Identidades en tránsito

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SEMINARIO SOBRE IDENTIDADES Y NACIÓN

2013

IDENTIDADES EN TRÁNSITO Ticio Escobar

LOS CONCEPTOS Continuidades La obstinada persistencia del tema de la identidad revela la persistencia de ciertos asuntos que siguen pendientes y reflotan continuamente en el debate crítico contemporáneo. Esta permanencia, vinculada con la intención contemporánea de rehabilitar conceptos que parecían clausurados, lleva a discutir, con hechos, el propio concepto de clausura (como superación definitiva que remata y cierra una cuestión) y pone en escena el derecho posmoderno de mirar hacia atrás para recoger una figura casi olvidada. Pero también asume la conciencia de que más han cambiado las maneras de tratar las cuestiones que las cuestiones mismas. Por eso, ciertos conceptos (como los de utopía, representación, contestación, identidad, etc.) son recuperados desde la conciencia de que su reformulación les acerca una oportunidad de cruzar el dintel del nuevo milenio. Quizá uno de los mejores aportes de la crítica de la modernidad constituya esta ocasión de repensar lo mismo desde la nueva posición en que se encuentra hoy la cultura empujada por la globalización mediática y económica y el avance de las tecnodemocracias. Es cierto que lo repensado acerca de la identidad dio frutos por demás diversos, pero, si por razones de mejor exposición quisiéramos hallar alguna coincidencia, podríamos encontrarla en torno al cambio del concepto de identidad-sustancia por el de identidad-constructo. Las nuevas identidades no sólo aparecen desprovistas de espesor metafísico; también lo hacen despojadas de su aura épica. Ya no existen identidades esenciales; pero tampoco existen ya identidades-motores de la historia o responsables de sus grandes causas. En verdad, los perfiles de las identidades titubean; ya no recortan sujetos de posiciones prefijadas sino que señalan a menudo desplazamientos y tránsitos. Es imposible por eso concebir un esquema estable de identidades definido desde la exclusión de la alteridad: "..la identidad de las fuerzas opresivas tiene que estar de algún modo inscrita en la identidad que busca la emancipación", escribe Laclau."Esta situación contradictoria se expresa en la indecidibilidad entre internalidad y externalidad del opresor respecto del oprimido: ser oprimido es parte de mi identidad como sujeto que lucha por su emancipación; sin la presencia del opresor mi identidad sería diferente. La constitución de ésta última requiere y al mismo tiempo rechaza la presencia del otro". Esta ambigüedad que rodea al concepto contemporáneo de identidad impide que el mismo se cierre. Y esto ocurre (o no ocurre) no sólo por lo "indecidible" que hace pendular el contenido del término sino por la complejidad de las representaciones que entran en juego. Es que, en cierto sentido, las identidades significan el (auto)reconocimiento que hace una persona o un grupo de su inscripción en un red imaginaria que lo sostiene (de su pertenencia a un Prof. Lia Colombino – Apuntes de cátedra

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armazón de sentido). Pero las redes, los armazones, se levantan en diversos niveles: la región, la ciudad, el barrio, la religión, la familia, el género, la sexualidad, la raza, la ideología, etc. Por eso, las referencias a la práctica individual o colectiva, los lugares de la memoria, se sitúan en dimensiones que no pueden ser clausuradas en torno a una sola cuestión y que constantemente se superponen en varios estratos vacilantes. Malentendidos Desde la especificidad de lo cultural latinoamericano se divisan otros asuntos que explican la vigencia del tema identitario. El concepto de "lo latinoamericano" implica una disputa en torno a la cuestión de lo propio y lo diferente. Y en cuanto supone registros conceptuales diversos, repercute sobre distintos niveles e involucra reflejos y juegos de miradas (la de uno que se cruza con la del otro), este conflicto se abre a malentendidos y yerros considerables. Quizá el término "identidad" encuentre en esos deslices una ocasión de zafarse de sus resabios metafísicos y sus compromisos fundamentalistas y abrirse a consideraciones plurales y cruzadas que introduzcan la incertidumbre en su adentro compacto y enriquezcan su presencia inevitable. Ciertos equívocos que surgen en torno al concepto de identidad derivan de los cambios que el mismo sufre en su extensión. Por un lado, la reconfiguración de los mapas del poder mundial desorienta la marcha de un esquema basado en referencias territoriales. Por otro, la zozobra de las macroidentidades y la emergencia de nuevos sujetos identitarios, definidos desde proyectos sectoriales y variables, desplaza el formato "universalista" de identidad y promueve lecturas parciales y provisorias. En relación al primer punto, ya se sabe que terminada la guerra fría, la globalización informática y la consolidación de los mercados supranacionales requieren un reordenamiento de posiciones de fuerza a nivel mundial. Este cambio demanda a su vez la reformulación de ciertos términos del régimen anterior. Por eso, zafados de sus propias etimologías geopolíticas, muchos conceptos se han vuelto metáforas de una nueva y fluctuante retórica planetaria: Europa es el logotipo de un "primer mundo" que incluye Estados Unidos y Japón; así como Asia y América Latina son insignias de un "tercer mundo" que involucra grandes poblaciones de inmigrantes ubicadas en los Estados Unidos y Europa. Y los mismos términos "centro" y "periferia" -deslocalizados, diseminados a lo largo y lo ancho de una superficie polifocal y enredada- sólo en sentido figurativo pueden seguir conservando sus nombres. Es difícil, por eso, fijar en clave territorial el perfil de las identidades. Y sólo movido por razones políticas o en sentido retórico cabe hablar de una "identidad latinoamericana", término que remite en seguida a la necesidad de nuevas aclaraciones (¿Existe una identidad que cubra todo el mapa de América Latina y, dentro de ella, subidentidades regionales, nacionales, comunitarias y sectoriales que vayan marcando subdiferencias específicas en un orden lógico cuantitativamente decreciente?).

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Esta cuestión desemboca en el segundo punto: la depresión de las grandes identidades basadas en asentamientos fijos, en categorías clasistas o en proclamas universales permite divisar el surgimiento de las llamadas "posidentidades", colectivos autoafirmados en torno a demandas sectoriales diversas (feministas, gays, lesbianas, minorías raciales, étnicas o religiosas...). Este modelo entiende la identidad más como tarea histórica que como cifra de atributos intrínsecos y, para hacerlo, privilegia el momento de la diferencia sobre el de la unidad. En este mismo sentido debe ser considerada la importancia que concede nuestro tiempo a la constitución de las identidades individuales así como a la revalorización del cuerpo y la memoria personal, las autobiografías y la cotidianeidad. Las identidades han perdido así no sólo sus fundamentos, sus aires heroicos y sus referencias territoriales sino también sus grandes formatos. Sin embargo, los desarraigos de sus enclaves locales, así como las menguas y fragmentaciones de sus talantes, no significan el archivo de la problemática de las grandes colectividades y los territorios. Hay cuestiones identitarias -como la participación democrática y la integración regional- cuyo análisis requiere encuadres mucho más amplios y precisa la articulación de demandas sectoriales que, disociadas, podrían en extremo dispersarse. Así como hay problemas cuyo tratamiento exige la consideración del territorio: las demandas culturales de pueblos indígenas basadas en el derecho a las tierras tradicionales; la descentralización administrativa de lo cultural, la aplicación de políticas culturales a nivel de integración regional (caso Mercosur), la producción simbólica de municipios y otras entidades locales, el desarrollo de prácticas culturales que involucran temas ambientales, etc. Creo que el malentendido mayor que promueve el concepto de identidad surge del hecho de que el mismo es pronunciado a partir de posiciones y supuestos distintos. Enunciada desde el discurso del centro (el llamado "primer mundo"), la periferia (o "el tercer mundo") ocupa el lugar del Otro. El Otro significa la inevitable espalda oscura del Yo occidental: el reverso de la identidad original. Ambos términos son considerados como momentos absolutos: no pueden ser intercambiados porque la relación que los enfrenta es esencialmente asimétrica. Y si ocurriera una inversión simple en el contexto de ese esquema, "¿quién sería entonces el Otro?", pregunta Coronil. Es decir, el Otro no representa la diferencia que debe ser respetada sino la discrepancia que debe ser enmendada; no actúa como un Yo ajeno que interpela equitativamente al Yo enunciador: se mueve como el revés subalterno y necesario de éste. Vista desde esta perspectiva, la identidad es atributo del centro; la otreidad, cualidad de la periferia. La porfía de este esquema hace que, aunque proclame el centro el derecho a la diferencia multicultural, el arte latinoamericano sea valorado en cuanto expresivo de su alteridad más radical: lo exótico, original y kitsch, lo alegremente entremezclado con la tradición indígena y popular, etc. Del macondismo y el fridakahlismo al nuevo estereotipo del híbrido latinoamericano que usa pinturas corporales bajo camisas de Versace (falsificadas, claro) y levanta instalaciones con residuos de ritos enigmáticos y fragmentos de su miseria ancestral, transita una amplia gama de nuevos

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exotismos, ansiosos del gesto más pintoresco y la más típica seña para cosificar al Otro enunciándolo desde afuera. Por otra parte, a veces los propios artistas latinoamericanos especulan con esta demanda turística de identidad y ponen en escena los clisés de su diferencia: actúan de diferentes según los guiones hegemónicos. A partir de este modelo no puede concebirse la identidad como contrapartida de la diferencia sino como cifra de autoconciliación, de mismidad ejemplar consumada (o consumable, al menos). Los unos y los otros Cuando se entiende la identidad como producto de construcciones alternativas o meta de proyectos diferentes, el discurso occidental se encuentra en aprietos. Desde muchos lugares de América Latina se proclama la identidad como se declara un derecho, se sostiene una posibilidad de autoafirmación o se defiende la memoria particular y el propio sueño. No resulta extraño, por lo tanto, que su concepto venga siendo obsesivamente discutido desde los inicios de la incierta modernidad que lo requiere. Avalada por la tradición que ha generado debate tan largo, la reflexión sobre la identidad cruza el mapa desde México hasta la Argentina y acota un ámbito bastante parejo. Irónicamente, esa coincidencia termina otorgando rasgos específicos al pensamiento generado en América Latina, que adquiere cierta singularidad en torno al tratamiento de determinados temas (como los de la fundación, el mestizaje y la hibridez; la cuestión de lo propio, lo ajeno y lo apropiado; las diferencias entre aculturación y transculturación, etc.). Es que la propia crisis de identidad (la tribulación de quien debe usar un lenguaje que lo nombra como Otro) ha llevado a América Latina a madurar un pensamiento acerca de cuestiones que resultan desconcertantes al discurso central y que, por eso, son tratados por él en forma vacilante, con desagrado casi. Y con lamentables consecuencias prácticas: no es necesario mencionar Kosovo para saber que el "primer mundo" tiene dificultades casi insalvables para asumir ese conflicto sin tragedias. El alcance disímil que tiene el tema identitario según las posiciones desde donde sea tratado también se relaciona con otro hecho: ciertas confusas notas de las identidades latinoamericanas no encajan fácilmente en los esquemas de la lógica lineal que anima gran parte del pensamiento occidental. El fárrago de tiempos y dioses simultáneos, diferentes; la promiscuidad de razones y mitos enredados y el embrollo de tanta memoria distinta y mezclada no se compadecen con el todo coherente en cuyos términos se concibe el modelo metafísico occidental de identidad. En este sentido Vila dice que América Latina es un continente "desidéntico" cuya realidad constituye un malentendido semántico y cuyos discursos circulares y míticos, inexactos, perturban el ideal de transparencia del discurso occidental. Por eso, si correspondiere hablar de "identidad latinoamericana" no cabría entender este término como expresión de unicidad, sino como escenario común de diferentes procesos de autoafirmación, cuya única oportunidad de trazar un perfil propio, o de conservarlo, estará dada por su resistencia a ser identificados en el discurso uniformador de la Razón.

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LAS CUESTIONES La discusión de un modelo de identidad que toma como referencia fundamentos universales se abre a cuestiones que serán tratadas bajo los dos siguientes subtítulos. Los otros mapas Uno de los conflictos fundamentales que moviliza y turba el devenir del arte latinoamericano arranca del enfrentamiento entre lo universal y lo particular: entre los arrogantes modelos de la metrópolis y las sumisas versiones o las insolentes apropiaciones de las márgenes. La dialéctica centro-periferia, encargada de esta cuestión espinosa, si bien ha aportado argumentos fecundos y contribuido a impulsar el debate, ha terminado muchas veces por empantanarse. Ya quedó señalado que, detenido en su naturaleza de mero reverso de lo central, lo periférico se convierte en falta: en lo Otro de la identidad occidental. Y que mientras la hegemonía cultural suponga la administración del sentido, las cifras de la periferia serán transcriptas siempre desde el lugar del centro: enunciada desde afuera, aquélla será entendida no como lo diferente sino como lo adulterado. Y sólo podrá adquirir legitimidad asumiendo la posición del forastero, de quien ha quedado fuera del centro y es identificado en cuanto ejemplar exótico que satisface la necesidad occidental de alteridad. Pero también quedó señalado que el mismo término "occidental" ha devenido una figura retórica de poder más allá de las analogías cartográficas que estaban en su origen; de hecho, en el paisaje global, más que concentrarse, las decisiones políticas se diseminan: el poder ya no se localiza en estados nacionales sino que se propala a través de una retícula planetaria tramada por circuitos multinacionales y sistemas tecnológicos de comunicación. Esta uniformada urdimbre involucra obviamente los terrenos del símbolo: sus mallas trenzan los haceres culturales con las convincentes razones de la performatividad del capitalismo posindustrial. El mapamundi global estorba el uso de estrategias basadas en la polaridad absoluta adentro-afuera. Es difícil divisar un más allá de esta extensión ilimitada. Es difícil marcar un centro e imaginar las confines y los márgenes de este horizonte demasiado vasto que no permite divisar un exterior. "Simplemente", dice Burgin, "no existe un estar fuera de las instituciones en la sociedad occidental contemporánea". Y, en el mismo sentido, Tagg afirma que la estructura tardocapitalista ofrece múltiples puntos de entrada y espacios de contestación, y lo hace no precisamente en los márgenes. Y esto porque "el significado no existe fuera de esa estructura". Por eso, no resulta ventajoso al arte latinoamericano interiorizar un modelo de identidades basado en el binomio centro-periferia, cuyos términos se hallan trabados en una oposición definitiva y esencial. Y no le conviene hacerlo porque ese registro tiende a reproducir la asimetría del vínculo y a legitimar la exclusión que resulta de él: lo periférico significa lo intruso, lo que ha sido expulsado o crecido extramuros y lucha porque su habla, remedada de la lengua "occidental", sea reconocida por las instituciones del centro. Y éstas se muestran encantadas de hacerlo porque

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cada vez más dependen de esa otra voz, distinta, distante. La mercantilización cultural del capitalismo tardío exige que éste renueve sus productos alimentándose de alteridades: lo auténtico y lo original, lo étnico, lo popular, son explotados comercialmente detrás de los pasos de una cultura que avanza celebrando la impureza, la hibridez y el pastiche. No siempre, por eso, irrumpir en los circuitos del centro, o ser aceptado en ellos, significa un triunfo de la alteridad. A menudo se sostiene que, dado que la dominación cultural se basa en la supresión del otro haciéndolo invisible y acallando su voz, entonces la resistencia de ciertas formas del arte subalterno debería basarse en la lucha por ocupar un lugar ostensible en las vitrinas metropolitanas. En contra de esta posición, teóricos como Connor afirman que la economía global depende cada vez más de formas mercantiles visibles, es decir de la publicidad, y "cada vez menos del intercambio de bienes reales e incluso de servicios. Bajo estas circunstancias, la visibilidad y autopropaganda se han convertido en una exigencia del mercado más que en un modo de liberación". Baudrillard califica como "obscena"la visibilidad desmesurada promovida por "el éxtasis de la comunicación". "La obscenidad", dice, "comienza precisamente donde ya no hay más espectáculo, más escena, cuando todo se convierte en transparencia y visibilidad inmediata, cuando todo está expuesto a la luz...inexorable de la comunicación" De modo que, aunque luchar por hacer visibles y audibles las expresiones diversas corresponda a estrategias que busquen poner en escena las identidades diferentes, también puede significar la aceptación complaciente de las reglas del juego hegemónico. "La marginalidad", escribe Stuart Hall, "se ha vuelto un espacio productivo" . Por eso, la autoafirmación identitaria y el potencial de disenso del arte latinoamericano no dependen tanto de la conquista de los terrenos metropolitanos por parte de sus producciones o de la graciosa aceptación que haga el centro de ellas: dependen de complicados procesos de construcción de subjetividades, de diversas estrategias de lenguaje, de apuestas de sentido apoyadas en la memoria (particular, global) y abiertas a la experiencia (universal, local). Dependen de transacciones, negociaciones, desplazamientos y forcejeos jugados sobre el horizonte de lo hegemónico y formulados a partir de demandas propias. Dependen, en fin, de intentos de contestar, desde cualquier sitio, los estereotipos oficiales de la cultura del consumo y el espectáculo. Así, ya no es relevante que las diversas posiciones sean enunciadas desde tal o cual lugar de un sistema supuestamente conformado por un foco irradiante de poder y por suburbios retirados; lo importante es que ellas, localizadas a lo ancho de una superficie geográficamente indiferenciada, sean capaces de abrir o preservar espacios de disenso y crítica, de poesía. Las formas alternativas del arte contemporáneo -las que afirman sus identidades propias o levantan propuestas progresistas- son aquellas que, independientemente de su emplazamiento topográfico, se muestran capaces de desobedecer el curso estandarizado de códigos regidos por la mercantalización global de la cultura. Encarar el (no) lugar del enigma y el decir del silencio; hurgar los rebordes del pliegue, sin intentar desdoblarlo; recuperar el espesor de la memoria, sin buscar agotarla; pueden llegar a

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constituir gestos más radicales y transgresores que la denuncia o la exosiión de la diferencia. Es que la puesta en escena de las identidades disidentes es fácilmente expoliable por un sistema omnívoro que se nutre de toda disparidad y que reutiliza el antagonismo como combustible, acicate o antídoto. Y que, para hacerlo, debe no sofocar la divergencia sino administrarla: domesticarla en términos de consumo fácil y renta segura. Desprovisto de sus aristas, sus dobles fondos y sus tapujos, desnudo, transparentado, el conflicto es obscenamente exhibido- en escaparates, pantallas o discursos oficiales- como una anécdota neutral, sustraída a cualquier posibilidad de práctica: más allá del alcance del último afán. La querella de los universales La impugnación de los fundamentos universales ha fomentado la apertura de una escena propicia a la diversidad y la emergencia de nuevos sujetos sociales e identidades culturales. Pero también alentó el surgimiento de tendencias que terminan sustancializando el momento de lo particular y trabando los mecanismos de la cohesión social. Al celebrar en abstracto el momento de lo diverso, estas tendencias promueven la dispersión y atomización de las demandas minoritarias, comunitarias o sectoriales. E impulsan el hecho de que los nuevos sujetos se constituyan al margen de un proyecto de conjunto y terminen, una vez más, excluídos y discriminados. Fiel a su breve tradición, el guión posmoderno vacila. Es verdad, por un lado, que los programas de emancipación particular han movilizado la sociedad civil con sus demandas sectoriales. Pero también es cierto, por otro, que el hecho de esencializar la diversidad puede llevar a neutralizarla y puede, además, constituir ocasión de nuevos sectarismos y autoritarismos varios. Los intentos de argumentar en pro de la diferencia sin invocar fundamentos universales ni justificaciones racionales, ha abierto una escena de posiciones distintas y bien divulgadas. Baste mentar el pragmatismo de Rorty, que propugna un amplio consenso como sucedáneo de la universalidad. O el desconstrucionismo de Derrida, que introduce insidiosamente lo "indecidible" y lo contingente en el curso de grandes conceptos correspondientes al modelo occidental de democracia. Y basten, a título de ejemplo, citar, rápidamente, dos propuestas para sortear la esencialización de lo universal. Para Rancière, por una parte, la verdad de un universal no se apoya en ideal alguno sino que implica una construcción discursiva y práctica: antes que derivar de un fundamento, deviene resultado contingente de luchas y negociaciones. El lenguaje de lo universal es siempre idiomático, dice. El concepto de "lo idiomático", opuesto al de "lo tribal", le permite sortear la disyunción entre universalismo e identidad. "La política idiomática construye localmente el lugar de lo universal, el lugar para la demostración de la igualdad. Ella descarta el terrible dilema: o la gran comunidad o las pequeñas, o comunidad o nada en absoluto, y conduce a una nueva política del entremedio (in-between)".

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Laclau, por otra parte, sostiene que el fundamento de lo universal debería ser transformado en un lugar vacío, vacante; disponible para el juego de diversas formas discursivas. Es decir, un espacio que sólo pueda ser ocupado de modo político y contingente por una variedad de fuerzas sociales; un horizonte abierto de posibilidades que escapa a la idea de clausurar la sociedad en torno a una visión sustantiva del bien común. . "Si la democracia es posible", afirma, "es porque lo universal no tiene ni un cuerpo ni un contenido necesarios: por el contrario, diversos grupos compiten entre sí para dar a sus particularismos, de modo temporario, una función de representación universal" La necesidad de replantear sobre bases más complejas, la relación entre las particularidades y los universales exige, pues, concebir ambos términos no como referentes autónomos ni como momentos de una relación bipolar sino como fuerzas variables cuyo interjuego moviliza negociaciones y supone resposicionamientos, avances y retrocesos, conflictos no siempre resueltos, soluciones provisionales, inesperadas. Pero la escena confusa, fecunda, en donde actúan esas fuerzas requiere la mediación de políticas culturales, instancias públicas ubicadas por encima de las lógicas sectoriales. Estas mediaciones deben no sólo garantizar la diversidad sino propulsar condiciones aptas para la confrontación intercultural; y deben alentar la posibilidad de que los derechos de las identidades coexistan con miradas de conjunto. Miradas que permitan construir proyectos compartidos por encima del inmediatismo de las demandas particulares y que puedan coordinar discursos y prácticas disgregadas sin sustantivizar la totalidad ni arriesgar las diferencias. LAS OTRAS MODERNIDADES Situaciones Las identidades construidas a partir de tradiciones rurales, suburbanas e indígenas se encuentran en América Latina ante otros desafíos, sumados a los anteriores a veces. Deben elaborar sus memorias y reformular sus rumbos enfrentados a una modernidad extraña cuyos costes comparten sin percibir sus utilidades. Así, ante las imposiciones o los hechizos de una cultura avasallante, ciertos sectores, comunidades o personas individuales desarrollan una particular producción artística que se apoya en su experiencia premoderna, o más bien amoderna, para asumir y redefinir imágenes que corresponden estrictamente a la modernidad. El resultado de este desfase es una iconografía vital y mezclada, ajena tanto a las culpas localistas como a las ansiedades vanguardistas y alimentada con desenfado de códigos supuestamente incompatibles entre sí. El choque intercultural ocurre a través de situaciones diferentes, expuestas en forma separada aunque casi siempre coincidan al menos en parte: 1. En ocasiones, la cultura hegemónica, la cultura dominante en este caso, actúa

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arrasando las formas diferentes e imponiendo las propias. Hablo en presente porque no me refiero sólo al etnocidio histórico de la conquista; es justo recordar que en ciertos países de América Latina, incluído el mío, después de tanto mea culpa centenario y tantas celebraciones de la tolerancia, misioneros fanáticos siguen hoy condenando bárbaros e imponiendo sus dogmas sobre los últimos herejes monteses. 2. El segundo caso es el de la resistencia cultural. Paralelamente a la oposición activa, a los muchos hechos de rebeliones y enfrentamientos que sostuvieran para custodiar sus territorios físicos y simbólicos, diferentes pueblos indígenas desarrollaron intensos procesos de defensa de sus formas de vida, a partir de los cuales conservan matrices propias de significación, núcleos duros, inflexibles ante el asedio colonial aunque coexistentes con otras formas que, según se verá en el próximo punto, negocian su sobrevivencia y se adaptan a las condiciones nuevas. Esta continuidad también se da con frecuencia en las culturas rurales que mantienen obstinadamente figuras mestizas consolidadas a través de la colonia. 3. La última situación generada por el encuentro intercultural corresponde a las apropiaciones que hacen las culturas populares de las imágenes occidentales, específicamente las correspondientes a la modernidad, en este punto concreto. Me detengo en este tercer caso pues girará en torno a él la cuestión que me propongo encarar ahora: la relativa a "las otras modernidades", a la modernidad de formas provenientes de culturas pre-modernas. Este es un tema complicado porque en general, a partir de indudables prejuicios etnocentristas, suele considerarse que sólo las formas hegemónicas tienen derecho a renovarse y cambiar mientras que las del arte popular están condenadas a permanecer por siempre vírgenes e inamovibles. Este pensamiento es discriminatorio: traba la posibilidad de que las culturas subalternas desarrollen procesos continuos de creación y accedan a soluciones adaptativas, indispensables para resolver conflictos simbólicos diversos. Tránsitos Se tiende a discutir la posición recién enunciada anteponiendo el concepto de "transculturación" al de "aculturación". Este implica un antagonismo básico entre dos culturas, de las cuales, la dominante invade a la otra y la fuerza a adoptar sus símbolos. La "transculturación" supone que, aunque existan acciones aculturativas, en general, ni son unas posiciones tan omnipotentes ni se pliegan tan fácilmente las otras a las imposiciones: en general el conflicto cultural se basa no en una disyunción fundamental sino en oposiciones polifocales y entrecruzadas y supone, por eso, articulaciones más complejas: relaciones también conformadas por movimientos de intercambios y de aportes mutuos, de apropiaciones y de tránsitos de doble sentido. Estos encuentros suponen tensiones diferentes y ambiguos procesos de seducción y rechazo, de metaformofosis y canjes, transacciones ambivalentes en las cuales ocupa el amo el lugar del esclavo y es éste el que impone sus signos de contramano. La transculturación no significa forzosamente una pérdida, como lo hace la

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aculturación; puede implicar también un enriquecimiento, una nueva posibilidad de dinamismo, oxigenación y expansión: "la creación", dice Adriana Valdés, "de nuevos fenómenos culturales" . Este concepto facilita la comprensión de apropiaciones de imágenes modernas hechas por sectores populares. Tales sectores no buscan, como lo hacen las vanguardias periféricas, imitar, readaptar o proponer versiones particulares de las lenguajes del centro sino continuar sus propios derroteros, por lo general de origen tradicional o "pre-capitalista", incorporando con naturalidad las formas que las nuevas condiciones requieren. O, simplemente, las imágenes que les seducen o con las cuales se sienten identificados en algún punto. Por eso, y en cuanto no parten de una preocupación por acceder a la modernidad (o de un miedo a perder la "autenticidad"), estas apropiaciones son mucho menos conflictivas que las culposas adaptaciones hechas por las vanguardias ilustradas latinoamericanas: "sin reproches ni vergüenzas", sin mayores dramas, las culturas populares utilizan imágenes y técnicas contemporáneas y aún disputan con soltura espacios e instituciones tradicionalmente reservadas a la cultura masiva o ilustrada (mercado, publicaciones, circuitos internacionales, etc.) sin que estos cambios signifiquen precisamente la deserción de la historia propia. Y esto ocurre porque, en general, los desenfadados préstamos y alegres saqueos de la compleja iconografía de la modernidad que hacen ciertos sectores populares, así como las incursiones que realizan en sus terrenos quebrados, no significan la adopción del programa moderno ni la aceptación de sus ordenados plazos ni la asunción de sus racionalidades. Tampoco implican la creencia en vanguardias ni, mucho menos, el reconocimiento de la autonomía de lo estético. Obviamente, los artistas populares no conciben la producción artística como el despliegue lógico de un proceso que va superando sus diferencias internas en pos de un rumbo necesario. Toman directamente las formas y los conceptos que necesitan en ese momento y los insertan en el curso de un camino diferente, el propio, con una seguridad tal, cuando la hay, que produce resultados convincentes, lenguajes afirmados en su insolente impureza. Mezclas, fragmentos Esta trama espesa de transculturaciones, apropiaciones y modernidades paralelas configuran una parte considerable del imaginario actual: ese espacio incierto sobre el cual recae el concepto de "hibridez" cultural. Designa tal término ciertos rasgos del entreverado escenario global y asume el hecho de que, cada vez más, los lindes entre el arte popular y el arte culto, o el de masas, se encuentran confundidos o alterados, cruzados por identidades híbridas y animados por voces mezcladas; y el hecho de que las culturas apuntan a ser consideradas más en sus desbordes y encrucijadas que en su terrenos particulares. Hasta aquí todo está bien; asumir la mixtura permite comprender mejor las notas de nuestro revuelto presente y permite, además, discutir el impuesto voto de castidad de las culturas populares y reconocer que no existe un derrotero privilegiado de la historia, una ruta clara y recta que no admita desvíos ni autorice atajos y cruces, giros y retornos.

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El problema surge ante posiciones que, detenidas en el momento del entrevero, encaran la hibridez, la desterritorialización y la fragmentación como si encarnaran valores en sí mismos: como los frutos preciados de esforzadas conquistas históricas. Este tema se abre a dos cuestiones. La primera tiene que ver que con la sustantivación de la hibridez; la segunda con la absolutización del fragmento. Es conocida la tendencia de ciertas regiones de la teoría contemporánea, entre las cuales se encuentran algunos lugares del multiculturalismo norteamericano, a celebrar acríticamente la desdiferenciación cultural y ver en ella el prototipo de lo posmoderno latinoamericano, el nuevo exótico marginal: la identidad del Otro asignada, una vez más, desde afuera. El problema no radica sólo en la propensión a folklorizar la diferencia sino en el riesgo de perderla. Abolidos todos los lindes interculturales, entremezclados todos los símbolos, el panorama global es concebido como un enorme revoltijo, una nueva totalidad en cuyo enmarañado interior resulta imposible identificar las señas de diversidad alguna. Se desconoce, así, el hecho de que, aunque distintos sujetos compartan en medida considerable un patrimonio simbólico común y aunque intercambien sus posiciones y mezclen sus deseos y sus memorias, cada uno de ellos implica una perspectiva propia. Perspectiva provisional, vacilante si se quiere, pero ligada a un proyecto particular de construcción subjetiva, de cara al cual los ingredientes comunes se combinan de forma diferente y significan de manera propia. La segunda cuestión se levanta ante posiciones, generalmente coincidentes con las anteriores, que hacen del fragmento y la dispersión sustancias. El descrédito de las totalidades y los fundamentos y el abandono de los grandes relatos modernos han promovido la apertura de un escenario favorable a la diferencia pluricultural. Pero la proliferación de las demandas particulares -demandas de género y etnia, de opción sexual, de ideología y creencia- desplaza los principios de la emancipación universal ilustrada. Por eso, encerradas en sí, las posiciones que exaltan la fragmentación y la consideran una categoría autosuficiente, terminan promoviendo la desarticulación de las demandas particulares y estorbando la posibilidad de que compartan ellas un horizonte común de sentido. Y, también, entorpeciendo la convergencia de los intereses sectoriales en proyectos colectivos, indispensables éstos no sólo para la congruencia del cuerpo social sino para la eficiencia de las propias jugadas particulares. Confrontadas éstas entre sí a partir de códigos comunes que faciliten la negociación y el intercambio, tienen mejores posibilidades de inscribir sus demandas en un un ámbito abierto al bien común en pos de un mismo modelo democrático. (IN) CONCLUSIONES La confrontación recién citada facilita el cierre, si no la clausura, de la ponencia obligándonos a asumir que ciertas grandes cuestiones del pensamiento moderno no están clausuradas. Reaparecen conceptos que ya estaban dados de baja (o de alta) como el de la utopía, la emancipación y las vanguardias, el de las identidades, el poder hegemónico cultural, la significación, la universalidad, etc. La obstinada persistencia de estos conceptos revela que, más que los grandes

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temas designados por ellos, lo que se encuentra en cuestionamiento ahora son ciertas maneras de nombrarlos. La impugnación de los discursos del fundamento y el fin de las miradas universales, así como la crítica de una consideración teleológica de la historia, provocan la crisis de los modelos bipolares y promueven lecturas descentradas, ramificadas, plurales. Encarar los conflictos como oposiciones dicotómicas (centro-periferia, o universalparticular, etc.) conduce a menudo a la espera de síntesis redentoras o la sustantivización de cada uno de los dos momentos como si se tratara de un referente absoluto. La apertura del conflicto a nuevos términos y la introducción de la contingencia y la "indecidibilidad" en sus trámites abren nuevas posibilidades a ciertos conceptos. Conceptos que, aunque parecían agotados, siguen, por ahora al menos, siendo necesarios para decir aspectos de un presente tan signado por sus muchas memorias y sus tantos fantasmas como ansioso siempre de avanzar y transformarse. Desde esas posibilidades se afirman los desafíos del arte de nuestro tiempo que debe ser capaz de confrontar las particularidades sin volverlas esenciales y enfrentar los interrogantes que levanta el tiempo sin invocar misiones redentoras, sin intentar revelarlos. Por ese, este texto podría ser concluido, si no cerrado, con el énfasis puesto en los desafíos que se presentan a las nuevas identidades culturales, cuya incidencia en la práctica artística contemporánea es hoy especialmente fuerte en América Latina. Los diferentes actores que recuerdan, imaginan y movilizan su tiempo tienen la posibilidad de re-presentar estéticamente este tiempo desde distintos lugares, a partir de memorias diferentes (contradictorias muchas veces) y en pos de rumbos diversos (muchas veces divergentes). Y tienen la necesidad de hacerlo renunciando tanto a los universalismos de signo totalitario como a la dispersión de las identidades que impide una visión histórica compartida y traba el desarrollo de políticas articuladas. De esa posibilidad dependerá que la cuestión de las identidades no desemboque en los nuevos particularismos mesiánicos y los nacionalismos fanáticos que irrumpen hoy como reacciones ante los procesos desidentificadores que promueve la globalización.

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