El Telegrafista

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Acerca del autor

Ansberto Rangel Pérez nació un 9 de Febrero de 1951 en San Felipe, Guanajuato. Ingresó a Telecomm el 16 de Junio de 1972, jubilándose el 31 de Diciembre de 2007. A lo largo de su carrera desempeño los puestos de Meritorio, Mensajero, Telegrafista, Telegrafista Volante, Visitador, Profesor e Instructor de la Escuela Nacional de Telecomunicaciones y Telegrafía y Supervisor Estatal en los estados de Nayarit, Jalisco y Coahuila. Concluyó su trayectoria como Gerente de Supervisión de Oficinas Telegráficas. En el 2009 comenzó a desarrollar lo que él denomina su gusto como “escribano”. Le publican en dos periódicos, un sitio web, en revistas y en blogs. Ha participado en la FIL (Feria Internacional del Libro) de Guadalajara, un libro que editan personas mayores de 60 años. Tiene reconocimiento, ha participado en concursos literarios internacionales y, como menciona, no ha ganado aún, pero insiste. Como insistió cuando pretendió ser Gerente, antes de lograrlo fue rechazado en ocho ocasiones, nunca dejó de perseverar, ahora tampoco lo va a hacer con sus textos hasta obtener reconocimiento y lograr un puesto dentro de ese ramo. Ha escrito más de trescientos textos abarcando cualquier tema y tamaño, gustoso de poder compartirlos con quien los desee leer.

Contacto: ansberto51@yahoo.com.mx

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El Telegrafista Primera comisión Hacía tanto frio en ese pueblo tan alejado de otros que los huesos del telegrafista Eliseo Salazar Ríos crujían, le dolían y pareciera que de sus médulas salían alaridos. Le sonaban, sin confundirlo claro. Caminaba por caminar, se había quedado solo y desorientado; sentía que la soledad era muy grande y le pesaba, no tenía ni a quien preguntarle nada. En las casas con sus puertas y ventanas cerradas solo había silencio, excepto que a lo lejos vio una lumbre inextinguible, le pareció, que salía de una de ellas y como autómata se dirigió allí. El cielo estaba en armonía con su fuerza y su dulzura, con el aire quieto, como si estuviera durmiendo, le parecía vivir un sueño jamás soñado. En la puerta de esa casa de donde salía la luminosidad estaba una anciana de encorvado cuerpo y arrugado rostro, pero con protector hogar. Al acercarse, se identificó, luego realizó su demanda de necesidades, y después de haberlas detallado, ella sin interrogarlo, como una hermana buena, le brindó morada y un modesto lecho, pero nada tuvo para darle de comer; Eliseo se conformó porque de momento su hambre no era una necesidad absoluta, tiró su cuerpo en un camastro lo cubrió con dos pesadas cobijas de lana, y quedó dormido iluminado con la vacilante luz de un cabo de la vela que dentro de un pequeño plato de barro le dejó la anciana. A la mañana siguiente, luego de descansar, se sintió obligado a informarle de él a su anfitriona. —Soy telegrafista y me llamo Eliseo Salazar Ríos —le ratificó. Aún no se evaporaba la humedad de la noche, el cielo era gris, no acababa de clarear el día. —Y ¿Qué es eso? —preguntó la dueña. —Me encargo de lanzar con cifrados ruidos letras que luego forman mensajes, recados, encargos, noticias —respondió y agregó—: He nacido muy lejos de aquí y de allá vengo, llegué en tren, pero no tuve a nadie que acudiera a recibirme. Mi pueblo es de gran renombre y para popularizarlo más, la gente le dice “Torres Mochas” San Felipe Torres Mochas., así se le conoce aquél lugar. Allá gocé mi juventud, me sublevé a los buenos modales, casi perdí mi fe, por poco caigo en todos los pecados capitales, incluyendo los que se han ido agregando por la modernidad de la vida. Me especialicé en la pereza, soberbia, y seducción. Encendí pasiones. No intenté subsanar mis pecados con el cuento de que no podía dominar el ímpetu de mis deseos, de verdad no. A esa edad yo estaba acostumbrado a la relación sin futuro con mujeres de vida ligera, puesto que por no tener trabajo fijo, no tenía posibilidad con otras; he comido sin hambre y excediéndome; por envidia golpeé a mi hermana cuando veía que le daban diez centavos y a mi solamente un cinco para gastar en la escuela, afortunadamente no llegué al crimen. Ahora quiero redimirme para no condenarme, así se lo prometí a mi madre antes de venir a este lugar y pienso cumplirle. Su enigmático léxico para la anciana no pareció del todo claro, por eso, al observar su curiosidad, Eliseo aprovechó para desahogar su aguda pena y prosiguió de este modo: —Durante mi viaje recapacité que muchas de mis actitudes fueron de mala calidad, mejor dicho: pecado. Entonces, al darme cuenta de mis desatinos, me dio por llorar y lloré volteando despistadamente para la ventana en el vagón del tren y así mismo limpié mis lágrimas. En el fondo

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de mi alma sentí la culpa de los absurdos cometidos y me nacieron ganas de redimirme. Pero hasta ahora no he encontrado el lenguaje para expresar dignamente mi remordimiento y sigo buscando. Estoy convencido que debo revelar a Dios lo que siente mi corazón, lo que oigo confusamente en mi cabeza y, con optimismo, seguro estoy que voy a tener un arrepentimiento tan maravilloso como no haya tenido otro semejante mío. Porque será tal y tan desgarradora mi declaración de pecados, que al escuchar mis plegaria que se asemejará a un descomunal grito de contrición verdadera, los ángeles y arcángeles ,dirigiéndose al Señor proclamarán conmigo con sus ojos cubiertos de lágrimas: ¡misericordia! Y el Señor la tendrá de mí, su pobre criatura. Luego de haberla hecho su confidente, la envejecida señora calló por un instante y después, exhalando un suspiro volteo a coger la cuchara para menear en la olla que tenía en el fogón donde calentaba algo. —Nunca había oído algo semejante a lo que usted me platica en toda Sierra Mojada, en sus montañas, ni aún en La Esmeralda ¿Dónde aprendió eso? —preguntó. Y sin esperar respuesta, encogiendo sus pequeños ojos y en un dialecto de lejano mundo, con voz aguda, lastimosa, patética, levantando sus manos como implorando algo, la señora entonó una misteriosa y antigua canción, de esas que solo oyen por casualidad los que como Eliseo andan tras su destino de día y de noche. Su canto era triste y profundo, algo parecido a un rayo de sol que rompe la nube oscura de una tempestad haciendo suceder un relámpago de terror y otro de júbilo, después en ella se dio una transformación súbita, y a su través se vio el cielo como un océano. Eliseo salió de la cocina para no interrumpir y para calmar su asombro. Afuera el frio era imposible de reprimir, le calaba hasta los huesos, pero aún así, fue a la calle y dos cuadras arriba rumbo a la iglesia, alcanzó a divisar un edificio con fachada de cantera que semejaba un antiguo teatro y se le ocurrió pensar que alguien de mucho poder y dinero encargó su construcción con ganas de disfrutar las habilidades artísticas de gente famosa. Y siguieron sus cavilaciones: Ese “alguien”, debió ser el diablo en persona, porque no se amedrentó de los religiosos que le reclamaban dinero para restaurar la iglesia y que escandalizados le sugerían abandonara su vida de perdición y crimen porque así, Dios no lo iba perdonar, le advirtieron. Ahora la iglesia y el teatro están en pie a las faldas del socavado peñón donde gambusinos unos con éxito y otros sin él, buscaron metales preciosos y desde donde nacen pequeñas cascadas de agua fría. Cuando regresó a la casa, eso le platicó la señora que mantenía viva su memoria a pesar de sus tantos años. Le citó la fecha exacta en que don Gilberto que así se llamaba el alguien que Eliseo había pensado, consumó en la sacristía cerca del altar mayor, la violación de Marta menor de edad, sobrina de Gerardo cura de la iglesia y que después convirtiera en su concubina más querida. La vieja le siguió contando entre sofocos y con voz cansada, que esa noche, cuando Gilberto consumaba su infamia con exceso de depravación, se veían brillar las luces de las estrellas a través de las rotas ventanas de la iglesia y que se percibía una especie de música extraña, el órgano sonaba acompañando a un cantor de voz grave que alcanzaba notas y acordes tan gigantes como sus palabras terribles, aquella sacra música era como un rumor lejano con aterradores y lúgubres cantos ayudados de fuertes ráfagas de aire, como si las estrellas, la música, el canto y el aire se sintieran ofendidos por la repulsiva calamidad que le estaba ocurriendo a la infeliz Martita.

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Agregó por último la anciana, que esas tenebrosas manifestaciones se repiten cada día primero de mes a las nueve de la noche. De súbito, la nonagenaria vieja tomando su bordón y ayudada por Eliseo se incorporó de la silla donde se había sentado a esperarlo. Por un momento se quedó parada absorta, como si estuviera escuchando algo a lo lejos; algo que requería toda su atención. Después que Eliseo la soltó, poco a poco fue avanzando hacia la puerta; él escuchó sus pasos que rasparon el suelo, luego lo distrajeron otros rumores, más tarde nada. La anciana abandonó el lugar. Cuando atravesó la puerta crujieron los vidrios, y se azotaron, como si una mano poderosa los hubiera arrancado de su lugar; su sombra se fue diluyendo hasta desaparecer, dejándolo atónito, espantado, escalofriado, sus cabellos se erizaron de horror. Y esa magia, de pronto se terminó. El espacio y el ambiente de la casa se tornaron de habitables a solamente ruinas. Eliseo acababa de estar en el presente y de pronto pareciera que ese presente nunca existió o existió hacía años porque ahora, había polvo y olvido por doquier, telarañas en los rincones. Los platos y jarros de barro que brillaban colgados de clavos en las paredes se llenaron de tierra y se volvieron opacos, como no usados en años; la olla quedó hecha pedazos entre ceniza vieja, hasta los tizones que hacía unos instantes tenían fuego quedaron como puros apagados, con una leve y volátil capa gris, ni el resto de la propiedad estaba en mejores condiciones. Eliseo, para calmar su pánico pensó: ¡Está loca! Y se abstuvo de seguir haciendo caso a su pensamiento. Un furtivo rayo de pálida y dudosa luz se filtraba por entre una ranura del techo, a Eliseo le parecía que esa luz exhalaba gemidos acompasados, ruidos que no le eran familiares, otro sonido era el ulular de un búho que se hallaba en el hueco de un muro de la tapia de enseguida. Pero él, ya había dormido algunas horas luego de peregrinar cientos de kilómetros para llegar a este lugar a donde lo mandaron con un oficio que decía: “Queda usted nombrado Jefe de Oficina de Telégrafos”. El frío seguía con su necedad importándole poco que el precario cuerpo de Eliseo temblara sin control, o que sus dientes castañearan negándose a desentonar con el resto de su figura. Atolondrado y esquivando cachivaches viejos, fue al cuarto donde había dormido, el camastro era solo una mofa de lo que fue en su tiempo, el soporte del colchón eran puros alambres entrecruzados y oxidados, las cobijas estaban agujereadas, descoloridas, llenas de polvo. Cogió su maleta, se dirigió a la salida, cruzó la apolillada puerta; el zaguán tenía el techo caído casi en su totalidad, en una esquina, unas vigas vencidas a duras penas contenían el resto del techado. Salió a husmear a la calle con la esperanza de encontrar a alguien para preguntarle qué lugar era ese. Con dificultad sacó de nuevo de la bolsa trasera de su pantalón el sobre amarillo que por fuera tenía su nombre como destinatario, leyó de nuevo el oficio que entre otras frases decía: “Queda usted nombrado como Jefe de Oficina de Telégrafos en La Esmeralda, Coahuila, trasládese de inmediato a tomar posesión de su puesto” Lo desembolsó para sentirse dentro de algo real y pensar que no era una pesadilla lo que le estaba sucediendo. Cuesta abajo se abría un camino y se perdía con rumbo a otro caserío. Formando parte de ese paisaje, un perro flaco trotaba a media calle en busca de... dio vuelta en la esquina, persiguió un gato que se le atravesó. Luego se escucharon los lastimeros maullidos del gato, resuellos entrecortados del perro que lo devoró hasta sentir la tibia sensación de hartazgo en su panza. Envuelto en una cobija con aire siniestro y extraño, venía subiendo un hombre viejo de famélico cuerpo que flotaba en arrugados pantalones y harapienta camisa, con sus pies pelones metidos en unos huaraches acabados con hilachos de cuero, con un bordón en su mano derecha,

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un anticuado sombrero cubría su cabeza llena de hirsutas canas, parecía un peregrino con su cayado. Sus ojos entornados en hundidas órbitas destellaban maliciosos. Al verlo, Eliseo sintió palidecer, pero como no tenía alternativa, se le aceró y sin más, el anciano con ronca voz le preguntó: —¿Qué dicen de mí? —Nada… no sé quién haya dicho algo de usted… es que… —¡Pos pa´ que digan!… —dijo. Y sin darle tiempo a nada, levantó su bastón y le golpeó fuerte la espalda en dos ocasiones. Eliseo no alcanzó a decirle que no era de allí, apenas medio inclinó su cuerpo y levantó su mano izquierda a la altura del rostro en un acto instintivo de defensa. No tomó en cuenta la mala impresión que al inicio tuvo del viejo. En cambio, el cabrón hombre altanero como si no hubiera hecho nada, se acomodó la cobija, su sombrero y desdeñoso, disfrutando de su placer perverso siguió su camino hasta perderse a la distancia, dejándolo con la intención de preguntarle si allí era La Esmeralda, o que le dijera donde quedaba ese lugar. Y es que, la noche anterior, al descender del tren pasada la una y media, sin preguntar nada a nadie, se puso a seguir a un matrimonio que traía dos hijos y a los que había escuchado decir que se hacían cargo de un templo. Predicaban la doctrina de Jesucristo, no supo si eran Testigos de Jehová, o Cristianos, pero Católicos no. Eso lo dedujo porque los que van a los templos católicos son sacerdotes que no son casados, tendrán por ahí a escondidas algún hijo pero casados no, y éste traía a su señora bajita, gorda, con su pelo lacio amarrado atrás de su cabeza con un hilacho y de rostro común; sus niños igual que ella pasados de peso. Las diez horas que duraron viajando en el tren saliendo de Ciudad Frontera, Coahuila, se la pasaron durmiendo a ratos y comiendo cacahuates, plátanos, naranjas, limas, gorditas rellenas de frijoles con queso, carne picada, huevos cocidos, bebieron agua, refrescos y golosos también engulleron dulces, galletas en fin, de todo, y Eliseo enfrente de ellos, pero no le compartieron nada. El empleado del tren venía a cada rato a barrer el basurero que quedaba debajo de sus asientos, envoltorios vacios, cáscaras de huevo, de cacahuates y restos de comida. Bajando del tren vio un lugar miserable. A esa hora no se veía ni un alma en el andén de la vieja estación que tenía un techo arruinado por la inclemencia del tiempo y la falta de mantenimiento, una pequeña pero impalpable bruma no le permitía ver algo que lo entusiasmara, caminaron cuesta arriba como media hora entre la noche, ellos adelante y Eliseo siguiéndolos, pisando piedras, quebrando unas, moviendo otras de lugar y cuando llegaron al poblado, el varón le dijo: —Dios sea con usted señor. Y echando su familia por delante se le perdieron en una oscura calle, tomaron rumbo, se deslizaron fantasmalmente, como si ya supieran donde era su destino, algún barrio, la casa del templo, o quién sabe, la cosa es que Eliseo se quedó desorientado en medio de la calle empedrada que supuso era la principal. Luego vio a la anciana que le dio asilo por el resto de la noche, pero que resultó ser… no lo supo a ciencia cierta. Lo único que sabía era que aún tenía hambre, andaba espantado, sorprendido, adolorido por los bastonazos y no acababa llegar a su destino. Apenas eran las seis con cuarenta minutos, y Eliseo debía estar a las nueve en la oficina para recibirla formal y legalmente, así lo decía el oficio, pero le habían salido mal las cosas. En su intimidad y

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siendo franco se culpó asimismo por su forma de ser durante su pasada vida allá en su pueblo. Pero, ni pensar en retornar, no, eso jamás lo haría porque luego ¿cómo explicarlo? Se le tacharía de cobarde o fracasado y no coincidiría con lo aprendido, ni con las recomendaciones de su padre. En una esquina de la calle encontró un mogote de piedras, arena y cal, construido a propósito como para detener mejor la unión de las paredes. Eliseo arrinconó ahí su osamenta para resguardarse del frio y esperar que acabara de amanecer. Las calles estaban desiertas. No se veía ni un alma, el viento llevaba a brincos y en rastras un trozo de papel blanco y arrugado. Esperaba que de alguna casa, alguien saliera para preguntarle por La Esmeralda y su oficina de telégrafos. Ya no deseaba malas sorpresas. Puso su maleta en el suelo, la miró y pensó que su mamá tuvo buen gusto al comprársela para el viaje, es de: latón rígido, color verde, forrado por dentro de un color amarillo combinado con negro, con remates plateados en las esquinas, en el interior tiene una división para documentos o cosas de valor y ha resistido hasta que se le siente encima. Se le tuvo que sentar porque como fantasmas en unas estaciones de tren subieron muchos pasajeros que bajaron en otras y él caballerosamente le cedió el lugar a una señora joven gorda, que jalaba con una mano a un niño, mientras que cargaba a otro con el otro brazo. Continuó su espera. Se agachó, cubrió su cuello, y se frotó las manos. Vio sus zapatos sucios, llenos de tierra y pensó que de nada valió que se fuera a la plaza principal de San Felipe a bolearse con el Güero, el mejor bolero de aquél lugar, que se los dejó relucientes, ahora que estaban llenos de tierra, en lugar de negros parecían grises o cafés. Escuchó las campanas del reloj de la torre y que vibrantes hacían temblar el aire, anunciaban las siete. Notó que algo se animaba en las cornisas de la torre, le parecían unos manchones negros que caían. Aunque ya fijándose bien eran palomas que acababan de despertar y emprendían vuelo. No hay nadie en la calle, las nubes se des modorran y ensanchándose empiezan a moverse allá en la sierra donde pasaron la noche. Ellas al menos siempre andan en montón, hasta las envidia. Pero enseguida Eliseo recapacita y dice como si alguien lo estuviera escuchando: —¡No! ¡No! No debo envidiar. Es uno de los pecados de los que pienso escabullirme. Y continuó recordando detalles del viaje para distraerse mientras acaba de amanecer. La primera jornada de San Felipe a Ciudad Frontera, había sido sin detalles notables que destacar, se la había pasado durmiendo ya que por la emoción del viaje se había desvelado la noche anterior. Supone que los ferrocarrileros demoran a propósito el paso del tren. Si no, ¿Por qué tanto tiempo tardan en llegar de un punto a otro? Salió a la una de la tarde de ciudad Frontera, a ese punto había llegado a la madrugada del día anterior y esperó toda la mañana. En la mayor parte del trayecto entre puntos Coahuilenses, observó un paisaje desértico. Sus ojos no se deleitaron con una arboleda. Puros cactus, pequeños magueyes, plantas de un verde pardo, otras color ocre, que hechas bola rodaban con el viento; tierra blancuzca, plomiza en ocasiones, con nada encima que pudiera detener la vista que se resbalaba hasta perderse en la distancia o chocar contra lejanos cerros, llanuras sin límite, praderas de raquítico follaje quemado por el ardiente sol que resplandecía haciendo parecer a la distancia parpadeantes olas que de pronto parecían danzar. El espectáculo, muy de vez en cuando mostraba alguna que otra mancha de sombra producida por alguna desorientada nube. Al declinar el día le tocó observar que desapareció el sol y entró la noche. El tren siempre con su lento andar, parando tiempo de más en cada estación sin importarle a su conductor la desesperación de algunos pasajeros porque los más, como que ya estaban acostumbrados. En los sucios vidrios de las ventanas, para entretenerse, ensalivando su dedo hizo dibujos abstractos, trazó el círculo del sol antes de que desapareciera, luego las estrellas que

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aparecían y hasta esbozó a los niños panzones sintiéndome el pintor colombiano Fernando Botero. En el mismo vagón, un hombre platicaba a gritos manoteando para enfatizar sus dichos, a veces hasta se contestaba solo. Bebió en exceso, sus ojos embrutecidos se abrían lerdos, las cervezas hicieron su efecto, a ratos lloró, rió y gritó. Ocasionalmente dormitaba, luego al despertar, con estropeada voz pedía más cervezas al empleado del tren, pero el hombre de la gorra a rayas ya no le quiso vender. Que se portara bien, que se callara le pedía; no fuera a ser que despertara gente o que no la dejara dormir, que si iba a seguir con su gritadera y escándalo mejor se fuera a un rincón. El tren seguía su lánguido andar, el viento bueno sin egoísmo le cedía su paso, las ruedas reacomodaban las vías, los durmientes despertaban de su amnesia. Los niños con el arrullo mágico de sus padres se quedaban dormidos en su regazo con su inocencia impoluta. El puesto de jefe de oficina iba a ser el primer trabajo formal de Eliseo, y por como veía que vivía el jefe de su papá allá en San Felipe, creía que le va a ir bien. Antes anduvo probando aquí y allá, trabajando como jornalero; ayudante de albañil, mecánico de autos, fabricante de cobijas de lana, de zapatos, se involucró con unos señores que venían de la Capital, que compraban chile seco de rancho en rancho, también la hizo de peón de patio en una alfarería, todo sucedió en su pueblo donde no había mucho que escoger. Pero no, eso no tenía futuro seguro y además eran trabajos mal pagados. Así le dijo su papá. Y con energía le exigió que estudiara la clave Morse en la oficina de telégrafo donde él era el mensajero. Después de año y medio, aprendió a lanzar señales con un aparato produciendo golpes secos y prolongados. Pasó examen de telegrafista en San Luis Potosí y listo. Le dijeron que había una oportunidad en un lugar de Coahuila y dijo que sí. Y es que Eliseo… a todo decía que sí, y a nada decía que no. Así que por haber aceptado la vacante, andaba por acá. Aún no sabía cuánto le iban a pagar, solo suponía que le alcanzaría para vivir bien. Como creyente que era admitió también, que era un chance más para él de parte de Dios. Con fastidio reconocía haber desairado el estudio académico. A gritos y a sombrerazos terminó la primaria con un promedio de calificación horroroso, pero consideraba haberse enmendado gracias a la providencial insistencia de su papá y a la promesa hecha a su mamá de cambiar de actitud, de conducirse con respeto y rectitud. Había transcurrido un buen rato, al frio lo estaba eludiendo repasando el pasado inmediato, brincando y haciendo sentadillas, sin importarle que lo vieran, si es que acaso alguien se asomaba por la ventana o puerta de su casa y pensara que estaba loco. Clareó el día, el relincho de un caballo irrumpió el silencio. Mentalmente dio gracias al que se le ocurrió hacer el mogote de piedras donde se estaba protegiendo de la inclemencia del tiempo. Dos gallos salieron a la carrera de una casa, el más viejo perseguía al galluelo para agredirlo, tal vez se atrevió a pisar a una gallina sin tener derecho aún. Enseguida, escuchó un ruido y al voltear para donde provenía, vio a media cuadra a un hombre bajito, rechoncho, moreno, con una chamarra color verde con el cuello levantado, que sacaba una bicicleta de su casa. —¡Hey, hey, oiga! —grito Eliseo y manoteó para llamar su atención. Al voltear el hombre, primero su mano izquierda se soltó del manubrio para girarse y ver a quien lo llamaba. Luego, hizo un ademán preguntando que se ofrece. —¡Espéreme, necesito preguntarle algo! —le dijo Eliseo elevando el tono de su voz, tomando rápido la maleta y corriendo se encaminó hacia él.

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—Me llamo Eliseo Salazar Ríos, vengo de lejos, busco la oficina de telégrafos de La Esmeralda, ¿sabe usted dónde queda? —Sí, sí sé. Buenos días. Pa´ empezar aquí no es La Esmeralda —sonrió y señaló —. Este lugar se llama Sierra Mojada, es la cabecera municipal, La Esmeralda está allá abajo donde llega el tren —le reveló el hombre chupándose los dientes y pasándose la mano por la boca. Eliseo sintió vergüenza por no haber saludado primero, aunque esa vergüenza se le pasó rápido por el gusto de pensar que al menos, había encontrado a alguien normal. A ese hombre que no superaba el metro sesenta de estatura, se le notaba un carácter simpático que combinaba con su redonda barriga. —¡¿Cómo?!… ¿Allá donde anoche llegó el tren es La Esmeralda? —Sí señor, allá mismo. Y allá está el telégrafo por el que usted pregunta. ¿A poco se vino caminando desde allá? —Es que no soy de aquí, vengo de lejos, y no conozco el rumbo —le dijo para justificar su torpeza. —Me llamo Vicente, me dicen Chente y trabajo en Correos; las oficinas están una frente a la otra, si gusta nos vamos juntos, solo que antes tengo que ir a comprar huevos para que mi esposa prepare el almuerzo, si gusta espéreme ahorita regreso —le dijo en tono solidario. —Oiga… ¿no será mucha molestia si también compra para que yo alcance algo de ese almuerzo? Mire… aquí tiene —le rogó con mirada de desamparo y le dio un billete con el que se alcanzaba a comprar más de un kilo de huevos. —Ta´ bueno compañero —contestó Vicente, después tomó el billete, subió a su bicicleta y enfiló cuesta arriba. A Eliseo la ilusión de probar alimento hizo que se le hiciera agua la boca, hasta se figuró que sus tripas gruñeron gozosas, le nació la esperanza de que su suerte cambiaría, que se le alejaría el susto y el hambre. Al regreso de la tienda, pasaron a la casa, a la izquierda de la entrada había una habitación, la cama y lo que parecía un tocador tenían una capa gris de polvo; el colchón era un montón de lana podrida, Eliseo se imaginó que miles de bichos anidaban ahí. Sobre un buró había una biblia con las páginas carcomidas por la humedad, pero se alcanzaba a leer el Salmo 6 que es el primero de los siete penitenciales “Señor, no me reprendas en tu ira, ni me castigues si estás enojado. Ten compasión de mí que estoy sin fuerzas; sáname pues no puedo detenerme” Ese gran libro, estaba ahí solo como adorno; a leguas se veía que nadie se ocupaba de leerlo. A Eliseo ver ese sagrado ejemplar le causó extrañeza, porque casi nadie tenía por costumbre servirse de esa gran obra ni siquiera para fines religiosos, en ese tiempo, era casi de uso exclusivo de los sacerdotes. Ahí en la caricatura de cama, había un hombre de edad con su rostro demacrado, despeinado y una barba salpicada de canas con varios días sin rasurar; tosía y tosía como si tuviera problemas con sus pulmones, emanaba un tufo pestilente de sudor, orines y materia fecal, estaba sentado con una cobija sobre su espalda, sus brazos derrotados, recargado en la cabecera, la ropa de cama en desorden, sus pies descubiertos, uno de ellos inflamado a la altura del tobillo con un color rojo ennegrecido.

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—Mire compa él es mi suegro, se llama Apolinar y está muy malito —dijo Vicente al presentárselo. Porque sin razón ya otro viejo lo había golpeado, Eliseo lo saludó con recelo y por compromiso con un: Buenos días señor, mucho gusto. El veterano lo vio con cara de agotado, pestañeando lento, tragando saliva con dificultad; intentó levantar su mano derecha, con la izquierda jaló la cobija para cubrirse mejor el dorso sin dejar de jadear al respirar. Para seguir a Vicente, Eliseo le dijo al viejo: —Con permiso. El debilitado anciano asintió con un manso cabeceo. Vicente le sugirió: —¡Abríguese suegro, cúbrase bien! —y se siguió hacia la cocina, como no dándole importancia a esa presencia o acostumbrado a ella. Eliseo se alejó echándole una última mirada de condolencia al suegro que se quedó inundando el cuarto con su rancio aroma como si nada hubiera pasado segundos antes. Iban llegando a la cocina y se escuchó un grito femenino. —¡Ya levántense niños, se les hace tarde pa´ la escuela! —y se oyeron otros ruidos provenientes del cuarto de enseguida. —¡Mira vieja, este señor es el nuevo jefe de telégrafos! ahí me lo encontré afuera, se vino hasta acá por error. —Eliseo Salazar Ríos a sus órdenes señora… —se presentó —Irene Méndez, pa´ servirle —le respondió ella gentilmente. Después, con una expresión natural y sobria le estrechó la mano con efusividad sin dejar de mirarlo a los ojos. Sus miradas se prolongaron un poco más de lo ordinario. Eliseo se turbó y ruborizado la evadió y desprendió su mano. Le dio la impresión de que era una persona abierta, con criterio superior al de su esposo, como de treinta y cinco años, un metro cincuenta y cinco de estatura y con personalidad intensa. Su cuerpo acusaba el descuido de las pueblerinas señoras de antes, suponía que por su alimentación su cintura se había ampliado, su rostro rozagante no contenía maquillaje alguno, su mirada era brillante. Vestía una playera con el nombre de una persona que se promovía políticamente, una falda amplia color azul cielo con flores rojas que le llegaba abajo de sus rodillas y tenis blancos con franjas rojas. Casi sin darse cuenta se fijó en sus piernas y en sus caderas justo cuando ella volteaba para preguntarle algo, al sentirse descubierto Eliseo se apenó aunque su ojeada haya sido solamente accidental, sin mala intensión. En esos momentos estaba ya estaba al límite de complicaciones. Además, suponía que su aspecto era un caos después de casi cuarenta horas de viaje. Mentalmente agradeció a Dios porque Vicente no lo haya pillado contemplando a su esposa. El café hirviendo en el fogón con el calor de leños ardiendo despedía ese aroma que ya Eliseo extrañaba. Al sentarse a la mesa, Irene se apresuró a poner dos jarros con ese agradable líquido que le cayó como bendición del cielo. En un rincón había un radio que parecía haber sido blanco y que ahora lucía con un mugroso amarillento, se escuchaba pesimamente una radiodifusora de Torreón, Coahuila, las voces de los locutores y de

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las canciones se escuchaban mezcladas con gorgoreados ruidos que no se podían entender a menos que se escuchara con total atención. A un costado de la puerta que daba al patio, recargada estaba una escopeta que Vicente le dijo a Eliseo haber comprado de segunda mano en sesenta pesos. Llegaron los niños. Una niña de ocho años y su hermanito de siete ambos con sus dientes delanteros mudados. Enedina y Raúl, ese nombre les pusieron al nacer comentó Vicente. Ella con el pelo recogido en una cola de caballo, el niño medio se había echado agua en la cara y su pelo estaba tal cual después de haberse levantado de su cama, el pantalón le quedaba rabón y sus zapatos parecían nunca haber sido boleados. Sin quitar de Eliseo su curiosa vista se sentaron con ellos. Irene sirvió frijoles con huevo frito a todos, en el centro resaltaba la blancura de un queso redondo y alto que cabía en un plato, de ahí comenzaron a servirse los niños, Vicente invitó a Eliseo que tomara un trozo. En una servilleta la señora Irene arrimó cuatro tortillas recién hechas, seis chiles verdes serranos y en un trozo de papel de estraza un montoncito de sal. Comenzaron con ese almuerzo, a Eliseo cada bocado le sabía a gloria, hacia muchas horas que por su paladar no pasaba alimento sólido, por eso disimuladamente olfateaba el aroma de lo que tenía enfrente como alimento. Silencioso aplicaba sus sentidos para saborear cada bocado, mordiendo pausado para deleitarse a plenitud pues con todo lo que le había pasado, no confiaba en que algo bueno le fuera a suceder en las próximas horas. No conocía el lugar a donde iba a llegar, donde comer, o donde iría vivir, quien le haría el favor de atenderlo en cuanto a su ropa y alimentos, no conocía a nadie y lo más triste, no sabía cómo se recibía una oficina de telégrafos, es decir, que documentos se debían formular para legalizar la entrega y después esos papeles a dónde y a quién se debían remitir. El jefe de la oficina en San Felipe, solo le recomendó: “Ten mucho cuidado con los dineros, cuenta bien, que no se te pase nada, hay unos compañeros que mañosamente se aprovechan de los novatos para timarlos, antes de firmar el acta y la documentación soporte lee con cuidado; revisa que estén todos los artículos del inventario” Pero… todo eso era nuevo para él. Hasta los mismos vocablos “acta” “artículos” “inventario” “timarlos” “documentación soporte” No obstante, procuró no olvidarlos para si llegaba la oportunidad, utilizarlos y de esa manera no verse tan neófito ante quien le entregará la responsabilidad. Después del desayuno, sintió que volvía a nacer. Reconociendo el favor que le hicieron, al calmarle el hambre, la tristeza, la desolación y hasta que le hayan devuelto la fe en los humanos, agradeció profundamente aunque sin exagerar y se puso a las órdenes de la señora Irene. Al despedirse, Irene le volvió a brindar su mano y después del saludo, dejó que su mano recorriera la de Eliseo como enviándole un subliminal mensaje que él no entendió del todo y que le dejó confusas sus atolondradas emociones. Le había entusiasmado la agilidad y concordancia de sus movimientos mientras preparaba los alimentos. Vicente y los niños salieron por los cuadernos. Irene le dio la espalda, Eliseo aprovecho para observarla de nuevo. Estaba embelesado con la boca abierta, sintió que escurría baba y se la limpió rápido cuando escuchó el cierre de una puerta y pasos que se acercaban. Entraron primero las sombras de los niños, después la de su papá. Eso lo hizo volver a la realidad. Luego de encaminar a sus hijos a la escuela, Vicente y Eliseo se fueron calle abajo porque en efecto era la que llevaba al poblado llamado pomposamente La Esmeralda. Vicente llevaba su bicicleta rodando a su lado, le pidió a Eliseo que pusiera su maleta en la parrilla para que no se

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cansara y caminaron como treinta minutos. Ya después recorrían las primeras calles pobladas con casas de amplios patios, Eliseo levantó la vista y vio la torre de una iglesia. —¿Es la iglesia principal? —preguntó. —Sí compa y la única que hay aquí, pero sólo los domingos hay misa, una a las ocho de la mañana y otra a las siete de la tarde, el sacerdote que las oficia, entre semana, se la pasa en Sierra Mojada y en otros ranchos, va a bautizar niños a dar la comunión a los ancianos que ya no pueden caminar, a aplicar los santos oleos a gente moribunda y a platicar con ellos. Ya lo conocerá es muy alegre y vacilador. —¡Mjú! —contestó. El cielo comenzaba a tornarse en un azul radiante, Vicente saludaba efusivamente y agregando una sonrisa o un comentario alegre a toda persona que encontraban en el camino. Con la caminada y el rose de su camisa Eliseo sintió un pequeño ardor en el lugar donde le dio los bastonazos aquél detestable hombre, pero no comentó nada a Vicente, porque presintió que ya casi llegaban a las oficinas. El hombre que le iba a entregar la oficina, era alto, de lentes casi en la punta de su nariz, con muchas huellas de viruela, sonrisa eterna, por eso se le veía un puente con una pieza removible en el lado izquierdo de su quijada, no más de cincuenta pelos en su cabeza pero bien peinados, el resto de su calva muy brillante, tan flaco, que parte del cinto le colgaba en su lado izquierdo como si trajera un llavero. Le había dicho que se llamaba Oscar Avalos Sáenz y que vivía en Torreón; ya tenía preparado su equipaje para retornar al siguiente día. Solo quedaba dispuesto su catre para pasar otra noche en la población. El tren llegaba por la noche, los ferrocarrileros ahí pernoctaban. Cuando Eliseo ingresó a la oficina lo encontró sentado detrás del escritorio, con sus manos cruzadas y un papel en blanco frente a él, estaban también dentro del local Martha, Norma y Polo todos jóvenes menores de veinte años. —Son meritorios —al presentárselos le dijo don Oscar al mismo tiempo le pidió que los siguiera aceptando. Eliseo entendió perfectamente porque también él había sido meritorio en su tierra. Así se les llamaba a los aprendices porque precisamente hacían méritos para tener la oportunidad de aprender la clave Morse, tareas administrativas y contables de una oficina telegráfica. Como parte de sus deberes, se acomedían a realizar encargos personales del responsable de la oficina y eso no era mal visto. —Estos jóvenes conocen a todas las personas del pueblo, ellos te pueden recomendar con alguna señora o familia para que te den asistencia. Mientras, vamos acá, atrás de la cuadra, una señora hace y vende comida—le dijo don Oscar señalando un lugar. —Lo acompaño con todo gusto si usted no ha desayunado pero, hoy más temprano, me encontré allá en Sierra Mojada a Vicente compañero que trabaja en correos y me invitó a su casa a desayunar, pero repito, gustoso lo acompaño con una taza de café o un refresco. —Y ¿qué andabas haciendo allá?

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—Me equivoqué de destino —le contestó sin darle mayor importancia al asunto. Al regreso del almuerzo, inició la entrega de la oficina. Don Oscar con paciencia, como si fuera su padre o un maestro bueno, empezó a explicarle a Eliseo con cada documento que sacaba del cajón del escritorio donde los guardaba. Le contó que tenía por rutina trabajar hasta muy noche así concluía todas las actividades administrativas y contables del día para no tener que hacer nada por la mañana. Le gustaba eso, se había acostumbrado. A Eliseo le pareció bien ese estilo y lo adoptó. Polo era de los meritorios el más avanzado, ya lograba descifrar los mensajes a buen ritmo de transmisión y escribirlos sin errores en la “Remington”, a él se le encargo transmitir y recibir los telegramas y órdenes de pago, mientras el señor Avalos le fue explicando cada aspecto relativo a administrar una telegráfica. Eliseo puso todos sus sentidos para que no se le pasara detalle, estaba recibiendo una clase resumida de gran valía para su futuro laboral; apuntaba datos de los informes diarios, quincenales que se debían formular y enviar a la Superintendencia, referencias, definiciones de los nuevos términos que incluía don Oscar en su explicación, le inspiró suficiente confianza que se atrevió a solicitarle hasta en dos ocasiones aclaraciones de lo que no entendía bien. Don Oscar tenía corazón de oro, nada egoísta le expuso de manera sencilla y hasta utilizando ejemplos de cómo y porqué se debía formular cada documento, como se integraban en la cuenta mensual y a donde se remitían. Puntualizaba en lo más importante. Todo le quedó dilucidado. El dinero que le entregó, luego de ilustrarlo respecto al arqueo de caja, por su insistencia, lo contó en dos ocasiones verificando que coincidiera con el resultado. “Cuentas claras amistades largas” “El dinero se hizo para contarse” además tratándose de dinero “No confíes ni en tu sombra” fueron las enseñanzas mezcladas con advertencias que le hizo don Oscar. La composición de clave para abrir la caja fuerte fue otro detalle que aprendió desde el inicio ya que nunca había visto como se cambiaba, le especificó además, que debía enviarse a México en sobre lacrado, sellado y firmado. Por último, le mencionó que Polo sabía donde se guardaba la pasta de goma laca llamada “lacre”. Cuando casi terminaba la entrega llegó el compa Vicente para preguntar a Eliseo si no se le ofrecía algo porque se tenía que regresar de inmediato a su casa; su señora le había enviado un recado diciendo que la salud de su suegro había empeorado. Desde luego, esa noticia a Eliseo le dio pena por él, no por su suegro con quien jamás nunca había convivido, pero por él sí. Por la atención recibida en la mañana de su familia. Así que sin decir nada, resolvió acompañarlo. Iría para ver en que podía ayudar. Tenía el presentimiento de que no pasaría el día sin que muriera ese señor. Ultimados los aspectos de la entrega de la oficina y después de la comida, le comentó a don Oscar sobre la intensión de ir a visitar a Vicente y aprovecho para invitarlo, omitió lo relacionado a la señora Irene, tampoco le comentó del viejuco que le zampó dos bastonazos en la espalda, no tenía caso. Esas particularidades se las reservó, para comentarlo cuando tuviera suficiente confianza con alguien. Don Oscar aceptó su invitación y lo acompañó a Sierra Mojada. Era cuestión de caminar dos o tres kilómetros cuesta arriba y en la calle principal estaba la casa de Vicente. Cumpliría Eliseo con su primer compromiso social contraído forzadamente en esas para él lejanas tierras. No hubo necesidad de tocar, la puerta estaba abierta. En el zaguán había unas señoras con su rebozo puesto, unos señores fumando, preocupados, sentados con su sombrero en las rodillas, así que apenas se asomaron y les dijeron: —Pasen, ahí adentro anda Chente.

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—¿Como sigue su suegro compa Chente? —con cierta confianza preguntó Eliseo. —Muy mal “compa”, pasen para que lo vean —ensombrecido contestó. Así era, ahí estaba. A ese hombre, pálido, la piel de su rostro se le había pegado al hueso, se le notaba un tic nervioso en su ojo izquierdo que le deformaba la mirada, era sacudido por espasmos espaciados, babeaba sin contenerse, se retorcía en la cama con los ojos en blanco que luego comenzaron a opacársele, la cabeza gacha, su pelo enmarañado y sus puños crispados incontrolables golpeaban el colchón, arremangaba las sucias sabanas y cobijas. Gruñía como si intentara decir algo, como si estuviera pidiendo auxilio para salir de una pesadilla, había caído en un extraño aturdimiento. De su boca salían palabras raras, inconexas e incomprensibles, con su mano blanda y sus dedos crispados se limpiaba la baba. La enfermedad había convertido a aquél hombre de cincuenta y seis años en un anciano demacrado que no vivía más que a medias en su cuarto maloliente a pesar de los cuidados que le prodigaban Vicente y su familia. Ya nada servía de él, estaba agonizando. De pronto, oyó que alguien le hablaba y él con voz débil dijo: <<Melquiades hermano mío, te reconozco aunque te envuelva esa bruma>> Y Al instante su capacidad se vació, careció de todo. Los que estaban ahí eran para él solo espectros irreconocibles y percibía otras apariciones y ánimas que comenzaban asediarlo, eso le ofuscó su apariencia, agonizaba, y por fin le llegó la muerte. Todo en su contorno quedó en silencio, estático, su rostro sosegado, su espíritu se fue a buscar mejores rumbos. No hubo tiempo de llamar al párroco para que lo confesara o le administrara los santos oleos. Todos callaron. Después, intercambiaron miradas y con eso, coincidieron en pensamiento. —Voy a avisarle a mi señora, espérenme por favor —anunció Vicente. —Adelante —dijeron al mismo tiempo Eliseo y don Oscar que lo siguieron. Eso les sirvió de pretexto para salirse a respirar un poco de aire limpio y fresco. Ahí adentro el hedor era insoportable, resultaba denso, enrarecido y asfixiante. Al verlos salir, dos señoras entraron para cerciorarse de su intuición. Ellos alcanzaron a oír el llanto doliente y triste de una de ellas, mientras la otra apesadumbrada intentaba consolarla. Después, inició un entrar y salir de personas que formaron un montón de palabrería triste, pausada, reprimida, dolida e inentendible. Como toda muerte deja un legado, Eliseo se preguntaba que herencia habría dejado ese señor y quienes serían las acomedidas mujeres y hombres que limpiarían y retocarían el cuerpo difunto, desvestirlo, ponerle ropa limpia, lavarle la cara, peinarlo, cerrarle bien sus ojos para que no espantara. Sacar el colchón, sabanas y cobija y quemarlos allá en el corral, limpiar totalmente ese cuarto, rociarlo con agua de rosas. Claro que primero que nada, bueno sería que un ventilador dirigido a la ventana abierta sacara los hediondos aires. Pero, Eliseo no era familiar por eso no podía sugerirlo, solo era alguien completamente desconocido para todos excepto para Vicente, su esposa e hijos. Irene entró. Don Oscar y Eliseo esperaban verla con el rostro transfigurado por el dolor, pero nada de eso; ella traía su cara seria pero serena, con temple y así, caminó segura, dirigiendo su vista hacia el cuerpo inerte de su padre, lo removió, como para asegurarse de que realmente estuviera muerto y sin mostrar aflicción, ni externar congoja, comenzó a separarlo de la ropa de cama, la que luego aventó y quedó apilada en un rincón. Una señora que resultó ser una de sus hermanas se acercó y preguntó:

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—¿Qué vamos a hacer Irene? —Lo acomodaremos bien sobre la cama, pero necesitamos cambiar la sabana por otra limpia, dile a Elvira que nos preste una y llévate eso que está ahí a los tendederos del corral— respondió señalando al rincón. Elvira era otra de sus hermanas, todas mayores de edad y casadas. Luego, para ordenar el ambiente a algo parecido a como Eliseo lo había pensado, comenzó a dar instrucciones a la gente dispuesta a la ayuda. A Vicente le ordenó que se encargara de avisarle al padre de la iglesia. ¡Ah!… que también le avisara a Gerardo el carpintero para que viniera a tomar medidas y que hiciera la caja; que le pidiera al Chino Canales, que ataviara el carromato para el traslado de su padre al panteón. Era todo lo que había en ambas comunidades para esos casos. Un carpintero que fabricaba las cajas mortuorias y una carreta con techo que jalaba una vieja y mansa mula; un panteón que se encontraba como una ofrenda a la naturaleza en una planicie desértica, al que se llegaba por un camino de poco uso. A eso se ajustaban los pobres y ricos de la comunidad y sus contornos. No cabía duda que Irene era una dama inteligente y práctica. Eso hizo a Eliseo admirarla más. Ella con su actitud contagió a las demás personas que se quitaron de gimoteos y lloriqueos y en menos de una hora el espacio ya mostraba otro aspecto. No hubo forma de utilizar un ventilador porque no contaban con él, pero abrieron las puertas de par en par haciendo lo mismo con la ventana de madera que daba a la calle y con una tilma entre dos personas comenzaron a expulsar la fetidez del lugar. Hubo también la necesidad de cambiar las viejas cortinas que el tiempo había convertido en jirones de un rojo desteñido y llenas de polvo que tristes colgaban. En la pared había un almanaque con un hermoso paisaje, montañas nevadas, un lago de quieta agua azul donde nadaban y volaban gansos y patos, frondosos árboles y abundante pasto verde; distinto a los horizontes erosionados que Eliseo había contemplado en el trayecto de su viaje en tren. Ese almanaque que a todos gustaba, nadie lo quitó de su lugar, solo le apartaron el polvo con un trapo hasta dejarlo brillante y ahí quedó como para que contribuyera con algo de alegría e hiciera menos deplorable el panorama. Había un hombre zarrapastroso afuera de la cocina recargado en un azadón que se llamaba Apolinar hermano de Irene, era trabajador de campo, blandengue de sentimientos, de aspecto sencillo, y al enterarse de la muerte de su padre se llenó de tristeza. Comenzó a chillar y a vociferar escandaloso para desahogar su pena, usaba un lenguaje brusco, inmoderado y blasfemaba diciendo: —“Mi padre se puso a jugar con Dios sin tener en cuenta que Él tenía los dados cargados y por eso perdió. Ahora, está ahí en su cuarto tirado como basura de la calle, entre la pobreza y la suciedad, yace cansado de esa lucha mezquina. Ahora es… carne que… puede sentir los dientes del infierno. Y yo estoy aquí con mi espíritu triste, inquieto y derrumbado sin saber qué hacer. ¡Ay que tortura siente mi pecho! ¡Yo no voy a jugar así contigo Dios!, de una vez te lo advierto” —¡Cállate! ¡Ya cállate por favor! y… es mejor que nos vayamos —le aconsejaba su esposa. Pero él tenía su alma sorda por el dolor persistente que le causaba saber que su padre se había ido de este mundo. Irene se fue a meter a otra habitación y dentro de un rato regresó

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cambiada con ropa color oscuro para estar a tono con el momento y el sentimiento generado por el deplorable suceso. En media hora, llegaron varias mujeres vestidas de luto, otras aparentemente embarazadas, algunas prestaron sillas, en las que se sentaron los visitantes a tomar café, había además, por lo menos media docena de niños de todas las edades. Los menores al año estaban debidamente abrigados y en brazos de sus madres. Otros se asomaban entre sus faldas, Eliseo los saludó con un gesto amable, pero nadie le respondió por el contrario se le escondieron detrás de las señoras. El difunto aún estaba en su propia cama, con su rostro pálido, sus fosas nasales llenas de pelos, envuelto en una sábana color crema, con un rosario y unas flores en su pecho. De cuando en cuando se cantaban alabanzas a Dios para que lo aceptara en su reino, cuando rezaban pedían por el difunto diciendo su nombre claro y fuerte como para que este oyera. Eliseo intercambio miradas con don Oscar y éste, como si entendiera que era una pregunta le dijo: —No hay problema, yo espero. En el corral un perro ladraba con furia desesperada, pero como nadie le hizo caso, al fin cansado, se acercó un poco desconfiado a olisquear a un niño que se había sentado a cagar. Luego se fue a un rincón a rascarse las pulgas, las gallinas ya habían dejado de cacaraquear. Y así comenzó el velorio; durante el cual, se comentaba que ni siquiera la curandera indígena traída por un gambusino de un municipio de Chihuahua, había podido aliviar al padre de Irene, y eso que la india Agripina como también se le conocía, sabía de yerbas y de la sugestión. Don Oscar y Eliseo se enteraron que esa persona siempre llegaba en una mansa burra porque vivía como a dos kilómetros de la cabecera municipal y lo mismo ayudaba al alumbramiento de un niño, o le sacaba el borriquito que traía atravesado alguna burra; había sanado hasta a enfermos graves que doctores y veterinarios no habían podido curar, aseguraban que sabía el padecimiento con solo oler el sudor de la camisa o ropa que trajera puesta el enfermo. Tanta confianza inspiraba que la llamaban para que ayudara a bien morir a viejos sin remedio. Se sabía oraciones para difuntos. También conocieron a un señor que dijo llamarse Santos López, vecino de La Esmeralda, vestía un saco negro, pantalón gris, sin planchar, el saco le quedaba grande, acostumbraba usarlo en ocasiones especiales, dijo que esa ropa la guardaba bien envuelta en unas bolsas de hule con bolitas de naftalina para que no se lo comieran los insectos, no usaba corbata pero aún así se abotonaba la camisa hasta el cogote, hasta eso, vestía muy adecuado al acontecimiento. No se peinaba no lo necesitaba, tenía el pelo tan lacio que bastaba que moviera su cabeza de un lado a otro y listo. Ese peculiar personaje, hizo llevadero el velorio sobre todo el frío amanecer de esa noche de noviembre contando historias increíbles, como esa donde aseguraba que su abuelo había combatido en el ejército de Pancho Villa cuando invadieron a España, en lugar de decir que se metieron a Columbus, Nuevo México del país vecino los que lo escuchaban a duras penas contenían las carcajadas expansivas que provocaba. Se decía conocedor de tantas hierbas medicinales como la misma Agripina, aunque nunca pudo explicar para que se aplicaba la gobernadora, esa marañosa planta de un verde oscuro que había en los contornos desérticos, comentaba que sabía de unos polvos que curaban la impotencia y que ya había sacado como catorce muelas a otro tanto número de personas que se quejaban de esa dolencia; presumiendo aseguraba que rezando padres nuestros y dándoles un trago de mezcal lograba poner a los pacientes en estado hipnótico para que no sintieran ningún dolor. Eliseo no entendía la tranquilidad que mostraba don Oscar que no se retiraba a descansar, sabiendo que se tenía que ausentar de la población a las seis de la mañana siguiente, pero no se

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atrevió a preguntarle sobre sus planes, dieron las dos de la madrugada y fue cuando don Oscar le comentó que un día más no era problema, que Vicente era un apreciable compañero y que bien valía la pena acompañarlo en su trance. Que su próxima comisión aún no se la confirmaban y eso le serviría de pretexto para durar otro día en Esmeralda y reportarlo como traslado. Esa fue otra palabra que no entendió, pero por respeto, renunció a averiguar su significado. Al fin el cortejo fúnebre inició su marcha como a las cinco de la tarde según la costumbre por cierto, la travesía no era larga sino más bien corta, cuestión de treinta minutos a paso lento, respetuoso, con cantos y rezos para que el Hacedor del universo dispensara los pecados y recibiera en su reino al difunto. Apolinar no dejaba de llorar y quejarse diciendo que lo iba a echar de menos y le pedía perdón por todo. Don Oscar no se fue. Irene dispersó una murmuración en el panteón entre las personas que tenía cerca y regresando, a las otras que estaban en el patio de la casa, hizo que se enteraran que su padre le había dejado la casa a ella, por ser quien lo vio y atendió en sus últimos días, así nadie tendría que reclamársela como herencia. Sus dos hermanas mayores podrían quedarse con otras casas que había más a la orilla del poblado; su hermano con las setecientas hectáreas de agostadero que incluía parte de unos cerros pelones al lado poniente del poblado. Como hacía años que eran huérfanos de madre, ya no habría quien les impusiera guardar el luto que los pobladores tenían por costumbre que consistía en: no salir; vestir de negro, no encender el radio, no asistir a bailes, no participar en los festejos de la iglesia, ni de la presidencia municipal. No. Irene seguiría su vida normal, sin preocuparse por el “qué dirán” Por el contrario, en lugar acongojarse, se sintió tranquila y relajada. Pensó que podría inclusive aprovechar el cuarto para convertirlo en la sala de estar y recibir visitas. Después de cenar, se quedaron solo los familiares del fallecido, hablando de cómo había sido su padre y agradeciendo por haberlos criado. Irene se salió de ahí aduciendo que iba por más agua, se levantó y se fue sin hacer ruido hacia la puerta de la casa. Vicente se levantó detrás de ella y platicaron acerca de la herencia. Ella le informó que ya lo había dispuesto, le explicó como lo había hecho y Vicente se regresó con sus cuñados en santa paz. Irene por fin sola, se marchó cautelosamente. Le encantaba salir de noche a conseguir lo que no encontraba en su casa con su bonachón, conformista, común y rutinario marido. Fue en busca de don Oscar. Eso nadie lo sabía; tampoco se supo cómo se habían puesto de acuerdo. Se habían citado en la casa de Teresa hija de doña Julia y casi de su misma edad. Teresa se había quedado con la casa de un médico que vivió muchos años en La Esmeralda hasta que por fin fue llevado por sus hijos a la capital del estado pretextando que lo querían tener cerca para estar al pendiente de su salud. De Tere se murmuraba que aparte de hacerla de sirvienta del médico era su amante y que éste era el papá de su hija, que por eso le había dejado la vivienda. Esa casa, tenía cuartos con puerta a la calle y Teresa haciéndola de Celestina, los rentaba a precio módico a quien andaba jugando contras como Irene y don Oscar. No se supo cómo, ni por qué, pero sucedió una terrible coincidencia. Apolinar cansado de llorar y lamentar la muerte de su padre y sin tener más alcohol que tomar, fue a La Esmeralda a la cantina de don Alfredo, esperaba tener la suerte de que le vendiera una botella de tequila o mezcal. Irene le llevaba como cincuenta metros de ventaja pero los dos iban con el mismo rumbo, cuando entraron al poblado, vio que su hermana viró a la izquierda, él apresuró el paso y alcanzó a ver que tocaba en casa de Tere. Don Oscar llegó enseguida por el lado contrario, la abrazó con ternura y ella suspiró de placer. Apolinar sabía que Teresa rentaba cuartos y para qué. La conocía como alcahueta. Así que esperó que su hermana y el hombre entraran totalmente, luego, se aproximó. Por un momento quedó parado enfrente, sin saber qué hacer. De pronto, rabioso y con

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temeridad abrió la puerta empujando con fiereza. Irene y don Oscar excitados por su amor carnal, estaban abrazados y a medio desvestir. Al sentirse descubiertos, empezaron a discutir con el inoportuno de Apolinar con tanto alboroto que Teresa y su hija de cinco años, las dos en refajo y envueltas en sus rebozos entraron donde estaban todos. Eso distrajo a Apolinar, circunstancia que aprovechó don Oscar para escurrirse del lugar, salió de prisa esquivando obstáculos y sin parar llegó y se metió a la casa del telégrafo. Después, cerró prudentemente la puerta. Irene quedó angustiada por haber sido sorprendida engañando a su marido. Su hermano de entre su pantalón sacó una daga y enloquecido se lanzó contra ella porque no soportaba más dolor. Primero la muerte de su padre, ahora su hermana traicionando a su cuñado Vicente a quien consideraba un hermano. Pero Irene ágil logró evadir su torpe embestida y regresó despavorida a Sierra Mojada sin darse cuenta que después de la fallida maniobra su hermano se incrustó la daga en su pierna izquierda. Después, sangrante y enardecido por el coraje se suicidó incrustándose la daga en el pecho tirando a su corazón provocándose un desangrado que no se contuvo. Tere y su hija se habían quedado paralizadas. Cuando se repuso, Teresa ordenó a su hija que se regresara a casa y se durmiera, que ya no saliera, ni le abriera a nadie y que no dijera nada de lo que había visto. Acto seguido, decidió seguir a don Oscar y lo encontró. Venía nervioso y cauteloso con una maleta a cuestas intentando huir del pueblo. Calculaba que tendría toda la noche para avanzar. Sabía las calles que lo llevaban a salida, al camino a Torreón, eran kilómetros y kilómetros los que separaban ambos lugares pero no se le ocurría otra opción. —¡Pare don Oscar, por favor, le conviene! —le espetó Tere en la cara haciéndole la seña con su mano. —¿Qué quiere Tere? —Necesito que me ayude a sacar a Apolinar del cuarto, está muerto. Ayúdeme a llevarlo para tirarlo allá por el arroyo lo más lejos que se pueda. Sí no me ayuda nos vamos a meter en problemas usted y yo. Piénselo. —Es que… ¿quién lo mató? — preguntó sorprendido. —Nadie. Él solo se mató, no pudo matar a Irene con una daga y cuando ella lo eludió, con el mismo empuje se la clavó en su propia pierna, luego le dio por picarse el corazón y… se atinó. Está muerto. Tenemos toda la noche para hacer lo que le digo. Nadie se enteró, solo mi hija y yo. Por mi hija yo respondo. —¡Hagámoslo pues! —contestó parco y nervioso. Partieron de inmediato al cuarto, angustiados, sometidos a una presión excesiva y en silencio. Eran más de las diez de la noche ya nadie había en la calle, todos a esa hora estaban en sus casas. En el piso de ladrillo rojo había sangre, con las sabanas limpiaron. Luego, con las mismas y una cobija vieja envolvieron a Apolinar, incluyendo la daga ensangrentada con la que se había quitado la vida. Don Oscar lo cogió de parte superior, Tere de los pies. Iban con la cara colorada, sudando a chorros por el esfuerzo, conteniendo sus pujidos, con cierto pudor pero con mucha perversidad los dos intentaban esconder su inmoral pecado. Lo llevaron como a sesenta metros de la casa, lo tiraron entre unos huizaches, lo taparon con ramas de pirul. Ahí quedó Apolinar hecho un vil montón con colores y formas ausentes por falta de luces. Se regresaron mirando a los lados,

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procurando no hacer ruido para que no los vieran. La suerte les favoreció, era una noche sin luna. Nadie se enteró de su fechoría. A don Oscar al igual que a Eliseo, Vicente les había brindado su amistad, camaradería y hospitalidad, pero don Oscar no resistió las disimuladas insinuaciones de la provocadora y retozona de Irene y sin importarle la nobleza de su casi compañero de trabajo se había dado tiempo y mañas para entenderse con ella, gozar y hacerla gozar. La recorrió tranquilamente, desde su cabeza hasta la punta de sus pies, aprendiéndose de memoria el olor de su ahumado cuerpo, de su ropa relavada y estirada con plancha de carbón, conoció la textura de su pelo, su piel suave, incluso las más recónditas y ásperas partes callosas de sus extremidades, de sus frescos labios, su aroma caliente, sus templadas y resistentes caderas, su vientre amplio y de su sexo sereno. Él tenía experiencia por eso de andar de pueblo en pueblo. Sabía galantear y conquistar mujeres con facilidad; imponía empalago y dulzor a sus palabras, le salían de esas que lo mismo sirven para enamorar que para hacer canciones, por eso, ellas no se le resistían. Así que con calma la inició en esa distinta para ella entrega carnal, utilizando habilidosamente conocimientos secretos y posiciones para uno de los más antiguos encuentros entre hombre y mujer. La primera ocasión fue la más feliz de las noches vividas por Irene, que retozaba como cachorra en la cama coja de fierro con colchón relleno de borra que les rentaba Teresa y que con todo lo viejo y desvencijado resistía las embestidas de su amor. A Irene esos encuentros se le fueron convirtiendo en droga, a don Oscar se le mejoró el humor y comenzó a interesarse en todos los pobladores y sus familias para conocer y saber a qué atenerse y de quien cuidarse. Se dio cuenta de miserias, niños que compartían el sueño con una perra recién parida, en otro caso vio una anciana que batallaba para sobrevivir y que más bien desde hacía dos años con los huesos de su espalda asomados por llagas se estaba muriendo. En el corral de una casa vio a un pobre joven desnudo, sucio, desgraciado, idiota, babeando, amarrado a un huizache con una soga al cuello hablando incoherencias con lenguaje raro y golpeando incansable el suelo con sus pies y manos. Había observado el abandono de tierras, animales y hasta de los mismos habitantes de ambas poblaciones y decidió aportar algo como una forma de agradecer al destino el haber conocido a Irene. Adquirió la costumbre de llevar víveres desde Torreón para regalarlos a los seres desdichados que había encontrado, platicaba con los ancianos solos, jugaba con los niños y llevaba a cabo otras actividades altruistas que lo hicieron apreciado por los pilares de la comunidad. Antes de despedirse, Teresa le dijo a don Oscar: —Mejor será que no se vaya huyendo como lo estaba haciendo, le irá mejor si se va hasta mañana en el tren como si nada hubiera hecho; de lo contrario, dará mucho de qué hablar y al final se va a echar la soga al cuello. Se puede resumir que lo orientó ladinamente. —Gracias, por el consejo Tere, se lo agradezco y mire por favor tome este dinero como una muestra de mi agradecimiento por sus servicios. —No hace falta —lo atajó—, mejor dejemos así este funesto y desagradable asunto en el que estamos los dos metidos y, le pido se lo lleve como un secreto… hasta la tumba, que yo haré lo mismo.

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Después se regresó al telégrafo. Eliseo dormía a pausas debido a la novedosa situación que estaba viviendo. Medio se incorporó y volteó hacia la puerta tan solo para confirmar que se trataba de don Oscar, y sin verlo de frente atrevido le preguntó que a dónde había ido y nada más. Esperó respuesta sin levantarse. Don Oscar mintió diciéndole que había salido a despedirse de una dama que había conocido durante su estancia; que se trataba de una persona que se la daba de “señorita” y que por lo mismo tenía que frecuentarla a escondidas para guardar las apariencias y agregó el comentario de que partiría por la mañana, hasta le pidió de favor, que si lo veía dormido y que si calculaba que se le hacía tarde, lo despertara a eso de las cinco. A escondidas Eliseo esbozó una cómplice y socarrona sonrisa. Sin más, en eso quedaron. Dos días después de la partida de don Oscar, don Mario un vecino viejuco e insociable del lugar que vivía solo y que había salido para hacer del cuerpo y a recoger leña al arroyo, encontró el cadáver insepulto de Apolinar contaminando el ambiente, importunando narices con su carne putrefacta y fétida. Diferentes clases de moscas por cientos sobrevolaban el lugar. Cuando llevaron la mortal noticia a la familia, aún no se terminaban de oficiar las tres misas que habían ofrecido por el eterno descanso del suegro de Vicente. Por el avanzado estado de descomposición que mostraba Apolinar, decidieron enterrarlo de inmediato. Irene y Eliseo, se volvieron a encontrar a causa de la muerte del hermano de ella, pero ahora se portó nerviosa y esquiva. Cuando se saludaron, ella desvió su mirada pretendiendo con su confusa actitud hacer creer a la gente y al mismo Eliseo que no le interesaba. Además, se había impuesto un poco de tristeza y castidad intentando hacer penitencia para que Dios perdonara a su hermano por haberse quitado la vida, por eso solo le dijo austera y tímida: —Buenas noches, pase. Hizo lo mismo cuando Eliseo se retiró del sepelio, ni siquiera le extendió la mano como cuando se conocieron, solo emitió un inexpresivo: —Gracias por venir, que le vaya bien. —y se evadió como si le tuviera miedo. Se retiró agachada, arrastrando sus zapatos, ya no quiso escuchar expresiones de duelo ni que la consolaran. La experiencia le dictaba ¡cuidado Irene! Ya no quiso arriesgarse más a que se descubrieran sus mentiras, a leguas se notaba que a Irene ya no le emocionaba, ni quería saber nada de amores disimulados por lo embarazoso y peligroso que resultaban. Ya no tenía la intensión de continuar con sus juegos prohibidos. A Eliseo le extrañó esa actitud pero solo fugazmente, porque su mente estaba asimilando su nuevo estatus social dentro de las dos comunidades. Fue diferente el comportamiento de la dama que lo había deslumbrado y a quien había empezado a admirar desde que la vio por primera vez. Tampoco sospechó nada de sus clandestinos, apasionados y eróticos encuentros con don Oscar. A Irene se le evaporó la intensión de cautivar y atrapar con su porte pueblerino, de exótica y exquisita elegancia las emociones del nuevo telegrafista como era su costumbre. La policía (dos que eran) no se tomaron la molestia de investigar las causas del suicidio. Tampoco se dieron cuenta que había muerto en el negocio deshonesto de Teresa. Pasaron los días y todo volvió a la normalidad. Teresa le adjudicaba el milagro a la Virgen de Guadalupe a quien le había rezado “Ayúdame a salir de este embrollo, si me ayudas soy capaz de cualquier cosa”. Y así fue que a Eliseo se le modificó el destino sin que se diera cuenta, se desvanecieron las

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oportunidades para contar a Irene sus penas, sueños, planes, tristezas y alegrías. Los acontecimientos valieron para que se cumpliera la promesa de Eliseo hecha a su madre de sustituir sus censurables actitudes por otras decentes, que no afectaran la moral y las buenas costumbres. Transcurridos los días y durante el año que duró su estancia en el lugar, Eliseo se relacionó con todo tipo de personas incluyendo a Teresa, que ocasionalmente lo visitaba para sutilmente preguntarle por don Oscar. Eliseo por su parte, para no pecar de indiscreto respondía que no sabía de él, y se quedó con la sospecha de que era con ella con quien don Oscar tenía el escondido romance. ****

Como don Oscar telegráficamente no recibió noticia acerca de su nueva comisión, personalmente se presentó con su superior que estaba en Torreón y aduciendo motivos personales solicitó que lo comisionara en alguna oficina del área de La Laguna, Matamoros, Francisco I. Madero, Viesca, Lerdo o alguna otra de la zona urbana. Tenía un hijo con excedido síndrome Down de mirada extraviada, en su memoria no había pasado, presente, ni futuro. Para sobrevivir, le tenían que dedicar mucho tiempo, servirle en todo. Su recámara, un pequeño patio y un baño era para él todo su mundo, Laurencio que así se llamaba, era un ser miserable, pálido, indefenso, de pelo enmarañado, pequeños y asiáticos ojos, obeso cuerpo, incipiente bigote, dientes atrofiados por la falta de aseo, a sus catorce años ya medía un metro cuarenta y cinco centímetros de estatura, la evolución de su enfermedad había hecho que su audición y visión se deterioraran; su obesidad le incrementaba sus problemas cardiovasculares, su realidad era escasa y su nivel espiritual nulo. Además, requería periódica revisión médica. Otilia esposa de don Oscar de tanto brindarle atención al hijo de ambos, estaba contagiada, ya no prestaba mucha atención a su aseo personal, olía a orines y a excrementos, las formas de su cuerpo habían decrecido, su salud se había debilitado y una cola de caballo se había convertido en su eterno peinado. A Don Oscar esa situación le provocaba remordimiento y atribuía su desgracia a su innoble conducta. Por eso, arrepentido resolvió quedarse en Torreón, se propuso atenderlos personalmente. Su Jefe inmediato no pudo o no quiso favorecer su solicitud. Al no tener opción, presentó su renuncia, reclamó sus derechos económicos y con los treinta y dos mil pesos que obtuvo, organizó su propio taller mecánico en el patio de su casa que daba a la calle posterior, olvidándose por completo de las oficinas de telégrafos y de los episodios de su vida que por ese trabajo había tenido; rompió de tajo esos vínculos que le crearon gozo y conflicto, ya no disfrutó del exquisito y extravagante festín que le brindaba la oportunidad por andar de un lado a otro. “Ya no soy aquél” pensaba para sus adentros. ****

Irene sufrió severas crisis depresivas durante las semanas posteriores motivadas por las muertes de su padre, hermano y la ausencia de don Oscar, por casi tres meses distrajo su cuidado personal. Anduvo cabizbaja, melancólica, descorazonada, adelgazó, se cortó el pelo y caminaba como sonámbula ataviada con ropa sin planchar y hasta algo sucia. Sin embargo, con su carácter intenso y valiente poco a poco fue superando esos malos momentos, que no le alcanzaron a destruir la frescura de su cuerpo ni la hizo perder sus natos modales elegantes. Ya no volvió a buscar amores furtivos, ni permitió que su decencia se corrompiera. Se resignó a convivir con su esposo al que fue iniciando, enseñando y cautivando con entusiasmo en los encuentros íntimos

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con las habilidades eróticas y sensuales aprendidas de don Oscar, esperando que le devolviera el deleite compartido como lo hacía su amante. Ese detalle hizo que Vicente ansiara las noches junto a ella. Él por falta de malicia no había conocido el desenfado del placer, pero ahora transformado por su atrevida esposa, disfrutaba del torrente de emociones que emanaban de su piel y que lo penetraban por cada poro hasta lo más íntimo de su ser cada que lo hacían. Ya después, echando sus hijos por delante caminaron otra vez juntos tomados de las manos por las calles de Sierra Mojada y La esmeralda y así, a Irene se le fue borrando el turbulento pasado. ****

Eliseo comentó con los meritorios las peripecias que le sucedieron a su llegada. Ellos le explicaron y revelaron parte de la vida de los personajes mencionados. Quien le dio los bastonazos, se llamaba Mónico, pero de cariño le decían don Moniquito y le aseguraron que había muerto desde hacía más de dos años. En cuanto a la señora de la casa que se convirtió de habitable a una simple casa vieja y abandonada, no supieron decirle de forma precisa de quien se trataba. Martha comentó que su abuelo hablaba de una señora blanca, añosa que en Sierra Mojada de forma desinteresada se hizo cargo de la valija de cartas y de recibir por teléfono los telegramas para sus coterráneos porque se había enamorado de un telegrafista que murió en un viaje a su tierra natal San Fernando, Tamaulipas y que tiempo después esa señora medio loca y sola murió esperando el retorno de su amado. Todos con escalofriante imaginación supusieron que tal vez esa señora había confundido a Eliseo con aquél difunto. El matrimonio que llegó en el mismo tren que Eliseo, regresaba de Monclova, eran Testigos de Jehová y el predicador se llamaba Marcos Mejía.

Ansberto Rangel Pérez.

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