por fortuna, era otro que resultó más accesible, según me dijeron en la Presidencia, y permitió que me dieran la información. Para mi sorpresa, aparecieron seis nombres con los apellidos buscados. Éstos eran: María Ceveriana Margarita (sin año de registro); José Estanislao Serapión Alberto (1872: el único que citaba mi padre); María Musia Enedina de la Trinidad (1864); María Benita Catalina de la Salud (1868); José María Félix de Jesús (1870); y José Ildfelfonso Trinidad

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(1873). ¿Y Emerenciano? Simplemente, no estaba. Recordé que Lucha me habló de “una hermana del señor Emerenciano que vivía en Morelia”. Baltasar la llamaba la tía Chucha. Debió de haber sido María Félix de Jesús. Mi padre jamás la mencionó. Pero, ¿por qué no aparecía Emerenciano en los registros de la parroquia? Esto me hizo suponer que no fue bautizado en Moroleón, sino en Salvatierra, lugar de donde, en ese caso, era originario. Al revés de la información que yo tenía. Pregunté los nombres de los padres de esos niños. Eran los mismos de Emerenciano. Todo se lo tenía que sacar con tirabuzón a esa muchacha. No me decía nada espontáneamente y menos me mostraba la pantalla de su computadora. Tampoco me miraba. Pensé que era muy ranchera, a pesar de su aspecto de criollita. Con aquel último dato comprobé que ésa era parte de la información que yo buscaba. Todos ellos eran los hermanos de Emerenciano. La joven no me pudo dar, según explicó, los nombres de los padres de Luis Guzmán y Abraham Cerrato porque yo no tenía las fechas de sus bautizos. Por la sucesión de fechas, la primera en nacer fue Trinidad, en 1864, y el último de esa lista fue Ildelfonso, en 1873. Si Emerenciano no aparecía, era porque había sido posterior; según el dato proporcionado por mi padre fue de 1879; aunque seis años entre uno y otro parecían muchos. Más creíble hubiera sido algo como 1875. Por otro lado, calculé que si la hermana mayor de Emerenciano nació en 1864, el bisabuelo Luis debió haber tenido veinte o veintidós años, o sea que nació en 1844, 1842, tal vez 1840. Este año se consideraba el final del señorío de aquellos Guzmán, descendientes del fundador de Moroleón. Dada su contemporaneidad y coincidencias debieron de haber sido parientes esas dos familias. Ya en la Presidencia, Pepe me llevó a la oficina del presidente municipal Arturo Sánchez. Al rato, llegó el síndico municipal. Les hablé del libro que pretendía escribir a propósito de mi abuelo, oriundo de Moroleón. Entre los comentarios que me hizo don Arturo, estaba que si Moroleón tardó en ser atacado por el bandolero Inés Chávez fue porque era devoto del Señor de Esquipulitas. En vez de asaltar el pueblo, llegó a ayudar a la parroquia que lo albergaba. Sin embargo, una vez que Chávez representó una amenaza, un grupo de ciudadanos se armó para repelerlo con el único

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lenguaje que entendía: a balazos. Para comer, dijo, había que espantar las moscas antes de llevarse algo a la boca, ya que por las zahúrdas o granjas de cerdos, había muchos de estos insectos. Algunas de las palabras lugareñas, me recordaron las que usaba o citaba mi madre: coma, compa, vale, trozar, chiquillos, cuadrilona, chipiturco, cirindango... Eran vecinos y tenían un lenguaje común. Recordó a Los Reyes, de Michoacán, que era un pueblo de blancos de ojos claros. Dijo que en 1917 aún no había luz eléctrica en Moroleón. El flamante alumbrado público fue instalado en 1920. Antes, usaban quinqués de petróleo y velas. Tampoco estaban pavimentadas las calles; eran empedradas, así estuvieron hasta 1970, según dijo. Don Arturo también habló de que cuando era niño, él y sus amigos del barrio se peleaban contra los de Uriangato. De nueva cuenta lo interpreté como un juego de indios y vaqueros. Los moroleoneses eran los últimos, y los uriangatenses los primeros. A toda actividad la derivaban del comercio. Cierto. Mi padre decía que mi abuelo y bisabuelo eran comerciantes. El primero tuvo una tienda en Salvatierra, ¿y el segundo? Por la tarde, mientras comía unos burritos -influencia de la frontera del norte- de milanesa con frijoles en una fonda del Centro, hablé con la señora que me atendía. Como dije que estaba averiguando algo acerca de la historia de Moroleón, hizo el comentario de que debía hablar con el abuelo de una amiga suya. Se comunicó por teléfono con su amiga, pero ésta dijo que su abuelo tenía más de noventa años y que ya no se le entendía al hablar. Entonces, Juanillo, me dijo. Búsquelo, él le va a ayudar. Cuando pasó por mí Pepe, le platiqué la anécdota. Pues a Juanillo vamos a ver, dijo. Era Juan Gómez, director del periódico El Transformador. Algunos bromistas, según me enteré, le decían El Trastornador. Don Juan era un hombre moreno, de pelo cano, de cierta edad, que hablaba alto con varios tonos y se apoyaba en gestos y movimientos de manos. Me recordó de algún modo al legendario cómico político Palillo, de los años cincuenta. Pregunté que si lo había conocido. Sí, respondió, sin agregar más. Pepe me presentó como un escritor que investigaba sobre su abuelo de Moroleón. Claridoso, don Juan explicó que por fortuna había llegado bien recomendado, porque de lo contrario no me habría recibido. A honras de qué, dijo, le voy a decir nada a este señor. Éste

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era el primer obstáculo: la desconfianza. Sobre el alumbrado público, difirió de don Arturo, en 1945, ya tenía luz eléctrica la ciudad. Antes, agregó, había un señor que prendía y apagaba la luz en las calles -supuse que lámpara por lámpara y que éstas eran de gas-. Debió haber sido el sereno, pensé. (Decía mi madre que, en Morelia, aún alrededor de 1928, el sereno tocaba a su puerta en la noche, y le decía, vecina, tiene la puerta abierta. Voy vecino, se me olvidó cerrarla.) En 1805, siguió don Juan, llegó el Cristo de Esquipulas; y en 1806, se lo sacó por primera vez en peregrinación. Desde entonces ha sido el patrón del pueblo. Lo trajo en hombros su propio escultor, Alonso de Velasco, que, por una manda, lo llevaba a Guanajuato. Pero este hombre venía en mal estado de salud y, al llegar al pueblo, empeoró. Lo recomendaron con don Agustín Guzmán, el nieto del fundador de Moroleón, que lo recibió en su casa del portal de Matamoros, ahora esquina con Juárez. En agradecimiento por su generosidad, Alonso le obsequió el Cristo negro. Era una obra de valor artístico, además bendecida y legalizada su autenticidad. A la larga, don Agustín tuvo que desprenderse del Cristo de Esquipulas y donarlo al pueblo de Moroleón. En 1841, Moroleón se llamaba Congregación, afirmó, y no Congregación de Uriangato. Aclaró, enérgico, que este último fue un error de apreciación. En el primer plano que se hizo de la ciudad, trazado por el padre Francisco de la Quinta Ana y Aguilar, se anotó como lindero sólo a Uriangato, la población vecina, cuando debieron haberse anotado las otras vecindades. Por lo tanto, se leía Congregación y Uriangato. De este modo, se juntaron los dos nombres: Congregación de Uriangato. Pero fue un nombre equivocado, una barbaridad, insistió. Además, Moroleón y Uriangato tuvieron orígenes diferentes. Uno fue fundado por criollos y el otro por indios y con mucha más anterioridad. ¿Desde cuándo se llamó Moroleón? Desde 1856, contestó. Era una tarde nublada, acababa de llover. El clima era agradable, templado. Pero adentro del edificio del periódico había oscurecido. Había poca luz natural y artificial. Don Juan nos había recibido en un viejo escritorio de recepcionista. Calculó que Moroleón tenía a la fecha cincuenta mil habitantes, lo que lo hacía con menor población que

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Salvatierra, que censaba casi cien mil. Sin embargo, en la primera ciudad se percibía un mayor movimiento comercial, vehicular y de la gente desde sus primeras calles. Pero, carecía del aspecto señorial e histórico de Salvatierra. ¿Cómo son los guanajuatenses?, pregunté. Extrovertidos, confiados (ni tanto, pensé) a la primera, pero si les pagan mal, ya no lo son más, contestó. Cuando salimos de El Transformador, todavía con la luz gris de la tarde nublada, Pepe y yo caminamos por algunas calles céntricas con comercios a un lado y al otro. Se me ocurrió preguntarme en voz alta por qué se habría ido de ese pueblo mi abuelo y su familia. Pepe me escuchó y contestó, mejor que se fueron, porque de haberse quedado aquí no hubieras sido escritor y estarías al frente de una de estas tiendas: me señaló un pequeño establecimiento de suéteres y blusas tejidas. Me causó gracia imaginarme detrás de uno de esos mostradores de atención a la clientela. A la mañana siguiente, Pepe me presentó con Andrés Albarrán, director del periódico Ímpetu. Era un hombre de apariencia aliñada y afable. El edificio, aunque de cortas dimensiones se hallaba recién pintado y amueblado. Con una recepcionista en la entrada. Me invitó a tomar asiento y me preguntó qué hacía en Moroleón. Conté someramente la historia de Emerenciano Guzmán y que me había dado a la tarea de revisar documentos de la época tanto en la Hemeroteca Nacional de la UNAM, del Archivo Histórico de la ciudad de México y de los archivos de Salvatierra y Moroleón. Conforme profundizo en el asunto, dije, surgen nuevas revelaciones; unas aumentan o niegan a las anteriores; a cual más sorprendentes. Sobre este personaje, que en su medida fue un protagonista de la Revolución mexicana y que, lamentablemente, su asesinato no le permitió llegar hasta donde, tal vez, hubiera llegado. ¿Hasta dónde?, interrogó. No sé; cualquier cosa que dijera sería una mera conjetura. Éste es el tema central de la novela que escribo, además de otros asuntos relativos. Resultará una novela acerca de Salvatierra y Moroleón; de Morelia y la ciudad de México. Tres ciudades del Bajío y la capital del país. Pero, terminé, la novela será mucho más que eso. Al final, me sorprendí cuando Andrés me dijo que iba a publicar una nota a propósito de mi visita. Sin que me diera cuenta, se habían cambiado los papeles y yo fui el entrevistado. El viernes 8, viajé a Salvatierra por la mañana.

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LA TIERRA RECOBRADA. MOROLEÓN, 2007 1 Lunes 16 de abril. Tenía que llegar de nueva cuenta a Moroleón. Después de que al principio ignoraba todo respecto a esta ciudad, conforme ahondaba en mis investigaciones y cavilaciones, cobraba una presencia cada vez mayor. Aunque estaba intrigado por la ausencia de datos documentales del nacimiento del abuelo. Por otro lado, había conocido a un moroleonés en la ciudad de México, Tomás, que me habló de su pueblo, su madre, su abuela y de otras cosas. Una amiga común, Micaela, me había proporcionado su correo electrónico. La tarde en la que nos vimos en un café de Insurgentes y Félix Cuevas, hablamos con largueza. Me dijo que ya había transmitido mi información a su madre, Carmen López, que vivía en la esquina chata de Morelos y Victoria, frente al Jardín Grande y que se aprestaba a hacer algunas averiguaciones. Había telefoneado a un señor Guzmán y una señora Cerrato, que consideraba más idóneos para iniciar la investigación y habían afirmado que la anécdota de mi abuelo Emerenciano les resultaba familiar, pero nada más. En un correo del 30 de marzo que envió a Tomás, doña Carmen decía, entre otras líneas fuera de tema: “Quisiera decirte esto sólo para no perder el encanto de lo hermoso de esta situación. Pero es necesario que te platique algo de lo que he

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indagado sobre tu amigo don Baldomero Guzmán. Después de algunas peripecias y contrariedades que casi me hacían pensar que estaba perdiendo el tiempo, logré dar con un señor llamado Valente Aguilar que dice que probablemente su bisabuelo, Joaquín Guzmán, era pariente de Agustín Guzmán, el señor que menciona don Baldomero. El bisabuelo de Valente entrenaba a un José María Aguilar, le decían don Chema, al uso de la espada y las armas. Los dos eran arrieros y comerciantes. Viajaban a Tapachula, Chiapas, a vender telas de la fábrica La Carolina, de Salvatierra. Estos dos fueron los que trajeron a Alonso de Velasco, español con quien se encontraron en Tapachula, para encaminarlo a Guanajuato, que era a donde quería llegar en realidad, con el Cristo de Esquipulas. Pero, en Moroleón, cayó enfermo don Alonso. Joaquín y José María lo condujeron a la casa de don Agustín Guzmán...” Luego doña Carmen recordó algo referente a los primeros dueños de los predios que se convertirían en Moroleón: Juan Medina, su esposa María Calderón y su hija María Medina y Calderón, españoles de los que ya había sabido antes. Pasó algún tiempo y apareció en escena don Diego López Bueno, un licenciado español, que cambió sus tierras del Moro por las ubicadas arriba de la Ciénaga Prieta, que son en las que hoy se encuentra Moroleón. “Después de muchos años, escribió doña Carmen, José Guzmán López, recibió en herencia estas tierras de su bisabuelo Diego López Bueno y fue entonces cuando fundó un pueblo entre 1770 y 1775 que se llamaría La Congregación. En este pueblo nacieron sus hijos: Agustín, Pedro y Pablo Guzmán Pérez. “Y ya no puedo seguir platicándote, porque me está presionando el director de la secundaria (donde era profesora de química y física) porque tengo al grupo solo. Después te mando la otra parte, sin ella puede resultar confuso lo que ahorita te estoy escribiendo.” En el siguiente correo de doña Carmen, de la misma fecha del 30 de marzo, después de incluir ocho nombres de personas con el apellido Cerrato obtenidas del censo de 1839, doña Carmen anotó algo que me pareció de veras interesante: “El Profe Nico, cuando supo la historia del

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abuelo de don Baldomero, sin que yo le dijera la fecha, dijo, 'de ese señor que mataron en Salvatierra en 1917, su familia se fue a vivir a México y ya no se volvió a saber nada de ella'. Opinión personal, terminó doña Carmen: tal vez don Baldomero sea descendiente directo de esa familia.” 2 Después de leer estas notas, comprendí que Moroleón todavía era un baúl secreto lleno de revelaciones para mí. Al momento de llegar, ese lunes 16 de abril de 2007, ignoraba si Luis Guzmán, padre de Emerenciano, había nacido en ese lugar, pero como se había casado con Abraham Cerrato, miembro de otra de las viejas familias de Moroleón, era muy probable que los dos hayan sido oriundos de esa ciudad. Y si era así, este Luis Guzmán, era una persona que entre 1875 y 1879 tenía unos cuarenta años de edad, entonces habría nacido entre 1835 y 1839, casi como lo había calculado. Fechas en las que todavía vivían los descendientes directos de José Guzmán López, el fundador de Moroleón, como el citado Agustín Guzmán. Eran contemporáneos. Parientes o no de esta familia fundadora, todavía estaba por verse si los antepasados de Emerenciano habían nacido allí o habían llegado a colonizar La Congregación. ¿De dónde? ¿De Yuriria, Salvatierra o de España? En los dos primeros casos, eran criollos, que quería decir: criados en América. Guardaba alguna esperanza de que pudiera localizar a algún descendiente de estas familias Guzmán y Cerrato, de finales del siglo diecinueve y principio del veinte, en Moroleón. Si no era allí, ¿dónde? En suma, me mantenía en suspenso el relato que a cada paso aumentaba en complejidad. Porque, insistía, ya no era tan sólo el origen de mi familia, sino de un pueblo. 3 El lunes 16 de abril visitamos al Profe Nico (Nicolás Ruiz): me dio algunos datos y un plano de la ciudad. Lamentablemente, mis expectativas respecto a mi abuelo no se cumplieron. Era un hombre viejo y enfermo. Nos recibió en una habitación en completo desorden.

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Quería ayudarme en mi investigación. Pero fue sincero, explicó que no sabía más de lo que le había revelado a doña Carmen, eso era lo que había oído cuando era niño. Un amigo de doña Carmen, Jesús Balcázar, me obsequió dos publicaciones: una era Moro-León. Nace y prevalece, de Jesús López López; éste, junto con su esposa, el perico y hasta el chofer de un taxi que sólo hacía su trabajo, murieron a manos de su propio hijo y su mujer, en los años cincuenta, en la casa que, después de permanecer abandonada muchos años, rescató doña Carmen. Ella me quedó a deber la crónica de este sonado parricidio. El martes siguiente fue importante. En la mañana, después de haber dormido y desayunado en mi hotel, me dirigí a la Presidencia municipal. Tenía cita con la señora Carmen. Allí me presentó con la regidora Evangelina Gordillo, que me obsequió el libro Un alcalde para la Congregación, que incluía una introducción acerca de la formación legal de La Congregación y copia de los documentos pertinentes. En seguida me dispuse a visitar el Panteón Municipal e intentar consultar sus archivos. Pero, cuando pasé frente a la Parroquia de San Juan Bautista, me acordé de las dos veces que había acudido a su oficina y quise volver a hacerlo, aunque sólo fuera para hacerme presente. La joven que atendía dijo, a mi tonta pregunta, que no se acordaba de mí. Volví a ponerla en antecedentes. Tal vez me recordó, porque, condolida, pareció más dispuesta a colaborar que en mis visitas anteriores y empezó a manipular su computadora. Me imaginé que consultaba su bola de cristal aunque ésta fuera de mayor tamaño. Mi visita se alargó más de una hora. Ya sabíamos que la fe de bautizo de del abuelo Emerenciano no aparecía. De acuerdo con el año de nacimiento de la hija mayor del bisabuelo Luis, que fue 1864, él debió haberse casado en 1862 o 1863. Entonces, debía buscarse su acta de matrimonio en esos años. La joven se levantó, se acercó a la vitrina de puertas corredizas de cristal con un pequeño candado, donde guardaban los libros, forrados en cuero, de los archivos de la parroquia. Extrajo uno de aspecto muy viejo. Empezó a revisar las primeras hojas. Pero tuvo que hacer otra cosa y me pidió que la ayudara a buscar. Cosa insólita, porque si no dejaba ver su pantalla de la computadora, nunca pensé que me

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permitiría tocar uno de los antiguos libros de archivo. Acepté con gusto. Seguí revisando página por página, finas como telas de cebolla, todas escritas a mano, no podía ser de otro modo, con tinta color sepia, y con una caligrafía estilizada propia de la época, hasta que, quince o veinte minutos después, llegué a una de las anotaciones al margen donde leí las palabras cabalísticas de Luis Guzmán y Abraham Cerrato. 4 Fue tan maravilloso como cuando vi por primera vez la firma de mi abuelo en un documento de la época. Traté de leerlo antes de entregarlo a la dependienta. Pero no entendía varias de las palabras por la escritura y los giros usados. Así que decidí devolverlo de una vez. ¡Aquí está, ya lo encontré!, exclamé, disimulando la emoción. Regresé el viejo libro a la joven, que lo tomó sabiendo que participaba en algo importante para alguien. Con la vista fija en el documento, dijo que la fecha exacta de la boda fue el 29 de enero de 1862. ¿Va a querer que le haga un certificado? ¡Sí, sí, por supuesto!, contesté radiante. Haga el favor, dijo, y con un gesto me pidió que la esperara en la banca de afuera de la oficina. No pude estar sentado mucho rato. Me levanté y, aprovechando que estaba solo en ese espacio, hice algunos pasos de baile flamenco, árabe o cosa parecida. Cuando escuché que me llamaba la joven, dije con voz ronca, ¡sí!, y me acerqué al mostrador. Me extendió la cartulina y pagué los cincuenta pesos del costo. Sin embargo, volví a pedirle que si con esa escritura podía averiguarme algo más. Los nombres de los padres de Luis y Abraham. Para mi sorpresa dijo, sí. Y otra vez me hizo la seña de que esperara fuera. Ya no bailé. Me quedé de una pieza, tenso. Por fortuna, porque en ese momento entró un mensajero con una correspondencia y luego una pareja de jóvenes que querían preguntar sobre las pláticas prenupciales. Volvió a llamarme, ¡señor! Contesté, ¡sí!, y entré. Los padres de la señora Abraham, dijo, eran: Vicente Cerrato y María Trinidad López. ¿Y los segundos apellidos de estos últimos? No aparecen. Es que en ese tiempo sólo usaban el apellido paterno, dijo la joven. Tuvieron varios hijos más. Y de Luis Guzmán, sus padres eran:

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Trinidad Guzmán y María Gertrudis Aguilera. El nombre completo del señor Luis, dijo, era: Antonio Luis Gonzaga Guzmán Aguilera, y nació el 1 de septiembre de 1840. Casi como yo lo había calculado. Además, tenía un hermano (1842) y una hermana (1844). María Abraham Cerrato López nació en 1847. Tenía quince años cuando se casó, dijo. Y Luis Guzmán, veintidós. En conclusión, Luis Guzmán y Abraham Cerrato eran originarios de La Congregación y, probablemente, también sus padres. Estábamos hablando de alrededor de 1800. Esto significaba que los padres -y con mayor razón los abuelos- de Abraham y Luis fueron de los primeros que llegaron a poblar el territorio de La Mezquitera, que luego fue La Congregación y, al final, Moroleón. No sabíamos todavía de dónde y cuándo habían venido los abuelos de Luis y Abraham. Pero, por lo pronto, el origen primigenio moroleonés de estas familias estaba a la vista. Sobraba decir que sentía una gran alegría. Al despedirme, agité la hoja de la certificación del matrimonio y le dije a la joven, con esto se prueba que mis antepasados fueron de los primerititos de Moroleón. Ella se me quedó viendo con curiosidad. 5 Salí de la parroquia y, todavía turbado, caminé cerca de quince minutos por la calle Juárez, bajo un sol candente, hasta llegar al Panteón Municipal, en la calle Francisco Pérez. Una vez en el Panteón Municipal de Dolores, su nombre completo, me enteré que inició operaciones en 1919, por lo tanto era imposible que allí hubiera sido sepultado mi bisabuelo Antonio Luis o alguien de su familia. Sus archivos eran unos cuantos libros y databan de los años sesenta o setenta. Le pregunté al administrador, qué podía hacer. Sólo esperar que los libros anteriores a éstos se encuentren en el Archivo Histórico que está en la Presidencia. El Panteón Municipal del siglo diecinueve había desaparecido hacía muchos años. Estaba en la esquina de Abasolo y Michoacán, ahora con calles y casas encima, dijo el administrador. De este modo los restos de mi bisabuelo Luis Guzmán y su familia, habían desparecido bajo el peso de la ciudad más reciente.

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EL SUEÑO DE LOS CRIOLLOS 1 ¿Qué no sucedió, pero pudo haber sido? Tal era el planteamiento del conflicto de un individuo, que yo llevaba al extremo de que podía ajustarse al de la nación. Se respiraba el clímax de la historia de Emerenciano Guzmán esa tarde del 25 de julio de 1917. El desenlace sobrevendría muchos años después. Aquél acarició su alazán y revisó la silla de montar. No iba a cabalgar a Morelia o a Moroleón, sino que era tan sólo un acto reflejo de la vida diaria de un hombre de compromisos. Había que tener la cabalgadura y la pistola siempre preparadas. Apenas el domingo había limpiado y aceitado la pistola, una Colt de seis balas, que llevaba oculta en la cintura. En aquellos aciagos días, nadie tenía la vida comprada. Tampoco ignoraba que había algunos valentones en Salvatierra (sospechaba que alguien más movía sus hilos) que no veían con buenos ojos su estrategia como político, poco afecto al cabildeo privado, o su manera de hacerse notar en la sociedad del pueblo. Había quienes estaban en desacuerdo con él no sólo en cuanto a ideas políticas sino también en cómo llegar al poder y sostenerse en él. Tampoco faltaban los envidiosos. Incluso un tal Santoyo lo imitaba y se apropiaba de sus opiniones y actitudes. Hasta su manera de vestir quiso igualar. No lo logró. Por otro lado, alguna amistad que Emerenciano tuvo en Sonora, inquietaba a dos o tres políticos y hacendados de la región. Era cierto. En

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el norte del país se daba un movimiento influyente por la transformación del país. No sabían a qué atenerse con ese moroleonés. Además, lo identificaban con el diputado Cayetano Andrade, por el simple hecho de que ambos procedían del mismo pueblo. Por esta razón, o por cualquier otra, daba igual, algunos los veían con muy malos ojos. 2 Los novohispanos llegaron a creer que eran el verdadero pueblo elegido. Tenían de qué presumir. ¿O no se había revelado en su territorio la Virgen de Guadalupe en 1531, apenas una década después de acaecida la conquista de Tenochtitlán? Incluso, algunos encontraron el origen o la explicación de Quetzalcóatl en la mitología cristiana. Era una deidad que apareció desde tiempos antiguos en casi todos los pueblos de Mesoamérica. Dios y guía de los prehispánicos, según este pensamiento, que pudo haber sido un español que se había ido por el oriente pero que había jurado volver sobre sus pasos para salvar y recuperar su imperio. Hubo quién aseguró que Quetzalcóatl, ese dios encarnado en un hombre blanco y barbado, era Santo Tomás. Fray Servando Teresa de Mier identificaba a Quetzalcóatl, sin embargo, con un Santo Tomás que no era el apóstol. Proponía una evangelización anterior a la Conquista. Lo cual resultaba un tanto fantástico, pero en el Nuevo Mundo lo imposible era posible. Con estos hechos divinos y sobrenaturales, que emergían de las profundidades y se desprendían de las alturas, desde antes de la llegada reconocida de los primeros europeos al continente, se justificaba el sueño de la América Septentrional. ¿O no nacieron en este reino sor Juana Inés de la Cruz, Juan Ruiz de Alarcón, Carlos de Sigüenza y Góngora, y muchos más? No en balde el español Bernardo de Balbuena escribió Grandeza mexicana (1604) cuando vivió en Nueva España. El sueño de personajes como aquellos entrañaba un proyecto que no parecía muy complicado. Independizarse de España, no oponerse a ella, y consolidar el reino, que de por sí era grande (desde la alta California, Nuevo México y Texas hasta Centroamérica), rico y bello, como el mayor de América y de Europa.

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3 En suma, Baldomero, en la hora de investigar y reflexionar sobre Emerenciano Guzmán, estableció un parangón entre el despojo, si calificamos así su asesinato, contra este último, en 1917, y el despojo mayor que sufrieron los mexicanos de la primera mitad del siglo diecinueve; aunque parte de aquéllos ayudaron a perpetrarlo. Pero, ¿cómo? Emerenciano y sus antepasados seguían una ruta de sacrificio y esfuerzo propios y, en un santiamén, les echaron todo abajo, fueron considerados fútiles, insignificantes, hasta llegar al punto de desaparecer de la historia. Si ésta fuera la suerte de todos los criollos, ¿quién los recordaba?, se preguntaba Baldomero. ¿Quién les daba su lugar en el universo de la nación que ellos, entre tantas y tantas generaciones, re fundaron -los primeros fueron sus padres- y desarrollaron? Absolutamente nadie, se contestaba. Ni siquiera sus propios, nebulosos, pusilánimes, descendientes. Lo cierto era que la palabra criollo había quedado en desuso. Tal parecía que no habían existido. Con este planteamiento, ni Sor Juana, ni Ruiz de Alarcón, ni Sigüenza y Góngora, debieron de haber existido, continuaba. ¿Cómo iban a encontrar el orgullo de pertenecer a un pueblo, su pueblo, que los negaba? ¿Quién diría que no fue ésa una razón, entre otras, para que México permitiera el gran despojo de 1847? Llegó a convencerse de que tal hecho ocurrió porque se había perdido la idea de nación, por eso daba lo mismo, incluso aliarse después con la república vecina que admiraban tanto y que fue la que llevó a cabo el despojo. Los conservadores mexicanos pusieron sus ojos desesperados en Europa, cierto, pero los liberales se entregaron, sumisos, a esa misma “república del futuro” que los había saqueado. Ignoraban todos ellos -quizás los liberales no- que ya habían sido derrotados por esos nuevos dueños del continente. Pese a todo, alrededor de 1910, don Emerenciano eligió integrarse al Partido Liberal Revolucionario. Y aunque no renegaba de su origen católico, sabía que debía consumarse la separación del Estado y la Iglesia. Francisco I. Madero había despertado grandes esperanzas democráticas y antimilitaristas. Siete años después, mientras se peinaba el pelo hacia atrás y se arreglaba las patillas y el bigote con unas tijeritas, Emerenciano pensó en la nueva Constitución, que era como

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debía ser, para todos los mexicanos. Luego, cayó en un tema que lo asaltaba de vez en vez, los indios mexicanos y sus culturas habían sido parte inalienable del México antiguo. Empero, dijo al espejo: Los mexicanos ya no somos españoles; pero, tampoco, o menos, indios. Y acusó: Los mestizos se están convirtiendo en la mayoría dominadora. ¿Una razón importante para casarse con Felipa? Era indispensable respetar a los individuos con su cultura, sus tradiciones, su manera de pensar. Un individuo sin estas cualidades no era nada. Los derechos individuales eran sagrados. De lo contrario el individuo se convertiría en un insignificante tornillo de la maquinaria. Por argumentos como éstos había simpatizado con la causa constitucionalista. Con la igualdad en la diferencia; no con la supremacía de una casta sobre las otras, de una raza sobre las otras o de una ideología sobre otras. Murmuró: Por estas razones los criollos, que preponderantemente hicieron este país, deben tener también su sitio. Porque a mi padre se le robó el producto de su trabajo y su propia vida. Él y sus antepasados, dijo ante el espejo, que levantaron junto con otros, con sus propias manos, su sudor y su sangre, un pueblo, deben ser revalorados, reintegrados a la nación mexicana. No es justo que se les regatee su posición en la historia. México debe transformarse en un país de leyes para todos, o terminará por desaparecer, aun sin ayuda extranjera. Nadie debe utilizar las leyes a su conveniencia, como ha ocurrido hasta la fecha, por vida de Dios, dijo, con el peine y las tijeras en las manos. El gobierno de un solo hombre debió de haber acabado con la renuncia del general Porfirio Díaz, por mucho progreso que haya traído al país, terminó. De ahí que creyera que luchaba por imponer la ley, la civilidad que para él y muchos otros representaba Carranza, y no por el desorden de Villa o de Zapata, que tenían sus buenas razones, según explicaba, pero nos querían cargar en el tren de no hay más rieles que los nuestros. Como Juárez y Díaz, se atrevió a agregar alguna vez para alarma de los demás. Grandes hombres, dijo, no cabía duda, aunque lucharon entre sí. Díaz se levantó en armas cuando Juárez se quiso reelegir. Tal vez, uno como el otro eran honrados, de buena fe, pero si no hay una

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democracia estable no hay nada. Sin embargo, para lograr una república de la ley, pensó en tanto se aplicaba un poco de lavanda, había que hacerse del gobierno de Guanajuato y luego de México entero. Con las riendas en la mano, se dirige al caballo. Eso sí. Era fama en el pueblo que él, según su capacidad, defendía a los pobres. Sus padres, de familias acostumbradas a establecer negocios, ranchos, pequeños o medianos, aunque quebraran o los perdieran, nunca se daban por vencidos. Éste era el secreto de su resistencia. No obstante, Emerenciano había roto ya con algunas de estas tradiciones, como la de casarse con una blanca de entre las que había en Moroleón y Salvatierra. Le costó trabajo encontrar a esta mestiza, decía Abrahamcita (quizás utilizó la temida palabrita: india), no se sabía si con un poco de humor. Había continuado con el comercio para vivir honestamente, pero también le interesaba tener un puesto de servicio público, para afianzar el imperio, no el de la América Septentrional, sino el de la ley. Una Constitución que rigiera a todos los mexicanos, repetía. Una Constitución que incluyera a los blancos, a los indios y a los mestizos, a los ricos y a los pobres, decía. El conflicto del mexicano, infería Baldomero, no lo entiende el español que acaba de llegar de la península, ni sus hijos, sólo el que ha permanecido siglos en estas benditas tierras, porque sólo de ese modo se obtiene la real naturalización americana. Como él y sus antepasados. Así eran las cosas de simples. Por todo aquello pensaba que el primer paso era ganarles a los ricos hacendados y a los ambiciosos oportunistas de Salvatierra la presidencia municipal. Él vivía bien, pero no era adinerado ni propietario. Contaba con amigos, gente que lo apreciaba y lo apoyaba. Ésa era su riqueza y poder. No hacía negocios por debajo de la mesa. Rechazaba el abuso en todas sus facetas. Esta manera de pensar le había reportado ciertos enemigos entre los mismos miembros de su Partido. En Salvatierra, como en el resto del país, unos cuantos eran los transformadores de los tiempos; y los muchos eran los que se aprovechaban del vuelo producido por aquellos transformadores. Idealista, le advirtieron sus amigos: En este mundo no se puede ser tan vertical. De ahí que fuera visto con desconfianza por varios correligionarios del Partido Liberal: hacendados y candidatos a los grandes puestos, incluido el de gobernador del Estado. Mientras él

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actuaba como pensaba, los otros conspiraban y llevaban un doble antifaz, que empleaban según el caso. La política era así, cuántas veces se lo explicaron en La Puerta del Sol: una mascarada. Había terminado de acicalarse. Don Emerenciano se puso el saco; luego la pelerina. Usualmente se cubría con ella en las noches frías de diciembre y enero, pero también en ocasiones especiales. Porque era, como el sombrero de calle, como la leontina, el signo de una cultura, de una raíz familiar, más que una definición utilitaria o económica. Algunos salvaterrenses distinguidos usaban abrigo, bastón y bombín; pero él era fiel a ciertas tradiciones de sus antepasados que muchos años atrás habían hecho suya a la Nueva España y a América. No sabía que esa fecha era especial. Pero actuaba y se sentía como si lo fuera. Una fecha crucial en su vida. Montó el caballo de pelaje rubicundo y trotó por la calle Real, una bella calle empedrada, tenía bien ganado su prestigio de principal, hacia la Plaza del Carmen. Era una tarde serena. Un airecillo suave, con algunas oleadas sorpresivas. Iba paso a paso. De repente el viento abrió su capa y pareció que Emerenciano Guzmán agitaba unas alas grandes y grises. Vecinos y amigos, con quienes llegaba a encontrarse, se volvían para saludarlo. Saludo que él, llevando la mano al sombrero, correspondía. Era un personaje conspicuo. 4 Del sueño de la América Septentrional, hacía mucho tiempo que nadie se acordaba. Emerenciano Guzmán tampoco, porque, como tantos de su tiempo, lo ignoraba.

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EL LABERINTO DE LA SOLEDAD. SALVATIERRA, 2006 1 Arribé a la ciudad como a las once de la mañana. El clima era agradable: la luz del sol, luminosa; pero aún se sentía fresco. Fuera de los alrededores de la estación de autobuses, que era una zona comercial disputada por los establecidos y los callejeros, la ciudad mantenía su sobriedad y tranquilidad. Después, la Plaza de Armas, o el Jardín Principal, rodeada de edificios siglo diecinueve, alguno que parecía novohispano y su Presidencia municipal, de dos plantas, trazo neoclásico, altas y profundas arcadas y balcones españoles con un adorno clásico triangular encima. La arcada seguía hasta el final de la calle y del otro lado se levantaba el Santuario Diocesano, de dos altas torres neoclásicas, en cuatro cuerpos, que flanqueaban un frontispicio en cantera rosa, barroco, y al fondo de la nave, se erguía una gran cúpula cubierta de azulejos. Bajo la cúpula se encontraba el altar a la Virgen de la Luz, con su cordón, rosetones barrocos, columnas estriadas, que era una belleza. La Virgen de la Luz, patrona de la Salvatierra, había llegado de Palermo, Italia, en 1722. En este amable ambiente me encontraba para conocer nuevas y excitantes revelaciones acerca de mi abuelo. Llevaba buen ánimo, a pesar de los primeros efectos de la gripa. En la Plaza de Armas, el

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ambiente era de tranquilidad provinciana, las calles barridas, sin gente que va y viene, escasos vehículos, que hacía resaltar sus casonas. Al contrario del centro de Moroleón, que era un tanto impersonal, con intenso movimiento de los comercios y los automóviles. Se antojaba permanecer en aquella Plaza, sin pensar en nada. Aunque yo no podía olvidar ni un momento los motivos que me llevaban a esa ciudad. Me entretuve imaginando a mi abuelo Emerenciano al cruzar la Plaza, rumbo a la Presidencia Municipal; a mi padre, Luis, de nueve años, con una charola de panes de garbanzo, llamados bocaditos, que hacía mi abuela Felipa para vender, después del homicidio; al tío Baltasar, vacilando con otros chamacos, hablando hasta por los codos o robándose los panecitos que vendía su hermano. Era fantástico; doloroso también. No, no podía disfrutar de la tranquilidad que rezumaba la añosa Salvatierra. Desayuné mal en un sitio de los llamados café internet de los portales. Al terminar caminé, con mi maleta a rastras, a la capilla del Santuario Diocesano, para preguntar por la fe de bautizo (en vista de la ausencia de registro en Moroleón) de mi abuelo y, de paso, su acta de matrimonio. Había deducido, por el día de santa Emerenciana, el 23 de enero, del antiguo calendario Galván, que ésta era su fecha de nacimiento. La señora que recibía en la iglesia no rechazó mi pedido, a pesar de que no llevaba las fechas exactas y había que hacer una revisión de los viejos libros. Como tardaba y yo no planeaba quedarme más que ese día en Salvatierra, le pedí que me permitiera regresar más tarde. En la calle, el calor y la intensidad de la luz aumentaban. Crucé la Plaza de Armas para tomar, más adelante, la calle Morelos. Llegué a la casa de una planta color mamey, con portón de madera pintada de rojo quemado con un farol al centro. Me detuve ante el pequeño puente que cruzaba la acequia o el brazo de agua clara que corría a lo largo de la calle. Tenían agua corriente a la puerta y el todavía caudaloso río Lerma detrás. Era una casa entre dos aguas. Llamé. Abrió un hombre que no conocía, pero al fondo del patio, en la sombra, estaba sentada Luz Ponce, que era a quien iba a ver. El hombre me preguntó que deseaba. No supe por qué, me sentí un poco confuso al tener que decirle a quién

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iba a visitar. Preguntó algo más, desconcertado por mi propósito: era un desconocido que visitaba a una señora de cien años cumplidos. En ese momento quedé frente a doña Luz que dirigía su mirada hacia donde yo estaba, pero debió haber visto, si es que podía hacerlo a esa distancia, la figura oscura de alguien de pie en el vano de la puerta de la calle. La luz del sol reverberaba al fondo, entre las ramas de las plantas de grandes hojas verdes también de cien años. Expliqué a quien había abierto -sospechaba que era el sacerdote que vivía en Israel- que mi abuelo había sido amigo del padre de la señora Luz, que ya había venido y que sólo quería saludarla. Con sus reservas, me dejó pasar, no sin antes avisarme que estaban por salir y que no podían detenerse mucho tiempo. Cuando me acercaba a la señora Luz, que sólo me observaba en silencio, inmóvil y sin reconocerme desde su sillón de madera y paja tejida, apareció en el corredor Chelo, que, sonriente, me reconoció. Ah, sí, el periodista. Entonces me presentó a su hermano Antonio que, en efecto, era el cura de Israel que había ido al festejo de los cien años de doña Luz. Éste se relajó. Me acerqué a saludar a la señora que, de repente, pareció reconocerme y contestó mi saludo con cariño. Sus ojos pequeños, envejecidos, como toda ella, me impresionaban. Para su edad, se la veía muy bien. Como había dicho, esos ojos centenarios habían visto muchas veces a mi abuelo Emerenciano en esa misma casa y, también, a mi padre, que, de haber vivido, hubiera sido casi de su edad. Cuando mencioné a mi abuelo, dijo, con afecto, de aquí no salía. Saqué mi cuaderno en el que había anotada una lista de preguntas que quería hacerle. Pronto me di cuenta que era difícil entender lo que decía y tampoco recordaba o no entendía todo de lo que yo le hablaba. En tres meses, desde la última vez que la había visto, su capacidad de recuerdo y comunicación había disminuido. Me resigné a olvidar mis interrogantes y a conversar con sus hijos. Todavía tenía una última carta. Extraje de mi bolsa de viaje la copia de la fotografía de mi abuelo y se la mostré jubiloso a doña Luz. Le pregunté, ¿quién es, señora? La observó muy de cerca y luego me dijo: ¡Eres tú! Volvió a sorprenderme. Recordé que la primera vez le

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pregunté cómo era mi abuelo. Me miró y dijo: ¡Como tú! No supe cómo interpretarlo. Pudo haber sido un dicho de mera cortesía. Pero, ¿dos veces? No me detuve más en ese detalle. Le dije, ¿quién es la persona que está al lado de mi abuelo? ¿No es su papá? Yo estaba seguro que lo era. Borré de mi memoria la imagen de Tomás Ponce que había visto en la fotografía que colgaba de una esquina de la sala de la casa y puse en su lugar la del hombre joven, desconocido, que estaba de pie junto a mi abuelo: sentado, según yo, en una de las sillas de esa familia. Chelo tomó la foto y la vio con un gesto de ansiedad. No, no es mi abuelo, dijo, frunciendo el seño. Tomó la foto Antonio y dijo lo mismo. No era su abuelo. Todavía no me daba por vencido. Era la mala calidad de la copia lo que impedía reconocer al señor Ponce. ¿Me dejan ver la foto que tienen en la sala? Fuimos y la vi. Cierto; el amigo de mi abuelo y don Tomás eran muy diferentes. Quedé un tanto turbado al darme cuenta de que veía los rostros de los personajes de mi investigación en personas distintas. Lo mismo me ocurrió, y de manera más grave, en mi visita de hacía tres meses a esa casa. Tenía a doña Luz ante mí y no aceptaba que fuera ella, porque en mi mente guardaba a la señora que había visto veintitantos años atrás, cuando decidí ir a Salvatierra por primera vez. La mujer morena clara, bajita, que recordaba, la transponía en la figura de su hija, que debió haber estado más o menos de su edad entonces. Fue un fenómeno de metástasis, en medio de un escenario que seguía siendo el mismo de hacía ochenta y nueve años. Era comprensible. Para mí era terriblemente turbador encontrarme en el mismo sitio en el que mi abuelo estuvo tantas veces; ver esa sala de los primeros años del siglo veinte en la que se sentaron a charlar mi abuelo y el padre de doña Luz. Y eso lo había visto la niña que había sido esa misma persona que entonces estaba ante mí, envejecida de cien años, en 2006. Chelo vio su reloj y se disculpó; debía irse. Yo continué hablando un poco más con Antonio que, por fortuna, se mostró dispuesto. ¿Qué bebía su abuelo?, pregunté. Cognac. Vino, tenía barricas de vino en casa, de Parras, de Casa Madero. Me imaginé que cuando se reunían mi abuelo y don Tomás bebían una copa de cognac. El tequila no tenía prestigio. ¿Cómo era su abuelo? Güero, sonrozado. Usaba bigote; en

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ese tiempo los caballeros usaban bigote. El apellido completo era Ponce de León, pero mi abuelo la dio por usar sólo Ponce y así se quedó. (Me imaginé que ese detalle correspondía al signo igualitario de los tiempos. ¿Habrá sido también del Partido Liberal don Tomás? Muy probable.) Era cierto. Mi padre lo llamaba simplemente Tomás Ponce. Antonio recordó el tren de mulitas, dijo que ya lo había en 1917, corría por toda la calle Hidalgo, conocida todavía como calle Real, como bien decía mi padre, llegaba hasta la Plaza de Armas y terminaba en la hacienda de San José. Antonio lo usó todavía, le gustaba mucho, en los años cuarenta. Recordó, a una pregunta expresa, que en sus juegos de niños peleaban los blancos contra los indios. ¿O dijo indios y vaqueros? Como en Moroleón. Los indios eran los que vivían del otro lado del río Lerma y los del lado de la ciudad vieja, donde se ubicaba su calle, eran los vaqueros. El conflicto se dio cuando a aquellos los apoyaron unos muchachos rubicundos que vivían en el otro lado. Ya no se supo quiénes eran quiénes. Como ocurrió en todo México. Las calles eran empedradas aún. Era una bella ciudad, dijo. Las calles se pavimentaron en los años sesenta; y hasta ahí llegó el antiguo tren de mulitas. Lo hubieran dejado como una tradición de la ciudad, dijo. Como una atracción turística, agregué. Entre los comentarios que hizo estaban: La Orden de Carmelitas Descalzos fue la primera en llegar. Comentó que doña Luz oyó desde esa casa los cañonazos de la batalla de Celaya. (Esa batalla fue decisiva. Perdió Pancho Villa ante Álvaro Obregón. El carrancismo había vencido.) Dijo que para esa batalla Obregón venía de Querétaro y Venustiano Carranza de México. Recordé que el general Obregón, que estaba al tanto de las técnicas militares más recientes, cavaba trincheras a los lados de la vía de tren. Villa no, decía que eso era de cobardes que se escondían. La primera guerra mundial se hacía en Europa, en ese mismo año de 1914, entre trincheras. También recordé que Carranza declaró la neutralidad del país. A pesar de eso, Estados Unidos mandó a sus marines a Veracruz. Tal vez por temor a que México se aliara con Alemania.

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Doña Luz, miró a su hijo y dijo, ¡Pancho Franco! Aquél sonrió y me explicó que ese Pancho tenía una tienda de abarrotes muy grande. Ese dato sirvió para que recordara él que por esos días mataron al primogénito de un tal Tolomeo Murillo, que era charro. Lo dije antes, no era raro que se mataran entre sí los guanajuatenses. Al fondo de su calle había una poza donde bañaban y almohazaban a los caballos, dijo. Poza que debió haber usado mi abuelo. Mencionó la Escuela de Artes y Oficios, creada por el padre Franco, que no era el de la tienda de abarrotes. Pregunté si la escuela era conocida como El Saleciano, porque mi padre estudió en una de artes y oficios con ese nombre. Dijo que no. Finalmente, como prueba de que los salvaterrenses eran extrovertidos, comentó que cuando él era chico, antes de irse al seminario, acostumbraban sentarse por las tardes en el quicio de sus puertas para ver pasar a los vecinos y saludarlos. Muchas veces el saludo terminaba en plática. Doña Luz quedó inmóvil, de pronto, con los ojos cerrados, la cabeza hacia atrás y la boca entreabierta. La miré intrigado. Luego de uno o dos minutos, por fortuna, despertó. Creí que era el momento de despedirme. Me puse de pie y me incliné para tomarla de las manos y ella, desde su asiento, pasó sus brazos por mis hombros. Me dijo: Que no sea la última vez. Dejé la frescura del patio de esa provinciana casa de aire familiar y me fui por una calle abrasada por la luz del sol del mediodía que me lastimaba los ojos. Mientras, pensaba en las palabras que dijo la señora Luz, pero más en las que ya no me pudo decir. 2 Faltaban algunas horas para mi esperada cita con el cronista de la ciudad. Mientras tanto quise pasar a saludar a Cecilia, del Archivo Histórico, y agradecerle por dos importantes documentos que me había hecho llegar por la internet semanas atrás. No se sorprendió al verme. Ah, qué bueno que vino, me dijo, como si yo fuera su vecino. ¿Por qué? Porque hablé con el director del Registro Civil y me dijo que si quería podía solicitar una copia del acta de defunción que a usted le

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negaron. ¡No me diga!, exclamé. Sí, que la petición la hiciera yo, como responsable del Archivo, por escrito. Ah, estupendo, ¿y lo va a hacer? Ahora mismo, aprovechando que está usted aquí. Claro, qué gusto. No sabía qué decir, pero me senté a esperar que redactara la solicitud en su computadora que no podía ser más lenta. Esta computadora ya me da mucha lata, y no me dan una mejor. ¿Se imagina un archivo histórico sin computadoras actualizadas? Pues así trabajamos. Ni computadoras ni instalaciones adecuadas tenían, pero en Moroleón no existía siquiera una casa que fuera la sede del Archivo Histórico. Cuando terminó, lo firmó y me dijo, bueno, vamos. Y nos dirigimos a la oficina del Registro Civil que tampoco quedaba lejos. En el camino, después de contarme las travesuras de su hijo de tres años, me preguntó cómo me iba con los plantones en Paseo de la Reforma, la avenida Juárez y el Zócalo de la ciudad de México, que imponía el partido político que tuvo un resultado adverso en los comicios del pasado 2 de julio. Ay, yo no vivo en México, dijo, ¡pero me muero de rabia nada más de ver lo que hacen en sus calles! Compartimos el disgusto. Recordé que la administración que había quedado en el Ayuntamiento de Salvatierra era del partido político que había quedado vencedor en la elección presidencial reciente del país, aunque no necesariamente cada uno de sus colaboradores pertenecían a aquél. De cualquier modo, el abuso en contra de los derechos de la ciudadanía del Distrito Federal no disminuía. Llegamos al establecimiento del Registro Civil. Ahí estaba la empleada que me había advertido que sólo con la orden de un juez podría tener acceso al acta completa; una mujer todavía joven, como Cecilia, moreliana de origen, que me miró, tratando de reconocerme. Yo no la saqué de dudas. Ellas se saludaron como viejas conocidas, hasta un tanto alegres. Cecilia le entregó la solicitud y la empleada entró por una pequeña puerta a los archivos. Salió con el libro correspondiente, con tan buena mano que a la primera que abrió ahí estaba el acta buscada. ¡Mira, aquí está!, dijo, mostrando el libro abierto, ¡hasta parece que algo me guió! Yo pensé, claro, fue mi abuelo. No estaba segura si debía prestárselo a Cecilia o no, pero ésta lo resolvió al proponer que saliéramos con el libro y le sacáramos una

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copia a la página y en seguida se lo llevara ella a sus estantes. Así está bien, dijo, y fuimos a la copiadora de una papelería cercana. Recibí la copia del acta de defunción (Cecilia se quedó con otra para el Archivo Histórico) y no pude evitar sentirme profundamente conmovido. Cuando me despedí de Cecilia, mucho agradecí su iniciativa, sin la cual no hubiera tenido nunca ese documento. Lo primero que hice fue ir a sentarme en una banca sombreada de la Plaza de Armas para ver la caligrafía del escribiente, cómo estaba escrito el nombre de mi abuelo con letra grande y al final la firma y rúbrica del Juez del Estado Civil y luego me dispuse a leerla. Me desilusionó no hallar nada referente a las razones que tuvo el homicida, ni una descripción del atentado, por lo menos el número y la trayectoria de las balas recibidas, ni encontrar el segundo apellido y origen de los padres de Emerenciano. Aunque de ellos decía en el acta que eran ya finados. Este dato no era correcto. Luis Guzmán lo era, pero, según mis pesquisas, no María (dato nuevo) Abraham Cerrato, que seguía con vida cuando ocurrieron los hechos, así lo decía el artículo del periódico leonés Actualidades. También decía que se inhumaría “en fosa separada del Panteón Municipal”. De todas maneras, estaba conmocionado. Como lo estuve cada vez que llegaba a mis manos un nuevo documento acerca de mi abuelo. Era como descubrirlo por partes, acercarme a él; comprobar poco a poco que sí había existido; ver que su figura cobraba forma y definición, sólo le faltaba hablarme. Esto me hacía sentir como un bienaventurado. 3 Antes de las cinco de la tarde, estaba yo otra vez en el Museo del Archivo Histórico. El cronista de la ciudad había dicho por teléfono que me tenía algo y estaba ansioso por saber qué era. Después de que abrieron el portón de madera recién barnizada, no tardó mucho en llegar. Nos sentamos en las sillas del escritorio de la recepción del museo. Desde ahí podía ver que, en el patio, el sol trazaba una línea recta que dividía la sombra y la luz en la parte superior del muro alto que tenía enfrente. Se creaba un diseño geométrico que aumentó la atmósfera de silencio, de recogimiento y sobriedad. Me pareció un

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pequeño convento. No sé por qué me imaginé, por un instante, que yo era parte de todo eso que se encontraba allí. El cronista no tenía mucho tiempo. Entonces, al tratar de decirme lo más posible con las menos palabras, empezó a trabarse en el orden de sus ideas. Recordé que en uno de sus correos me decía que compromisos de trabajo y hasta personales le habían impedido ahondar en el asunto que “a ambos nos interesa”. Lo cierto era que se había tomado la molestia de investigar por su cuenta y había echado varias luces en la tiniebla en la que yo me encontraba cuando lo conocí. Saqué mi cuaderno y pluma y me apresté a tomar notas, pero dudé ante la avalancha de información y la rapidez con la que hablaba. Incluso, él me recomendó que mejor escuchara lo que me iba a decir. Y así lo hice. Pero lamenté no haber llevado mi pequeña grabadora. Habló de las “fuerzas vivas” de Salvatierra y del país al principio del siglo veinte. Antes de 1910 se habían levantado en armas diferentes caudillos regionales. En Salvatierra también. Como el mismo Jesús Gracián, que estaba en La Puerta del Sol cuando ocurrieron los sucesos. Una vez que Porfirio Díaz y su gobierno se hicieron a un lado, en 1911, se desató una lucha de fuerzas por dirigir al país. Entonces empezó la verdadera revolución. Aunque al inicio imperaba el villismo en Salvatierra, en 1917 ésta se había convertido al carrancismo. Pero había notables diferencias entre los militantes, apuntó el cronista. Se dividieron en los verdes y los rojos. Los primeros estaban con Álvaro Obregón y los segundos con Plutarco E. Calles. De repente, señaló algo que por el tono de su voz entendí que subrayaba. Dijo que, en Salvatierra, el líder de los rojos era Agustín Aguijar y Mayador, un personaje dispuesto a todo por conseguir sus fines políticos y de poder. En resumidas cuentas, aquello era una lucha por el poder, como se daba en el resto del país. Su ambición personal estaba encubierta por la bandera del liberalismo revolucionario radical, explicó. Yo entendía que esa bandera era de aceptación asegurada por sus propuestas y discursos populistas. Era el momento indicado. Estas posiciones, aventuré luego, sobre todo son redituables para los líderes que las propagan; gracias a ellas consiguen el control de la masa que les interesa manejar.

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En tanto que Emerenciano Guzmán debió seguir, sugirió don Miguel, la línea de Moroleón. Esta línea la representaba Cayetano Andrade que, probablemente, no era tan delirante, ya que era contrario a Aguijar y Mayador. Este último, lo deduciría yo después, gustaba de pasar por un revolucionario violento en contra de las haciendas, cuando él y El Relajo eran hacendados, no de una sino, con el tiempo, de varias. Utilizaba el terror verbal y el de las acciones -escándalos públicos, acusaciones, panfletos firmados y anónimos, insultos, amenazas y aun la eliminación física de sus oponentes- para someter a quienes no estaban de acuerdo con él o, en definitiva, quitarlos de en medio de una vez. Por otro lado, Andrade era acusado de no ser guanajuatense, sino michoacano y que hasta había falsificado una acta de nacimiento de Moroleón. Se trataba de disminuir a sus oponentes ante la opinión pública. A la gente se la manipulaba. De ahí que Aguijar y Mayador publicara libelos en los que azuzaba con un lenguaje vulgarmente cursi, sensiblero (“...el pueblo humilde y bueno vuelve a ser la víctima propiciatoria de los explotadores eternos que sueñan con enriquecerse a costillas del llanto y del dolor del sufriente”), en periódicos como La Reforma (querían pasar por muy juaristas, eterno truco de tiros y troyanos), cuyo responsable era, acababa de enterarme, nada menos que ¡El Relajo Ruiz! Una interesante interpretación del cronista fue que lo que se vivía en 1917 en Salvatierra, era algo parecido, mutatis mutandis, a lo que ocurría en el escenario nacional a propósito de las elecciones presidenciales del 2 de julio de 2006. Una lucha por el poder bárbara, en la que la facción más agresiva, por ser la perdedora, intentaba remontar un resultado electoral adverso con la descalificación y el desconocimiento. O al contrario, aquel Aguijar y Mayador era la punta de lanza de la facción dominante que no escatimaba recursos de toda índole para descabezar a quienes se le resistieran. En un artículo difamatorio de Aguijar y Mayador -Renovación, “periódico de política” y “órgano de los partidos Liberal Salvaterrense y Nicolás Bravo”-, años después del asesinato de Emerenciano Guzmán, Andrade fue señalado, además de michoacano, como “inútil” y “reaccionario” (por lo que se veía, el adjetivo “reaccionario” se blandía ya como el hisopo del agua

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bendita contra los herejes) y a sus simpatizantes de “vagos, cretinos, léperos y escoria”. Andrade representaba, según el acusador, la “imposición descarada”, sin decir de quién o de quiénes. Si Andrade era un liberal moderado, y a don Emerenciano se lo consideraba en esa línea, ambos eran de los verdes, según lo dicho por el cronista. Por otro lado, podría pensarse que los verdes, por ser menos proclives al escándalo y la provocación, eran más apegados a la Constitución, a la ley, a la legalidad y a las instituciones. En la fecha en que fue asesinado mi abuelo, Carranza y el constitucionalismo pasaban por su mejor momento. Tal vez ése era el motivo por el que se pensaba que quienes se identificaban con esa línea podían llegar demasiado lejos. Don Emerenciano era, en aquella fecha, juez de paz o juez único de Salvatierra, pero podría llegar más alto, pensaron sus enemigos y los envidiosos, que para el caso eran lo mismo. De acuerdo con la opinión que tenían de él, era duro de ser manejado o comprado, por lo tanto, representaba un obstáculo que, además, podía agrandarse. El cronista se explayaba en sus excitantes teorías, aun las marcaba con un tono conmovido, desde un punto de vista fenomenológico, como él aclaró. Conocía y analizaba esa parte de la historia de su terruño: disfrutaba hablar sobre el tema. Sólo al principio se tropezó con sus palabras; o nunca fue un real tropiezo, sino era parte de la emoción de lo dicho y hasta una manera de hablar enfáticamente. Describió varios círculos con las manos; la luz del patio le daba a las espaldas y le oscurecía el rostro y el pecho. Por eso y por lo maravilloso de las revelaciones que hacía, me pareció que estaba ante el oráculo de Delfos que, al referirse al momento histórico del abuelo Emerenciano, me hablaba de mi pasado como si fuera mi presente y, aún más, mi futuro. Entonces, en un tono de voz de pronto pausado y profundo, dijo: Yo creo que el homicidio de Emerenciano Guzmán fue decidido desde muy arriba. Sus palabras me estremecieron. Por un instante se me oscureció todo alrededor. No supe qué decir ni qué hacer. Sólo percibí que los ojos de don Miguel brillaron en la penumbra del vestíbulo del Museo. Era como si súbitamente me hubieran trasladado a la Salvatierra de 1917, y me

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estuvieran diciendo que iban a matar a mi abuelo. En un arrebato pensé que debía salir para buscarlo a él y advertirlo acerca del inminente atentado o, en definitiva, hacer algo para evitarlo. Pero, en seguida me di cuenta que era una locura, que no era 1917, sino 2006, y que mi abuelo ya estaba muerto, del que seguramente no quedaba ni rastro de su tumba. Permanecí petrificado, a la espera... El Relajo sólo fue la mano que jaló el gatillo de la pistola -la voz del cronista había cobrado naturalidad-. Pero el cerebro estaba en otro lado, mucho más arriba. Sin que él lo señalara, en mi mente se formó una sombra -La sombra del caudillo-, la del “radical”, del “juarista”, del que denunciaba a los “reaccionarios”, del “vocero de los pobres y buenos” (aunque él era rico, o estaba en camino de hacerse de una sorpresiva fortuna, de orígenes inexplicables), el que escribía o sólo firmaba: “Estamos en el umbral del imperio del orden constitucional, i entonces el Partido Liberal, que es el pueblo, por el pueblo y para el pueblo, irá a exigir justicia para los que no tienen nada, mas que su fuerza de trabajo; irá a exigir para estas víctimas del capital, trabajo i bienestar; para esa peregrinación de descalzos que enriquecen a esos mantenidos que sólo saben exhibir títulos nobiliarios, estiércol de pasadas autocracias”, “...por fin se realizarán las promesas benditas de la revolución, nutrida de sangre del pueblo, i la frase inmaculada del santo Nazareno” (salpicaba con su clericalismo que no podía ocultar), “sonará con música celestial en los oídos del humilde y del bueno: 'bienaventurados los que han hambre i sed de justicia porque ellos serán hartos'”. Además, éste era el estilo personal, la firma de la casa, del poderoso Agustín Aguijar y Mayador -dijo el cronista, como si me hubiera leído el pensamiento. Luego abundó, para apoyar su dicho: El diputado Arnulfo Rosas, que se le oponía, fue asesinado arteramente en plena calle, en la puerta de su casa. Esto fue aquí cerca, en la esquina del portal de la columna, sobre la calle Zaragoza y la calle Ocampo. Entonces me pregunté, ¿por qué habían de matar a mi abuelo Emerenciano, si ni siquiera era diputado? No lo era, pero quizás lo iba a

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lograr. De modo que se lo hacía a un lado no por la presencia política que mostraba sino por la que pronto lo iba a distinguir. La intención era, también, debilitar a quienes pretendieran situarse en contra del autor intelectual del homicidio; para mandar un saludo de poder a sus amigos y enemigos, los visibles y los invisibles. No había que olvidar que Emerenciano Guzmán tenía tan sólo su fama y poder de convocatoria, pero eso era exactamente lo que se temía. Al cronista se le oscureció aún más el rostro cuando la luz del sol dejó de brillar en el patio y el ambiente de la tarde se tornó melancólico, de un cierto gris azuloso. En ese momento abrió un fólder de cartulina amarilla que llevaba y extendió sobre el escritorio las copias de varias páginas de periódicos de la época. Una era del periódico Renovación, donde se disminuía hasta la ridiculez a Andrade y se ensalzaba con todo descaro a Agustín Aguijar y Mayador. Al mostrármela, fue cuando me hizo la observación de que Andrade era acusado de ser moroleonés. Y a Emerenciano Guzmán se lo debió haber relacionado, inevitablemente, con Moroleón. Me dio las copias de los documentos. Se disculpó por no quedarse más tiempo conversando y nos despedimos. El cronista se fue aprisa al rosario en memoria de su hermano fallecido. Yo me quedé pensando en la mezquindad o ruindad que podía haber detrás de las causas que se presentaban como “las mejores soluciones para los pueblos, para la gente, para los pobres”. Salí yo también a la calle Juárez, siempre la calle Juárez, y me quedé mirando sin ver nada en particular. Estaba un poco aturdido; emociones encontradas me abrasaban. Me sentía feliz por los descubrimientos hechos. Empero, también me castigaba la amargura -no quería aceptar, por estériles, ni el resentimiento ni el odio- debido al desenlace en esa trágica historia. La buena suerte, como en todas las épocas, estaba del lado de los oportunistas y los ladinos y no -hasta que se comprobara lo contrario- del lado de la gente honrada con valores legítimos. Y porque no quedó todo allí, en aquella tarde de julio de 1917, sino que el daño repercutió en los hijos y nietos de Emerenciano Guzmán y ojalá que no haya continuado su maligna propagación que llevaba ya noventa años.

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4 Como quedara libre antes de las seis de la tarde, con el sol que, en un efecto teatral, se había ocultado, lo primero que se me ocurrió fue trasladarme a la estación de autobuses y ahorrarme el gasto de un cuarto de hotel para esa noche. Los escritores -como los políticoshonrados suelen ser pobres, escupí con algo de rabia. Además, de nueva cuenta me hallaba ahíto por las conclusiones del cronista de Salvatierra, las copias de los periódicos de la época que me facilitó y la emoción de haber conocido y recibido, gracias a Cecilia, el acta de defunción de mi abuelo. Sólo deseaba tener un momento de paz para pensar en todo lo que había recibido ese día y regocijarme y entristecerme, según el caso. Como en veces anteriores creí que más que una investigación acerca de un cierto personaje y su asesinato, estaba profundizando en algo que parecía mi propio inconsciente: el laberinto de mi soledad. Esto, aunque no dejaba de tener su parte dolorosa, también llenaba el hueco de una soledad que hasta entonces parecía no tener el más mínimo remedio. De modo que sin pensarlo más me fui, arrastrando mi maleta personal -como si llevara dentro un destino impuesto por los dioses Zeus y Febo-, por esas calles que se me hacían tan de la Iberia. ¿Por qué ocultarlo? En ese momento más que nunca no encontré razón alguna para negar nuestro pasado cercano, ni para disfrazarlo y menos reducirlo a una falacia con tal de que vaya de acuerdo con la imagen pública que del país se había dado oficialmente desde el siglo diecinueve. En el camino me encontré un camión estacionado de guayabas y mandarinas. Me acerqué y pedí un kilo de las últimas. Me atendió un muchacho blanco, tipo criollo, con delantal de cuero. Los otros eran por el estilo. Le pregunté, por decir algo, por qué eran tan güeros -dos lo eran, los otros, morenos mediterráneos, pero en México a los blanquitos y hasta a los que no lo son les dicen güeros-. Y contestó, sonriendo, sin malicia, es que venimos de españoles; vea a mi hermano... Me volví hacia él y, tenía razón, era un moreno claro barbicerrado y con los brazos cubiertos de vello oscuro y su perfil

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recordaba sin duda nuestra hispanidad oculta; nada más le faltaba la gorra de baturro y el puro. ¿Y como ustedes hay muchos?, pregunté inocentemente al muchacho. ¿En mi pueblo? Sí, claro, todos son como nosotros. ¿Cuál es su pueblo? Somos de El Sabino, dijo orgulloso, de aquí no muy lejos. Agradecido por su sinceridad, le pagué lo que debía y le deseé buena suerte. Mientras iba a la estación de autobuses, me dije, quien tiene pasado tiene presente y, por lo tanto, futuro. En la estación de autobuses me encontré con la noticia de que ya no había salidas a la ciudad de México (recordé que en Moroleón las había hasta más tarde), estaba forzado a ir a Celaya y allí abordar un autobús con esa ruta. No me gustó mucho, pero ni hablar, había qué hacerlo. Ya en la carretera, en plena noche, en la oscuridad del autobús, encendí la lucecilla de mi asiento, busqué entre mis papeles el acta de defunción de mi abuelo y, por fin, me dispuse a disfrutar otra vez la vista y la lectura del documento. Cuando llegué a la línea que decía: “...falleció por heridas, según certificado médico, el señor Emerenciano Guzmán de 42 cuarenta y dos años de edad...”, me detuve. ¿Cuarenta y dos años? De 1879, año de su nacimiento según mi padre, a 1917, no son cuarenta y dos años, sino treinta y ocho. Más adelante leí que era “...comerciante, originario y vecino de este lugar...”. Aquí volví a detenerme: ¿originario y vecino de este lugar? Esto significaba que había nacido y vivido en Salvatierra. Entonces no era de Moroleón, como creía mi padre. Lo que explicaba por qué no había encontrado su registro en esta ciudad. Me hallaba confuso ante tales declaraciones, cuando encontré el nombre de quien las había dado, era José Jesús Martínez, lo mencionaba mi padre como uno de los amigos de mi abuelo. Así, las aguas volvieron a su cauce, aquél, que tal vez no sabía todo de su amigo, pudo haberse equivocado en el lugar de nacimiento. Hasta entonces me acordé, en tanto sentía el movimiento del autobús que me alejaba de Salvatierra, que no había retornado a la parroquia, como quedé de hacerlo con la persona que me atendió gentilmente en la mañana de aquel día. Al irme hacia la estación, había caminado frente a la parroquia sin recordarlo. ¿Cómo

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habré ido que hasta eso, que era tan importante, se me fue de largo? No supe qué pensar. Olvidaba muchas cosas desde que empecé a investigar lo sucedido en Salvatierra. Era una experiencia nueva para mí y no sabía hasta dónde podía llegar. Cuando leí por primera vez aquella acta, en la Plaza de Armas, debido a la emoción, no me percaté del significado de las palabras citadas. De haber sido así me hubiera detenido en la parroquia con mayor razón. Pude haber seguido las pistas señaladas en el documento para encontrar en sus archivos lo que no hallaba en Moroleón y, con eso, comprobar de una vez el lugar y la fecha de su nacimiento y, si corría con buena fortuna, los nombres completos y lugar de origen de sus padres. No tenía ni el teléfono de la parroquia, así que regresaría en otra ocasión a Salvatierra

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LA LARGA NOCHE 2006 1 A pesar del movimiento político tan intenso -y aun peligroso, según algunos- de aquellos días en la capital del país, me concentré en la escritura de mi investigación. Pero no me libré de recordar lo que había dicho el cronista. En el momento político nacional de 2006 acontecía algo parecido a la lucha por el poder que se dio en Salvatierra alrededor de 1917. Me quedé pasmado. ¿En qué bando estaría Emerenciano Guzmán ? ¿Quién caería por las balas de plomo o de la política? De estas interrogantes derivé a: ¿Cuáles habrán sido las lecturas de don Emerenciano? Además de los periódicos del Partido Liberal, ¿habrá leído La sucesión presidencial en 1910, de Francisco I Madero, publicado en 1908, y que fue el antecedente teórico de la Revolución mexicana?, ¿o a algún liberal del siglo diecinueve, como Guillermo Prieto? ¿Habrá conocido al historiador y escritor, su paisano y amigo del anterior por cierto, Lucas Alamán?; ¿algo de sus Disertaciones sobre la historia de la República Megicana (con esta ortografía) o de su Historia de Méjico? Tal vez no era muy intelectual. Sin embargo, por su filiación liberal, constitucionalista, suponía que respetaba a Benito Juárez, promulgador de las leyes de Reforma en 1859, aunque se estrellara contra la alianza innegable de Juárez y otros liberales del diecinueve con Estados Unidos, el verdugo de México de 1847 y del mundo hispánico de América.

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Probablemente no ignoraba que Juárez y Ocampo, para sostenerse en su lucha contra Maximiliano y el ejército de Napoleón III, El Pequeño, como le decía Víctor Hugo, decidieron pedir auxilio a aquel país que acababa de despojar a México de más de la mitad de su territorio. Era una alianza comprensible a primera vista. Ambas partes eran republicanas. Don Emerenciano no conocía de leyes como Juárez y sus colaboradores, pero se consideraba carrancista, abogado de las causas justas, rechazaba la explotación disfrazada de trabajo asalariado, defendía el domicilio y la propiedad legalizada y, sobre todo, los derechos individuales. Pero no debió haber encontrado una explicación satisfactoria del tratado de Juárez, Ocampo y MacLane, el embajador de Estados Unidos, por medio del cual se convertía a México en un protectorado de ese país. Gracias a Dios el senado estadounidense lo rechazó. A pesar de grandes dudas como ésta, no resultaba extraña la filiación de Emerenciano Guzmán al liberalismo del nuevo siglo y de la Constitución de 1917. No obstante, de acuerdo con su personalidad, pudo haberse dicho, no sin razón, los estadounidenses se han sentido más seguros, dueños de la situación, al vernos identificados sólo con nuestros pueblos indios y nada con nuestros antepasados europeos ni con Europa, como se ha demostrado. A un México indio lo vieron más manejable, deduciría yo, entre otras razones más profundas, por su aislamiento internacional. Lo sorprendente es que muchos mexicanos, entre éstos los liberales del diecinueve y veinte, han colaborado con ellos para esta peligrosa finalidad. 2 Arribé a la ciudad de México alrededor de las once de la noche. Al norte, por la carretera México-Querétaro, parecía que cruzábamos la frontera de un país, no de una ciudad. No había espacio sin grandes construcciones y centros comerciales. La ancha carretera, cubierta de automóviles y camiones de todo tipo: en un lado se circulaba para entrar y en el otro para salir. Avanzábamos lentamente y todavía no entrábamos a la urbe. Pensaba que era difícil vivir en ella, pero también un privilegio. Una hora después, el autobús entró a la enorme Central

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de Autobuses del Norte y se detuvo a la orilla del andén. Esto era la capital del país de nuevo. Y yo aún tenía que ir del otro lado, al sur de la ciudad. Otra hora y media o dos horas, según el tipo de transporte que eligiera. Pensé con algo de nostalgia en lo cercano que quedaba todo en Salvatierra y Moroleón. Al salir de la estación de autobuses, pude haber tomado un taxi, pero, a pesar de la fatiga que me doblegaba, opté, no sé por qué, por irme en metro. En contra de lo que esperaba por la hora, iban abarrotados los vagones. Me quedé cerca de la puerta, con mi maleta a los pies. En la siguiente estación, La Raza, bajé para emprender el largo trayecto, por un túnel sin final, en el que hay que caminar más o menos quince minutos para llegar a la siguiente conexión a la línea 3, que va a Universidad. ¿Por qué tenía siempre que disciplinarme de ese modo? Con toda intención no quise usar la palabra castigar, que era peor. Seguía pagando mi parte de la culpa, de seguro. Después de un viaje tan cansado, y no me refiero tan solo a las cuatro horas de carretera que acababa de librar, ¿por qué no podía obsequiarme el alquiler de un taxi para que me llevara a mi casa? Todavía podía salir del metro y tomarlo. No lo hice. Resignado a esa autodisciplina, como un deber, empecé la caminata, llevando tras de mí la maleta. La gente caminaba de prisa, algunos corrían, ya eran las once y veinte u once y media de la noche y querían llegar pronto a sus casas. Aunque en las mañanas, por ese mismo túnel, como en toda la red del metro, corrían también para llegar a sus trabajos, oficinas, escuelas, a donde fueran. La realidad era que siempre corrían. Yo iba paso a paso, no con lentitud, me hubieran empujado los de atrás, pero tampoco con tanta premura. Ingresé a la parte del túnel en penumbra y luz negra, donde se simula la bóveda celeste, con las constelaciones, las estrellas, las figuras galácticas, etcétera. Y volví a recordar, cómo no, a mi abuelo y a su tiempo. En parte tenían razón quienes pensaban que estaba vinculado a mi abuelo Emerenciano, al que conocía apenas de nombre antes de mis pesquisas. Lo único que sabía era su asesinato y un par de datos menores. Personaje carente de biografía. Creo que por eso ninguno de mis hermanos pensó nunca en él.

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¿O habrá habido alguna razón superior? El colmo era cuando mi padre recordaba o repetía algo acerca de mi abuelo, ellos no lo creían, o eran indiferentes. Parecía una fantasía de mi padre. En un telefonema que hice a Amelia, la pregunté, cuando mi padre decía que su madre era italiana, ¿tú cómo lo tomabas? No lo creía, dijo sin pensarlo. No pasaba de ser un error o una simple exageración. Pobre de mi abuelo. Para sus nietos no había existido él y mucho menos sus antepasados. Al final, era una leyenda, apenas un sueño, en la mente cansada de un viejo: mi padre, al que nadie tomaba en serio cuando a aquél se refería. Éste era el motivo por el que lo relacioné con el sueño malogrado de los novohispanos: el Imperio de la América Septentrional. Por la sensación de pérdida, de amargura, de lo que pudo haber sido pero no fue, es más, se lo tuvo en las manos, pero se lo dejó ir. Continuaba en esa marcha que, si me distraía un instante, podría extraviarme mentalmente. Venía de haber tratado, en una metáfora, de encontrar la tumba de Emerenciano Guzmán. Tumba que, como tal, hacía muchas décadas había desaparecido. Era una figura narrativa nada más. La pesadumbre me atrapó de nueva cuenta en ese túnel infinito. ¿Cuantas veces había tenido que luchar contra un poderoso fantasma que me quería mantener maniatado? Casi día a día había tenido que vencerlo. Y nunca estaba seguro de conseguirlo. No intentaba sostener que mis limitaciones fueran propiciadas en su totalidad por lo ocurrido en 1917; hubiera sido una solución fácil. Si dijera que estaba vinculado, alma con alma, con el espíritu de mi abuelo Emerenciano, también parecería un clímax previsible. No era así con exactitud. Muchas veces había sentido una angustia similar y fue hasta diciembre de 2005, todo 2006 y parte de 2007 que me había entregado a esa clase de inmersión. Además, qué sencillo. Convocaba al espíritu de mi abuelo, éste acudía a mi llamado, se sentaba frente a mí y empezaba a platicarme todo lo que había ocurrido con él y los suyos durante aquellos aciagos días. Pero, que yo supiera, nadie había podido hablar ni ver a un espíritu de ese modo. Emerenciano Guzmán era su propio asesinato. Un hecho histórico, casi concreto. Esa clase de acto había sido la forma en la que se conducían muchos personajes del poder político.

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Estuve a punto de decir en voz alta, en medio de los caminantes del túnel, como les iba diciendo, mis apreciables escuchas... No estaba seguro de no haberlo dicho, miré a los lados y no, nadie de los que iban cerca de mí en la larga marcha me había oído. Pensé que ellos actuaban igual que yo. Murmurando. Mascullando. Moviendo los labios. Haciendo gestos. Hablando para sí mismos. Perdidos en sus laberintos de la soledad. Pensando en sus fantasmas, en sus Salvatierras y en sus Moroleones personales. Porque los fantasmas existían, mientras existiera su causa. Éstos eran los fantasmas de la verdad. Los que moraban muy adentro de nosotros, tanto, que ya no se sabía quién era quién. Quizás el abuelo Emerenciano haya sido mi fantasma, como lo fue para mi padre. Quizás yo era el fantasma de ellos dos y no me daba entera cuenta. Por eso no podía descansar en paz. Ni ellos, ni yo. Algo de mí había quedado pendiente; algo estaba buscando. Era yo una alma en pena en ese túnel que era como el inframundo. 3 Como suponía que el abuelo Emerenciano era de una pieza, era fácil blanco para los francotiradores, en el sentido figurativo y en el objetivo. Ya se sabía cómo era y pensaba, por lo tanto no había qué negociar más, se contaba o no se contaba con él, colaboraba o era una piedra en el camino. Por eso, seguí con mi soliloquio en el túnel oscuro. El cronista de Salvatierra había concluido que don Emerenciano hacía tropezar a alguien de muy arriba, más allá del que jaló el gatillo; alguno de esa clase de sujetos capaces de recurrir a cualquier artimaña, con tal de salirse con la suya; de esos para quienes matar (o hacer que alguien más mate por ellos) era tan sólo un procedimiento para quitarse de en medio a quien le representara un obstáculo para alcanzar sus fines. Y éstos eran siempre quienes se hacían del poder. Mi padre decía que El Relajo era un rico hacendado, continué pensando sin avizorar el fin del túnel, pero en documentos expedidos por el juez único de Salvatierra, el que sucedió al propio Emerenciano en el cargo, decía que era comerciante. A muchas actividades le llamaban comercio y comerciante. Existía una sencilla lógica, todos

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compraban y vendían. Pero de que El Relajo poseía dinero, lo poseía, y dinero llamaba a dinero. Por eso, le fue fácil tomar esas bolsas de monedas de plata que le ofreció a mi abuela Felipa. Para hacer su defensa contó con los servicios de cuatro de los abogados más caros de la región. Uno de ellos, Catarino Juárez, diputado local constituyente por el distrito de Salvatierra y -o porque era- político acomodaticio. Como se acostumbraba en la política nacional -entonces como ahora, amén-, del porfirismo pasó sin problemas al liberalismo revolucionario. En el año 2006 muchos políticos hicieron iguales maniobras. Faltaba más. Así que muchos políticos antes que nada veían por su bienestar: de trapecio en trapecio, volaban de un partido a otro, de una ideología a otra, según conviniera a sus intereses. Antes que ideas e ideales había un sentido de conservación en el poder; lo único que cambiaba eran las banderas. Pero éstas siempre coincidían: los pobres, el hambre del pueblo, los más desprotegidos. Cría cuervos y te sacarán los huevos, como decían Catarrín y Cuataneta. Muchos de aquellos no eran muy diferentes a quienes hayan participado en la eliminación de Emerenciano Guzmán. En la parte del túnel que se describía una curva, se veía venir a los usuarios del metro que iban en sentido contrario. Era un espectáculo. Los podía ver de frente, todos corrían, igual que los que íbamos del otro lado lo hacíamos. Tal vez era por la hora, temían perder el último tren del metro; ya en la calle, el último microbús que los llevaría hasta su colonia; tal vez ansiaban empezar su descanso nocturno, o tenían una cita, o sólo por costumbre. Se acabó, de pronto, la penumbra y la luz negra. Se iluminó el túnel. 4 Allí estaban todos ellos, como iba diciendo, en la Salvatierra de 1917, en defensa de un homicida. Aunque esto fuera solamente por el éxito profesional y por la paga. Pero nunca era sólo eso, el mayor placer era afianzar el poder sobre los demás, sin importar, por supuesto, que el medio haya sido muchas veces la corrupción, la manipulación de las leyes y, como se veía, aun el homicidio. Lo único que valía era llegar y

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permanecer. Lo más patético eran esas multitudes que seguían a ciegas las banderas y estandartes de demagogos más o menos carismáticos. La gente necesitaba creer, asirse de algo, y en este punto se unían con esos líderes populistas. Éstos ofrecían un oropel que se parecía a lo que pedían. Eran las cuentas de vidrio contemporáneas. Prometer no empobrece. La usura del poder. Una sencilla operación de mercado. Era cierto, nadie sabía para quién trabajaba. La gran diferencia, no la única, suponía yo, mientras veía las nucas de los que me precedían en la procesión subterránea, entre los líderes populistas y Emerenciano Guzmán, era que él no ejercía el caudillaje. Con que nada más había que esperar el mejor momento para jalar el gatillo. Y El Relajo fue el encargado de ejecutarlo. ¿Quién era el asesino? Acerca de éste ignoraba casi todo. Excepto lo que ya había dicho. Entre la víctima y el victimario, seguí con mi reflexión en ese túnel, debió haberse establecido una competencia política que no importaba mucho a don Emerenciano, que llevaba la delantera, pero sí a El Relajo, que le iba a la zaga. No sabía si existía competencia de otro tipo. Tal vez aquél no tenía un aspecto parecido; o era más chaparrito; detalles como estos solían crear resentimientos y envidias en México. Aguijar y Mayador, para no buscar más lejos, era chaparro, prieto, gordito. Su compensación era el poder. De este modo se crecía. Se parecía a Diego Rivera, pero en chiquito, dijo Lolita Miranda, su vecina de la colonia del Valle. Si el abuelo Emerenciano era diferente, algo tuvo que influir. Como bien dijo doña Luz Ponce, fue por envidia. En otras palabras, El Relajo pudo haber disparado, además de haber sido inducido a hacerlo, porque le envidiaba el camino político que llevaba, entre otras razones. Probablemente tenía yo razón, seguí, mientras arrastraba mi maleta cuyas rueditas se habían tropezado con alguna ranura o saliente del piso. El Relajo y sus cómplices pensaban que aquél podía llegar lejos en la colina del poder local y podría, siendo como eran contrarios, convertirse en una barrera insalvable. Mejor era hacer algo drástico cuanto antes, que no se sabía cómo iban a estar las cosas después. Alguien pensó en todo esto, dije, como si hubiera estado allí, alguien con mucho interés en mantener el camino abierto, limpio de piedras y de

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zarzales, y no tuvo la menor duda de azuzar o de comprar a El Relajo. Éste se sintió apoyado por la facción, pero, sobre todo, por el caudillo regional, que tenía recursos, relaciones e influencia y que, estaban seguros, llegaría a la cúspide de la pirámide. Con el caudillo, sus mediocres vasallos se veían intocables. Seguía haciendo mis disquisiciones entre grandes fotografías luminosas de peces raros, plantas poco conocidas, cactus, orquídeas, animales salvajes de gran belleza, como los felinos, colocadas en las paredes de ese túnel que seguía sin final a la vista. De esos seres salvajes regresé a los otros, los de dos patas, que andaban más o menos erguidos, esos que no eran hermosos como los de las fotografías del túnel a muchos metros bajo tierra. Tenía en mente a los que vivieron en la Salvatierra de 1917. Lo curioso era que, continué, según la nota del periódico Vindicador social, de Salvatierra de aquel año, ambos protagonistas de la tragedia pertenecían al mismo Partido Liberal Revolucionario y ambos trabajaban para la Presidencia Municipal. Como dije, Emerenciano llevaba una trayectoria más prometedora y El Relajo no se lo perdonó. ¿Tuvieron diferencias hondas en discusiones de grupo acerca de la aplicación de la Constitución en los tiempos venideros, o con respecto a la redacción de la estatal? Pero, eso no debió ser lo que incidía más hondo -El Relajo no pasaba de ser el relajo-, sino, en especial para los rojos que presumían de revolucionarios radicales, cómo se iban a repartir los puestos y los créditos. Ahí fue donde nunca se pondrían de acuerdo. Porque, según los rojos, ellos representaban la Revolución mexicana, los intereses del pueblo, y por eso eran ellos los que debían llegar a la cumbre, para asegurar, según lo entendían, la repartición de la riqueza y de la justicia entre el pueblo. Empezando, claro, por ellos mismos. Primero se repartirían el botín y luego salpicarían el resto. En los dos bandos pudo haber habido corrupción. Pero parecía más ultrajante entre los que vociferaban que actuaban por y para los pobres. Entre los que cometían abusos, asesinatos y acumulación de riqueza y poder en nombre de los trabajadores, los campesinos, el pueblo. Esto era lo que más ofendía. Lo que más laceraba. Que los pobres sólo sirvieran para sostener al caudillo que se declaraba su defensor y representante. Era el juego peligroso entre los verdes y los rojos.

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Tampoco había que desechar la tesis de que Emerenciano Guzmán, en ejercicio de su responsabilidad de juez de paz, aplicó alguna nueva ley en contra de los intereses particulares de El Relajo y sus compinches, que eran hacendados. Entonces, como sugirió el cronista, dije casi en voz alta, el que iba a mi lado en la caminata me miró de reojo, el líder de los rojos en la zona pensó u ordenó que era obligado eliminarlo. El túnel ya no tenía imágenes luminosas en las paredes, que sólo mostraban un triste color amarillento. Como si hubiera estado en esa conspiración, escuché claramente: Emerenciano se ha convertido en un problema, hay que darle un remedio. El caudillo no revelaba sus verdaderos propósitos. No decía quiero el poder para mí solo. Ni quiero que eliminen a tal persona. Tampoco dudaba, pero no lo decía, que el triunfo de la revolución en Salvatierra y en Guanajuato era el suyo propio. Él era la Revolución. Él era México. Así lo creía y sus achichinques estaban de acuerdo. De este modo, le fue fácil dirigir a El Relajo, darle valor. Éste lo haría porque, cobarde como era, se sentía protegido, sabía que no sería apresado y, en el caso de serlo, pronto se vería libre de los cargos. Lo supo siempre. Recibiría una buena recompensa. Además, según su costumbre, no correría ningún riesgo, lo haría por sorpresa, encubierto, o por la espalda. De cualquier modo, la vida no valía nada en Guanajuato. Pero unas vidas menos que otras. Y las que menos valían eran, como en cualquier otro lugar, las que no detentaban el poder económico y de facción política. No me hubiera extrañado que El Relajo se hubiera sentido, después del homicidio, un héroe -al servicio de la causa del caudillo, que era, como dije, la de la Revolución. El túnel, por fin, se abrió en una sala enorme, feúcha, muy iluminada con luz blanca, temblorosa. Grandes avisos anunciaban las entradas a las otras líneas del metro y la salida a la calle. La gente seguía corriendo, parecía que escapaban de algún peligro. El final del túnel significaba, también, emerger a la noche de la gran ciudad, entregarse al tiempo del presente continuo, esa otra forma de lo desconocido.

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EL CIBERESPACIO NOCTÁMBULO Correos electrónicos dirigidos al cronista de Salvatierra: Jueves 2 de noviembre de 2006. Día de los fieles difuntos. Día de ofrendas a nuestros muertos. Costumbre de origen prehispánica y, por otro lado, de nuestra cultura cristiana. Es una cita con los muertos y con el inframundo. Prendí una veladora por las sombras de Salvatierra y Moroleón. “Estimado don Miguel, hace un par de semanas telefoneé -gracias a usted que me mandó su número- al Santuario Diocesano y me contestó la señora que me había atendido. Recordó que ya había ido alguien (era yo) a preguntar por la misma persona por la que yo lo hacía y afirmó que no había encontrado nada en la fecha que se le había dado: el 26 de enero de 1879. Agregó que había revisado, por su cuenta, otros años, incluyendo el de 1875. Así que continúa la incógnita: ¿Dónde nació don Emerenciano, en Moroleón, como afirmaba mi padre, o en Salvatierra, como lo consignaba el acta del fallecimiento? Raro, ni en una ni en otra ciudad está la fe de bautizo.” Sábado 27 de enero de 2007: “Don Miguel: Sigo escribiendo sobre mi abuelo Emerenciano. Como no es de extrañar, mi relato se ha perfilado como una ficción biográfica, histórica, testimonial, política y, paralelamente, de reflexión sobre lo mexicano -sin intentar competir con los maestros Samuel Ramos y

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Octavio Paz-. Dada la naturaleza del relato, es inevitable llegar a los dos últimos elementos. Me encantan los nombres reales de cada uno de los protagonistas. Con rasgos como éste, entre otros, conservo el tono de investigación y de crónica. En especial, pienso en el nombre de Emerenciano Guzmán. Es un nombre de novela, ¿no le parece a usted? Sin embargo, me pregunto si no surgirá algún problema con relación a algunos de estos nombres, como a los que no les favorece su propia actuación. Éstos son: el homicida y, en la parte final del texto, el autor intelectual del crimen. Cuando usted dedujo, mostrando dotes detectivescas, que lo hubo, da un importante viraje el curso de la investigación y del relato. “Voy a pensar un poco más antes de decidirme a dejar o no los nombres reales. Como lo digo, me seduce el matiz histórico y de crónica. Acerca del homicida no hay ninguna posibilidad de reacción puesto que yo cuento con el testimonio verbal que recibí de mi padre -esto me da seguridad- y sobre todo de copias de los documentos oficiales y del artículo reproducido en el periódico Actualidades, de 1917, que lo inculpan expresamente. Es algo que no lo digo yo, sino la historia. Lástima que perdí la oportunidad de preguntar a mi padre cómo era ese sujeto. No sé por qué lo imagino parecido al que he llamado el caudillo, ¿o si no, cómo se entendían? “En cuanto al autor intelectual del crimen, lo cierto es que nunca se declara como un hecho, con pruebas, la autoría, sino como resultado de la trama novelística, en la que un personaje hace una reflexión profesional y deduce la responsabilidad de este señor. No se asegura que lo fue, sólo se deduce, a lo que se tiene derecho en toda investigación respetable. De este modo puedo defender el libro dado el caso. Sin olvidar que, en nuestro país, al contrario de otros en la región, la ley debería ampararme si yo decido escribir sobre cierta situación histórica, aunque fuera micro historia, y dar mi particular punto de vista al respecto. “Pero, lo que me interesaba preguntarle, don Miguel, es ¿cuándo fue el periodo de gobierno de Aguijar y Mayador?, ¿puede darme algunos antecedentes de su trayectoria o decirme dónde los puedo encontrar? Por cierto, conozco el edificio que se construyó en la esquina de lo que

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fue la casa de este personaje, en la colonia del Valle, a la altura del Parque Hundido, del Distrito Federal. La madre de mi amiga Márgara Herrera, y Lolita Miranda, vecinas cuyas familias llegaron en 1920, cuando la colonia Del Valle era apenas una urbanización, afirman que lo conocieron por los años cuarenta. Aunque con quien más departieron fue con Mariquita, su mujer. Me cuentan que el señor Aguijar y Mayador era bajito, muy moreno y gordo, que se parecía, en chiquito, a Diego Rivera. En tanto que su mujer, como era de esperarse, era más alta que él y blanca. Bonita, dijeron. Para mejorar la raza, como se dice coloquialmente. “Hace muchos años se derribó aquella casa, lo que lamentaron las señoras aludidas. Dijeron que era de una bella arquitectura, propia del estilo de la Del Valle: “colonial californiano”. Como si no se supiera que California era mexicana, antes de que Estados Unidos nos hiciera la cortesía de integrarla a su unión y, por lo tanto, ese estilo debió nombrarse “colonial español” o “mexicano”. La casa era de muros de cantera rosa, de una herrería guanajuatense de fino ornamento, tanto en el exterior como en el interior, que recuerdan las herrerías y los balcones de Sevilla y de otras ciudades andaluzas. “A propósito, pregunté a Lolita si el señor Aguijar y Mayador era rico de familia. Me comentó que ella creía que no, que la fortuna la había hecho con su trabajo. Lo que yo, sin decirle nada, puse en duda. Porque: ¿qué fortuna se puede hacer con el sueldo de puestos públicos, aunque sea el de gobernador de Guanajuato? En suma, la casa, que era de una manzana y una de las más bellas de la antigua colonia del Valle, fue vendida y derribada después de la muerte de este personaje. Éstas son las paradojas del destino. Un sujeto que todo parece indicar propició el homicidio a balazos, en plena calle o en el interior de una cantina, de quienes le estorbaban para alcanzar sus fines, muere serenamente en su blanda cama, en su hacienda guanajuatense o en su mansión 'colonial californiano', al cuidado de su familia.”

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MELANCOLÍA DE CIEN AÑOS 2006 En la ciudad de México llovía y era la una de la mañana. Llegué a mi departamento no sólo arrastrando la maleta sino los pies; las piernas me pesaban y estaba entumido por el clima lluvioso y frío. Pero era tal la exaltación originada por mis descubrimientos y reflexiones a propósito que lo resistía todo. Por un instante me consentí y me di una ducha de agua caliente. Luego comí algo que encontré en buen estado en el refrigerador y, abrigado, me senté a beber un té de manzanilla caliente. Un poco más y me quedaba dormido con la taza en las manos. Me fui a la cama. Apenas me acosté, caí en sueños largos e insospechados. Pero no tardé mucho en despertar. En mi habitación estaban otra vez las sombras de Salvatierra y de Moroleón. Pero ya no me intimidaron. Aunque me encontré de pronto rodeado de sombras. Al primero que reconocí fue a mi abuelo Emerenciano. Imposible no hacerlo después de buscarlo y de pensar tanto en él. No lo había conocido, pero ya lo tenía tan figurado, que parecía que habíamos convivido una vida entera. Tenía el aspecto de un hombre de treinta y ocho años; aunque tuviera cuarenta y dos. En un extremo distinguí a un niño moreno, alto y delgado, lo identifiqué como mi padre -inusitado era ver al padre de uno todavía niño-; a una señora morenita, de veintinueve años, de apariencia fuerte, que debió haber sido mi abuela Felipa. Otros, blancos, con el aire de la familia de mi abuelo, tal vez sus hermanos y de

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entre sus antepasados. No sé cómo reconocí a sus padres, ya que no existía una sola fotografía de ellos: Antonio Luis Gonzaga y María Abrahamcita. Él se veía de cincuenta y tantos años, recio todavía; ella, más joven. A pesar de la oscuridad de la habitación, podía ver los rostros, las ropas propias de otros siglos, los peinados y atuendos extemporáneos, de una época del pasado incluso remoto. Cuando me encontré perdido, busqué con la mirada a mi abuelo. Ninguno de los allí reunidos habló. ¿Qué se podía hablar con las sombras, o entre sombras? Éstas, de todo estaban enteradas. Vivían en un tiempo que era el pasado, el presente y el futuro. Recordé que doña Luz, cuando pregunté cómo era don Emerenciano, me dijo, ¡como tú!, y, meses después, al mostrarle la foto de mi abuelo, me miró y me dijo, ¡eres tú! También recordé lo dicho: yo estaba vinculado a un espíritu del pasado. ¿Y qué espíritu podía ser si no el de mi abuelo Emerenciano? Y en ese momento, lo tenía en mi habitación, frente a frente, a metro y medio de distancia. En medio de la oscuridad, traté de ver con más claridad. Hice algunos guiños y lo miré fijamente. Sus rasgos eran diferentes a los míos, el color de su pelo se notaba oscuro en la penumbra, pero no era negro, como el mío. Yo estaba más viejo que él. Qué gracioso. Yo era bastante más viejo que mi abuelo. Mis canas, sobre todo en las sienes, contrastaba con su pelo oscuro. Los dos éramos altos, delgados, pero yo de huesos un poco más anchos. El color de la piel también era diferente. Ambos éramos blancos, pero de diferente tono, o matiz. Los rasgos de la cara, el color de los ojos, no eran iguales. Él usaba bigote; yo no. Debido a la diferencia de edades, la piel de su rostro se notaba en mejor estado que la mía. Por un instante presentí la cercanía de la muerte y eso me desestabilizó. Nunca estamos preparados para ella. Mientras observaba la profundidad de su rostro y, sobre todo, de sus ojos, me pregunté en silencio, ¿qué había sido de esos noventa, cien años de abandono, de olvido y de dolor? Sin embargo, comprendí que, era cierto, no me sentía solo, porque ya no lo estaba. Y no es que creyera que las sombras eran seres físicos, como yo, sino que esas sombras me habían hecho recuperar los cien años robados. Comprobé que había

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vivido engañado toda la vida. Pero no sólo los años de mi edad, también los del pasado del que ni siquiera tenía memoria. Por lo menos, cien años de extravío, de angustia. ¿De qué habían servido? ¿A quién habían beneficiado? ¿Qué necesidad había de vivirlos de ese modo? Entre lo malo, también encontré lo bueno: Me convencí de que yo era otro, y que el mundo que me rodeaba también era distinto. El laberinto se solucionaba.

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UBALDO GUZMÁN 1 Otra vez me telefoneó Irma. Nunca nos veíamos. Las distancias de la gran urbe nos separaban. Yo vivía arriba de Mixcoac -muy cerca de los terrenos en donde se erigió cien años atrás el célebre manicomio conocido como La Castañeda, de triste memoria, pero de bella arquitectura y avanzado en su época, inaugurado por Porfirio Díaz en 1910- y los demás en el Estado de México. Pero lo que más nos separaba eran ciertas distancias invisibles. A la mejor nos asustábamos mutuamente y, si era así, mejor nos evitábamos. Por fortuna existía el teléfono. Y de ese modo elemental, pero eficaz, manteníamos la comunicación. Aunque también temíamos los telefonemas, porque siempre esperábamos malas noticias. Como ocurrió cuando recibí el de Irma, más compungida que en 2004, para avisarme que Ubaldo otra vez estaba internado en el hospital. Pero ahora no en el Centro Médico Siglo XXI, sino en uno ubicado en la avenida Santa Clara, fuera del Distrito Federal, por la carretera que va a las pirámides de Teotihuacán, la Ciudad de los Muertos. Fue un martes, si no mal recuerdo. Tenía mucho trabajo en ese momento y ese hospital me quedaba muy lejos. Significaba invertir casi todo el día. A pesar de la pena de Irma no se adivinaba en su tono de voz que fuera más grave que de costumbre. De manera indebida, me confié y

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pensé en ir el jueves de esa semana. No fue el jueves, sino el viernes en la tarde cuando llegué al Hospital número 76 del Seguro Social. Cuando salió Irma para que yo pudiera entrar, ya que sólo se permitía una persona de visita, leí la aflicción en su rostro. Me dijo que se había puesto muy mal el jueves, los dolores eran insoportables y los médicos de guardia solicitaron su acuerdo para sedarlo. En rueda de médicos no habían encontrado aún la razón de su gravedad. Aventuraban esto o lo otro. Una médica dijo que, para ella, se trataba de cáncer, pero no sabía agregar más. Si ustedes quieren, les dijo a Irma y a Sergio que estaban allí, podemos hacer una serie de operaciones hasta encontrar el problema y erradicarlo definitivamente. ¿Qué significaba eso? Abrirlo en canal para estudiarlo por entero, de paso sus estudiantes harían lo propio. ¿Y cuál iba a ser el resultado? De esa operación múltiple nadie podía salir con vida, mucho menos alguien en su estado. No requería saber de medicina para inferirlo. La propuesta era no sólo ineficaz sino disparatada. Si no se moría por el cáncer, lo haría por esas intervenciones quirúrgicas bestiales. De modo que ya lo encontré inconsciente. Un sobrino, Antoñete, me dijo que él había ido el lunes pasado y lo había encontrado sentado y hablando como siempre. No sé qué habrá hecho en su cuarto, solo y su alma, como decía mi madre. ¿Habrá hablado con las paredes, sus contados muebles, sus libros, sus recuerdos? Porque ni siquiera era afecto a las fotografías. Qué curioso. Tal vez evadía los recuerdos. Tampoco quiso tener teléfono. ¿Con qué o con quién habría hablado? Así, pues, su peligrosa enfermedad de nuevo había hecho crisis. Podía deducirse que había carecido de atención médica suficiente, adecuada. Pero, quizás era la que se podía dar en un hospital de ese tipo y de esa magnitud. Para él, para los pobres, no existía otra esperanza que la medicina que más que social parecía industrial. Hecha al por mayor. De todos modos, el avance de la enfermedad debió haber sido irreversible. 2 El sábado y el domingo siguientes a aquel viernes, Baldomero encontró a Ubaldo en peor estado. Los médicos decían que era cuestión de días o de horas... Sólo un milagro lo podía sacar de ese postrer suceso. Y él

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nunca creyó en los milagros. Por el contrario. Esperaba siempre lo peor. El fracaso. La negación. Estaba atestiguando su último lance en la arena. Saber esto, fue un duro golpe para Baldomero. Se culpó por no haberse despedido de él en los días anteriores, todavía el martes, el miércoles tal vez, en los que aún hablaba con su voz alta. No había remedio. También se arrepintió de no haberlo buscado otras veces para platicar más extensamente acerca de sus travesías en los toros, las calles de la colonia Obrera, el Centro de la ciudad, de la Morelia de los años treinta. Demasiado tarde. Se situó ante la cama donde se encontraba Ubaldo acostado en forma no de cruz sino de equis, con las manos y los pies atados a las cabeceras, con la panza que sobresalía. Hacía más de cincuenta años había dejado de tener la estampa de novillero fino, para lucir bien ante y junto al toro. Arrimándose con clase. Todavía en esa infame postura, no perdía del todo su color natural; se lo veía casi corpulento; no tan mal como sus vecinos enflaquecidos de la sala que parecían más que moribundos, cadáveres salidos de sus tumbas, muertos-vivos, y allí seguían con esa gota de vida. Baldomero miró largamente a Ubaldo. La impotencia ante tal situación le restregó en la cara lo inútil o lo absurdo de todas las cosas. Igual que la operación que recomendaba la médica aquélla. Tocó con la punta de sus dedos el brazo derecho del agonizante. La piel se percibía reseca, escamada. No sabía qué pensar. En el momento de mayor angustia salió a buscar el reservado de los médicos de guardia y el que lo atendió no le dijo más de lo que ya sabía. No había nada qué hacer. O ellos no podían hacer más. Salvo esperar a que diera su último capotazo. Suponía que médicamente no estaba tan mal el servicio de ese enorme hospital, de acuerdo con lo que se decía, sólo que era de veras deprimente. Hasta los muebles y el equipo médico habían dejado atrás sus mejores tiempos. Si Ubaldo hubiera estado en otra condición económica, tal vez hubiera sido intervenido antes y con mayor seguridad en un hospital particular. ¿Cómo saberlo? Los hospitales privados sólo eran mejores en la apariencia del lugar y en el trato al paciente y al público: menos impersonal, menos frío y desatento. Y eso no todos. Sin contar los altos costos de que hacían gala y que eran

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inalcanzables para Ubaldo y su familia. Por lo demás, como bien lo sabían, aquello era lo que había. De cualquier modo, era deprimente. O Baldomero ya llevaba la depresión clavada, como una daga, en el pecho. Las dos razones eran ciertas. En la sala de hospital, pasó la vista alrededor y contó seis camas con sus enfermos y una recién desocupada. Algunos de los enfermos permanecían inmóviles, estirados y cubiertos por la horrible sábana verde o azul deslavada y arrugada del nosocomio. Sin compañía. La palidez de la piel morena se acercaba a un tono verdoso. Casi rígidos. Como cadáveres. Otro, con un familiar al lado, encorvado, inmóvil también. La cama desocupada no significaba que el enfermo había sido dado de alta sino que había fallecido la noche anterior. A ése lo conoció Ubaldo; pero no lo vio morir, ya estaba inconsciente; en cambio, vio u oyó morir antes a otro. Quizás los médicos de ese piso del hospital tenían razón. Ya no había nada qué hacer. Nada de nada. 3 El lunes siguiente, Baldomero llegó después de una larga penuria en el tráfico de Insurgentes Norte, Indios Verdes y la avenida Morelos. Había hecho hora y media tan sólo en ese tramo del camino. Irma salió para que ingresara él. ¿Cómo está, cómo lo ves?, preguntó, en medio de toda esa gente que, como ellos, esperaban; algunos con ojeras por la desvelada, hablaban, cuchicheaban en pequeños grupos acerca del estado de sus enfermos. No, pues, ya nada más dejar que pasen las cosas, contestó ella con un suspiro y desviando la vista. Baldomero rodeó a unos niños que jugaban en el suelo con unos carritos y se acercó al elevador. Subió al cuarto piso y buscó la cama 410. Ahí yacía El Matador. La figura de otros tiempos, del ruedo de El Estadio, de Chapultepec, de las placitas de Ecatepec, ya desaparecidas, de La Aurora, donde su cartel subió hasta las nubes. Se encontraba como la primera vez que lo vio en esas condiciones. Acostado en cruz, atado de las manos; los pies ya los tenía libres. Llegó una enfermera, con su uniforme y suéter verdes, y revisó los conductos, las bolsas de diferentes líquidos que pendían del tripié móvil. ¿Ha habido algún

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cambio?, dijo a la enfermera. Ésta apenas lo miró. Vaya con el médico de guardia, yo no le puedo decir nada; ahí está en el cubículo de residentes; vaya y pregunte, dijo, yo lo veo muy delicadito. Es inútil, pensó Baldomero; ya lo hice y no sirvió de nada. Lo mal hecho, ya estaba bien hecho. En cuanto se fue la enfermera, se acercó. A un lado de la cama, se acordó que en alguna película, en una situación similar, el médico decía -los del Seguro Social nunca dicen nada-, háblenle, no puede contestar, pero oye todo. Tuvo compasión de él. Si era cierto que oía todo, debía estar sufriendo enormemente. No se atrevió a decir nada. ¿Qué podía decirle? Le pareció que sería fingido. Él se daría cuenta que trataba de distraerlo y ni siquiera podía pedirle que se callara, que lo dejara morir en santa paz. Era una lamentable situación. Inmóvil, desesperado, ante el enfermo, pensó que podía hablarle por medio de la mente, que podía hacerlo de tal manera que el agonizante recordara o volviera a vivir sus aventuras de novillero, sus momentos de gloria, que siempre había un momento de gloria, por doméstico, por ínfimo, por miserable que fuera. ¿Cuándo vas a tener otra corrida?, le dijo en silencio. ¿Cuándo vas a ser la figura de la tarde? ¿Cuándo vas a salir en hombros de la afición? Hay que seguir bregando. Para algunos, la vida se parece a los toros. Nunca se sabe por dónde te va a venir la cornada. Pero tampoco sabemos si se va a lograr la faena. ¿Cómo saberlo? Oreja y rabo. Dar la vuelta al ruedo al compás del paso doble “Cielo andaluz”, o el que te gustaba, “España cañí”, echando estilo, uno es torero hasta el último momento, bajo una lluvia de claveles, sombreros y otras prendas. Nadie sabe nada. Por eso los ladrones se roban las glorias de los otros, para no esperar turno toda la vida. ¿Para qué hacemos todo esto? ¿Qué sentido tiene jugársela por una ilusión? ¿O la vida es otra ilusión, la más grande? Es posible que la canción ranchera de Guanajuato tenga razón y la vida no valga nada. Se la puede perder en una cantina de Salvatierra de 1917, en los caminos de Moroleón, en un tugurio o en un callejón de la colonia Obrera, de una calle virreinal del Centro del Distrito Federal, en una tarde de luz y sombra, en los cuernos de un toro, en la arena

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desolada y en el silencio de las palabras. Sí, es posible. Pero si no buscamos un momento de gloria, cualquiera que éste sea, ¿qué hacemos, para qué todo esto, para qué vivimos? Está entrando un aire helado, un chiflón. ¿Lo sientes igual que yo? No sé de dónde ha salido una especie de neblina en la sala. ¿Aquí están los fantasmas? ¿Ves cómo no estamos solos? Ellos están con nosotros; ellos están en nosotros. Son fantasmas de cincuenta, de cien años. También los hay de siglos. Hiciste tu cuarto, con tu baño, cocina y un jardín, bastante bonito, con flores, pasto, dos árboles pequeños. Sí vale la pena. La vida vale sobre todo en ese instante en que se la gana o se la pierde. ¿Te acuerdas? Cuando diste un derechazo, cuidando la figura, dominando el miedo. Alguna vez fuiste figura, tuviste a tus cuates, te quisieron, te escucharon y los escuchaste. En la esquina de Efrén Rebolledo y Bolívar. Eras El Matador. En ese instante, Ubaldo despegó los labios resecos. El labio inferior tembló casi imperceptiblemente. Parecía que iba a decir algo. El frío y la neblina mermaron. Baldomero presintió que los fantasmas se evaporaban en la media luz de la sala de hospital. Sin embargo, ésta seguía invadida por la bruma. Se inclinó atento. ¡Roberto, Chepo, sáquenme de aquí! Lo oyó claramente. Ubaldo, ya vienen para acá -le dijo. Ya no pudo concentrarse para seguir hablando con él. Sintió una profunda tristeza de ver la fiesta perdida para Ubaldo. Ni Roberto, ni Víctor, ni Chepo, ni Chucho, ni ninguno de la gitanería de hacía cincuenta y ocho años, podrían llegar a hacerle el quite, extendiendo el capote, para llevar al toro a las tablas, para evitar revolcones y cornadas de más. Qué soledad sin fin. Qué impotencia. No había nada qué hacer. Absolutamente nada ni nadie podía auxiliar a un moribundo. El que moría regresaba al lugar de donde había venido. La insignificancia de lo infinito. La soledad de la nada. Tal vez los solitarios tenían razón y se preparaban toda la vida para soportar el último acto de soledad extrema: la muerte.

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Pero, por lo visto, Ubaldo, a pesar de haber sido un solitario, no estaba muy preparado. Después de varios minutos, volvió a despegar los labios blancos, y dijo con una voz apagada. Si me muevo, me pega... No dijo la segunda parte: “si no me muevo, me pega también”. Baldomero lo tomó con fuerza del brazo, como si lo quisiera detener. Recordó que, en algún momento del pasado, Ubaldo dijo esas mismas palabras. Se referían a cuando un torero le pierde la distancia al toro. Eran esas mismas palabras que creía olvidadas: Entonces las relacionó de alguna manera con aquellas otras, las de la tarjeta de Navidad de 1958 que le enviara precisamente Roberto Alvarado: “Si la vida no te ha quitado nada, considérate un hombre afortunado; si la vida te ha quietado algo... considérate un hombre.” Ubaldo había hablado demasiado. Se esforzó mucho. Fue la última cita al toro. El último derechazo: el último desplante torero frente al peligro, ante la profundidad de los ojos de la bestia. Antes de que esa profundidad lo envistiera y, con un movimiento del poderoso cuello, lo echara por los aires, al vacío interminable. La sombra de lo desconocido. Envuelto en esa incomprensible soledad de los muertos.

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LUIS GUZMÁN 1 Baldomero le dijo a su padre que había ido a Salvatierra, pensaba que le iba a dar una agradable sorpresa. Pero el sorprendido fue otro. ¿Por qué fuiste por tu cuenta?, dijo. Hubiéramos ido juntos y yo te hubiera enseñado cada lugar en donde pasaron las cosas, hubiera dicho, pero ni siquiera lo dijo. Sólo arrugó el ceño. Hizo una mueca de desaprobación. Luis se había conservado delgado hasta sus últimos años. Ni pando ni barrigón, decía con orgullo. Su figura quijotesca, de huesos delgados, cara larga, debió parecerse, a su vez, a la de su padre. Pero, Luis, era moreno y de perfil andaluz; Emerenciano, de aspecto castellano, muy del Bajío. Fruto de cuarenta años de trabajo bajo el régimen del Seguro Social -sin contar los otros, cuando no existía o no contaba con este servicio-, Luis se jubiló cerca de los ochenta años. Estaba muy orgulloso por ese derecho; no obstante, su salud no se conservó bien. Nunca le gustó visitar médicos; desconfiaba de ellos. Pero, la verdad, no se hallaba a gusto sin hacer nada en su casa. Extrañaba el trajín de la fábrica, las responsabilidades, las discusiones de trabajo con el patrón y los compañeros. No recordaba, en cambio, las dos horas que hacía para ir y las dos horas para regresar diariamente y que, más que su actividad en la fábrica, lo extenuaban. Sentía alguna nostalgia por las salidas con los muchachos de la fábrica; en los últimos tiempos todos eran más jóvenes

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que él. Como decía Emiliana, era candil de la calle y oscuridad de su casa. Baldomero recordaba con curiosidad -sin resentimiento- la etapa en la que se distanciaron él y su padre, además de la separación habitual que Luis imponía a su alrededor en la familia. Recordaba que se encontraban en el metro y se cruzaban sin verse siquiera, como lo que eran, dos desconocidos. Era el tiempo en el que Baldomero llevaba el pelo largo, a los hombros, e intentaba vestirse estilo mode de Londres. Había que escapar de cualquier modo de la mediocridad. Era alrededor de 1968. Se divorciaba de la escuela, de la familia y de la patria. Pudo haber sido una razón oculta. Dictada por los fantasmas que ya entonces merodeaban a su alrededor, silenciosos, invisibles. Se inclinaba hacia el vivir al margen y en la falta de apoyos. ¿Por qué los iba a tener él si sus antepasados no los tuvieron? Dirigía sus pasos, sin saberlo, para sumarse a la caída de Emerenciano Guzmán, que duraba ya noventa años en 2007. Noventa años de amargura y marginalidad no eran tantos después de todo. El país llevaba muchos más, cerca de doscientos. Aquella ruptura entre padre e hijo posteriormente tendría otras definiciones. Luis diría alguna vez que le impresionaba ver que Baldomero se la pasaba leyendo libros. No le importaba tanto saber qué clase de libros; creía que todos eran buenos. Cuando Baldomero ganó un concurso juvenil de cuento y salió una pequeña nota en un periódico, Luis la recortaría y la guardaría en el bolsillo de la camisa. En cuanto se presentaba una oportunidad, la mostraba a los compañeros de la fábrica. Pasado el tiempo, al vivir fuera de la casa familiar, Baldomero consideró algo que no se había tomado la molestia de ver. Él había rechazado de una manera o de otra, desde temprana edad, a sus padres. Pero no era tanto a ellos, sino a la realidad aplastante. Era una situación simple. No le gustaba esa realidad. Nunca se imaginó que podría ser una necesidad de rechazo. Por esta razón aquello dejó de tener sentido cuando se instaló fuera de casa. Entonces comprendió que tanto su padre como su madre habían sido gente muy sufrida, que arrastraban una vida de constante e intenso trabajo, para sobrevivir apenas. Lo cual era desde todos los puntos de vista ingrato y, sobre todo, injusto. Porque la intensidad del trabajo realizado por él en la fábrica,

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como ella en la casa, no correspondía a la retribución recibida. Ambos habían llevado una vida de duro esfuerzo desde niños, sin periodos de vacaciones, con escasa y sencilla diversión, vivían al día, con lo estrictamente indispensable. Ese panorama todavía no incluía la violencia sufrida en sus años de niñez. En la casa, en la calle, los revolucionarios, los gavilleros, la guerra Cristera, los templos cerrados, las misas, los altares secretos, la persecución religiosa y esa maldita pobreza, como se lamentaba ella, que era eso: una maldición, como castigo de Dios. Como el destino impuesto por los dioses a Edipo y a su hija Antígona y a los otros personajes trágicos. La realidad era el infierno. ¿Para qué esperarse a morir? Allí estaba el infierno con toda su humillación. Aunque no se dijera de ese modo. Baldomero se lo dijo a sí mismo, la pobreza era la vergüenza. Quien la padecía se sabía menos que los otros, como si debiera algo desde antes de nacer. Además, sin saber por qué. La culpa en los personajes de Franz Kafka: “Posiblemente alguien había calumniado a Josef K., pues sin que éste hubiera hecho nada malo, fue detenido una mañana”. O: “Cuando Gregorio Samsa despertó aquella mañana, luego de un sueño agitado, se encontró en su cama convertido en un insecto monstruoso”. Se sufría una culpa, un juicio, un castigo impuestos y no se sabía por qué. Los personajes trágicos griegos sabían la razón de su desgracia aunque no se la explicaran. Era una culpa cósmica, irresoluta: la culpa de la razón. La lucha parecía divina. Una lucha que siempre se iba a perder. Porque era una lucha con Dios, en Kafka, y con los dioses demasiado humanos de los trágicos griegos. Baldomero no lo aceptaba. Pero tampoco iba a hacer mucho para salir de entre sus fauces. Sus hermanos parecían haberlo resistido mejor, aceptaban el destino impuesto por una fuerza superior, invisible. Lo padecían, pero sabían que no había antídoto. Luis y Emiliana, igualmente, parecían resignados. Él no lo estaba, pero tampoco supo o quiso encontrar la solución del enigma de la esfinge. También le faltó corazón, como habría dicho Ubaldo. Estaba entorilado. ¿De qué le había servido el carrancismo y el constitucionalismo de 1917 a Emerenciano Guzmán, a sus hijos y nietos? El primero no sólo no ganó nada sino que perdió todo en la Revolución. Para Luis, fue la leyenda de su padre y la caída de la forma de vida que había llevado

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hasta entonces. Como trabajador, pese a todo -como una migaja de lo que pudo haber sido-, obtuvo algún modesto beneficio social emanado de la Constitución. De manera similar, los nietos pudieron haberse beneficiado de alguna posibilidad para estudiar y trabajar. Pero no la aprovecharon. Baldomero rehusó la oferta. Otros sí salieron victoriosos. El Relajo salió muy pronto de la cárcel y siguió viviendo de las rentas de su hacienda y otras propiedades. Iba por las tardes e inicio de las noches a La Puerta del Sol hasta el final de sus tranquilos y seguros días. Su alianza con el caudillo, el suyo, fue fructífera, qué duda cabía. No tuvo mucho talento ni para la política, ni para nada, excepto para salir bien librado de sus relajos, su apodo se lo había ganado, en los que solía verse involucrado con frecuencia. Algunos de éstos fueron mortales para otros, y, por supuesto, en la mayoría de los casos acrecentaron su fortuna. El triunfo de su caudillo fue más contundente. Logró ciertos objetivos: fue gobernador de Guanajuato, procurador de justicia de la nación dos veces y, además de ser dueño de una gran hacienda en su estado, con grandes extensiones de cultivo y otras para el ganado, y otras propiedades e inversiones, construyó una casa muy grande y costosamente amueblada -no con buen gusto, porque eso era mucho pedir- en la entonces lejana y tranquila colonia del Valle de la capital del país. Buscaba esto último, por eso no eligió a las Lomas de Chapultepec, que estaba en su inicio también. Sus últimos años fueron pacíficos. Su mujer blanca -él sí necesitaba blanquearse un poquito, con lo que ganaría puntos en el asenso social- tuvo buenas amistades entre las vecinas de las familias fundadoras de la colonia. Había varias guanajuatenses. Pero, decían no sin razón, no todos tenían la misma clase. Emerenciano perdió la vida inclusive; Luis, a los nueve años, perdió a su padre, un estatus, su identidad y se consolidó su puesto trágico junto a su madre, Felipa, que, de repente, fue una mujer sola con cinco hijos menores, mestiza y pobre, tres rasgos que, en su caso, fueron de marginalidad, de derrota. Ésta fue, en pocas palabras, la teoría familiar de Baldomero y razones no le faltaron.

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2 Llegó el momento en el que a Luis Guzmán se le empezaron a inflamar las manos, los pies, la cara. Alejado de su razón de ser, el trabajo en la fábrica, pronto cobró un color amarillento. Entraba y salía del hospital La Raza, del Seguro Social. Tres años atrás se había hecho, con lo que le dieron al jubilarse, con la ayuda de Irma y un préstamo de Márgaro, marido de Amelia, de una casita de setenta metros cuadrados y de diez años de antigüedad, fuera del Distrito Federal -no por gusto, sino porque sólo ahí pudo pagarla-, rumbo a las pirámides de Teotihuacán. De esa casita, Luis salió, una mañana cálida, luminosa, como tantas otras, de febrero de 1989, hacia el hospital. Como un niño educado, tomó su pijama, sus chanclas y se subió al viejo Ford de Irma y esperó en el asiento de atrás: miraba al frente, como quien mira de lejos, otra vez, el espectáculo de la vida. En ese momento no quería pensar en el final. Creyó que era otro internamiento de rutina. Ya se había hecho una costumbre el ir y venir del hospital, así que salió sin despedirse de nadie. Esto iba con su personalidad: muda e inexpresiva en la casa. También era hábito de otros miembros de la familia. Se ponían distancia, parecían orgullosos y despreciativos, pero en realidad era el vacío interior que los enmudecía. De todas maneras, no pensó en que fuera necesario despedirse. Esperó con paciencia a Sergio, que lo conduciría a su destino. Al Hospital de La Raza, cerca de Indios Verdes. 3 Baldomero lo fue a visitar al otro día, antes de la primera de varias operaciones a las que fue sometido. Don Luis estaba consciente, despierto. Lo miró un poco con sorpresa; no lo esperaba. En realidad, desde aquellos terribles sucesos de julio de 1917 no esperaba nada. En aquel momento comprendió, de algún modo, que estaba fuera del teatro del país y, por lo tanto, del mundo. La Revolución no había sido para beneficio de su padre; tampoco de él. Consciente de que no merecía nada, Luis aceptaba su suerte. Baldomero lo saludó y por no quedarse callado le preguntó cómo estaba. Bien, estoy bien, pero

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después agregó, con un tono convincente y un timbre de voz todavía sonoro, no te detengas, vete a hacer tus cosas. A Baldomero se le cerró la garganta porque recordó cuando, desde la ventana, lo vio esperando en el carro de Irma. Al percibir la incomprensible soledad que lo aprisionaba, pensó que tal vez don Luis vivía sus últimos momentos. Trató de platicarle algo de la calle, del tráfico de los mil diablos, o del gentío del metro, de cualquier cosa. No sabía qué decirle, pero tampoco quería quedarse callado. Agregó algunas frases anodinas más. Pero las palabras carecían de significado. Veía a su padre en la cama de hospital, con las piernas recogidas, apoyada la espalda en la cabecera. Le recordó, por su aspecto y postura, un grabado de Doré en donde representaba al Quijote, viejo y flaco, en paños menores, sentado sobre unas rocas del monte en esa misma postura de recogimiento. Pensaba en un poema para su Dulcinea. Pero, ni la situación de don Luis ni el lugar donde se encontraba eran tan literarios, no había nada más qué hacer. Esperaba que se marchara su hijo. Quizás no era de su agrado que lo viera en ese estado. Por fin, Baldomero le hizo caso y se despidió. Lo dejó en esa postura, abrazado a las rodillas. Días después, en otra visita, lo encontró en coma, con una horrible sonda, una cánula traqueal en la boca, atado de las muñecas, para impedirle que se sacara las agujas, la cánula, que se arrancara las grapas que unían sus carnes abiertas del vientre por la reciente cirugía. A un lado el osciloscopio que daba señales de onda en la pantalla, el sensor para la presión arterial y el pulso, cables que iban al aparato para registrar un electrocardiograma, sin contar la bolsa de plástico transparente del suero y el medicamento que colgaba de un tripié móvil. Seguramente estaba sedado con Pentotal o Balium. Baldomero se imaginó que todos esos aparatos y cables eran el mecanismo de un reloj que hacía una cuenta regresiva. Luego se preguntó por qué algunos enfermos entraban caminando al hospital y salían inertes, envueltos en una sábana blanca de pies a cabeza. Si los médicos saben que va a morir un paciente, se dijo, ¿por qué no lo dejan llegar al término en paz, sin operaciones inútiles y fuera del nada tranquilizante hospital?

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A los pies de la cama, lo miraba de frente, en una sala de seis camas, todas ocupadas, una al lado de la otra. Hizo su aparición la única nuera de Luis, en compañía de un cura, bajito y ataviado con sus ropas sacerdotales. Éste entró a la sala de hospital con un aire infantil, caminaba a saltitos, con los brazos separados del cuerpo, saludó a los enfermos y a sus visitas y repartió bendiciones a diestra y siniestra. Cuando terminó dio media vuelta y la mujer señaló a don Luis. El cura se acercó a él y lo bendijo. Por un momento parecía que iba a rezar, pero se inclinó sobre el rostro pálido y entubado del agonizante y le gritó al oído: ¡Luis, hijo! ¿Me estás oyendo? ¡Arrepiéntete de tus pecados! ¡Estás a tiempo, arrepiéntete! Fue tal el golpe de imprudencia de esas palabras, que Luis, en un último arrebato de vida, regresó del fondo del precipicio donde se encontraba con el terror aflorado en el rostro, con los ojos de pronto abiertos desmesuradamente, como nunca los había abierto en su larga vida. Por un instante se le vino encima el anticlericalismo del siglo diecinueve y principio del veinte. Con su última fuerza, como si el demonio se resistiera en su interior, se jaló de las muñecas atadas y emitió sonidos entre su lengua y el tubo mantenido dentro de su boca. Baldomero sintió el impulso de sacar a empellones al cura que torturaba de esa manera a un moribundo. Se contuvo porque aquél, entonces, le daba la extremaunción a su padre. 4 Luis Guzmán recuperó, al fin, la ausencia del que vive sus horas postrimeras. Por su mente se cruzaban, sin concierto, diferentes imágenes que correspondían a diversos momentos de su vida. Pero sólo a dos recurría con frecuencia. Una: cuando, antes de cumplir los diez años de edad, llegó a su casa, todavía a la luz del sol, aunque de manera oblicua, y vio a un grupo de rancheros provenientes de los alrededores de Salvatierra. Permanecían atentos, en respetuoso silencio, varios vestidos de camisa y calzón blanco, fajilla, huaraches y el sombrero de palma en las manos. Miraban hacia el interior de la casa. Al verlo llegar, le abrieron el paso. Esta imagen lo acompañaría siempre. Otra: la de su padre que yacía entre velas y veladoras encendidas, imágenes de

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vírgenes y flores. Otras veces había sido presa del miedo, pero nunca como ésa: al ver a su padre inanimado, pálido como la cera de las velas, los ojos hundidos, las ojeras negras. Era el miedo a verse sin protección alguna; solo en un mundo que de repente se había tornado hostil, ante la espantable faz de la muerte que desconocía. Vio a su madre derrumbada en el llanto, murmuraba maldiciones al asesino, entre rezo y rezo, en tanto pasaba las cuentas del rosario. Sin que nadie se lo dijera, supo que venían días de nubes renegridas, aplastantes. Al final de su vida tenían que volver a su mente fatigada aquellas imágenes. Estaba sedado. Pero a aquella herida, la del 25 de julio de 1917, de la que nunca se repuso, no la dormía la potencia de ningún sedante moderno setenta y dos años después. Estaba abierta, cuando oyó, a lo lejos, los gritos destemplados del cura que lo instaba a arrepentirse de sus pecados. Creyó que ya había caído en el infierno. ¿Entonces sí había infierno? Tenía razón Emiliana. Pero, ¿éste no era lo que había vivido en aquellas negras fechas de 1917? ¿O en los meses que precedieron a su propia agonía? En un último esfuerzo, abrió los ojos con desesperación. Un demonio dentro de sí lo empujaba a rebelarse, como no pudo hacerlo hacía setenta y dos años. Mientras jalaba las ataduras que lo maniataban a la cama y se revolvía amenazando la estabilidad de los conductos del suero, del medicamento y del oxígeno, vio borrosamente a unas sombras que impávidas lo rodeaban: lo observaban. Eran las mismas con las que Baldomero se había encontrado cuando se despertó en medio de la noche solitaria de su habitación. Luis, bajo los efectos de la enfermedad, el miedo y el sedante, reconoció entre ellas a su padre Emerenciano, a su madre Felipa, a su abuela Abrahamcita, a otras sombras de las que no estaba seguro o incluso desconocía pero que supo que eran de aquel Moroleón de 1775, 1840 y de 1879 o 1875, e, inexorablemente, de la Salvatierra de 1917. Todas ellas habían acudido a la magna cita. Era la congregación de los muertos.

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5 ¿Para qué los sueños, el trabajo, el sacrificio, la emigración, la colonización, la Independencia, la Revolución y la Constitución? ¿De qué y a quién servía la fundación de un pueblo, de un reino, de una nación, de una república, si los que nacían años, décadas, uno o dos siglos después, lo olvidarían y aun lo denostarían? Luis, después de la muerte de su padre, no acostumbró las preguntas. ¿Para qué? No había quién se las contestara. El mundo, finalmente, no era de los audaces, como pensaban los conquistadores, ni de los revolucionarios, como lo creyó el abuelo Emerenciano, sino de los vulgares manipuladores de las masas y de los asesinos. En sus dolorosos últimos instantes, en una cama numerada de hospital del Estado, después del esfuerzo sobrehumano que lo despertó ante la congregación de los muertos, volvió a cerrar los ojos y a dejar las heridas abiertas en el vientre, con varias de las grapas saltadas, que mostraban una carne viva, blanca, sin sangre. Las heridas del alma, ni grapas tuvieron nunca. 6 Luis, en su silencio obligado, oyó una voz que le era muy familiar pero que no reconocía del todo: ¿Viniste por mí, papá? ¿No te vas a ir otra vez? Se reconocía, pero era tan extraño escuchar esa voz de niño: Ya no voy a tener miedo, ¿verdad? ¿Ya no me van a levantar a las cuatro de la mañana para hacer los panes y luego a salir a venderlos a la Plaza de Armas? Vamos a la huerta, papá, al río, vamos a jugar; y luego a descansar. Cuando lleguen los villistas, ¡nos escondemos! Creyó que sonreía. Se había reconocido del todo. Aunque era imposible con ese tubo adentro de su garganta, estaba sonriendo. Empezó a oler a guayabas y a membrillos, a naranjas y a limones. Salvatierra entera rezumaba aroma de limón y de guayaba. Las granadas reventadas, con granos rojos como rubíes, también olían. El río Lerma estaba ancho y con una corriente que bramaba. Luis estaba temeroso de que lo jalara. No sabía nadar. Pero aunque hubiera sabido, la corriente llevaba mucha fuerza. Parecía que iba a desbordarse. Mejor vámonos, lo más lejos de

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aquí. No sabía dónde, pero lejos, mientras veía a su padre cabalgando con su capa al vuelo, su sombrero de fieltro de ala media. 7 También escuchaba la gruesa voz del río: llevaba oleaje. Se acordó que cuando era pequeño lo fascinaba, aunque lo temía, sobre todo cuando estaba crecido. Luego, volvió al recuerdo de su padre. Cuando traía su caballo y lo llevaban a bañar a la pileta que estaba por la iglesia de San Francisco, cerca de la casa de los Ponce. Experimentaba una sensación agradable. Hacía mucho, mucho tiempo que no se sentía tan bien, tan tranquilo. En santa paz. Creía que nunca volvería a ver a su padre; y, quién lo hubiera dicho, lo fue a ver al Hospital La Raza, en 1989, a la vera del gris circuito interior de la ciudad de México, como un infernal río Lerma: dos anchas corrientes, interminables, lentas, de automóviles. Habían pasado setenta y dos años de angustia desde aquella última vez. Pero, lo había visto de nueva cuenta. Emerenciano Guzmán siempre cumplía sus compromisos. 8 Como en 1917. Cuando pasaron todas las cosas. Entonces, algo dijo a Luis que su padre iba a volver, y si era cierto, la batalla no estaba perdida todavía. Probablemente lo pensó tan sólo para resistir setenta y dos años más. Emerenciano no hubiera visto con buenos ojos lo contrario. Luis le dijo en silencio que se había casado con Emiliana y había tenido el doble de hijos que él. Se había dedicado a trabajar, ¿a qué si no?; también se había echado sus peguecillos de ron y refresco de cola y hasta hacía poco todavía fumaba diez, doce, no sabía cuántos cigarrillos al día. Al final me jubilé, dijo. Qué gran cosa. Eso tú no lo viste, no te tocó. En tu tiempo no había jubilaciones, continuó, ni el Seguro Social, ni vacaciones anuales pagadas. Estas prestaciones vinieron por la Revolución. Pero tú también hiciste la Revolución, recordó Luis. Cuando recibí mi nombramiento de jubilado y un chequecillo, yo dije, esto tuvo que haberlo visto mi padre. Tú tenías que haber recibido algo como esto, pero mucho más grande. A la mejor tú moriste para que yo gozara de estos derechos. Pagaste un precio

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muy alto, terminó. Luis comprendía que él hubiera querido que sus hijos fueran otra cosa. Como dijo el presidente municipal Doroteo Espitia, en el veintiocho: ¡Un hijo de Emerenciano Guzmán no puede ser...! Pero ninguno de sus hijos sacó su casta. Ésta era su mejor arma. Aunque llevaba pistola en la cintura, sólo era para casos de emergencia; o como protocolo. Quién lo dijera, en el último momento no le sirvió de nada. El asesino le disparó por sorpresa, a quemarropa. A traición. ¡Así no se mata a un hombre!, le gritaron. Pero..., por eso fue un asesino. Ya no lo supiste, dijo Luis. Al principio yo no podía creerlo. Te veía inerte, sin color, cuando te velaban, y no lo creía. Pensaba que tu cuerpo era el de otro hombre. No podía aceptar que todo hubiera acabado. Que tú te habías ido para siempre. Que la guerra estuviera perdida. Estabas, pero no estabas. En un dos por tres, todo se había derrumbado. Luis vio otra vez el grupo de rancheros en la entrada de su casa. Eras tigre, padre, dijo, qué duda cabe. Recordó cuando Martínez le señaló a El Relajo, en el primer viaje a Salvatierra, nada menos que en el mismo lugar donde acontecieron los hechos. Si no hubiera sido de ese modo, no lo hubiera reconocido. Pero así fue. Lo tuvo a unos pasos, sintió ira y miedo, sobre todo, asco. Mejor pasó esa página y recordó que no faltó quién lo llamara en la calle, entre los buenos amigos de su padre. Martínez, Ponce, Espitia y otros. Lo invitaban: una copa, a comer: tuvo que hacerlo tres veces en distintas casas el mismo día. Eso, por el recuerdo de Emerenciano Guzmán. El mismo que en 1989 se encontraba ante su hijo Luis, en sus últimos momentos de vida. Eras tigre, padre, sintió satisfacción al murmurar estas palabras en su mente. Sí, señor. Y por fin dejó de ser un huérfano Luego recordó a su madre. Cómo rechazó las bolsas de monedas de plata que le ofrecía el asesino. Le llenaba de orgullo ese acto. Pero también lo espantó que rechazara la ayuda que le ofrecían. No quiso aceptar nada de nadie. Y así nos fue, dijo. Tú dime, padre; no creas que soy un porfirista, un huertista, ni un callista. Pero, ¿la Revolución no fue suficiente, no sirvió de nada? Recordó que a Carranza también lo asesinaron. Eso fue unos años después que a su padre. En 1920. Hasta ahí llegó el viejo y el carrancismo. Lo mandó matar Álvaro Obregón, el

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manco de Celaya y antiguo aliado, o Plutarco Elías Calles, que le gustaba mandoniar y mangonear a todo el mundo, al país entero, y al que no se dejara lo liquidaba. No sé qué fue exactamente la Revolución, dijo. Me imagino que algo más que los gritos de: ¡Ahí vienen los carranclanes!; ¡Reforma, libertad, justicia y ley!, que no era ¡tierra y libertad!; el robo de muchachas, de tierras, la quema de pueblos, de haciendas, las matanzas sin ton ni son, los fusilados, los asesinatos, los ahorcados... La vida en México, de veras, no valía nada. De repente se despertaba uno con montones de ahorcados. Decían que éstos eran los cristeros, para ver si así escarmentaban los que seguían con vida; decían que no pocos morían al grito de ¡viva Cristo Rey, jijos de su reputísima y atea madre! Se los veía en los alrededores de Salvatierra y de Morelia, colgados de los árboles más grandes, como frutos diabólicos. Recordó los presos, las levas. Pasaban los federales o los revolucionarios, era igual, dijo, y se cargaban a los muchachos a la fuerza, ándele, le daban un treintatreinta y, ándele, a matarse contra los otros. ¿Qué será eso de matar? No sé qué hubiera hecho yo, dijo. Pero ni los conozco, se hubiera defendido Luis. Mejor, le hubieran contestado, si no los conoces los matarás más fácilmente. Recordó la ley fuga, los juicios sumarios, la escasez de comida y agua, el hambre, la hambruna de tanta gente, esto era lo peor. Eso sí que lo sufrió, no se lo contaron. A los civiles, los niños, ancianos, mujeres, los que no tenían vela en el entierro, les iba peor que a todos. No hay derecho. Un día, dijo Luis, entraron en Salvatierra unos revolucionarios para quitarles la plaza a los que la tenían y se armó el desgarriate. Cuando la balacera bajó de intensidad, mi madre me mandó a buscar harina y piloncillo, que le habían dicho que habría en la tienda de Franco. En esos días tu tienda ya estaba cerrada. No había comida en el pueblo. Ni en la casa. Pero, no me dio miedo, dijo. Al contrario; se me hizo una buena aventura. Nomás te vas con mucho cuidadito, me dijo mi mamá. Y ahí me fui. Estaba tratando de cruzar la calle Real cuando me gritó un sombrerudo. ¡Eh, escuincle!, ¿a ónde va? ¡Pérese ondestá!, ordenó. Se pegaba a la pared, escondido en la esquina de los portales, apuntaba con su carabina y tiraba. Después de un rato, volteó a buscarme y me

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dijo, ¡jálele, escuincle, y nomás agáchese, y repéguese a la pader para que no le vuelen la choya! Me eché a correr como él dijo y así llegué a la tienda que sólo tenía una puerta entornada. No tenían harina, pero sí piloncillo y arroz. Eso llevé. Estaba uno chamaco y no medía las consecuencias. Los grandes decían que faltaban hospitales, médicos y no había medicinas, ahora sí que ni para remedio. Luis guardó silencio largamente. Luego dijo, sin hablar, a veces he pensado que te mataron por nada, por equivocación. ¿Por qué lo hicieron? ¿A alguien le sirvió de algo? ¿Por qué tuviste que haber caído bajo las balas de un asesino? Hubiera preferido, si de morir se trataba, que hubiera ocurrido ante villistas, zapatistas, obregonistas o plutarquistas, de frente, de tú a tú, en el campo de batalla, cada uno con sus armas en la mano, a ver de a cómo nos tocaba. Pero a traición, no, por Dios. Como dijeron, eso no era de hombres. Tú sabías hacer las cosas. Eras quien eras, padre, continuó el soliloquio mudo. Creo que tu recuerdo me ayudó para sobrevivirte setenta y dos años. Si no ha sido por tu recuerdo, ahí sí quién sabe. Luis volvió a callar por varios instantes. Luego, quiso moverse a pesar del tubo en la boca, los alambres, los aparatos, las muñecas atadas y una gran herida, en forma de zeta, en el vientre. No consiguió ni siquiera el ligero temblor de un párpado. ¡Mira, Emiliana, éste es mi padre!, Luis se oyó decir, ufano. ¡Ubaldo, Amelia, llamen a sus hermanos! ¡Y tú, Baldomero, aquí tienes a mi padre, nada menos, del que me hiciste tantas preguntas! Él viene de los colonos de Moroleón, como yo nunca lo supe. Nunca lo consideré ni lo imaginé. Era algo que se me ocultó toda la vida. Hay tantas cosas que no he visto que hasta parece que no ocurrieron. Pero pude buscarlas, como tú lo vas a hacer. Simplemente, no creí que fuera importante. Pero, ahora sé que tú lo aprecias, dijo a Baldomero. Tú vas a saberlo, la familia de mi padre fue de las primeras de aquellas tierras. Los Cerrato también; sí, señor. Quién sabe cómo le habrán mentado a Moroleón entonces. Vinieron de lejos, explicó, mi abuela era italiana y mi abuelo habrá tenido abuelos españoles. Empezaron desde abajo. Su orgullo tuvo que ser el trabajo. Y el trabajo

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premia. Aunque luego perdieron todo. Esto lo vas a saber tú. Se lo robaron los ladrones y asesinos. Es más fácil el robo y el asesinato que trabajar. Luis creyó que había movido la cabeza hacia donde se encontraba su padre Emerenciano, pero éste ya se había ido. Le dolió más que sus heridas, pero no lo sorprendió. Así fueron las cosas, después de 1917. Por eso dijo, nos vamos a Salvatierra. Van a ver lo bonita que es, tranquila, una provincia que huele a limoneros, guayabos, el río que suena entre sus riberas arboladas, las huertas, los paseos soleados. Transcurrirían noventa años de ausencia, de angustia, y un poco más iban a ser cien. El río Lerma ya no era lo que fue, decían, hasta el río se había ido adelgazando. Luis, en su cama de hospital del Estado, volvió a percibir el olor a huerta, recordó el ate de membrillo, saboreó el camote con leche, los buñuelos con atole blanco, el rompope de piñón, volvió a ver las casonas coloniales, con sus arcadas y enrejados, balcones y portones, el convento de las Capuchinas, el jardín con su quiosco de la Plaza de Armas, los gavilanes que volaban desde el monte en círculos. Entonces tenían muchos amigos, los conocía mucha gente, pero ahora todos estaban muertos. Allá su abuelo Emerenciano hizo polvo, dijo Luis. En Salvatierra éramos gente, dijo. Cómo no. Vamos por lo que dejamos en 1917. No era dinero, ni propiedades, ni siquiera venganza, dijo. No, señor. Fueron nuestras vidas, dijo, la mía, la de mi madre y la de mis hermanos, la de mi padre, dijo. Lo que dejamos allá fue la vida. Le vinieron a la mente, de pronto, las palabras aprendidas en el Saleciano en aquellos lejanos días y que recordaba con orgullo: In nómine Patris... Luego la voz sorda enmudeció. Cerró los ojos. Pero ya había enmudecido y cerrado los ojos desde hacía largo tiempo.

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AMÉRICA SEPTENTRIONAL El Imperio de la América Septentrional se derrumbó en el siglo diecinueve, antes de ser erigido. Fue tan sólo un sueño novohispano. Sin importancia. Después de casi dos siglos de haberse desmembrado de España; ciento cincuenta y nueve de haber sido robado más de la mitad de su territorio; y de noventa años de la promulgación de la Constitución de 1917, resultado de la Revolución, México seguía siendo un sueño que apenas se iba a soñar, o que ya no habría de soñarse nunca.

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EMERENCIANO ABRE LOS OJOS 1 Ubaldo era considerado por los maletillas como un novillero fino, que sólo le faltaba llegar a la Grande. El nombre de torero ya lo tenía: Ubaldo Guzmán, El Califa. El Niño de Morelia. La estampa y el arte, también. Sólo le faltaba una tarde de toros en la Grande. Cierto día llegó hasta la vivienda de Efrén Rebolledo un hombre de estatura media, moreno, vestido de traje y sombrero, que buscaba a Ubaldo, dijo, el novillero. Su madre lo recibió con temor. Lo primero que pensó fue, ¿qué ha hecho, en qué lío se ha metido este pedazo de idiota? El señor se presentó como un empresario de la Plaza de Querétaro. Y dijo, me interesa el muchacho, quiero hablar con él, quiero ofrecerle una oportunidad. Emiliana dijo que Ubaldo no estaba pero que llegaría pronto; su nerviosismo aumentó. El hombre decidió esperarlo en la puerta de la calle. En tanto, Emiliana se tronaba los dedos en su minúscula cocina. Cuando hizo su aparición Ubaldo, el hombre lo abordó; por lo visto, lo conocía. Ahí mismo en la puerta se saludaron de mano y hablaron un buen rato. El chaval parecía extrañado, luego alegre, jubiloso. Por un momento, se le agitó el pecho y la cara se le congestionó. El otro no paraba de hablar. Mientras, asomadas en la entrada de la vivienda, Emiliana e Irma miraban atentas. El hombre ofreció una corrida de novilleros, en la Plaza de Querétaro, para una

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fecha próxima. Dos novillos para cada uno. Era la oportunidad anhelada. No podía decir que no. Sería una gran fiesta taurina, con un cartel de tres nuevas figuras, que formaría parte de una temporada ad hoc. La empresa correría con los gastos, explicó (estaba pensando en el traje de luces, en los arreos, en la compra de los astados, que costaban una fortuna, publicidad), por lo que la paga no sería mucha. Advirtió, pero esto es el comienzo. ¿Cuándo firmamos el contrato?, preguntó el hombre. Como era de esperar, Ubaldo se moría de ganas de vestirse de luces y torear en una plaza tan importante como la de Querétaro. No pensaba tanto en el sueldo. Así que lo que viniera, era ganancia. El chaval sonrió ampliamente a su apoderado, que le dio su tarjeta, y se estrecharon las manos. Luego, entró radiante y tan crecido que no cabía en lo ancho del zaguán y el andador que llevaba a la vivienda. Ya se sentía partiendo plaza, bajo la mirada preocupada de Emiliana e interrogante de Irma. ¡Ya la hice! -gritó Ubaldo, antes de llegar, con los ojos chispeantes y agitando la mano con la tarjeta. Se estaba haciendo la faena. No cabía duda. La plaza a reventar se venía abajo. Pero, Emiliana no sonreía igual. Sus ojos demostraban inquietud. Ubaldo estaba nervioso, pero empezó a hacer planes. Dijo que torearía aunque no le pagaran, que sus cuates no lo iban a creer, que ni él mismo se lo creía. Ahora sí no iba a quedar mal, como la otra vez, que un promotor, después de verlo en las prácticas de El Estadio, se le había acercado y le dio su tarjeta. Emiliana lo había dejado hablar. De repente, lo sorprendió con un saetazo y otro más... ¿Y si te mata el toro?, ¿y si ni siquiera te mueres, sino nada más quedas todo tullido?, ¿quién te va a pagar los gastos de la hospitalización? Yo no quiero que te pase nada, Ubaldo, no seas necio. Ya búscate un empleo fijo, que te dé para comer, ya sienta cabeza, para que luego te vayas a Morelia a buscarte una buena muchacha, ¡por el amor de Dios...!

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Pero, ¿no estás viendo que ésta es la oportunidad que yo y todos los de la palomilla esperábamos? ¡Y me la están dando a mí! ¡Me he fregado, he soñado con esto! ¡Ya una vez la tuve y la dejé ir, por tarugo! ¡Ahora no la voy a soltar por nada del mundo! ¡Aunque me quede en la arena! Emiliana encontró nuevos argumentos en contra. Entre otros, dijo que a la mejor tan sólo querían exprimirlo, a riesgo de su vida, y al final no le iban a dar ni agua. Hasta que ya arrinconada por el entusiasmo del muchacho, que entonces más que nunca se veía como un novillero en toda la extensión de la palabra, probó otro saetazo. Si te vas a Querétaro, yo me mato. 2 Con media estocada adentro, Ubaldo sintió que la plaza giraba a su alrededor y empezó a buscar los burladeros. Pero, lo más probable era que, desde hacía muchos años, desde 1917, desde antes de nacer, llevaba una cornada a mitad del pecho. Emiliana le había dado el mejor argumento para que él decidiera colgar la montera y el capote, antes de pisar la arena de la Plaza; para que él eligiera la desesperanza, a cambio de una supuesta tranquilidad de muchos años, la que, por lo demás, tampoco gozó nunca. 3 Como solía ocurrir durante la escritura de esta novela, anunciaron en la televisión una película mexicana de 1945, Campeón sin corona, de Alejandro Galindo. No recordaba haberla visto completa. Entonces, desde el título me atrajo. Era una película de barrio de aquellos años. Por lo menos iba a recordar, aunque no apareciera directamente, la colonia Obrera, la ropa de pachuco, el danzón y el mambo, el billar, el cabaret de medio pelo, el modito de hablar, las baladronadas de la raza... Me dispuse a verla y me sorprendió: Kid Terranova, bien interpretado por David Silva, vive con su madre en una vieja y pobre vecindad del Centro. Trabaja de nevero. Inocentote, peleonero, no tanto pendenciero, eso sí, se defiende de los abusivos. Como dijera Louis Ferdinand Céline, un tipo sin importancia colectiva,

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exactamente un individuo. (Epígrafe de La náusea, de Sartré.) Ante la vida y el mundo. Kid pretende a una vecina, Lupita -no podía llamarse de otro modo-, que tiene una modesta taquería. Poseé más que él, tal vez por eso se hace del rogar. Una vez, Kid defiende al hermanito de Lupita de la agresión de un sujeto. Lo noquea con un derechazo. Ahí lo descubre un promotor y le ofrece una oportunidad en el box. Sin mucha convicción acepta. Gana todas las peleas, menos una. No puede vencer a un pocho que habla inglés. Se siente menos que él. El famoso complejo de inferioridad del mexicano. Entonces me acuerdo de Ubaldo. Kid, en el clímax de su relampagueante carrera de boxeador, tiene una aventurilla amorosa con una chica de la alta sociedad. Ésta se divierte con él un rato y luego lo despide. Él, que se lo ha tomado en serio, queda mal anímicamente. Se confirma, es inocentón, tiene cualidades boxísticas, pero, abajo del ring, abre la guardia y le entran todos los golpes. Hace berrinche y quiere mandar todo al diablo. A regañadientes acepta la revancha con el púgil pocho. Indispensable para aspirar al campeonato mundial; atrapa el interés de la afición. En la pelea, que va ganando por puntos, al pocho le dicen en su esquina que le hable en inglés. Él así lo hace y esto es más poderoso que el punch de Kid. Lo derriba. En la lona, Kid descubre en ring side a la chica de la alta que quiere. Pero no va por él, sino por su archienemigo. Se levanta con renovado brío antes de los diez segundos y destroza a golpes al pocho invencible. Demuestra que lo puede vencer, que es un peleador superior, pero algo dentro de él se lo impedía. Sólo lo consigue cegado por la pasión y los celos. Dirige una última mirada al pocho derribado y se encuentra con la chica de la alta que consuela a su nueva conquista. La victoria es suya en el ring, pero lo derrotan en la pelea de la vida, que le interesa más. No es un profesional, es un niño encaprichado. Resentido, se va a los vestidores, se arranca los guantes con los dientes, rechaza con violencia a los comentaristas de radio que lo quieren entrevistar y a su representante le grita que deja el box y, por ende, al campeonato mundial que disputaría en su siguiente pelea. Tal vez se castiga a sí mismo por no merecer a la chica de la alta. Se dedica a gastar su dinero en tugurios, bebiendo alcohol con mujeres del cabaret. Sabe que no merece nada. Termina hecho una piltrafa, un teporocho, en la calle y sin un

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centavo para una cerveza. Cree que la realidad es como se la imagina que es. Y la realidad lo humilla. La vida, su peor pelea. Una noche, fatigado de vagar, vestido de harapos, mugroso, la barba crecida, con frío y hambre, se mete a una cantina del barrio a descansar un poco. En el radio -no hay televisión todavía- empieza la transmisión de una pelea por el campeonato mundial de peso welter. El mexicano vence al estadounidense. Lo entrevistan y el nuevo campeón recuerda a otro mexicano que mereció, antes que él, ese campeonato: Kid Terranova. Éste no lo soporta y sale, alterado, de la cantina. En ese momento, ya me había convencido que era la película, el melodrama, de Ubaldo Guzmán. Sin embargo, hay algunas diferencias. Ubaldo no llega a tirarse de plano al alcohol. Pero, se condena a la soledad, al rechazo no de la alta sino de toda la sociedad. Abandona a sus antiguos amigos y se mete en los cuernos de la bestia. Ni siquiera vive con sus recuerdos, sino con la frustración y el resentimiento, el resto de sus días. Ubaldo también desprecia su gran oportunidad, la de una corrida de novilleros en Querétaro, y otro pocho le gana la mujer que quiere. La noche en la que vuelve a perder la pelea de su vida, cuando sale de la cantina, Kid Terranova es alcanzado por su madre y la novia a la que le había dado la espalda. La primera le dice que vuelva a la casa y la segunda, mientras lo coge del brazo, le revela que en la nevería dicen que nadie como él para hacer la nieve de membrillo. Este reconocimiento no lo confunde, no lo postra, como el que le hizo el nuevo campeón. Y se deja llevar por las dos mujeres. ¿De veras dicen lo de la nieve de membrillo?, pregunta interesado a la Lupita que mueve la cabeza afirmativamente. A Ubaldo nadie lo rescata. Hay diferencias de matiz entre la ficción y la realidad. Pero, ambos campeones sin corona, en el fondo, son luchadores con miedos infantiles. Una mujer los puede hundir y otra los puede salvar. En el caso de Kid, la madre y la novia buena se alían para salvarlo. Tiene suerte. El Matador, en cambio, queda fuera de la Plaza para siempre. En la soledad. No hay mujer que lo salve. Ni su madre. Tampoco ninguna novia le dice lo castigador que es. No hay retorno a la Colonia Obrera. Su melodrama parece más bien tragedia.

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4 Muchos años después, ciertamente. Una mañana de septiembre de 2005, llegó Irma al Hospital 76 del Seguro Social a la visita diaria que hacía a Ubaldo; se alternaba con sus hermanas y Sergio para este fin. Aquél había ingresado una semana atrás, con un cuadro clínico muy complicado, aunque consciente y de pie. Se lo notaba decaído, débil. Sin embargo, esa mañana Irma lo encontró sentado en la orilla de la cama, con una cierta alegría en el rostro y una lucecilla en el fondo de los ojos, enmarcados por el pelo totalmente blanco y todavía ondulado. Sorprendida, lo saludó y preguntó a dónde se dirigía. Hasta buen semblante le vio. Ubaldo contestó que se disponía a tomar un baño. Irma dijo, entonces te sientes mejor, qué bueno. Tuve un sueño de antología -dijo Ubaldo, con una sonrisa casi maliciosa. Ah, sí, ¿qué soñaste? ¡Soñé con la Plaza México! -dijo con una voz torera aún. Oye, qué padre. ¿Y quién toreaba? ¡Cómo quién, pues yo! Irma contuvo las lágrimas con dificultades. Ubaldo, todavía con el recuerdo de la tarde de toros, en una arena resplandeciente por el sol y la pasión que unía a los aficionados, al matador y al toro, a duras penas pudo apoyar el pie en el banquillo para bajar de la cama; a punto estuvo de perder el equilibrio, mientras Irma, aún mordiéndose los labios, lo ayudaba como podía a mover los conductos, las bolsas del suero y del medicamento, que colgaban del tripié móvil. Poco a poco, caminó hacia el baño, con doce o quince kilos de sobrepeso, arrastraba los pies y los implementos médicos. Tres días más tarde, El Matador, Ubaldo Guzmán, inconsciente, sedado, con las muñecas atadas a la cama, recibiría una estocada hasta la empuñadura. 5 En 1997, cuatro semanas antes de que internaran por última vez a Emiliana en ese mismo Hospital 76 del Seguro Social, de la avenida Santa Clara (donde ocho años después ingresaría Ubaldo de igual

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modo), aquélla contó a Baldomero el sueño que la había conmovido la noche anterior. Estaba en ese preciso sitio de la casa donde se encontraba hablando, alumbrada por la luz artificial, a dos pasos de su recámara. Se hallaba sola, por eso la intrigó que una voz delgada la llamara desde el interior de la habitación, que estaba en penumbra. Dijo que se volvió y, al primer instante, no distinguió nada. Pero al regresar a su posición inicial escuchó de nuevo esa leve voz que la llamaba. Emiliana, ven Emiliana. Entonces, sí, intrigada, se acercó un poco a la entrada de la recámara y vio que, dentro, se distinguían las figuras de dos mujeres y un hombre. ¿Quiénes habían llegado, se preguntó, y cómo habían entrado hasta allí sin que se diera cuenta? Y si no había sido así, ¿qué clase de visión era ésa? Tenía dificultades para moverse, perdía el equilibrio con facilidad, así que optó por aguzar la mirada y no se sorprendió mucho cuando reconoció en esas figuras de la penumbra a su mamá Grande, o Chucha, a su mamá Pachita, a Luis, su marido, y hasta entonces vio dos niñas pequeñas, que eran sus primeras hijas, Anita y Amelia. Su mamá Pachita despegó los labios para decirle: Emiliana, ándale, ya vente para acá. ¿Qué estás esperando? Ella admitió que cuando reconoció a sus seres queridos, fallecidos hacía tanto tiempo -excepto Luis, que había muerto unos cuantos años atrás-, que habían ido a buscarla, le dio una gran alegría. Pero, luego pensó, ¿por qué no salen, por qué no vienen a saludarme, por qué no me dan un abrazo? Mamá Chucha, mamá Pachita... El rostro, la mirada, se le debieron de haber iluminado, como le ocurría cuando sentía alegría. Ven, apúrate -le dijo Pachita, y le hizo la seña con la mano de que entrara en la habitación, en tanto Luis y las niñas la miraban atentos, ansiosos, desde el fondo de la penumbra. 6 Arribé a Salvatierra el viernes 27 de julio de 2007. Había visitado Moroleón, el 25 de julio, fecha en la que se cumplieron noventa años del asesinato de Emerenciano Guzmán. A la hora en la que se había escenificado dicha

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desgracia, yo me presentaba ante Delia y sus primas María, Pera y Guadalupe, todas Cerrato y muy probables descendientes de la familia de mi bisabuela Abrahamcita Cerrato. En ese pueblo, en esas calles, igual que los ancestros de estas mujeres, los míos habían caminado y convivido mucho más de cien años atrás. Con ellas, sin duda, compartía algo del pasado de mi abuelo, de su familia, y, por lo tanto, también de Moroleón Deposité mi maleta en la Central de Autobuses y luego tomé un taxi para que me condujera al Panteón Municipal de Salvatierra. Recordaba la muerte de un hombre que, sin proponérmelo, se había convertido en alguien muy importante para mí. Quería recordarlo sin lamentos, sin tristeza. Al contrario, desde que bajé del autobús, noté que me fortalecía el buen humor, como si hubiera llegado a una cita festiva, mucho tiempo esperada. Hasta hice plática con el chofer del taxi. Confirmé con él que ese panteón fuera el más antiguo de la ciudad. Me dijo que había otro anterior. Se refirió al de la iglesia de Santo Domingo de Guzmán. Dijo, ahí están los fundadores de la ciudad. No, mi abuelo Emerenciano no era uno de ellos. Me apeé a la entrada de una calle cerrada. Al fondo, como en la bruma de un sueño, se levantaba la portada del Panteón Municipal. Vino a mí la sensación de haber llegado a un lugar conocido, familiar. Uno en el que había estado no una sino varias veces muchísimos años atrás. Fue como si me acordara de esa vista; como si reviviera el sueño que me sugirió la primera impresión. Ése era el sitio donde fue enterrado Emerenciano Guzmán. El 26, tal vez el 27 de julio. Hacía noventa años, precisamente. Caminé con lentitud hacia la entrada. Ésta, que consistía en una enorme reja, pintada de negro, enmarcada con una ancha estructura de ladrillo, parecía cobrar mayor altura a cada uno de mis pasos. Una vez frente a ella, noté que una de las puertas de la reja estaba abierta. No había vigilancia. Tan sólo unos trabajadores que arreglaban un muro. Entré no sin experimentar un ligero estremecimiento. Había llovido el día anterior y el barro ensuciaba mis zapatos. El cielo estaba nublado, pero el ambiente era cálido. Casi diría, acogedor. Me interné entre las tumbas de diferentes tamaños y formas. La mayoría eran sencillas y de fechas más o menos recientes. En la parte posterior encontré la más vieja. Era de 1898. Alguna de 1944, otras de 1952... Pero de 1917, ninguna. Continué mi marcha

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entre los hierbajos, algunos me llegaban a las rodillas y otros no me permitían el paso. El panorama era no tanto de muerte como de abandono, de desolación. Alargaba la vista para tratar de leer los nombres que aparecían en las tumbas más lejanas. Me di por vencido. No había nada de Emerenciano Guzmán. Tampoco tenían archivos más antiguos que los de 1975. Lo había averiguado en el Archivo Histórico de esa ciudad en mi anterior visita. Pero, yo tenía que constatarlo por mí mismo, además de darme la satisfacción de visitar el Panteón Municipal. Me planté en un extremo y estiré el cuello; una vez más traté de leer a lo lejos algunos epitafios. Me dije que en algún lugar de ese terreno habían yacido alguna vez los restos de mi abuelo Emerenciano, pero de ellos no quedaba absolutamente nada. Pisoteé el terreno que tenía bajo los pies. Pude haber estado pisando la tierra de su tumba. Eso era lo que quedaba. Nada. Hacía muchas décadas que debió haber desaparecido. No subsistía la menor huella. Habían barrido su rastro. Tal vez lo habían desaparecido de todos los registros. Por eso no había encontrado casi ninguna huella suya, ni indicio, menos el historial acerca del asesinato en ninguna de las tres ciudades que podrían conservarlo. Parecía que se había desintegrado en el aire. En un momento, volví a pensar que yo había venido de la nada. Y el viejo panteón se cimbró bajo mis pies. 7 “Por cierto, doña Lucita murió no hace ni un mes, de nada, fue por la edad”, escribió en un correo electrónico el cronista don Miguel el 6 de septiembre. Baldomero enmudeció durante largo rato ante esas líneas de la pantalla. Con doña Lucita Ponce se había ido el último raigón de vida de 1917. Era la sombra que faltaba, para que la congregación de los muertos estuviera completa. Ya no faltaba nadie; ya no había nadie más con esa mirada, esa voz y esa memoria de hacía ciento un años. 8 Emerenciano Guzmán volvió a aparecer ante ese hombre, de mayor edad que él, era su nieto y dormía, en la misma extraña habitación de un tiempo y lugar desconocidos: la ciudad de México de 2007. Y, como

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la primera vez, era una noche oscura, cerrada. Pero en esta ocasión se encontraba solo y conocía toda la historia. Aquella primera ocasión ocurrió, con exactitud, cuando abrió los ojos de repente en el Hospital Municipal de Salvatierra, antes de cerrarlos para siempre, en las últimas horas de aquel lejano miércoles 25 de julio de 1917. Sabía que ese remoto instante había encerrado las vidas de hombres y mujeres que sumaban hacia el futuro, noventa años; y hacia el pasado, ciento diez y siete. Esta última vez había regresado ex profeso para acudir a la cita con Baldomero. La última, la definitiva, quizás.

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LA LUZ DE LUNA ABRE LA NOCHE CIUDAD DE MÉXICO, 2007 Volví a despertar a las tres de la mañana, pero esta vez con la imagen de mi abuelo, Emerenciano Guzmán, cabalgando al pie del cerro Culiacán. No llevaba sombrero; o lo llevaba en una mano. Era un jovencito de quince años, con la cara encendida y el pelo que se lo revolvía el viento. Los ojos cubiertos de lágrimas de ira. La pistola muda, inútil, al cinto. El saco volaba como bandera. Esa imagen se esfumó cuando acabé de abrir los ojos en mi habitación a oscuras y fría como un sótano. En la profundidad del silencio nocturno, una presencia me observaba. Lo supe, aunque no me había vuelto hacia el sitio donde se encontraba. Era mi abuelo. No me atreví a incorporarme. Giré la cabeza poco a poco hacía donde percibía la presencia. Me miraba. Cierto. Aunque era otra mirada. Quise decir: ¡Abuelo!, pero, mis labios permanecieron unidos. Sentí la boca seca y frío en la espalda. Entonces entendí la expresión de sus ojos y el leve gesto de su rostro aún joven, bastante más joven que el mío. Había serenidad en esos ojos; y él insinuaba una sonrisa. Fue entonces cuando, para mi asombro, descubrí que su ropa estaba empapada de sangre en el pecho. Me levanté de un salto y quedé frente a él. Aunque hubiera tratado de acercarme no lo hubiera conseguido. Había una distancia mayor que la que aparentaba haber entre nosotros. Hizo un movimiento con la mano, apenas perceptible, para tranquilizarme. Abuelo -empecé a decir, nervioso, en silencio...- No hice gran cosa. La historia sigue igual, en su mayor parte oculta, ignorada. Entonces me vino a la mente el concepto de la culpa y el sentimiento de orfandad que habían venido formando parte de mí y

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de la familia. Un sentimiento trágico de la vida. Él, de pronto angustiado, me miró el pecho. Bajé la vista y descubrí con horror que yo también sangraba profusamente. ¡Nos han matado a todos, abuelo! -grité, en tanto veía el brillo de la sangre y trataba de cubrir las heridas con las manos. Con la vista nublada y la conciencia de que nos habían derrotado en todos los frentes, retorné al abuelo que, de improviso, había recuperado la serenidad. Me hizo el mismo casi imperceptible movimiento con la mano. Lo interpreté como de afecto, de consuelo. Avancé un paso, quise tocarlo, abrazarlo –tal vez refugiarme-, pero él comenzó a alejarse de mí. ¡Abuelo!-grité. En ese momento, lo negro de la noche había devorado su cuerpo excepto el rostro y las manos, que parecían flotar ante mí. No había amargura, ni desesperanza, en ese rostro y en esas manos. Sin dejar de mirarlos me toqué el pecho, con lentitud, una y otra vez, hasta convencerme de que en realidad no estaba herido. Recordé que mi abuelo había sido asesinado hacía noventa años. El rostro y las manos, entonces, desaparecieron. Después, la tranquilidad volvió a mí. Nos habían despojado de muchas maneras, pero comprendí que una parte muy importante seguía siendo nuestra. Presentí que esa parte sería invulnerable: bien resguardada dentro de nosotros. Ya lo estaba en mí. Tenía la certeza de que había recuperado de algún modo a mi abuelo y su historia. El silencio y la oscuridad de la noche me envolvían. Me sentí protegido, casi arropado, sereno, al fin, en medio de tal soledad. El laberinto se abría. Ninguna lesión me sangraba. Afuera, en lo alto, como si la estuviera viendo, surgió de entre las nubes grises la luna enorme, blanquísima: brillaba, refulgía como nunca, casi diría que palpitaba. Y, de pronto, había invadido con su claridad toda mi casa.

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Índice LA CAÍDA DE LA NOCHE. CIUDAD DE MÉXICO, 2006

7

SALVATIERRA, 1917

11

CIUDAD DE MÉXICO. 2005-2006

17

SALVATIERRA, 1917

22

MOROLEÓN, 1894

29

SALVATIERRA, 1903

33

CIUDAD DE MÉXICO, 2006

37

CIUDAD DE MÉXICO, 2006

44

SALVATIERRA, 1917

45

LA NOCHE SIGUE. CIUDAD DE MÉXICO, 2006

50

SALVATIERRA, 2006

58

SALVATIERRA, 1917

60

SALVATIERRA, 2006

67

MORELIA-SALVATIERRA, 1928

83

EL SUEÑO VUELVE SIEMPRE. MORELIA, 1928.

101

LA RECONQUISTA. SALVATIERRA-MOROLEÓN, 1900 y 2006

110

CIUDAD DE MÉXICO, 2006

125

389


LOS CRISTEROS. MORELIA, 1929

129

¡VIVA EMERENCIANO GUZMÁN!. SALVATIERRA, 1917

146

CIUDAD DE MÉXICO, 2006.

149

CIUDAD DE MÉXICO, 2006.

169

VENUSTIANO CARRANZA, 1914-1920.

176

BIOGRAFÍA DE UN DISFRAZ. CIUDAD DE MÉXICO, 2006.

185

LA CRUDA NOCHE. CIUDAD DE MÉXICO, 2007.

192

UN SIGLO DE AUSENCIA. CIUDAD DE MÉXICO, 2006.

198

LA VIDA ESTÁ EN OTRA PARTE. COLONIA OBRERA

205

CIUDAD DE MÉXICO, 2006

228

EL LADO OSCURO DE GUANAJUATO

241

VIAJE AL FIN DE LA NOCHE, COLONIA OBRERA

245

LA TRAGEDIA Y EL MITO, 2007

263

EL EXTRANJERO. COLONIA OBRERA, 1952-1958

268

NOCHE CERRADA. COLONIA OBRERA

290

EL VIEJO MUNDO,. SALVATIERRA Y MOROLEÓN, 2006

301

LA TIERRA RECOBRADA. MOROLEÓN, 2007

310

EL SUEÑO DE LOS CRIOLLOS

316

EL LABERINTO DE LA SOLEDAD. SALVATIERRA, 2006

322

LA LARGA NOCHE, 2006

338

EL CIBERESPACIO NOCTÁMBULO

347

MELANCOLÍA DE CIEN AÑOS, 2006

350

UBALDO GUZMÁN

353

LUIS GUZMÁN

360

AMÉRICA SEPTENTRIONAL

374

EMERENCIANO ABRE LOS OJOS

375

LA LUZ DE LUNA ABRE LA NOCHE. CIUDAD DE MÉXICO, 2007.

385

ÍNDICE

389

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