Literar septiembre 2013

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REVISTA

“Literar” es un compendio de ideas, opiniones y consejos relacionados al ambiente cultural (vasado en el derecho de libre expresión, art 14 de la constitución nacional Argentina), en ningún modo la “Revista” asevera o confirma ningún contenido de la misma, la “Revista Literar” es un panfleto que solo difunde los contenidos culturales como opiniones de sus autores y estos no necesariamente reflejan la opinión de “Literar” o pasan por un proceso de verificación o censura. Las imágenes solo tienen un fin ilustrativo y pueden no corresponder a la realidad. “Literar” NO COBRA por publicidad u otro servicio ni persigue fines de lucro…


Crea un mundo C


o a tu medida… Créate un mundo literar PROYECTO LITERAR


Índice Autores

celebres

Rudyard

Kipling-----------------pág.

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Autores celebres Pedro Antonio de Alarcón-------------pág. 16 La frase del mes --------------------------------------------pág. 22 Reseña “CARTAS A PARACUELLOS”-----------------------pág. 24 J. Alberto Hernández---------------------------------------pág. 26 Reseña “El Millonario”------------------------------------pág. 28 “La Ausencia” por Celina Perez Novoa--------------pág. 30 “La Otra Mirada” por Celina Perez Novoa-------------pág. 31 Reseña “El Verano de los juguetes muertos”-----------pág. 34 Ciencia Ficción con Vicente Hernándiz---------------pág. 36


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LITERAR


Autores celebres!!

Rudyard Kipling...

La Casa de los Deseos

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a nueva visitadora de la iglesia acababa de marcharse tras pasar veinte minutos en la casa. Mientras estuvo ella, la señora Ashcroft había hablado con el acento propio de una cocinera anciana, experimentada y con una buena jubilación que había vivido mucho en Londres. Por eso ahora estaba tanto más dispuesta a recuperar su forma de hablar de Sussex, que le resultaba más fácil, cuando llegó en el autobús la señora Fettley, que había recorrido cincuenta kilómetros para verla aquel agradable sábado de marzo. Eran amigas desde la infancia, pero últimamente el destino había hecho que no se pudieran ver sino de tarde en tarde. Ambas tenían mucho que decirse, y había muchos cabos sueltos que atar desde la última vez, antes de que la señora Fettley, con su bolsa de retazos para hacer una colcha., ocupara el sofá bajo la ventana que daba al jardín y al campo de fútbol del valle de abajo. -Casi todos se han apeado en Bush Tye para el partido de hoy -explicó-, de manera que me quedé sola la última legua y media. ¡Anda que no hay baches!

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-Pero a ti no te pasa nada -dijo su anfitriona-. Por ti no pasan los años, Liz. La señora Fettley sonrió e intentó combinar dos retazos a su gusto. -Sí., y si no ya me habría roto la columna hace veinte años. Seguro que ni te acuerdas cuando me decían que estaba bien fuerte. ¿A que no? La señora Ashcroft negó lentamente con la cabeza -todo lo hacía lentamente- y siguió cosiendo un forro de arpillera en un cesto de paja para herramientas adornado con cintas de algodón. La señora Fettley siguió cosiendo retazos a la luz primaveral que entraba entre los geranios del alféizar, y ambas se quedaron calladas un rato. -¿Qué tal es esa nueva visitadora tuya? -preguntó la señora Fettley con un gesto hacia la puerta. Como era muy miope, al entrar casi se había tropezado con aquella señora. La señora Ashcroft suspendió la gran aguja de coser el forro con un gesto tranquilo antes de pincharla.

-Salvo que no te cuenta nada de lo que pasa por ahí, no tengo nada especial contra ella. -La nuestra, la de Keyneslade -dijo la señora Fettley- habla sin parar y es muy compasiva, pero no se para a escuchar. Dale que dale, que no la oyes más que a ella. -Ésta no habla mucho. Yo creo que quiere hacerse de esas monjas protestantes, o algo así. -La nuestra está casada, pero dicen que como si nada... -la señora Fettley levantó la barbilla huesuda-. ¡Dios mío! ¡Esos malditos altobuses arman un terremoto! La casita revestida de azulejo tembló al paso de dos autobuses especiales de cuarenta plazas que se dirigían al partido de Bush Tye; detrás de ellos humeaba el autobús «del mercado» de todos los sábados. camino de la capital del condado, y de una de las tabernas abarrotadas salió un cuarto vehículo a sumarse a la procesión, impidiendo el paso de los coches que iban de excursión en sentido opuesto.


-Sigues teniendo la lengua tan larga como siempre, Liz -observó la señora Ashcroft. -Sólo cuando estoy contigo. El resto del tiempo soy la típica agüelita: tres nietos ya. Apuesto que ese cesto es para uno de tus nietos, ¿a que sí? -Es para Arthur, el mayor de mi Jane. -Pero no trabaja en ninguna parte, ¿verdad? -No. Es para cuando van de gira. -Tienes suerte. Mi Willie se pasa la vida pidiéndome dinero para comprar uno de esos arradios que pone la gente en el jardín para oír la música que dan de Londres y todo eso. Y encima se lo doy... ¡Si es que soy tonta! -Y, ¿a que no te da un beso de gracias después? -la sonrisa de la señora Ashcroft parecía dirigirse a ella misma. -Y tanto. Los chicos de ahora no se pueden comparar con los de hace cuarenta años. Muchos derechos y nada de obligaciones. ¡Y se lo aguantamos! ¡Si es que somos tontas! ¡Willie me pide tres chelines cada vez! -Si es que se creen que el dinero crece en los árboles... -dijo la señora Ashcroft. -Y la semana pasada -siguió la otra- mi hija va y pide un cuarto de libra de tocino al carnicero y va y le dice que se lo corte, que no va ella a molestarse en cortarlo. -Apuesto que se lo cobró. -Apuesto que sí. Me dijo que aquella tarde había una sesión de tresillos en la asociación de mujeres y que no iba a molestarse ella en picarlo. -¡Mira que! La señora Ashcroft dio los últimos toques al cesto. Apenas había terminado cuando llegó corriendo su nieto de dieciséis años, con una de las tantas muchachas que lo seguían a todas partes, recorrió el sendero del jardín preguntando a voces si ya estaba listo el cesto, lo agarró y se marchó sin dar las gracias. La señora Fettley lo contempló atentamente. -Van de gira no sé dónde -explicó la señora Ashcroft. -¡Ah! -dijo la otra entornando los ojos-. Apuesto a que no las deja en paz si le dan una oportunidad. Ahora que lo pienso. ¿a quién demonios me recuerda?

Biografía

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ue un escritor y poeta británico nacido en la India. Autor de relatos, cuentos infantiles, novelista y poeta, se le recuerda por sus relatos y poemas sobre los soldados británicos en la India y la defensa del imperialismo occidental, así como por sus cuentos infantiles. Algunas de sus obras más populares son la colección de relatos The Jungle Book (El libro de la selva, 1894), la novela de espionaje Kim (1901), el relato corto The Man Who Would Be King (El hombre que pudo ser rey, 1888), publicado originalmente en el volumen The Phantom Rickshaw, o los poemas Gunga Din (1892) e If— (traducido al castellano como Si..., 1895). Además varias de sus obras han sido llevadas al cine. Fue iniciado en la masonería a los veinte años, en la logia «Esperanza y Perseverancia Nº 782» de Lahore, Punjab, India. En su época fue respetado como poeta y se le ofreció el premio nacional de poesía Poet Laureat en 1895 (poeta laureado) la Order of Merit y el título de Sir de la Order of the British Empire (Caballero de la Orden del Imperio Británico) en tres ocasiones, honores que rechazó. Sin embargo aceptó el Premio Nobel de Literatura de 1907, el primer escritor británico en recibir este galardón,1 y el ganador del premio Nobel de Literatura más joven hasta la fecha. En 2012, en reconocimiento por su interés en las ciencias naturales, se nombra una nueva especie de cocodrilo prehistórico, el Goniopholis kiplingi, por los fósiles descubiertos en el Reino Unido en 2009

Acercamiento a la literatura La Gaceta Civil y Militar en Lahore, a la cual Kipling llamaba «Mi primer amante y el amor más verdadero», aparecía seis días por semana durante todo el año, excepto en Navidad y Pascua. Kipling trabajaba mucho y muy duro para el redactor, Stephen Wheeler, pero su necesidad de escribir era imparable. En 1886, él publicó su primera colección de versos, Cantinelas departamentales. Ese año también hubo un camPag. 7


bio de redactor, pues asumió el cargo Kay Robinson, quién permitió una mayor libertad creativa, y además solicitaron que Kipling redactara pequeños cuentos, que serían incluidos en el periódico. Mientras tanto, en el verano de 1883, por primera vez Kipling visitó Simla (actual Shimla). Posteriormente la familia de Kipling visitó Simla anualmente, en donde le solicitaron a John Lockwood Kipling pintar un fresco en la Iglesia de Cristo de allí. Por otra parte Rudyard continuó visitando Simla todos los años desde 1885 hasta 1888; aquella ciudad significó mucho en el escritor, pues figura en muchas sus historias escritas para la Gaceta.5 De regreso en Lahore, aproximadamente treinta y nueve historias aparecieron en la Gaceta entre noviembre de 1886 y el junio de 1887. Una parte importante de esas historias fueron incluidas en Cuentos de las colinas, la primera colección de prosa de Kipling, que fue publicada en Calcuta en enero de 1888, un mes después de que cumpliera los 22 años. En noviembre de 1887, fue transferido a un periódico hermano de la Gaceta, pero más importante: El Pionero, en Allahabad, en las Provincias Unidas. Pero sus ansias por escribir no fueron saciadas y crecían frenéticamente, y durante el siguiente año publicó seis colecciones de historias cortas: Tres soldados, La historia de Gadsbys, En blanco y negro, Bajo el Deodar, El fantasma Jinrikisha, y Wee Willie Winkie, con un total de 41 cuentos. Además, como corresponsal de El Pionero en la región occidental de Rajputana, escribió muchos bosquejos que más tarde fueron recogidos en Letters of Marque y publicados en De un mar a otro A principios de 1889, El Pionero relevó a Kipling de su cargo por un conflicto. Por su parte, Kipling había estado pensando cada vez más en su futuro; vendió los derechos de sus seis volúmenes de historias en £200, y Cuentos de las colinas en £50; además, recibió seis meses de sueldo de El Pionero. Decidió utilizar este dinero para volver a Londres, el centro del universo literario en el Imperio Británico. El 9 de marzo de 1889, Kipling salió de la India, viajando primero a San Francisco vía Yangon, Singapur, Hong Kong y Japón. Viajó a los Estados Unidos escribiendo artículos para El Pionero, que también fueron recogidos en De un mar a otro. Kipling fue un escritor fecundo. Ya en 1890 era considerado como una notabilidad en las letras inglesas. Comenzó su viaje por América en San Francisco, luego fue al norte de Portland (Oregón), también estuvo en Seattle, Washington; luego viajó a Canadá, visitando Victoria y Vancouver, volvió a Estados Unidos y visitó el Parque Nacional de Yellowstone; bajó a Salt Lake City, luego hacia el este a Omaha, Nebraska y Chicago, Illinois; después se quedó un tiempo en Indian Village, en el río Monongahela; y finalmente fue a Elmira, en Nueva York, donde encontró a Mark Twain, tras lo cual cruzó el Atlántico por sentirse intimidado por la presencia de éste, retornando a Liverpool en octubre de 1889. Después de eso, debutó en el mundo literario londinense, que lo acogió con gran aclamación. Pag. 8

-Tienen que apañárselas por su cuenta... igual que nosotras a su edad -dijo la señora Ashcroft empezando a preparar el té. -Tú sí que te las apañabas bien, Gracie -dijo la señora Fettley. -¿De qué hablas ahora? -No sé... Pero de repente me acuerdo de aquella mujer de Rye... no me acuerdo cómo se llamaba... Barnsley, ¿no? -Quieres decir Batten... Polly Batten. -Eso es... Polly Batten. Aquel día que se te echó encima con un tenedor de la paja -era cuando íbamos a la trilla en Smalldene- por quitarle el novio. -Pero, ¿no me oíste decirle que por mí se lo podía quedar? -la señora Ashcroft tenía la sonrisa y la voz más suaves que nunca. -Claro, y todos creíamos que te iba a clavar el tenedor en el pecho cuando se lo dijiste. -No... Polly nunca se pasaba. Era demasiado fuguillas para llegar hasta el final. -Pues a mí siempre me pareció -dijo la señora Fettley tras una pausa- que lo más tonto del mundo es que dos mujeres se peleen por un hombre. Es como un perro con dos amos.


-A lo mejor. Pero, ¿por qué te acuerdas ahora de todo eso, Liz? -La cara del chico y la forma de andar. No lo había visto desde que era rapaz. A tu Jane no le vi nada así, pero este chico... este chico. ¡Pero si es como volver a ver a Jim Batten otra vez! ... ¿Eh? -A lo mejor. Las hay que lo dicen... claro que ellas son estériles. -¡Ah! ¡Bueno, bueno! ¡Hay que ver, hay que ver! ... Y ya hace años que murió Jim Batten... -Veintisiete años -respondió brevemente la señora Ashcroft-. ¿Quieres servirlo tú, Liz? La señora Fettley sirvió las tostadas con mantequilla., el pan de higos, el té hervido, amargo como el pecado., conserva casera de peras y una cola de cerdo hervida, fría, para bajar los bollos. Lo elogió todo cumplidamente. -Sí., a mí no me gusta maltratar la panza -dijo pensativa la señora Ashcroft-. Sólo se vive una vez.

Carrera como escritor Varias historias de Kipling habían sido aceptadas por algunos editores de revistas londinenses. Kipling encontró un lugar en el que vivió durante los dos años siguientes, durante los cuales publicó la novela La luz que se apaga; y también conoció a Wolcott Balestier, un escritor y editor estadounidense, quien colaboró en la novela Naulahka.4 9 En 1891, por consejo de sus doctores, Kipling emprendió otro viaje por mar a Sudáfrica, Australia, Nueva Zelanda e India. Sin embargo, aplazó sus proyectos para poder pasar la navidad con su familia en la India, pero cuando se enteró de la muerte repentina de su amigo Balestier debido a las fiebres tifoideas, decidió volver inmediatamente a Londres. Antes de su viaje, avisó por telegrama a la hermana de Wolcott, Caroline.4 Mientras tanto, a finales de 1891, se publicó su colección de cuentos de los Británicos en la India, Life’s Handicap.

-Pero., ¿no te sientes pesada a veces? -le sugirió su invitada. -La enfermera dice que es más fácil que me muera de una indigestión que de la pierna -comentó la señora Ashcroft. que tenía desde hace mucho tiempo una úlcera en el tobillo para la que necesitaba la asistencia constante de la enfermera del pueblo, que presumía (o dejaba que lo hicieran otros por ella) que desde su toma de posesión le había hecho ya ciento tres curas. Pag. 9


-¡Y con lo dispuesta que has sido siempre! Te ha venido todo demasiado pronto. Mira que te he visto empeorar -dijo la señora Fettley en tono verdaderamente afectuoso. -A todos nos tiene que dar algo alguna vez. Entodavía me queda el corazón -fue la respuesta de la señora Ashcroft. -Siempre has tenido un corazón que vale por tres. Da gusto recordarlo cuando va una apagándose. -Bueno, tú también tienes cosas que recordar -contestó la señora Ashcroft. -Y tanto. Pero no pienso demasiado en esas cosas salvo cuando estoy contigo, Gra. Para recordar no hay como las amistades. La señora Fettley, con la boca medio abierta. se quedó mirando el calendario de colores de la tienda de comestibles. La casita volvía a retemblar al paso de los automóviles, y el campo de fútbol repleto, al otro lado del jardín, hacía casi tanto ruido como los coches, porque la gente del pueblo estaba entregada a sus diversiones del sábado.

La señora Fettley llevaba un rato hablando con gran precisión y sin interrumpirse, hasta que se secó los ojos. -Y entonces -concluyó- me leyeron su esquela en los papeles el mes pasado. Claro que ya no era asunto mío... porque hacía tanto tiempo que no le había puesto la vista encima. Claro que no podía decir ni hacer nada. Y tampoco tengo derecho a ir a Eastbourne a ver su tumba. Llevo tiempo pensando en ir un día en el altobús, pero en casa me iban a freír a preguntas. De manera que ya no me queda ni eso para consolarme. -¿Pero has tenido tus satisfacciones? -¡Y tanto que sí! Los cuatro años que trabajó en el tren cerca de casa. Y los otros maquinistas le hicieron un funeral muy güeno.

-¡Nunca lo hubiera creído! ¿Y qué dijo tu marido de todo eso? -preguntó la señora Fettley cuando cesó el relato hecho en voz grave.

contento de volver a verme. -Eso debió ser cuando yo estaba en Cosham -dijo la señora Fettley.

-Dijo que por él podía irme donde me diera la gana. Pero como estaba en cama dije que lo cuidaría. Ya sabía él que no iba a aprovecharme mientras estuviera así de malo. Duró ocho o nueve semanas. Entonces le dio corno un ataque y se quedó varios días quieto como una piedra. Entonces un día se levanta en la cama y va y dice: «Reza para que ningún hombre te trate como me has tratado tú a mí.» Y yo digo: «¿Y tú?» Porque ya sabes tú, Liz, cómo era él con las mujeres. «Los dos», dice él, «pero yo me estoy muriendo y veo lo que te va a pasar». Se murió un domingo y lo enterramos el jueves... Y mira que lo había querido yo... antes o... no sé.

-Te acordarás, Liz, que en aquellos tiempos la gente no andaba con aquellos orgullos tontos, igual que no había cines ni campeonatos de tresillos. Fueses hombre o mujer, tomabas cualquier trabajo que te dieran un chelín. ¿No es verdad? Yo estaba agotada después de Londres, y creí que el aire del campo me sentaría. Así que me quedé en Smalldene y echaba una mano cuando había que sacar las patatas tempranas o matar gallinas... Todo eso. ¡Anda. que no se hubieran reído de mí en Londres si me hubieran visto con botas de hombre y las enaguas remangadas!

-No me lo habías dicho nunca -aventuró la señora Fettley.

-La verdad es que no fui allí por eso. Tú sabes tan bien corno yo que las cosas nunca pasan hasta que han pasado. El corazón no te advierte de nada cuando te va a pasar algo hasta que ya te ha pasado. No nos enteramos de las cosas hasta que ya han pasado.

-Te lo digo por lo que acabas de decirme tú. Cuando se murió escribí para decir que ya estaba libre a aquella señora Marshall de Londres... con la que empecé de pincha de cocina hace... ¡tantos anos, Dios mío! Se alegró mucho, porque ellos se estaban haciendo viejos y yo ya sabía sus mañas. ¿Te acuerdas, Liz, que de vez en cuando me ponía a servir hace años... cuando necesitábamos dinero o mi marido... no estaba en casa? -Es verdad que pasó seis meses en la cárcel de Chichester, ¿no? -murmuró la señora Fettley-. Nunca supimos bien lo que había pasado. -Podía haber sido más, pero el otro no murió. -No tuvo que ver contigo, ¿verdad, Gra? -¡No! Aquella vez fue por la mujer del otro. Y entonces, cuando se murió mi hombre, volví a ponerme a servir con los Marshall, de cocinera, a comer como los señores y a que todos me llamaran señora Ashcroft. Fue el año que te marchaste tú a Portsmouth.

-Entonces no puedes quejarte. ¿Otra taza de té?

-A Cosham -corrigió la señora Fettley-. Entonces estaban construyendo bastante allí. Primero se fue mi marido y alquiló un cuarto, y después me fui yo.

Al ir bajando el sol, la luz y el aire habían ido cambiando, y las dos ancianas cerraron la puerta de la cocina para que no entrase el fresco. Se veía a un par de arrendajos que piaban y revoloteaban en los dos manzanos del jardín. Ahora le tocaba hablar a la señora Ashcroft, que tenía los codos puestos en la mesita del té y la pierna enferma apoyada en un taburete...

-Bueno, pues me pasé un año o así en Londres y fue como un suspiro, con cuatro comidas al día y una vida de lo más tranquila. Entonces, hacia el otoño, se fueron los dos de viaje, a Francia o algo así, y me dijeron que volviera yo después, porque no podían pasarse sin mí. Puse la casa en orden para la guardesa y después me vine aquí con mi hermana Bessie, con todos los meses pagados y todo el mundo

-¿Y te pintó bien? -preguntó la señora Fettley.

-¿Quién fue? -’Arrv Mockler -dijo la señora Ashcroft, al mismo tiempo que hacía una mueca. Le dolía la pierna enferma. -¿’Arry? ¡El hijo de Bert Mockler! ;Y yo nunca me lo malicié! La señora Ashcroft asintió: -Y yo me decía, y me lo creía, que lo que pasaba era que me gustaba trabajar en el campo. -¿Y cómo fue? -Lo de siempre. Al principio, estupendo... y después peor que nada. Debí haberme dado cuenta, porque tuve advertencias de sobra, pero no les hice caso. Porque una vez estábamos quemando basura, justo cuando estábamos empezando a conocernos bien. Era un poco demasiado pronto para quemarla, y se lo dije. «¡No!», va y dice él, «cuanto antes acabemos con esta porquería, mejor», dice. Tenía un gesto muy duro cuando me dijo eso. Entonces me di cuenta. de que me había encontrado con un hombre de verdad, que nunca me había pasado antes. Siempre había mandado yo. ¡Sí, es verdad! O mandas tú o mandan ellos -suspiró la otra-. A mí me gustan las cosas como deben ser. -A mí no, pero a ‘Arry sí... Por entonces tenía



yo que volverme a Londres. Me resultó imposible. ¡Lo juro! Conque fui y un lunes por la mañana me eché un chorro de agua hirviendo en el brazo izquierdo y en la mano. Así me podía quedar allí otros quince días. -¿Y valió la pena? -preguntó la señora Fettley, contemplando la cicatriz blanquecina en el antebrazo arrugado de la señora Ashcroft. Ésta asintió: -Y después nos las arreglarnos entre los dos para que él pudiera venir a Londres a buscar trabajo en unas cocheras cerca de donde estaba yo. Y se lo dieron. Ya me encargué yo. Su madre nunca se malició nada. Él se vino a Londres y ahí vivimos los dos, a menos de un kilómetro de distancia. -Pero le pagarías el viaje tú... -dijo la señora Fettley, convencida de ello. La señora Ashcroft volvió a asentir: -Para él todo me parecía poco. Era mi hombre. ¡Ay, Dios mío! ¡Lo que nos reíamos cuando salíamos de paseo por aquellas calles adoquinadas al atardecer, aunque a mí me dolían los callos con aquellas botitas! Nunca lo había pasado así de bien. ¡Nunca en mi vida! ¡Y él tampoco! La señora Fettley echó una risita de solidaridad. -¿Y cómo fue que acabaron? -preguntó. -Cuando me lo devolvió todo, hasta el último penique. Entonces lo comprendí, pero no quería comprenderlo. «Has sido muy amable conmigo», va y me dice. Y yo le digo: «¡Amable! ¿Me dices eso a mí?» Pero él va y me sigue diciendo lo buena que he sido con él y que nunca en la vida lo va a olvidar. Estuve sin creérmelo dos o tres días, porque no quería creérmelo. Entonces va y me dice que no estaba contento con su trabajo en la cochera, y que los otros están abusando de él, y todas esas mentiras que cuentan los hombres cuando van a dejarla a una. Lo dejé que hablara todo lo que quisiera, sin ayudarlo ni discutirle. Cuando acabó de hablar me quité un broche que me había regalado y le digo: «Vale. No te pido nada.» Y me di la güelta y me marché a sufrir a solas. Y él no insistió. Desde entonces no vino a verme ni me escribió. Se golvió otra vez a casa con su madre. -¿Y estuviste mucho tiempo esperando a que volviera? -preguntó implacable la señora Fettley. -¡Y tanto!... ¡Y tanto! Cuando pasaba por las

calles por las que habíamos ido juntos, me creía que hasta las piedras decían su nombre. -Sí -dijo la señora Fettley-. Yo creo que eso hace más daño que nada en el mundo. ¿Y no pasó nada más? -No, nada. Eso es lo más raro de todo, aunque te parezca mentira, Liz. -Te creo. Te apuesto que a estas alturas no vas a decir una mentira. -Y tanto... Y sufrí como no se lo deseo a mi peor enemigo. ¡Dios mío! ¡Aquella primavera fue un infierno! Primero fueron los dolores de cabeza, que nunca había tenido en toda la vida. ¡Imagínate, yo con dolores de cabeza! Pero al final los prefería. Así no podía pensar... -Es como el dolor de muelas -comentó la señora Fettley-. Tiene que doler y doler hasta que ya no se puede soportar mas... y entonces ya no queda nada. -A mí me quedó bastante para toda la vida. Todo pasó por la muchacha de la señora de la limpieza. Se llamaba Sophy Ellis. Era todo ojos y codos y siempre tenía hambre. Yo le daba de comer. A veces no le hacía ni caso, y desde luego ni la miraba cuando pasó lo mío con ‘Arry. Pero ya sabes lo que pasa a veces con las rapazas. Me cogió un cariño loco, y todo el tiempo me hacía arrumacos, y yo no tenía coraje para echarla... Una tarde, me acuerdo que era al principio de la primavera, su madre la había mandado a ver si podía sacarnos algo de comer. Yo estaba sentada al hado de la chimenea, con el mandil puesto por la cabeza, medio loca del dolor de cabeza, cuando va y entra la Sophy. Creo que le dije que me dejara en paz. «¡Anda!» va y dice «¿No es más que eso? ¡Eso se lo quito yo en medio minuto!» Le dije que no me pusiera un dedo encima, porque creí que me iba a acariciar la frente... que a mí no me gustan esas cosas. «No la voy a tocar», va y dice, y vuelve a salir. No hacía ni diez minutos que ya se había ido cuando de pronto se me pasa el dolor de cabeza. Conque me puse a la faena. Pasa un rato y vuelve la Sophy y se sienta en mi silla, más callada que un muerto. Tenía unas ojeras asina de grandes y la cara toda consumida. Le pregunté qué le pasaba. Y va y dice: «Nada. Ahora lo tengo yo.» «Que tienes qué», digo yo. «Su dolor de cabeza», dice ella, toda ronca y apretando los labios. «Se lo he quitado.» Y yo le digo: «Bobadas; se me ha ido solo mientras tú andabas por ahí. Quédate ahí mientras te hago una taza de té.» «Eso no vale», dice ella. «Tiene que durarme lo mismo que a usted. ¿Cuánto tiempo le duran a usted los dolores de cabeza?» «No digas

bobadas», le digo yo, «o mando a buscar al médico», porque parecía que tenía un ataque de anginas. «Ay, señora Ashcroft », dice ella, estirando los bracitos, «la quiero tanto». Entonces no pude decir nada. Me la senté en el halda y le hice cariños. «¿Se le ha pasado de verdad?», me dice. «Sí, le digo. «y si eres tú la que me lo has quitado, te lo agradezco de verdad». «Claro que he sido yo», dice y me pone la cabeza en la mejilla. «Yo soy la única que sabe de esas cosas.» Y entomices va y me dice que ha cambiado mi dolor de cabeza por el suyo en una Casa de los Deseos. -¿Qué? -dijo la señora Fettley, muy extrañada. -Una Casa de los Deseos. ¡No! Yo tampoco había oído hablar de nada por el estilo. Al principio no entendí nada, pero cuando me lo fue explicando vi que una Casa de los Deseos tenía que ser una casa deshabitá, sin naide desde hacía mucho tiempo, para que viniera alguien a habitarla. Dijo que se lo había dicho una rapaza con la que jugaba en los establos donde trabajaba ‘Arry. Dijo que la chica andaba con unos que venían en una caravana a pasarse los inviernos en Londres. Gitanos, digo yo. -¡Aaah! Los gitanos saben muchas cosas, pero yo nunca había oído hablar de una Casa de los Deseos, y eso que he oído decir... tantas cosas -dijo la señora Fettley. -Sophy dijo que había una Casa de los Deseos en Wadloes Road, unas manzanas más allá, camino de la tienda de comestibles donde comprábamos nosotros. No había más que llamar a la puerta y echar el deseo por la raja del buzón. Le pregunté si eran las hadas. Y va y me dice: «¿Pero no sabe usted que en las Casas de los Deseos no hay hadas? No hay más que un trasgo.» -¡Díos mío de mi vida! ¿Dónde aprendió esa palabra? -exclamó la señora Fettley, porque en Sussex los trasgos son espíritus de los muertos o, lo que es todavía peor, de los vivos. -Me dijo que se lo había dicho la chica de la caravana. Y, la verdad, Liz, aquello me dio miedo, y como la tenía en brazos, debe haberlo sentido, y la apreté fuerte y le digo: «Eres muy amable de haberme quitado el dolor de cabeza, pero ¿por qué no te deseaste algo muy bonito para ti?» Y va y me dice: «No dejan. En la Casa de los Deseos lo único que te dejan es desear que si a alguien le pasa algo malo se te pase a ti. Cuando madre me trata bien, le quito los dolores de cabeza, pero es la primera vez que puedo hacer algo


por usted. La quiero tanto, señora Ashcroft.» Y va y sigue diciendo cosas por el estilo. Te aseguro, Liz, que de oírla hablar se me pusieron los pelos de punta. Le pregunté lo que era un trasgo y va y me dice: «No sé, pero cuando tocas el timbre oyes que viene corriendo del sótano y sube la escalera hasta la puerta. Entonces dices lo que deseas y te largas». Y yo digo: «¿El trasgo no te abre la puerta?» «¡Ni hablar!», dice ella. «No oyes más que unas risitas detrás de la puerta. Entonces dices lo que le quieres quitar a alguien al que quieres mucho y te lo pasa a ti», dice. No le pregunté nada más; la rapaza estaba demasiado cansada y tenía mucha calentura. La estuve haciendo arrumacos hasta que llegó la hora de encender el gas, y poco después se le pasó el dolor de cabeza, que debía de ser el mío, y se puso a jugar con el gato. -¡Qué cosas! -dijo la señora Fettley-. Y, ¿le volviste a preguntar algo? -Ella quería seguir hablando de aquello, pero yo no estaba dispuesta a hablar de esas cosas con una niña. -Y entonces, ¿qué hicistes? -Cuando me venían los dolores de cabeza me quedaba sentada en mi habitación, detrás de la cocina. Pero no me se olvidó. -Claro. Y, ¿te volvió a hablar de eso? -No. Además, no sabía nada más que lo que le había contado la gitanilla, sólo que aquel encantamiento valía. Y después -aquello fue en mayo- me pasé el verano en Londres. Fueron semanas y semana’s de mucho calor y con viento, y con las calles que apestaban a boñigas secas de caballo que el viento se llevaba de un lado para otro y se amontonaban en las aceras. Ahora ya no pasa eso. Tenía vacaciones justo antes de la recogida del lúpulo, y vine aquí a pasarlas con Bessie otra vez. Se dio cuenta que había adelgazado y que tenía ojeras. -Y, ¿viste a ‘Arry? La señora Ashcroft asintió: -Al cuarto... no, al quinto día. Un miércoles, fue. Yo sabía que había vuelto a trabajar a Smalldene. Le pregunté a su madre en la calle, con todo descaro. No pudo decirme mucho, porque estaba la Bessie y ya sabes lo que habla, y aquel día no paraba. Pero aquel miércoles había yo sacado a uno de los chicos de la Bessie que se me colgaba de las sayas, y cuando íbamos por la trasera de Chanter’s Tot sentí que venía él por el sendero detrás de mí y por la manera de andar sentí que ha-

bía cambiado en algo. Empecé a andar más despacio y sentí que él también. Entonces me paré un rato con el crío, para hacer que se me adelantara él. Y entonces tuvo que pasarme. Y va y no me dice más que: «Buenas», y sigue su camino, tratando de hacer corno si no le pasara nada. -¿Estaba bebido? -preguntó la señora Fettley. -¡Ni hablar! Estaba como encogido y pálido, y le colgaba la ropa como si fuera un espantapájaros, y tenía la nuca blanca como el papel. Tuve que agarrarme para no abrir los brazos y llamarle. Pero tuve que tragar saliva hasta volver a casa y dejar a todos los críos en la cama. Y entonces, después de la cena voy y le digo a la Bessie: «¿Qué demonios le ha pasado a ‘Arry Mockler?» Y la Bessie va y me dice que se ha pasado dos meses en el hospital porque se ha cortado el pie con una pala cuando estaba vaciando el estanque de Smalldene. El barro estaba infestado y se le subió la infección por toda la pierna y luego por todo el cuerpo. No llevaba más que quince días de vuelta a su trabajo de carretero en Smalldene. La Bessie me dijo que el doctor había dicho que probablemente no aguantaría las primeras heladas de noviembre, y que su madre le había dicho que no comía ni dormía bien y que dejaba la cama empapada, aunque durmiera sin mantas. Y que escupía que daba miedo por las mañanas. «Hay que ver», digo yo, «qué pena. Pero a lo mejor con la recogida del lúpulo se pone güeno», y me traigo la costura y voy y enhebro la aguja a la luz de la lámpara, sin hacer ni un gesto. Aquella noche (me había puesto a dormir en el cuarto de la colada) me la pasé llorando. Y ya sabes tú, que me has acompañado en los partos, que para que llore yo tengo que estar muy a las malas. -Sí, pero un parto no es más que dolor -dijo la señora Fettley. -Me desperté con el canto del gallo y me puse té frío en los ojos para que no me se notara. Y aquella tarde, cuando salía a poner unas flores en la tumba de mi hombre, para que no comentaran, me encontré con ‘Arry donde está ahora el Monumento a los Caídos. Volvía de donde sus caballos, así que no podía verme. Le miro de arriba abajo y le digo: «‘Arry, vente a descansar a Londres.» «No pienso», dice, «porque yo no puedo darte nada». Y yo le digo: «No te pido nada. ¡Por Dios que no te pido nada! Sólo que vengas a ver a un médico en Londres.» Y levanta los ojos cargados para mirarme y me dice: «No hay nada que hacer, Gra. No me quedan más que unos meses.» «¡Pero si tú eres mi hombre!», le digo. Y no pude decir nada más. Se me atragantaban las palabras. «Muchas gracias, Gra», dice (pero

nunca me dijo que yo era su mujer), y sigue su camino y su madre, maldita sea, le estaba esperando, y cuando entró él en casa candó la puerta. La señora Fettley alargó un brazo por encima de la mesa, como para tocar en la muñeca a la señora Ashcroft, pero ésta retiró el brazo. -Así que seguí hasta el cementerio con mis flores y me acordé de lo que me había dicho mi marido aquella noche. Era verdad que se estaba muriendo y había pasado lo que había dicho él. Pero cuando estaba poniendo las plantas en su tumba me di cuenta que sí había algo que podía hacer yo por ‘Arry. Diga lo que diga el doctor, pensé que podía intentarlo. Y fui y lo intenté. Aquella mañana llegó una cuenta de nuestra tienda de. Londres. La señora Marshall me había dejado dinero para esas cosas, claro, pero yo le dije a la Bessie que era que tenía que ir a abrir la casa. Y me fui en el tren de la tarde. -¡Ah! Pero, ¿no te daba... no te daba miedo? -¿Por qué? No me quedaba ya nada más que mi vergüenza y la crueldad de Dios. Ya me había quedado sin ‘Arry para siempre. ¿no? Sabía que iba a seguir ardiendo hasta quedarme consumida. -¡Pobrecita! -dijo la señora Fettley, volviendo a alargar el brazo, y esta vez la señora Ashcroft permitió que le tocara la muñeca. -Pero me alegraba saber que por lo menos podría tratar de hacer algo por él. Y entonces fui y pagué la cuenta de la tienda y me metí el recibo en el bolso y fui a la casa de la señora Ellis, que era la que venía a hacer la limpieza, y le pedí las llaves y fui a abrir la casa. Primero me hice la cama (¡Dios mío! ¡Dormir en mi propia cama!). Después me hice una taza de té y me quedé sentada en la cocina, pensando todo el rato hasta el atardecer. Casi era de noche cuando me vestí y salí con el recibo y el bolso, haciendo como que estaba buscando unas señas. La casa era el número 14 de Waldoes Road, y era una de esas casitas con la cocina en el sótano, de esas casitas todas pegadas unas a otras con un jardincito delante y una valla, y había veinte o treinta iguales. Tenía la pintura de la puerta agrietada y hacía años que no la habían pintado. En la calle no había casi gente; sólo gatos. ¡Y qué calor! Voy a la puerta de lo más natural, subo las escaleras y voy y toco al timbre. Sonó muy fuerte, como pasa siempre en las casas vacías... Cuando dejó de sonar oí como si retirasen una silla en la cocina. Después oí unas pisadas en la escalera de la cocina, como si fuera una mujer bien fuerte en zapatillas. Iban subiendo por la escalera hasta llegar al ves-


tíbulo... oí cómo chirriaban los escalones... y se pararon delante de la puerta. Me inclino hacia la raja del buzón y digo: «Que me caiga a mí encima todo lo que le está pasando a mi hombre, ‘Arry Mockler, porque le quiero.» Y entonces, lo que fuese que estaba al otro lado de la puerta dejó escapar el aliento, como si hubiera estado un rato sin respirar para oír mejor. -Y, ¿no te dijo nada? -preguntó la señora Fettley. -Nada. No hizo más soltar el aliento, como si dijera: A-ah. Después golvieron a sonar las pisadas que golvían a bajar a la cocina, corno si arrastrase los pies... y sentí que golvían a arrastrar la silla. -¿Y todo ese tiempo tú estabas en la puerta, Gra? La señora Ashcroft asintió. -Entonces me fui y me crucé con un hombre que va y me dice: «¿No sabía usted que esa casa estaba vacía?» «No», le digo yo. «Deben de haberme dado mal el número.» Y me golví a nuestra casa y me acosté, porque ya no podía más. Hacía tanto calor que casi no se podía dormir, y me estuve dando paseos por la habitación, y durmiendo a ratos, hasta el amanecer. Entonces me fui a la cocina a hacerme el té y me di un golpe justo encima del tobillo con una de las tenazas de la cocina que la señora Ellis había sacado de su sitio la última vez que había ido a limpiar. Y después de eso me puse a esperar hasta que los Marshall golvieran de vacaciones. -¿Tú sola? ¿Y no te daban ya miedo las casas vacías? -preguntó horrorizada la señora Fettley. -Güeno, la señora Ellis y Sophy empezaron a venir en cuanto que se enteraron que había vuelto yo, y entre las tres golvimos a limpiar la casa de arriba abajo. En todas las casas siempre queda algo que hacer. Y así me pasé todo el otoño y el invierno, allá en Londres. -¿Y no pasó nada con lo que habías hecho? La señora Ashcroft sonrió: -No. Entonces no. En noviembre le mandé diez chelines a la Bessie. -Siempre has sido muy generosa -interrumpió la señora Fettley.

-Y recibí lo que esperaba, con todas las demás noticias. Me decía que con la recogida del lúpulo él se había puesto estupendo. Había estado en la recogida seis semanas y ahora estaba otra vez en Smalldene, con los caballos. A mí no me importaba cómo había sido eso, con tal que estuviera bien. Pero no creas que mis diez chelines sirvieron para tranquilizarme mucho. Si ‘Arry se hubiera muerto, entonces sería mío hasta el Día del Juicio. Pero ‘Arry vivo, seguro que iba a liarse con alguna en cuanto pudiera. Aquello me tenía cabreada. Y cuando llegó la primavera me empezó a fastidiar otra cosa. Me había salido una especie de divieso con mucha pus en la pierna, justo encima de la bota y no se me cerraba nunca. Me daba asco mirarlo. porque yo he sido siempre de piel muy fuerte. Ya me pueden dar un hachazo, que en seguida se cierra la herida, como quien cava la tierra. Entonces la señora Marshall hizo que me viniera a ver su propio doctor. El doctor me dijo que tendría que haberle consultado mucho antes, en lugar de llevar meses vendándomelo con una media de color. Me dijo que en el trabajo me pasaba demasiado tiempo de pie, porque el divieso estaba al lado de una vena hinchada, por detrás del tobillo. Y va y me dice: «Va a tardar en quitársele tanto como tardó en ponérsele así. Ponga la pierna en alto y descánsela», dice, «y pronto se le pasará. Más vale que no cierre en seguida. Tiene usted la pierna muy fuerte, señora Ashcroft». Y va y me pone unas hilas húmedas.

se puso la vieja! Nos dijo que ‘Arry no había mirado a una mujer en toda su vida, y que mientras ella viviera le cuidaría sin parar. Y por eso me di cuenta de que le vigilaría como un perro, y encima sin pedir ni un hueso.

-Hizo bien -dijo convencida la señora Fettley-. A las heridas que supuran se les ponen hilas húmedas. Se tragan la pus, igual que la mecha de la lámpara se traga el aceite. -Es verdad. Y ha señora Marshall se pasaba el rato haciéndome pasar más tiempo sentada y casi se me cerró. Y después me hicieron venir con la Bessie para acabar de curarme, porque no soy de las que les gusta estar sentada cuando hay algo que hacer. Entonces era cuando golviste tú al pueblo, Liz.

-Han vuelto muchas veces, pero por fuertes que fueran, yo sabía que era por él. Lo sabía. Fui y me puse a controlar los dolores, igual que se controla una cocina, hasta que aprendí a tenerlos cuando quería yo. Y aquello también era muy raro, Liz. Había .veces que el grano se encogía y se secaba. Al principio yo hacía todo lo posible para que me golviera, porque me daba miedo dejar a ‘Arry demasiado tiempo solo por si le pasaba algo. Y después comprendí que aquello era porque estaba bien y así fue cómo me salvé.

-Sí. pero la verdad es que no me sospechaba nada.

-¿Cuánto tiempo? -preguntó la señora Fettley, interesadísima.

-Yo no quería que sospecharas nada -sonrió la señora Ashcroft-. Vi a ‘Arry dos o tres veces por la calle y estaba estupendo; había engordado y estaba curado del todo. Entonces, un día ya no le vi y su madre me dijo que uno de los caballos le había dado una coz en la cadera. Estaba en cama, con muchos dolores. Y la Bessie va y le dice a su madre que era una pena que ‘Arry no estuviera casado para que su mujer se encargara de cuidarle. ¡Cómo

-A veces me he pasado casi un año sin que se viera más que la punta del granito. Estaba seco y chiquitísimo. Luego se volvía a inflamar, como un aviso, y me dolía. Cuando ya no podía más, porque tenía que seguir haciendo mi trabajo de Londres, ponía la pierna en una silla hasta que se aliviaba. Pero tardaba su tiempo. Entonces sabía, por aquella sensación, que a ‘Arry le pasaba algo. Y le mandaba cinco chelines a la Bessie, o les

La señora Fettley reía en silencio. -Aquel día -continuó la señora Ashcroft- estuve todo el tiempo sin dormir, y vi cómo iba y venía el doctor porque creían que también le había dado en las costillas. Eso hizo que me se volviera a reventar el grano y me saliera toda la pus. Pero resultó que ‘Arry no tenía nada en has costillas, y pasó bien la noche. Cuando me enteré, a la mañana siguiente, me digo: «Todavía no voy a pensar nada. No voy a descansar la pierna en toda la semana, a ver qué pasa.» Aquel día no me dolió, era más bien como si me fuera quedando sin fuerzas, y ‘Arry volvió a pasar bien la noche. Entonces seguí igual, pero no me atreví a pensar nada hasta el fin de semana, que ‘Arry volvió a levantarse, casi corno si nada, sin heridas por dentro ni por fuera. Casi me puse de rodillas en el lavadero cuando salió la Bessie a la calle, y digo: «Ahí te tengo, muchacho. Todo lo güeno que te pase hasta que yo me muera te vendrá de mí, aunque tú no lo sepas. ¡Dios mío, haz que viva mucho tiempo, por el bien de ‘Arry!», digo. Y creo que aquello me alivió los dolores. -¿Para siempre? -preguntó ha señora Fettley.


mandaba algo a los niños, para enterarme de si a lo mejor es que le pasaba algo porque yo me había descuidado. ¡Y eso era! Año tras año conseguí cuidar de él, Liz, y todo lo güeno que le pasó fue gracias a mí... años y años. -Pero, ¿de qué te valió todo eso a ti, Gra? -casi sollozó la señora Fettley-. ¿Le veías mucho? -A veces, cuando me venía a pasar aquí las fiestas. Y cuando me vine aquí para siempre, más. Pero nunca me ha hecho caso, ni a mí ni a ninguna otra mujer, más que a su madre. ¡Cómo le vigilaba yo! Y ella también. -¡Tantos años! -dijo la señora Fettley-. Y, ¿dónde trabaja ahora? -Hace mucho que dejó lo de los caballos. Ahora trabaja en una de esas casas grandes de tractores, de esas que también hacen arados y algunos camiones. Me han dicho que hay veces que los lleva hasta Gales. Para las fiestas viene a ver a su madre, pero ahora hay veces que me paso semanas sin verle. ¡Me da igual! Con su trabajo, nunca se puede quedar mucho tiempo en el mismo sitio. -Pero, es un decir, suponte que ‘Arry fuera y se casara -dijo la señora Fettley. La señora Ashcroft dio un respingo entre los dientes, iguales y sin puentes. -Nunca se me ha ocurrido eso -respondió-. Supongo que se me tendrían en cuenta todos mis dolores. ¿No, Liz? -Es lo que debería pasar, hija. Es lo que debería pasar. -La verdad es que a veces duele mucho. Ya verás cuando venga la enfermera. Se cree que no me he enterado de lo que es. La señora Fettley comprendió. La naturaleza humana raras veces se permite pronunciar la palabra «cáncer». -¿Estás totalmente segura, Gra? -pregunto. -Ya estaba segura cuando el señor Marshall me mandó a subir a su estudio y me estuvo hablando un rato largo de que había sido una sirvienta muy fiel y les había servido mucho tiempo, pero no el suficiente para que me dieran una pensión. Pero me pasarían una cantidad semanal. Ya sabía yo lo que significaba eso... y ya hace tres anos. -Eso no demuestra nada, Gra.

-¿Pasarle 15 chelines a la semana a una mujer que lógicamente tenía veinte años de vida por delante? ¡Claro que sí! -¡Te equivocas, te equivocas! -insistió la señora Fettley. -Liz, no me puedo equivocar cuando los bordes están todos dados la vuelta, como... como un cuello de camisa arrugado. Ya lo verás. Y además, yo amortajé a Dora Wickwood. A ella le había dado debajo del sobaco.

-Espero que no la haya fatigado a usted -dijo la enfermera en tono un tanto frío. -Todo lo contrario. Ha sido un placer. Sólo que... sólo que al final me he sentido un poco cansada. -Claro, claro -la enfermera ya se había puesto de rodillas y tenía unas gasas en la mano-. Cuando se reúnen las señoras mayores, hablan demasiado. Ya me he dado yo cuenta.

La señora Fettley se quedó pensativa un rato e inclinó la cabeza como rindiéndose.

-A lo mejor tiene usted razón -dijo la señora Fettley, poniéndose en pie-. Así que me voy.

-¿Cuánto tiempo crees que te queda a partir de ahora, hija?

-Pero antes, míralo -dijo la señora Ashcroft con voz apagada-. Me gustaría que lo vieras.

-Igual que tardó en venir, tardará en irse. Pero si no te veo antes de la próxima recogida del lúpulo, ésta será nuestra despedida, Liz.

La señora Fettley lo miró y sintió un escalofrío. Después, se inclinó, dio un beso suave a la señora Ashcroft en la frente macilenta y otro en los ojos grises desvaídos.

-No sé si podré venir antes, si no tengo un perrito que me guíe. Los niños no quieren molestarse. ¡Ay, Gra! Me estoy quedando ciega... ¡Me estoy quedando ciega! -¡Ah!, ¿por eso no has hecho más que tocar y retocar la colcha todo este rato? Ya me decía yo... Pero sí que va a contar el dolor, ¿no crees, Liz? Sí que contará el dolor para que ‘Arry siga... donde quiero yo. Dime que no ha sido todo para nada. -Estoy segura... segura, hija. Tendrás tu recompensa. -Eso es lo único que quiero... Si es que me tienen en cuenta el dolor. -Seguro, seguro, Gra. Llamaron a la puerta. -Es la enfermera. Se ha adelantado -dijo la señora Ashcroft-. Ábrela. Entró la joven a paso animado, con un bolso lleno de frasquitos tintineantes. -Buenas tardes, señora Ashcroft saludó-. He venido un poquito más temprano que de costumbre por lo del baile de esta noche en la Institución. ¿Verdad que no le importa? -No, no. A mí ya se me pasó la edad de bailar -dijo la señora Ashcroft, recuperando su tono de sirvienta discreta-. Aquí mi vieja amiga, la señora Fettley, me ha estado haciendo compañía.

-Sí que cuenta, ¿verdad? ¿El dolor? -aquellas palabras apenas si traspasaron los labios, que todavía mostraban huellas de su antigua línea. La señora Fettley se los besó y se fue hacia la puerta.


Autores celebres!!

Pedro Antonio de Alarcón...

El extranjero.

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o consiste la fuerza en echar por tierra al enemigo, sino en domar la propia cólera, dice una máxima oriental.

No abuses de la victoria, añade un libro de nuestra religión. Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto estuviere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente, porque, aunque los atributos de Dios son todos iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia, aconsejó, en fin, don Quijote a Sancho Panza. Para dar realce a todas estas elevadísimas doctrinas, y cediendo también a un espíritu de equidad, nosotros, que nos complacemos frecuentemente en referir y celebrar los actos heroicos de los españoles durante la Guerra de la Independencia, y en condenar y maldecir la perfidia y crueldad de los invasores, vamos a narrar hoy un hecho que, sin entibiar en el corazón el amor a la patria, fortifica otro

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sentimiento no menos sublime y profundamente cristiano: el amor a nuestro prójimo; sentimiento que, si por congénita desventura de la humana especie, ha de transigir con la dura ley de la guerra, puede y debe resplandecer cuando el enemigo está humillado. El hecho fue el siguiente, según me lo han contado personas dignas de entera fe que intervinieron en él muy de cerca y que todavía andan por el mundo. Oíd sus palabras textuales.

- II -Buenos días, abuelo... -dije yo. -Dios guarde a usted, señorito... -dijo él. -¡Muy solo va usted por estos caminos!... -Sí, señor. Vengo de las minas de Linares, donde he estado trabajando algunos meses, y voy a Gádor a ver a mi familia. ¿Usted irá...? -Voy a Almería..., y me he adelantado un

poco a la galera, porque me gusta disfrutar de estas hermosas mañanas de abril. Pero, si no me engaño, usted rezaba cuando yo llegué... Puede usted continuar. Yo seguiré leyendo entre tanto, supuesto que la galera anda tan lentamente que le permite a uno estudiar en mitad de los caminos. -¡Vamos! Ese libro es alguna historia... Y ¿quién le ha dicho a usted que yo rezaba? -¡Toma! ¡Yo, que le he visto a usted quitarse el sombrero y santiguarse! -Pues, ¡qué demonio!, hombre... ¿Por qué he de negarlo? Rezando iba... ¡Cada uno tiene sus cuentas con Dios! -Es mucha verdad. -¿Piensa usted andar largo? -¿Yo? Hasta la venta... -En este caso, eche usted por esa vereda y cortaremos camino. -Con mucho gusto. Esa cañada me parece


deliciosa. Bajemos a ella. Y, siguiendo al viejo, cerré el libro, dejé el camino y descendí a un pintoresco barranco. Las verdes tintas y diafanidad del lejano horizonte, así como la inclinación de la montañas, indicaban ya la proximidad del Mediterráneo. Anduvimos en silencio unos minutos, hasta que el minero se paró de pronto. -¡Cabales! -exclamó. Y volvió a quitarse el sombrero y a santiguarse. Estábamos bajo unas higueras cubiertas ya de hojas, y a la orilla de un pequeño torrente. -¡A ver, abuelito!... -dije, sentándome sobre la hierba-. Cuénteme usted lo que ha pasado aquí. -¡Cómo! ¿Usted sabe? -replicó él, estremeciéndose. -Yo no sé más... -añadí con suma calma-, sino que aquí ha muerto un hombre... ¡Y de mala muerte, por más señas! -¡No se equivoca usted, señorito! ¡No se equivoca usted! Pero ¿quién le ha dicho?... -Me lo dicen sus oraciones de usted. -¡Es mucha verdad! Por eso rezaba. Yo miré tenazmente la fisonomía del minero, y comprendí que había sido siempre hombre honrado. Casi lloraba, y su rezo era tranquilo y dulce. -Siéntese usted aquí, amigo mío...-le dije, alargándole un cigarro de papel. -Pues verá usted, señorito... -Vaya, ¡muchas gracias! ¡Delgadillo es!... -Reúna usted dos y resultará uno doble de grueso -añadí, dándole otro cigarro. -¡Dios se lo pague a usted! Pues, señor... -dijo el viejo, sentándose a mi lado-, hace cuarenta y cinco años que una mañana muy parecida a ésta pasaba yo casi a esta hora por este mismo sitio...

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Biografía

edro Antonio de Alarcón tuvo una intensa vida ideológica; como sus personajes, evolucionó de las ideas liberales y revolucionarias a posiciones más tradicionalistas. Aunque su familia provenía de hidalgos era más bien humilde, aunque no tanto como para no poder permitirse enviarlo a estudiar Derecho en la Universidad de Granada, carrera que abandonó pronto para iniciarse en la eclesiástica. Aquello tampoco le satisfizo y abandonó en 1853 para marchar a Cádiz, donde funda El Eco de Occidente, junto a Torcuato Tárrago y Mateos, iniciando su carrera periodística en la dirección de este periódico. Alarcón escribía desde su adolescencia, citándose a don Isidro Cepero como el instigador principal de su inquietud literaria. Su primera obra narrativa, El final de Norma, fue compuesta a los 18 años y publicada en 1855. Sus inquietudes le llevaron a integrarse en el grupo que se llamó la Cuerda granadina. Se trasladó en 1854 a Madrid, molesto con el entorno reaccionario de Granada. Allí crea un periódico satírico, El látigo, que también dirige, de cierto éxito, con ideología antimonárquica, republicana y revolucionaria. Era un claro heredero de su experiencia en El eco de Occidente. En 1857, escribe El hijo pródigo, drama de gran éxito. También en 1857 empieza a publicar relatos y artículos de viajes en la publicación madrileña El Museo Universal. Más tarde interviene como soldado y periodista en la guerra de África, recogiendo todo lo que acontecía en la campaña y en su vida allí y que luego mandaba a su editor en una serie de artículos, que se recogieron bajo el título de Diario de un testigo de la guerra de África, en 1859; este libro es especialmente apreciado por su gran y prolija descripción de la vida militar. Más adelante cultivó la literatura de viajes, contando en diversos artículos sus viajes por Italia (recogidos en De Pag. 17


Madrid a Nápoles, 1861) y su Granada natal (La Alpujarra, 1873), en los que el realismo de las descripciones contrasta con la ilusión de una prosa que narra lo cercano y desconocido. Estos artículos rebasan el interés meramente periodístico, constituyendo un ejemplo para toda la literatura de viajes posterior. En 1865 se casó con Paulina Contreras Rodríguez en Granada, de cuyo matrimonio nacieron cinco hijos, dos varones y tres mujeres. Los varones fallecieron en Madrid en los años de la contienda civil, al igual que dos de las hijas, casándose la única que sobrevivió, Carmen de Alarcón Contreras, con Miguel Valentín Gamazo, de cuyo matrimonio tuvieron tres hijos: María del Carmen, María del Pilar y Miguel Valentín de Alarcón, que falleció en Madrid el 4 de mayo de 2000, siendo el último descendiente directo de Pedro Antonio de Alarcón, pues murió soltero y sin que se sepa que tuviera descendencia. Como integrante de la Unión Liberal ostentó diversos cargos, siendo el más importante el de consejero de estado con Alfonso XII, en 1875, siendo también diputado, senador y embajador en Noruega y Suecia. Además fue académico de la Real Academia de la Lengua desde 1877. Trayectoria literaria Su primera obra narrativa fue El final de Norma, que no vio publicada hasta 1855. Comenzó a escribir relatos breves de rasgos románticos muy acusados hacia 1852; algunos de ellos, entroncados con el costumbrismo andaluz, revelaban el influjo de Fernán Caballero, pero otros demuestran la impronta de una atenta lectura de Edgar Allan Poe, de quien introdujo el relato policial con su novela El Clavo, aunque también compuso relatos de terror a semejanza de su modelo. Desde 1860 hasta 1874 agregó a los relatos la redacción de libros de viajes. Estos últimos son Diario de un testigo de la guerra de África (1859), De Madrid a Nápoles (1861) y La Alpujarra (1873), que suponen ya un acercamiento al realismo. En 1874 publicó El sombrero de tres picos, desenfadada visión del tema tradicional del molinero de Arcos y su bella esposa perseguida por el corregidor. Recogió sus artículos costumbristas en Cosas que fueron (1871) y sus poemas juveniles en Poesías. También intentó el teatro con su drama El hijo pródigo, estrenado en 1875. En el Diario de un testigo de la guerra de África revela su talento descriptivo, presente también en los apuntes del viaje por Francia, Suiza e Italia y en La Alpujarra, donde logra insertar la viva realidad en la historia casi legendaria de las sublevaciones moriscas aproximándose a la novela. Entre 1874 y 1882 aparecieron sus obras más conocidas y famosas: los cuentos y las novelas cortas y extensas. Los relatos breves abarcan las Narraciones inverosímiles, bajo el ya mencionado influjo de Poe a los Cuentos amatorios,

-¡Cuarenta y cinco años! -medité yo. Y la melancolía del tiempo cayó sobre mi alma. ¿Dónde estaban las flores de aquellas cuarenta y cinco primaveras? ¡Sobre la frente del anciano blanqueaba la nieve de setenta inviernos! Viendo él que yo no decía nada, echó unas yescas, encendió el cigarro, y continuó de este modo: -¡Flojillo es! Pues, señor, el día que le digo a usted venía yo de Gergal con una carga de barrilla y al llegar al punto en que hemos dejado el camino para tomar esta vereda me encontré con dos soldados españoles que llevaban prisionero a un polaco. En aquel entonces era cuando estaban aquí los primeros franceses, no los del año 23, sino los otros... -¡Ya comprendo! Usted habla de la Guerra de la Independencia. -¡Hombre! ¡Pues entonces no había usted nacido! -¡Ya lo creo! -¡Ah, sí! Estará apuntado en ese libro que venía usted leyendo. Pero, ¡ca!, lo mejor de estas guerras no lo rezan los libros. Ahí ponen lo que más acomoda..., y la gente se lo cree a puño cerrado. ¡Ya se ve! ¡Es necesario tener tres duros y medio de vida, como yo los tendré en el mes de San Juan, para saber más de cuatro cosas! En fin, el polaco aquél servía a las órdenes de Napoleón..., del bribonazo que murió ya... Porque ahora dice el señor cura que hay otro... Pero yo creo que ése no vendrá por estas tierras... ¿Qué le parece a usted, señorito? -¿Qué quiere usted que yo le diga? -¡Es verdad! Su merced no habrá estudiado todavía de estas cosas... ¡Oh! El señor cura, que es un sujeto muy instruido, sabe cuándo se acabarán los mamelucos de Oriente y vendrán a Gádor los rusos y moscovitas a quitar la Constitución... ¡Pero entonces ya me habré yo muerto!... Conque vuelvo a la historia de mi polaco. El pobre hombre se había quedado enfermo en Fiñana, mientras que sus compañeros fugitivos se replegaban hacia Almería. Tenía calenturas, según supe más tarde... Una vieja lo cuidaba por caridad, sin reparar que era un enemigo... (¡Muchos años de gloria llevará ya la viejecita por aquella buena acción!), y a pesar de que aquello la comprometía, guardábalo escondido en su cueva, cerca de la Alcazaba... Allí fue donde la noche antes dos soldados españoles que iban a reunirse a su batallón, y que por casualidad entraron a encender un cigarro en el candil de aquella solitaria vivienda, descubrieron al pobre polaco, el cual, echado en un rincón, profería palabras de su idioma en el delirio de la calentura. -¡Presentémoslo a nuestro jefe! -se dijeron los españoles-. Este bribón será fusilado mañana, y nosotros alcanzaremos un empleo. Iwa, que así se llamaba el polaco, según me contó luego la viejecita, llevaba ya seis meses de tercianas, y estaba muy débil, muy delgado, casi hético.


La buena mujer lloró y suplicó, protestando que el extranjero no podía ponerse en camino sin caer muerto a la media hora... Pero sólo consiguió ser apaleada, por su falta de «patriotismo». ¡Todavía no se me ha olvidado esta palabra, que antes no había oído pronunciar nunca! En cuanto al polaco, figuraos cómo miraría aquella escena. Estaba postrado por la fiebre, y algunas palabras sueltas que salían de sus labios, medio polacas, medio españolas, hacían reír a los dos militares. -¡Cállate, didón, perro, gabacho! -le decían. Y a fuerza de golpes lo sacaron del lecho. Para no cansar a usted, señorito: en aquella disposición, medio desnudo, hambriento..., bamboleándose, muriéndose..., ¡anduvo el infeliz cinco leguas! ¡Cinco leguas, señor!... ¿Sabe usted los pasos que tienen cinco leguas? Pues es desde Fiñana hasta aquí... ¡Y a pie!... ¡Descalzo!... ¡Figúrese usted!... ¡Un hombre fino, un joven hermoso y blanco como una mujer, un enfermo, después de seis meses de tercianas!... ¡Y con la terciana en aquel momento mismo!... -¿Cómo pudo resistir? -¡Ah! ¡No resistió!... -Pero ¿cómo anduvo cinco leguas? -¡Toma! ¡A fuerza de bayonetazos! -Prosiga usted, abuelo... Prosiga usted. -Yo venía por este barranco, como tengo de costumbre, para ahorrar terreno, y ellos iban por allá arriba, por el camino. Detúveme, pues, aquí mismo, a fin de observar el remate de aquella escena, mientras picaba un cigarro negro que me habían dado en las minas... Iwa jadeaba como un perro próximo a rabiar... Venía con la cabeza descubierta, amarillo como un desenterrado, con dos rosetas encarnadas en lo alto de las mejillas y con los ojos llameantes, pero caídos... ¡hecho, en fin, un Cristo en la calle de la Amargura!... -¡Mí querer morir! ¡Matar a mí por Dios! -balbuceaba el extranjero con las manos cruzadas. Los españoles se reían de aquellos disparates, y le llamaban franchute, didón y otras cosas. Dobláronse al fin las piernas de Iwa, y cayó redondo al suelo. Yo respiré, porque creí que el pobre había dado el alma a Dios. Pero un pinchazo que recibió en un hombro le hizo erguirse de nuevo. Entonces se acercó a este barranco para precipitarse y morir... Al impedirlo los soldados, pues no les acomodaba que muriera

que se sitúan entre la sensiblería y el misterio policiaco, destacando El clavo y La comendadora. Otra recopilación son sus Historietas nacionales, de honda raigambre popular y que entroncan con obras similares de Fernán Caballero y Honoré de Balzac y van desde el tema heroico de la resistencia a los invasores franceses hasta el populismo épico de los bandoleros, pasando por las frecuentes algaradas civiles que al autor le tocó vivir. Destacan El carbonero alcalde, El afrancesado, El asistente y, la que algunos consideran la mejor de todas, El libro talonario. En 1875 aparece El escándalo, que une el tema religioso a la crítica social. Ofrece una galería romántica de personajes, desde el soñador y enigmático Lázaro hasta el voluble Diego. De entre todos, descuellan el P. Manrique, jesuita consejero de la aristocracia, y el alocado y simpático Fabián Conde. El protagonista de la novela, víctima de sus calaveradas de joven, aprende a asumir su pasado bochornoso mejor que a pretender ocultarlo con mentiras burguesas. Prosiguiendo esa vena moralista, el autor siguió la trayectoria iniciada con dos obras más, El niño de la bola (1878) y La Pródiga (1880), un alegato contra la corrupción de las costumbres. Poco después publicó El capitán Veneno (1881) Pedro Antonio de Alarcón es ante todo un habilísimo narrador: sabe como nadie interesar con una historia; en sus libros la acción nunca decae y, aunque el cronotopo o marco espaciotemporal de sus novelas suele ser de estilo realista, sus personajes son en el fondo románticos; en el curso de su producción novelística se va convirtiendo en un moralista. Por esta misma razón, Daniel Henri Pageaux considera que “El sombrero de tres picos no es sólo una excepción, sino un milagro (...). Alarcón quiere sumergir a su lector en un doble exotismo, un Antiguo Régimen que remite a Goya o a Ramón de la Cruz, y una Andalucía sonriente, buena, espiritual sin ser vulgar, alegre sin ser sensual. Y finalmente la ironía del cuentista hace al lector cómplice de una situación deleitable: la derrota del funcionario real, del poder central. ¿Qué más pedir?


su prisionero, me vieron aquí con mi mulo, que, como he dicho, estaba cargado de barrilla. -¡Eh, camarada! -me dijeron, apuntándome con los fusiles-. ¡Suba usted ese mulo! Yo obedecí sin rechistar, creyendo hacer un favor al extranjero. -¿Dónde va usted? -me preguntaron cuando hube subido. -Voy a Almería -les respondí-. ¡Y eso que ustedes están haciendo es una inhumanidad! -¡Fuera sermones! -gritó uno de los verdugos. -¡Un arriero afrancesado! -dijo el otro. -¡Charla mucho... y verás lo que te sucede! La culata de un fusil cayó sobre mi pecho... ¡Era la primera vez que me pegaba un hombre, además de mi padre! -¡No irritar! ¡No incomodar! -exclamó el polaco, asiéndose a mis pies, pues había caído de nuevo en tierra. -¡Descarga la barrilla! -me dijeron los soldados. -¿Para qué? -Para montar en el mulo a este judío. -Eso es otra cosa... Lo haré con mucho gusto -dije, y me puse a descargar. -¡No!... ¡No!... ¡No!... exclamó Iwa-. ¡Tú dejar que me maten! -¡Yo no quiero que te maten, desgraciado! -exclamé, estrechando las ardientes manos del joven. -¡Pero mí sí querer! ¡Matar tú a mí por Dios!... -¿Quieres que yo te mate? -¡Sí..., sí..., hombre bueno! ¡Sufrir mucho! Mis ojos se llenaron de lágrimas. Volvíme a los soldados, y les dije con tono de voz que hubiera conmovido a una piedra: -¡Españoles, compatriotas, hermanos! Otro español, que ama tanto como el que más a nuestra patria, es quien os suplica... ¡Dejadme solo con este hombre!

-¡No digo que es afrancesado! -exclamó uno de ellos. -¡Arriero del diablo -dijo el otro-, cuidado con lo que dices! ¡Mira que te rompo la crisma! -¡Militar de los demonios -contesté con la misma fuerza-, yo no temo a la muerte! ¡Sois dos infames sin corazón! Sois dos hombres fuertes y armados contra un moribundo inerme... ¡Sois unos cobardes! Dadme uno de esos fusiles y pelearé con vosotros hasta mataros o morir..., pero dejad a este pobre enfermo, que no puede defenderse. ¡Ay! -continué, viendo que uno de aquellos tigres se ruborizaba-, si, como yo, tuvieseis hijos; si pensarais que tal vez mañana se verán en la tierra de este infeliz, en la misma situación que él, solos, moribundos, lejos de sus padres; si reflexionarais en que este polaco no sabe siquiera lo que hace en España, en que será un quinto robado a su familia para servir a la ambición de un rey..., ¡qué diablo!, vosotros lo perdonaríais... ¡Sí, porque vosotros sois hombres antes que españoles, y este polaco es un hombre, un hermano vuestro! ¿Qué ganará España con la muerte de un tercianario? ¡Batíos hasta morir con todos los granaderos de Napoleón; pero que sea en el campo de batalla! Y perdonad al débil; ¡sed generosos con el vencido; sed cristianos, no seáis verdugos! -¡Basta de letanías! -dijo el que siempre había llevado la iniciativa de la crueldad, el que hacía andar a Iwa a fuerza de bayonetazos, el que quería comprar un empleo al precio de su cadáver. -Compañero, ¿qué hacemos? -preguntó el otro, medio conmovido con mis palabras. -¡Es muy sencillo! -repuso el primero-. ¡Mira! Y sin darme tiempo, no digo de evitar, sino de prever sus movimientos, descerrajó un tiro sobre el corazón del polaco. Iwa me miró con ternura, no sé si antes o después de morir. Aquella mirada me prometió el cielo, donde acaso estaba ya el mártir. En seguida los soldados me dieron una paliza con las baquetas de los fusiles. El que había matado al extranjero le cortó una oreja, que guardó en el bolsillo. ¡Era la credencial del empleo que deseaba!

Después desnudó a Iwa, y le robó... hasta cierto medallón (con un retrato de mujer o de santa) que llevaba al cuello. Entonces se alejaron hacia Almería. Yo enterré a Iwa en este barranco..., ahí..., donde está usted sentado..., y me volví a Gérgal, porque conocí que estaba malo. Y en efecto, aquel lance me costó una terrible enfermedad, que me puso a las puertas de la muerte. -¿Y no volvió usted a ver a aquellos soldados? ¿No sabe usted cómo se llamaban? -No, señor; pero por las señas que me dio más tarde la viejecita que cuidó al polaco supe que uno de los dos españoles tenía el apodo de Risas, y que aquél era justamente el que había matado y robado al pobre extranjero... En esto nos alcanzó la galera: el viejo y yo subimos al camino, nos apretamos la mano y nos despedimos muy contentos el uno del otro. ¡Habíamos llorado juntos!

- III Tres noches después tomábamos café varios amigos en el precioso casino de Almería. Cerca de nosotros, y alrededor de otra mesa, se hallaban dos viejos militares retirados, comandante el uno y coronel el otro, según dijo alguno que los conocía. A pesar nuestro, oíamos su conversación, pues hablaban tan alto como suelen los que han mandado mucho. De pronto hirió mis oídos y llamó mi atención esta frase del coronel: -El pobre Risas... -¡Risas! -exclamé para mí. Y me puse a escuchar de intento. -El pobre Risas... -decía el coronel- fue hecho prisionero por los franceses cuando tomaron a Málaga y de depósito en depósito, fue a parar nada menos que a Suecia, donde yo estaba también cautivo, como todos los que no pudimos escaparnos con el Marqués de la Romana. Allí lo conocí, porque intimó con Juan, mi asistente de toda la vida, o de toda mi carrera; y cuando Napoleón tuvo la crueldad de llevar a Rusia, formando parte


de su Grande Ejército, a todos los españoles que estábamos prisioneros en su poder, tomé de ordenanza a Risas. Entonces me enteré de que tenía un miedo cerval a los polacos, o un terror supersticioso a Polonia, pues no hacía más que preguntarnos a Juan y a mí «si tendríamos que pasar por aquella tierra para ir a Rusia», estremeciéndose a la idea de que tal llegase a acontecer. Indudablemente, a aquel hombre, cuya cabeza no estaba muy firme, por lo mucho que había abusado de las bebidas espirituosas, pero que en lo demás era un buen soldado y un mediano cocinero, le había ocurrido algo grave con algún polaco, ora en la guerra de España, ora en su larga peregrinación por otras naciones. Llegados a Varsovia, donde nos detuvimos algunos días, Risas se puso gravemente enfermo, de fiebre cerebral, por resultas del terror pánico que le había acometido desde que entramos en tierra polonesa, y yo, que le tenía ya cierto cariño, no quise dejarlo allí solo cuando recibimos la orden de marcha, sino que conseguí de mis jefes que Juan se quedase en Varsovia cuidándolo, sin perjuicio de que, resuelta aquella crisis de un modo o de otro, saliese luego en mi busca con algún convoy de equipajes y víveres, de los muchos que seguirían a la nube de gente en que mi regimiento figuraba a vanguardia. ¡Cuál fue, pues, mi sorpresa cuando el mismo día que nos pusimos en camino, y a las pocas horas de haber echado a andar, se me presentó mi antiguo asistente, lleno de terror, y me dijo lo que acababa de suceder con el pobre Risas! ¡Dígole a usted que el caso es de lo más singular y estupendo que haya ocurrido nunca!

Oígame y verá si hay o no motivo para que yo haya olvidado esta historia en cuarenta y dos años. Juan había buscado un buen alojamiento para cuidar a Risas en casa de cierta labradora viuda, con tres hijas casaderas, que desde que llegamos a Varsovia los españoles no había dejado de preguntarnos a todos, por medio de intérpretes franceses, si sabíamos algo de un hijo suyo llamado Iwa, que vino a la guerra de España en 1808 y de quien hacía tres años no tenía noticia alguna, cosa que no pasaba a las demás familias que se hallaban en idéntico caso. Como Juan era tan zalamero, halló modo de consolar y esperanzar a aquella triste madre, y de aquí el que, en recompensa, ella se brindara a cuidar a Risas al verlo caer en su presencia atacado de la fiebre cerebral... Llegados a casa de la buena mujer, y estando ésta ayudando a desnudar al enfermo, Juan la vio palidecer de pronto y apoderarse convulsivamente de cierto medallón de plata, con una efigie o retrato en miniatura, que Risas llevaba siempre al pecho, bajo la ropa, a modo de talismán o conjuro contra los polacos, por creer que representaba a una Virgen o Santa de aquel país.

viese, como vio, que la tal efigie no era más que el retrato de aquella mujer, y encarándose entonces con él, visto que su compatriota no podía responderles, comenzaron a interrogarle mil cosas con palabras ininteligibles, bien que con gestos y ademanes que revelaban claramente la más siniestra furia. Juan se encogió de hombros, dando a entender por señas que él no sabía nada de la procedencia de aquel retrato ni conocía a Risas más que de muy poco tiempo... El noble semblante de mi honradísimo asistente debió de probar a aquellas cuatro leonas encolerizadas que el pobre no era culpable... ¡Además, él no llevaba el medallón! Pero el otro... ¡al otro, al pobre Risas, lo mataron a golpes y lo hicieron pedazos con las uñas! Es cuanto sé con relación a este drama, pues nunca he podido averiguar por qué tenía Risas aquel retrato.

-¡Iwa! ¡Iwa! -gritó después la viuda de un modo horrible, sacudiendo al enfermo, que nada entendía, aletargado como estaba por la fiebre.

Luego que concluí, el comandante, hombre de más de setenta años, exclamó con la fe sencilla del antiguo militar, con el arranque de un buen español y con toda la autoridad de sus canas:

En esto acudieron las hijas, y enteradas del caso, cogieron el medallón, lo pusieron al lado del rostro de su madre, llamando por medio de señas la atención de Juan para que

-Permítame usted que se lo cuente yo... -dije sin poder contenerme. Y acercándome a la mesa del coronel y del comandante, después de ser presentado a ellos por mis amigos, les referí a todos la espantosa narración del minero.

-¡Vive Dios, señores, que en todo eso hay algo más que una casualidad!


No ser amado es una simp desventura. La verdadera desg no saber amar


mple gracia es

Albert Camus

1913-1960


“CARTAS A PARACUELLOS”, Ed. DE BUENA TINTA

CARTAS A PARACUELLOS

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l libro escrito por JESÚS ROMERO SAMPER y editado por DE BUENA TINTA en Abril de 2013 relata los acontecimientos sucedidos en el Cuartel de Conde Duque que se inician con la represión frentepopulista, sin sublevación alguna y donde fueron fusilados al menos cuarenta y tres militares. El autor ahonda en aspectos poco o nada estudiados de ese dramático episodio.

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Hay que destacar el estudio exhaustivo de los hechos que se vivieron en ese cuartel y demás lugares donde se fueron produciendo los acontecimientos, implicaciones y responsabilidades en las ejecuciones, desarrollo de las mismas y armamento empleado, mostrándonos unos testimonios veraces y desgarradores.

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no de los militares asesinado, fue el Teniente Carlos Samper Roure, abuelo del autor, cuyas cartas desde la cárcel rescata esta obra como testimonio de aquellos sentimientos de angustia, soledad y amor a la familia que precedieron a la inmolación suya y de sus compañeros. La transcripción del contenido de estas cartas se acompaña de una interpretación, comentarios sobre lo escrito en su momento y situación.

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l autor reconstruye los últimos días del teniente Samper Roure y sus compañeros del cuartel desde que son confinados en la cheka del Cuartel de Conde Duque, su

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posterior ingreso en la Prisión Provincial de Porlier, el traslado a la Prisión de la Modelo y finalmente a Paracuellos, lugar donde son asesinados.

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l libro se inicia con la biografía del capitán Carlos Samper Roure, acontecimientos vividos en el cuartel del Conde Duque y detención, posteriormente transcripción y comentarios a las 20 cartas para narrar a continuación como se van sucediendo los luctuosos hechos con sus antecedentes, situación bélica-política, responsables políticos del momento, documentación relativa a las actas de reuniones del Consejo de la Junta de Defensa, elección de los lugares donde si iban a llevar a cabo los fusilamientos y motivos por los que se eligen, planificación y perpetuación del genocidio, implicación soviética y asesoramiento de los mismos y los fusilamientos producidos a partir del 7 de Noviembre hasta el 4 de Diciembre de 1936.

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estaca el meticuloso estudio realizado sobre los diferentes tipos de munición empleados y calibres encontrados así como la variedad de armamento que se utilizó y diversidad de procedencia del mismo; igualmente hay que hacer mención a todos los datos geográficos de la ubicación de las fosas, sus dimensiones y superficies (aproximadas) y los caídos que albergan.

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Hacer mención a la escenificación del funcionamiento de los Tribunales Populares, que en numerosos casos disponían la libertad de gentes que aún no habían sido procesadas; ni que sobreseyeran a personas que ya habían sido ejecutadas.

xiste en el libro un capitulo dedicado a las exhumanciones y análisis forenses de los cadáveres encontrados en las fosas de las diferentes localidades, de los estudios realizados e informaciones obtenidas se puede constatar el ensañamiento, profanación y hasta sadismo realizado con las victimas.

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scrita con un estilo claro, preciso y contundente, el autor nos muestra a través de las vicisitudes de su abuelo unos hechos en la que la barbarie, falta de orden, falsas acusaciones, actuaciones ilegítimas y sobretodo odio, mucho odio y revanchismo llevaron al asesinato de inocentes.

Fuente original

Autor: de la Reseña F. Javier

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Algunos poemas PALABRAS FRONDAS

J. Alberto Hernández oriundo de Reforma, Chiapas México, graduado del Ceiba (Centro de Estudios e Investigación de las Bellas Artes) en la Lic. Promotor Cultural en Educación Artística. Su primera lectura fue en la galería de arte “El Jaguar despertado “ en la ciudad de Villahermosa, Tabasco; más tarde participó en el 1er Festival de la Ciudad de Villahermosa, Tabasco junto con Arbey Rivera, Ulises Rodríguez Guzmán y Rogelio Urrusti. En el VII encuentro Iberoamericano de Poesía Carlos Pellicer Cámara, por invitación de la directora del CEIBA hace lectura de su obra acompañado por Laura Yuriria Valencia (Compañera Tallerista). Acompañados por la poetiza Aitana Alberti y el profesor Gerardo Grajeda, en febrero de 2011 en la Ciudad de Villahermosa, Tabasco. Invitado por el Fondo Mendocino para la Cultura y el Arte (AC FOMECA) lee su creación poética en Ciudad Mendoza Veracruz en el museo comunitario. En el mes de febrero de 2011. En marzo de 2011 se presenta la plaqueta “No guardemos la voz” en colaboración con Laura Yuriria Valencia, acompañados por ervey Castillo, Rogelio Urrusti, Ramón Bolívar y Arbey Rivera. Actualmente forma parte del Proyecto Artístico-Cultural Integral “Talleres Artísticos Culturales Aire Libre” desarrollando Talleres y Actividades Culturales en su municipio.

Voy a desnudar la mentira que se filtró hasta el disfraz, el corazón una especie de mancha que acompaña los apuntes de su boca esos que cuelga minuto a minuto y descuelga caricia con caricia sólo piensa y dime si podremos vivir en silencio destreza desvaneciéndose a melancolía sólo piensa y dime si quieres remendar heridas, de la piel multiplica los jirones o mejor recoge todos los vestidos del barrio en silencio para el silencio que verso a verso hacemos poesía, única estructura no regida, no tangible a las manos entonces desnudémonos para el amor dulce paz, dulces palabras frondas


del Autor.

DESVELADO

Resplandece una luna en el mar de tus ojos que va coloreando de apoco la aurora alma de algún beso ó trama del silencio concha de luz ó palabra en espiral brisa arrójame de prisa al tropel desmemoriado mágica gota que brotaste de mi sutil como el beso porque creo la humedad aún no forma la playa y yo desprendiéndome como cigarra en invierno pero me vuelco a la serenidad al prototipo conservador donde me veo desvelado en el brillo del oscuro oleaje sobre tus pechos


“El Millonario”, Ed. BRUGUERA

El Millonario

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es hablare de una novela que el azar trajo a mis manos, les hablo del medianamente exitoso “El Millonario” de Tommy Jaud, sin lugar a dudas una excelente obra moderna y original (lo que no es poco decir) en la que el humor se plasma de manera magistral.

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nalizamos la novela “El Millonario” de Tommy Jaud Básicamente es una novela humorística con un trasfondo contemporáneo que me resulto especialmente divertida más que nada por su humor sencillo donde no está presente groserías o tonos grotescos como sucede con algunas novelas actuales que algunos podrían gustarle, después de todo sobre humor no hay nada escrito, mmm… bueno en realidad si pero ese es otro tema.

A

bocándonos a la esencia en esta novela de ficción puedo decirles que a no ser por el final (un pelín exagerado creo yo) podría perfectamente pertenecer a la vivencia real de cualquier ciudadano más o menos quejumbroso de estos que abundan en las ciudades. En la trama encontramos la historia de Simon Peter un treintañero que tras quedar desempleado vive del seguro social y se dedica a realizar reclamos a todas las compañías en los que


encuentre un defecto (por pequeño momentos felices, tristes, eufóricos, que fuera) en sus productos y es aquí vergonzosos, en fin toda una gama de donde el humor comienza. emociones humanas salpicadas por un humor inteligente y bien pensado. imon tiene además del tiempo un ojo excelente para encontrar omo toda buena novela nueslos defectos A TODO y con ese tro protagonista tiene, sus gran “talento” acude hacia el ciber de amigos y personas que no soun amigo para redactar las quejas per- porta, una de ellas es su nueva vecina tinentes o usa el teléfono para llamar que sin adelantar demasiado pone las a los números gratuitos de atención al cosas divertidas y aún más interesancliente. Jaud centra la historia en estas tes, básicamente Simon es una persoquejas que cabe decir son increíble- na común que trascurre un momenmente divertidas un poco por absur- to difícil, por momentos esto te hace das y otro poco por la originalidad de pensar bastante pero luego el texto las mismas que van siempre en busca corta saludablemente el toque reflexide una utópica justicia del consumi- vo con un buen entramado humorísdor. Simon aunque consigue algunas tico manteniendo así cierto equilibrio. muestras gratis y el recambio del pro- Una genialidad que puedo destacar es ducto “averiado” en realidad busca el talento del escritor en adentrarnos proteger aquellos pequeños intere- en la historia de forma vivida, vistosa ses que muchos consumidores por el y divertida claramente una combinatiempo o su trabajo no defienden, esta ción encantadora. noción brinda al personaje un cierto toque heroico hasta que a nuestro Siemiendo parecer vendedor por mon se le mete una ideal, él quiere ser las alabanzas a esta novela solo millonario. les diré RECOMENDADO.

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omo englobante de estos hechos tenemos la vida del protagonista, esta trascurre por

Fuente original

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Autor: de la Reseña: Nelson Damian Cabral

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Autora:

LA AUSENCIA He sido testigo del vuelo de los pingüinos en el agua. He marchado a la par de los Sufíes desde mi dimensión y desde tierras lejanas. He aspirado hondo, hasta escuchar los susurros de mi calma. He sabido buscarte en cualquier parte imaginando tu existencia mundana. Es hora de partir y de seguir otras pisadas; de sostenerme en pie aunque la memoria, la imaginación o las palabras.

Celina Perez Novoa Nacida en San Isidro, Buenos Aires el 2 de febrero de 1967. Concreto cursos de narrativa en la “Casa de la Cultura de San Isidro” durante dos años. En 1993 participo de una antología poética “Los soles y las voces”, obteniendo una mención Alfonsina Storni otorgada por el Centro Cultural General San Martín. Con estudios en Análisis de Sistemas informáticos realizo una tecnicatura de montaje y reparación de PC y Diseño de Pág. Web. En San Nicolás asistió a cursos de redacción otorgados por el Sindicato de Prensa de San Nicolás. Durante seis años realizo cursos de redacción en la Casa de la Cultura de Villa Constitución donde recibió menciones en concursos que organizaba la institución. Actualmente realiza estudios en Comunicación Social en la UNR.

Página web de la autora:

www.somosloqueleemos.wix.com/vc


LA OTRA MIRADA

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osario tiene la particularidad de regresar mi inmanencia a esta localidad que me acuna por adopción. Algo tienen sus calles, su arquitectura su sonido y sus aromas a pochoclo acaramelado con smog. Algo que me devuelve los paisajes añorados de Buenos Aires y Madrid. De pronto siento una pertenencia a este rincón en el que me refugió la vida. Algo hay de cierto como lo hay de mágico en su gente, en las miradas encontradas, en los perros callejeros que custodian mis pasos bajo la sombra de un ejército de tilos que ponen límite al ancho de las veredas. Probablemente con los años me estoy convirtiendo en un saco de recuerdos itinerante. Pero es una sensación que desearía compartir con los que más quiero y están distantes. Ese regreso a la existencia misma. Esa búsqueda de intención que no hay. Quisiera poder enmarcar una foto de este instante sublime, sutil y sen-

cillo; por concederme un manojo de sensaciones tan difíciles de expresar. Descubrir en un momento de respiro un intervalo de lo cotidiano, eso que pasamos por alto a pasos acelerados contra reloj. El monumento al amor de rodillas pidiendo limosna en la puerta de un banco, con su bebé en los brazos. El sol filtrando sus rayos entre los intersticios de los edificios que lucen murales de publicidad dedicados a lo efímero y parecen jugar a los fantasmas con la brisa o el viento acariciándote la cara. Una pareja de la mano detiene su prisa para encontrase en un extenso beso. Un taxista le obsequia unos segundos de su vida a una señora mayor que lo intercepta para subir con sus visibles achaques. Un cartel insólito anuncia “Zona Calma” en medio de la vorágine, del gentío, del tránsito, ante la indiferencia de la rutina. Asoman las primeras flores en los románticos balcones rosarinos. La primavera instala sus primeras vetas de color en el paisaje de bandejas de café y persianas de

negocios que se abren chirriando sus quejidos de cadenas, y bandoneón. El misterio de una nota perdida de alguna radio, se manifiesta en esta tela de retrato que intento describir. Por alguna razón, me movilizan estas sensaciones. Un mágico querubín busca asilo en mi corazón argentino, y yo lo recibo cálidamente desde mis añoranzas y desde mis motivos personales de viajes y mudanzas. Momentos como este me recuerdan que aún tengo un corazón infantil que asoma por instantes, con su bicicleta y sus amigos de barrio, con los pesados cuadernos de la escuela y las horas de la siesta jugando a las muñecas o leyendo el Billiken. Describir Rosario es tomar un intervalo de mi vida para analizar bajo la lupa. Se torna en recuerdos caprichosos, escurridizos que me tocan el alma, hasta que algo lo pone en su lugar, un semáforo en verde me obliga a seguir camino, de prisa, constante, inconsciente y colectivo. La luz de la rutina me llama a despertar.


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“Algunas veces por la noche no puedo dormir, cuando hay ruido cierro las ventanas y cuando no prendo la radio, ahora que lo pienso no es el ruido lo que me molesta sino el control que tengo sobre él y me pregunto ¿será que algunas personas nos molestan solo porque no podemos controlarlas?” Nelson Damian Cabral (1990).


“El Verano de los juguetes muertos” ,Ed. DEBOLSILLO

El Verano de los juguetes muertos

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l Verano de los juguetes muertos (Debolsillo), primera novela de Toni Hill, nos engancha desde el primer momento por la elegancia de su narración, su agilidad y su facilidad para contar la historia (la trama, aunque complicada, se sigue con facilidad). El realismo y la minuciosidad del caracter de sus personajes te engancha y consigue que te identifiques en todo momento con ellos. Es, de hecho, una novela que lees del tirón; apenas puedes descansar en sus 360 páginas. Con la novela negra Toni Hill sabe de qué habla y sabe exponer los hechos. Por algo esta novela ha sido traducida a más de 15 idiomas.

E

l inspector Héctor Salgado acaba de llegar a Barcelona desde Buenos Aires (sus superiores decidieron darle unas semanas de permiso para silenciar un episodio de violencia). De manera extraoficial le asignan un caso delicado: el aparente suicidio de un jovén de la alta burguesía catalana. Pretenden tranquilizar a la madre del muerto. Su inmediato superior, Savall, le da instrucciones debe ser muy discreto porque son gente importante tanto los padres como el entorno del difunto.

A

l margen de éste asunto, el inspector contempla, cada vez más asustado, cómo una amenaza se va cerniendo sobre él y los suyos. Ocurren cosas extrañas: la pérdida de una maleta, una gra-


bación de su exmujer Ruth comprometedora con su actual pareja, la desaparición del maleante al que Héctor Salgado golpeó sin contención… La imposibilidad de contactar tanto con Ruth como con su hijo Guillermo le mantienen en constante angustia presintiendo una desgracia. La subinspectora Martina Andreu aprecia y ayuda a éste atípico inspector de ojos soñadores y dolientes, capaz de ternura y torturado por una infancia de maltratos.

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unto con la agente Leire Castro comienza la investigación del aparente suicidio y se ve inmerso en un mundo de personas de alta reputación, irreprochables modelos de unos valores tradicionales y puntales en su entorno. Héctor continúa su labor sin dejarse presionar, ni por su jefe ni por la alta sociedad que rodea el caso y junto con Leire Castro, a la cual deja crecer profesionalmente y respeta como persona, llegan a solucionar el misterio.

N

o busca un falso protagonismo Héctor Salgado. Ya os digo que este inspector solitario enamora a todo el

mundo. Como en las novelas de Patricia Highsmith, la tensión va creciendo a lo largo de la narración. En cada una de sus páginas se presiente una tragedia, y aunque el entorno y los diálogos sean cotidianos sabes que hay algo que va a desencadenar la hecatombe. Sabes que el mal va creciendo y que envolverá a todos.

salga su nuevo volumen.

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oni Hill (Barcelona, 1966) es licenciado en psicología. Lleva más de diez años dedicado a la traducción literaria y a la colaboración editorial en distintos ámbitos. Entre los autores traducidos por él se encuentran David Sedaris, Jonathan Safran Foer, Glenway Wescott, Rosie Alil Verano de los juguetes son, Peter May, Rabih AlameddimuertosToni Hill consigue ne y A. L. Kennedy. con su novela que contemples a fondo la naturaleza humana y especialmente a ese segmento privilegiado de la sociedad (tanto jóvenes como maduros), sin más Fuente original leyes que las que les marcan sus instintos, con las relaciones sociales adecuadas que les hace sentirse por encima del bien y del mal. El título de la novela un gran acierto. Nos encontramos ante el gran narrador de la novela negra mediterránea y es bienvenido después del cierto tono desangelado de la novela nórdica. Por su minuciosidad y crudeza la novela de Toni Hill puede semejarse a la gran novela negra norteamericana. Es un escritor al que seguiremos los pasos y nos dará mucho con lo que disfrutar Esperamos que pronto

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www.universolamaga.com


Ciencia ficción… EL AUTOR Vicente Hernándiz se abre al mundo en el seno de una familia donde el trabajo, la responsabilidad y el entorno familiar son los motores principales de sus valores. Época complicada de una España en la que a muchos de los nacidos en sus mismas circunstancias se les decía que venían al mundo con un pan bajo el brazo. Este ambiente de dedicación y parquedad marcó en él ese afán de superación y de logro que ha ido imperando constantemente en su vida. Vida esta no señalada ni por el fracaso ni por el rotundo éxito, ya que pequeños logros y algunas vicisitudes, con sus correspondientes sacrificios, fueron forjando su conciliador talante. Cursa sus estudios primarios como alumno libre en el Instituto Luis Vives de Valencia, y posteriormente se Licencia en Psicología por la Universidad Literaria de Valencia. Desde joven fue apasionado lector y gran fan de Asimov, Arthur C. Clarke y Ray Bradbury. Este hecho y su afición por escribir, han sido los detonantes de “Cuando las estrellas nos llamen” novela escrita tras muchos años de navegar por este terreno con narraciones cortas, donde ha sido galardonado en dos ocasiones.

¿LA LUNA ESTA HUECA?¿ES UNA NAVE ESPACIAL?

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reve comentario: Como en muchas ocasiones, buscando entre restos de ediciones y a la caza de esa novela o ensayo que, con poco dispendio económico, me posibilitara lectura, tropecé con un publicación de la Editorial Pomaire (1.978) de Don Wilson, que por titulo portaba el de “La Luna, una misteriosa nave espacial”

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¿Qué podía haber de cierto en la afirmación del titulo? o ¿quizá era una pregunta lanzada a quien pudiera responderla? Yo amante de este tipo de cuestiones no dude en adquirirla y tratar de desentrañar cuantos secretos pudiera albergar. La publicación me iba a descubrir o desmenuzar una serie de extraños y complejos acontecimientos, que de ser ciertos determinarían, a todas luces, que la

concepción que de La Luna se tiene no es la correcta. El autor recoge una teoría lanzada por dos reconocidos científicos Rusos, Mijail Vasin y Alexandr Sherbakov. Esta hipótesis, sustentada básicamente en una serie de premisas que van descartando radicalmente otras posibilidades, deja como única eventualidad, según los autores, la de


ser una construcción de proporciones tales como lo que observamos diariamente al mirar nuestra luna. Se descarta, como posible relación TierraLuna, que el satélite sea parte separada del planeta, que se hayan formado ambos a la vez y que en la formación del sistema solar quedaran ambos tal y como están en la actualidad, y por último que haya podido entrar, en algún momento de la antigüedad, en nuestro sistema y quedara atrapada por la atracción terrestre. Estos descartes les lleva a dejar como explicación plausible la intervención de una inteligencia, muy avanzada tecnológicamente, manipulando el entorno, pero quizá miles o millones de años atrás.

nos detalla extrañas luces vista por científicos y astronautas. Construcciones en la misma superficie de la luna. Cráteres que no tienen explicación. Movimientos sísmicos sólo posibles si es una estructura y estando hueca por dentro. Rocas pegadas con edades altamente dispares o sobre suelos de épocas que no casarían. Conversaciones entre astronautas sobre hechos que en teoría no debían de producirse, y un sin fin de toda clase de aportaciones que van dándonos, poco a poco, la percepción de que, al menos, hay una serie de enigmas que están gritando, con voces claras y potentes, ser desentrañados, explicados y divulgados, no con la especulación como trasfondo sino con la sinceridad, la claridad y la investigación científica como plataforma de determinación, cosa esta que no creo que nadie se atreva a desarrollar, al menos dentro de la curia del saber oficial, ya que al igual que les paso a Vasin y Sherbakov, correrían el riesgo de ser ridiculizados y condenados al ostracismo académico e intelectual.

mentar a tenor de la teoría de Vasin y Sherbakov es cierto, tendríamos otro motivo más para especular sobre la presencia de inteligencias superiores en nuestro entorno y pasado, sumándose a cuanto en el planeta hay de hechos que, apuntándonos a ello, están también en la misma situación, sólo sacados a la luz por intrépidos investigadores o especuladores, no llegando de esta forma a una conclusión válida, ya que no se investiga. Por ello, esta teoría o la que de otros hechos se tiene, dan validez y sustento a lo que como trasfondo argumental propone “Cuando las estrellas nos llamen”

Con este trasfondo o motor argumental Don Wilson, autor del escrito, nos va dando una serie de datos y hechos que de algún modo dan cuerpo y sentido a tal posibilidad. No sólo de que alguien dejara intencionada o accidentalmente esta factible construcción orbitando La Tierra, sino que en la actualidad todavía pueda servir o tener utilidad para alguien. Para ello Si lo que Don Wilson trata de argu-

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Donar sangre

no niegues dar lo que


es dar vida...

e podrĂ­a salvar a otro.


R LI

R A R E T


. . . R

d a l u t a

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L

ITERAR es una organización con el noble objetivo de difundir la cultura de forma amena y gratuita.

El nombre LITERAR surge de la unión de las palabras “Argentina” y “literatura” sin embargo lejos del humilde símbolo creador hoy intentamos expandirnos del gran mundo de la literatura hacia el universo de la cultura en todas sus facetas, fomentándola y difundiéndola. Bajo estos términos surge LITERAR que hoy en día cuenta con el valioso aporte intelectual de muchos colaboradores dispuestos a brindarnos contenidos para enriquecer aquel sueño emprendedor de promover elambiente artístico. Sabemos lo difícil que puede ser para un artista o incluso para un arte en sí mismo difundirse y promocionarse por eso hemos puesto nuestro granito de arena en pos de contribuir con un ambiente cultural más diverso y saludable. Sin más preámbulos esperamos que disfruten de este espacio simbólico que no es más que el compendio de opiniones enmarcado en el entrañable formato revista. --DIRECTIVA DE LITERAR--


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