Fragmento de La belleza de los otros - Ticio Escobar

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ARTE PARAGUAYO I – ARTE INDÍGENA Y POPULAR Escobar, Ticio. La belleza de los otros. Asunción: Rp ediciones. 1993. pp. 15 – 25.

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UNA CUESTION PREVIA: EL TERMINO «ARTE INDIGENA» El brazalete de Túkule Es la siesta blanca y vertical del Chaco: la hora en que el calor traspasa algún límite e instala una ausencia de pura luz inmóvil y ardiente. En cuclillas, el indígena no rompe el hechizo que ha paralizado el palmar y la aldea; sus manos callosas se mueven apenas en torno a una breve red tendida desde una vara de algarrobo. Todo su cuerpo está quieto; parece no transpirar, parece no respirar el aire de más de cuarenta grados. Con un gesto rapidísimo, de pronto alarga la mano hasta el cuero de un loro que, con todas sus plumas puestas, está clavado a sus pies en una estaca cruzada. Arranca un manojo de plumones verdes que pasa a insertar, pieza por pieza, entre la trama fina de la malla vegetal para formar con ellos una hilera. El indio se llama Túkule, pero los paraguayos le conocen como Feliciano Rodríguez. (Todo indígena debe usar dos nombres, como dos rostros, para poder transitar el espacio ajeno que se abrió en su espacio). Túkule es el cacique de la comunidad chamacoco de Peichióta y está confeccionando un adorno de plumas que habrá de usar durante la ceremonia de esa misma noche. Termina la hilera verde y comienza la amarilla, cuyo trayecto paralelo luce más delgado porque las plumas de ese color son menores que las otras. Como un prestidigitador, hace aparecer en la mano izquierda un puñado de plumitas negras de chopí que se convierte pronto en otra franja que aprieta a las demás. Se ciñe la pieza a medio terminar sobre la muñeca para probar el efecto de la combinación; las tiras paralelas laten sobre su piel oscura pero no alcanzan aún la intensidad suficiente: hace falta otro color. Le agrega, en el medio, una angostísima hilera de plumas rojas que enciende en seguida el adorno. Le pregunto, en mi guaraní hace tanto tiempo vacilante, porqué le agregó esa hilera. «Para que sea más hermosa», me responde distraídamente en su firme guaraní reciente. Pero después, sin desmentir lo dicho, agrega que el rojo significa el resplandor de ciertos seres sobrenaturales que él representará en el círculo ceremonial. También, explica después de un silencio, ese color llama a los frutos de la tuna y a las mieles transparentes de ciertas avispas salvajes. Por último, casi confiesa en voz baja, esa pieza le signa como persona y como miembro de un clan. La tal pieza es un oikakarn, una muñequera de sólo tres o cuatro centímetros de ancho que, en determinadas ocasiones rituales, sirve también como guirnalda frontal para representar a ciertas divinidades. Es realmente una pieza hermosa: sus colores vehementes, subrayados por el negro, corren en franjas muy estrechas lo que da al aderezo el valor de una joya delicada y esencial. (Los chamacoco jamás utilizarían combinaciones tan fuertes en piezas mayores: las tobilleras, que llegan hasta los diez centímetros de ancho, usan tonos blancos y rosas, verdes, pardos y aún negros pero nunca el contraste rojo/amarillo que, en

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superficies tan anchas, luciría estridente). Es una pieza sugerente: estremecida sobre el brazo rudo de Túkule, habla de pájaros y de dioses, de nombres secretos, de dulcísimos frutos del bosque, de serpientes de coral; del pulso flamígero de ciertos seres míticos. A pesar de su belleza, buscada y fruida, la muñequera de Túkule tiene un destino utilitario: sirve para reunir y diferenciar a los hombres, nombrar a los dioses y convocar a los alimentos difíciles que guarda la selva. ¿Es una pieza de arte? ¿Cómo puede definirse el borde de lo estético en culturas que mezclan la pura belleza con los trajines cifrados del culto, los prosaicos afanes en pos de la comida y el complicado ejercicio del pacto social?

Oikakarn. Foto: Nicolás Richard. María Helena. 2002. DDI (CAV/Museo del Barro).

El arte de los otros En principio, para trazar el contorno de la producción del arte de los indígenas se debería poder utilizar los mismos criterios que se aplican para dibujar el perfil de cualquier sistema artístico. Cuando hablamos de arte indígena, pues, nos estamos refiriendo al conjunto de objetos y prácticas que subrayan sus formas buscando nombrar funciones e intensificar y expresar mejor los recuerdos, los valores, la experiencia y los sueños de un grupo humano; en este caso, de

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cualquiera de las comunidades indígenas que habitan en el Paraguay. Pero, a la hora de intentar aplicar este término a la situación concreta de tales comunidades, salta en seguida el problema de que en éstas lo estético no puede ser desgajado limpiamente de un complejo sistema simbólico que parece fundir diversos momentos que nosotros distinguimos desde afuera como «arte», «religión», «política», «derecho» o «ciencia». Por eso, lo que admitimos en llamar «arte indígena» no puede sin más ser aislado del intrincado conjunto social y aparece enredado en la trama de sus muchas formas con las que termina por confundirse casi siempre. Esta confusión genera no pocas dificultades, no solamente porque plantea el problema de la validez y del alcance mismo del término «arte» para designar el ámbito de ciertas expresiones étnicas, sino porque, incluso, estorba la comprensión de los límites de una posible estética indígena. La moderna teoría occidental del arte distingue claramente entre forma y función y determina que son artísticos los fenómenos en los que aquella se impone sobre ésta; por eso, los lindes que separan sus dominios se recortan tajantes y nítidos. Pero, la cultura indígena, al mezclar y, aún, identificar significantes y significados varios, desorienta a los estudiosos del tema: en un brazalete de plumas, es imposible desprender su belleza de su utilidad mágico-propiciatoria, sus papeles sociales y sus móviles rituales. Pero aún hay más: a los indígenas tampoco les interesa establecer distinciones entre lo que nosotros llamaríamos «géneros» artísticos; las artes visuales, la música, la literatura, la danza y la representación a menudo se mezclan en un promiscuo y fecundo maremágnum que, en torno a algún eje invisible, es capaz de identificar manifestaciones estrictamente diferentes en nuestra cultura. La última dificultad a la que me referiré acá deriva también de la mecánica propia del pensamiento moderno que se desorienta al transitar regiones diferentes. A partir de determinadas razones históricas, el arte occidental moderno requiere para sus propios productos los requisitos de la genialidad individual, la ruptura renovadora y la unicidad de la obra. Ahora bien, aunque tales condiciones hayan surgido empujados por necesidades particulares, desde la extraña lógica del colonialismo pasan a convertirse en exigencias normativas aplicables, indebidamente, a todo tipo de arte. Pero el arte indígena, como el campesino, como casi todo tipo de arte no moderno, no cumple esas condiciones: ni es fruto de una creación individual absoluta (aunque cada artista reinterprete a su modo los inveterados códigos colectivos) ni se produce a través de innovaciones transgresoras (a pesar de que desarrollo suponga una constante movilización del imaginario social) ni se manifiesta en obras irrepetibles (aún cuando cada forma específica debe haber conquistado su propia capacidad expresiva y estética). Sin embargo, aún consciente de tales dificultades, creo que sigue siendo fundamental hablar de arte indígena. El hacerlo exige, en primer lugar, partir de las características propias de las culturas diferentes y no de las condiciones que

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marcan la producción occidental moderna y que son, constantemente, extrapoladas como normas abstractas que determinan qué es arte y qué no alcanza a reunir las notas que lo definen. Desde hace milenios y en los más remotos lugares, diversas sociedades a-modernas construyen retóricamente la experiencia colectiva. Inventan imágenes y gestos en los que lo estético impone una dirección a pesar de que lo haga soterradamente y confundido con otros factores culturales. Crean obras que, aunque repitan las pautas tradicionales, dependan de funciones varias, se produzcan serialmente y correspondan a autores anónimos y/o colectivos, son capaces de revelar, desde el juego de la forma, oscuras verdades por otras vías inaccesibles1. Por otra parte, al reconocer la existencia de un arte diferente puede contestarse una posición discriminatoria que supone que solamente la cultura occidental, en cuanto superior, es capaz de alcanzar ciertas privilegiadas cumbres del espíritu. Defender la posibilidad de un arte indígena promueve una otra visión del indio: abre la posibilidad de mirarlo no sólo como a un ser marginado y humillado sino como a un creador, un productor de formas genuinas, un sujeto sensible e imaginativo capaz de aportar soluciones y figuras nuevas al patrimonio simbólico universal. El reconocimiento de la diferencia puede, además, apoyar la reivindicación que hacen los pueblos indígenas de su autodeterminación y su derecho a un territorio propio y a una vida digna. Por un lado, la gestión del proyecto histórico de cada etnia requiere de un imaginario definido y de una autoestima básica, fundamento y corolario de la expresión estética. Por otro, los territorios simbólicos son tan esenciales para los indígenas como los físicos; aquellos son expresión de éstos, éstos, proyección de aquellos. Por eso, es difícil defender el ámbito propio de una comunidad si no se garantiza su derecho a la diferencia; su posibilidad de vivir y pensar, de creer y crear de manera propia. A modo de resumen y conclusión: es evidente que, aún confundiéndolos con los otros sistemas culturales, el indígena crea obras provistas de eficientes soluciones estéticas y preñadas de un vigoroso contenido expresivo. Es imposible desconocer el gran número de utensilios domésticos y rituales, así como de representaciones ceremoniales, que están diseñados y realizados de modo tal que implican trabajos ornamentales y soluciones formales no requeridos por las meras funciones domésticas o las exigencias del culto; en esa franja excedente trabaja la forma. De hecho, el indígena elige las plumas más atractivas y las pinturas 1 Presionada por interferencias ideológicas, la leona del arle occidental debe recurrir a ingeniosos dispositivos para reconocer el potencial artístico de ciertas sociedades a-modemas aunque sus obras no cumplan con los requisitos del formalismo, la unicidad y el genio, exigidos a toda expresión marginal, que aspire al título de arte. Ningún tratado de Historia del Arte, en efecto, negaría el carácter estético a sistemas formales que sirven de antecedentes al propio arte occidental (grecoromano, clásico, etc.) o que coinciden con éste en cuanto manifestaciones de "altas culturas" (arte egipcio, oriental, precolombino, etc.). Estos mecanismos son desarrollados sistemáticamente en Escobar. 1987.

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corporales mejor combinadas para el ritual religioso, la caza, el luto o, antiguamente, el combate; selecciona para sus artefactos la decoración más sugerente, la composición mejor equilibrada y el más ajustado diseño: sabe que, a través de los recursos de la forma puede recalcar y manifestar aspectos profundos de la identidad social o momentos íntimos de su propia subjetividad que no pueden ser alcanzados de otra manera. En este punto, argumentar en pro de la utilización del término «arte indígena» permitiría acceder a ciertos mecanismos poéticos, retóricos y estilísticos fundamentales para complejizar la comprensión de las culturas étnicas y generalmente ignoradas por los conceptos de «cultura material», de «artesanía» o de «folklore» desde los cuales suelen ser analizadas diferentes expresiones del indio. ARTE INDIGENA EN EL PARAGUAY: NOTAS COMUNES Y DIFERENTES ESTILOS La caza y la siembra Un primer criterio que puede adoptarse para diferenciar a los diferentes pueblos indígenas asentados en territorio paraguayo es el basado en sus módulos subsistenciales. Así, las distintas etnias pueden ser clasificadas en dos sistemas culturales según sean fundamentalmente cazadoras-recolectoras o agricultoras, aunque, en forma secundaria, combinen siempre sus actividades básicas con las modalidades productivas de cada sistema opuesto. Dentro del primer grupo se encuentran las diversas comunidades pertenecientes a las familias lingüísticas zamuco, mataco, guaykurú y maskoy ubicadas en el Gran Chaco (Región Occidental del Paraguay), mientras que el segundo comprende a las distintas comunidades guaraníes que viven en la Región Oriental. Esta clasificación presenta dos dificultades. Por una parte, tanto los aché, cazadores-recolectores guaranizados que habitan en la Región Oriental, como ciertos grupos guaraníes o guaranizados que se encuentran instalados en el Chaco desde tiempos coloniales (chiriguanos y ñandéva) escapan al esquema recién planteado. Por otra, ante el avance arrollador de los modelos productivos de la sociedad envolvente y ante la depredación ecológica y la reducción de los territorios étnicos que dicho avance supone, la mayoría de los cazadores debe alternar su fuente tradicional de subsistencia con prácticas de agricultura y trabajos diversos de jornaleros, cuando no con nuevos sistemas de mendicidad, pequeña delincuencia y prostitución que generan dramáticos fenómenos de lumpenproletarización indígena. Pero, aún así, y hechas estas salvedades, sigo manteniendo esa clasificación por comodidad didáctica en una referencia elemental que sólo pretende ubicar rápidamente a las etnias para la mejor comprensión del arte que ellas producen.

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El sistema de caza y recolección, así como el ethos nomádico a él vinculado, condiciona una trama cultural más flexible y abierta a incorporaciones y adaptaciones diversas. Esta dinámica permite muchas veces que elementos materiales, formas y símbolos nuevos puedan ser integrados a las instituciones culturales propias sin violentar su curso ni interrumpir sus procesos. En otro extremo, la cultura agrícola guaraní, vinculada a la tierra y pendiente de los ciclos naturales, es más conservadora y cerrada a innovaciones; distingue con cuidado lo propio de lo ajeno y se problematiza constantemente acerca de la necesidad de absorber o rechazar los signos extranjeros. Estas características, que según veremos, jugaron un papel importante en el momento de la transculturación colonial, marcan con fuerza la producción simbólica de las diferentes sociedades indígenas. Aún así, por debajo de tales diferencias o paralelamente a ellas, podemos identificar rasgos comunes en la creación artística de los distintos grupos étnicos. En los siguientes puntos serán confrontadas aquellas diferencias y destacadas estas similitudes. Cuatro notas del arte indígena 1. Tanto las sociedades cazadoras como las agricultoras se estructuran en tomo a un núcleo mítico-ritual que fundamenta las identidades individuales y comunitarias y aglutina las diferentes instancias del poder, el orden jurídico, el ocio, la belleza y la religión. Las grandes festividades ceremoniales indígenas, de aquel núcleo directamente alimentadas, regulan y canalizan el caudal simbólico comunitario. Por lo tanto, las formas básicas de sus manifestaciones visuales están involucradas con los haceres del rito y comprometidas con las distintas tareas de autoidentificación tribal. Estas formas parten del cuerpo humano, soporte privilegiado de la expresión indígena: la ornamentación plumaria, el tatuaje y las pinturas corporales, entre los chaqueños", y el arte plumario, entre los guaraníes, constituyen los arquetipos básicos del arte indígena desarrollado en el Paraguay; son los signos mejor provistos de fuerza significativa y, consecuentemente, se convierten en las imágenes mejor ajustadas estéticamente. Por otra parte, la propia representación de la fiesta ritual es en sí una obra de arte total que integra, según queda señalado más arriba, teatro, literatura, artes plásticas, danza y música en un conjunto intenso y dramático que constituye la síntesis suprema de la creación colectiva. 2. El otro gran foco de creación estética se origina en la producción económica. Las formas ligadas directamente a la subsistencia de la comunidad se incorporan también al complejo cultural esencial, requieren de formas bien arraigadas en el imaginario colectivo y producen resultados estéticos seguros, como la cestería guaraní y los tejidos chaqueños de caraguatá. 3. Estas formas básicas, conectadas con el ritual, por una parte, y con la producción económica, por otra, son las depositarias de los argumentos más

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profundos de cada etnia; por eso tienden a ser más estables y resisten mejor a los embates de la historia. Aún las culturas cazadoras que, según se sostuvo, son más receptivas a las novedades ajenas y permeables a las innovaciones, tienden a mantener una cierta reserva simbólica, una densa médula cultural que puede actuar de brújula en los procesos de cambio y reorientar en silencio hacia el rumbo perdido. Aunque se incorporen signos nuevos y se renueven las técnicas, el esquema antiguo del rito se conserva, como se conserva, abreviada o borrosa muchas veces, la clave última de la pintura y el color que diviniza los cuerpos sudorosos. Pero, en última instancia, aún el rito tiene historia: el caso de la gran ceremonia de los chiriguanos, guaraníes establecidos en el Chaco aproximadamente desde el S.XV, es ilustrativo en este sentido. El Arete Guasu, el ritual propiciatorio agrícola, casi nada tiene que ver con la coreografía, la música, las pautas de ornamentación corporal y aún los fundamentos míticos de los guaraníes y deriva de la adopción de diversos elementos culturales provenientes de los grupos chané-arawak subandinizados así como de diferentes comunidades chaqueñas. Para expresar su nueva realidad, estos guaraníes necesitaron renovar íntegramente su corpus mítico ritual y reformular sus pautas estéticas. 4. Las formas periféricas, aunque, en última instancia, se nutran estilísticamente de las figuras centrales y extraigan de ellas sus alegatos mejores, tienen menos responsabilidades expresivas y pueden ceder, sin culpas, a la seducción o la imposición de las novedades técnicas y formales traídas por los mestizos, los misioneros o las comunidades vecinas. Como queda dicho, las culturas indígenas tienden a proteger cuidadosamente los pilares que las sostienen mientras que exponen más libremente las formas secundarias. La adaptación de los abalorios y de los motivos tejidos en lana por los chaqueños, la caprichosa ornamentación ceramística de los chiriguanos y los caduveo, la talla zoomorfa chiripá o manjui, la cestería chamacoco, los recientes tejidos de algodón mak'a, por no citar sino los casos más difundidos de transculturación estética, suponen fecundos procesos de hibridación que, por lo general, han oxigenado las acosadas culturas étnicas y abierto nuevas alternativas de expre¬sión. Los diferentes fenómenos de roces, choques y fricciones interculturales a los que cada vez más constantemente se ven enfrentadas las sociedades indígenas, hacen fluctuar los bordes de sus imaginarios colectivos y las obligan a reacomodar sus repertorios formales, sus recursos técnicos y sus espacios semánticos. Estos cambios, aunque supongan una abrupta recomposición de los acervos simbólicos comunitarios, pueden ser o no desestabilizadores: algunas veces, como se verá más adelante, son el producto mecánico de presiones exógenas y tienen efectos negativos para la autonomía cultural; otras, resultan de complicados movimientos de compensación que hace la misma comunidad para equilibrar los cambios bruscos-que se producen en ella y poder re-significar su realidad alterada. En general, todos los nuevos procesos acusan ambos tipos de cambio. Por ejemplo, la lógica del mercado, bruscamente incrustada en las economías tradicionales,

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suele muchas veces deteriorar la calidad estética y la convicción expresiva del arte comunitario, pero, otras tantas, actúa como un factor movilizador y un estimulante desafío para la imaginación y la creatividad de los indígenas que deben esforzarse para responder a los requerimientos nuevos.

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