Canción de Navidad

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CHARLES DICKENS

CANCIÓN DE

NAVIDAD ROBERTO INNOCENTI



PRIMERA

EL

ESTROFA

FANTASMA DE

MARLEY

MARLEY ESTABA MUERTO, eso para empezar. Que no quepa duda alguna. Su acta de enterramiento había sido firmada por el cura, el funcionario, el enterrador y el pariente más próximo. Scrooge la había firmado, y el nombre de Scrooge tenía buena reputación para cualquier cosa que firmara. El viejo Marley estaba tan muerto como una aldaba. ¡Ojo! Con esto no quiero decir que yo, por mi experiencia, sepa qué tiene de muerto una aldaba. Casi estaría por pensar que el clavo de un ataúd es la pieza más muerta que se puede encontrar en una ferretería. Pero la sabiduría de nuestros antepasados se ve en ese símil, y mis impuras manos no van a cambiarlo, no vaya a ser que el país se venga abajo. Así pues, permítanme poner énfasis en el hecho de que Marley estaba muerto como una aldaba. ¿Scrooge sabía que estaba muerto? Por supuesto que lo sabía. ¿Cómo no lo iba a saber? Scrooge y él habían sido socios durante no sé cuántos años. Scrooge era su único albacea, su único administrador, su único cesionario, su único heredero universal, su único amigo y el único que asistió a su funeral. Y ni siquiera

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Scrooge estaba terriblemente afectado por aquel triste suceso: era un hombre de negocios tan excelente que, en el mismo día del funeral, decidió celebrarlo con una buena transacción. Esta mención al funeral de Marley me devuelve al punto en donde empecé. No cabe duda de que Marley estaba muerto. Esto tiene que quedar bien claro o, de lo contrario, la historia que voy a relatar no tendría nada de maravilloso. Si no estuviéramos completamente convencidos de que el padre de Hamlet ya había muerto antes del comienzo de la obra, entonces su paseo nocturno, bajo el viento de levante, sobre las murallas, no tendría nada de destacable: solo se trataría de un caballero de mediana edad saliendo de noche a pasear por un lugar ventoso (el cementerio de San Pablo, por ejemplo), simplemente para asustar a la débil mente de su hijo. Scrooge nunca tapó el nombre del viejo Marley. Allí seguía, años después, sobre la puerta del negocio: Scrooge y Marley. El negocio era conocido como Scrooge y Marley. A veces, la gente se refería al negocio como Scrooge, y de vez en cuando Marley, pero él respondía a ambos nombres: le daba igual. Ahora bien, en el trabajo sí que era agarrado. ¡Un viejo pecador cutre, retorcido, rácano, tacaño, roñoso y codicioso! Duro y afilado como el pedernal, pero sin que el acero pudiera jamás sacarle un generoso fuego; discreto, comedido y solitario como una ostra. La frialdad que llevaba dentro congelaba sus facciones, recortaba su aguda nariz, marchitaba sus mejillas y tensaba sus andares; enrojecía sus ojos,

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azulaba sus delgados labios y se manifestaba sagazmente por medio de su voz ronca. La cabeza, las cejas y la enjuta barbilla ya las tenía cubiertas por las nieves del tiempo. Siempre llevaba consigo aquella baja temperatura; congelaba su despacho en los días de frío, y aquel hielo no se derretía ni un ápice al llegar la Navidad. El calor y frío exteriores poca influencia ejercían en Scrooge. No había calor que lo calentase, ni invierno que lo enfriase. Ningún viento era más cortante que él, ninguna nevada era tan pertinaz, ninguna lluvia era tan inclemente. El mal tiempo no sabía por dónde atacarlo. La lluvia, la nieve, el granizo y el aguanieve más fuertes solo podían superarlo en un aspecto: estos a veces caen generosamente, cosa que Scrooge no hacía nunca. Por la calle nadie lo paraba nunca para decirle alegremente: «Mi querido Scrooge, ¿qué tal está usted? A ver cuándo viene a visitarme». Ningún mendigo le imploraba nada, ningún niño le preguntaba la hora, nadie, hombre o mujer, le preguntaba jamás a Scrooge cuál era el camino para llegar a tal o cual sitio. Incluso los perros lazarillo de los ciegos parecían conocerlo, y cuando lo veían venir, tiraban de sus dueños hacia los portales y el interior de los patios, y entonces se quedaban meneando el rabo como diciendo: «¡Mejor sin ojos que con ojos malignos, mi ciego señor!» Sin embargo, ¿qué le importaba a Scrooge? Eso era precisamente lo que le gustaba. Abrirse paso por los atestados caminos de la vida, manteniendo a raya toda simpatía humana, era lo que, según sus conocidos, hacía las delicias de Scrooge.

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Un día (de todos los días del año, tuvo que ser en el día de Nochebuena) Scrooge estaba sentado trabajando en su despacho. Hacía un tiempo frío y desapacible, cerrado de niebla, y se oía a la gente fuera, en el patio, jadeando de un lado a otro, palmeándose en el pecho y pateando con los pies contra los adoquines del suelo para calentarse. Los relojes de la ciudad acababan de dar las tres, pero ya estaba bastante oscuro, no había habido luz en todo el día, y las velas brillaban tras las ventanas de los despachos de aquel barrio como manchas rojizas entre el aire denso y pardo. La niebla se colaba por todas las rendijas y cerraduras, y en el exterior era tan densa que, por estrecho que fuera el patio, las casas que había enfrente no eran más que fantasmas. Viendo cómo se abatía aquella lúgubre nube oscureciéndolo todo, cualquiera pensaría que la naturaleza estaba allí al acecho, preparando una gran descarga. La puerta del despacho de Scrooge estaba abierta para poder así vigilar a su empleado, que en una triste celda, como si fuera una especie de tanque, se dedicaba a copiar cartas. Scrooge tenía unas brasas bastante reducidas, pero las brasas que tenía el empleado eran mucho menores, tanto que parecían formadas por una sola piedra de carbón. Pero el hombre no podía echar más, puesto que Scrooge guardaba la caja del carbón en su propio despacho, y en cuanto el empleado llegase con la pala, el jefe lo echaría fuera. Entonces era cuando el empleado se ponía su bufanda blanca e intentaba calentarse con la vela en un esfuerzo que, al no ser hombre de gran imaginación, fracasaba.

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–¡Feliz Navidad, tío! ¡Que Dios lo bendiga! –exclamó una alegre voz. Era la voz del sobrino de Scrooge; había llegado tan rápido que aquella era la primera señal de su aproximación. –¡Bah! –dijo Scrooge–. ¡Paparruchas! El sobrino de Scrooge venía tan sofocado de correr entre la niebla y la helada, que se había puesto todo colorado; con su cara sonrosada y hermosa, le brillaban los ojos y exhalaba vapor por la boca. –¡Tío! ¿Cómo que las Navidades son paparruchas? –dijo el sobrino–. No lo dice en serio, estoy seguro. –Pues sí que lo digo –dijo Scrooge–. ¡Feliz Navidad! ¿Qué derecho tienes a estar tan feliz? ¿Qué razón tienes tú para estar tan feliz? Más pobre no puedes ser. –Pues vaya –replicó alegremente el sobrino–. ¿Qué derecho tiene usted para estar tan amargado? ¿Qué razón tiene para estar de mal humor? Más rico no puede ser. Scrooge, a falta de una respuesta mejor, volvió a decir un «¡bah!», seguido de otro «paparruchas». –No se enfade, tío –dijo el sobrino. –¿Y cómo quieres que me ponga –respondió el tío– si vivo en un mundo de locos? ¡Feliz Navidad! ¡Ya está bien de tanta Navidad! ¿Para ti qué es la Navidad, aparte de una época de pagar facturas sin tener dinero, una época en la que descu-

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bres que eres un año más viejo y ni siquiera una hora más rico, una época para hacer balance de la contabilidad y encontrarte con doce meses de gastos a deber? Si aquí mandara yo –dijo Scrooge indignado–, a todos esos idiotas que andan por ahí con el «feliz Navidad» en la boca se los quemaría vivos y se los enterraría con una estaca de acebo clavada en el corazón. ¡Hala, ya lo he dicho! –¡Tío! –se quejó el sobrino. –¡Sobrino! –respondió el tío de mal talante–. Tú quédate con tus Navidades y a mí déjame con las mías. –¡Sus Navidades! –respondió el sobrino de Scrooge–. Pero si usted no las celebra. –Pues entonces déjame en paz –dijo Scrooge–. ¡Más te valdría a ti! ¡Mira cuánto provecho les has sacado tú! –Hay muchas cosas de las cuales podría sacar provecho, y diría que no lo he hecho –respondió el sobrino–. La Navidad, entre otras. Pero tengo por seguro que siempre he pensado que cuando llega la Navidad, aparte de la veneración debida a su santo nombre y origen (si es que eso se puede dejar aparte), es que se trata de una buena época del año: una época entrañable y agradable para perdonar y ser caritativo. Es la única época del año que conozco en la que hombres y mujeres parecen abrir unánimemente sus corazones y ven a sus subordinados como lo que son: compañeros de viaje hacia la tumba, y no otra raza de criaturas con destinos diferentes. De manera que, tío, aunque la Navidad nunca me haya metido ni una pizca de oro

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ni plata en el bolsillo, creo que siempre me ha hecho bien, y que siempre me hará bien. Y además, ¡benditas sean las Navidades! El empleado que estaba en el tanque aplaudió involuntariamente. Al darse cuenta inmediatamente de lo inoportuno que era, atizó el fuego y extinguió la última y débil brasa que quedaba. –Como te vuelva a oír –le dijo Scrooge– vas a celebrar la Navidad quedándote sin trabajo. Qué vehemente orador –añadió dirigiéndose a su sobrino–. Me sorprende que no estés en el Parlamento. –No se me enfade, tío. ¡Vamos! Venga a cenar mañana con nosotros. Scrooge dijo que lo verían, sí... Pero continuó la frase diciendo que antes lo verían muerto. –Pero, ¿por qué? –exclamó el sobrino de Scrooge–. ¿Por qué? –¿Por qué te tuviste que casar? –dijo Scrooge. –Porque me enamoré. –¡Porque te enamoraste! –gruñó Scrooge, como si aquello fuera la única cosa del mundo más ridícula que felicitar la Navidad–. ¡Pues buenas tardes! –Pero, tío, si antes de aquello tampoco me vino a visitar nunca. ¿A qué viene poner ahora esa excusa para no venir? –Buenas tardes –dijo Scrooge.

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–Yo no quiero nada a cambio, no le estoy pidiendo nada, ¿por qué no podemos llevarnos bien? –Buenas tardes –dijo Scrooge. –Lamento de corazón verlo tan decidido. Nunca hemos tenido ninguna disputa en la que yo haya tenido algo que ver. Aun así, lo he intentado por respeto a la Navidad, y pienso mantener mi espíritu navideño hasta el final. ¡Conque feliz Navidad, tío! –¡Buenas tardes! –dijo Scrooge. –¡Y próspero Año Nuevo! –¡Buenas tardes! –dijo Scrooge. A pesar de todo, el sobrino abandonó la sala sin decir una palabra más alta que otra. Se detuvo ante la puerta de la calle para felicitar las fiestas al empleado y este, muerto de frío, se mostró más cálido que Scrooge, puesto que le devolvió la felicitación de manera cordial. –Otro que tal baila –murmuró Scrooge, que lo había oído–. Mi empleado, que gana quince chelines semanales, con mujer e hijos, y también a vueltas con lo de feliz Navidad. Esto es de locos. El lunático en cuestión, al dejar salir al sobrino de Scrooge, también había dejado entrar a otras dos personas. Eran unos caballeros elegantes, de aspecto agradable, y que tras quitarse el sombrero, entraron en el despacho de Scrooge. Traían entre manos unos libros y papeles, y le hicieron una reverencia.

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–Scrooge y Marley, si no me equivoco –dijo uno de los caballeros leyendo en la lista–. ¿Tengo el placer de hablar con el señor Scrooge o con el señor Marley? –El señor Marley lleva siete años muerto –respondió Scrooge–. Esta noche precisamente se cumplen siete años de su fallecimiento. –No nos cabe duda de que su generosidad tiene un digno representante en su socio superviviente –dijo el caballero presentando sus credenciales. Y así era, pues los dos socios estaban hechos de la misma madera. Ante la ominosa palabra «generosidad» Scrooge frunció el ceño, negó con la cabeza y devolvió las credenciales. –Señor Scrooge, en estas señaladas fechas –dijo el caballero mientras tomaba una pluma– es más que nunca deseable que reunamos una pequeña provisión de fondos para los pobres y desamparados, que tanto padecen en esta época. Son miles los que carecen de lo más básico, cientos de miles carecen de las comodidades más corrientes, señor. –¿Acaso no hay cárceles? –preguntó Scrooge. –Hay muchas –dijo el caballero volviendo a posar la pluma. –¿Y qué pasa con las casas de beneficencia? –preguntó Scrooge–. ¿Todavía funcionan? –Sí que funcionan... todavía –respondió el caballero–. Pero me gustaría decir lo contrario.

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–Entonces la rueda de castigo y la Ley de Pobres siguen vigentes, ¿no? –preguntó Scrooge. –Y ambas muy ocupadas, señor. –¡Ah! Por lo que dijo usted al principio, me temía que algo hubiera detenido su útil funcionamiento –dijo Scrooge–. Me alegra mucho oír esto. –Movidos por la impresión que tenemos de que ambas apenas ofrecen a esa multitud cristiano alivio tanto de cuerpo como de alma –respondió el caballero–, algunos intentamos reunir un fondo para comprar a los pobres algo de carne y bebida, así como medios para abrigarse. Elegimos esta época por ser, entre todas las demás del año, cuando la necesidad se siente vivamente y la abundancia reluce. ¿Cuánto le anoto a usted? –Nada –respondió Scrooge. –¿Desea permanecer en el anonimato? –Deseo que me dejen en paz –dijo Scrooge–. Ya que me preguntan qué deseo, esa es mi respuesta, caballeros. La Navidad no me hace feliz, y tampoco puedo permitirme hacer feliz a la gente ociosa. Ya contribuyo a la financiación de esos establecimientos que acabo de mencionar, que cuestan lo suyo, de modo que quienes estén necesitados, que acudan a ellos. –Hay muchos que no pueden, y otros preferirían morir antes que eso.

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–Pues si prefieren morir –dijo Scrooge–, que se mueran, y así frenamos el exceso de población. Y además, perdone que le diga, yo de eso no sé nada. –Pero sí que lo podría saber –observó el caballero. –No es asunto mío –replicó Scrooge–. Ya tiene uno bastante con entender su propio negocio como para aun encima interferir en el de los demás. El mío me ocupa todo el tiempo. ¡Que pasen una buena tarde, caballeros! Viendo claramente que no tenía sentido insistir, los caballeros se retiraron. Scrooge retomó sus tareas más pagado de sí mismo si cabe, y con un humor más alegre de lo normal. Mientras tanto, la niebla y la oscuridad se habían vuelto tan espesas que la gente se dedicaba a ir corriendo con antorchas encendidas ofreciéndose a ir delante de los carros y guiarlos por el camino. El antiguo campanario de una iglesia, cuya vieja y tosca campana siempre vigilaba maliciosamente a Scrooge desde una ventana gótica de la pared, se hizo visible y dio las horas y los cuartos entre nubes, con sus posteriores vibraciones trémulas, como si le castañeteasen los dientes allí arriba, con la cara congelada. El frío se hizo intenso. En la calle principal, en la esquina del patio, unos obreros estaban reparando las tuberías del gas y habían encendido una enorme hoguera sobre un brasero, alrededor del cual se había reunido una partida de hombres y niños harapientos, todos calentándose las manos y contemplando extasiados el fuego. La boca de riego se había quedado sola, el agua que perdía se había congelado tristemente dando lugar a un hielo misantrópico. La luminosidad

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de las tiendas, en las que los ramilletes y bolitas de acebo crepitaban al calor de las lámparas de los escaparates, hacía enrojecer las caras pálidas que pasaban. El ir y venir de polleros y tenderos constituía un gran espectáculo: un glorioso desfile ante el cual era casi imposible relacionar ideas tan prosaicas como la compra y la venta. El señor alcalde, desde la fortaleza de su noble mansión, había ordenado a sus cincuenta cocineros y mayordomos que organizaran la Navidad tal y como corresponde a la casa de un alcalde, y hasta el más humilde sastre, al que había multado con cinco chelines el lunes anterior por ir borracho buscando pelea por las calles, se dedicaba a revolver el pudin en su desván mientras su escuálida mujer y su hijo salían a comprar la carne. ¡Y llegó más niebla, y más frío! Un frío perforador, acosador, atroz. Si el bueno de san Dunstán hubiera tocado la nariz del Maligno con una pizca de aquel frío en vez de usar sus conocidas herramientas, seguro que este habría bramado salvajemente. El propietario de una joven naricilla, encogido y dolorido por el frío como un hueso roído por un perro, se inclinó sobre el ojo de la cerradura del negocio de Scrooge con el fin de dedicarle un villancico, pero al empezar a entonar el... ¡Dios os bendiga, alegre caballero! ¡Que nada os aflija! Scrooge agarró la regla con tal ímpetu que el cantor tuvo que huir aterrorizado, dejando el ojo de la cerradura a merced de la niebla y su amigo el hielo.

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