SE VENDE ISLA BONITA

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SE VENDE I S L A B O N I TA Un grupo de millonarios planea convertir una de las islas más bellas de Brasil en un complejo de casas de playa con pista de aterrizaje y cancha de golf. Si el proyecto se realiza, los nativos de esta isla donde no existen bancos ni automóviles, dejarán de comer lo que pescan y dormir bajo las palmeras para dedicarse a servir cócteles y limpiar las casas de descanso de los nuevos dueños. ¿Por qué los ricos quieren lo único que tienen los que no tienen nada?

Texto y fotos de Ana Schlimovich


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NOVIEMBRE 2015

onocí Boipeba, una de las islas más hermosas de Brasil y el lugar donde quisiera vivir, gracias a la mala calidad de los productos chinos. Una tarde mi modem madein-china dejó de funcionar y llamé a mi vecino, un alemán que practica capoeira, para que me ayudara a repararlo. No lo consiguió, pero terminó dibujándome un mapa de la isla. Faltaban pocos días para el carnaval de Río de Janeiro, la ciudad donde vivo, y había decidido viajar para huir del bullicio, aunque no sabía a dónde. Una opción era Boipeba, una isla de pescadores del Estado de Bahía, tan grande como trescientos estadios Maracaná juntos. Algunos amigos brasileños me habían contado de su fama. Boipeba es una de las diez islas más bellas de Sudamérica y tiene una de las playas más cool de Brasil según la revista británica Condé Nast Traveller. Famosos como Andrea Boccelli y Manu Chao se han bronceado en sus orillas, y se comenta que Álex Atala, el chef más conocido del Brasil, tal vez abra una posada por allí. Incluso Havaianas, la marca de sandalias más vendidas del mundo, fotografió aquel paisaje de palmeras, arena blanca y mar transparente para una de sus campañas publicitarias. Boipeba era un destino de postal, una suerte de paraíso sin edificios ni automóviles que me moría por conocer. Pero a esa altura del verano, imaginé que debía estar repleto de turistas o costar una fortuna. Mi vecino alemán, que había ido a la isla varias veces, dijo que no me preocupara. Me pidió un pedazo de papel y dibujó un mapa de Boipeba con trazo minucioso, indicándome el camino hacia el campamento de un nativo, amigo suyo. «Lleva mucho repelente —me sonrió el alemán antes de despedirse—. No vas a querer volver». Boipeba significa «tortuga marina» en tupi, una lengua nativa de Brasil. Que una de las islas más bonitas del continente lleve el nombre de un animal en peligro de extinción, quizá diga algo de la dicha que sientes al encontrar un lugar así en un mundo saturado por esos aburridos paquetes turísticos all inclusive de las agencias de viaje. La isla de Boipeba no es misteriosa como la de Lost, ni divertida como la de Gilligan o inhóspita como la de Robinson Crusoe. Pero se convirtió pronto en mi isla ideal. La primera vez que la visité, aquel carnaval de 2013, anduve descalza casi todo el tiempo. Esquivé los mangos dulces y jugosos que caían de los árboles. Tomé baños nocturnos en las piscinas naturales que se forman con la marea alta y tienen la temperatura del verano. Vi la luna salir del Atlántico como una medalla de oro. Con el barro hasta las rodillas, crucé un manglar extenso y probé

los cangrejos que las nativas descascaran en la puerta de sus casas. Hice snorkel sumergida entre los corales y en ese mismo mar conocí la carabela portuguesa, una falsa medusa que electrocutó mi pie con sus tentáculos azules. Todo allí parecía estar vivo. Y eso me fascinaba. Desde ese día empecé a fantasear con mudarme a Boipeba. Pero sentí que debía apurarme. Alguien más, en algún momento, tendría la misma idea que yo. Entonces no sabía que esta isla —tan salvaje, tan pura— no duraría mucho tiempo así.

Todos los lugares del mundo ya son de alguien dice una canción de la banda carioca Letuce. La compuso la cantante Leticia Novaes cuando caminaba por las playas de Barra Grande —otra villa de pescadores de Bahía— y su amigo, dueño de una posada, le contaba como cada playa a su alrededor pertenecía a un dueño millonario. Como ellos, todos en algún momento hemos soñado con apropiarnos de un paisaje bello cuando lo descubrimos. Después de filmar en una isla de Tahití, Marlon Brando se enamoró tanto de ella que la compró y luego se transformó en un resort. Francis Ford Coppola compró una playa en Belice y puso allí un hotel. Craig McCaw, el magnate de las telecomunicaciones, compró la suya en Canadá y construyó una mansión con pista de aterrizaje y cancha de golf. Larry Ellison, el billonario de Oracle, pagó trescientos millones de dólares por una isla en Hawái, con sus tres mil habitantes incluidos. Cristiano Ronaldo, el futbolista más rico del mundo, compró una isla en Grecia y se la obsequió a su agente como regalo de bodas. Punta Cana, el cliché de las postales turísticas, nació más o menos así: con un grupo de amigos ricos comprando playas paradisíacas para convertirlos en refugios para ejecutivos adinerados con ganas broncearse.

Incluso quienes promocionan paraísos con el fin de preservarlos, terminan por devastarlos. Antes de que Leonardo Di Caprio protagonizara The beach nadie conocía la isla tailandesa Koh Phi Phi, que quedó más deteriorada con el turismo masivo que con el tsunami de 2004. La isla de Bali, donde Julia Roberts encuentra el amor en Comer, Rezar, Amar, está casi tapada de basura de plástico. Desde que la Isla de Pascua casi queda entre las Siete Nuevas Maravillas del Mundo, el aluvión de gente fue tal que ahora los nativos piden independizarse de Chile. La isla de Ibiza, el refugio hippie de los setenta, recibe dos millones de turistas al año, y su vecina Palma de Mallorca se convirtió en la octava ciudad más poblada de España. Cuesta imaginar que Cancún, la meca mexicana de los resorts, no hace mucho fue una isla de pescadores rodeada de selva y playas vírgenes. El pescador Rodson Oliveira Dos Santos es uno de los que cree que eso puede pasar con Boipeba, la isla bonita. Oliveira es un padre de familia treintañero que tiene la piel del mismo color oscuro que las fibras del coco maduro o de la madera con la que construyen canoas en Cova da Onça: Cueva del Leopardo. De las cuatro comunidades que hay en Boipeba, al norte de Bahía, ese Estado brasileño del que salieron Caetano Veloso, Gilberto Gil y Jorge Amado, Cova da Onça es la más austral, la más inaccesible, y la única que todavía vive de la pesca. Para llegar hasta ahí hay que caminar dos horas y media por un camino de arena, rentar una lancha o subirse a un mototaxi. Hace cuatro décadas, de sur a norte de Brasil, todas las playas que salen en las revistas de viaje eran el hogar de comunidades que vivían de la pesca artesanal como Cova da Onça, que provee de pescados y mariscos a la mayoría de los restaurantes y posadas de la isla y alrededores. Durante las diez noches que pasé en Cova da Onça fui la única turista. Nadie duerme allí a no ser que tenga un familiar o un trabajo. Los demás llegan en lanchas, comen langosta en uno de los restaurantes y se van. Pero como en toda cueva, solo al entrar se sabe lo que hay: un abuelo de ciento ocho años casi ciego que come fideos con pollo cruzado de piernas. Un grupo de abuelitas que cantan en las fiestas populares de la región. Dos casas de farinha y un puesto de salud blanco con aire acondicionado donde los isleños hacen fila para ver al dentista. Y medio millar de familias como la de Rodson Oliveira dos Santos que viven de lo que pescan, plantan y colectan de los árboles, y que luego cocinan a leña con el aceite de palma que

fabrican. El agua es gratis y por ahora se puede tomar de la fuente. Lo caro, dicen, es el gas y la electricidad. Y ahora también la tierra. Oliveira dice que las palmeras donde junta cocos están en uno de los sesenta y nueve lotes del Proyecto Turístico Inmobiliario Ponta dos Castelhanos, de Mangaba Cultivo de Coco Ltda., una empresa de cinco millonarios brasileños que viven en Río de Janeiro. El primero que conoció la isla fue el empresario Arthur Bahía que, como todos los que vamos, quedó encantado con el paisaje y fue a contarle a sus amigos: a un ex presidente del Banco Central, al hijo del fundador de la Rede Globo y un par de magnates más. En 2008 los cinco socios compraron el veinte por ciento de esta isla que desde inicios de los noventa es Área de Preservación Ambiental, el más débil de todos los títulos de preservación. Morro de São Paulo, la isla vecina famosa por sus fiestas, tiene una favela. En la isla de Itaparica no caben más barrios privados, y desde que la isla Fernando de Noronha figura en los rankings mundiales de playas, sufre una severa escasez de agua. Las tres, se supone, son áreas protegidas como Boipeba. —¿Cómo vamos a destruir este lugar si lo compramos para ir nosotros? —me dijo Marcelo Stallone, uno de los dueños del proyecto, cuando visité su oficina, en un barrio de Río de Janeiro que hace un siglo era como Boipeba y ahora tiene el metro cuadrado más caro del país. Stallone —ojos verdes, bronceado, tercer lugar de la Cup Master de autos de Porsche— me contó que la próxima vez que volara a Boipeba —y aterrice en la pista que el millonario Perini tiene en la isla vecina, hasta que construya la suya— llevaría su bicicleta con ruedas anchas, especial para la arena. —No lo pensamos como negocio, incluso vamos a construir mucho menos de lo permitido. —¿Y por qué van a hacer una cancha de golf? —le pregunté. —¿Y por qué no? Para Stallone y sus socios, sin embargo, el proyecto no solo será o mais bonito do mundo. También traerá el “progreso” a los nativos. Dinero para proyectos ambientales y exportar las frutas locales. Dinero para llenar la biblioteca comunal de libros. Dinero para que los pescadores lleven cursos de ingeniería y aprendan a reparar sus barcas y las de los nuevos dueños. Las familias podrían ganar un sueldo sirviendo cocteles o limpiando casas de playa. Para la mayoría de isleños, sin embargo, El


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Emprendimiento —como llaman ellos al proyecto—significa abandonar la vida que conocen. —Si El Emprendimiento se hace estamos quebrados —me dijo Oliveira un día, mientras me llevaba en su canoa, con su costal lleno de cangrejos—. Ellos dicen que no van a prohibir la pesca, pero quién sabe. Cosas buenas para el peón nunca llegan. En la primera reunión entre la comunidad y El Emprendimiento, Maria Valdivina Silva —el pelo blanco y estirado hacia atrás en un rodete como todas las mujeres de Cova da Onça— preguntó cómo iban a cocinar los cangrejos si no iban a poder cortar más leña en las propiedades privadas. Le dijeron que comprara una cocina industrial. «No hay problema, compramos la cocina y la vamos pagando con el marisco», me dijo sentada a la puerta de su casa con una bandeja llena de patas de cangrejo sobre las piernas. «Pero, ¿quién va a pagar el botellón de gas? ¿El Emprendimiento?».

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El cliché de las postales turísticas nace cuando unos millonarios compran islas paradisíacas y las convierten en refugios para ejecutivos con ganas de broncearse. Una playa virgen se convierte en el símbolo de la vida despreocupada que imaginamos Una tarde, mientras paseaba por la isla, Raimundo Esmeraldino, presidente de la Asociación de Pescadores de São Sebastião (el nombre oficial de Cova da Onça), señaló hacia Barra dos Carvalhos, una zona de playas en la parte continental, frente a Boipeba: «Esas tierras de allá son de la Reina de Suecia», me dijo. «Esas otras tierras de allá son de Fabio Perini», señalando hacia Morro de São Paulo. Y el resto del paisaje, incluido el suelo que pisábamos, es tierra de Mangaba Cultivo de Coco Ltda, El Emprendimiento. Esmeraldino, quien estaba llevando un seminario para aprender las leyes que protegen sus tierras ancestrales, me dijo que ya nadie de su comunidad puede comprar un terreno frente al mar. Ahora le pertenecen a gente con dinero, entre ellos un artista plástico argentino, un vestuarista de la Rede Globo y Maria Flor Leite, un actriz famosa de Brasil. Todos los lugares del mundo ya son de alguien.

Al subir a la manga del avión en el aeropuerto de São Paulo, días después de dejar Boipeba, vi una publicidad de HSBC, el tercer banco más poderoso del mundo, que dice: «En el futuro plantaremos ciudades». Tres años atrás, el mismo banco grabó un comercial basado en el cuento del pescador y el empresario, en una playa parecida a las de mi isla favorita: un ejecutivo intenta convencer al pescador de que puede comprar un barco más grande, abrir una fábrica y después venderla para poder pasar el día en la playa, pero el pescador —lentes oscuros, zapatos náuticos y billetera de cuero— le entrega al empresario una tarjeta del HSBC. A la publicidad le fascina apropiarse de las historias populares y darles vuelta. Al turismo también. Un lugar intacto, virgen, se convierte en objeto de deseo, en souvenir, en el símbolo de la vida despreocupada que imaginamos. Y vamos una, dos, cinco veces, y le contamos a la familia, a los amigos, que también van, y uno se quiere quedar. Entonces uno se compra un terreno y abre un camino y pone una posada, o un restaurante, y da trabajo a los nativos, y empiezan a mudarse los nativos de otros lados porque el lugar se desarrolla y se necesitan empleados de limpieza, camareros, recepcionistas, y el lugar sale en las revistas como el nuevo paraíso descubierto y lo que pasa después es un cuento parecido a del pescador. Como el amante que se levanta de la cama desnudo y desinteresado después de haber conquistado el otro cuerpo, una isla bonita corre la misma suerte. El inevitable destino del turismo es arruinar el paraíso que nos vende. Cuando alguien lea esta historia tal vez yo esté buceando en las piscinas naturales de Boipeba al lado de una tortuga gigante. También estará mi vecino alemán, que se ha comprado una lancha. Me voy a vivir cuatro meses a la isla bonita y quisiera probar como me trata la vida allí. A veces pienso si terminaré quedándome, si aquel paisaje del que me he enamorado es sólo ilusión, y entonces recuerdo que las playas ya tienen dueños, y que debo apurarme a memorizar la isla como es ahora, pues en cualquier momento pasará lo mismo que cuando se construye un edificio nuevo en el barrio. Uno intenta recordar aquella casa de arquitectura victoriana, con un jardín de lilas y altos cipreses qué había antes en aquél terreno y no puede: esa torre de cemento y acero parece que ha estado ahí desde siempre


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