La seguridad durante el primer año del gobierno de Álvaro Uribe Vélez

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Profesor del departamento de Historia de la University College London.

* Este artículo es una traducción del capítulo: Protestant Missions in a Catholic State: Colombia in the 1940´s & 1950´s, publicado originalmente en el libro: Holger Bernt Hansen & Michael Twaddle (Eds), Christian Missionaries and the State in the Third World, James Currey Publishers, Oxford & Ohio University Press, Athens, 2002.

estudios análısıs polítıco nº 50, Bogotá, senero-abril análısıs2004: polítıcopágs. nº 5003-19

Christopher Abel

el estudio de la religión en américa Latina entre los años 1920 y 1960 aún está en sus albores. Es de calidad muy inferior en rangos y profundidad que el de la historia económica y política de las mismas décadas o, aún más, que los escritos sobre la política social y las relaciones internacionales. El debate alrededor y posterior al Concilio Vaticano Segundo no ha sentado bases para una historiografía poderosa, sea tradicional o revisionista. Al contrario, han surgido ortodoxias contrapuestas que corresponden ampliamente a la posición adoptada por la facción mayoritaria dentro de la Iglesia Católica Apostólica Romana. La izquierda de la Iglesia católica ha ensayado hasta la saciedad (quizá de una forma monótona) el argumento de que la Iglesia católica en Latinoamérica antes de los años sesenta era la campeona y la apóloga de intereses intrínsecos y estructuras monolíticas anquilosadas, una perspectiva que fue eco de las caricaturas del catolicismo sacadas por viajeros protestantes anticuados del norte europeo y Norteamérica durante la segunda mitad del siglo xix. De acuerdo con este punto de vista, una exagerada identificación de la Iglesia con las elites de terratenientes y con un autoritarismo rígido debilitó su misión, hasta cuando se reconoció en sus decisiones e hizo recomendaciones a través del Concilio Vaticano Segundo y la segunda Conferencia de Obispos Americanos de 1968 en Medellín. Del gran debate de los años sesenta surgió una lectura de la Iglesia católica como “Pueblo Peregrino de Dios”. Mujeres y laicos gozarían de una posición enaltecida dentro de una institución más suelta, más colegiada, comprometida con conocimientos de la democracia, el deber y la justicia social. Un mensaje de renovación sería transmitido por “populistas” eclesiásticos que se salían de las ciudades y de los seminarios para convivir con los pobres y compartir sus privaciones. La misión proselitista de la Iglesia fue reanimada por la reforma litúrgica; fue fortalecida por una afirmación de su compromiso con los pobres, los oprimidos y

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Misiones protestantes en un Estado católico: Colombia en los años cuarenta y cincuenta*


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los desposeídos (en el inequívoco lenguaje de las burocracias Católicas: la opción preferencial de los pobres); fue fortalecida también por la elaboración de un concepto de “violencia institucionalizada” que era evidente en el hambre, los servicios de salud insuficientes, las previsiones de educación y vivienda; por último, fue fortalecida por una ampliación del concepto del pecado para abarcar el comportamiento colectivo, en particular las injusticias asociadas a la inequidad de la riqueza y el poder, y la violencia utilizada para perpetrarlos. Estaba subrayada por la “teología de la liberación”, que fue un factor determinante de un período creativo de receptividad para discusiones ecuménicas y para el diálogo marxista-católico. El clero de la izquierda católica llevó a cabo experimentos osados a través de formas innovadoras de culto, con el objetivo de revivir el espíritu primitivo de las comunidades cristianas. Académicos que se identificaban con esta línea de pensamiento podrían debatir aspectos específicos de los procesos observados en los años sesenta; por ejemplo, qué tanto instigó el Concilio Vaticano Segundo cambios en Latinoamérica, y cuánto sirvió tan sólo para legitimar, catalizar y agilizar tendencias preexistentes. Pero el marco general del análisis no ha sido cuestionado por la izquierda católica. Sin duda, ha sido casi un artículo de fe el hecho de que una era de oscurantismo fue seguida, en los años sesenta, por una de liberación; muchos

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de aquellos conscientes de pertenecer a la vanguardia de una revolución social liderada por el catolicismo que coincidían en que no contaban con el tiempo suficiente ni el tiempo libre para reflexionar siquiera sobre el pasado reciente1. La derecha católica desarrolló una ortodoxia en la cual la luz era remplazada por la penumbra y la oscuridad en los años sesenta. Los arreglos jerárquicos estables que salvaguardaban la preparación espiritual, tanto de los ricos como de los pobres para una vida después de la vida, habían sobrevivido a los retos de un regalismo articulado y cerrado a mediados del siglo xviii, anticlericalismo a mediados del siglo xix, y de un positivismo dogmático y una indiferencia religiosa ampliamente difundida durante las últimas décadas del siglo xix y las primeras décadas del siglo xx. Realmente, la Iglesia católica, en principio, tuvo éxito evitando los nuevos peligros del siglo xx: la urbanización, la secularización, el comunismo y las versiones ateas del socialismo, junto con una crisis de la ordenación. Sin embargo, no contaba con una nueva subversión, que se había adentrado hasta en el Vaticano, del cual recibió un malintencionado aliento y una aprobación mal conducida. El enemigo se había infiltrado. El logro desmedido de cuatro siglos y medio de sacrificio y dedicación laboriosa de la difusión de la verdad se encontraban amenazados por un “socialismo” grotesco que desviaba la atención de la decadencia moral evidente en el crimen, el tráfico de drogas, la prostitución y el

No existe un libro de introducción adecuado que trate sobre la religión en América Latina desde 1930. Los ensayos en D. H. Levine (ed.), Religion and Political Conflict in Latin America, Chapel Hill, NC, 1986 y Levine (ed.), Churches and Politics in Latin America, Londres 1990, proporcionan un punto de partida conveniente desde una perspectiva ampliamente simpatizante hacia los elementos reformistas en la Iglesia católica de los años 1960 y siguientes. Éstos pueden ser explorados fructíferamente en Scott Mainwaring y Alexander Wilde (eds.), The Progressive Church in Latin America, Notre Dame, IN, 1989; Thomas Bruneau, M. Mooney y C. Gabriel (eds.), The Catholic Church and Religion in Latin America, New York, 1990; Edward L. Cleary y Hannah Stewart-Gambino (eds.), Conflict and Competition - The Latin American Church in a Changing Environment, Boulder, CO, 1992; Daniel H. Levine, Popular Voices in Latin American Catholicism, Princeton, NJ, 1992; Edward Cleary (ed.), Born of the Poor: The Latin American Church Since Medellín, Notre Dame, IN, 1990; un ensayo de Levine y Mainwaring titulado “Religion and Popular Protest in Latin America: Contrasting Experiences”, en: Susan Eckstein (ed.), Power and Popular Protest: Latin American Social Movements, Berkeley, CA, 1989 y Brian Smith, “Religion and Social Change: Classical Theories and New Formulations in the Context of Recent Developments in Latin America”, Latin American Research Review, 10, 2, verano 1975, pp. 33-34. Sobre textos estándares de la izquierda católica, ver Enrique Dussel, A History of Church in Latin America - Colonialism to Liberation, Grand Rapids, MI, 1981 e Hipótesis para una historia de la Iglesia en América Latina, Barcelona, 1967. Sobre la Iglesia colombiana entre los años 1960 y 1990, ver Daniel H. Levine, Religion and Politics in Latin America; The Catholic Church in Colombia and Venezuela, Londres, 1981; Kenneth Medhurst, The Church and Labour in Colombia, Manchester, 1984; y, para factores institucionales, David Mutchler, The Church as a Political factor in Latin America with particular reference to Colombia and Chile, New York, 1971. El bibliográfico de más fácil acceso sobre el protestantismo en Latinoamérica es José Miguez Bonino, “The Protestant Churches”, en: Leslie Bethell (ed.), Cambridge History of Latin America, Vol. IX, Bibliographical Essays, Cambridge, 1995, pp. 667-671, que puede ser complementado por Christopher Abel, “The Catholic Church” en: Ídem., pp. 659-667.


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“Doctrine of National Security”. En: Journal of Inter-American Studies and World Affairs, 1, 1, Feb. 1979, pp. 669-688; y sobre las iglesias y los derechos humanos, Brian Smith, “Churches and Human Rights in Latin America: Recent Trends in the Sub-Continent”, en: Journal of Inter-American Studies and World Affairs, 1, 1, Feb. 1979, pp. 89-128. Perspectivas sobre la derecha católica se encuentran útilmente contenidas en Alfonso López Trujillo, Secretario General del Celam, Medellín. Reflexiones en el Celam, Madrid, 1971 y en Opciones e interpretaciones en la luz de Puebla (n.d.).

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dio aliento a la investigación original en períodos más recientes. Un aspecto sobredimensionado de cinco siglos de historia que no toleraba las críticas y no dejaba espacio para el escepticismo, más la obligación de la obediencia indiscutible a las autoridades eclesiásticas y civiles, caracterizaba esta poderosa banda2. La tendencia del catolicismo moderado, gran parte del cual estaba comprometido con una ideología del “comunitarismo” se encaminó a incorporarse a un término medio entre un capitalismo egoísta y un comunismo materialista y ateo que se había propagado en Latinoamérica desde los tiempos en que el papa León XIII proclamó la Encíclica Rerum Novarum. El catolicismo de centro fue examinado, y a los ojos de muchos le fue encontrada una falta de intelectualismo y practicalismo debido al fracaso de su filial política, la democracia cristiana, al efectuar la muy alardeada “revolución en la libertad” vigorosamente proclamada por Chile, su abanderado latinoamericano. El gobierno del presidente Eduardo Frei, que obtuvo una victoria electoral aplastante en las elecciones de 1964, aspiraba a ser lo que llamaba “una libertad revolucionaria”. Ésta tenía cuatro objetivos conectados entre sí: una tasa alta de crecimiento coherente con los negocios privados, tanto nacionales como transnacionales, con el gobierno; una redistribución con objetivos ambiciosos que llenaba las necesidades de los desposeídos tanto de la ciudad como del campo; unas medidas generosas de bienestar que no solamente mitigasen los aspectos más duros del crecimiento capitalista sino que aseguran propuestas más amplias de justicia social, y una cabal modernización de la maquinaria estatal que pudiera garantizar la consumación de un programa audaz. Una transformación social y económica inspirada por la Iglesia católica –y en la formulación y ejecución de la inteligencia, especialmente por los incompetentes graduados de la Universidad católica, que desempeñaban un rol mayor– y que sería efectuada por métodos no violentos dentro de un marco democrático pluralista. Las reformas socioeconómicas no se llevaron a cabo con un ritmo y a una escala acorde con la retórica de 1963-1964 y del fracaso del experi-

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alcoholismo y de la crisis inducida por un debilitado patrón de la autoridad del Estado, la familia, las escuelas y la Iglesia. Un énfasis exagerado en el igualitarismo, encaminado a un análisis económico y social que correspondía y convergía con aquel de elementos de la izquierda atea y que, por demás, debilitaba las defensas de la civilización católica occidental. El argumento de la derecha católica proporcionaba algunas de las ideologías lógicas para las doctrinas de Seguridad Nacional elaboradas en Argentina y en Brasil en los años setenta. En la cruzada para perpetuar la desigualdad social, para defender la santidad absoluta de la propiedad privada y proteger a la civilización católica de la subversión y el comunismo de las prácticas autoritarias –del despiadado pisoteo de la disidencia, del encarcelamiento arbitrario, de la tortura, de los asesinatos y de las “desapariciones”– que pudiesen ser justificadas. Éstas eran usadas en contra de una oposición tenaz e insidiosa que ya había declarado una tercera guerra mundial en Latinoamérica. Como la subversión organizada había decidido que este nuevo encuentro sería dirigido por tendencias de una guerrilla irregular y por el terrorismo, la única respuesta efectiva era la de adoptar medidas contrarias no convencionales. Dado que la diferencia entre la paz y la guerra era irreal ahora en el continente, se convirtió en un imperativo moral y político para acrecentar el tren de seguridad y para reducir las libertades civiles e institucionales y representativas que se encontraban en el camino de la arremetida comunista. La derecha católica, que se hallaba en una ofensiva conservadora –y algunas veces, contrarrevolucionaria–, asumió una postura en el culto: un énfasis en la liturgia latina, y una resistencia hacia un mayor sometimiento y participación femenina en las decisiones de la Iglesia, combinadas con una sabiduría que veía con desdén las tradiciones del libre pensamiento. Endosando y, a veces, acogiendo la clausura y ocupación de universidades e institutos de investigación por parte de las fuerzas armadas o de la policía y la supresión de los derechos a enseñar, publicar y estudiar, la derecha católica dio su bendición a los estudios de la Iglesia católica durante el “heroico” período colonial, pero no

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mento de la democracia cristiana chilena para alcanzar la mayoría de sus objetivos dentro del período presidencial de seis años del presidente Frei y que se hizo manifiesto en los años 19691970. Debido a esto, el catolicismo moderado quedó en una condición de confusión, de duda y de vacilación. Y donde antes había desplegado puntual actividad intelectual y curiosidad, hacia principios de los años 1970, ahora la Iglesia parecía infundada. Lo que retuvo fue una ideología de compromiso social que resaltaba la necesidad de una actividad pastoral, acompañada por el uso de la misa vernácula y una reorganización de los horarios de las misas, junto con un compromiso de una actividad caritativa para con el prójimo, esquemas de aprendizaje, la organización de cooperativas vecinales y la coordinación de programas de liderazgo civil. Cuando se estableció un autoritarismo brutal de extrema derecha en Chile (como en Brasil) que impuso políticas opresivas, activistas del catolicismo moderado tuvieron un papel importante organizando comités de derechos humanos locales que presionaban por un mecanismo para frenar las violaciones a los derechos humanos nacionales, mientras reunían y transmitían información sobre los abusos de derechos humanos a los medios católicos europeos, norteamericanos y de otras partes de Latinoamérica, con miras a movilizar el apoyo de la opinión mundial por medio de los Derechos Humanos Internacionales y de otras organizaciones no gubernamentales, tanto cristianas como seglares. Nuevamente, la preocupación por lo que era urgente e inmediato, fue rara vez propicia para la investigación erudita3. Mientras que prevalecía un lenguaje abierto en varios círculos católicos romanos, no se acompañaba por la práctica de abrir los archivos eclesiásticos a los historiadores. En consecuencia, sea por la costumbre de mantener el secreto, o por el temor a los usos polémicos que los anticlericales (o incluso por facciones de la misma Igle-

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sia) pudieran tener de los materiales de archivo –demostrar desorganización, una confusión financiera o incluso irregularidades presentes en los archivos eclesiásticos– éstos se han mantenido absolutamente cerrados (tal como lo han hecho los archivos militares en Latinoamérica). En el caso particular de Colombia, la investigación histórica también está obstaculizada por la destrucción del archivo arzobispal de Bogotá, que al igual que numerosos conventos e iglesias, fue uno de los objetivos de las multitudes en el llamado “Bogotazo”, el 9 de abril de 1948 (probablemente la ciudad latinoamericana que mayor daño ha sufrido después de la gran depresión)4. Al mismo tiempo, ha existido poco análisis histórico en la historia reciente teniendo en cuenta que Latinoamérica está constituida como la mayor comunidad de practicantes y miembros del catolicismo. Mientras que la historiografía de la Iglesia colonial –la cual ya había adquirido un impulso impresionante antes del Concilio Vaticano Segundo–, seguía floreciendo, el trabajo de los historiadores sobre al período posterior a 1870 aún está hecho de retazos5. El impacto del Concilio Vaticano Primero no ha recibido el análisis erudito que merece, ni tampoco el cambiante carácter de la relación entre el Vaticano y las iglesias nacionales en una época en que las comunicaciones se han ido acelerando por medio de los barcos de vapor, el cable submarino, el telégrafo, la aviación y el teléfono, siendo brevemente interrumpidas por la Segunda Guerra Mundial. Temas tales como el de la historia de la falta de religiosidad de la beneficencia católica, de los sindicatos de comercio católicos, y del impacto de la guerra civil española y del franquismo han recibido menos atención de la que deberían tener6. Entre tanto, el impacto de las ciencias sociales sobre el análisis histórico del siglo xx ha sido restringido en lo que se refiere a la religión. Los sociólogos de la religión dan una muy pequeña

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Chile es un buen ejemplo en sus escritos sobre y desde la perspectiva del centro católico. Ver Brian Smith, The Church and Politics in Chile, Princeton, NJ, 1982 y “The Impact of Foreign Church Aid: The Case of Chile”, en: Gregory Baum y Andrew Greeley (eds.), Communication in the Church, New York, 1978; Manuel E. Larraín, Redención proletaria, Santiago, 1945 y Escritos sociales, Santiago, 1963; Humberto Muñoz Ramírez, Sociología religiosa de Chile, Santiago, 1957; Óscar Domínguez, El campesino chileno y la acción católica rural, Fribourg, 1961.

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Ver especialmente Herbert Braun, The Assassination of Gaitán: Public Life and Urban Violence in Colombia, Madison, WI, 1985.

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Para una introducción valiosa, ver John Lynch, “The Catholic Church in Latin America, 1830-1930”, en: Leslie Bethell (ed.), Cambridge History of Latin America, Vol. IV, c. 1870-1930, Cambridge, 1986, pp. 527-596.

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Una excepción es Mark Falcoff y Fredrick Pike (eds.), The Spanish Civil War: American Hemisferic Perspectives, Lincoln, NE 1982, que contiene un ensayo valioso sobre Colombia escrito por David Bushnell, pp. 159-202.


A LG U N A S R E F L E X I O N E S S O B R E E L E S TA D O C O LO M B I A N O

Aunque es debatible, el Estado colombiano ha sido constantemente débil comparado con el mexicano, el brasileño o el chileno8. El gobierno ha promovido activamente políticas de crecimiento y diversificación en el sector de las exportaciones, y ha tomado medidas para mejorar la infraestructura (por ejemplo, la generación de energía hidroeléctrica) que ha reforzado la expansión liderada por las exportaciones. Antes de 1990, los diferentes gobiernos, independientemente de su tendencia política, recurrieron a 7

Ejemplos incluyen Isidoro Alonso, La Iglesia en América Latina, Fribourg, 1964, y Alonso et al., La Iglesia en Venezuela y Ecuador, Bogotá, 1962.

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Para una introducción a la historia de Colombia, ver David Bushnell, The Making of Modern Colombia. A Nation in Spite of Itself, Berkely, CA, 1993. Otras introducciones incluyen Malcolm Deas, “Colombia, Ecuador and Venezuela, 1880-1930”, en Leslie Bethell (ed.), Cambridge History of Latin America, Vol. V, c. 1870-1930, Cambridge, 1986, pp. 41-64, y Christopher Abel y Marco Palacios, “Colombia, 1930-1958” y “Colombia Since 1958”, en: Ídem., Vol. VIII, Spanish South America 1930 to the Present, Cambridge, 1991, pp. 587-628 y pp. 629-687, respectivamente. La fragilidad del Estado con respecto a la violencia está convenientemente reexaminada en Charles Bergquist, Gonzalo Sánchez y Roberto Peñaranda (eds.), Violence in Colombia. The Contemporary Crisis in Historical Perspective, Wilmington, DE, 1992.

estudios

medidas proteccionistas pragmáticas y selectivas que estimularon la industria naciente; y todos hicieron uso de un lenguaje pragmático y prácticas de nacionalismo económico con el objeto de asegurarse una ventaja en la incorporación al sistema económico internacional. El Estado interactuó con intereses privados hasta el punto de que no sería una exageración hablar de interpenetración. La poderosa Federación Nacional de Cafeteros es el principal ejemplo de una agencia semiprivada en la cual se delegaron funciones públicas, incluida la conducción de la diplomacia cafetera en el exterior. Los ministerios, los gobiernos regionales y las agencias públicas fueron percibidas a lo largo del siglo xx como recursos por conquistar por parte de productores privados y grupos profesionales, redes familiares y clanes. Durante los primeros sesenta años del siglo, la amargura de la competencia política se intensificó debido a un sistema de desperdicios. El remplazo de una presidencia liberal por una conservadora o viceversa significaba no solamente un cambio en la conformación del gabinete y de los gobiernos regionales, sino que también promovía el cambio de toda la burocracia sustituyéndola por la del partido opositor, aun con los porteros y aseadoras más humildes. El Partido Liberal (el cual gobernó de 1930 hasta 1946) y el Partido Conservador (que gobernó desde 1946 hasta 1953) compartían un énfasis teórico sobre un poder ejecutivo fuerte, un compromiso con un liderazgo económico por parte del sector privado y una tradición de impuestos bajos para estimular la iniciativa comercial. El gobierno central asumió la responsabilidad de dar forma a las condiciones que promovían el crecimiento, mientras que desarrollaba muchas responsabilidades que las autoridades regionales debían imponer. El Partido Liberal hizo énfasis en muchas reglamentaciones civiles dentro de una democracia semirrepresentativa y una franquicia masculina masiva. Ellos buscaron oportunidades limitadas para un avance político por parte de una clase media urbana que crecía len-

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luz del pasado reciente, algunos evolucionando modelos estáticos que permiten poco espacio para hacer un diagnóstico histórico; otros presentan un análisis de una sola tendencia de la historia contemporánea que presenta la secularización con el concomitante de la urbanización y algunas veces como un proceso irreversible y final. Los sociólogos de la religión de las universidades católicas tienden a ver sus materias como una herramienta para promover el cambio. Su preocupación con frecuencia ha sido la de analizar las tendencias presentes (por ejemplo, en la ordenación de sacerdotes o la distribución de los mismos en las regiones urbanas y rurales) con miras a desarrollar fórmulas políticas para el futuro, y no a desarrollar un aspecto revisionista del pasado7. Al igual que su dependencia de los teóricos y, específicamente de los popularizantes y vulgarizantes angloparlantes de los Estados Unidos, varios sociólogos religiosos emprendieron la interpretación del proceso latinoamericano hacia una audiencia no latinoamericana, que desató una visión homogénea del continente que adquirió su propio ímpetu durante los años setenta y principios de los ochenta. Frecuentemente apartándose de la investigación empírica a nivel tanto nacional como local, esta propuesta también perdió su ímpetu hacia mediados de los años ochenta y se estancó intelectualmente a principios de los años noventa.

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tamente y también una participación política restringida multiclasista como un requisito para una estabilidad política. Empezando por un Estado que se presume obediente de la ley y una oposición leal, el Partido Liberal se dividía entre intervencionistas colectivistas e individuos no intervencionistas. Muy fraccionado y profundamente indisciplinado, el Partido Liberal se convirtió en un virtuoso de negociaciones y compromisos. Percibía al sector público de la educación como esencial para el cambio social, el desarrollo económico y la evolución de las virtudes cívicas. Por el contrario, los conservadores pusieron mucho énfasis en el orden, la disciplina y la autoridad. Si los liberales percibían la ley como un instrumento por medio del cual se generaría un consenso de que se podía asegurar el orden, los conservadores veían la ley como un instrumento para asegurar el cumplimiento y la imposición del orden. Aunque que era en su mayoría anticolectivista, existía sin embargo una corriente fuerte de paternalismo dentro del Partido Conservador influenciado por el pensamiento social-demócrata, especialmente las encíclicas sociales de los papas León XIII y Pío XI. Considerándose a sí mismo como protector del catolicismo romano y viendo el catolicismo como el ingrediente central de una identidad nacional, el Partido Conservador generalmente resaltaba la devolución de responsabilidades para la provisión de educación al sector privado, especialmente la Iglesia católica, y a la iniciativa regional y municipal. Los conservadores discutían sobre cuánto debían guiarse por formulas semidemocráticas y autoritarias. Una facción se refería a Burke y a las encíclicas sociales, y acogía lazos más estrechos con los Estados Unidos por medio del sector cafetero y del establecimiento de empresas comunes con firmas internacionales de los sectores manufactureros y mineros. La otra se refería al catolicismo autoritario que dominaba en España y doctrinas de hispanidad y panhispanidad, y argumentaba, por lo menos desde la oposición, que una pobreza autónoma era preferible a la degradación asociada a la infiltración “anglosajona”. Durante la Segunda Guerra Mundial, los conservadores autoritarios, algunos de los cuales se autodenominaban falangistas asociados a la legación española, civiles y militares con liderazgo clerical, habían sido vinculados con el tráfico de armas ilegal para desestabilizar y derrocar el régimen liberal.

La fragmentación y el debilitamiento del Estado colombiano eran totalmente visibles en prácticamente todas las actividades. Las iniciativas del gobierno central podían ser anuladas a nivel local y regional, porque las autoridades locales y regionales gozaban de amplios medios de decisión en lo referente al orden público y a las obras públicas. El impacto estatal variaba considerablemente según la empresa, la región o el punto divisorio entre la zona urbana y la rural; su competencia y eficacia para mantener el orden fueron realmente reducidos debido al sectarismo dentro de la Policía Nacional, e incluso, se detectó un Cuerpo de Policía Nacional exclusivamente conservador en municipios de tendencia política liberal a principios de los años 1950 como una fuerza de ocupación. Por otra parte, la intención del régimen conservador de politizar la policía y usarla como un instrumento partidario debilitó aún más la credibilidad del Estado, confirmándole a los liberales radicales su percepción de que el Estado era una fuerza foránea, un instrumento de una oligarquía “desordenada” contra un pueblo virtuoso. Mientras que el régimen conservador abandonaba la perspectiva liberal de que el Estado es el que debe actuar como conciliador y árbitro entre los empleados y empleadores tanto urbanos como rurales, los liberales respondían al descontento rural con algo de intervencionismo paliativo, y al descontento urbano estimulando la formación de agremiaciones comerciales; los conservadores interpretaban los dos como simples asuntos de orden público y algunos respondían brutalmente. Mientras Colombia se debatía entre la no gobernabilidad y la descomposición política (la violencia) entre los años 1948 y 1953, el tema religioso se fortalecía. E N F R E N TA M I E N TO S C AT Ó L I C O S E I N C U R S I O N E S P R O T E S TA N T E S

La Iglesia católica colombiana de mediados del siglo xx debe ser entendida principalmente en términos nacionales. Aún en la década de 1890, el mito católico-conservador del último medio siglo de gobierno español colonial como una era dorada del orden, la jerarquía y la prosperidad permaneció muy fuerte; y en intervalos hasta los años cincuenta, los propagandistas católicos se referían a la Conquista como un período en el cual el valor de los misioneros abnegados aún prevalecía, y cuyo espíritu debía ser acogido y retomado por las nuevas generaciones. Entre tanto, un sistema estatal independiente se en-


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dad política, el orden moral, una formación selecta y una instrucción pública. La Iglesia sería, ciertamente, un modelo para el resto de la sociedad. La Iglesia católica colombiana sufrió en los años 1940 una profunda división interna agravada por la rivalidad entre los obispos de carrera y una competencia mal encarada debido a la influencia de las diferentes órdenes religiosas. El punto principal de la disputa era la posición que la Iglesia católica debía adoptar frente al gobierno reformista liberal que asumió el poder en 1930. Una facción católica, liderada por el entonces arzobispo primado de Bogotá, monseñor Ismael Perdomo, se guiaba por la posición adoptada por el papa Pío XI y el Vaticano, que decía que en un mundo en el cual el comunismo y el nazismo eran graves retos para la Iglesia católica, debían hacerse intentos continuos de reconciliación entre los liberales, en especial los liberales católicos practicantes, el desarrollo de la educación laica no debería ser desalentado siempre y cuando los inspectores escolares, los maestros y los currículos no estuvieran influidos por el ateísmo y la masonería. La facción rival, liderada por el arzobispo adjunto, monseñor Juan Manuel González Arbeláez, que seguía la tradición del papa Pío IX y del Concilio Vaticano Primero, acusó al liberalismo de ser un pecador inherente, y acogió embelesado la victoria del franquismo en la guerra civil española. Fastidiado por la provocación anticlerical y confrontado por las reformas de la educación laica y la intención de los liberales de suprimir el nombre de Dios del preámbulo de la Constitución Colombiana, la derecha radical amenazó a la república liberal con una insurrección cuasi nacional en 1935. Debido a que los obispos radicales y sus aliados de las diferentes órdenes religiosas eran poderosos en los compromisos religiosos de la mayoría de los católicos, una insurrección del clero colombiano constituía la amenaza más seria para la estabilidad del régimen liberal. Una guerra entre el clero y los anticlericales, más perjudicial que la revuelta Cristero en México, fue impedida únicamente por una determinación de los grupos moderados del gobierno, la Iglesia, el Partido Conservador e intereses de la clase acaudalada para contrarrestar a las facciones beligerantes de ambos lados. La temperatura política había bajado, pero la tensión entre las diferentes facciones católicas aún permanecía. Un pequeño escándalo proporcionó una oportunidad para trasladar a González Arbeláez a la arquidiócesis lejana de Popayán en

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contraba en continua formación a partir de los años 1820, y hacia principios de los años 1940 emergieron dos percepciones fuertemente contradictorias del papel de la religión dentro del Estado. Mientras que el conservatismo acogía una gama de opiniones que variaba entre aspectos como el catolicismo como religión oficial establecida por el Estado, el cual era autónomo excepto en asuntos que se referían a la fe y la moral, y una defensa beligerante de un Estado teocrático en el cual la Iglesia sería Todopoderosa, los conservadores compartían una percepción de la religión como parte indispensable para gobernar. Por el contrario, los liberales veían la religión como un ente separado del Estado, y las fracciones más moderadas y pragmáticas pedían una Iglesia autónoma no establecida que trabajase armoniosamente con un Estado autónomo, mientras que los grupos radicales presionaban por un Estado vigoroso y anticlerical, y más aún, por la constitución de un Estado ateo. Estos debates han sido vistos por algunos historiadores como el hecho más importante para poder explicar la cantidad y frecuencia de las guerras civiles y de los disturbios durante el siglo xix en Colombia y en México, Ecuador y Perú. La derrota de los liberales durante la última de las guerras civiles en 1902, combinada con la relativa tardanza, según los estándares latinoamericanos, de la adhesión de Colombia a la economía internacional, le permitió el fortalecimiento a elementos autoritarios en las zonas andinas más pobladas. Proclamando a voz en cuello el establecimiento de un reducto de un catolicismo verdadero basado en la teología de la Contrarreforma y del Concilio Vaticano Primero, los católicos autoritarios argumentaban que la pureza de la religión, combinada con la pureza de la lengua castellana, daba forma a un nacionalismo colombiano, no contaminada por el imperialismo protestante de los Estados Unidos como en Cuba, Puerto Rico y Panamá, ni por el socialismo, ni por la anarquía y el comunismo que ganaban terreno en Argentina, Chile y Brasil. Colombia se destacó como una espléndida fortaleza beligerante de una devoción inquebrantable hacia la versión tradicional del catolicismo. Estas actitudes fueron reforzadas por el toque de clérigos europeos importantes, por refugiados de la lucha cultural alemana y de las guerras carlistas españolas con aspiraciones de un Estado teocrático no satisfechas. Ellos sostenían que el estado tenía necesidad de una iglesia (y no al contrario) como agente principal para asumir una autori-

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el sur-occidente. Pero un debate sobre la reforma del Concordato en los años 1942 y 1943 reabrió las heridas. El líder de la oposición conservadora, Laureano Gómez, manipuló la hostilidad del ala derecha católica hacia la reforma del Concordato negociada por el gobierno liberal, y que estaba representada en el Vaticano por un destacado masón y ex ministro de Educación, Darío Echandía. La derecha radical, argumentando que mientras el papa Pío XII se encontraba atrapado en el Vaticano por la Segunda Guerra Mundial y se le negaba información crucial por parte de los liberales conspiradores, atizaba la oposición que amenazaba nuevamente con desestabilizar el gobierno. El debate entre el clero se volvía más álgido, prolongado y repetitivo. El papa Pío XII ordenó el silencio de todos los católicos, pero no se hizo efectivo sino en la segunda vez que lo ordenó. Después del debate sobre el Concordato, monseñor Perdomo buscó desesperadamente razones para mantener unido al episcopado. Los temas sobre el protestantismo y el comunismo resultaron muy convenientes. Ambos eran tangibles y podían discutirse como irrelevantes9. Desde el período posterior a la Independencia, las iglesias anglicana y episcopal que servían a los diplomáticos, comerciantes extranjeros –y más tarde a los empleados extranjeros de firmas internacionales–, gozaban de un amplio grado de tolerancia, siempre y cuando no hicieran proselitismo entre los latinoamericanos. El régimen liberal después de 1930 demostró ser más condescendiente con el protestantismo que sus predecesores conservadores. No acogía a las misiones protestantes con entusiasmo, pero tampoco las obstaculizaba. En consecuencia, el número de misioneros protestantes en Colombia casi se triplicó entre los años 1929 y 1938; había tres periódicos protestantes en 1938; 810 niños iban a colegios protestantes y judíos en 1940. Auto-proclamándose como los principales enemigos del comunismo en Latinoamérica, algunos misioneros protestantes acusaron al clero católico de mantener a los religiosos en un estado de pobreza, ignorancia y fanatismo dentro del cual podría florecer el comunismo. A principio de los años 1940 las denominaciones protestantes tuvieron un éxito creciente porque algunos de sus predicadores establecieron la

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creencia local de que eran curanderos eficaces. La literatura protestante tenía el atractivo de la fruta prohibida y, sobre todo, el protestantismo proporcionaba un medio para expresar la protesta social y daba un sentimiento de comunidad para los marginados y desterrados sin forzarlos a renunciar al simbolismo cristiano. Durante la Segunda Guerra Mundial, la prioridad principal de los ministros estadounidenses era impedir una penetración de Axis y promover las buenas relaciones en el hemisferio. Los gobiernos liberales de los presidentes Eduardo Santos (1938-1942) y Alfonso López Pumarejo (1934-1938 y 1942-1945) eran señalados por los diplomáticos británicos y estadounidenses como unos de los más confiables y no beligerantes en Latinoamérica. Su cooperación era escogida y asegurada en áreas tan diversas como la producción y exportación de petróleo y minerales estratégicos, la expropiación de propiedades nacionales clave y la modernización del Ejército y la Policía Nacional; igualmente, un arreglo amistoso de las diferencias sobre las cuotas cafeteras fue incorporado en el Acuerdo Internacional Cafetero de 194010. Por eso los ministros estadounidenses tenían pocas razones para quejarse de la posición oficial colombiana, y estaban ansiosos de que los misioneros protestantes estadounidenses no incitaran a la oposición católica y a la vez avergonzaran a los gobiernos colombianos. El Departamento de Estado urgió a su embajada para que tomara medidas discretas para desestimular la promoción del anticatolicismo, pero rechazaban la sugerencia de que se les negara la obtención de un pasaporte a los misioneros o que sus peticiones fuesen cuidadosamente examinadas, aun cuando el número de aquellos comprometidos con actividades de trabajo socioeducativo aumentó de cuatro o cinco a 25 entre el mes de septiembre a octubre de 1942 y se continuó incrementando. Un comité informal de protestantes de diferentes denominaciones establecido en 1937 como un cuerpo de ministros protestantes para el intercambio de información, de actividad coordinada y planes que eran considerados para la cooperación activa, había colapsado en 1940, de manera que no existía un comité al cual la embajada estadounidense le pudiera expresar sus puntos de vista cuando surgie-

9

Christopher Abel, Iglesia, partidos y política en Colombia 1886-1953, Bogotá, 1987. Ana María Bidegaín de Urán, Iglesia, pueblo y política. Un estudio de conflictos de intereses, 1930-1955, Bogotá, 1993.

10

David Bushnell, Eduardo Santos and The Good Neighbor, Gainsville, FL, 1967; Marco Palacios, Coffee In Colombia. 1850-1970. An Economic, Social and Political History, Cambridge, 1980, esp. pp. 223-224.


Como la Virgen María, de acuerdo con la eucaristía augusta, es el más sagrado y preciado tesoro de la religión católica, el protestantismo la ataca con furia –el protestantismo, una secta falta de madre, concebida por apóstatas y corruptos e

La referencia a Panamá fue parte de un esfuerzo para revivir memorias lejanas del papel de los Estados Unidos al eliminar a Panamá de Colombia y crear impuestos en el año de 1903 para así establecer un Estado cliente. Estos sentimientos se encontraban latentes desde que Washington había indemnizado a Colombia en 1923. Pan-hispanistas, como Jordán, influidos por las tradiciones clericales nacionales de la España franquista y por el recuerdo de que un régimen conservador, y no liberal, había sido humillado por el expansionismo agresivo del presidente Teodoro Roosevelt, llamado “Palo Grande”, relacionó a los protestantes con el imperialismo con el objeto de desacreditar el panamericanismo. Argumentando que una continúa penetración de los Estados Unidos podía ser identificada desde los puros comienzos del siglo xx, los propagandistas de derecha promovieron el punto de vista de que la actividad protestante formaba parte de una porción más amplia de una conducta estadounidense de la Segunda Guerra Mundial, la cual incluía una interrupción de la economía colombiana, el desplazamiento de socios de importación y exportación europeos y la imposición de una herencia cultural extranjera, especialmente por medio de las películas. De hecho, para las facciones católicas conservadoras la libertad de culto era un disfraz velado para la expansión protestante estadounidense. Sintiéndose triunfantes y belicosos luego del triunfo de Franco sobre la Segunda República española, los católicos de derecha veían al protestantismo no solamente como una herramienta del imperialismo, sino también, mientras que los Estados Unidos y la Unión Soviética eran coagresores durante la Segunda Guerra Mundial, como factor de disolución social que favorecía la entrada del comunismo12. Un anuncio oficial de Madrid en 1942 sobre el envío de varios misioneros católicos (“trabajadores religiosos”) que serían enviados por España hacia Hispanoamérica, y especialmente a Cuba, Centroamérica y Colombia, causó pre-

11

USA National Archives, Record Group 59 (en adelante RG. 59) 321.1163/10. Carta Nº 736, Lane, Bogotá, agosto 1 de 1942, al Secretario de Estado.

12

RG. 59 321.1163/8, Carta Nº 117, Lane, Bogotá, 10 de mayo de 1942, al Secretario de Estado y adjuntos.

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introducida en nuestro país para traicionar a nuestra patria y prepararla para ser conquistada, minando una de sus bases maléficas y obedeciendo órdenes de aquel que se apoderó de Panamá, la porción más valiosa de nuestro territorio.

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ron problemas en 1942. La embajada se lamentó de la ausencia de una voz colectiva para los protestantes estadounidenses en Colombia, pero estaba ansiosa de no involucrarse en recrear el comité para no ser identificado públicamente con el mismo11. Sucesos en Cali y Bogotá en 1942-1943 indicaban que una restringida relación entre la embajada estadounidense y algunos misioneros protestantes de esa nacionalidad podría surgir en áreas donde, en palabras del ministro estadounidense Arthur Bliss Lane: “...posteriores incursiones de misioneros protestantes bien intencionados puede la ser causa del resentimiento por parte de la población local hacia los Estados Unidos”. Como se pensaba que el culto a la Virgen María era la divergencia entre el protestantismo y el catolicismo, un misionero de la Misión Protestante de Cumberland aprovechó en abril de 1942 la presencia del Congreso Mariano Nacional, antecesor de la Conferencia Episcopal, para poner en circulación durante la misa celebrada por el nuncio apostólico, un panfleto impreso en Bogotá titulado “Gratificación”. Éste ofrecía pagos en dinero efectivo a los lectores que pudiesen citar textos bíblicos que pudieran contener oraciones a la Virgen María, e invitaba a los lectores a acudir a la Iglesia evangélica en Cali. El cónsul estadounidense en Cali, expresando su temor de que propagandistas a favor de Axis utilizaran el panfleto para atacar el panamericanismo, ordenó que no se imprimiesen más panfletos hasta que el congreso no hubiese terminado. Estos hechos tuvieron una secuela en el mismo mes en Bogotá, donde mujeres católicas fueron movilizadas para protestar contra la propaganda protestante y los insultos a la imagen de Nuestra Señora de los Remedios. Hablando en una de las principales iglesias, un sacerdote católico inconforme y un predicador eclesiástico de moda, el padre Daniel Jordán, se pronunciaron ferozmente contra las denuncias protestantes hacia el culto a la Virgen María:

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ocupación por la penetración de la “quinta columna” tanto en la prensa liberal como en el Departamento de Estado. Ya se había informado al respecto en 1941-1942 que tanto la Iglesia presbiteriana de Cumberland, con sede en Richmond, Kentucky, como las iglesias estándares de “Biblia abierta” con sede en Des Moines en Iowa, estaban enviando misioneros nuevos a Colombia. Basado en las sugerencias del doctor Edward G. Seel de la Iglesia protestante Union Church de Bogotá, cuya actitud objetiva no dejaba nada que desear y quien lamentó la impresión adversa causada por algunas facciones entre los protestantes, el ministro estadounidense para Colombia, Arthur Bliss Lane, convocó una reunión con los misioneros protestantes. Lane y Bliss compartían una misma preocupación de que los mejores representantes debían ser enviados a Colombia por parte de sus organizaciones. En su reunión con los misioneros, Lane hizo énfasis sobre la necesidad de tener tacto para evitar fricciones, en que la religión católica era constitucionalmente la religión oficial, y que la unión era necesaria frente a las actividades de Axis. Al preguntarle sobre un brote de violencia en la ciudad cafetera de Manizales, en la cual los misioneros fueron apedreados y su casa prácticamente destruida, Lane se dispuso a mitigar el temor de que la medida de protección dada a los ciudadanos norteamericanos variaba según su cargo. Él insistía en que todos los ciudadanos norteamericanos que informaran con prontitud a la Embajada de que eran víctimas de maltrato tenían derecho a recibir protección. Sin embargo, condenaba la actitud poco inteligente e incluso escandalosa asumida por un ministro protestante en Cali que había ofendido a los católicos en 1942. Treinta y un misioneros protestantes asistieron a la reunión. La lista de las misiones pone en evidencia la diversidad y fragmentación de la actividad protestante: la Misión Presbiteriana de Cumberland, la Unión de Misioneros del Evangelio, la Misión Estándar de la Biblia Abierta, la Misión de la Alianza Escandinava, la Cruzada Evangelista Mundial, la Misión Pentecostés, la Misión Indígena Suramericana,

la Misión Luterana Evangélica Colombiana de Sudamérica, la Misión Metodista de Wesleyana, la Alianza Cristiana y Misionera, la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, la Misión de Pentecostés de Sogamoso y una hermandad misionera de Plymouth. Las misiones eran de organización variada; algunas estaban controladas por organizaciones establecidas en los Estados Unidos; otras tenían solamente una organización nominal en ese país y actuaban independientemente en el terreno, y algunas veces había grupos itinerantes con un respaldo económico, que actuaban en nombre del Espíritu Santo13. Un tipo diferente de presión de la Iglesia católica colombiana provino de un comité, el cual, en una carta dirigida al señor Frank (¡ataque!) D. Roosevelt, destacaba la necesidad de una política de vecinos, y manifestaba su preocupación por el posible deterioro de las relaciones cordiales interamericanas, debido a la propaganda protestante y los ataques a los pontífices romanos, el clero católico, las ideas e imágenes venerados por los fieles. “Nuestra gente...” continuaba la carta, “…ama su religión y está preparada para lanzar una defensa ilimitada de sus ideas religiosas”. La carta hacía alusión a un libro escrito por John D. White titulado La barrera de nuestra política del buen vecino, que prevenía sobre el daño que la propaganda protestante podía hacerle a la seguridad del hemisferio en contra de los poderes de Axis14. Incidentes de agitación y demostraciones anti-protestantes eran aislados pero preocupantes, porque se llevaban a cabo en, por lo menos, siete departamentos de Colombia: Caldas, Antioquia, Valle, Cundinamarca, Santander, Cauca y Boyacá. Y cuando el significado de estos sucesos era aumentado por los medios capitalinos, algunos de los cuales proclamaban la detección de un patrón nacional, esta exageración podría tener resonancia en gran parte del altiplano. El patrón general resultante de 19421943 era sacado de contexto por propagandistas de ambos bandos, los cuales aumentaban su importancia y utilizaban cada incidente para alimentar la polémica.

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El Espectador, marzo 6 de 1942, RG. 59 321.1163/3. Carta, Mamie Wilson, Junta de Misiones Extranjeras, Iglesia Presbiteriana de Cumberland, Richmond, Kentuky, enero 13 de 1941, al Comité de Relaciones Exteriores, Washington, 321.1163/4. Carta G. S. Crookes, Open Bible Standard Churches, Inc., Des Moines, Iowa, noviembre 16 de 1942, al Departamento de Estado, RG. 54 321.1163/6. Carta Nº 1459, Arthur Bliss Lane (confidencial) Bogotá, enero 21 de 1943 al Secretario de Estado, Washington.

14

RG. 59. 321.1163/8. Carta del Comité Pro-fé, sin fecha, 1943.


“Tierra de libertad, tierra de cristianos, no podemos tolerar aquello que nos confunde y debilita nuestra moral, que nos prostituya en el campo religioso, que nos ve más o menos como infieles, y que nos confunde con las tribus del África Central”.

Pocas cosas podían ofender más a aquellos que decían ser herederos de una aristocracia racista hispano-católica tradicional que el ser confundidos con los negros africanos “paganos”. Durante una conversación privada con Lane, el presidente López y su ministro de Relaciones Exteriores atribuyeron estos problemas, especialmente el incidente de Fontibón, directamente a Gómez, y también a elementos de la derecha del clero que querían avergonzar al arzobispo Perdomo y al ala moderada de la Iglesia católica15. Ninguno de los dos, ni la embajada ni los líderes católicos tuvieron éxito en su llamado a la moderación Por un lado, la Cruzada de Evangeli15

RG. 59 321.1163/10. Carta Nº 2192, Lane, Bogotá, mayo 29 de 1943, al Secretario de Estado.

16

RG. 59 321.1163/10. Carta Nº 1026, Lane, Bogotá, octubre 22 de 1942, al Secretario de Estado.

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RG. 59 321.1163/7. Carta Nº 1741, Lane, Bogotá, abril 27 de 1943, al Secretario de Estado y adjuntos.

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zación Mundial, una organización inglesa con sede en Pittsburg siguió adelante con el plan de enviar más misioneros a Colombia. Además, un grupo de misioneros protestantes (siete presbiterianos, dos metodistas, dos presbiterianos de Cumberland y dos misioneros independientes) decidió establecer en Medellín una escuela para el estudio de la lengua castellana de misioneros protestantes bajo el pretexto de su clima moderado y su localización conveniente, sin tener en cuenta que la ciudad era una fortaleza conservadora católica. Por otro lado, el nuncio apostólico se sintió obligado a expresar su pesar por una demostración entusiasta de apoyo a una oración de un jesuita alabando virtudes católicas y condenando vigorosamente al protestantismo, lo cual sucedió en un programa de discursos patrocinado por el nuncio, al cual habían sido invitados el cuerpo diplomático y el ministro de Relaciones Exteriores16. Disturbios en Duitama, Boyacá, dirigidos en contra de la misión luterana mantuvieron vivo el debate. Según Lane, los sacerdotes católicos incitaron a los disturbios; este suceso era más alarmante que sus predecesores porque los luteranos no violaban las leyes colombianas y no podían ser acusados de provocar, ya que celebraban sus servicios religiosos en recintos cerrados. Las Biblias fueron rasgadas en pedazos y los muebles destruidos, y no se pudo restablecer el orden hasta que la policía fue enviada de Tunja, la capital del departamento, y el pueblo vecino de Paipa. El Siglo presentó una imagen distinta: la policía liberal atacando a los católicos. Los disturbios ocasionaron quejas de Perdomo contra la práctica protestante de contratar amerindios analfabetas o casi analfabetas para ejercer el proselitismo entre sus seguidores. Lane sostuvo que la selección sin tacto y mala de algunos misioneros por parte de sus superiores estadounidenses era en parte responsable de los continuos problemas, pero también culpaba la falta de tolerancia de algunos obispos17. Entre tanto, hacia finales del año 1943, algunos protestantes creyeron que los obispos católicos hacían uso de la prioridad de política exterior estadounidense de la seguridad hemisférica para conducir una campaña para convencer a Washington que quitara las misiones protestantes, y que los obispos estaban animando a los laicos católicos para que pre-

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Este patrón fue ilustrado por el carácter y la respuesta a un incidente en Fontibón, un pueblo en las afueras de la capital, en el cual la propiedad de la Iglesia de la Unión del Tabernáculo de Cristo de Beaumont, Texas, fue apedreada y destruida. La policía no intervino en la violencia que siguió a la decisión del ministro de convocar a reuniones religiosas los sábados por la noche en un lote baldío que quedaba entre dos bares. Lane le aconsejó al ministro que adaptara su proselitismo a las costumbres del país y no se colocara en situaciones de las cuales surgirían inevitablemente problemas debido a un exceso de entusiasmo. La revista mensual jesuita de escasa circulación, Revista Javeriana, comentó el incidente, solamente para obtener una respuesta encendida en un artículo en el periódico liberal de mayor circulación, El Tiempo, de Bogotá, escrito por el hermano del dueño, el ex presidente Santos, “Calibán”, un prestigioso columnista anti-clerical que había sido excomulgado frecuente y ruidosamente. El artículo de “Calibán” impulsó un debate con el periódico conservador El Siglo de Bogotá, del cual era copropietario Laureano Gómez, y con El Pueblo de Medellín. Ahora algunos sectores de la prensa conservadora acusaron a las misiones de formar parte de un ataque por parte del capitalismo y del imperialismo.

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guntaran por qué los misioneros protestantes en edad de prestar servicio militar, algunos de los cuales habían sido reubicados de los países que estaban en guerra, no estaban prestando servicio militar activo. Algunos obispos católicos fueron directos en sus críticas al protestantismo. El arzobispo Crespo de Popayán tildó a los misioneros protestantes como “Ministros... sin Dios ni conciencia...”. Otros notables eclesiásticos, como el arzobispo primado de Bogotá, Ismael Perdomo, fueron menos severos. Él no dudó de la sinceridad de los misioneros, pero condenó sus “biblias falsas” y sus “panfletos especiosos”, y advirtió que el protestantismo, invadiendo una comunidad puramente católica, era una amenaza para las relaciones pacíficas entre Latinoamérica y los Estados Unidos. Los católicos de derecha resentían la transmisión radial de propaganda de emisoras protestantes del Ecuador. La inteligencia católica, principalmente los jesuitas, poderosos en la educación secundaria y superior, ya habían reforzado su armamento teológico con ideas corporativas sacadas de la dictadura Salazar de Portugal y del régimen Dollfuss de Austria. Ellos argumentaban que la democracia liberal era poco más que una farsa que servía de máscara para el privilegio arcaico, y que el sistema político se debería reorganizar de forma que los paterfamilias y grupos de interés tuvieran la representación en lugar de particulares. También respondieron al reto protestante emitiendo panfletos diseñados tanto para mostrar los errores litúrgicos y doctrinales del protestantismo, como para explotar casos de propaganda protestante tosca18. Un denuncio colectivo del protestantismo fue oportuno para unir al episcopado católico en su conferencia nacional en 1943. Pero la censura episcopal fue entendida en algunos sitios como equivalente a la aprobación de acciones represivas contra los protestantes. Diplomáticos, civiles y

eclesiásticos trataron de tomar acciones preventivas en aquellos sitios donde, sin agentes moderadores, existía un peligro eminente de un choque entre el protestantismo simple, cuyos misioneros no veían las bases éticas de las costumbres católicas, e igualmente del catolicismo intransigente. Después de que el presidente encargado Alberto Lleras Camargo (1945-1946) tuvo conversaciones confidenciales con el ministro estadounidense donde le informó que los sentimientos anti-protestantes provenían del departamento de Santander con el fin de avergonzar al gobierno liberal ante los ojos de los Estados Unidos, la embajada americana luchó para desalentar la actividad misionera. El ministro estadounidense, Spruille Braden, importó un obispo católico de los Estados Unidos para recordar a los colombianos que los Estados Unidos no eran exclusivamente protestantes y para proyectar una imagen favorable. El sucesor de Braden, bajo el pretexto de que los vuelos debían ser limitados durante la guerra, trató de reducir el número de permisos de salida de los misioneros estadounidenses; de 2.000 ciudadanos estadounidenses residentes en Colombia en 1944, 200 eran misioneros. Estas gestiones tenían poco efecto. Una protesta formal del nuncio apostólico solicitaba que en las zonas periféricas de las misiones – las áreas selváticas poco pobladas– el gobierno, la educación, la beneficencia y la catequización de los amerindios fuera confiada a concordatos sucesivos de las órdenes religiosas católicas, tales como los capuchinos españoles, confirmando los temores de persecución de los protestantes19. El problema no tuvo solución mientras una versión franquista intransigente del catolicismo adquiría impulso. Sus representantes no querían tener trato con el liberalismo y rechazaban cualquier oferta y compromiso como si fuera evidencia de retroceso; proclamaron modernismo en todas sus formas, consideraron incluso a un gre-

18

Ver Kenneth G. Grubb, The Northern Republics of South America. Review of Ten Years Evangelical Progress, Londres, 1938, p. 6; Anuario General de Estadística 1940, Bogotá, 1940, p. 235; Norman P. Grubb, Mountain-movers -A Work of Faith in Colombia, Londres, 1943, esp. pp. 12-13; Kenneth G., Colombia por un sacerdote católico convertido del protestantismo, Bogotá, 1958, p. 14; Epístola pastoral “Sobre el protestantismo´, noviembre 4 de 1930, reeditado en Los cien pastorales del Excmo. y Rvdmo. Sr. DD. Maximiliano Crespo promulgados durante el tiempo que ocupó la Sede Arquiepiscopal de Popayán, Bogotá, 1942, pp. ii, 173-174; Ismael Perdomo, Estudio sobre la campaña y penetración protestante en Colombia, Bogotá, n.d.; Mora Díaz, El clarín de la victoria, Tunja, 1942, pp. 25, 146, 192; El Cruzado, Tunja, abril 19 de 1940; Eduardo Ospina, El protestantismo: su estado real a la luz de la historia y su doctrina a la luz de la Biblia, Bogotá, 1942, pp. 18-20; Conflicto social creado en San Martín de Loba por el párroco Luis E. García, panfleto, Magangué, 1940; El Siglo, mayo 26, diciembre 5 de 1940.

19

Foreign Relations of the United States. Diplomatic Paper 1945. The American Republics, Washington D.C., 1945, pp. vi. 8091; Oficina del Registro Público, London, FO 371/AS 4815/1301/1, septiembre 14 de 1944/Snow a Eden; D.S. 821.00/3440/8, marzo de 1944; 4176/ agosto 4 de 1944, Lane al Secretario de Estado.


“Estimado Presidente. Algo debe hacerse con respecto a este asunto. Yo sé que usted fue criado por una santa madre bautista y conoce el valor de la oración. Así que, asegúrese que el reverendo Holden (el misionero de Garagoa) reciba protección... Que Dios lo bendiga y lo guíe”.

Los diplomáticos, avergonzados, destacaron que la violencia de Garagoa era parte de un patrón más amplio de violencia en los departamentos orientales de Boyacá y los santanderes, y que la misión luterana había desatendido el consejo de la embajada de mudarse a otro sitio porque pensaba que gozaba de la protección de oficiales liberales (exponiéndola a una identificación partidaria clara en un área de violencia) y porque tenía un centro de actividad fuerte en el densa-

20

Abel, Iglesia, partidos y política, Chs. 4, 5.

21

RG59 321.1163/3 - 1748 CS. Carta, Sr. y Sra. Herbert F. Putney, Loos, CA, marzo 17 de 1948, al Secretario de Estado. RG. 59. 321.1163/5 - 2548. Carta, señora Arthur Yeaton, Foster Lumber Co. Retail Yard Division, Rexford, Texas, mayo 25 de 1948, al Secretario de Estado y adjuntos.

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RG. 59 321.1163/5 - 2248. Carta, L. Garvie Moore, Rentford, Illinois, mayo 22 de 1948, al presidente Harry S. Truman. RG. 59 321.1163/5 - 1149. Carta LeRoy M. Kopp, Calvary Temple, Los Ángeles, abril 11 de 1949, al Secretario de Estado y adjuntos.

estudios

sión local de la Comuna parisina que requería un reto contrario. Un corresponsal tejano envió un artículo de un misionero de Garagoa que aseguraba que la embajada estadounidense no les proporcionaba protección adecuada y describió al gobierno de Estados Unidos casi como un cómplice que doblegaba sus armas cuando pandillas de ebrios eran enviadas por los sacerdotes católicos en contra de los protestantes. “Son los católicos romanos y no los comunistas, como dicen nuestros periódicos, quienes están agrediendo...” a los misioneros21. “Los católicos mataron al gran líder liberal (Jorge Eliécer Gaitán) y el pueblo se alzó en armas... La gente de Latinoamérica está tratando de liberarse del cruel yugo del romanismo... La ciudad apaga sus luces y las pandillas de ebrios son enviadas y animadas por los sacerdotes a atacar las misiones”. Esto era claramente una perspectiva selectiva partisana, y aunque no había certeza de quién había matado a Gaitán, parecía que su asesino era un fanático clerical. Pero no existía evidencia que concluyera que existía una conspiración derechista o católica, y grandes porciones de Latinoamérica, por ejemplo el litoral caribe de Colombia habían sido apenas rozadas por el catolicismo. En una línea similar, un corresponsal de Illinois le escribió al presidente Harry Truman pidiéndole ayuda:

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mio católico como un subversivo en potencia y sensibilizaron los lazos jerárquicos de una sociedad rural. El advenimiento al poder de una coalición gubernamental liderada por los conservadores animó las pretensiones teocráticas de los obispos derechistas para restablecer el estado privilegiado de la Iglesia católica que existió antes del año 1930. El prospecto de transición de una coalición a un régimen exclusivamente conservador en 1950 fortaleció estas esperanzas. A medida que se acercaban las elecciones presidenciales de 1949, los obispos derechistas atizaban las llamas de la violencia, dando instrucciones a los clérigos de parroquia para amenazar a los votantes liberales con maldiciones. Interpretando la guerra fría desde su propia perspectiva, estos obispos derechistas argumentaban ferozmente que el mundo estaba dividido entre Roma y Moscú; y, observando la historia, argüían que la batalla que ellos luchaban era parte de la eterna batalla contra los moros y jacobinos en la cual Dios había sido confrontado con el mal. Ser protestante era ser liberal, y por consiguiente pecaba doblemente ante Dios y ante la patria20. Entre tanto, durante los primeros meses del año 1948, los protestantes se enredaron nuevamente en la violencia, cuando la misión de los Andes en Garagoa, Boyacá, fue destruida. La embajada norteamericana anteriormente se encontraba bajo presión directa de los misioneros, y ahora los aliados y superiores de las organizaciones misioneras en los Estados Unidos se unían en una campaña orquestada de presión dirigida al gobierno federal de Washington. Incluso había peticiones de los protestantes para que se les permitiera tener una audiencia en la Novena Conferencia Internacional de los Estados Americanos que tendría lugar en Bogotá en abril de 1948. Corresponsales californianos con el general George C. Marshall, ministro de Asuntos Exteriores, reclamaban que la policía estaba obstruyendo la entrega a los misioneros de permisos de residencia y documentos de identificación. Después del “Bogotazo” los misioneros protestantes se quejaron de persecución cruel y despiadada por parte del clero conservador, el cual veía la insurrección como una ver-

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mente poblado Valle de Tenza22. Una nueva ola de misioneros protestantes que entraba a Colombia tras la expulsión de extranjeros de China por los victoriosos insurgentes comunistas, era más moderada que la generación anterior. Las nuevas oleadas de violencia anti-protestante estaban dirigidas a grupos misioneros recién llegados que tenían poco conocimiento de las condiciones colombianas, como los bautistas del sur y los adventistas del Séptimo Día. La embajada estadounidense, alegando que la violencia preelectoral constituía una carga inaguantable sobre las agencias encargadas de hacer cumplir las leyes, recomendaron la evacuación temporal de las misiones, a pesar de que el gobierno les aseguró que el culto protestante podía continuar siempre y cuando se llevara a cabo en recintos cerrados. Mientras se sostuvo el punto de vista que ignoraba la participación en la violencia de agencias encargadas de hacer cumplir la ley, la embajada mantuvo la cooperación del Ministerio de Relaciones Exteriores, el cual, sin embargo, no ejercía una influencia directa sobre los eventos domésticos. Hacia julio de 1949 se registraron incidentes anti-protestantes en los Llanos Orientales, Boyacá y Santander: la Iglesia presbiteriana de Dabeiba en Antioquia fue dinamitada; varias capillas de la misión presbiteriana de Cumberland fueron destruidas en el Valle del Cauca, y la policía inspeccionó los predios de la Misión Adventista del Séptimo Día en Medellín y confiscó la propiedad privada de un misionero, deteniéndolo por corto tiempo en forma ilegal. Los problemas causados a la embajada estadounidense por los misioneros que decidían operar en áreas fuera de un radio de impacto efectivo del gobierno central fueron ilustradas por el caso “El Secreto”: la estación misionera evangélica del Casanare, que quedaba tan lejos que no se podía llegar a ella desde Bogotá sino por vía aérea, fue asediada por (presumiblemente) varios cientos de asaltantes que obligaron a los trabajadores de la misión a adoptar una defensa de “vaquero”23. Mientras la cobertura del protestantismo se

ampliaba y el número de adherentes protestantes aumentaba de casi 8.000 en 1948 a cerca de 12.000 en 1953, el volumen de las quejas de los católicos de que los protestantes estaban comprometidos en una campaña anti-católica bien orquestada aumentaron sustancialmente. Los protestantes hablaban de la lapidación de sus iglesias y casas, de que los magistrados rehusaban realizar matrimonios civiles para confirmar su estado marital ante los ojos del Estado, de la confiscación de sus biblias y otra literatura, y de la interrupción en sus servicios religiosos por parte de sacerdotes que arengaban a los fieles y la policía para que los intimidaran. Algunos protestantes alegaban que se les negaba el tratamiento hospitalario en los pueblos pequeños porque las enfermeras de las hermanas de la caridad los obligaban a confesarse a su llegada. Católicos de derecha contraatacaron y protestaron contra una supuesta colaboración protestante con las guerrillas liberales durante “La Violencia”, y una incursión protestante en una revuelta de los amerindios en Tierradentro24. En 1951, los líderes protestantes mostraron a los diplomáticos británicos un optimismo cauteloso acerca de la reducción de la “persecución” luego de la toma de posesión del presidente Laureano Gómez, y que representaciones informales ante el Ejecutivo colombiano y el Departamento de Estado norteamericano habían tenido algunos efectos beneficiosos. El doctor Stanley Rycroft de la junta presbiteriana de misiones extranjeras aseguró que había llegado a la conclusión, en las reuniones con más de cuarenta misioneros presbiterianos, de que la persecución había disminuido y que los ataques no tenían un patrón consistente y no eran puramente religiosos. Él era optimista sobre el aumento de la asistencia en las iglesias y colegios protestantes. El reverendo Everett Gill, Jr., de la Convención de los bautistas del sur también expresó optimismo de que más misioneros estaban siendo enviados como profesores, doctores y enfermeros a las ciudades (contrariamente a las actividades de la mayoría de las misiones protestantes anteriores) donde

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RG. 59 321.1163/7 – 849. Carta Nº 440 (confidencial), Robert Newbegin, Chargé d’Affaires, Bogotá, julio 9 de 1949, al Secretario de Estado.

24

Boletín católico, Sibundoy año x no. 110, abril de 1947, p. 5; junio de 1947, p. 9; Benjamin Haddox, Sociedad y religión en Colombia (Bogotá, 1965), pp. 42-44. Ver los escritos de un misionero protestante y secretario de la Oficina de Información y Relaciones Públicas de la Confederación Evangélica de Colombia, James Goff, The Persecution of Protestant Christians in Colombia 1948-1958. With an Investigation of its Backgoround and Causes, CIDCC Sondeos Nº 23, Cuernavaca, México, 1968, (reedición de ThD Disertación, Seminario de San Francisco, 1965); Pat Symes, Action Stations Colombia, Londres, 1955, p. 52; William C. Easton, Colombian Conflict, Londres, 1954; Easton, Knights of the Colombian Way, Londres, 1959; Eduardo Ospina, Las sectas protestantes en Colombia. Breve reseña histórica con un estudio especial de la llamada persecución religiosa, Bogotá, 1955; Semana, febrero 2 de 1952.


25

Oficina de Registro Público Londres/FO. 371/908/8. Memo, “The Present Situation in Colombia”, noviembre 29 de 1951, Richard M. Fagley a Kenneth G. Grubb.

26

New York Times, marzo 4 y 23, abril 2 y 20, mayo 28, junio 7, julio 6 de 1952, enero 23, 27 y 30, febrero 4 y 18, mayo 23 de 1953; Christian Science Monitor, febrero 9 de 1953; República de Colombia, Conferencia del señor doctor Alfredo Vásquez Carrizosa, ministro encargado de Relaciones Exteriores... El 20 de agosto de 1952, Bogotá, 1952, p. 18; Hermana Suzanne Dailey, “United States Reactions to the Persecution of Protestants in Colombia During the 1950s”, Saint Louis University, Tesis para optar por el titulo de PhD, 1971, pp. 105, 198-201. Schweizerische Evangelische Pressedienst, Zurich, enero 14 y 21, febrero 18, mayo 6 y 13 de 1953; Manchester Guardian, mayo 5 y 12 de 1953; Michael Derrick, Spain and Colombia -The Position of Protestants, Londres, 1955, p. 8; L”Osservatore Romano, julio 17 de 1952; Cornelia Buller Flora, “Mobilizing the Masses: The Sacred and the Secular in Colombia”, Columbia University, Tesis para optar por el título de PhD, 1970, p. 31.

estudios

Estado tenía la responsabilidad de representar los intereses de sus compatriotas. En efecto, los ministros estadounidenses en Bogotá hicieron repetidas insinuaciones a favor de los misioneros, y obtuvieron la respuesta respetuosa de que, en contexto de “La Violencia”, el gobierno no podía garantizar la seguridad de intrusos. A pesar de la intervención diplomática, se le ordenó al último programa radial protestante salir del aire en 1953. El debate se propagó momentáneamente a Europa. Después de que hubo preguntas en la Casa de los Comunes acerca de ataques contra misioneros británicos, la Sociedad Católica de la Verdad intercedió en contra de la “indignación selectiva”. El Consistorio de Ginebra protestó por el trato dado a los protestantes. El vocero del Vaticano L”Osservatore Romano rechazó repentinamente las protestas de los protestantes aduciendo que eran propaganda falsa y tendenciosa26. Si los diplomáticos estadounidenses eran a veces cortantes en sus críticas a los misioneros protestantes en 1940, sus colegas británicos también fueron muy severos en 1950. En 1960, los británicos reportaron que un boletín con amplia circulación en los Estados Unidos, el Reino Unido y Canadá, escrito por J. Goff, rector del Colegio Americano de Barranquilla y el secretario de prensa de la Confederación Evangélica de Colombia, era responsable por la prensa violenta y la crítica pública del gobierno colombiano, por preguntas formuladas en el Congreso de los Estados Unidos y el Parlamento británico, y también por el resentimiento de los colombianos sobre lo que se consideraba una campaña maliciosa y difamatoria. Las fuentes de los diplomáticos británicos insistían en que los reportes de Goff demostraban en algunas ocasiones ser garrafalmente erróneos. Informes de persecución circularon ampliamente después de la formación de la Confederación Evangélica Colombiana militante en 1950, a las cuales las iglesias anglicanas y episcopales (que no hacían

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no hubo violencia en el último tiempo, se continuaba predicando en lugar de transmisiones radiales y Gill no había sabido de “violencia sistemática” desde el ataque en el Valle del Cauca dos años atrás25. El conflicto religioso tuvo dimensiones internacionales durante un tiempo breve. La Confederación Evangélica de Colombia, a la cual pertenecían todos los grupos activos de misioneros protestantes, intentó crear un frente unido contra el gobierno y la Iglesia católica. La Confederación mantuvo el conflicto sofocante en 1952-1953 redactando una lista mensual del número de mártires que fue entregada a la prensa norteamericana y estaba diseñada para avergonzar el gobierno conservador autoritario de Gómez y del designado presidencial Roberto Urdaneta Arbeláez (1950-1953). Éstos eran ya sujetos a críticas por parte de los Estados Unidos como resultado de una propaganda liberal. Algunos católicos de los Estados Unidos, dudando de la validez y autenticidad de la propaganda protestante, reclamaban que los reportes de la Confederación Evangélica habían sido publicados precipitadamente sin dar tiempo a que ni el Estado colombiano ni la Iglesia católica pudiesen dar respuesta a las acusaciones. Algunos católicos estadounidenses estaban enfadados por la estridencia de las críticas de los protestantes, y lo vieron como un vocabulario de una campaña difamadora que se usaba en los Estados Unidos; esto avergonzó y confundió a los diplomáticos estadounidenses. Por un lado, se rehusaban a antagonizar al gobierno de Gómez, el cual ofrecía los términos más generosos a las inversiones extranjeras en Latinoamérica y como un gesto propio envió tropas para unirse a las fuerzas de las Naciones Unidas en Corea. Más aún, la facción de Gómez estaba de acuerdo con las prioridades de los burócratas liberales del Departamento de Estado, rompiendo con las ataduras franquistas que tuvieron en la oposición. Sin embargo, el personal del Departamento de

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más que servir a las congregaciones extranjeras) y la Iglesia luterana no quisieron unirse, y se contrató a Goff para que presentara su caso ante la opinión pública estadounidense y británica. Muchos protestantes fueron maltratados durante “La Violencia” y algunos (Goff hablaba de un total de 1.216) fueron asesinados. Sin embargo, había razón, de acuerdo con diplomáticos británicos, que creían que fueron víctimas porque estaban alineados con los liberales (como opositores de una alianza católica-conservadora) y no porque fueran protestantes. Las causas principales de incidentes anti-protestantes eran ahora: la envidia de los católicos al comparar la riqueza de los pastores protestantes y su uso de bienes materiales para atraer conversos y protestantes27. El fanatismo no caritativo desplegado por ambas partes era notorio. Sobrepasado por un celo proselitista, los misioneros protestantes eran inconscientes de “La Violencia”, y actuaban como si estuvieran trabajando en un entorno normal misionero. Ningún gobierno central poseía los recursos para garantizarles que estuvieran libres de sufrir actos de violencia. Los catálogos de incidentes violentos y declaraciones anti-protestantes airadas provenientes de católicos destacados no incrementaron las denuncias de “persecución sistemática” hechas por publicistas protestantes. La confusión caleidoscópica de “La Violencia” sugería completamente lo contrario: que una actividad represiva no coordinada no podía ser frenada como consecuencia de la fragilidad de la maquinaria estatal y su fraccionamiento en gran parte del país. Si bien el gobierno tenía la voluntad de sofocar la violencia en contra de los protestantes, tampoco contaba con los medios para hacerlo. Los católicos manifestaron igualmente su insensibilidad. El reto protestante nunca mostró ser una verdadera amenaza para la supremacía católica. El Episcopado jamás lanzó una campaña que no fuera ambigua para fortalecer la intolerancia religiosa. Tal acción era políticamente imposible porque los obispos no ejercían control sobre las órdenes religiosas, y porque hubieran antagonizado a los obispos falangistas para los cuales la tolerancia religiosa era en sí misma un anatema. En consecuencia, los obispos católicos fueron objeto de acusaciones de proteger en exceso a los sacerdotes de las parroquias y a los lai27

cos católicos involucrados en actos violentos. Una campaña anti-protestante que empezó como un expediente para sanear la división entre los obispos, se salió del control de sus instigadores. La decisión de los principales partidos de formar una coalición gubernamental luego de un régimen militar (1953-1958) no pudo poner fin a “La Violencia”, pero precipitó un cambio definitivo en su carácter. Mientras en 1948 las principales características de actos violentos eran intra-clase y de tipo guerrillero, para principios de los años 1960 los actos violentos entre clases sociales aumentaron y los actos violentos entre partidos políticos tradicionales casi desaparecieron. Para entonces las circunstancias eran en cuatro aspectos propicias para dar fin a la violencia contra los protestantes. Primero, la Iglesia católica era partidaria del acuerdo bipartidista de 1958 y hasta sus obispos derechistas moderaron su lenguaje, aceptando el hecho de que durante la guerra fría los católicos y los liberales tenían un adversario común. Ciertamente el lenguaje franquista fue desplazado mayormente por un catolicismo social que acomodaba la mayoría de los aspectos de una versión más colectiva del liberalismo y se adaptaba a la incipiente urbanización; argumentaban que, si se daba una respuesta efectiva a la izquierda secular, los patrones tradicionales de la caridad tenían que ser racionalizados y complementados por políticas sociales efectivas. Segundo, muchos ex gaitanistas fueron reabsorbidos por los ideales políticos, y su hostilidad hacia los católicos conservadores enmudeció. Tercero, el presidente de la coalición Alberto Lleras Camargo (1958-1962), un cercano aliado de la facción gobernante de Kennedy en Washington, fue inequívoca al condenar todas las persecuciones religiosas. Finalmente, la revolución cubana de 1959 unió a la mayoría de los católicos y protestantes en Colombia en contra de la izquierda revolucionaria. A mediados y finales de los años sesenta las hostilidades católico-protestantes fueron olvidadas en medio de nuevos y reñidos debates que lanzó a las instituciones religiosas al desorden: el levantamiento que precipitó el Concilio Vaticano Segundo (19621965); el surgimiento de los radicales y, brevemente, de la izquierda católica revolucionaria liderada, hasta su muerte en una acción armada, por el padre Camilo Torres, y el debate de

FO 371/148372/194236. Memorando confidencial, “The Position of the Catholic Church in Colombia”, E. B. Howard, junio de 1960.


FECHA DE RECEPCIÓN: 13/05/2003 FECHA DE APROBACIÓN: 18/06/2003

estudios

(Estados Unidos, CEE, Japón, etc.). Pero en asuntos religiosos estos hechos casi nunca se presentaron, no solamente porque muchos grupos protestantes eran autosuficientes financiera y organizacionalmente, sino porque ninguno –a diferencia de algunas sectas guatemaltecas a finales de los años setenta y ochenta– estaba influido significativamente por enlaces de religión politizada en los Estados Unidos ejemplarizada por la mayoría moral. La división católico-protestante, que nunca fue un asunto de mayor importancia en la política colombiana, fue eliminada de la política nacional. Un asunto interesante, aunque secundario: esta división ilustraba el aislamiento de Colombia de la corriente dominante de la política internacional y latinoamericana y el cuidado con el que los diplomáticos evitaban confundir el asunto religioso con otro, y para ellos existían asuntos más importantes tales como la seguridad hemisférica, el libre comercio y un clima favorable para la inversión económica extranjera.

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planificación familiar a finales de los años sesenta y los años setenta. A medida que progresaba el diálogo ecuménico, las relaciones entre católicos y protestantes se volvieron más cordiales. No cabía duda de que existía una división de una cultura occidental no europea en Colombia, donde prevalecía un derivado de la cultura europea. Lo que sí era un hecho en Colombia era que existía una percepción que reñía con lo que era una cultura occidental y lo que era de vanguardia. Para los misioneros protestantes, los pobres de Colombia tenían derecho a compartir los beneficios de la cultura occidental: alfabetización, educación y salud moderna.El nacionalismo radicaba en el rechazo simultáneo y en la burla de la cultura norteamericana, afro-colombiana e indígena-colombiana y en una exaltación racista de las tradiciones aristocráticas hispánicas. Para los exponentes de los acuerdos de la coalición después de 1958 el nacionalismo cultural consistía en mantener las tradiciones nacionales mientras se elegía entre las influencias externas

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Las guerras civiles en la era de la globalización: nuevos conflictos y nuevos paradigmas

al terminar la guerra fría, y dada la nueva configuración de las relaciones internacionales, ciertos analistas tuvieron por un tiempo la esperanza un tanto mesiánica del logro de la paz universal y de la constitución de un “nuevo orden internacional”. Sin embargo, a mediados de los años noventa, esta esperanza se encontraba fuera de lugar, y varios teóricos se esforzaban por dar cuenta de la naturaleza perenne de ciertos conflictos, o del surgimiento de nuevas guerras. Tres corrientes tuvieron un impacto significativo en el debate intelectual y universitario. La primera se encuentra bien ilustrada por las tesis del periodista Kaplan1 , o las de Enzensberger2 : la civilización es atacada por todas partes, por males múltiples, entre los cuales, los más nocivos son, además de las nuevas pandemias, el fundamentalismo y la violencia comunitaria. La segunda corriente se dio a conocer a través de los trabajos de Collier, y propone un análisis económico de los conflictos civiles, en el que la depredación por parte de los rebeldes desempeña el papel explicativo principal3 . La tercera, y sin duda la más influyente antes del 11 de septiembre de 20014 , estableció una diferencia cualitativa entre las guerras antiguas y las moder-

ISSN 0121-4705

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Roland Marchal Investigador del CNRS (CERI).

Christine Messiant Investigadora del Centro de Estudios Africanos de la Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales.

1

Kaplan R. R., “The Coming Anarchy: How scarcity, crime, overpopulation, tribalism and disease are rapidly destroying the fabric of our planet”. En: The Atlantic Monthly, febrero, 1994.

2

Enzensberger H. M. Civil Wars: from L.A. to Bosnia, New York, Free Press, 1994.

3

Collier P. “Greed and grievance”. En Berdal M. et Malone D. (eds.), Greed and Grievance: Economic Agendas of Civil Wars, Boulder, Lynne Rienner, 2000. Esta teoría ha sido criticada aquí mismo en Marchal R. et Messiant C. “De l’avidité des rebelles. L’analyse économique de la guerre civile selon Paul Collier”, en: Critique internationale, N° 16, julio 2002, pp. 58-69.

4

Este artículo ha sido extraído, y parcialmente modificado, del texto “Une lecture symptomale de quelques théorisations récentes des guerres civiles”, Paris, CERI, 46 páginas multigr., 6 de marzo, 2001.


5

Kaldor M., New and Old Wars. Organized Violence in a Global Era, Cambridge, Polity Press, 1999.

6

Kalyvas S. “ ‘New’ and ‘Old’ civil wars: Is the distinction valid?”, Paris, Colloque La guerre entre le local et le global. Sociétés, États, systèmes, CERI, 29 y 30 de mayo 2000. Disponible en el sitio www.ceri-sciences-po.org y retomado en P. Hassner y R. Marchal, La guerre entre le local et le global, Paris, Karthala, 2003, por aparecer.

7

En el resto del texto, las comillas se utilizarán para referirse a estas dos corrientes precisas.

8

Kaldor M., 1999, Ob. cit., pp. 77-78.

9

Ídem., p. 98: “Todos los demás deben eliminarse [...] Es por esto que el principal modo de control del territorio no es el apoyo del pueblo, como en el caso de las guerras revolucionarias, sino el desplazamiento del pueblo: se trata de deshacerse de todos aquellos que podrían convertirse en opositores”.

estudios

cuestión [...] Las políticas de identidad, por el contrario, son más bien fragmentadas, enfocadas hacia el pasado, y exclusivas”8 . La misma oposición se encuentra en los “analistas de los conflictos posteriores a la Guerra Fría”: mientras que las antiguas guerras civiles se producían por causas bien definidas, impulsadas por una ideología progresista de transformación política, basada en la búsqueda del bien común, las nuevas son, en el mejor de los casos (es decir, cuando no están simplemente desprovistas de toda ideología y de todo proyecto), movilizaciones etno-nacionalistas. Estos autores les otorgan incluso las mismas características que Mary Kaldor: fragmentadas, retrógradas y exclusivas. Para decirlo en sus propios términos, mientras que las antiguas guerras tenían lugar en el espíritu del cosmopolitismo, las nuevas lo hacen en nombre del particularismo y del exclusivismo; la oposición entre universalismo y fundamentalismo apunta entonces hacia esta división entre los conflictos civiles antiguos y nuevos. Guerras con y para la población versus violencia contra la población. Mientras que las antiguas guerras se beneficiaban de un fuerte apoyo popular, las nuevas estarían desprovistas de éste, y no se preocuparían en lo más mínimo, además, por la población; se distinguirían, por el contrario, por su violencia, a menudo extrema, en contra de los civiles. Los métodos de las nuevas guerras se constituirían, en efecto, en uno de sus signos distintivos más flagrantes: por medio de una mezcla de técnicas de guerrilla y de contra-guerrilla, dan lugar a crímenes en masa, a desplazamientos forzados, etc. Mary Kaldor pone en oposición la construcción de una nueva sociedad modelo en las zonas liberadas por los revolucionarios de otra, y la forma en que los nuevos actores de las guerras establecen el control político por medio del desplazamiento forzado de las poblaciones y la eliminación de todos los obstáculos potenciales para su proyecto9 . De la misma forma, para los “analistas de los conflictos posteriores a la Guerra Fría”, si la mayoría de los antiguos con-

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nas. Ésta se encuentra particularmente bien representada por una respetable universitaria, Mary Kaldor, a quien se dedica este artículo, así como por la posterior aparición –debida a convergencias de hecho entre estas corrientes tan diferentes– de una nueva y legítima problemática sobre los conflictos, la cual nos parece intelectualmente discutible, así como peligrosa por sus implicaciones. Mary Kaldor se inspira mayormente en el caso de Nagorny-Karabakh y de Bosnia en su obra New and Old Wars5 . Las características que le atribuye a las nuevas guerras –según ella, las que surgieron después del principio de los ochenta con la mundialización– se encuentran también en otros autores que se han concentrado en el estudio de las rebeliones armadas surgidas en la periferia del mundo (América Latina y Central, sur de Asia, África) pero que sitúan el corte histórico en el fin de la Guerra Fría. En nuestra lectura, seguiremos en forma global el razonamiento de Mary Kaldor, ya que ella es casi la única en construir una argumentación para basar este paradigma, mientras que la mayoría de los demás “teóricos de las nuevas guerras” no lo hacen y se contentan a menudo con hacer vagas referencias a estos nuevos conflictos, o a los antiguos6 . Las guerras de la era de la mundialización, según Mary Kaldor, así como aquellas posteriores a 1989 para los “analistas de los conflictos posteriores a la Guerra Fría”7 , pueden oponerse a las antiguas guerras en tres planos diferentes. Ideología versus identidad o vacío político. Las nuevas guerras reposan fundamentalmente sobre movilizaciones de identidad, en oposición a los fines ideológicos o geográficos de las antiguas. Mary Kaldor no niega, como lo hacen otros autores, el carácter político de dichas guerras (de hecho, ella habla de identity politics –pero opone dichas políticas a aquellas que se basan en lo que ella llama las “ideas”: “Las políticas de las ideas se basan en proyectos enfocados en el futuro. Tienden a ser incluyentes, es decir, a incorporar a todos aquellos que sostienen las ideas en

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flictos civiles eran centralizados y disciplinados, y si la violencia de las rebeliones se hallaba controlada, los nuevos se caracterizarían por una violencia que es a la vez anómica y extrema, ejercida menos contra los ejércitos enemigos y más contra las poblaciones. La economía de las guerras: movilización de la producción versus ilegalidad y saqueo. Según Mary Kaldor, el tipo de economía sería otro factor que pondría en oposición a las nuevas guerras y las antiguas. La economía de las antiguas habría sido más autártica y centralizada, mientras que la de las nuevas es mundial, dispersa, transnacional, y moviliza a la vez el mercado negro, el saqueo, la ayuda externa, la diáspora y la ayuda humanitaria. Con frecuencia, y de manera menos precisa, se encuentra la misma distinción entre los “analistas de los conflictos posteriores a la Guerra Fría”: mientras que las antiguas rebeliones podían sobrevivir con “sus propias fuerzas” y sin recurrir a la extorsión, las nuevas se alimentan siempre del desvío de los bienes públicos, del saqueo y de la depredación. Y esta depredación se encuentra fuertemente internacionalizada, trasplantada principalmente a los circuitos del tráfico internacional. Esta corriente manifiesta una agudeza en el análisis de las guerras que se encuentra sin duda muy lejos del economicismo, y del rechazo al análisis de los estados de Collier, con una mayor conciencia de las dinámicas políticas y sociales, y una visión más construida de las relaciones entre las rebeliones y los estados, cuyo funcionamiento también se somete a interrogatorio. Muchos de los elementos que toma en cuenta son efectivamente importantes para analizar los conflictos. No por ello, sin embargo, deja de presentar incoherencias, confusiones y generalizaciones abusivas. Por esas dos razones nos detendremos a analizarla. La institución de un corte radical entre las guerras antiguas y las modernas no soporta, efectivamente, un examen cuidadoso. Las características que se atribuyen a unas y otras no se encuentran claramente establecidas, y no pueden además atribuirse en forma rigurosa a los cambios ocurridos en el período en que éstas se circunscriben. Luego de un análisis, parece que las guerras antiguas y nuevas constituyen más bien dos síndromes, es decir, se puede mencio10

nar aquí la definición del diccionario Petit Robert: “Dos conjuntos de síntomas, que si bien claramente definidos, pueden observarse en diversos estados (patológicos) diferentes, y que por sí solos no permiten determinar la causa y la naturaleza [de la enfermedad]”. ¿ S O N L A S N U E VA S G U E R R A S C I V I L E S TA N D I F E R E N T E S D E L A S A N T I G UA S ?

Notemos en primer lugar que este paradigma se ha establecido considerando las guerras que se benefician del interés de la comunidad internacional; corriendo el riesgo de dejar por fuera del análisis (como ya lo han hecho ciertos trabajos teóricos de la época de la Guerra Fría, que también habían olvidado algunos conflictos) ciertas guerras que sobrevivieron al cambio de período u otras recientes, pero que parecen inclasificables. Es cierto que dicho procedimiento no resulta ilegítimo en la construcción de un modelo, pero aun así, es necesario justificarlo. Sin llegar a reproducir la crítica expresada por S. Kalyvas a partir de varios ejemplos de conflictos10 , señalemos en primer lugar cómo la oposición entre las guerras antiguas y modernas se basa en una visión simplificadora o mitificada, a veces errónea, de unas u otras. Esto permitirá aclarar ciertas transformaciones reales del último período, que no nos parecen ni bien descritas ni bien explicadas por parte de nuestros autores. De la ideología universalista en las guerras antiguas, y de su ausencia en las nuevas

La gran brecha introducida por la Guerra Fría, y los dos discursos de legitimación que la sostuvieron han desempeñado sin duda un papel importante en el posicionamiento internacional de muchos movimientos insurrectos, así como de algunos gobiernos. Un gran número de rebeliones armadas realizadas por la independencia nacional, o contra las dictaduras, lo han sido en nombre de un ideal universalista: socialista o socializante, cuando los poderes eran pro-occidentales, y de libertad y de democracia cuando dichos regímenes se decían progresistas o socialistas. Eran conducidas por directivas a menudo convencidas de que dichas ideologías podrían asegurar la libertad y la felicidad de su pueblo, y con frecuencia intentaron poner en práctica durante la lucha, e incluso

Kalyvas S., Ob. cit., construye un modelo con cuatro modalidades, separando las dos cuestiones del “apoyo popular” y de la violencia, que nosotros hemos reunido para seguir a Mary Kaldor. Sin embargo, vemos que las dos construcciones coinciden.


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Sobre esta pregunta, referirse especialmente a los trabajos de Scott J., The Moral Economy of the Peasant: Resistance and Subsistence in South East Asia, New Haven, Yale University Press, 1976; así como Berman B. y Lonsdale J., Unhappy Valley, Londres, James Currey, 1992.

12

El papel de los spirit mediums en la movilización campesina contra el régimen de Ian Smith no es sino un ejemplo de ello: Lan D., Guns and Rain. Guerrillas and Spirit Mediums in Zimbabwe, Londres, James Currey, 1985. Ver también Young J., Peasant Revolution in Ethiopia, Cambridge, Cambridge University Press, 1997.

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Kaldor M, 1999, Ob. cit., p. 98.

estudios

que se le unen a escala nacional o local. Son también las elites rivales que se enfrentan, y las comunidades cuya razón para entrar en la rebelión revelan poco de un acuerdo sobre las reivindicaciones de tal o cual movimiento, y más la convergencia de sus reivindicaciones y esperanzas propias con éstas. Aparte de que, localmente, las opciones que se ofrecen concretamente a las poblaciones son a menudo limitadas, los modos de movilización siempre han sido locales, y los conflictos por las grandes causes siempre se han unido con otros que nos llevan a historias de territorio, más que a movilizaciones universalistas, y según, en forma particular, la tradición de las relaciones de dicha comunidad con el Estado y con otros grupos, en especial con las comunidades vecinas. La adhesión voluntaria nos lleva a la vez a esos otros intereses concretos, y a la adecuación real o supuesta de la ideología universalista de la rebelión –o simplemente de la lucha en sí, o de la disidencia que ésta permite– a los valores de la economía moral11 propia de las poblaciones12 . No parece posible establecer una diferencia en cuanto a la naturaleza de las ideas universalistas de las antiguas guerras y los “marcadores” (labels13 ) de identidad de las nuevas, ni en su base, al nivel de los guerrilleros y de las poblaciones, ni aun totalmente al nivel de las directivas. O, además, hace falta trazar la línea de separación, y ¿a qué grado de universalismo o de particularismo? Afirmar una oposición tan marcada lleva, por un simple juego semántico, a poner en último lugar a la calidad de las ideas de estas ideologías, y a enviar a los defensores de las reivindicaciones localistas a las mismas tinieblas que las de las bandas de depredadores puros, o de liquidadores étnicos, y a privar en forma arbitraria a estos marcadores de toda posible legitimidad como expresión de una exigencia de dignidad o de una protesta en contra de las discriminaciones. ¿Qué sería, entonces, de la situación de los Kosovares bajo el dominio de Milosevic, por ejemplo? Una descalificación tan perentoria es tan discutible cuando por el contrario se les reconoce una legitimidad a las antiguas rebeliones que precisamente luchaban, en

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después de su ascenso al poder de Estado, sus ideales proclamados. Sin embargo, la posterior sinceridad de esta convicción no autoriza de ninguna manera a pasar por alto varios órdenes de realidad durante el análisis. La necesidad de los movimientos armados de alinearse en uno u otro campo de la Guerra Fría, a fin de recibir apoyos indispensables para su reconocimiento, su supervivencia y su eventual victoria, se traduce en un discurso ligeramente estereotipado, siempre universalista, aun cuando por lo menos grandes fracciones de las directivas de dichos movimientos pudieran ser primera y esencialmente nacionalistas, e incluso tan “etnonacionalistas” como otros que así se catalogan hoy. Aun si la adopción de dicho discurso no fuera solo el efecto de las presiones externas, sino que tradujera también una apropiación debida a las necesidades de legitimación propias, y aun a menudo, a una verdadera adhesión, resulta claro que varios de los movimientos del tercer mundo hayan utilizado el lenguaje necesario entonces (como lo es hoy en día el del Estado de derecho y del buen gobierno) sin sentirse obligados a llevarlo a cabo. Siempre han coexistido varios lenguajes diferentes de las organizaciones armadas o de los gobiernos, que van del discurso universalista de las relaciones internacionales, de uso externo, al que se maneja ante las poblaciones o los guerrilleros, a pesar de que se haga un esfuerzo por “politizar” este último. Las grandes ideologías de liberación siempre han sido objeto de una traducción a los idiomas políticos más autóctonos y, al ignorar este importante trabajo de reformulación, se pierde uno de los recursos de la movilización en una guerra civil. La adhesión por parte de la población a la “causa justa” del conflicto es en efecto mucho más compleja. Revela múltiples racionalidades que a menudo tienen poco que ver con las oposiciones globales que se supone debería expresar. Aun cuando el propósito social y nacional de la rebelión resulte innegable, no son solo ni “naturalmente” los miembros de las categorías sociales que tengan interés en ella (intelectuales, jóvenes, los oprimidos, los socialmente menores) los

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nombre del derecho a la auto-determinación, por objetivos del mismo orden en contra de los poderes coloniales que negaban la identidad y los derechos a las poblaciones dominadas. Mas aún, hoy en día se acusa de exclusivismo a ciertos movimientos en función de consideraciones no intelectuales, sino estratégicas. Y se ve bien claro cómo la etiqueta del oscurantismo y del fundamentalismo resulta adecuada para descalificar al enemigo: mostrando la ventaja de lograr la unidad de todos los nuevos demócratas que somos, ésta ya se había utilizado en numerosos movimientos de liberación por facciones que se llamaban modernistas, y rivaliza con todos los gobiernos que, frente a su rebelión, dicen ser representantes del orden democrático. Sin detenernos mucho sobre Argelia, mencionaremos la despiadada guerra de limpieza llevada a cabo en Chechenia contra el “terrorismo fundamentalista” por Moscú. Del apoyo popular a los antiguos conflictos y de la barbarie de los nuevos

Las imágenes de amputaciones y de cadáveres aparecen de manera recurrente en las pantallas de televisión, resumiendo genocidios, limpiezas étnicas, masacres y asesinatos salvajes. Este horror no puede impedir a los investigadores el dar muestra de rigor analítico y de prudencia metodológica. Primero, porque la obra En el corazón de las tinieblas de Joseph Conrad sirve de inspiración sumaria a bastantes descripciones brutales de la violencia, acompañadas a su vez de consideraciones también sumarias sobre los “nuevos bárbaros”14 . Además, porque este discurso sobre la barbarie es, como el del fundamentalismo, uno de los medios más sencillos de criminalizar de buena cuenta a los actores armados. Fue utilizado durante y después de la Guerra Fría, por toda la propaganda, incluso la democrática y universalista. Dicha descalificación de los nuevos actores del conflicto por el furor de su violencia se ve acompañada de una extrema eufemización de

las guerras antiguas. La inconcebible carnicería de la Primera Guerra Mundial15 , el genocidio de los judíos y de los gitanos16 , las muertes de Hiroshima y de Nagasaki, las prácticas de las guerras coloniales o casi-coloniales en Argelia o en Indochina, y aun los millares de muertos iraquíes en la guerra del Golfo deberían incitarnos a tomar un poco más de distancia. Basta con retomar los grandes ejemplos de los años 19451989, ya sea de las guerras entre Estados (IránIrak), las guerras civiles (Grecia, Sudán) o “regionales” (Vietnam, Afganistán), para comprobar que las masacres perpetradas por los movimientos insurgentes, y también por los ejércitos de gobiernos democráticos incluso, constituyen una práctica bien establecida. Más allá de esta “barbarie” hasta hace poco todavía muy compartida, parece que existe, tanto para Mary Kaldor como para los demás “teóricos de las nuevas guerras”, una cierta mitificación del apoyo popular del que se beneficiaron las antiguas rebeliones, omitiendo o minimizando los medios de coerción y de enmarcación de los combatientes, y de las poblaciones objeto de ellas. Numerosos movimientos (por no hablar de Estados) “revolucionarios” han eliminado en forma violenta a sus opositores, incluyendo a los civiles anónimos susceptibles de apoyarlos. La represión interior, a menudo despiadada, es más bien la regla que la excepción17 . Los levantamientos en masa organizados tanto por los gobiernos como por los grupos rebeldes, corresponden pocas veces a la imagen clásica de las multitudes entusiastas que agitan banderas. Tanto las rebeliones como los Estados en guerra han recurrido a la conscripción forzada, que es una realidad mayor en gran parte de los conflictos durante y posterior a la Guerra Fría, así como lo son las deserciones y su represión mortífera. Esta movilización coercitiva era y sigue siendo una de las grandes causantes de los desplazamientos, y de los refugiados que tratan de escapársele. La lucha por el acceso a las poblaciones refugiadas fuera de las fronteras, y que es-

14

Ver la introducción de Richards P., Fighting for the Rain Forest, Londres, James Currey, 1996.

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De nueve a diez millones de muertos. En promedio, para no mencionar sino las dos potencias más afectadas, cerca de novecientos franceses y mil trescientos alemanes por día murieron entre 1914 y 1918. Ver por ejemplo Audoin-Rouzeau S. y Becker A., 14-18, Retrouver la guerre, Paris, Gallimard, 2001, primer capítulo.

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Según el politólogo norteamericano Rudolf Rummel, las guerras de 1900 a 1985 (incluyendo las dos guerras mundiales) dejaron 35 millones de muertos, mientras que el número de víctimas de los genocidios, del gulag y de los campos de concentración se eleva a 150 millones.

17

Wickham-Crowley T., “Terror and guerrilla warfare in Latin America, 1956-1970”, en: Comparative Studies in Society and History, 32 (2), 1990.


De la movilización de recursos en las antiguas guerras, y la depredación de las nuevas

Los “analistas de las nuevas guerras” comparten una visión de la economía de los antiguos conflictos como caracterizada por la centralización, incluso la autosuficiencia de una produc-

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Si en Zimbabwe los campesinos aceptaron por años el maltrato y la depredación de los “combatientes de la libertad”, fue con la esperanza estratégica de que el cambio de poder conllevaría una reforma agraria de contornos imprecisos, pero que les daría los medios para subsistir. Ver Kriger N., Zimbabwe’s Guerrilla War. Peasant Voices, Cambridge, Cambridge University Press, 1992. Para otro estudio minucioso, ver Le Bot Y., La guerre en pays maya, Paris, Karthala, 1992.

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De ahí la Renamo, cuya fortaleza provenía también del hecho de que se le atribuía un dominio de los espíritus “más fuertes”, los de los Ndau, vio surgir en su contra milicias que supuestamente se encontraban ligadas al mundo de lo invisible, los Naparamas. Wilson K., “Cults of violence and counter-violence in Mozambique”, en: Journal of Southern African Studies, 18 (3), septiembre, 1992.

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Es lo que explica Malkki L., Purity and Exile: Violence, Memory, and National Cosmology among Hutu Refugees in Tanzania, Chicago, University of Chicago Press, 1998: “Cómo conocer la identidad de una persona con la certeza suficiente como para matarla”.

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Como lo sugiere Simmel G., Le conflit, Strasbourg, Circé, 1992; Appadurai, “Dead certainty: Ethnic violence in the era of globalization”, en: Public Culture, 10 (2), 1998.

estudios

También debemos interrogarnos sobre los aspectos culturales de la violencia y sus usos, así como sobre los juicios con respecto a su barbarie. Las muertes a machetazos, ¿son claramente más bárbaras que los bombardeos con napalm? Más allá, la visión tan racional y uniforme de la violencia que se expresa en los análisis de las nuevas guerras no toma en cuenta el que –como lo han mostrado diversos estudios– ésta se ejerce a menudo y sobre todo para controlar el mundo de lo invisible, y sirve en ocasiones para demostrar el dominio de los espíritus, y por tanto, la invencibilidad de los que la utilizan19; y que ésta nos refiere, en los diferentes casos, a configuraciones culturales particulares. Algunos trabajos relacionan a la violencia étnica con una forma de conocimiento, pues los cuerpos de personas individuales se hallan ahora metamorfoseados y convertidos en ejemplares de la categoría étnica a la que se supone que pertenecen20 . Otros hacen énfasis en la duda, la indeterminación en cuanto a la identidad del enemigo que merece la muerte21 . Sin estar obligado a adherir a esas tesis, hay que anotar que la violencia “irracional” o “arbitraria” es en primer término la que no se comprende, es la violencia del otro. Sobre este tema de la violencia, de sus modos y sus fines, así como sobre el de las “ideas”, resulta claramente necesario establecer diferencias entre las rebeliones, pero dichas diferencias no pueden ser cualitativas con respecto a un antes y un después.

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tán al cuidado de organizaciones humanitarias, su transformación en terrenos de extorsión y de reclutamiento más o menos forzado, la existencia, en el seno de los movimientos de liberación, de organizaciones policivas encargadas –a menudo con la ayuda de la policía de los países aliados– del reclutamiento para la guerra, son prácticas antiguas, aun si dicho movimiento humanitario o tal organización humanitaria las han descubierto hasta ahora solamente. Mientras que la guerra pone en cuestión en forma radical la seguridad y el derecho a la vida de las poblaciones, el apoyo por parte de una comunidad al gobierno o a la rebelión conlleva, ayer como hoy, no sólo razones “ideológicas” sino una búsqueda de mayor seguridad; y las relaciones entre la guerrilla –revolucionaria o no– y los campesinos aliados en contra de un enemigo común están lejos de haber sido alguna vez idílicas18 . Además, no nos parece que la violencia extrema pueda definirse como característica de las nuevas guerras en oposición a las antiguas, a menos que se ignore el empleo del terror como política deliberada antes de la globalización y al término de la Guerra Fría, y, desde entonces, no solamente por parte de los “salvajes de los machetes” de Ruanda, los “Rambos drogados con cocaína y con películas de Kung-fu” de Sierra Leona o de Brazzaville, o de los siniestros milicianos serbios. Dichas prácticas también han sido ejecutadas desde hace mucho tiempo por las fuerzas elite, con el consentimiento –e incluso la iniciativa– tanto de los Estados mayores (incluyendo los de los grandes países democráticos) que han considerado necesario el “aterrorizar a los terroristas”, como de las guerrillas revolucionarias preocupadas por castigar a los “enemigos del pueblo”, o de llevar a las poblaciones a escoger el “campo correcto”.

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ción intensificada y orientada hacia la guerra. Se presenta ya de manera muy esquemática en el caso de los países involucrados en las dos guerras mundiales: aun allí, existía una renovación de lo informal y de lo ilegal, de lo disperso y de lo que cruzaba las fronteras en forma de contrabando y de mercado negro; existía también la depredación: la extorsión y la confiscación de los bienes del enemigo son una de las características de las guerras de conquista, y aun de las guerras estratégicas centrales22 . En cuanto al saqueo y al pillaje contra las poblaciones del campo enemigo, éstas han marcado a todas las guerras civiles. Además, sólo una aceptación ingenua del eslogan “Contar con sus propias fuerzas”, adoptado por numerosos movimientos armados revolucionarios de la época de las guerras de independencia, o de la Guerra Fría, puede hacernos olvidar la tremenda implicación trans-fronteriza e internacional en la economía de estos conflictos, y, una vez más, de su informalidad y su ilegalidad. En lo que respecta en forma más particular a los conflictos que se integraban en la Guerra Fría (y mientras que otras rebeliones “olvidadas” se las “arreglaron” por todos los medios posibles: producción colectiva, robos y comercio, rehenes, etc.), los movimientos armados (y en forma recíproca los Estados) recibían de los grandes padrinos o de sus redes locales y de los países vecinos armas, fondos, consejeros, mercenarios, medicamentos y diversas facilidades. Esta ayuda trans-fronteriza escondida y no legal podía de hecho permitir que esas rebeliones de entonces no vivieran tan encima de las poblaciones que rodeaban. Pero no impedía ni la explotación de los recursos de los territorios controlados a beneficio de los movimientos armados, ni la existencia de un impuesto revolucionario: dicho de otro modo, lo que hoy se denomina simplemente depredación y pillaje. Invocar simplemente la trans-nacionalidad, la informalidad y la ilegalidad para calificar como “nueva” a la economía de los conflictos actuales resulta entonces inapropiado. Existen, es cierto, diferencias que se pueden establecer entre los medios económicos de las rebeliones armadas. Pero éstas deben especificarse en función de las condiciones generales de la aparición de las mismas, es decir, de los procesos de informalización

y de privatización de la economía internacional, desde la época de paz; y del mismo modo, en relación con el funcionamiento económico de los Estados mismos. En este caso también, no se podría distinguir un antes de un después en forma homogénea. En cuanto a hacer de esta informalidad un factor de beligerancia por esencia, hay un paso que no se puede dar. Además, para los antiguos “conflictos regionales” o para las “pequeñas guerras” actuales, el recurrir a ayudas diferentes al auxilio “ideológico” exterior, y particularmente a la explotación intensiva de materias primas intercambiables a cambio de armas, ya sea que se trate de bosques, diamantes, o coca, no convierte necesariamente a esos recursos en objetivos de guerra. Pues bien, varios de los “analistas de los nuevos conflictos” pasan directamente, como lo hace Collier, del medio al fin: no solamente oponen las antiguas rebeliones (nutridas de buena gana por las poblaciones conquistadas para la causa) a las nuevas (sostenidas por el trabajo forzado de los civiles, lo que además enriquece a los dirigentes rebeldes), sino que transforman a estos últimos en “señores de la guerra”. En efecto, todos estos autores hacen referencia a los estudios clásicos sobre los señores chinos de la guerra23 . Pues los warlords chinos ciertamente manejaron más la guerra que la razón, pero también administraron territorios, y aun los desarrollaron mucho más allá del estado en que los habían heredado justo después del colapso de la dinastía imperial. Bajo el mismo término, los “analistas de las nuevas guerras” sostienen una tesis completamente diferente: la de los nuevos empresarios militares, de los grandes depredadores (modelo inspirado del personal rule) que no luchan ni siquiera por el poder, y éste no les interesa, pues ya se encuentran a la cabeza de cuasi-Estados, y sacan gran ventaja de esta situación. Hacen la guerra por la guerra, o, lo que resulta equivalente, por la depredación. ¿ A N Á L I S I S D E C O N F L I C TO S O CONSTRUCCIÓN DE UN SÍNDROME?

Posterior a la Guerra Fría y en la era de la globalización, aprehender una modificación de los conflictos, y de la naturaleza de los conflictos, en especial, de los conflictos civiles, está clara-

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Delarue J., Trafics et crimes sous l’Occupation, Paris, Fayard, 1993.

23

Sheridan J., China in Disintegration: The Republican Era in Chinese History 1912-1949, New York, Free Press, 1975. Sheridan J., Chinese Warlord: The Career of Feng Yü-hsiang, Stanford, California University Press, 1966. Ch’en J., “Defining Chinese warlords and their factions”, en: Bulletin of SOAS, XXXI (3), 1968.


Diferentes objetos y análisis para una misma teoría

En primer lugar, cabe anotar que Mary Kaldor y la mayoría de los defensores de la idea de la novedad de los conflictos posteriores a la Guerra Fría se refieren en los mismos términos a la oposición entre lo nuevo y lo antiguo, y sin embargo no hablan ni de las mismas guerras antiguas, ni de las mismas guerras modernas. Resulta claro, en primer lugar, que esta corriente se constituye a partir de dos fuentes disciplinarias, y también de dos tipos de campos de estudio: el de las investigaciones internacionales y estratégicas enfocadas en la competencia Este/Oeste, y el del análisis histórico, sociológico y antropológico de las “guerras revolucionarias”, y de los Estados del tercer mundo. Estas dos zonas se encuentran hoy en lugares diferentes, es verdad, en la periferia del Occidente, motor del nuevo orden internacional, del cual ellos no habían, por diversas razones, formado parte: un tercer mundo ex-colonizado y sumergido bajo la Guerra Fría, o ex-bloque comunista en descomposiciónglobalización. Mary Kaldor hace un paralelo entre estas dos situaciones, y apoya en éste la validez general de su modelo, aunque sin realizar un examen preciso. Pues bien, más allá de estos orígenes y procedimientos diferentes, se ve claramente que la base de la comparación de los conflictos actuales no está constituida para diferentes autores por las mismas guerras antiguas. Cuando Mary Kaldor opone su centralización económica y su autosuficiencia a la informalidad y la transnacionalidad de las nuevas, se refiere a los Estados europeos que, envueltos en guerras internacionales, ajustan su control sobre la economía, mientras que los intercambios se debilitan por efecto de la guerra y del bloqueo. Aunque menciona a las antiguas guerrillas revolucionarias en su comparación, su tesis no se basa en ellas. Los “analistas de las nuevas guerras depredadoras” de hoy las comparan con otros conflictos del tercer mundo, y en particular, con

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las guerrillas que se inscriben en el cuadro de la Guerra Fría, y que adoptaron sus metas o su discurso. Más precisamente, oponen a las antiguas guerrillas revolucionarias, las nuevas rebeliones. El objeto “guerra antigua” no es, por tanto, el mismo para unos u otros. Y los calificativos idénticos empleados para caracterizarla recobran realidades demasiado heterogéneas para poder basar una comparación rigurosa. Pero todos esos autores no hablan tampoco de las mismas nuevas guerras, o, cuando lo hacen, no las analizan realmente de la misma forma, aun limitándose únicamente a las guerras civiles. Esta visión reagrupa en efecto dos variaciones de conflictos civiles que convendría, a menos a título de hipótesis, distinguir. Por un lado, está la de la identity politics, del fundamentalismo, del etno-nacionalismo, es decir, de las guerras políticas –una política ciertamente retrógrada y exclusiva–; por otro lado, la del fin de la política que expresa la guerra sin otro fin que la guerra misma y la depredación que ocasiona. Para la primera, los ejemplos serían el conflicto de los Balcanes y el genocidio de los ruandeses Tutsis, y para la segunda, las guerras en Liberia y Sierra Leona, en donde el conflicto armado no pone en oposición a campos étnicos o raciales. Del mismo modo, sería conveniente distinguir a priori entre dos tipos de esta violencia extrema que se supone caracteriza a las nuevas guerras: la violencia de la eliminación deliberada (versión de Mary Kaldor), que brotaría intrínsecamente de la ideología retrógrada y exclusivista, y la violencia anómica, gratuita y generalizada, la cual manifiesta (por el contrario) la ausencia de política. Sin embargo, estas distinciones son tan ausentes como las que se basan en modelos económicos precisos de sustentación de los rebeldes. La existencia de dos contenidos diferentes para la afirmación de una misma tesis da muestra de un análisis insuficiente. Además, el punto de quiebre entre los conflictos antiguos y nuevos –y por tanto, el significado de este corte, sus dimensiones y consecuencias precisas– rara vez se ve especificado y mucho menos analizado. Pues, según se escoja la globalización o el final de la Guerra Fría, ya no se tiene la misma muestra: todos los conflictos de los años ochenta, que serían “antiguos” para el segundo caso, son “nuevos” en el primero, sin que nadie parezca molestarse, lo que nos deja al menos un poco perplejos. Pero sobre todo, no se trata de fenómenos del mismo orden, aun si el final de la Guerra Fría haya dado

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mente a la orden del día, tanto para los analistas como para la comunidad internacional. Y varios elementos e ideas propuestos por Mary Kaldor despiertan sin duda interés. Sin embargo, la confrontación de la tesis (la oposición término a término de los conflictos antiguos y los modernos) con la realidad de los casos, no resulta conclusiva. He aquí en forma breve un recuento de lo que nos aparece como las principales fallas de estos análisis y razonamientos.

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un curso más libre a la globalización, y éstos no llevan por consiguiente –a menos que se hable en forma vaga–, a las mismas transformaciones. Así que las condiciones internacionales que se supone contribuyeron a explicar la aparición de nuevas formas de conflicto no son en absoluto las mismas para diferentes autores de esta corriente. Mary Kaldor insiste más bien sobre ciertos rasgos de la globalización como la desreglamentación o la decadencia de los Estados. Otros autores lo hacen sobre diversos aspectos del final de la Guerra Fría: la desaparición del campo socialista y de las ideologías revolucionarias, el despertar de las oposiciones étnicas que la Guerra Fría había adormecido, o aun, en el plano económico, la desaparición de la renta estratégica para ciertos Estados o movimientos armados. Esta falta de análisis profundo sobre la recomposición del mundo pesa gravemente, a nuestro parecer, sobre el análisis de los conflictos mismos. De las amalgamas invalidantes

Hemos dicho que la mayoría de los autores de esta corriente no se toman el trabajo de construir una argumentación, y se contentan con evocar antiguos conflictos a los cuales oponen los nuevos. No es el caso de Mary Kaldor. Su razonamiento general no sufre sino dos amalgamas que, unidas a un tropiezo relacionado con los conceptos de la reflexión clásica sobre la guerra, parecen poner en duda la validez misma de la construcción del paradigma antiguo/nuevo, y llevarnos a confundir guerras que no pudieran serlo. El problema se encuentra en la distinción (que es sin embargo, una de las más solidamente establecidas en la sociología y la filosofía políticas, e incluso en la disciplina de las relaciones internacionales) entre las guerras que enfrentan a los Estados y las guerras civiles de la época moderna, así como en la caracterización de estas últimas como fundamentalmente incivilizadas y sin ley24 . Las guerras entre Estados han dado lugar en forma progresiva, con el pasar de los siglos, al establecimiento de un derecho de la guerra25 , a convenciones y normas, límites que se han podi-

do establecer gracias al reconocimiento de la igualdad en cuanto a la soberanía de los Estados. Las guerras civiles, que rompen el orden fundador del Estado (el monopolio efectivo de la violencia legítima) son guerras sin convenciones de Ginebra que protejan a los civiles26 , salven a los prisioneros, distingan a los ejércitos de las milicias y reconozcan los uniformes y los rangos. Se trata por definición de guerras incivilizadas. Sin duda, sería conveniente volver a estudiar esta distinción cualitativa en la época de la globalización, pero uno no puede simplemente dejar de tenerla en cuenta. Es posible que tal confusión sea el resultado en parte de la llegada súbita, en el campo de estudio de los conflictos civiles, de especialistas en relaciones internacionales que les transfieren a éstos su visión de la guerra27 . Pero vemos ya cuán necesaria y fructífera hubiera sido una referencia crítica a los análisis clásicos: para evitar decretar como nueva una barbarie civil que es fundamental; para agudizar más el análisis sobre lo verdaderamente nuevo en las guerras de hoy, y también para examinar más seriamente lo que podría eventualmente determinar la especificidad de las guerras revolucionarias (¿quizás menos bárbaras?) –o más probablemente, hoy como ayer, ciertos tipos de rebelión, entre todas las guerras civiles–, ya que la cuestión de una tipología se presenta de un lado y otro de la brecha instaurada por esta corriente. Este callejón sin salida en la teoría autoriza a Mary Kaldor a hacer una primera amalgama. Ella compara, en efecto, las nuevas guerras que sirven para construir su modelo (Bosnia y NagornyKarabakh), en forma indiferente, con lo que denomina las “antiguas guerras ideológicas o geoestratégicas”, es decir, a la vez guerras civiles, entre las que están las guerras de independencia y los conflictos interestatales de antes de la globalización, entre los que están las dos guerras mundiales y el enfrentamiento de la Guerra Fría. Tal comparación en el tiempo, de dos conjuntos no homogéneos (guerras mundiales, conflictos geoestratégicos, rebeliones de identidad locales, guerras de poder) nos parece francamente

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Entre numerosos trabajos clásicos, citemos por ejemplo a Bouthoul G., Tratado de polemología : Sociología de las guerras, Paris, Payot, 1991; o, para una visión más antropológica, a Adam M., “La guerre”, en: M. Abélès et H.P. Jeudy (dir.), Anthropologie du politique, Paris, Arman Colin, 1997.

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Ver la reflexión muy estimulante de Nabulsi K, Traditions of War: Occupation, Resistance and the Law, Oxford, Oxford University Press, 1999.

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A pesar de la preocupación recientemente manifiesta a este respecto en las Naciones Unidas.

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David S., “Internal war: Causes and cures”, en: World Politics, 49 (4), 1997.


Una construcción de síndromes

Como acabamos de ver, nuestros autores no quisieron, o no lograron construir verdaderamente dos tipos de guerra sobre la base de un examen profundo de factores de cambio y del establecimiento analítico de una serie de características de unas y otras. Los factores de cambio,

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Ver la introducción de su obra y su duda en la utilización del calificativo “post-moderno”.

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También puede estar bajo la influencia de la disciplina de las relaciones internacionales: en éstas, son siempre los Estados los que están en guerra, es decir, se trata de entidades del mismo tipo.

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poderes de Estado, y de las cuales el emblema es Milosevic, sean dignas del mismo análisis que la mayoría de las rebeliones actuales: ¿Qué hay de la guerrilla zapatista, de la violencia gratuita imputada por los actores de las nuevas guerras a los “asesinos drogados del RUF” de Sierra Leona, los movimientos armados de la actualidad que siguen reclamando diversas variantes de las ideologías comunistas, incluso de aquellos cuya base social o aspiraciones son en verdad “de identidad” o de secesión, pero que son la expresión de una reivindicación no satisfecha de derechos o de reconocimiento en Estados en que la confrontación pacífica resulta imposible? Las únicas rebeliones armadas con las que se podría comparar en ciertos aspectos las empresas guerreras tipo Milosevic son aquellas que, como la suya, se lanzan en una guerra de terror alentadas por una ideología fundamentalista (como la del GIA en Argelia). Cabe anotar, sin embargo, que dichos gobiernos y dichas rebeliones, tanto exclusivistas como “retrógrados” y que toman, tanto los unos como las otras, a los civiles como blanco, no tienen los mismos medios ni recursos; y que el recurso a la guerra no conlleva en los dos casos el utilizar los mismos mecanismos. ¿Puede uno, sin más análisis, declarar como equivalentes las razones que impulsan a un poder de Estado a construir por medio de la limpieza una “gran” patria purgada de sus indeseables, y las motivaciones de una rebelión fundamentalista? ¿No se parecerían mucho más las primeras a las de las empresas genocidas de los “Estados totales” que no hubieran encontrado oposición armada (necesariamente armada)? Aquí también la confusión impide que se lleve a cabo un análisis riguroso tanto de las rebeliones anti-gubernamentales como de los Estados (los que se involucran en guerras de limpieza y aquellos contra los que se forman las rebeliones, eventualmente fundamentalistas) y de su evolución en la era de la globalización.

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inapropiada, y sólo puede resultar bastante infortunado para llevar a cabo el análisis (no nos sorprenderá entonces que Mary Kaldor haya decidido finalmente, luego de un examen confuso y rápido de las demás teorías sobre las nuevas guerras, calificarlas simplemente como nuevas28 ). Esta mezcla prohíbe, por ejemplo, establecer una verdadera comparación entre las guerras civiles antiguas y nuevas, aunque pretenda tenerlas en cuenta por medio de su modelo globalizante, y que los “analistas de los conflictos de la pos-Guerra Fría” puedan adherirse a ella. La segunda amalgama, que resulta en parte sólo por la existencia de la primera29 , consiste en incluir bajo el título “nuevas guerras civiles” dos tipos de conflictos en los que queda por demostrar que se pueden analizar juntos. No se trata tanto de saber si se puede calificar una guerra como “civil” desde que se ejerza sobre todo en contra de los civiles, aunque sí se trata, evidentemente, de una dimensión que hay que tener en consideración; ni tampoco se trata de observar que éstas puedan desbordarse o exportarse más allá de las fronteras del Estado, ya que éste es un problema de análisis concreto y requiere un esfuerzo de conceptualización en términos de sistemas de conflictos (interiores y trans-estatales). El verdadero problema de método es la amalgama entre dos tipos de conflictos armados civiles que nos parecen, por un lado, obedecer a razones y motivaciones muy diferentes, y por otro lado, a no tener en absoluto los mismos efectos sobre las sociedades. Nosotros nos referiremos al primer tipo como “guerras de limpieza”, llevadas a cabo por iniciativa de los poderes del Estado, en el territorio nacional o en el de (o hasta el de) los vecinos. De hecho, es a partir de esas guerras en los Balcanes que Mary Kaldor aísla sus tres características de las nuevas guerras. Es para dar cuenta de ellas que se sigue por los cambios introducidos por la globalización, sobre todo en términos de desregulación y de ilegalidades, de la delicuescencia de los Estados y del descrédito de las clases políticas, y es con respecto a ellos que ella habla de identity politics. Sin embargo, la generalización de este análisis hacia todas las nuevas guerras, civiles e internacionales, no nos parece legítima ni en teoría, ni de hecho. No parece, en efecto, que dichas guerras, iniciadas por

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cuando se evocan seriamente, no son iguales para los diferentes autores, y algunos no sobreviven al examen. Lo mismo sucede con las supuestas diferencias cualitativas entre los nuevos y antiguos conflictos, puesto que muchas de las características atribuidas a los conflictos antiguos no se han comprobado, y que aquellas que se atribuyen a los nuevos agrupan, a menudo, bajo palabras comunes, contenidos incomparables. Además, las tres grandes variables definidas como características no se encuentran necesariamente a la par. Estamos aquí en presencia de la constitución de dos síndromes. Cada uno, en efecto, se encuentra bien definido por los autores, por una serie de síntomas. Sin embargo, este conjunto carece de un enlace necesario: así, lo hemos visto, no existe un enlace entre la existencia de una ideología inclusiva, y la del apoyo popular, entre esta ideología o este apoyo y la ausencia de coerción, entre unas y otras y el acaparamiento de los recursos existentes para la guerra. Tampoco existe la posibilidad, a pesar de la referencia a tal o cual aspecto de la pos-Guerra Fría o de la mundialización, de establecer un lazo entre este conjunto y los factores que explicarían su surgimiento. Y por consiguiente, una vez más, a pesar de las conclusiones y recomendaciones brindadas, aquí no encontramos realmente los medios de encontrar la “cura” para estas nuevas guerras. De hecho, nos hallamos ante un modo paradójico de construcción teórica, puesto que el objeto de estudio de todos estos autores no es la comparación entre el antes y el después de un momento crucial, ni tampoco el estudio de las guerras llamadas antiguas; se trata claramente de las guerras actuales –y es precisamente para analizarlas que las instituciones internacionales o los diversos think tanks han recurrido a ellos. Pero lo que los lleva a construir el mismo paradigma no se encuentra en un análisis común de las nuevas guerras–no estudian las mismas guerras, no construyen su modelo general a partir de objetos del mismo tipo (todas las guerras, las guerras civiles, las guerras “genocidas” o las rebeliones, etc.) y no les atribuyen las mismas características principales (fundamentalismo y etno-nacionalismo, o violencia sin sentido o depredadora, etc.). Lo que finalmente constituye una unidad entre estos autores aparece claramente como la elaboración de un mismo síndrome de las antiguas guerras, el cual no se construye sobre un estudio empírico de las características de éstas, ni tampoco sobre el examen de las condiciones, interna-

cionales u otras, que les hayan dado origen, sino alrededor de una característica inicial, de la cual se originarían todas las demás: antes, lo que se encontraba en el origen de las guerras y las rebeliones, y que colocaba tanto a los soldados como a los guerrilleros y a sus jefes a ambos lados de la Guerra Fría, y de las trincheras de los “conflictos regionales”; eran las ideologías universalistas, inclusivas y cosmopolitas. Ello daba como resultado –aun si como lo hemos visto, un examen histórico lo desmiente en muchos casos– que la violencia era controlada, el apoyo popular estaba asegurado y los recursos se movilizaban sin robo ni restricción. Y casi que podríamos resumir este síndrome en términos de juicio moral: la legitimidad de los fines simbolizados en las ideologías universalistas habría tenido entonces por consecuencia la corrección (sin violencia, sin pillaje) de los revolucionarios –o, si se prefiere, y en forma contradictoria, de los “combatientes de la libertad”– y la adhesión masiva y entusiasta de las poblaciones en la construcción de un hombre nuevo en todas las zonas liberadas primeramente, incluso posteriormente, por los movimientos así llegados al poder, en los Estados del pueblo entero. Estamos caricaturizando, claro, pero se trata sobre todo de esto, esta visión un poco idílica, ciudadana y rústica a la vez, bastante nostálgica, que reúne en la misma corriente a este conjunto de investigadores provenientes de diversos horizontes y disciplinas, y que reflexionan en formas muy diferentes sobre tipos de conflictos que son también muy distintos. No resulta entonces improbable que esta comunidad de visiones nos lleve no sólo a una convergencia de análisis sino a sensibilidades comunes, que son tal vez el resultado de trayectorias intelectuales similares y que expresan antiguos compromisos en común: concerned scholars, progresistas, y para los analistas de los conflictos del tercer mundo, simpatizantes, e incluso compañeros de ruta de antiguas rebeliones socializantes. Sin embargo, a fin de cuentas, la coherencia del paradigma “guerras viejas /guerras nuevas” se basa en un descuido: puesto que las “antiguas” no son jamás el objeto de un análisis apropiado, y aparecen como un contrapunto que se da por hecho para las guerras de hoy. No se les somete a un nuevo examen a la luz de la mirada lúcida que los investigadores lanzan sobre las últimas. Incluso, dicho examen se excluye precisamente debido a la construcción de una oposición entre guerras antiguas y guerras


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En su vertiente oficial fácilmente manipulable, y cada vez más manipulada por los poderes del Estado.

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formas los errores que en el pasado afectaron gravemente el estudio de las guerras civiles. Por disparatado que parezca, este conjunto de teorías no deja en efecto de presentar una nueva problemática legítima, a la que se puede oponer todo analista. Detenernos en el contexto de la formación de estas corrientes –y del surgimiento de la nebulosa que las mismas conforman– puede, desde luego, ayudarnos a comprender la comunidad de sus visiones a pesar de que haya desacuerdos significativos. Ello puede de igual forma ayudar a explicar las actitudes que de allí surgen casi en forma natural por parte de una comunidad internacional que también es, a través del sesgo de diversos organismos, la que solicita dichos análisis. Resulta sorprendente, en efecto, que más allá de las divergencias en el análisis, y las diferencias en cuanto a la sensibilidad, todas estas corrientes vean sólo dos tipos “nuevos” de acción como eficaces y legítimas para ponerle término a la guerra (sin siquiera hablar de políticas de prevención, generalmente inexistentes): la judicialización de las responsabilidades, y la “erradicación” de la guerra que tiende a ser, a menudo, la de la erradicación del movimiento rebelde. “La Guerra Fría ha terminado”. Para algunos, se ganó a las fuerzas del mal. A los ojos de los liberales, la democracia de mercado ha triunfado, aun si su reino tarde en llegar a ciertas periferias, o si (como se inclina a creerlo) el mundo democrático civilizado deba prepararse para el asalto de nuevas “fuerzas del mal”. Otros han seguido una trayectoria diferente. A menudo, luego de haber sostenido a los movimientos de liberación del tercer mundo, tardaron en darse cuenta de que una vez en el poder, muchos se transformaban en dictaduras. Hoy no dudan de que la dictadura, así fuera popular, que reinaba en el bloque comunista, resultaba nociva e inaceptable: son los “nuevos demócratas”. Contrariamente a los primeros, lamentan sin embargo el eclipse de las grandes ideologías de transformación social e interpretan este vacío como una falta de sentido. Mientras que no pueden ver a los movimientos rebeldes hoy como los veían ayer, como libertadores cuyos ideales podían compartir, se muestran más altivos en cuanto a los derechos humanos y señalan cada vez más, al observar a los rebeldes, la violencia y la depredación. Todos ellos, los antiguos o los nuevos demócratas, que por lo demás están física y

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nuevas. Al hacerlo, a pesar de todas sus ventajas con relación a tesis extremistas como las de Collier, o catastrofistas como las de Kaplan, y a pesar de todas las divergencias explícitas o no con éstas, el análisis kaldoriano de los conflictos no las invalida. De hecho, no las confronta. E incluso llega a fin de cuentas a nutrirlas, puesto que pone por delante al fundamentalismo, la barbarie y la depredación, y se inclina lógicamente hacia una solución de dichos conflictos en términos de justicia y de policía, y aun de guerra. En verdad, el capítulo que Mary Kaldor dedica a una solución “cosmopolita” no escatima ni a los Estados, ni a una cierta diplomacia de bombero pirómano. La acción que ella propone, llevada por las sociedades civiles locales (a su vez apoyadas en una sociedad civil internacional) y transformada por valores cosmopolitas, es en espíritu muy diferente de la que surge de las posiciones de las otras dos corrientes. Sin embargo, la existencia de las sociedades civiles30 en la acepción homologada del discurso internacional se postula para ella en todos los casos (allí se vuelve a encontrar la idea del pueblo bueno, siempre presente en las ideologías de izquierda), pero elimina completamente las profundas divisiones que se expresan en el conflicto, y que éste excava o provoca en una sociedad “civil” en verdad, pero no por ello dotada de fuerza y autonomía, ni incluso del deseo de paz que se le atribuye (y que no ha podido entre otras cosas impedir la militarización de la confrontación). Es así que, sin siquiera evocar la aversión bastante común entre los diplomáticos de llevar a cabo sus acciones en tal cuadro civil, la tesis de Mary Kaldor puede, por no adecuarse a la realidad, no ofrecer otra solución que la de retomar las prácticas más “realistas” de cara a la “barbarie”, como lo es el uso de la fuerza. Al leer las teorizaciones de los conflictos propuestas por Mary Kaldor, Paul Collier y, de un modo más impresionista, Robert Kaplan, se percibe en forma paralela cómo el contexto intelectual y moral en el cual éstas han surgido constituye un factor de distorsión. Sí, las guerras civiles han sufrido importantes transformaciones. Pero, al finalizar nuestra lectura crítica de estos paradigmas diferentes de los conflictos, nos parece esencial, corriendo el riesgo de desesperar (al menos en forma provisional) a los generalistas o teóricos, el no repetir bajo otras

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mentalmente “en el corazón del centro del orden mundial”31 , están convencidos de que el empleo de la violencia lleva necesariamente a la perversión de los objetivos, por nobles que sean. Consideran entre otras cosas que siempre existen mejores medios que la guerra en un nuevo orden internacional, cada vez más civilizado, en el que cada vez más países han acogido el modelo democrático, multipartista, de gobierno, han reconocido los derechos fundamentales y se encuentran además bajo la mirada de la comunidad internacional. “Las democracias no hacen la guerra”, afirmaba el presidente Clinton, y, de hecho, el ideal de una paz universal democrática hace parte hoy de nuestro horizonte ideológico32 . Esta convicción se ve reforzada por la idea internacionalmente adquirida sobre la importancia de la sociedad civil en la democracia y el progreso, y por el hecho de que las sociedad civiles locales pueden apoyarse hoy en una sociedad civil internacional para obtener la satisfacción de sus esperanzas más justificadas. Gracias a la configuración actual del sistema internacional en todas sus formas (la ONU, TPI, y también la OMC, el FMI, las ONG, etc.), se puede pesar sobre los Estados, a los que (al contrario de las rebeliones) se les pueden imponer condiciones que les obliguen finalmente a ceder a las reivindicaciones democráticas, e incluso a sostener ellos mismos las famosas sociedades civiles celebradas en los documentos internacionales. En cuanto a la cuestión de los medios combinados (interiores e internacionales) para este progreso de la democracia, existen opiniones diversas, que incluso se enfrentan unas a otras, y son en parte el reflejo de las diversas trayectorias de los demócratas que somos. Ciertos otorgan una prioridad irreductible a los derechos humanos, a la libertad de prensa, o a los derechos sociales. Otros estiman que obran en pro de la construcción de una justicia internacional. Otros más estiman que el mercado es “la madre de todas las democracias” y las empresas las principales fuerzas vivas de la sociedad civil, y creen más bien en una colaboración entre Estados y multinacionales en el sentido de un mejor “gobierno”. Finalmente, otros preconizan y preparan la “guerra justa” ante las nuevas amenazas, en especial los Estados truhanes. Son más bien diferencias de sensibilidad.

Aun si las sociedades occidentales conocen en esta materia diferencias todavía apreciables, la cultura de la guerra ha conocido en Occidente, a partir de la construcción del arma nuclear y de la evolución fordista de estas sociedades el día después de la Segunda Guerra Mundial, una debilitación relativa y una deslegitimación de la violencia excesiva en la guerra33 . Así pues, esta transformación se sitúa en contradicción exacta con la que se muestra inmediatamente en los nuevos conflictos. Los excluidos del nuevo orden planetario pertenecen en verdad a otro mundo, incomprensible y bárbaro. De allí su cierta receptividad a las soluciones en verdad tan quirúrgicas como sea posible pero a veces radicales con respecto a ellas, ya que se trata del bien de la democracia y de la humanidad, y que las bajas humanas no son sino daños colaterales. Tanto los investigadores como los diplomáticos, o los simples ciudadanos de Occidente vivimos hoy en esta ideología ambiente. Una vez más, lo vemos aquí, se trata más de una nebulosa que de una dominación ideológica, y ciertamente no de un pensamiento único. De hecho, su fuerza proviene de no serlo. Les deja entre otras cosas a los que hoy adhieren a este rechazo por la barbarie, la posibilidad de no volverse hacia su pasado, de no remover los hierros en las cicatrices de las viejas masacres de cada uno, y aun, de cultivar sus propias nostalgias. A este respecto, y en lo que concierne a la comunidad intelectual en particular, uno no puede sin embargo sino sentirse consternado por la existencia pacífica de dos tesis radicalmente diferentes, en lo relacionado con los conflictos recientes de la Guerra Fría, entre autores que no son investigadores aislados, sino que trabajan unos y otros para tal o cual institución de la comunidad internacional: algunos, como Mary Kaldor, siguen viendo a los protagonistas de cada uno de estos conflictos como movidos por causas progresistas, aspirando al bien común y utilizando métodos legítimos y nobles por y para los pueblos. Otros, a la manera de Collier, no quieren considerarlos como menos criminales que a todos los rebeldes. Pero todo ello no es aparentemente tan grave entre las instituciones y los investigadores civilizados. Por el contrario, esta ideología posee evidentemente una eficacia temible para todo el que (o

31

Shaw M., “Guerre et globalité: le rôle et le caractère de la guerre à l’intérieur de la transition globale”, en: Hassner P. et Marchal R. (dir.), La guerre entre le local et le global, Paris, Karthala, 2003.

32

Blin A., Géopolitique de la paix démocratique, Paris, Éditions Descartes & Cie, 2001.

33

Ver el análisis que proponen Boëne B. y Dandeker C., Les armées en Europe, Paris, La Découverte, 1998.


estudios

quietantes, sin duda, pero poseedores de varios pasaportes diplomáticos y de fuertes relaciones gubernamentales y, a niveles menores pero sin embargo envidiables, de personas influyentes del Norte (por ejemplo, francesas) que ocuparon puestos en el gobierno o internacionalmente. El segundo punto ciego se encuentra ligado con el primero: se trata del Estado, los Estados, esas entidades cuya soberanía es reconocida por el sistema de Naciones Unidas, que lo conforman. Desde luego, Mary Kaldor no guarda silencio sobre este punto, puesto que ella construye su modelo partiendo del caso de los poderes de Estado que llevan a cabo guerras de eliminación contra una parte de sus poblaciones. Tenemos aquí un afortunado repudio a las tesis de Collier sobre el carácter siempre relativamente benigno de la depredación por parte del Estado. Sin embargo, mientras ella generaliza, a partir de este terreno, sobre las “nuevas guerras”, no lo hace en relación con los Estados. Aunque, por un lado, esta manera de ver puede descalificar sin remedio, como lo hacen Kaplan o Collier, a las “nuevas rebeliones” en la medida en que refuerza la figura de los “señores de la guerra” sin causa ni fe, ni ley, por otro lado, también tiende a consolidar la tesis, más política que intelectual, de los rogue states, puesto que se detiene en esos Estados, sin prestar atención a los efectos mucho mayores de la globalización, no solamente en términos del debilitamiento de los estados, sino en forma más general, de su privatización e informalización, e incluso de su implicación en la criminalidad política y económica, cuando no en la criminalidad común. Sin embargo, un examen así, profundo y general, es indispensable si se desea comprender por qué, en el nuevo orden global y en vía de democratización, se arman oposiciones frente a ciertos tipos de poder, aún formalmente democráticos; si se desea comprender también las características de estas rebeliones y, eventualmente, su fundamentalismo. En efecto, parece tan ilegítimo confundir a los Estados y a las rebeliones para llevar a cabo un análisis de los “nuevos conflictos”, como llevar a cabo un análisis que no los confunda. Éste hace aparecer que el fundamentalismo puede en ocasiones “responder” a la confiscación real del poder por parte de ciertos grupos, que la depredación y la criminalización de ciertas rebeliones son en gran medida el espejo de las del Estado al que se oponen, de la misma forma que el tipo de tráficos transnacionales e internacionales en los cuales se involucran son en parte homólogos a, y se cru-

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los que) se constituye(n) en el de afuera, el otro, el enemigo común: las ideologías retrógradas, fundamentalistas, los “señores de la guerra”, lo irracional, el robo y el crimen. Pero la problemática legítima que ésta informa en materia de conflictos se basa en inconsistencias. En particular, ya sea que se decida ignorarla (Kaplan, Collier) o que no se la tome muy especialmente en cuenta (Kaldor), esta ideología se prohíbe –debido a los procedimientos y olvidos evocados anteriormente– pensar en lo que es interno al nuevo “lado de los buenos” (el de la democracia y de la ley) que se opone a los diferentes bárbaros. Tal es el caso (con consecuencias particularmente graves para la prevención o resolución de conflictos) del aspecto sombrío, ilícito, e incluso criminal del nuevo orden internacional. Sin embargo aparece bien, por un lado, que este último exista bajo el manto de la legalidad (e incluso a veces con los mismos protagonistas: empresas o gobiernos), y, por el otro, que toque al mundo estigmatizado y perseguido de los tráficos y del crimen internacional. A este respecto, el caso angolés resulta extremadamente interesante. Contrariamente a la visión habitual, no se trataba de una guerra manejada, por parte del gobierno, con y para el petróleo, y por otro lado, con y por los “diamantes de sangre”. Se trataba de una guerra que, a partir de ahora con otros recursos que los de la época de la Guerra Fría, siempre había sido una guerra por el poder. Hubo diamantes ilegales tanto del lado de Unita como del lado del gobierno y su nomenklatura. Y estas piedras, incluyendo las de Unita, circulaban por los circuitos legales del comercio mundial del diamante; eran lavadas e intercambiadas por armas por intermedio de oscuros traficantes, pero también por jefes de Estado (principalmente africanos y amigos de Francia) por la rebelión, para el beneficio personal de otros. En cuanto al petróleo, tal vez admitiremos más fácilmente de ahora en adelante que las grandes multinacionales (y no solamente Shell), que por demás se compromenten en forma ostentosa en esfuerzos de “gobierno de empresa”, otorgaron a la presidencia angoleña fabulosas sumas (comparadas con los presupuestos de varios países africanos) sin preocuparse por tenerlas en cuenta, ni preocuparse de que fueran vertidas en el presupuesto angolés. Y hoy sabemos que esas sumas sirvieron para la compra de armas a la vez que al enriquecimiento ampliamente ilegal, según las leyes nacionales e internacionales, de hombres de negocios in-

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zan con los de los Estados, incluso de los de sus Estados. En fin, esta visión de los conflictos guarda silencio sobre los riesgos de los procesos de democratización, así como sobre los fracasos, éxitos o semi-éxitos de las operaciones de mantenimiento de la paz y de las injerencias humanitarias como dispositivos de salida de la crisis, especialmente en África y en los Balcanes. El modo de intervención que preconiza Mary Kaldor, fundado en valores cosmopolitas y las sociedades civiles locales, contrasta en realidad con los que se derivan de las posiciones de las otras dos corrientes. Pero no integra el balance de las experiencias pasadas, sino la constatación del fracaso de las intervenciones internacionales tradicionales. Más aún, Mary Kaldor postula el carácter universal de esos valores, y la existencia de sociedades civiles unidas en su oposición al poder de los “señores de la guerra”. ¿Qué hacer entonces? En los casos en los que el conflicto se expresa en términos de identidad, la diplomacia duda entre las soluciones “realis-

tas” (sustancialmente: detener las masacres mediante la separación, lo que también podríamos denominar la legalización de la depuración étnica) y las soluciones “de derecho” (imponer el derecho de las minorías y de otros procedimientos democráticos), y a menudo encuentra que la solución intermedia es la de hacer coincidir la nacionalidad y la ciudadanía. A fortiori en el caso en que el conflicto no sea ni étnico/racial/nacional ni territorial, la única respuesta que queda es la del derecho, de los derechos humanos. Pero esta solución implica, en la mayoría de los casos, una evacuación de lo político, de lo social y de la historia, y una definición de lo legal y de lo ilegal que no se da por hecha. Y mientras que estos derechos no pueden imponerse, no queda más (además de la justicia penal internacional) que la criminalización del enemigo (rebelión o Estado truhán). En resumen, no resta sino la “guerra justa”. FECHA DE RECEPCIÓN: 15/08/2003 FECHA DE APROBACIÓN: 11/09/2003


estudios

Hugo Fazio Vengoa Profesor titular del Instituto de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia y del Departamento de Historia de la Universidad de los Andes.

1

Held, David y Mc Grew, Anthony. The Global Transformations Reader. An introduction to the globalization debate. Polity Press, Cambridge, 2000.

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desde finales del siglo pasado ha ido ganando fuerza la idea de que la globalización constituye un proceso que abarca indistintamente y, al mismo tiempo, todas las manifestaciones de existencia de lo social1. Por extraño que pueda parecer a primera vista, uno de los campos donde de manera más tardía se tomó conciencia real de los cambios radicales que este fenómeno estaba ocasionando fue en los estudios internacionales. La centralidad que habitualmente estos análisis le han acordado al Estado, a lo político, a la soberanía, a la negociación, etc., así como el predominio de una visión un tanto mecanicista y simplista de la globalización explica el que se tardara en avanzar en la comprensión de la globalización como un fenómeno polivalente, causado y causante, que exhibe una gran capacidad transformadora, que trasciende con creces sus manifestaciones económicas o mundiales, pues altera al mismo tiempo lo global y lo local, lo general y lo particular, y los cimientos así como las manifestaciones más superestructurales de las sociedades modernas, sean éstas desarrolladas o en desarrollo o, para decirlo en otros términos, globalizadas o en vías de globalización. Pero luego de los trágicos sucesos de 11 de septiembre del 2001 se desvanecieron las viejas certezas al demostrarse que la seguridad, el riesgo y las amenazas trascienden todas las fronteras espaciales y temporales, incluso las de los estados más poderosos del planeta. Evidentemente, uno de los mayores desafíos que enfrentan los análisis internacionales radica en incorporar la dinámica de la globalización en el campo de las relaciones internacionales, pues hoy por hoy se han modificado muchos de sus procedimientos, se asiste a inéditas compenetraciones, las cuales han terminado sobreponiendo lo global por encima de lo internacional.

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ISSN 0121-4705

Estados Unidos: ¿Primera potencia global?


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A partir de esta premisa, el presente ensayo acomete la tarea de desarrollar dos ideas centrales. Pretende explicar la manera como la globalización se ha convertido en un factor que ha entrado a redefinir la condición de potencia del país más poderoso del planeta: los Estados Unidos. A partir de ello, infiere una explicación de la manera como la globalización está alterando el campo de las relaciones internacionales. Muchos adjetivos se han utilizado para intentar dar cuenta de los atributos particulares que detenta la potencia del Norte al despuntar el nuevo siglo. El ex canciller francés Hubert Védrine popularizó el concepto de “hiperpotencia”; Mario Vargas Llosa ha preferido la denominación “megapotencia”; Joseph Colomber se refiere a un “imperio sin imperialistas”; Michael Ignatieff ha preferido utilizar el concepto de “imperio light” y otros hablan de “imperio liberal”. Estos disímiles esfuerzos por caracterizar el inédito poder que detenta la potencia del Norte constituyen una demostración de que nos encontramos frente a un fenómeno particular: el estatus y el poder alcanzado por Estados Unidos no tiene parangón en la historia, y por ello cualquier intención de recurrir a viejos conceptos se queda a medio camino y no da cuenta de su compleja naturaleza. A su manera, todos estos intentos de definición reconocen que Estados Unidos constituye una modalidad nueva en cuanto a la magnitud de su poderío, pero también por la sofisticación de los hilos que ha tejido para realizar y reproducir su poder. Estas caracterizaciones tienen, sin embargo, el defecto de procurar construir imágenes en lugar de conceptos, tratando de evocar una sensación porque no logran arrojar luces sobre su persistentemente incierto significado. A nuestro modo de ver, el concepto que mejor ilustra la transformación que está experimentado el país del Norte en la actualidad en su relación frente al resto del mundo consiste en definirlo como la primera potencia global. Empleamos el término “global” porque su hegemonía se encuentra asociada y se efectúa a través de los circuitos globalizantes y también porque realiza su poder en un momento histórico que se caracteriza por la intensificación de la globalización. Como tuvimos ocasión de demostrar en una investigación previa, si se pretende

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personalizar en algún país el estado actual de la globalización, obviamente hay que reconocer la preeminencia que en este punto le corresponde a Estados Unidos. Tras la desaparición de la Unión Soviética, e incluso en la época en que ésta todavía se mantenía vigente, difícil era encontrar otro país diferente a la potencia norteamericana que hubiera ocupado una posición análoga en el desarrollo y en la consolidación de estas tendencias2. La simbolización de Estados Unidos con la globalización se realiza en varios niveles. La potencia del Norte ha desempeñado un papel fundamental en la constitución y consolidación de las nuevas redes de interpenetración económica a nivel mundial a través de la expansión de la cobertura de acción de las corporaciones transnacionales, empresas cuyo origen, desarrollo y actual fortalecimiento se identifican con la lógica de funcionamiento del capitalismo norteamericano. Estas corporaciones se han convertido igualmente en los actores internacionales que de modo más concreto cuestionan la supremacía que han detentado los estados en la vida internacional. Como señala Giovanni Arrighi, la emergencia de este sistema de libre empresa, es decir, libre de las constricciones impuestas sobre el proceso de acumulación de capital a escala mundial por la exclusividad territorial de los estados, ha sido el resultado más específico de la hegemonía norteamericana. Señala un nuevo punto de inflexión decisivo en el proceso de expansión y sustitución del sistema de Westfalia, y puede haber iniciado realmente el proceso de extinción del moderno sistema interestatal como sede primaria de poder mundial3.

No es fortuito que la liberalización de la economía mundial, tal como se ha venido registrando desde la segunda mitad de la década de los años cuarenta del siglo XX, haya sido una empresa defendida con mucho celo por las autoridades norteamericanas. Esta liberalización comercial tuvo un acusado impacto en el crecimiento del comercio mundial, intensificó la interdependencia económica y contribuyó al desencadenamiento de las guerras comerciales, las cuales, de suyo, han terminado moldeando

2

Véase, Fazio Vengoa, Hugo. El mundo frente a la globalización. Diferentes maneras de asumirla. Bogotá, IEPRI, CESOUniandes y Alfaomega, 2002, pp. 50-61.

3

Arrighi, Giovanni. El largo siglo XX. Madrid, Akal, 2000, p. 94.


4

Luttwak, Edward. El turbocapitalismo. Barcelona, Crítica, 2000.

estudios

no fue uno de los actores más influyentes en la creación de la Organización de las Naciones Unidas. Con el decidido apoyo que le brindaron estas instituciones, Estados Unidos, en su calidad de potencia hegemónica, pudo crear condiciones nuevas para incrementar la interdependencia económica y política entre los pueblos, proceso durante el cual se valió de estas instituciones que se ajustaban a su propia racionalidad. Si el ejercicio de su poder y de su supremacía han transcurrido por los cauces de la globalización, lo que de hecho lo eleva a la condición de potencia global, en la actualidad han aparecido otros elementos que reafirman este carácter. Puede sostenerse que para que una potencia alcance plenamente este estatus debe disponer de dos condiciones. La primera consiste en que ha de realizar buena parte de su hegemonía a través de los circuitos globalizantes. Estados Unidos ha cumplido esta condición en el transcurso de los últimos cincuenta años. La segunda condición radica en que, en razón del carácter multifacético de la globalización, la supremacía debe desplegarse en todos los ámbitos sociales. Ha sido sólo a partir de la década de los noventa cuando Estados Unidos comenzó a cumplir a cabalidad este segundo requisito, lo que ha enaltecido su carácter de potencia global. De acuerdo con el analista internacional Joseph Nye, el poder en las relaciones internacionales se realiza básicamente en tres dimensiones. La primera está conformada por el poder “duro”, es decir, el militar, campo en el cual Estados Unidos tiene, hoy por hoy, una supremacía abrumadora. Su poder en este campo es sin duda descomunal, y resulta muy difícil encontrar similitudes en la historia. No sólo por los modernos equipos militares de que ha hecho gala y por su supremacía a nivel nuclear, sino también de acuerdo con criterios más convencionales: por su volumen. El presupuesto militar de Estados Unidos para el año 2003 se incrementó en US$45 mil millones, es decir, en un 13% con respecto al año anterior. El presupuesto del Pentágono para el año fiscal de 2004 aumentará en US$15.300 millones adicionales, lo que eleva el gasto anual del Pentágono a US$395 mil millones. Para comprender la magnitud del gasto en defensa norteamericano cabe recordar que en 2002, los 15 países miembros de la Unión Europea juntos, entre los que se encuentran países militarmente tan impor-

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la economía mundial en torno a unos patrones similares en términos de competitividad4. La imbricación de Estados Unidos con la globalización también se realiza en la contribución de esta nación a las grandes innovaciones tecnológicas, las cuales han hecho posible que se intensificara la globalización financiera (modernos medios de comunicación, desregulación financiera), se impusiera a escala planetaria un modo más flexible de producción (automatización, robotización, etc.), surgieran nuevas ramas productivas inmateriales (software), se consolidara el desarrollo informático (internet), se universalizara la industria del ocio y de la cultura, las autopistas de la información, etc., actividades todas ellas que portan el soberbio sello norteamericano. En el plano político e institucional, ninguna otra potencia anterior se propuso, como sí lo ha hecho Estados Unidos, limitar el poder de los Estados soberanos para reorganizar la vida internacional. El proclamado “nuevo orden mundial” de George Bush en vísperas de la Guerra del Golfo, en 1990, que preveía el establecimiento de la supremacía del derecho internacional en la resolución de los conflictos internacionales y la convergencia de todas las naciones en torno a una pretendida democracia de mercado, no fue otra cosa que la reedición de una consigna similar pregonada por jefes de Estado norteamericanos al finalizar los dos conflictos mundiales que sacudieron el siglo XX. Ya el presidente W. Wilson propuso, cuando finalizó la Primera Guerra Mundial, la creación de un nuevo orden mundial basado en el reconocimiento de la autodeterminación de las naciones y en la seguridad colectiva. Cuando la segunda conflagración bélica mundial llegó a su fin, los sucesivos gobiernos norteamericanos desempeñaron un importante papel en la constitución de los nuevos organismos multilaterales. Con el Acuerdo de Bretton Woods de 1944 se dio vida a dos instituciones que desempeñaron un papel vital en la segunda mitad del siglo XX: el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial de Reconstrucción y Fomento (Banco Mundial). Posteriormente, bajo iniciativa norteamericana, en 19477, se institucionalizó un mecanismo para la liberalización comercial: el Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT). En el ámbito político, en la Conferencia de San Francisco, el gobierno norteamerica-

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tantes como Gran Bretaña y Francia, y una no menos importante potencia mercader (Alemania), invirtieron en defensa US$1770 mil millones, lo que en conjunto los ubica en el segundo lugar entre los actores con mayor presupuesto militar, muy lejos del primero, pero también del tercero – Rusia–, con US$40 mil millones. Lo más impresionante es que ese colosal presupuesto del Pentágono representa sólo el 3,4% del producto interno bruto norteamericano, lo que sugiere que éste podría seguir incrementándose por varios años por encima del aumento que registren las demás naciones, y sin que llegue a representar una carga fiscal desmedida para su poderosa economía. Del lado de los modernos sistemas militares, el poderío norteamericano se acerca a la ciencia ficción. Actualmente el Pentágono trabaja en la planificación de una nueva generación de armas, incluidos bombarderos hipersónicos y bombas capaces de ser lanzadas desde el espacio. El Pentágono se ha propuesto comenzar el estudio de nuevas bombas nucleares de poca potencia –mini nukes– con el fin de diversificar su arsenal nuclear. Estas armas son susceptibles de penetrar en búnkeres que se encuentren en profundidad. El empleo de estas modernas armas, sin duda, introducirá un cambio en el concepto de disuasión, ya que son capaces de producir daños limitados o circunscritos a la zona en que son empleados, a diferencia de las armas existentes, que acumulan daños vinculados al calor y a la radiactividad5. También cabe recordar el avión de bombardeo no tripulado que alcanza una velocidad de diez veces la del sonido, con lo cual la fuerza aérea de Estados Unidos podrá alcanzar el punto más distante del planeta en tan sólo dos horas6. El objetivo político de esta nueva generación de armamentos es muy evidente: no sólo sirve para dejar definitivamente atrás a todos los demás posibles competidores en la carrera armamentista, sino que también representa una gran utilidad porque permite no tener que depender de ningún aliado cuando el gobierno norteamericano decida incursionar en regiones distantes del planeta.

Como escribía el polémico columnista William Pfaff, pocos meses después del 11 de septiembre: El mundo se encuentra en una situación sin precedentes en la historia de la humanidad. Una sola nación, Estados Unidos, goza de un poder militar y económico sin rival y puede imponerse prácticamente en cualquier sitio. Incluso sin recurrir a las armas nucleares Estados Unidos podría destruir las fuerzas militares de cualquier otra nación del planeta. Si quisiera, Estados Unidos podría imponer un quiebre social y económico completo a cualquier otro país. sNinguna nación ha tenido nunca un poder semejante, ni una invulnerabilidad comparable7.

Otro indicador de este globalizado y duro poder militar se observa en el campo de la seguridad. Estados Unidos es el único país que dispone de un aparato militar con el cual ejerce un dominio global sobre todos los espacios comunes: el mar, el cielo y el espacio. “El dominio de estos espacios comunes otorga a Estados Unidos un potencial militar que puede ser movilizado al servicio de una política extranjera hegemónica muy superior a la de cualquier potencia marítima conocida en el pasado”. Como es bien sabido, estos espacios comunes no hacen parte de la soberanía de ningún país y conforman las principales vías de circulación y acceso del mundo globalizado. “El predominio que ejerce en estos espacios constituye un factor militar clave en el predominio global de Estados Unidos”8. Como quedó demostrado durante el conflicto de Kosovo, la potencia del Norte puede bombardear blancos específicos e infligir gran daño al enemigo desde una altura de 50 mil pies, lejos del alcance de las baterías antiaéreas, sin arriesgar la vida de sus soldados. De acuerdo con la tipología de Nye, la segunda dimensión del poder internacional es económica. También en este campo Estados Unidos dispone de una sensible supremacía. Según datos de la revista británica The Economist9, Estados Unidos con el 4,7% de la población mundial

5

Le Monde, 24 de mayo de 2003.

6

Clarín, 2 de julio de 2003.

7

International Herald Tribune, 77 de enero de 2002.

8

Barry, Posen. “La maîtrisse des espaces, fondement de l’hégémonie militaire des Etats-Unis”. En Politique étrangère, primavera de 2003.

9

The Economist, 23 de noviembre de 2002.


10

Patterson, James. “Estados Unidos desde 1945”. En: Howard, Michael y Louis, W. Roger (Editores). Historia Oxford del siglo XX. Barcelona, Planeta, 1999, p. 2770.

11

Hirsh, Michael. “El mundo de Bush”. En: Foreign Affairs en español, otoño-invierno de 2002, p. 39.

12

Brzezinski, Zbigniew. El gran tablero mundial. La supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos. Barcelona, Paidós, 1998, pp. 19-38.

13

Kepel, Gilles. Crónica de una guerra de Oriente. Barcelona, Península, 2002, p. 15.

estudios

de primer orden. Hace algunos años el analista norteamericano de origen polaco, Zigmunt Brzezinski12 definía a Estados Unidos como la potencia global porque es el país que realiza más del 65% de las comunicaciones mundiales y ha logrado además universalizar su modo de vida, sus técnicas, sus productos culturales, sus modas y tipos de organización. No es casualidad, por tanto, que en los diferentes confines del mundo, el acceso a la modernidad se identifique con la imitación del estilo de vida norteamericano. Como advierte Gilles Kepel, en el Medio Oriente “se ha construido una curiosa relación con Estados Unidos en nuestro universo globalizado: la desconfianza que proclaman se mezcla con una fuerte atracción, el rechazo del modelo con la admiración por la democracia de la que la mayor parte de las sociedades del mundo musulmán siguen estando privadas, la reivindicación de la especificidad cultural con un deseo irreprimible de reconocimiento y de participar, en pie de igualdad, en la cultura universal”13. A ello podemos agregar que el inglés se ha convertido en la lengua franca del mundo, y del inglés provienen los términos especializados que se utilizan cada vez en campos más amplios y en las distintas lenguas. Las universidades estadounidenses se han convertido en escuela de formación para las elites políticas de buena parte del mundo. Estados Unidos ha desempeñado igualmente un papel de primer orden en la creación de las modernas industrias culturales, en la transformación de la cultura en un bien comercial y, a través de ella, en la creación de una conciencia cultural planetaria que ha tenido en los jóvenes, los adolescentes y los niños sus principales objetivos. Estados Unidos también ha desempeñado un papel fundamental en la consolidación de un ambiente globalizado en la cultura y en las comunicaciones. Estados Unidos no sólo produce bienes culturales mundiales (videos, películas, música, etc.), sino que también ha asumido el liderazgo en la creación de medios de comunicación con perspectiva mundial. Es en Estados Unidos donde se han creado numerosos canales privados de televisión que piensan el mundo

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genera el 32,5% del producto mundial, y en los años del boom económico (1995 y 2001), el crecimiento de su economía representó el 64% del incremento registrado por la economía mundial. Evidentemente el poderío económico constituye una premisa muy importante, pero por sí solo no es una condición suficiente como para que pueda empinarse al rango de potencia global. Más aún cuando tendencialmente se asiste a un declive del poderío económico de Estados Unidos. A finales de la década de los cuarenta, con sólo el 7% de la población mundial, Estados Unidos poseía el 42% de los ingresos del mundo, representaba la mitad de la producción manufacturera mundial y disponía de las tres cuartas partes de las reservas de oro del globo10. Ciertamente, el poder económico que detenta Estados Unidos en la actualidad es bastante menor al de hace cincuenta años. Ello indica un serio punto de debilidad de la gran potencia del siglo XXI, más aún cuando en este nivel ha visto aparecer serios competidores, como son la Unión Europea y, en menor grado, Japón. Conviene recordar que la ampliación que ha experimentado la Unión Europea en los últimos años la ha convertido en la primera zona económica del mundo, y de proseguirse la tendencia a la profundización de este experimento integrador, al cabo de pocos años el mundo dispondrá de un coloso económico superior a Estados Unidos. La esfera económica plantea también otro desafío que tiene importantes repercusiones en el campo militar y en los dispositivos de seguridad. A nivel de la alta tecnología militar, Estados Unidos no es completamente autosuficiente y se encuentra en una compleja interdependencia con los demás países altamente industrializados11. La tercera dimensión del poder en las relaciones internacionales consiste en el poder soft, es decir, en las variadas actividades no estatales que intervienen en la configuración del mundo, como los acuerdos internacionales, las instituciones internacionales, los intercambios comunicacionales, culturales, etc. En este plano, Estados Unidos desempeña igualmente un papel

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como un solo mercado y se presentan ante él como emisiones “no nacionales”, sino globales. Estados Unidos es una potencia global en la medida en que extiende su dominio precisamente a lo largo y ancho de estos tres niveles. De acuerdo con los condicionantes geoespaciales, sean éstos de naturaleza política, económica, financiera o cultural, Estados Unidos cumple la función de una inédita potencia global en tanto que sus actividades y su radio de influencia gravitan en las distintas regiones del planeta (Asia, América, Europa, Medio Oriente y Asia Central), zonas donde se “territorializan” numerosos circuitos globalizados, lo cual, por las interpenetraciones que ellos generan, dota a la potencia del Norte de un poderío global.

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¿Qué otra palabra, sino “imperio” –escribe Michael Ignatieff– sirve para describir una cosa asombrosa en la que se está convirtiendo Estados Unidos? Es la única nación que vigila el mundo por medio de cinco mandatos militares mundiales, mantiene más de un millón de hombres y mujeres en armas en cuatro continentes; despliega grupos de combate sobre portaviones que vigilan todos los océanos; garantiza la supervivencia de países, desde Israel hasta Corea del Sur; dirige el comercio mundial y llena los corazones y las mentes de todo un planeta con sus sueños y deseos (...) El imperio de Estados Unidos no es como los imperios de antaño, levantados con base en colonias, conquistas y la carga del hombre blanco. El imperio del siglo XXI es una nueva invención en los anales de la ciencia política, un imperio light, una hegemonía mundial cuyos marchamos de calidad son los mercados libres, los derechos humanos y la democracia, vigilados por el poder militar más imponente que el mundo ha conocido nunca14.

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Si desde finales de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos era una indiscutida potencia en el continente americano, el principal garante de la seguridad europea (OTAN), el más importante factor de equilibro en el AsiaPacífico y una probada potencia en el Medio Oriente, a todo ello se suma finalmente el hecho que, con posterioridad al 11 de septiembre de

2001, a raíz de la guerra contra Afganistán, pasó a asumir un papel protagónico en Asia Central. “Sus fuerzas militares cubren hoy un arco que va desde Turquía a Pakistán, pasando por Arabia Saudí, todos los emiratos y sultanatos del Golfo, Afganistán, Tayikistán, Kirguistán y Uzbekistán, además de la estratégica isla de Diego García en el Índico”15. Sus fuerzas militares tienen presencia de modo permanente en un total de 41 países (15 europeos, 13 asiáticos, 7 del Golfo y 6 latinoamericanos). África, por el momento no entra del todo dentro de sus cálculos, aun cuando cada vez adquiere mayor visibilidad por el interés energético que representan algunos países. Es muy tentadora la identificación que realiza Ignatieff de Estados Unidos con un imperio light, porque en realidad este país representa una modalidad nueva de ejercicio del poder que para nada es colonialista en el sentido usual del término, porque su poder no tiene un sustrato territorial, no tiene limes. Uno de los principales cambios que introdujo el advenimiento de Estados Unidos como potencia mundial y posteriormente global ha consistido precisamente en su capacidad para ejercer su dominio espacial a través del control de las nuevas redes de interconexión y, en ese sentido, adaptarse a formas de dominación más sutiles. Comparando la Unión Soviética con los Estados Unidos, el analista francés Bertrand Badie precisaba hace algunos años que mientras la primera “defendía una concepción clásica, territorial y político militar del poderío, Estados Unidos desplegaba una capacidad desterritorializada, sistémica, alimentada de relaciones informales que daban origen a un juego de redes”16. No fue casualidad que la guerra fría culminara con el triunfo apabullante del segundo. En el proceso de reconversión de Estados Unidos en una potencia global más o menos integral han intervenido dos tipos de factores. De una parte, un papel muy importante le ha correspondido a la ideología. Conviene recordar las palabras del historiador británico Eric Hobsbawm, quien, en una entrevista, precisaba que Estados Unidos constituye un “poder revolucionario basado en una ideología revolucionaria (...) que se impuso el objetivo de transformar el

14

Ignatieff, Michael. “La carga de Estados Unidos”. El País, 8 de febrero de 2003.

15

El País, 22 de abril de 2003.

16

Badie, Bertrand. “De la souveranité à la capacité de l’Etat”. En : Smouth, Marie-Claude. Les nouvelles relations internationales. Pratiques et théories. París, Presses de Science Po, 1998, pp. 48-49.


Es un hecho objetivo que los estadounidenses han ido extendiendo su poder e influencia incluso desde antes de fundar su propia nación independiente. La hegemonía que Estados Unidos estableció dentro del hemisferio occidental en el siglo XIX ha sido una característica permanente de la política internacional desde entonces. La expansión de la estrategia de Estados Unidos, que llegó a Europa y al Extremo Oriente en la Segunda Guerra Mundial nunca ha dado marcha atrás (...) El fin de la Guerra Fría se consideró por parte de los estadounidenses como una oportunidad de no replegarse, sino de ampliar su influencia; de extender hacia el este, hasta Rusia, la alianza que lideraban; de fortalecer sus relaciones con aquellas naciones del Extremo Oriente que estaban en vías de democratizarse; de fomentar sus intereses en partes del mundo como Asia Central, cuya existencia ni siquiera conocían muchos estadounidenses. El mito de la tradición aislacionista de Estados Unidos es notablemente persistente, pero no deja de ser un mito. Por el contrario, la expansión, tanto de su territorio como de su influencia, ha constituido la incuestionable realidad de la historia estadounidense, y no ha sido una expansión inconsciente20.

De estos dos pasajes que hemos citado de Kagan podemos extraer dos tesis adicionales igualmente sugestivas que ayudan a entender el actual papel de Estados Unidos en el mundo, sobre las cuales volveremos más adelante. La primera es la idea de que su acendrado

17

Hobsbawm, Eric. Entrevista sobre el siglo XXI. Barcelona, Crítica, 1999, p. 66-677. Véase también Hobsbawm, Eric. “Où va l’Empire américain”. En: Le Monde Diplomatique, París, junio de 2003.

18

Gray, John. Falso amanecer. Barcelona, Paidós, 2000, p. 14.

19

Kagan, Robert. “Desafío a la potencia hegemónica”. El País, 30 de marzo de 2003.

20

Ídem.

estudios

pios principios. Ello explica que siempre haya sido tan fácil para tantos estadounidenses creer, como muchos de ellos lo hacen todavía, que el avance de sus propios intereses implica el avance de los intereses de la humanidad. Como dijo Benjamín Franklin: “La causa de Estados Unidos es la causa de todo el género humano”19. El otro factor que explica las razones de por qué Estados Unidos mantiene el propósito de ubicarse por encima de las demás naciones hunde sus raíces en las profundidades mismas de su historia nacional. El mismo Robert Kagan lo explica claramente cuando escribe:

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mundo en una determinada dirección”17. Éste ha sido un rasgo común de todos los estados que se constituyeron a partir de grandes revoluciones, como la norteamericana, la francesa y la rusa, los cuales desarrollaron actitudes mesiánicas de salvación del mundo. Estados Unidos asume esta función porque es una potencia “ilustrada”, que aboga por la creación de una única civilización mundial en la que las variadas tradiciones y culturas del pasado quedaran superadas por una comunidad nueva y universal basada en la razón, porque promueve la idea de que el libre mercado conducirá a la modernización económica y porque reconoce una “interpretación de la globalización económica –la expansión de la producción industrial en economías de mercado interconectadas en todo el mundo- como el avance inexorable de un único tipo de capitalismo occidental: el del libre mercado estadounidense”18. Desde una posición ideológica distinta, el analista norteamericano Robert Kagan, participa de la misma convicción. Desde la Independencia, e incluso antes, los estadounidenses siempre compartieron una creencia común relativa al gran destino de su nación (...) Para aquellas primeras generaciones de estadounidenses, la promesa de la grandeza nacional no era una mera esperanza reconfortante, sino una parte integral de la identidad del país, indisolublemente unida a la ideología nacional. Tanto ellos como las generaciones que les sucedieron creían que Estados Unidos estaba llamado a convertirse en una gran potencia, quizá la más grande de todas, porque los principios e ideales sobre los que se habían fundado eran incuestionablemente superiores no sólo a las corruptas monarquías europeas de los siglos XVIII y XIX, sino también a las ideas que habían conformado naciones y gobiernos a través de toda la historia de la humanidad. Así pues, los estadounidenses han sido siempre internacionalistas, pero con un internacionalismo que, a su vez, no es sino un subproducto de su nacionalismo. Cuando los estadounidenses buscaban legitimación a sus acciones en el exterior, no la buscaban en las instituciones supranacionales, sino en sus pro-

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nacionalismo nutre el internacionalismo, y la otra es el cuestionamiento del mito del aislacionismo, de hecho, muy pocas veces practicado. Ambas tesis explican el compromiso de Estados Unidos con el mundo, el cual debe evolucionar a su imagen y semejanza. Este cúmulo de factores histórico-ideológicos constituye un conjunto de principios que comparte la mayor parte de la elite dirigente y la sociedad estadounidenses, con total independencia de los colores políticos o las posturas ideológicas o religiosas. Se presentan diferencias, sin embargo, en los procedimientos y en los mecanismos de realización de esta anhelada universalidad. CLINTON Y BUSH: ¿GLOBALIDAD VERSUS

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DOMINACIÓN?

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Los retos, desafíos y oportunidades que enfrenta Estados Unidos en su calidad de potencia global ayudan a entender la aguda tensión que recientemente ha tenido lugar en el interior mismo de la clase política norteamericana. Ésta se encuentra frente a una enorme disyuntiva en cuanto a la posición por adoptar de cara a la globalización y también al sistema mundial: mientras un sector –generalmente demócrata– identifica el futuro de la posición líder de su país más comprometido con el progreso interdependiente que suscita la globalización, lo que le implica mayores compromisos con todo los países del mundo, otro sector, predominante entre los tomadores de decisión de la actual administración, sin pretender desglobalizarse ni automarginarse de los actuales circuitos de compenetración, se propone reconstruir el orden mundial de una manera tal que Estados Unidos pueda seguir preservando su completa independencia, conserve su amplia supremacía y evite los efectos disruptivos externos y globalizantes que perturban a su sociedad. Esta variabilidad de posiciones y de actitudes es quizás el último movimiento –un allegro, por supuesto, briosso– de lo que ha significado para Estados Unidos y para el resto del mundo la gran pieza musical de Westfalia. La tensión entre estas dos posturas es muy sutil, pero profunda. No representa una vuelta a la histórica contradicción entre el aislacionismo y el internacionalismo. Constituye más bien una discordancia entre dos propuestas orientadas a realizar el compromiso de los Estados Unidos con el mundo, pero con énfasis diferenciados: o la gran potencia evoluciona en un sentido que le permita conducir y reapropiarse de una globalización que se le está

saliendo de las manos y sigue siendo en el futuro cercano una potencia global, aun cuando diste de alcanzar el ejercicio de un dominio global, o intenta tomar distancia de estos circuitos para reconstruir desde su país todo el inmenso andamiaje globalizante. Esto último se alcanzaría mediante el fortalecimiento de sólo aquellos ámbitos que son considerados como indispensables por parte de las autoridades de la misma potencia norteamericana, pero levantando grandes muros de contención contra aquellos segmentos y circuitos que sean evaluados en términos negativos. El carácter tenue de esta tensión radica en que ambas propuestas no son antagónicas o excluyentes; se diferencian en términos de sus enunciados. De triunfar esta segunda postura, la globalización no se revertirá, pero Estados Unidos perderá muchos de los atributos que lo han convertido en una potencia global y se aproximará a lo que se entiende de modo tradicional por una potencia clásica, más asociada al pasado que al futuro, al nacionalismo que al internacionalismo, al aislacionismo que a un mayor compromiso con el mundo. Es en este punto donde las dos tesis que antes destacábamos del planteamiento de Robert Kagan adquieren toda su importancia y significación. Y es que no sólo Estados Unidos se está jugando su destino con el mundo; éste también se encuentra frente a la misma disyuntiva. La tensión, por tanto, no es solamente estadounidense, es planetaria, razón por la cual se hace más urgente encontrarle una salida que mancomune las distintas voluntades. Esta tensión sobre cómo debe Estados Unidos asumir la redefinición de su política internacional transcurre paralela al salto que se ha presentado en dos de los más recientes ciclos de la globalización, es decir, la fase sincronizada (1989-2000) y la colisión de globalizaciones, que debutó tras los eventos del 11 de septiembre. Si el anterior ciclo de la globalización coincidió con el mandato del demócrata Bill Clinton, la actual fase debutó en los primeros meses del gobierno republicano de George W. Bush. Esta coincidencia, que no es del todo fortuita, resulta ser un asunto importante puesto que se presentan mutuas retroalimentaciones entre la voluntad que expresan estas autoridades con la lógica implícita del correspondiente ciclo globalizante. La anterior administración entendía la importancia que para Estados Unidos y el mundo tenía el fortalecimiento de la globalización y, a su vez,


21

“Desafío a la potencia hegemónica”. El País, 30 de marzo de 2003.

22

Moïsi, Dique. “La verdadera crisis del Atlántico”. En: Foreign Affairs en español, otoño-invierno de 2001.

23

Portelli, Alessandro. “La cultura de Bush”. La Rivista del Manifesto, Nº. 33, noviembre de 2002.

estudios

dos Unidos: sólo lo hizo más estadounidense”21. A diferencia del compromiso del antecesor en los asuntos mundiales (organización e institucionalización de una economía mundial abierta, apoyo a procesos de paz en Irlanda del Norte y el Medio Oriente, intermediación en los conflictos yugoslavos, etc.), el nuevo equipo en el poder ha sustituido la anterior política interior mundial por una política exterior localizada, que sin ser aislacionista, ha derivado en una variante: el intervencionismo unilateral. Dominique Moïsi resume el dilema en los siguientes términos: “Durante la presidencia de Bill Clinton, los estadounidenses deseaban salvar al mundo, aunque de mala gana. Con Bush, pretenden protegerse del mundo o incluso retirarse de él”22. Entre los factores que ayudan a entender este cambio de orientación de la política internacional de Estados Unidos, un papel central le corresponde nuevamente a la historia y a la misma globalización. Como adecuadamente argumenta Alessandro Portelli23, el escaso conocimiento del resto del mundo por parte de la opinión pública y de los grupos dirigentes de Estados Unidos es el producto de una visión históricamente radicada en su propia colocación geopolítica: la combinación de aislamiento geográfico original y de superpotencia actual hace que Estados Unidos sea objeto de la tentación de convencerse que no tiene necesidad del resto del mundo. En el presente, la vieja distinción entre asuntos internos y externos prácticamente ha desaparecido. En un mundo globalizado, los acontecimientos y las situaciones que tienen lugar por fuera de los confines de América tienen un impacto mayor en el plano interno. Estados Unidos está convencido de que sus intereses son los intereses del mundo entero y se prepara a traslapar sus propios intereses al resto de naciones pues considera que tiene que asumir esta responsabilidad para con los demás. En cualquier caso esto no es una cuestión de hipocresía: es muy fuerte en Estados Unidos la convicción de que los intereses propios coinciden con los intereses generales, porque es fuerte la sensación que entre sí y el mundo no existen fronteras. Si Estados Unidos no tiene confines que lo contengan, entonces corre el riesgo de no tener confines que lo protejan. Por eso, el gobierno de Estados Unidos está

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la intensificación y sincronización de este fenómeno, razón por la cual favorecía la enunciación de este tipo de posiciones. La actual administración, por su parte, más estadounidense que global en sus definiciones e intereses, se desenvuelve en un contexto en el cual prolifera el desencanto y se multiplican los temores a un mundo más interdependiente e interconectado. En cuanto a su posición frente al mundo, el gobierno de Clinton se caracterizó por conjugar elementos realistas y liberales en la actuación internacional de su país. Bill Clinton expresó elocuentemente su manera de entender el papel de Estados Unidos cuando aseveraba que su política exterior era una forma de política interior mundial. No fue casualidad que luego del arribo del candidato demócrata a la Casa Blanca se creara una subsecretaría de asuntos globales en la Secretaría del Departamento de Estado. El sentido intrínseco de su estrategia se caracterizaba por un interés en intentar armonizar la conservación del predominio norteamericano en el mundo con un énfasis en la expansión de los mercados y la propagación de la democracia, principios que debían conducir a un mundo más integrado y seguro. No fue una mera casualidad que la prestigiosa revista Foreign Policy lo definiera como “el presidente de la globalización”, entre otras, porque hizo que la OTAN incorporara nuevos países, orientó la APEC hacia una zona de libre comercio y le dio alta prioridad en su política internacional a los asuntos medioambientales. Si retomamos la tipología planteada por Joseph Nye de las tres dimensiones en las que se realiza el poder en las relaciones internacionales (militar, económico y soft), se puede observar que la anterior administración demócrata se inclinaba por fomentar la segunda y tercera dimensión del poder y optaba por reducir deliberadamente el peso del duro poder militar. No fue un accidente que durante esos gobiernos el presupuesto militar disminuyera como porcentaje del PIB. Esa orientación política sufrió un giro radical con el advenimiento del gobierno republicano en enero de 2001, y particularmente luego del ataque terrorista a las Torres Gemelas y al edificio del Pentágono. Como asegura Robert Kagan, “El 11 de septiembre no cambió a Esta-

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interesado en dotarse de nuevos límites. El cambio semántico de un peligro inminente por un peligro en potencia significa que no es más necesario que el enemigo haga o intente hacer alguna cosa para convertirse en objeto de la acción preventiva. Basta con que se encuentre en grado de hacerlo, que sólo tenga la intención, que pueda tenerla en el futuro, para que se convierta en una amenaza potencial. La propuesta básica del equipo republicano que actualmente ocupa la Casa Blanca consiste, por tanto, en levantar nuevos limes entre su país y el resto del mundo. Como esta tarea es imposible de realizar desde un punto de vista geográfico o espacial, tanto por las condiciones naturales de Estados Unidos como por la intensidad que ha alcanzado la misma globalización, de la que la potencia del Norte constituye el nervio central, la única alternativa consiste en recurrir a aquellos procedimientos políticos y militares que producen nuevos mecanismos de contención. La guerra preventiva ha sido el principal procedimiento sugerido para producir ese divorcio (limes), ejercer un necesario control y asegurar la conservación de su dominio. Es a partir de este tipo de observaciones de índole más general que se puede entender el carácter revolucionario que anhela asumir el gobierno republicano. Esta propuesta preventiva de la administración Bush no representa un proyecto reactivo, conservador o apegado a un anhelado y, hoy por hoy, irrealizable pasado. Por el contrario, es un proyecto que, con sus radicales propuestas, asume un formato radical dentro del espíritu de una nueva revolución conservadora. El gobierno Bush constituye una reedición de la revolución conservadora, que en una versión anterior fue impulsada por Ronald Reagan en la década de los ochenta, en tanto que no sólo plantea una política exterior más beligerante, sino también porque con sus políticas está desafiando el capitalismo “moderado”, elemento característico de esta nación durante todo el siglo XX. Para alcanzar este objetivo está empleando dos medios: la política de reducción de impuestos en condiciones en que incrementa el déficit. Como señala un historiador norteamericano, para los conservadores generar déficit es un asunto tolerable cuando se trata de realizar gastos militares, pero es una cuestión inadmisi-

ble si el objetivo consiste en mantener los servicios de la seguridad social. El otro medio empleado “para hacer volver a Estados Unidos al capitalismo no regulado anterior al siglo XX es cultivar una psicología de guerra, de manera que cualquier crítica a la política republicana conservadora se condena por considerarse una deslealtad en época bélica”24. Si la administración Clinton fusionó de modo particular las opciones liberales con las realistas dentro de un marco de mayor interdependencia, el gobierno de Bush, que no ha renegado del liberalismo, ha pretendido potenciarlo dentro de los marcos de una mayor independencia para su país. De ahí que haya aparecido como una contradictoria postura que conjuga intervencionismo (nacional) con liberalismo (internacional). El nuevo enfoque que se ha desarrollado sobre todo en estos últimos dos años conlleva, en cambio, una mezcla de idealismo y realismo. Por un lado, hay idealismo en la distinción entre estados “buenos” y “malos”, así como en la creencia en que las reformas económicas y políticas de los estados a favor de una liberalización interna y una mayor apertura exterior producirán una disminución de su agresividad. Sin embargo, no se trata del clásico idealismo que la literatura académica sobre relaciones internacionales suele calificar como “liberal”. Según éste, la paz debería ser sobre todo el resultado del derecho internacional y las organizaciones intergubernamentales, incluida en lugar preferente, en el mundo de hoy, la Organización de Naciones Unidas. En el nuevo enfoque dominante en la política exterior norteamericana, en cambio, y ante la ausencia de una autoridad mundial vinculante y efectiva, la paz debe ser impuesta por un árbitro que sea capaz de proteger a cada uno de los estados de las agresiones de los demás. En conjunto, la inspiración de la actual política americana podría ser calificada de “realismo moral”25. Si retomamos nuevamente la tipología propuesta por el politólogo Joseph Nye, la administración republicana ha introducido un cambio radical en la articulación de las dimensiones en que se sustenta el poder internacional: su estrategia se centra prioritariamente en la primera dimensión –el duro poder militar– y ha relegado

24

Jackson, Gabriel. “¿Hacia dónde va Estados Unidos?”. El País, 13 de junio de 2003.

25

Colomber, Joseph. “11-S”. 11 de septiembre de 2003.


Los acuerdos con instituciones multilaterales no deben ser fines en sí mismos. Los intereses estadounidenses se promueven a través de alianzas fuertes y pueden alentarse en las Naciones Unidas y otras organizaciones multilaterales, así como con acuerdos internacionales bien concebidos. Sin embargo, muchas veces al gobierno de Clinton le ha preocupado tanto encontrar soluciones multilaterales a los problemas que ha firmado acuerdos que no tienen en sus miras los intereses estadounidenses27.

De esta tesis de Rice, pensamiento comparti26

Innerarity, Daniel. “Los límites del poder”. El País, 8 de febrero de 2003.

27

Rice, Condoleeza. “La promoción del interés nacional”. En: Foreign Affairs en español, enero-febrero de 2001.

28

Ortega, Andrés. “Imperio contra globalización”. El País, 2 de marzo de 2003.

estudios

do por los otros influyentes miembros del actual gobierno norteamericano, se desprende la idea de que se debe recelar de los organismos internacionales, porque éstos no siempre son agentes facilitadores para la realización de los intereses nacionales de Estados Unidos. La importancia asignada a este predominio de los intereses norteamericanos es uno de los factores que explica por qué la administración Bush no estuvo dispuesta a suscribir el Tribunal Penal Internacional, desconoció acuerdos en que se había comprometido la administración anterior, como el de Kyoto sobre el calentamiento del planeta, rehusó rubricar el Tratado de prohibición de minas antipersonas e incluso se opuso a los acuerdos de la OCDE sobre los paraísos fiscales. En el fondo, la divergencia más profunda entre estas dos administraciones –la demócrata y la republicana– se presenta en relación con la globalización. Como señala Pierre Hassner, “la prioridad de Clinton era doméstica y global y la de Bush, nacional e imperial” (“El diseño del nuevo imperio”, El País, archivo, diciembre de 2002). Ambos gobiernos difieren en la medida en que el de Clinton se identificaba con el globalismo, es decir, constituía un intento de promover y profundizar la globalización, mientras que el de Bush se propone ejercer un control sobre la misma. Andrés Ortega hace unos meses recordaba que en una comparecencia a mediados de febrero de 2003 ante una comisión del Senado estadounidense, los jefes de tres servicios de inteligencia, George Tenet (de la CIA), el vicealmirante Lowell Jacoby (de la agencia de inteligencia de defensa –DIA– del Pentágono) y Robert Mueller III (del FBI) coincidieron en su apreciación de los peligros que entraña la globalización. Si ésta ha impulsado la economía, también se ha convertido en una grave amenaza para Estados Unidos, al facilitar el crecimiento de las redes terroristas, la proliferación de los conocimientos tecnológicos para fabricar armas de destrucción masiva, la multiplicación de estados fracasados que tienen que hacer frente a crecientes problemas de insurgencia y el aumento del anti-americanismo y de los rencores contra un Estados Unidos dominante28. Este intento por establecer mecanismos de

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tras bambalinas a las otras dos. Esta escogencia obedece a que en el plano económico Estados Unidos enfrenta serios competidores, y su capacidad para imponer su voluntad se ha visto seriamente aminorada en condiciones en que la tercera dimensión, compuesta por los flujos migratorios, los intercambios culturales, comunicacionales, internet, terrorismo, etc., constituye un ámbito en el cual actúan actores no estatales se comunican y actúan sin ser obstaculizados por la interferencia de ningún gobierno. En este nivel, “el poder de los Estados es, en buena medida, neutralizado”26. Esta transmutación de los ejes definidores de la política exterior norteamericana, que ha marginado su dimensión mundial por otra nueva de estirpe nacional, obedece a que este equipo en el poder maneja un proyecto de Estados Unidos y del mundo, que garantice la plena supremacía del primero por sobre el segundo. Quien mejor ha explicado estas nuevas coordenadas de la política exterior norteamericana durante la actual administración Bush ha sido Condoleeza Rice, consejera de Seguridad Nacional, quien, en un artículo escrito antes del arribo de los republicanos al poder y que fue publicado por la revista Foreign Affairs en el invierno de 2001, argumentaba sobre la necesidad del gobierno de actuar a partir del interés nacional de Estados Unidos y no de los intereses de una ilusoria comunidad internacional. Su tesis central se articula en torno a la idea de que Estados Unidos debe ocuparse de sus intereses nacionales, pero como éstos se encuentran diseminados por todo el globo, tiene que realizarlos en cualquier parte.

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control sobre la globalización por parte del actual gobierno se observa claramente cuando se tiene en mente que últimamente ha emprendido acciones tales como la instauración de mayores controles a la inmigración legal, ha establecido un creciente proteccionismo comercial, ha estimulado el aumento de los subsidios agrícolas, ha promovido la iniciativa de defensa de los contenedores, la cual establece que algunos puertos sean vigilados de modo estricto para controlar los cargamentos que salen con destino a Estados Unidos, o cuando se ha propuesto vigilar la información científica y técnica en internet, sobre todo aquella que puede ser utilizada para fines militares o terroristas. Según Nairn, la guerra en Irak no es por el petróleo, sino contra la globalización, un “intento de militarizar el dominio económico que Estados Unidos disfrutó en los años noventa”29. Las diferencias entre estos dos enfoques de la globalización no se deben únicamente a que ambas administraciones se hayan localizado en ciclos distintos de la globalización. El problema central constituye un asunto de enunciación y de voluntad política, así como de concepción de cuál es el papel anhelado que se le asigna a Estados Unidos en el mundo. ¿Qué elementos justifican y explican este radical cambio de posición de las autoridades norteamericanas frente al mundo y la globalización? A nuestro modo de ver, dos elementos han incidido en esta reorientación. El primero tiene que ver con las secuelas que dejó el ataque terrorista del 11 de septiembre en la clase dirigente y en la sociedad norteamericana y, el segundo, con la naturaleza del núcleo duro de la administración Bush. En un trabajo anterior establecíamos una distinción entre las consecuencias inmediatas y de largo plazo a que dio lugar el atentado del 11 de septiembre30. Algunas de las inmediatas sobre las que conviene volver brevemente son las siguientes: luego del ataque terrorista, el Estado norteamericano asumió posiciones más policíacas. Las leyes antiterroristas abrieron la posibilidad de practicar detenciones excepcionales por tiempo indefinido y que se crearan los tribunales militares especiales para juzgar a los extranjeros, como

por ejemplo en la base de Guantánamo. Pero ese no es el único rasgo que asume este Estado policíaco. También se vislumbra su fantasmal figura en las denuncias de innumerables exacciones cometidas contra la población extranjera en Estados Unidos. Human Right Watch constataba que a finales de 2002 las agresiones sufridas contra la población musulmana de Estados Unidos se habían incrementado desde el 11 de septiembre en un 1.7700%31. Si bien los ciudadanos musulmanes han sido los principales damnificados, son los que de modo más directo han sufrido en carne propia la violenta reacción institucional a que dio lugar el 11 de septiembre de 2001, las otras minorías no han corrido mejor suerte. La comunidad latina en Estados Unidos también ha visto pesar sobre sí el fantasma de la discriminación, y en ocasiones ha visto algunos de sus derechos conculcados32. Un ejemplo que ilustra muy bien el peso desmedido que se les asigna a las funciones policíacas y que al mismo tiempo confirma la tesis de que la política que promueve la actual administración que ocupa la Casa Blanca no es contraria a la globalización, sino que pretende ejercer un mayor control sobre ella, lo encontramos en el hecho de que este Estado policíaco no pretende confinarse a las fronteras nacionales. En su declarado combate contra la amenaza del terrorismo, el Pentágono ha comenzado a desarrollar una vasta red de espionaje global. El plan Total Information Awareness se propone rastrear diariamente miles de millones de transacciones bancarias, comunicaciones, compras, viajes, documentos de identidad o historiales médicos y laborales de ciudadanos de todo el mundo, a los que tendrán “acceso instantáneo” los servicios secretos de Estados Unidos (El País, 1 de diciembre de 2002). El 12 de mayo de 2003, el periódico El Tiempo denunció la adquisición de este tipo de información sobre más de 30 millones de colombianos por una empresa norteamericana. En Argentina y México la adquisición de información de sus connacionales por parte de instituciones norteamericanas ha agitado un gran debate, porque se teme que desencadene consecuencias completamente impredecibles. Información de prensa señala también que el Pen-

29

Nairn, Tom. “America: enemy of globalisation”. En: opendemocracy.net, 2003.

30

Fazio Vengoa, Hugo. El mundo después del 11 de septiembre. IEPRI y Alfaomega, 2002, pp. 45-59.

31

El País, 20 de noviembre de 2002.

32

Roas Marcos, Luis. “Hispanos en Estados Unidos: una convivencia en peligro”. El País, 177 de febrero de 2003.


33

Clarín, 3 de julio de 2003.

34

El País, 6 de mayo de 2003.

35

“Lo único que hemos llevado a Irak es violencia y muerte”, Clarín, 23 de junio de 2003.

36

Golub, Philip S. “Retour à una presidence impériale aux Etats-Unis”. En: Le Monde diplomatique, París, enero de 2002.

37

Woodward, Bob. Bush en guerra. Bogotá, Península/Atalaya, 2002.

estudios

multilaterales. El propósito era impedir que se consolidaran nuevos contextos de interdependencia política y asumir más bien como propósito tratar de conducir el proceso de manera tal que Estados Unidos gozara de una gran capacidad de dirección, estableciendo de paso una frontera entre su país y el resto del mundo. Pero también luego del ataque del 11 de septiembre se hizo más fuerte la concepción realista de las relaciones internacionales que se propone fortalecer la concentración del poder en el Ejecutivo y la conservación de un elevado grado de consenso ciudadano en torno al gobierno, situación que vigoriza el Estado maximal de Bush, tan contrario a las tradiciones políticas norteamericanas. Este no podrá institucionalizarse a menos que la guerra se eternice. Éste es sin duda el sentido escondido del discurso ante la fecha invariable de la nueva presidencia imperial. Al argumentar que el 11 de septiembre marcó el inicio de una nueva guerra mundial, que era el Pearl Harbor del siglo XXI, anunciaba una lucha global contra el terrorismo, sin límites espaciales ni temporales36. Ha sido en este contexto donde ha entrado a actuar el segundo elemento: la naturaleza radical del equipo que se encuentra con Bush en el poder. En el ejercicio de la política exterior y de seguridad es posible observar que se ha consolidado un grupo inusitadamente homogéneo que provee a la enorme capacidad militar y recursiva de Estados Unidos una inmensa voluntad de acción. Diversos analistas han afirmado que el núcleo conservador norteamericano está compuesto por varios grupos. De acuerdo con Woodward37, éstos se dividen en: personas que participaron en la Administración Reagan y que interiorizaron el rígido y maniqueísta esquema de la guerra fría, representantes del complejo militar e industrial, fundamentalistas cristianos de derecha y defensores a ultranza de Israel. Estos nuevos líderes de Washington mantienen una visión que es radical y utópica, por un lado, y complaciente, por el otro. Su utopismo consiste en su creencia en que la dominación estadounidense de la sociedad internacional es la conclusión natural de la historia, ya que, como el

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tágono está desarrollando un sistema de vigilancia basado en computadoras y miles de cámaras para rastrear, grabar y analizar, por ejemplo, el movimiento de cada vehículo (y sus pasajeros) de una ciudad extranjera33. Claro que para hacer plena justicia debemos recordar que este endurecimiento de posiciones no ha sido una práctica exclusiva de las autoridades estadounidenses. En Europa Occidental se ha presentado una situación análoga. Los derechos humanos fundamentales en los países de la Unión Europea sufrieron en 2002 un grave retroceso en favor de la seguridad. Ésta ha sido también una de las consecuencias originadas por los ataques terroristas del 11 de septiembre, según concluye un estudio elaborado por expertos independientes de los quince países miembros. Las condiciones de detención, la confidencialidad sobre datos privados, la libertad de expresión y las leyes restrictivas con los inmigrantes son algunos de los aspectos más preocupantes en el informe34. El tema es inquietante porque lo que está en juego es ni más ni menos que la libertad y la democracia. Conviene recordar las palabras del escritor Norman Mailer, quien hace poco recordaba que “la libertad es frágil y, si no trabajamos por ella, la vamos a perder, porque la democracia no es el estado natural del ser humano en sociedad, más bien lo contrario, hay que esforzarse mucho simplemente para mantenerla”35. Otra secuela inmediata del acto terrorista se observa en la manera como el gobierno de Estados Unidos asumió la respuesta al ataque terrorista. Después de haber recibido el aval de la OTAN y la ONU para que mancomunadamente se organizara la retaliación contra aquellos que habían perpetrado y patrocinado el bárbaro ataque, la administración Bush prefirió actuar en solitario para poder así disponer de un amplio campo de maniobra en la organización de la represalia. La Casa Blanca desechó la opción multilateral y optó por la acción unilateral. Ésta fue una evidente operación encaminada a intentar prevenir que el gobierno norteamericano quedara amarrado por los compromisos

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propio presidente Bush dijo recientemente en West Point, es el único modelo de progreso humano que sobrevive. Su complacencia radica en que piensan que el poder estadounidense puede cambiar este nuevo mundo. Creen en el uso sin escrúpulos del poder estadounidense. Se muestras hostiles a las coacciones internacionales y contemplan el derecho internacional como algo pasado de moda en importantes aspectos38. Difícil es conocer en detalle los entretelones de las altas esferas del poder de la Casa Blanca y del Pentágono como para poder establecer a ciencia cierta el número y el grado de influencia de estos distintos grupos. Una cosa, sin embargo, queda completamente clara. Como demuestra el famoso periodista Bob Woodward, quien ha tenido acceso directo a información incluso confidencial del salón Oval, el gabinete de guerra es quizá más fuerte ahora que en 1991, porque son básicamente las mismas personas, con más experiencia. Hay que hacer una salvedad con el presidente. El de entonces, George Bush padre, llevaba como ahora su hijo, un par de años en la Casa Blanca. Pero aquel Bush había sido director de la CIA y vicepresidente, y conocía bien la administración estadounidense, los servicios secretos y la diplomacia mundial. Era mucho más experto que George W. Bush39. La idea central que convoca a este núcleo está conformada por los destellos de la guerra fría que todavía perduran en la mente de los altos funcionarios de la Casa Blanca y del Pentágono. En parte, esto obedece a que muchos de ellos se educaron y actuaron con anterioridad dentro de los cánones de ese rígido guión. La supervivencia de esta concepción no es, sin embargo, un hecho fortuito. Como señala Mary Kaldor: “La Unión Soviética tuvo su Perestroika; Estados Unidos, no. Y la cultura política norteamericana de hoy sigue marcada por esos cincuenta años de enfrentamiento bipolar”40. Además de esta cosmovisión que se desprende de un orden político y geopolítico anterior y que se ha plasmado en una reorganización de las fuerzas militares y en la determinación de las nuevas amenazas, otro referente que ha entrado a desempeñar un papel no menos significativo es el de la religión.

Si, a diferencia de Estados Unidos, Europa tuvo tras el fin de la guerra fría su Perestroika, similar a la gorbachoviana, que condujo a la Unión Europea a proseguir en la senda de la integración al tiempo que construía las bases para constituir una Gran Europa, por medio de una inusual ampliación en dirección a países que se encontraban previamente al otro lado de la cortina de hierro, lo que indujo a que en los noventa apareciera una fisura en la concepción que del mundo tienen los europeos y los norteamericanos, el problema religioso se ha convertido en otro factor que ha ensanchado la brecha entre las dos orillas del Atlántico. Javier Solana resume brevemente esta disimilitud cuando anota que “la certeza moral de un Estados Unidos relativamente religioso encuentra difícil paralelo en una Europa principalmente secular. Una sociedad religiosa explica el mal en términos de elección moral y libre voluntad, mientras que una sociedad civil busca las causas del mal en factores psicológicos o políticos”41. El énfasis en esta dimensión religiosa no constituye una demostración de que el mundo habría entrado en la senda del choque de civilizaciones o de religiones. Más bien, se debe considerar el papel de la religión como un acto de fe que le da consistencia y eleva al rango de “cruzada” la concepción política prevaleciente, cuyos orígenes y referentes se construyen de acuerdo con el paradigma de la guerra fría. Ésta es la razón que explica que Bush afirmara que tomó la decisión de ir la guerra “porque la Historia nos ha encomendado esa misión”42. ¿ P OT E N C I A G LO B A L V E R S U S D O M I N A C I Ó N G LO B A L ?

A primera vista, podría considerarse afortunado y aventajado aquel país que alcance el estatus de potencia global. Su existencia y su resplandor, sin embargo, pueden ser mucho más efímeros y aleatorios que la imagen que evoca el concepto. Esto obedece al hecho de que una potencia global encuentra ventajas y desventajas en su ejercicio del poder. Entre las primeras se pueden encontrar las formas más sutiles de dominación, su control de las redes de poder, su predominio sobre las nuevas espe-

38

Pfaff, William. “Unilateralismo y alianzas”. El País, 2 de septiembre de 2002.

39

Woodward, Bob. “El gabinete de guerra es más fuerte que 1991”. El País, 2 de febrero de 2003.

40

El País, 6 de abril de 2003.

41

Solana, Javier. “Las semillas de una posible ruptura entre Estados Unidos y Europa”. El País, 13 de enero de 2003.

42

El País, 18 de julio de 2003.


las objeciones empíricas a las que se expone la visión estadounidense tienen que ver con su viabilidad: la sociedad mundial se ha vuelto demasiado compleja como para poder seguir siendo piloteada, desde un centro, mediante una política que se base en la fuerza militar. Frente a las redes horizontales, a la comunicación cultural y social, una política que retorna a la forma hobessiana original del sistema de seguridad policial jerarquizado es inevitablemente obsoleta44.

Tanto en el plano económico como en el político podemos encontrar ejemplos adecuados. La guerra del Golfo de 1991, la intervención en Afganistán en octubre de 2001 y la reciente invasión de Irak constituyen evidentes demostraciones de que el gobierno de Estados Unidos requiere la colaboración, la asistencia y el apoyo de otros actores para alcanzar sus objetivos. Por su parte, emprender acciones en contra vía de la voluntad de los más importantes o de la mayoría de los actores no sólo le resta legitimidad a las actividades de la potencia global, sino que seguramente terminará comprometiendo sus resultados, como ha quedado palmariamente demostrado luego de la invasión de Irak. También desde otro ángulo la globalidad de su poder puede convertirse en una camisa de fuerza. Una potencia global debe disponer de una amplia gama de recursos para hacer valer los distintos ámbitos en los que se realiza el poder internacional. Debe propender por un adecuado equilibrio entre todos ellos para mantener nivelada la balanza. El desnivel simplemente no basta. El caso de Rusia lo ejemplifica magistralmente. Gran potencia militar nuclear, con capacidad para destruir la vida sobre el planeta, pero con un producto interno bruto del tamaño del de los Países

43

Fazio Vengoa, Hugo. El mundo frente a la globalización. Diferentes maneras de asumirla. Ob. cit.

44

“La revolución según Washington”. Clarín, 12 de mayo de 2003.

estudios

tución de alianzas, sean éstas económicas, políticas o militares. Es cierto que las coaliciones crean facilidades, reducen costos y permite desarrollar actividades a gran escala. Pero las alianzas establecen también límites al ejercicio del poder porque precisan del apoyo y de la buena disposición de otros actores para la realización de sus objetivos, los cuales no siempre son globales, pues en ocasiones son estrictamente nacionales. Como señala Jürgen Habermas:

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cialidades temporalizadas globalizantes y su capacidad para ejercer atractividad, es decir, convertirse en referente de acción y emulación por parte de los demás países y actores. En efecto, fue a partir de su posición de primera potencia económica, financiera, militar y política mundial, que sobre todo desde inicios de la década de los años noventa se comenzó a asistir a un proceso de rehegemonización norteamericana del mundo, lo que denotaba una vez más su inmenso poderío. Como señalábamos en una investigación anterior43, esta rehegemonización se ha observado en el interés creciente de las elites políticas y económicas de prácticamente todo el mundo por acercarse a los Estados Unidos para reproducir en sus propios países el tipo de capitalismo norteamericano (reducción del Estado, flexibilización laboral y liberalización de los circuitos económicos y financieros), buscar integrarse con la potencia del Norte por los beneficios políticos además de económicos que una alianza tal depara, facilitar la transferencia de los grandes logros norteamericanos (tecnológicos, formas de gestión, capitales) y, para el caso de países pequeños, garantizar un manto de estabilidad que sólo la potencia del Norte puede asegurar. Es decir, se advierte que más allá de las acciones mundiales que despliegan los Estados Unidos en los diferentes confines del globo, este país se ha convertido en un polo que ejerce un magnetismo centrípeto y que tiende a atraer a buena parte de los estados hacia su órbita. En la medida en que Estados Unidos es el país que más ha contribuido a desplegar las tendencias globalizadoras en los distintos campos, esta atracción que ejerce facilita la irradiación de la globalización hacia nuevas regiones y muestra la perseverancia de muchos estados por adaptarse a la globalización tal como se pregona desde Washington. Las ventajas que le depara su condición de potencia global tienen, sin embargo, un reverso de la medalla. Una potencia global tiene también que asumir una serie de costos, muchos de los cuales se escapan a su control. Dados los altos niveles de compenetración y la magnitud de los problemas que aquejan al mundo en su conjunto, Estados Unidos sólo puede realizar su supremacía y encontrar mecanismos para la resolución de los problemas a través de la consti-

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Bajos. Rusia simplemente puede aspirar a convertirse en una ligera potencia regional. Pero mantener este equilibrio no es una tarea fácil. Ocurre que recurrentemente se están modificando los factores en los que se realiza la globalización. En la guerra fría eran políticos y militares, en los noventa fueron básicamente económicos, y hoy por hoy adquieren mayor relevancia los culturales, siendo imposible saber a ciencia cierta cuáles serán en el futuro, incluido el más cercano. Una potencia global debe propender por un equilibrio necesario para reacondicionarse, actuar en cada uno de ellos y sustentar su hegemonía en estos disímiles ambientes. Éste es un importante condicionamiento que le impone un mundo globalizado porque en cada uno de estos ambientes se realiza de distinta manera la fuerza y el ejercicio de la hegemonía. Otra complicación que enfrenta una potencia global consiste en que para mantener su hegemonía debe propender por establecer mínimos consensos sobre sus decisiones; debe preocuparse porque todo el mundo se considere como parte integrante de sus determinaciones, lo que implica que debe abrir espacios que den cabida a las demandas de los demás agentes y actores que gravitan en la vida internacional. Pero también una potencia global tiene que asumir otro costo adicional. A medida que se intensifican las tendencias globalizantes y alcanzan un mayor grosor los nuevos circuitos espacios temporales globalizantes, se entrecruza el destino de todas las naciones, situación que conduce a que en la medida en que se torna más intensa la globalización, se diluye el propósito universalista de la potencia del Norte dentro de una nueva combinación que amalgama la voluntad de distintos actores. El asunto en el fondo consiste en que nada es más ajeno a una globalización intensificada que la persistencia de las potencias, sean éstas tradicionales, mundiales o globales. Por último, una potencia global encuentra otro obstáculo en el ejercicio de su poder. En los inicios del nuevo siglo, las condiciones en que se atomizó el antiguo movimiento envolvente de la globalización que encontraba en su dimensión económica el nervio central, demuestran que la globalización carece de causalidades últimas y que sus impactos son más bien el producto de determinadas resonancias que producen ciertos 45

El País, archivo, 2002.

acontecimientos, coyunturas y procesos. Esto significa que una potencia global encuentra su accionar encadenado a múltiples situaciones, muchas de ellas provenientes de temporalidades distintas, que alteran su capacidad de acción y crean una disfuncionalidad entre los objetivos y los resultados. Estos costos que acabamos de comentar demuestran que el estatus de potencia global puede ser en realidad bastante efímero en razón de la aceleración de las transformaciones en los distintos niveles en los cuales se realiza el poder internacional, y porque el unilateralismo encuentra límites naturales que ni siquiera el poderoso gobierno de Estados Unidos puede a futuro forzar. Esta situación la reconocía el mismo ex presidente Bill Clinton, quien, en un artículo publicado bajo el título “Estados Unidos debería liderar, no gobernar”45, señalaba que Estados Unidos se encuentra en un momento único de la historia humana con un dominio político, económico y militar. Pero dentro de 30 años, la economía china podría ser tan grande o más que la estadounidense. La economía india también, si dejan de luchar con Pakistán y malgastar el dinero en armamento. Dentro de 30 años, si la Unión Europea sigue uniéndose política y económicamente, aumentará de igual manera su influencia política y económica. Por tanto, en un mundo interdependiente, podemos liderar pero no dominar (…) Debemos reconocer que nuestra interdependencia planetaria, a pesar de ser algo maravilloso para aquellos de nosotros que estamos bien situados para aprovecharla, sigue teniendo sus pros y sus contras. Nuestra apertura en un mundo lleno de divisiones políticas, religiosas, económicas y sociales aumenta también nuestra vulnerabilidad e intensifica el dolor y la alienación de aquellos que se sienten apartados de las ventajas de la interdependencia. Al fin y al cabo, el 11 de septiembre, Al Qaeda utilizó las mismas fronteras abiertas, la facilidad para viajar y el acceso a la información y a la tecnología que todos damos por hecho para matar 3.100 personas de 770 países, incluidos más de 200 musulmanes (…) ¿Cuál es la responsabilidad de Estados Unidos en este momento de nuestro dominio? Creo que es la de construir un mundo que avance más allá de la interdependencia, hacia una comunidad planetaria integrada, con responsabilidades, beneficios y valores compartidos.


estudios

dos haya llegado a convertirse en una potencia global, pero dista enormemente de la capacidad para realizar una dominación global, razón por la cual se plantea para Washington y el mundo el imperativo de fortalecer los hilos de la interdependencia.

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De esta reflexión a que nos invita el ex presidente norteamericano, así como del breve análisis que hemos realizado sobre las oportunidades, los desafíos y costos que representa detentar el estatus de potencia global, podemos extraer una importante conclusión. Puede que Estados Uni-

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análısıs polítıco nº 50, Bogotá, enero-abril 2004: págs. análısıs polítıco nº 40-54 50

Procesos públicos de esclarecimiento y justicia de crímenes contra la humanidad *

ISSN 0121-4705

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Iván Cepeda Castro Claudia Girón Ortiz Investigadores y defensores de derechos humanos.

* El presente artículo es resultado de la experiencia de los autores en el trabajo con víctimas de la violencia en Colombia. La reflexión acerca de esta labor ha sido efectuada en la investigación “La memoria de las víctimas de la violencia y la guerra” (2000-2003), realizada con el apoyo del Instituto Colombiano para el Desarrollo de la Ciencia y la Tecnología “Francisco José de Caldas” (Colciencias) y del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Católica de Lyon.

e n l a s e g u n da m i ta d d e l s i g l o x x , e l desarrollo vertiginoso del derecho internacional, de los derechos humanos y del derecho humanitario conoció, como una de sus consecuencias más destacadas, la creación de un nuevo marco para el debate público sobre las atrocidades del pasado. A partir del Tribunal Militar de Nuremberg, en 1945, este debate ganó como escenarios los estrados judiciales, los procesos por crímenes de guerra y de lesa humanidad, y, más recientemente, las denominadas “comisiones de verdad” creadas después de los conflictos armados o los regímenes dictatoriales. La instauración de la Corte Penal Internacional es un aspecto notable de este nuevo marco universal para la sanción de las formas de violencia extrema. Los múltiples procesos de rememoración, esclarecimiento y justicia son un aporte considerable a la democratización de las sociedades, pues contribuyen a la formación de la opinión y el espacio públicos. La experiencia de la difusión social de los testimonios de las víctimas, la controversia en los medios de comunicación y la divulgación de los informes sobre los crímenes del pasado ayudan a consolidar los espacios democráticos nacientes. En dicho contexto, memorias colectivas –que durante períodos de violencia y dominación han sido desconocidas– encuentran, poco a poco, espacios de reconocimiento. No obstante, el reconocimiento público de las víctimas de los crímenes atroces cometidos en una guerra o bajo un régimen dictatorial requiere un conjunto de transformaciones que conduzcan al establecimiento del vínculo colectivo lesionado o destruido por la violencia generalizada. Esas transformaciones se operan en situaciones conflictivas y controversiales. Por eso los problemas propios de los procesos sociales de superación de los crímenes del pasado exigen una reflexión particular. En el presente texto se desarrolla una serie de conceptos y tesis pertenecientes a la teoría de la


1

En la investigación, el tratamiento de la problemática se realiza a través de un recorrido por las múltiples facetas que tiene el trabajo de rememoración en el espacio público en situaciones simultáneas o posteriores a conflictos armados o regímenes dictatoriales. A lo largo de la primera sección se descompone el contenido del concepto de la memoria de las víctimas en tres preguntas que corresponden a los primeros tres capítulos del estudio: ¿Cuál es el contenido de esta memoria? ¿Quiénes son sus sujetos y en qué espacio se construye? ¿A través de qué modalidades y prácticas se ejerce? En la segunda parte se abordan los vínculos contradictorios que ligan la memoria y la historia, así como sus afinidades, diferencias y oposiciones. Con este objetivo se analizan dichos vínculos desde la perspectiva del estudio de la historiografía, para luego enfocar el trabajo de memoria en el espacio público y los procesos inherentes a la controversia social sobre los acontecimientos de violencia generalizada. En el último capítulo de esta sección se hace un acercamiento a la teoría de los vestigios materiales del pasado. La tercera parte está dedicada a la configuración de las categorías de víctimas y victimarios, a la institucionalización de las prácticas sociales alrededor de la victimización y a las formas de resistencia que son inherentes al trabajo de rememoración. En los tres capítulos finales del estudio se aborda la memoria de las víctimas desde el campo del derecho internacional de los derechos humanos y el derecho humanitario. Este recorrido incluye tres momentos: la presentación del principio sustancialidad del pasado en la teoría general del contrato social, el problema del derecho de las víctimas a la verdad y la justicia, y la cuestión del reconocimiento social de la inocencia de las víctimas y la responsabilidad de los victimarios en el espacio público. El fragmento que se entrega a la revista Análisis político corresponde a esta parte final y se concentra además en la cuestión del trabajo de las comisiones extrajudiciales de esclarecimiento y reparación (“comisiones de verdad”) por medio de la labor de rememoración en el espacio público destinado a la superación de la violencia y a la construcción de la democracia.

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A excepción del sistema interamericano de protección de derechos humanos, no se hará alusión detallada en esta presentación a la doctrina que han elaborado otros mecanismos de protección regional o convencional sobre el deber de memoria, el derecho a la verdad y el derecho a la justicia.

3

La definición de estos crímenes encuentra una amplia gama de denominaciones en el campo del derecho y de las ciencias sociales: formas de violencia extrema, crímenes en masa, crímenes internacionales, delitos atroces, etc. En este texto se utilizan indiscriminadamente para designar siempre el mismo tipo de prácticas criminales.

democracia

mado, etc. En la segunda parte, los temas de la reflexión son la realización del derecho a la verdad y la justicia, así como el carácter de las comisiones extrajudiciales de esclarecimiento. Allí se examinan las diversas formulaciones que el derecho internacional ha elaborado con relación a los principios, procedimientos e instrumentos que deben ser puestos en práctica para garantizar la dignidad de las personas y la de los grupos que han sido afectados por situaciones de violencia extrema. El énfasis de los dos análisis mencionados se centra en las fuentes de la teoría política que fundamenta determinados aspectos del derecho público internacional, y en las fuentes normativas de los derechos humanos y del derecho humanitario: los instrumentos internacionales –convenciones, pactos, cartas o declaraciones–; los informes producidos por los sistemas de protección y promoción internacional de los derechos humanos, y algunos aspectos de la jurisprudencia emitida por los tribunales ad hoc creados para el juzgamiento de los crímenes internacionales2. Las nociones de crímenes de guerra y de lesa humanidad3 son aspectos primordiales de ambas secciones, pues la definición de su naturaleza, sus modalidades específicas de perpetración y

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memoria, la verdad y la justicia en situaciones anteriores, simultáneas o posteriores a transiciones a la democracia o negociaciones de conflictos armados. A través de este análisis se pretende demostrar que todo camino de superación real de la violencia y la guerra debe tener un carácter público (transparencia) y procesal (esclarecimiento). O en otros términos, que el trabajo de rememoración, el establecimiento de la justicia y la elaboración de la verdad contribuyen efectivamente a la democratización, siempre y cuando comprometan a todos los estamentos sociales en diversas modalidades de transparencia, esclarecimiento y sanción de las acciones criminales que han desestructurado el cuerpo social. Para argumentar estas ideas se realiza un estudio en dos partes1. En la primera, se aborda la cuestión del vínculo entre el trabajo de rememoración y los principios de la teoría de los derechos humanos y el derecho humanitario. Así son tomados en consideración asuntos como la deducción del principio de sustancialidad del pasado en el marco de la teoría contractual; el papel de la memoria en relación a la legitimación del poder estatal; el contenido de la memoria en situaciones en que la potestad de uso de la fuerza se emplea para fines arbitrarios o en que la sociedad se encuentra en medio de un conflicto ar-

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sus consecuencias a la luz de la desarticulación del cuerpo social, permite la comprensión del carácter de los procesos sociales tendientes a su superación. Otro concepto primordial de análisis es el de “espacio público”, pues da cuenta de las situaciones e instancias en las que opera la acción social que garantiza la posibilidad de vivir en comunidad y de construir las relaciones intersubjetivas. Una última acotación preliminar. El objeto del presente estudio no se circunscribe a la crítica de las condiciones de impunidad, o a la consideración de la superación de las atrocidades en una situación de violencia específica o en un conflicto armado particular. No obstante, salta a la vista que el tratamiento conceptual de la problemática planteada se ajusta bien a las exigencias del actual contexto colombiano. Entre las situaciones de conflicto armado o de transición en las sociedades latinoamericanas, la colombiana muestra un nivel de singular complejidad que se desprende de la pluralidad de expresiones de violencia, y también, por qué no decirlo, de las manifestaciones civilistas que reclaman la salida de la violencia. La ausencia de experiencias públicas de memoria, verdad y justicia sobre las modalidades de violencia, y la proliferación de expresiones crónicas de impunidad y corrupción, agregan niveles de dificultad adicionales a la tarea de superación de los aspectos más destructivos de los períodos históricos marcados por la confrontación armada. A la complejidad de un tal panorama debe corresponder entonces un trabajo de rememoración, verdad y justicia proporcionalmente diverso y complejo. El lector percibirá, por tanto, que muchas de las tesis expuestas están dirigidas a pensar los caminos de la salida de la violencia en Colombia. MEMORIA DE LAS VÍCTIMAS Y PA C TO S O C I A L

¿En qué consiste la relación que guardan los conceptos de memoria, verdad y justicia enmarcados en una situación de violencia generalizada? Como se verá a continuación, la respuesta a ese interrogante parte del análisis de la conducta que establecen el poder estatal o las partes de un conflicto armado hacia determinados aspectos de sus propias actuaciones, concretamente aquellas en las que está comprometido el uso de la fuerza y su justificación. Asimismo, ese análisis concierne a la posición que asume la sociedad (los individuos, grupos e instituciones) con relación a esas situaciones particulares, y en

especial, a la manera en que las víctimas y los autores de los actos de violencia enfrentan la tensión que gira en torno a la elaboración real o el acomodamiento y negación de las atrocidades del pasado. Una perspectiva adecuada para la comprensión de estos fenómenos es el estudio de los orígenes y de la teoría contemporánea de los derechos humanos y del derecho humanitario, así como el estudio de las categorías políticas que los fundamentan. La historia de la emergencia de los derechos humanos está orgánicamente ligada a la cuestión de la resistencia y la oposición ante los desafueros u omisiones del poder estatal. Por su parte, la formación del derecho humanitario atañe a la necesidad de limitar al máximo la acción bélica y la destrucción producidas dentro de un conflicto armado. Como es bien sabido, los derechos humanos se inscriben en la tradición liberal de la filosofía contractual de la soberanía política, desarrollada especialmente en la Europa del siglo XVIII. Expuestos sumariamente, los elementos básicos de esta concepción se concentran en el estado de naturaleza, que da cuenta de una situación originaria ideal en la cual los seres humanos se enfrentan entre sí para realizar su derecho natural a satisfacer sus deseos. En este modelo inaugural, la lucha por la supervivencia se degrada irremediablemente en una situación de guerra en la que el miedo a no poder garantizar la seguridad y el bienestar propios conduce a la violencia, y en la que esta última genera un nuevo sentimiento de miedo en un círculo vicioso sin fin. Como se advierte, en esta representación inicial de la filosofía contractual son atribuidos a los individuos una serie de derechos “naturales” que emanan de su propia esencia y que son, a diferencia de los derechos positivos promulgados por el legislador, de carácter inalienable e inderogable, o en otras palabras, que están por encima de cualquier limitación que sea dispuesta o impuesta exteriormente a esa condición inmanente. El requisito para la salida del estado de naturaleza, y el paso al estado político, es la celebración de un pacto que permita garantizar de manera permanente los derechos naturales puestos en peligro en la lucha encarnizada de todos contra todos. Existen diferentes modelos de este pacto, pero todos coinciden en la constitución de una instancia artificial garante de la palabra dada por quienes se someten conscientemente al compromiso (T. Hobbes) o en la integración de


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Así lo enuncian tanto J. Locke (Traité du gouvernement civil, 1689) como H. D. Thoreau (El deber de la desobediencia civil, 1849).

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Esta es la concepción que Montesquieu expone en De l´esprit des lois, 1748.

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sus derechos e igualmente, por así decirlo, debe “auto-controlarse” para que su acción u omisión no lesione esos mismos derechos. Del cumplimiento fiel de esta “regla de oro” –entendida en términos del ejercicio ecuánime de esas dos funciones– depende que exista la legitimidad del poder, que los individuos permanezcan ligados al contrato y, por tanto, que no apelen a la desobediencia civil y al derecho, legítimo en este caso, de resistencia a la opresión que corresponde a la aspiración de todo ser humano a la libertad y la dignidad4. La incompatibilidad de las facultades de control social y de autocontrol, que practica simultáneamente el poder político, plantea el problema de si ese ejercicio puede llevarse a cabo de manera legítima y equilibrada. Esta situación problemática ha tratado de ser resuelta a través de la teoría de la independencia de los tres poderes públicos, por medio de la cual la especificidad de tareas y el control recíproco que ejercen entre sí el poder ejecutivo, el poder legislativo y el sistema judicial resolvería, al menos parcialmente, el carácter antinómico de la doble función del Estado5. Se dice “al menos parcialmente”, pues el problema del control social y del autocontrol contiene varias facetas. La primera de ellas atañe directamente al modo en que el Estado administra su potestad de punición de los delitos e ilegalidades cometidos en el seno de la sociedad, y por tanto del uso justificado de la fuerza. Si el aparato estatal no está en capacidad de garantizar la vida y seguridad de sus asociados, si no ejerce el monopolio de la fuerza y si la impunidad es “moneda corriente” en la sociedad, la legitimidad del poder político queda cuestionada. Lo anterior es válido también para la situación opuesta, o sea ante cualquier acto en el que la potestad estatal de punición o el uso de la fuerza hayan sido desviados hacia fines diferentes a los de la protección del individuo y, por ende, en el que se contradigan o violen sus derechos. Si a esta última circunstancia se agrega la impunidad de este acto ilegal cometido por los agentes estatales, estamos ante la anulación plena de la función de autocontrol del poder político y ante la ruptura de la frontera que separa un Estado de derecho de un régimen autoritario o totalitario. Otra circunstancia de este tipo concierne a la posibilidad de que el poder político incurra en

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una “voluntad general” del cuerpo social (J. J. Rousseau) o de un consenso político que haga efectivo el respeto de los derechos naturales a la igualdad y la libertad (J. Locke). El contrato se efectúa entre los individuos, pero igualmente entre éstos y el Estado, la nueva entidad social que surge en las condiciones políticas del pacto. Para la teoría general de los derechos humanos es fundamental la pregunta acerca de las obligaciones que genera el pacto colectivo o su negación. Dicho en otros términos, la definición de los derechos humanos –su sentido y orientación generales– se materializa con relación al tipo de soberanía que emana del contrato, o de un acto de imposición, y de las implicaciones que ello tiene para quienes se someten, o son sometidos, a las formas de soberanía. En las condiciones de las sociedades democráticas, cualquier debilitamiento, relajación o anulación del control que debieran ejercer quienes se acogen al poder estatal sobre este último abre el espacio para que proliferen formas de arbitrariedad o de autoritarismo. En estos casos, la protección de los derechos fundamentales, por medio de la justicia institucional y la actuación pública de la sociedad, es una mediación indispensable. Cuando se trata de regímenes impuestos de facto, la resistencia a la dominación asume la forma del trabajo por el establecimiento del primado del derecho sobre la fuerza. Para detallar el sistema de relaciones políticas que se entabla en los regímenes de soberanía contractual cabe preguntar entonces en qué consiste el contrato social en sí mismo. Del lado de los individuos, el contrato representa el compromiso de respetar mutuamente sus derechos y de acatar la autoridad del Estado. A su turno, este último adquiere también una doble obligación que consiste, de una parte, en velar por el respeto de los intereses de los asociados, y de otra, en mantener el orden público, es decir, el respeto de los individuos hacia la autoridad que él representa. La complejidad del carácter dual de este compromiso radica en que el poder político ejerce al mismo tiempo dos funciones que, a primera vista, parecerían contradictorias e incluso excluyentes: garantizar los derechos de los individuos y garantizar el respeto de su propia autoridad. El poder debe controlar que en sus relaciones los individuos respeten mutuamente

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la arbitrariedad, esto es, en la sustitución arbitraria de las normas vigentes, llevada a cabo de manera continua o en las situaciones calificadas de excepcionales. El peligro latente de la arbitrariedad hace que el principio de la división de los poderes públicos deba ser complementado y acompañado en todo momento por el principio de la seguridad jurídica, es decir, por la garantía de que un cierto conjunto de leyes –dentro de las cuales ocupan un lugar central aquellas que contienen los llamados derechos fundamentales– será mantenido y puesto en práctica en todo momento6. Por último, también existe la posibilidad del exceso o defecto en el ejercicio de las funciones de control social y de autocontrol del Estado, que se expresa bajo la forma de intervención abusiva o no intervención negligente. Los excesos de la intervención estatal transgreden aquellos derechos cuya especificidad exige que el Estado respete la esfera privada del individuo y las libertades fundamentales que son correlativas a esa esfera. Por el contrario, la no intervención del Estado lesiona los derechos económicos y sociales, cuya vigencia depende en buena parte de la prestación de los servicios públicos que hacen realidad el disfrute de esos derechos. En consecuencia, y como se dijo anteriormente, la oposición contra cualquiera de estas desviaciones en las funciones de control y de autocontrol del Estado está en el núcleo conceptual y práctico de los derechos humanos, cuya razón de ser es la crítica social y la acción civil contra cualquier expresión de arbitrariedad del poder. ¿Cuál es la relación entre la recapitulación (memoria) de las violaciones a los derechos humanos y los conceptos que conforman el marco de referencia de la teoría política hasta aquí expuesta? Para resolver este interrogante se tiene que aludir a un principio que compete, en este caso, a la condición temporal que subyace al reconocimiento del pacto social y de la autoridad pública. Tal principio es el de la sustancialidad del pasado como trasfondo referencial y criterio para determinar la legitimidad o ilegitimidad del poder. Algo que parece evidente –pero que no lo es de ningún modo para todo régimen político– es que dentro de las condiciones de la legitimidad del ejercicio de la soberanía debe estar contenida la posibilidad de que el pasado exista y sea 6

aceptado, esto es, reconocido por el propio poder. Hablamos del reconocimiento del pasado como fruto de la elaboración social en el espacio público de la historia colectiva y no como la “fabricación” del pasado por el poder a su imagen y semejanza por medio de una especie de “Ministerio de la Verdad” para “oficializar” la historia (utilizando la figura literaria que George Orwell acuñó, en su obra, 1984). Quizá la más nítida afirmación del principio de sustancialidad temporal la hallamos en las enunciaciones solemnes con las que comienzan los instrumentos fundadores del derecho internacional de los derechos humanos que rememoran los sufrimientos y las lecciones que han dejado los crímenes del pasado. La Carta de Naciones Unidas (1945) comienza con la siguiente consideración: Nosotros, pueblos de Naciones Unidas, resueltos a preservar las generaciones futuras de la calamidad de la guerra que dos veces en el espacio de una vida humana ha infligido a la humanidad indecibles sufrimientos....

La Declaración Universal de Derechos humanos (1948) en su preámbulo señala: Considerando que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad....

En fin, el preámbulo de la Convención para la prevención y la represión del crimen de genocidio (1948) contiene la siguiente constatación: Reconociendo que en todos los períodos de la historia el genocidio ha infligido grandes pérdidas a la humanidad....

El principio de la sustancialidad del pasado significa dos cosas: que el Estado desempeña el papel de “memoria del contrato”, es decir, que las instituciones estatales “recuerdan” permanentemente a los asociados las obligaciones que han contraído en la sociedad política, pero que, al mismo tiempo, su legitimidad se fundamenta en el hecho de que los sujetos sociales puedan, en todo momento y en toda circunstancia, recordarle al poder –y especialmente a los órganos encar-

La noción de los derechos humanos como lucha contra la arbitrariedad del poder político es desarrollada por G. Haarscher en Philosophie des droits de l´homme, 1993, pp. 25-34. Como otros principios complementarios encaminados a evitar la arbitrariedad, el autor menciona el derecho al debido proceso, la imparcialidad de la justicia y el recurso al Habeas corpus.


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Consagrado en la convención relativa al derecho público de los tratados, conocida como Convención de Viena (1969).

democracia

desde la destrucción de la biografía individual – pasando por la revisión de los acontecimientos y la destrucción total de la historia– hasta la elaboración de un relato ficticio del mundo histórico. Por el contrario, en el ejercicio auténticamente democrático, la sociedad debe recordar continuamente al poder político –y aquí la expresión “recordar” adquiere toda la fuerza del trabajo de rememoración– el principio de pacta sunt servanda7 según el cual, las partes que ratifican un pacto quedan ligadas a él y, por ello, les incumbe comprometerse a cumplirlo. Recordar sus compromisos a quienes representan la autoridad es un principio directamente relacionado a su pretensión de legitimidad pública. Este principio de recordación será válido, con mayor razón, cuando se trate de episodios de violaciones graves a los derechos de la población o de actos criminales generalizados de especial crueldad en los que hayan incurrido agentes o instituciones del Estado en el desempeño de sus funciones, o por fuera de ellas. Como puede advertirse, la rememoración de esta clase de violaciones ocupa un lugar central, y a la vez delicado, dado el grado en que ellas afectan la integridad, la dignidad e incluso la misma posibilidad de existencia de las personas o los grupos sociales. De ahí la importancia que tiene la consideración de la manera en que se legitiman o “anulan” las acciones en las que se produce el uso ilimitado de la violencia; acciones en que las condiciones esenciales de existencia del ser humano son lesionadas por excelencia. Las prácticas de olvido o de memoria en estos casos –que van desde la supresión de las huellas de las víctimas hasta la sacralización del pasado– conciernen los motivos, modalidades y consecuencias que ha tenido la utilización de la fuerza. Como se verá a continuación, entre los niveles variables de utilización de la violencia, requieren una atención especial aquellos en los que se produce la manifestación de expresiones de violencia indiscriminada e ilimitada. Los estados de guerra o las condiciones socio-políticas en que se perpetran crímenes en masa de manera sistemática encarnan ese tipo de situaciones, y su legitimación implica el desconocimiento del principio de sustancialidad del pasado. Si se acepta entonces este razonamiento, cabe indagar sobre cuál es el aspecto esencial del contenido del pasado –léase de la violencia– cuya resonancia y significado se quiere reprimir a toda costa, y que por ello mis-

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gados del autocontrol estatal– todos aquellos aspectos que atañen a los compromisos que éste ha hecho en el pasado próximo o remoto. Es más, podría aseverarse que el ejercicio de memoria permanente en el que la sociedad recuerda al poder político quién es él (cuáles son sus funciones, cómo las ha ejercido, cuáles son sus compromisos, etc.) es una función normal de toda verdadera democracia y una práctica preventiva contra todos los desmanes autoritarios. La negación de aspectos –o de épocas enteras– del pasado adquiere características variadas en función de los diferentes regímenes políticos y de sus modos de legitimación social. La idea de que existen “pueblos sin historia” es, por ejemplo, un aspecto notable de la antropología evolucionista que animó la división entre “barbarie y civilización” como base ideológica del poder colonial. La escritura de la historia del pueblo colonizado y su anexión como capítulo de la historiografía de las metrópolis occidentales fue el camino que estas últimas adoptaron para construir el modelo más perfeccionado de oficialización del pasado, la “Historia universal”. A su turno, en las llamadas democracias representativas la relación que guardan los elegidos y los electores tiende a diluirse en la medida en que se distancia el momento de las elecciones de las promesas y los compromisos adquiridos. No ha de perderse de vista en esta dirección, que un síntoma de que la dinámica de la arbitrariedad comienza a instaurarse en una democracia representativa es que los representantes “tienden a olvidar” sus obligaciones con los representados y a buscar que la sociedad misma también los olvide. Por ello, en este modelo político puede suceder que en un clima de elecciones regulares, la distancia entre gobernados y gobernantes se supla con sistemas a doble nivel en los que la institucionalidad estatal legal encubre estructuras paraestatales que practican todo tipo de métodos violentos. En tales casos puede llegarse a la situación de que en nombre de los valores democráticos, y de los propios derechos humanos proclamados, se obstruya la elaboración pública de la memoria de las víctimas y se hagan desaparecer los indicios que sirven de referencia para el trabajo de rememoración. En los modelos de autoritarismo y de dominación totalitaria, las prácticas de negación o instrumentalización del pasado toman una forma más cruda y radical en un proceso que va

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mo, debe ser puesto a la luz como base de la exigencia al poder político, o a las partes de un conflicto armado, del respeto de los derechos fundamentales y de las normas humanitarias. O enunciado en otros términos, se impone explicitar qué tipo de acontecimientos son los que el poder político y las partes involucradas en un conflicto armado tienden a querer olvidar con mayor urgencia. LOS CRÍMENES DE LESA HUMANIDAD

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Los delitos que se cometen en situaciones de guerra o de violencia generalizada portan significaciones diferentes en cuanto a la magnitud de los efectos que tienen para la sociedad. Siendo así, la práctica criminal que se repite metódicamente y que, por sus objetivos, muestra cierto grado de coherencia destructora se diferencia de una violación individual y episódica. Las violaciones de carácter más pernicioso, y de alcances más globales para la sociedad, están tipificadas en los instrumentos del derecho internacional y conciernen, en primer lugar, a los crímenes de lesa humanidad, las graves violaciones a los derechos humanos y los crímenes de guerra8. Se mencionarán a continuación, sin ánimo exhaustivo, algunos de los rasgos más relevantes de la definición de estos crímenes en el derecho internacional. En términos generales, se entiende por crimen de lesa humanidad toda práctica violatoria de los derechos fundamentales –como el genocidio, la ejecución extrajudicial, la tortura, las penas o los tratamientos crueles, inhumanos o degradantes, la deportación, la reducción a la esclavitud, la detención ilegal seguida de la desapa-

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rición forzada, etc.– llevada a cabo en forma generalizada y sistemática, y organizada y ejecutada de acuerdo con un plan centralizado o con estrategias independientes coordinadas. Los adjetivos “generalizado” y “sistemático” han expresado en la historia del derecho internacional de los derechos humanos y del derecho humanitario la especificidad de estos crímenes tendientes a “destruir la humanidad”9. Caracterizar de “generalizados” o “masivos” estos actos de violencia significa que ellos privan a la humanidad de su pluralidad intrínseca a través de la exclusión de una cantidad significativa de sus miembros, sea por efecto de su eliminación o de la anulación de su identidad. Por su parte, el carácter “sistemático” alude a que la perpetración a gran escala de estas atrocidades requiere un aparato administrativo. En efecto, a diferencia de los delitos comunes cometidos por particulares, los delitos de lesa humanidad no pueden ser planificados y ejecutados sino como resultado de una política concertada, cuyos fines está en capacidad de ejecutar un aparato complejo como el Estado librado al uso indiscriminado de la fuerza. Es por eso que cuando se investigan a fondo los numerosos casos que integran el vasto espectro de estos crímenes se llega a la comprobación de que tras la aparente singularidad inconexa de cada hecho individual se encuentra en realidad un “servicio público criminal”, una “criminalidad de sistema”, como se dijo en el proceso de Nuremberg10. El desequilibrio que entraña esta situación consiste en que mientras, de un lado, el victimario actúa como componente de una maquinaria –y por tanto, su acción goza de la potencia destruc-

8

La llamada violencia estructural, socioeconómica, también tiene una connotación general para la sociedad. No es menos cierto entonces que el principio de sustancialidad del pasado sea válido para este tipo de violaciones a los derechos fundamentales y que podamos hablar de la memoria de las víctimas de la violencia estructural. No obstante, los límites del objeto de esta reflexión nos impiden dedicar mayor atención a este tema crucial.

9

Algunas de las formulaciones más destacadas que tipifican los crímenes de lesa humanidad y los crímenes de guerra están enunciadas en los siguientes instrumentos del derecho internacional de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario: las cartas de los tribunales militares internacionales de Nuremberg (1945) y Tokio (1946); la Convención para la prevención y la represión del crimen de genocidio (1948), la Convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los crímenes contra la humanidad (1968), el Protocolo adicional a las convenciones de Ginebra del 12 de agosto de 1949 relativo a la protección de las víctimas de los conflictos armados internacionales (Protocolo I, 1977). Recientemente se han producido nuevos desarrollos de estas definiciones, especialmente contenidos en los estatutos de los tribunales ad hoc creados para la antigua Yugoslavia (1993) y para Ruanda (1994) así como en los artículos 7 y 8 del estatuto que reglamenta la Corte Penal Internacional (1998).

10

Como indica Antoine Garapon en Des crimes qu´on ne peut ni punir ni pardonner (2002, pp. 145-147), en este proceso al lado de los altos responsables del régimen nazi fueron acusadas instituciones del tercer Reich entre las que se cuentan el Estado Mayor y el Alto Mando, la SS, la Gestapo y el cuerpo de jefes del partido nacionalsocialista (SD). Tres de ellas fueron condenadas por el tribunal: la Gestapo, la SS y el SD.


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CRÍMENES DE GUERRA

Entre los ciento ochenta millones de víctimas de la guerra y la violencia que dejó el siglo XX, la mayoría eran civiles que fueron blanco de los ataques de ejércitos y grupos armados de sus propios países. La definición de los crímenes de guerra concierne a los actos cometidos contra las personas y grupos protegidos por su condición de no combatientes (población civil) o que están “fuera de combate”. Estos actos son calificados como infracciones graves a las disposiciones de las convenciones de Ginebra (1949) y sus dos protocolos adicionales (1977)11. El derecho humanitario ha establecido que los crímenes de guerra pueden presentarse en conjunto con los crímenes de lesa humanidad y que acontecen en el marco de un conflicto armado internacional o interno, por medio de un ataque general o de ataques acumulativos de las violaciones. Tal reconocimiento de las infracciones graves al derecho humanitario ha sido progresivo. La aceptación por parte de los Estados de que los crímenes de guerra se cometen también en el marco de los conflictos armados no internacionales es un hecho reciente en el campo del derecho internacional. A pesar de la prohibición de tales actos, en algunos de los textos del derecho humanitario (artículo 3 común a las convenciones de Ginebra y Protocolo II adicional) la noción prevaleciente en las relaciones entre Estados (opinio juris) era circunscribir la interpretación del campo de aplicación de los crímenes de guerra a conflictos armados interestatales. La jurisprudencia del Tribunal ad hoc para la antiguaYugoslavia, especialmente en el ya celebre caso Tadic, y luego el Estatuto de la Corte Penal Internacional han ampliado la inter-

El artículo 85 del Protocolo I, adicional a las convenciones de Ginebra, enuncia que son considerados como crímenes de guerra los actos cometidos contra las personas y colectividades protegidas por los instrumentos del derecho humanitario, tales como: la mutilación física y experimentación médica o científica; el sometimiento a la población civil a un ataque; el lanzamiento de un ataque indiscriminado contra personas o bienes civiles a sabiendas que ese ataque causará pérdida de vidas humanas; el lanzamiento de un ataque contra las instalaciones que contengan fuerzas peligrosas para la vida (tales como represas, centrales nucleares, etc.); la transferencia de población con fines de ocupación de un territorio o la deportación de la población originaria de ese territorio; las prácticas de apartheid y las prácticas crueles, inhumanas y degradantes, fundadas sobre la discriminación racial o de otra índole que den lugar a ultrajes de la dignidad personal; los ataques contra bienes culturales y consagrados al culto religioso; la privación del derecho a un debido proceso con las garantías necesarias concernientes a la imparcialidad del tribunal, y en el caso de la justicia penal, al principio de no-retroactividad de la ley. El Protocolo II y el artículo 3 común a las convenciones contienen la mención de la mayor parte de estos actos como infracciones graves al derecho humanitario en las condiciones de un conflicto armado interno, a las que se suma la prohibición del secuestro. En los estatutos de los tribunales ad hoc y en el de la Corte Penal Internacional ha aparecido la mención de los “crímenes de agresión”, cuya definición, sin embargo, no ha sido aún debidamente desarrollada.

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L O S C O N F L I C TO S A R M A D O S Y LO S

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tora que esa maquinaria pone en marcha– del otro lado, la víctima se encuentra reducida a su condición individual, y frecuentemente enfrentada, por añadidura, a la dificultad de demostrar el carácter concertado de la acción del victimario para que exista un reconocimiento público. Sin embargo, la puesta en obra de la política criminal va más allá de esta maquinaria. Su carácter totalitario invade la sociedad entera, fragilizando las resistencias hasta comprometer todos sus niveles e instituciones y activar los recursos –o forjar el consenso–, de las instancias políticas, culturales, académicas y, por supuesto, de los medios de comunicación para la máxima eficiencia de sus objetivos. Como lo señaló en su momento H. Arendt, la expresión más acabada de esta hegemonía totalitaria, de la política criminal es su infiltración del propio sistema de justicia que pierde toda independencia y que termina, él también, por ceder a la arbitrariedad. Ningún crimen de lesa humanidad ilustra mejor estas afirmaciones que el crimen de genocidio. La especificidad de la intención destructiva que representa el genocidio es la negación a la existencia de un grupo por su origen, por su nacimiento –como lo indica la etimología de la palabra - o por sus convicciones compartidas. A este respecto, la Convención para la prevención y represión del crimen de genocidio estipula que los actos encaminados a la destrucción de grupos humanos enteros que caben bajo esta definición son: el asesinato contra los miembros del grupo en cuestión, los atentados graves a la integridad física o mental de sus miembros, la sumisión intencional a condiciones de existencia que entrañen la destrucción física total o parcial, las medidas tendientes a entrabar los nacimientos en el seno del grupo o la transferencia forzada de sus niños.

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pretación de las infracciones a la normatividad humanitaria12. Esta clase de restricciones en la interpretación de las normas humanitarias refleja la práctica de justificación de la criminalidad de guerra como elemento de la estrategia dentro de los conflictos armados. La guerra de memorias es una dimensión de la guerra en general, y como bien dice el aforismo, “en la guerra la primera víctima es la verdad”. Así, es frecuente la utilización del principio del derecho penal alusivo a la legítima defensa de las personas y los bienes para respaldar todos los desmanes que se cometen en el desarrollo de un plan de confrontación. Es común también que se acuda a la idea de que la dinámica de la guerra es inexorable e involucra a sus actores, independientemente de su voluntad. Proclamar el derecho a la guerra (jus ad bellum) requiere una interpretación de determinados acontecimientos del pasado que justifiquen el llamado a las armas, y que susciten el entusiasmo colectivo por el empleo ilimitado de la fuerza. La relectura de las relaciones comunitarias a través

del descubrimiento de diferencias irreconciliables o de la “legítima defensa” se opera no pocas veces a partir de la elaboración de una versión histórica. Igualmente, durante el desarrollo de un conflicto armado, las partes tienden a considerar que el reconocimiento de los actos pasados de violencia indiscriminada significa una desventaja estratégica y por ello crean sus propias versiones de los hechos. Al final de las hostilidades, si se presenta el triunfo de una de las partes del conflicto, los vencedores juzgan las atrocidades de los vencidos, pero no hacen lo mismo con aquellas atrocidades perpetradas por ellos mismos. Si el conflicto se resuelve por medio de una negociación existe siempre el peligro de que uno de los primeros acuerdos de los combatientes sea acordarse recíprocamente la amnistía de los crímenes cometidos. Por tanto, la exigencia del respeto efectivo de las normas del derecho humanitario concierne también al hecho de que los Estados, los grupos paramilitares y los grupos disidentes reconozcan que las infracciones que tienen lugar en desarrollo de las hostilidades no son actos de guerra legítimos y necesarios13.

[60] 12

Los estatutos de la Corte Penal Internacional y de los dos tribunales internacionales ad hoc pueden ser considerados como puntos de convergencia entre el derecho internacional de los derechos humanos y el derecho humanitario. En el caso de Dusko Tadic, guardián de un campo de concentración en Bosnia, la defensa sostuvo que el derecho aplicable por un tribunal internacional ad hoc era el de los conflictos armados no internacionales y, que por tanto, la instancia judicial carecía de competencia para juzgar la acusación de crímenes de guerra propios de los conflictos internacionales. En su sentencia, el tribunal se pronunció reconociendo que el derecho internacional ha evolucionado en la caracterización del derecho aplicable en los conflictos armados no internacionales y que existe determinado tipo de prácticas que son consideradas indistintamente en los conflictos armados internos e internacionales.

13

Como se sabe, el derecho humanitario es el derecho que toma por objeto la guerra para limitarla (jus in bello) y no para justificarla (jus ad bellum). A diferencia del derecho internacional de los derechos humanos –cuya vigencia es permanente–, el derecho humanitario se restringe en términos temporales y espaciales a las situaciones de conflicto armado. La evolución que ha tenido esta última noción puede ser examinada desde el punto de vista del despliegue de tres etapas diferentes, que sirven a la vez para estudiar los diversos períodos de la historia del derecho humanitario. En una primera etapa –aquella que va hasta el final de la Primera Guerra Mundial y que corresponde a una concepción de la guerra en términos clásicos–, la preocupación principal era aminorar los males causados a los combatientes, fijando límites a las hostilidades y los armamentos. Después, al final de la Segunda Guerra Mundial, con el empleo de las llamadas armas de destrucción masiva y la utilización de métodos de combate indiscriminados, el derecho humanitario reconoció que la guerra no es una confrontación que afecta únicamente a los militares, y que los civiles son regularmente sus víctimas principales y más cuantiosas. Finalmente, en la década de los años sesenta del siglo XX, con la irrupción de las llamadas guerras de liberación nacional y la proliferación de los conflictos armados internos, el derecho humanitario extendió sus normas a un plano doméstico. Cada una de estas etapas corresponde en su orden a la formulación del derecho humanitario. La primera corresponde al denominado derecho de La Haya; la segunda se expresa en las cuatro convenciones suscritas en 1949 en Ginebra, y la tercera halló su codificación en 1977 en los dos protocolos adicionales a esas convenciones. De estos dos últimos instrumentos, el segundo está consagrado a los conflictos de carácter no internacional, o conflictos internos, y se añade a los preceptos ya contenidos en el artículo 3 común a las cuatro convenciones. En la actualidad se discute si el derecho humanitario ha entrado ya en una cuarta etapa de su historia que requeriría un tercer protocolo adicional. Como aspecto destacado de esta controversia se cuestiona el sentido de la diferencia radical de la normatividad vigente para los conflictos de carácter internacional y los de carácter no internacional, y el tema de la ampliación de la normatividad humanitaria, obedeciendo a las nuevas circunstancias de los conflictos armados no internacionales.


EL DERECHO DE LAS VÍCTIMAS A LA VERDAD Y LA JUSTICIA

En las últimas décadas, los intentos de refundación del pacto social, que han representado las llamadas transiciones democráticas y los procesos de paz, se han enfrentado a múltiples desafíos e impedimentos. Tres de ellos merecen ser destacados. En primer lugar, las tentativas de transformación posteriores a los conflictos armados o a regímenes dictatoriales se dan en “sociedades periféricas” –como las ha denominado la sociología contemporánea– que mantienen relaciones (económicas, políticas, culturales) esencialmente asimétricas con las sociedades centrales e industrializadas. De ahí que los esfuerzos de renovación nacional emprendidos para la superación de regímenes dictatoriales o conflictos armados internos se hagan a menudo incompatibles con las condiciones generales que dictan esas relaciones. En el contexto de expansión de las interacciones globales, sin que paralelamente se produzcan cambios que democraticen la sociedad internacional, los intentos de transformación nacional, y los problemas de índole global que 14

Varios ejemplos en América Latina ilustran bien la situación en que “transiciones a la democracia” terminan desembocando en un estado de crisis económica y social crónica. En El Salvador, la tasa de criminalidad actual, producto de la violencia social, supera a la del momento más álgido del conflicto armado que vivió ese país centroamericano. En Argentina, la crisis financiera ha creado las condiciones para una nueva desestabilización política.

15

Como lo han indicado T. Negri y M. Hardt, a esta nueva concepción de soberanía le son correlativos un derecho de policía y un derecho de intervención o de injerencia. Mientras que el primero actúa sobre la base de la instauración de un “Estado de excepción global” que niega los derechos fundamentales, el segundo es una forma de actualización del derecho a la guerra justa (jus ad bellum,) que niega la normatividad del derecho humanitario, esta vez bajo la modalidad del derecho a la “guerra preventiva”. (Cf. Empire, 2000, pp. 25-69).

16

Cf. Monique Chemillier-Gendreau en Droit international et démocratie mondiale (2002) y Antonio Cassese y Mireille Delmas-Marty, Crimes internationaux et juridictions internationales (2002).

democracia

conciernen a tales intentos, se ven limitados por lo regular a tímidas modificaciones de los regímenes políticos anteriores, o de las situaciones que generaron los conflictos armados. Esto, sumado al carácter formal de los acuerdos y las frágiles bases de la transición, ha provocado que los pactos de refundación social desemboquen en situaciones altamente conflictivas y de permanente inestabilidad social14. En segunda instancia, los intentos de transición se han presentado en el marco de una crisis acentuada del modelo de Estado propio de la teoría contractual clásica y del derecho público internacional que le es intrínseco, es decir, del derecho basado en los tratados interestatales (bilaterales o multilaterales). Si bien los Estados se mantienen como mediaciones necesarias de las relaciones internacionales, entre los efectos de esta crisis cabe destacar el surgimiento de un nuevo tipo de hegemonía: la consolidación progresiva de una especie de poder imperial al que le es consustancial una nueva noción de derecho y soberanía supranacional. Este fenómeno, que viene acentuándose especialmente después de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, implica la extrapolación de un derecho nacional particular (el derecho interno de los Estados Unidos y su concepción de seguridad nacional) como derecho objetivo internacional15. Al intervenir y diseñar a su voluntad la manera en que terminan los conflictos armados internos o los sistemas políticos transicionales, el sistema y el jus gentium imperiales acaban con el contenido democrático de tales procesos. No obstante, la crisis y la ineficacia del derecho internacional tradicional para erigir un orden mundial democrático no es una razón válida ni suficiente para renunciar a las conquistas más valiosas a las que ha dado lugar su construcción. Tal es el caso del papel que desempeñan los mecanismos y jurisdicciones internacionales en materia de protección de los derechos humanos y del derecho humanitario16.

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En las condiciones en las que se imponen la negación e impunidad de estos episodios de violencia extrema, la memoria de quienes han sido victimizados es un espacio de resistencia a la “represión” (en sentido político y psíquico) del pasado. La memoria de las víctimas se convierte en una de las fuentes que nutren la protección de la dignidad humana y en una forma de control social al poder político, de oposición a la arbitrariedad y de limitación de la guerra. Por eso, una vez expuesto el principio de sustancialidad del pasado en el contexto del derecho internacional de los derechos humanos y el derecho humanitario, cabe ahora abordar los postulados e instancias que han sido concebidos en estos ámbitos para garantizar los procedimientos públicos de esclarecimiento y justicia de los crímenes atroces del pasado.

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Una tercera dificultad, que atañe directamente al tema tratado aquí, es que los contextos de transición o de acuerdos de paz requieren soluciones que transformen estructuralmente la sociedad con relación a la situación de guerra o de dominación precedentes. En este campo, el problema de dejar pendiente la erradicación –o de cimentar la impunidad– de los crímenes de guerra y de lesa humanidad se convierte en una cuestión que condiciona el futuro de la sociedad17. En este orden de ideas, evitar toda negación del pasado e impedir el intento por borrar el recuerdo de la ruptura del pacto colectivo inicial, con todo lo que ello implicó, son exigencias para colocar bases reales a la refundación del contrato social. Las dificultades para la realización de vigorosos procesos de rememoración, verdad y justicia en estas condiciones no se desprenden únicamente de la voluntad negacionista de los victimarios y de los sectores de la sociedad que colaboraron o aceptaron resignadamente la perpetración de sus crímenes. A esto se agregan las secuelas de los actos criminales que han tenido lugar en el despliegue de la violencia y la guerra. Entre las muchas consecuencias negativas que traen las formas de violencia extrema es que ellas no solamente desvirtúan la naturaleza y los fines del ordenamiento jurídico, sino que además se constituyen en un desafío a todas las categorías esenciales con las que éste opera regularmente18. Así ocurre cuando en situaciones de violencia el sistema judicial pasa a integrar el aparato criminal, sea como dependencia que ejecuta leyes draconianas contra los opositores al sistema, o sea como órgano legitimador de la acción de los autores de los delitos en masa mediante la práctica sistemática de la impunidad. Pero incluso cuando el sistema judicial ha preservado cierto grado de autonomía, se presenta la dificultad de que las instancias judiciales son incapaces de es-

tablecer la responsabilidad en los casos de la criminalidad en masa sobre las bases jurídicas y los recursos empleados para los tiempos de paz y las situaciones de “normalidad jurídica”. Esa circunstancia la ilustra bien la justicia penal ordinaria. Destinada a tratar transgresiones privadas, ella se muestra insuficiente para reprimir las atrocidades masivas cometidas por agentes del propio poder estatal, quienes actúan en ejecución de una política dirigida a suprimir los derechos fundamentales de la población, a menudo apoyados por estructuras para-estatales y respaldados por influyentes estamentos de la sociedad. Si se trata de un conflicto armado interno, a este panorama ya de por sí complejo se suman las infracciones al derecho humanitario cometidas por el Estado, las estructuras para-estatales y los grupos disidentes. Ante la dimensión colosal de este conjunto de delitos, los medios con los que opera de ordinario la justicia se muestran insuficientes. El trabajo probatorio y la determinación de la responsabilidad penal – imputabilidad– adquieren también dimensiones colosales19. Los medios de la justicia represiva (penal) y de la justicia retributiva (contencioso-administrativa) requieren, por ende, ser complementados con vastos procesos en los que se exprese, democráticamente, la repulsión a los crímenes de guerra y de lesa humanidad, y se contribuya a involucrar los niveles e instituciones de la sociedad que otrora han sido movilizados para forjar el consenso en torno a la violencia. De tales procesos complementarios hace parte el trabajo de rememoración colectiva y de esclarecimiento de la verdad, cuyos fundamentos podemos resumir en tres condiciones básicas: primero, que exista una opinión pública que sea el motor de la controversia social sobre la naturaleza de las atrocidades perpetradas y que acompañe a la justicia institucional en su trabajo de

17

Baste nombrar aquí nuevamente la situación de algunos países latinoamericanos que se han debatido en una constante oscilación y controversia social acerca de la justicia de las atrocidades del pasado luego de leyes de impunidad, o medidas indiscriminadas de indulto y amnistía. En Guatemala, el incumplimiento de los acuerdos relativos a los derechos de las mayorías de los pueblos indígenas y la situación de impunidad han conducido a que los militares indultados continúen ejerciendo su poder sobre la vida política. La sociedad chilena ha tenido que volver, una y otra vez, sobre el caso Pinochet y sobre los crímenes cometidos bajo su dictadura. En Argentina, las leyes de “punto final” han sido impuestas y derogadas sucesivamente.

18

Antoine Garapon presenta un cuadro completo de estas dificultades de la justicia penal en su texto citado anteriormente, p. 152.

19

Teniendo en cuenta el tiempo que toma actualmente un proceso en el marco del Tribunal Penal Internacional creado para el juzgamiento de los delitos concernientes al genocidio cometido en Ruanda, se han hecho cálculos que estiman que el lapso necesario para juzgar la totalidad de inculpados (135.000) es de más de un siglo.


20

De tal evolución ha hecho parte la configuración de la justicia penal internacional, en cuya trayectoria de articulación, además de los tribunales de Nuremberg y Tokio (1945), se encuentran los procesos judiciales contra autores o colaboradores de crímenes de guerra y de lesa humanidad, que durante los años sesenta y setenta tuvieron lugar en Alemania, en Francia (casos Barbie y Papon) y en Israel (enjuiciamiento de Eichmann, 1961).

21

La primera es la sentencia en el caso Castillo Páez del 3 de noviembre de 1997 y la segunda es la del caso Bámaca Velásquez del 25 de noviembre de 2000.

22

Corte Interamericana de Derechos Humanos, caso Barrios Altos (Fondo), sentencia del 14 de marzo de 2001. En esta decisión la Corte declaró sin efectos jurídicos dos leyes de amnistía del Perú por su incompatibilidad con la Convención Americana sobre los Derechos Humanos.

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Interamericana de Derechos Humanos sostuvo que: “Toda sociedad tiene el irrenunciable derecho de conocer la verdad de lo ocurrido, así como las razones y circunstancias en las que aberrantes delitos llegaron a cometerse, a fin de evitar que esos hechos vuelvan a ocurrir en el futuro”. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha estimado en dos de sus sentencias21 que el derecho a saber es violado cuando el Estado o sus agentes niegan a las víctimas y sus familiares el acceso a una investigación exhaustiva con el fin de establecer qué fue lo que a ciencia cierta ocurrió en los casos de crímenes de lesa humanidad y, en particular, en los casos de “desaparición forzada”. Según la Corte, este derecho es por esencia de carácter colectivo/general e individual/personal, pues permite al conjunto de la sociedad, y no solamente a los individuos cercanos a quienes padecieron directamente estas prácticas, el conocimiento de la historia del pasado inmediato. Esa tendencia progresiva en su jurisprudencia fue ratificada por el tribunal regional en su histórica sentencia en el caso Barrios Altos contra Perú, en la que afirma, por primera vez, que las leyes de amnistía y punto final para crímenes atroces carecen de valor jurídico y deben ser anuladas, pues violan derechos inderogables y son una aberración inadmisible para la conciencia de la humanidad22. En la misma dirección doctrinal del sistema interamericano de protección, la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, fruto de los acuerdos de paz en Guatemala, sostiene en su informe final, “Guatemala memoria del silencio” (1999) que: “La memoria de las víctimas es un aspecto fundamental de la memoria histórica y permite rescatar los valores y las luchas por la dignidad humana”. En el plano universal, la enunciación más completa de las condiciones para la erradicación de las atrocidades del pasado en el ámbito del derecho internacional se halla en el “Conjunto de principios para la protección y la promoción

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establecimiento de las responsabilidades, de erradicación de las estructuras que las posibilitaron y de las modalidades para superar las secuelas que han dejado. Segundo, que exista el espacio público en el que se produzca la controversia, que no se le niegue el acceso a este espacio a ninguna de las víctimas, y que para ello existan las instancias (oficiales y no oficiales) apropiadas para el trabajo de esclarecimiento. Tercero, que se elabore públicamente el relato de lo que sucedió, que el esclarecimiento de la verdad no sea un acto de enunciación formal y tenga el carácter de un proceso. O en otros términos, que las víctimas puedan hablar en detalle (pues es la laboriosa reconstrucción del detalle de las cuantiosas atrocidades lo que permite vislumbrar, en toda su magnitud, los devastadores alcances de lo acontecido) y que los victimarios hablen de sus responsabilidades, no como formalidad para obtener la amnistía o como un nuevo intento de justificación de sus acciones, sino como un auténtico acto de reconocimiento del daño causado a la sociedad. La evolución de la conciencia jurídica sobre la necesidad de erradicar las atrocidades en masa y su impunidad se ha ido plasmando en instrumentos y mecanismos que han enriquecido el sistema internacional de protección de los derechos humanos y del derecho humanitario20. Esa evolución se ha nutrido de las especificidades regionales de la protección de los derechos fundamentales. En América Latina, por ejemplo, la creación de la doctrina y la práctica de erradicación de los delitos atroces y su impunidad ha tenido que ver con el tratamiento de esta clase de violaciones en contextos de conflictos armados o de regímenes dictatoriales en la región. Uno de los resultados palpables de esos desarrollos es la doctrina del sistema interamericano de protección de los derechos humanos sobre la perpetración metódica de la desaparición forzada como modalidad de represión y exterminio en algunos países del continente. En 1985, la Comisión

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de los derechos humanos mediante la lucha contra la impunidad”23. Este instrumento sienta los principios de la complementariedad de la verdad, la justicia y la reparación como fundamento indispensable para la superación integral de la violencia extrema y sus secuelas. La primera formulación de este texto que debe ser mencionada es aquella que afirma que frente a todo proyecto de negación de los crímenes del pasado se hace necesario poner de presente que: “El conocimiento por un pueblo de la historia de su opresión forma parte de su patrimonio y debe por ello conservarse”. El derecho internacional consagra, por tanto que, como aspecto insoslayable del proceso de erradicación y reconocimiento de los crímenes del pasado, toda persona tiene el derecho a saber (o derecho a la verdad) y el derecho a la justicia. DERECHO A SABER Y DEBER DE MEMORIA

El derecho a saber hunde sus raíces en la historia de lo acontecido y equivale a que toda persona tenga acceso a la verdad y a su difusión pública “para evitar que puedan reproducirse en el futuro las violaciones”. El “Conjunto de principios” enuncia que “cada pueblo tiene el derecho inalienable de conocer la verdad acerca de los acontecimientos sucedidos y las circunstancias y los motivos que llevaron, mediante la violación masiva y sistemática de los derechos humanos, a la perpetración de crímenes aberrantes”. Desde esta perspectiva, al Estado le corresponde, como parte del derecho a saber, el “deber de recordar”, es decir, la obligación de garantizar las condiciones para el debate social acerca de los crímenes del pasado que evite en el futuro su revisión o su negación parcial o total. Mediante la formulación de este deber no se atribuye al poder la facultad de crear una “política de la memoria” a través de la cual pueda “corregir” cualquier tergi-

versación de la historia –lo que sería equivalente a acordarle la función de redactor o “guardián oficial” de la historiografía– sino, más bien, de velar porque se den las condiciones indispensables para el proceso público de esclarecimiento y para la difusión de los resultados de ese proceso, tanto en el presente como en el futuro. ¿Qué significa entonces que el límite estricto de tal obligación sea el de garantizar las condiciones para la controversia pública sobre el pasado? Esta obligación se sitúa en el vértice que conjuga un doble compromiso estatal. En primera instancia, como lo consagra el derecho a la libertad de opinión y de expresión24, todo individuo tiene derecho a no ser perseguido por sus opiniones –en este caso por sus opiniones sobre la historia de su sociedad– y a investigar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda especie sin consideración de fronteras, bajo la forma oral, escrita, impresa o artística, o por cualquier otro medio de su elección. Este primer nexo de la obligación del Estado de garantizar la libre controversia en el espacio público está estipulado en términos negativos e incumbe a la no interferencia, incluida la no censura, de las diversas interpretaciones que puedan hacerse, en particular, de las responsabilidades de los crímenes del pasado y las circunstancias en que éstos fueron perpetrados. Pero al mismo tiempo –y ésta es la segunda línea del vértice en la que se ubica el “deber de recordar”– es imprescindible advertir que garantizar las condiciones para el debate público entraña también la obligación, positiva en este caso, de garantizar el acceso de todos los sujetos sociales al espacio público que, como se dijo, es la esfera en la que se confrontan e integran las memorias colectivas. En esa medida, es menester indicar el nexo de esta formulación con el derecho que toda persona tiene a participar en la vida pública, lo que significa participar también en la elucidación

23

Informe del Relator Especial sobre la impunidad, L. Joinet (Doc. E/CN.4/Sub.2/1997/20/Rev.1). Este informe final acerca de la cuestión de la impunidad de los autores de violaciones de los derechos humanos (derechos civiles y políticos) fue preparado de conformidad con la resolución 1996/119 de la Subcomisión de la lucha contra las medidas discriminatorias y de la protección de las minorías. El contenido de este informe se enmarca en el espíritu del Programa de Acción de Viena –resultado de la Tercera Conferencia Mundial de Derechos Humanos (Viena, 1993)– que subrayó el significado que tiene la lucha contra la impunidad en el contexto internacional. El informe propone a la Asamblea General de Naciones Unidas la adopción de un conjunto de principios para la protección de los derechos humanos mediante la lucha contra la impunidad. Lamentablemente, este texto tiene hasta ahora el carácter de recomendación no vinculante en términos jurídicos para los Estados.

24

Formulado, entre otros instrumentos, en la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948, artículo 19) y en el Pacto Internacional relativo a los Derechos Civiles y Políticos, 1966, artículo 19.


E S C L A R E C I M I E N TO

Entre los mecanismos para garantizar el derecho a la verdad se destaca la creación de múltiples instancias públicas que recojan esta memoria viviente y que la preserven para la posteridad, entre las cuales se destacan las comisiones extrajudiciales de esclarecimiento de los crímenes de lesa humanidad y de las infracciones al derecho humanitario. Con esta finalidad, la Asamblea General de Naciones Unidas adoptó en 1985 la Declaración de los principios fundamentales de justicia relativos a las víctimas de la criminalidad y de los abusos del poder en la que se estipula que cuando en un Estado no es posible investigar por parte de las autoridades judiciales regulares se deben constituir estas comisiones. Sobre este particular, el “Conjunto de principios” agrega que como parte del proceso de esclarecimiento de la verdad, las víctimas, y toda persona concernida, tienen derecho a testimoniar ante las autoridades judiciales y ante una comisión extrajudicial de investigación que, rodeada de amplias garantías, se encargue de investigar, documentar, compilar y evitar la desaparición de las pruebas de los actos violentos. Además, se dice expresamente que esta clase de instancias no pretenden suplantar a la justicia, sino contribuir a salvaguardar la memoria, guiándose por el afán de hacer reconocer la “parte de verdad” que hasta entonces se negó constantemente. El carácter específico de la elaboración de la verdad de las atrocidades del pasado radica en que debe satisfacer una doble condición: ser pública (transparente) y ser procesal (esclarecedora). Ya se enunciaron anteriormente las razones por las cuales la elaboración de la verdad de los crímenes masivos y sistemáticos requiere cumplir el requisito del esclarecimiento: los rasgos esenciales que tienen los actos de violencia extrema, su dimensión fuera de toda norma ordinaria, la constelación de sucesos y elementos fácticos que 25

Estipulado por el artículo 15 del Pacto Internacional relativo a los Derechos Económicos Sociales y Culturales, 1966. De ese mismo derecho hace parte la interpretación del principio de garantía de acceso a las manifestaciones de la vida cultural en el espacio público. El Programa de Naciones Unidas para la Educación la Ciencia y la Cultura (Unesco) ha subrayado que este principio democrático incumbe a toda la sociedad y, especialmente, a quienes no han tenido acceso históricamente a la cultura, sus manifestaciones y beneficios. Tal es el caso del testimonio de las víctimas que en los períodos de violencia extrema y de impunidad ha sido sometido al impedimento o la instrumentalización. (Informe final de la Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales, México, 1982, Unesco, CLT/MD/1, pp. 39-44).

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LAS COMISIONES EXTR AJUDICIALES DE

encarna su ejecución, la necesidad de una laboriosa reconstrucción de los detalles que muestran todas las consecuencias que tiene su perpetración, etc. Es entonces coherente deducir que el proceso cognitivo de esta clase de acontecimientos adquiere la complejidad propia de este objeto desmesurado. El carácter transparente de la elaboración de la verdad en estos casos corresponde al hecho de que ellos excluyen, por una parte, a las víctimas de la comunidad humana, y por otra, en que afectan al conjunto de la sociedad. Así, los acontecimientos de violencia generalizada desestructuran el espacio público como espacio de coexistencia, al mantener a las víctimas fuera del marco social, o al margen de éste. La desestructuración del espacio público significa la imposición de determinada distribución política del espacio social, asignando a algunos sujetos la facultad de transformar sus proyectos en hechos compartidos socialmente, y negando a otros esa misma posibilidad a través de la exclusión o de la privatización de sus posiciones. La cuestión de la conformidad con esta exclusión o de la construcción de los procesos de memoria y verdad en el marco social más extenso posible representa para las víctimas el corazón problemático del sentido de su acción. Pero al mismo tiempo concierne a la oportunidad de que la sociedad misma se convierta en sujeto colectivo de la memoria y la historia. La cuestión del carácter transparente del proceso de verdad de los actos atroces del pasado implica entonces el establecimiento y la ampliación progresiva del espacio público como el poder propio de la comunidad humana, que se revela como la conjunción del poder singular de los distintos sujetos que la componen. El grado de exclusión de un grupo particular, o de todo un sector social, habla de la debilidad del vínculo colectivo de una sociedad. En consecuencia, las labores de las “comisiones de verdad” se centran en el esclarecimiento público de la identidad de las personas acusadas de ser autoras o cómplices de violaciones a los derechos humanos y de infracciones al derecho hu-

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de todos los acontecimientos significativos de la historia de la sociedad25.

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manitario, así como de la forma en que éstas participaron presuntamente en la planificación y ejecución de tales actos. En el desarrollo de su trabajo, las comisiones deben ser un espacio para analizar y describir los mecanismos que fueron utilizados para cometer estos crímenes. Su informe final ha de ser difundido lo más ampliamente posible y en él han de estar contenidas, además, las recomendaciones para la institucionalización de medidas que garanticen la no repetición de las violaciones. El rasgo predominante en el desarrollo de estas instancias ha sido la creciente diversificación de sus competencias. A medida que se han venido extendiendo a contextos disímiles, las comisiones han enriquecido sus alcances. Inicialmente el carácter de su trabajo era primordialmente confidencial e investigativo, como fue el caso de las primeras integradas por expertos para los llamados procesos de transición en América Latina26. En experiencias recientes, ellas han adquirido facultades más variadas, y parte significativa de su actividad se ha concentrado en las sesiones públicas dedicadas a escuchar el testimonio de las víctimas. El resultado de esta ampliación de mandato y competencias es que las sesiones “a puertas abiertas” de las comisiones se transforman en el escenario de la puesta en común de las memorias colectivas. Sus resultados, por tanto, han ganado mayor difusión e incidencia social y han contribuido a respaldar la acción de las instancias judiciales. Los mejores resultados en este terreno se han presentado cuando los testigos y sobrevivientes de los hechos de violencia han podido tomar la palabra ante los victimarios y confrontarlos con sus responsabilidades de cara a la sociedad. Cuando esto ha ocurrido, la difusión social del testimonio ha aportado significativamente a la formación y el afianzamiento de la opinión pública, y ha servido, en un plano general, para que diversos sectores participen en la democratización social. De esta manera, el derecho a saber ha venido 26

experimentando dos evoluciones significativas. De un lado, de ser un proceso investigativo especializado ha pasado a ser un proceso cada vez más socializado en el que el trabajo de los expertos se combina con el testimonio público de las víctimas. Del otro, frente a la disyuntiva que planteaba optar por un proceso de esclarecimiento a cambio de un proceso de justicia, la experiencia acumulada y las nuevas posibilidades que brinda la justicia penal internacional han demostrado que lo ideal son múltiples procesos de esclarecimiento que complementen la acción de diversas instancias de justicia (doméstica e internacional). Acerca del debate público que implica el proceso de esclarecimiento que pone en marcha la creación y el funcionamiento de las comisiones extrajudiciales es pertinente puntualizar cuáles son los rasgos distintivos de dicho debate e indicar su separación tajante de la incitación de la opinión pública al odio y la venganza. Es conveniente establecer esta diferenciación, puesto que un argumento de los partidarios de las leyes de “perdón y olvido”, que promulgan la amnistía incondicional, es que la invocación de los acontecimientos del pasado es un factor de riesgo que desemboca en el retroceso a un nuevo período autoritario o de guerra. Según esta posición, al profundizar en la investigación de la verdad y, con mayor razón, al hacer avanzar la investigación judicial se rompe el frágil equilibrio de fuerzas logrado en la incipiente apertura democrática. Felizmente el derecho internacional ha consagrado ya los parámetros para establecer tal diferencia. En este orden de ideas, el Pacto Internacional relativo a los Derechos Civiles y Políticos, en su artículo 20, estipula que toda propaganda en favor de la guerra y toda incitación pública al odio nacional, racial o religioso que constituya una incitación a la discriminación, a la hostilidad o a la violencia es contraria a la libertad de opinión. La Convención para la prevención y la represión del crimen de genocidio

En América Latina las primeras comisiones fueron creadas en vista de la ineficacia probada de las vías de recurso a la justicia como efecto de la no independencia del poder judicial. Las comisiones surgieron además como respuesta a los procesos de amnistía y “punto final”, que consagraban la impunidad de los crímenes de lesa humanidad y de los crímenes de guerra. Su trabajo se concentró en la recolección, a puerta cerrada, de testimonios y en la investigación de los archivos de carácter oficial o privado. Esta circunstancia dio lugar a que su trabajo fuera limitado y en ocasiones parcializado. Ese fue el caso de la Comisión de Verdad y Reconciliación de Chile, puesto que dos de sus ocho integrantes eran miembros del gobierno de Pinochet y algunos otros pertenecían a partidos políticos que durante la dictadura militar guardaron silencio ante las atrocidades. Cf. E. Cuya, Las comisiones de la verdad en América Latina (1996).


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conocimiento de la verdad histórica de sus interpretaciones destinadas a la incitación al odio y la violencia. Por otra parte, la labor de las comisiones no debe ser desnaturalizada por los intentos de legitimación por parte de quienes han cometido los crímenes lesa humanidad y de guerra, cuya naturaleza no admite justificación posible. El carácter monstruoso de estos delitos hace irrelevante cualquier intento de explicación que, en las circunstancias de un proceso de esclarecimiento, adquiere el carácter de mecanismo de impunidad y de encubrimiento28. EL DERECHO A LA JUSTICIA

La creación de instancias de justicia penal internacional y la paulatina legitimación de la competencia universal de la justicia de crímenes de lesa humanidad vienen a complementar el panorama que ofrece la riqueza de la experiencia de las comisiones de verdad. Como se mencionó anteriormente, la experiencia acumulada en esta materia indica que en el marco de un mismo proceso nacional de transición o de paz pueden concurrir múltiples procesos de esclarecimiento y justicia complementarios y convergentes29. La sanción de la justicia es en este caso un acto que consagra el reconocimiento social. O expresado de otro modo, el proceso de elucidación de la verdad que opera en el seno de las comisiones extrajudiciales se conjuga con la palabra y la actuación pública de la justicia, que actúan a su turno como corolarios del reconocimiento colectivo de los crímenes masivos y sistemáticos. Según el “Conjunto de principios”, el derecho a la justicia implica que toda víctima tenga la posi-

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En esta dirección ha sentado jurisprudencia la sentencia del Tribunal Penal Internacional para Ruanda, del 1 de junio de 2000, en la que se condena a Georges Henry Joseph Ruggiu, experiodista y locutor de Radio Televisión Libre des Mille Collines (RTLM), tras haber sido hallado culpable de los cargos de incitación pública y directa a la comisión de genocidio y de crímenes contra la humanidad. Ruggiu fue condenado a 12 años de prisión por el primero de los cargos y a otros 12 años por el segundo.

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Es el caso de ciertos aspectos que tuvo el desenvolvimiento de la Comisión de Verdad y Reconciliación en Sudáfrica. Allí la forma original que asumió el proceso de elaboración de la verdad mostró el papel catártico y liberador del testimonio pronunciado ante la comunidad como modalidad del trabajo de rememoración. Sin embargo, el balance de esta experiencia es contradictorio. De una parte, en las audiencias públicas las víctimas pudieron testimoniar su historia y nombrar e identificar a los victimarios. De otra, la confesión que estos últimos hicieron tuvo frecuentemente el carácter de un acto en el que el relato de las atrocidades no estuvo acompañado del reconocimiento auténtico de la injusticia cometida. Como señala Sophie Pons, en Apartheid. L´aveu et le pardon (2000), los victimarios hicieron la economía de las reglas de juego de la confesión –como simple uso convencional del lenguaje– y convirtieron el acto de la confesión en arrepentimiento artificial que perseguía, como único fin, la amnistía de sus delitos.

29

A pesar de las limitaciones que ha presentado, el proceso de verdad y justicia en Ruanda ha mostrado una gran variedad de formas. Además del Tribunal Internacional ad hoc, se han puesto en marcha los procesos de justicia comunitaria (gacaca) y una comisión de verdad y reconciliación.

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considera como crimen de derecho de gentes la incitación directa y pública a cometer genocidio27. La Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación racial y la represión de las ideologías racistas (1966) señala, en su artículo 1, que los Estados partes condenan “toda propaganda y toda organización que inspire ideas o teorías fundadas en la superioridad de una raza o de un grupo de personas [...] o que pretenda justificar o alentar toda forma de odio o de discriminación racial”. El trabajo de rememoración y esclarecimiento de los actos atroces cometidos durante la guerra o bajo un régimen autoritario no debe ser confundido con prácticas de instrumentalización ideológica, que buscan despertar pulsiones destructivas o promover los llamados abusos ideológicos de la memoria. Por el contrario, la rememoración –como trabajo de elaboración y no como práctica de repetición abusiva– implica precisamente la superación de tales pulsiones mediante la elucidación minuciosa de los episodios de violencia extrema del pasado, encaminada al reconocimiento social. Su único propósito es servir como referente tutelar para recordarle al nuevo poder político y a todos los miembros de la sociedad las consecuencias que ha traído en el pasado el desconocimiento de los derechos fundamentales. Su función preventiva radica precisamente en que el esclarecimiento del pasado genere el reconocimiento público del significado que la guerra, los crímenes cometidos y sus efectos han tenido sobre el conjunto de la sociedad. La línea divisoria entre el trabajo de rememoración y la instrumentalización de la memoria es, entonces, aquella que separa el proceso social de

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bilidad de hacer valer sus derechos beneficiándose de un recurso equitativo “para lograr que su opresor sea juzgado”. La enunciación de este derecho se hace tomando en cuenta que no existe reconciliación justa y duradera si no se satisface la necesidad de justicia y si el resultado del proceso de transición es el mantenimiento de la situación de impunidad que ha imperado en la sociedad30. Este derecho supone además el principio de imprescriptibilidad y el hecho de que los autores de las violaciones no podrán beneficiarse de ninguna clase de amnistía mientras las víctimas no hayan obtenido justicia31. Existen al menos tres aspectos que han sido objeto de intensa discusión pública con relación al derecho de las víctimas a la justicia. En primer lugar, se ha puesto en tela de juicio la validez de los procesos judiciales de los crímenes de lesa humanidad y los crímenes de guerra. Asimismo, se ha criticado el fenómeno del llamado “activismo judicial”, entendido como la omnipresencia de los jueces en la resolución de asuntos que podrían ser objeto de otro tipo de tratamientos, y prioritariamente, de una solución política. Por último, se ha puesto en duda el “modelo de Nuremberg”, esto es, la imparcialidad de los tribunales internacionales, y en general, el recurso a la justicia penal internacional como vía de superación de la impunidad en un contexto doméstico. El cuestionamiento de la pertinencia de efectuar, en el marco de la transición democrática, grandes procesos en los que los presuntos autores de graves violaciones e infracciones al derecho internacional sean enjuiciados, proviene de argumentos de diversa índole. Una primera dificultad, de carácter pragmático, es que los “costos políticos” de este tipo de justicia son muy altos. Generalmente, los autores de los crímenes en estos casos no han sido vencidos y ejercen aún poder en la sociedad. Según esta posición, la vulnerabilidad política de la sociedad podría significar el impedimento de la transición hacia la democracia o la amenaza de los acuerdos de paz. Desde esta perspectiva, los juicios además di-

viden y polarizan a la opinión pública, que es altamente sensible a cualquier referencia al pasado una vez superado el período de violencia y arbitrariedad anterior. Por otra parte, se presenta el problema de orden jurídico de la “frugalidad adjudicativa”, que significa que, dada la reducida capacidad institucional de las sociedades en transición, la atribución de las responsabilidades penales recae sobre unos pocos individuos que representan sólo “piezas sueltas” de la estructura del poder en un régimen autoritario, y en el caso de un conflicto armado, de un ejército o de los grupos disidentes32. El segundo grupo de cuestionamientos se dirige a impugnar el fenómeno de la decadencia de lo político con relación al fortalecimiento creciente de lo judicial. Desde este punto de vista, se trata de la infiltración jurídica en todas las esferas de la sociedad que desnaturaliza el espacio protegido y distante que debe guardar el juez frente al debate público, y que banaliza la deliberación política al delegar en los tribunales las decisiones sobre los temas cruciales de la sociedad. Esta discusión se hace pertinente en las condiciones de transición y de paz al plantearse el problema sobre cuál es el espacio respectivo que deben ocupar la política y la justicia en la solución de los desafíos que se desprenden de las transformaciones sociales urgentes. En tercera instancia, se debate acerca del “modelo de Nuremberg”: los tribunales internacionales, en tanto que expresión de una correlación de fuerzas en la que el vencedor impone las reglas del juego, niegan el principio de independencia e imparcialidad de la justicia, y con ello socavan el fundamento mismo de la legitimidad del derecho internacional. La sumisión de la justicia a la voluntad del vencedor es la negación de facto del derecho al debido proceso para una parte de la humanidad –aquella que ha resultado derrotada en la guerra– que no posee el poder necesario para lograr el acceso a un tribunal internacional independiente. Esta última categoría de argumentos críticos tiende a ser invocada para la descalificación de la Corte Penal Interna-

30

El Conjunto de principios afirma que el acto del perdón supone “como condición de toda reconciliación que la víctima conozca el autor de las violaciones y que éste haya tenido la posibilidad de manifestar su arrepentimiento [...] Para que pueda ser concedido el perdón, es menester que haya sido previamente solicitado”.

31

Así lo afirmó la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la sentencia Barrios Altos contra Perú, citada anteriormente. La Corte agrega que la amnistía de los autores de graves violaciones es incompatible con el derecho que toda persona tiene a ser escuchada por un tribunal imparcial e independiente.

32

Esta línea de argumentación es seguida por P. De Greiff en Tribunales internacionales y transiciones a la democracia, 1997.


33

Principio estipulado en la Convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los crímenes de lesa humanidad, 1968.

34

La justicia en estos casos es un objeto inexistente, pues su carácter formal no corresponde a una experiencia histórica real de la sociedad. Acerca del contenido de esta última noción puede consultarse Cepeda, Iván y Girón, Claudia, Procesos de inculturación, 1999, p. 175.

35

Así lo demuestran ampliamente Santos, Boaventura de Sousa y García Villegas, Mauricio en El caleidoscopio de las justicias en Colombia, 2001.

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dico de la prescripción, de la extinción en el tiempo de toda acción pública, no puede ser invocado con relación a este tipo de crímenes. La imprescriptibilidad es el correlato jurídico del trabajo de larga duración que debe realizar la sociedad para lograr superar las secuelas de la violencia extrema33. Por esta vía se llega al asunto de cuáles son los límites de la función que cumple la justicia en un proceso de democratización de la sociedad. No es éste el caso de los excesos propios de un “activismo judicial”. Por el contrario, las sociedades en proceso de transición generalmente han conocido altos índices de impunidad frente a todo tipo de delitos y no han conocido a lo largo de su historia la actuación de la justicia penal de los delitos de lesa humanidad ni los crímenes de guerra. En las condiciones de una dictadura, de un régimen de apartheid o de una guerra civil, el poder judicial, cuando éste existe como tal, tiende a convertirse en una mera prolongación del poder ejecutivo34. En estos casos, la parcialidad de la justicia se expresa en que al lado de una abrumadora impunidad coexiste el hecho de que los tribunales –y en los casos más extremos los tribunales militares– están reservados exclusivamente a los opositores del régimen. La ausencia histórica de la justicia penal frente a las atrocidades en masa tiene implicaciones de todo orden para una sociedad. La inexistencia o la parcialidad de la justicia institucional abren el espacio para proliferación caótica de “justicias particulares”, cuando no para el imperio del “ajuste de cuentas” por mano propia35. En el proceso de refundación del pacto social, la continuidad de esta situación seguirá siendo un vacío histórico que terminará, tarde o temprano, en un nuevo estallido violento de los conflictos sociales. Por último, conviene decir algunas palabras sobre el tema de los efectos de la controversia social acerca de la justicia penal en el espacio público en tiempos de transición democrática. En contraposición a la creencia de que la polémica abierta, fruto de la acción judicial, representa un “factor de riesgo” para la democratización, es útil poner de relieve el punto de vista antitético. Está demos-

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cional o de la competencia universal, para el juzgamiento de los crímenes de lesa humanidad y los crímenes de guerra bajo el pretexto de la ruptura del principio de soberanía política y judicial. En el caso de la llamada competencia universal se trata del problema suscitado por el inicio en diversos puntos del planeta de procesos judiciales contra antiguos dictadores y reconocidos autores de delitos atroces. Sin embargo, es pertinente llamar la atención acerca de que las limitaciones de los procedimientos de conformación y funcionamiento de estos tribunales no pueden ser utilizadas, en una misma línea de argumentación, para negar la esencia del principio de competencia del derecho penal internacional para erradicar las atrocidades en masa, esencia que proviene del derecho público y del derecho de gentes. La respuesta a las críticas a la justicia penal (doméstica e internacional) hasta ahora enunciadas viene dada desde la propia definición del carácter de los crímenes de lesa humanidad y los crímenes de guerra, formulada en este mismo texto. Nada más diciente sobre el particular que la experiencia histórica acumulada por la humanidad tras siglos de guerra y violencia. Dadas la envergadura y complejidad de los crímenes en masa, su naturaleza catastrófica y la propagación de sus secuelas sólo son percibidas integralmente por la sociedad con el paso del tiempo. A veces se requiere la sucesión de varias generaciones para efectuar el balance definitivo de sus profundas repercusiones sobre el conjunto de la vida colectiva, pues sólo en la perspectiva de la distancia temporal se muestra, en toda su crudeza, el impacto de sus consecuencias originales y secundarias. Estas repercusiones son aún más significativas si no se logra constituir el consenso general acerca de la injusticia que encarna este tipo de delitos, si se legitima la impunidad y si los daños causados no son reparados de manera adecuada. La ausencia de la sanción de la sociedad equivale a prolongar indefinidamente estos efectos en el tiempo. Por todas estas razones, el principio jurí-

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trado que el debate público producido por los grandes procesos penales en los que se juzgan los crímenes del pasado vigoriza el ejercicio normal de toda sociedad democrática, esto es, incentiva la controversia abierta sobre las cuestiones que afectan a todos los miembros de una comunidad determinada. La sesión pública de los grandes procesos de justicia da lugar al disenso social que estimula la formación de la opinión pública y que desarrolla la capacidad de expresión colectiva de muchos sectores de la sociedad hasta ahora excluidos36. Este ejercicio, en vez de romper los frágiles equilibrios pactados, se convierte, por el contrario, en la experiencia participativa por medio de la cual la sociedad recupera el hábito del debate social y emprende la instauración del principio de la no exclusión del espacio público de las opiniones disidentes. En este sentido, levantar el tabú sobre los crímenes del pasado (por medio de las comisiones de verdad, de la acción de la justicia penal y del trabajo público de rememoración) es parte indispensable de la práctica del disenso no violento, y en esta medida, de la democratización de la sociedad. Poco a poco la concepción determinista de la impunidad –aquella que sostiene su carácter inexorable para el advenimiento de la paz y la democracia– viene siendo desafiada por procesos públicos de esclarecimiento y justicia cada vez más extensos, variados y ambiciosos. La humanidad admitió durante un largo trayecto de su historia que los actos de violencia extrema cayeran en el olvido y la negación, concediendo amnistías incondicionales a los perpetradores de crímenes de toda especie contra poblaciones inermes. El reconocimiento de un principio de sustancialidad del pasado, marcado por los acontecimientos atroces, como base de la legitimidad de la soberanía, sólo ha conseguido afianzarse con la democratización de la sociedad y con la configuración de su espacio público. Esa evolución se ha materializado en la elaboración de sistemas, procedimientos e instrumentos universales; en la creación del derecho internacional de los derechos humanos y del derecho humanitario, y en la articulación contemporánea de variados mecanismos de justicia penal internacional. En el contexto internacional, estas conquistas se plasman en múltiples mecanismos y procedimientos novedosos: instauración de un tribunal permanente o de tribunales ad hoc para el juzgamiento de los crímenes masivos y sistemáti36

cos; desarrollo del principio de competencia universal de la justicia; fortalecimiento de las jurisdicciones regionales de derechos humanos (especialmente en Europa, América y África), en fin, ampliación de las competencias de las comisiones de elucidación de los delitos atroces y publicidad de sus procedimientos y conclusiones. Las jurisdicciones nacionales encuentran de este modo un extenso y variado campo de referentes que complementan y estimulan su propia acción. Ciertamente, el camino de construcción de los nuevos procedimientos presenta limitaciones y problemas inéditos. La Corte Penal Internacional restringe su acción temporal y encuentra obstáculos para que su acción territorial se haga válida para la totalidad de los Estados. El principio de competencia universal está abierto a las interpretaciones del juez nacional, y por tanto no encuentra todavía estándares internacionales para su aplicación uniforme. Las jurisdicciones regionales hallan obstáculos para el cumplimiento de sus sentencias, y en ciertos casos, como el de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, no disponen de acceso para los recursos presentados por individuos. Pese a sus avances, el trabajo y los resultados de las comisiones de esclarecimiento son todavía claramente insuficientes con relación a las proporciones de las formas de violencia de las que deben dar cuenta. No obstante, todas estas limitaciones se ven atenuadas por el rol que en los procesos de esclarecimiento y sanción ocupan la opinión y el espacio públicos, así como la controversia abierta de la sociedad acerca de las responsabilidades y las repercusiones de los actos atroces. El fortalecimiento del espacio público aparece como condición fundamental para que la sociedad elabore las memorias de la violencia. Pero al mismo tiempo, la controversia pública y plural sobre los crímenes del pasado es un ejercicio que contribuye a dicho fortalecimiento y, por ende, que coloca las bases para la participación democrática. Los procesos públicos de erradicación de los delitos de lesa humanidad y los crímenes de guerra son indispensables en sociedades que han sufrido la debilidad crónica del espacio público a causa de conflictos armados de larga duración. Tal es el caso de la sociedad colombiana, caracterizada tanto por su diversidad intrínseca como por el formalismo de su modelo de democracia representativa que impide o restringe la participa-

Ver Osiel, M. Mass Atrocity, Collective Memory and the Law, 1997.


FECHA DE RECEPCIÓN: 11/05/2003 FECHA DE APROBACIÓN: 19/08/2003

democracia

ración y reconocimiento de los actos atroces que han sido perpetrados. La experiencia internacional ha probado reiteradamente las consecuencias que tiene aplazar o impedir tales procedimientos públicos de superación de la violencia. En América Latina, la situación de impunidad que ha acompañado los procesos de transición y de paz ha demostrado, hasta la saciedad, que sin un trabajo rico en diversas manifestaciones de rememoración, esclarecimiento y justicia todo intento de democratización es escasamente transformador. De tales lecciones del pasado y del presente de sociedades cercanas, pero igualmente de las consecuencias fatales que ha traído la denegación de la justicia en la historia nacional, tendrá que nutrirse todo intento auténticamente instaurador de la convivencia no violenta en Colombia.

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ción. La duración y brutalidad de su conflicto armado, así como la multiplicidad de expresiones de violencia que tienen lugar en su seno se han constituido en el marco de toda clase de acciones criminales, actos de corrupción y dinámicas de destrucción. Las secuelas de esa violencia, sistemática y anómica a la vez, sólo podrán ser reparadas por acciones sociales de verdad y justicia en el espacio público. En el marco de las transformaciones hacia la democratización de la sociedad colombiana, el trabajo de superación de la violencia generalizada en el espacio público tiene que ser amplio y variado. Amplio, en términos de que en el esclarecimiento de los acontecimientos que han marcado la historia contemporánea del país deben tener cabida todos los estamentos sociales y deben testimoniar su experiencia todas las víctimas afectadas. Variado, en la medida en que combine múltiples modalidades de sanción, repa-

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Democracia, economía y conflicto en el Ecuador

análısıs polítıco nº 50, Bogotá, enero-abril 2004: págs. análısıs polítıco nº 40-54 50

el presente artículo pretende presentar

ISSN 0121-4705

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Francisco Gutiérrez S. Profesor del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (IEPRI).

al lector colombiano algunas de las tensiones fundamentales de la transición democrática ecuatoriana, con la esperanza de que ofrezca elementos para comprender las fuerzas que condujeron tanto a la formación como a la disolución de la alianza que aupó al coronel Lucio Gutiérrez a la presidencia. Aparte de su notable interés intrínseco, la experiencia ecuatoriana tiene una triple importancia. En primer lugar, muestra las dificultades que pueden surgir cuando un país adelanta simultáneamente dos transiciones, de la dictadura a la democracia y de un modelo de desarrollo “cerrado” a otro “abierto”. Una perspectiva estrechamente optimista –pero aceptada con entusiasmo por varios académicos y formadores de opinión, cuando la tercera ola de democratización parecía irreversible– suponía que una y otra se retroalimentarían a través de la transparencia, la competitividad, etc. Una noción simétricamente inversa ha planteado que neoliberalismo y democracia siempre están contrapuestos. La experiencia ecuatoriana revela que la relación es más complicada, y exhibe algunos mecanismos que pueden estar detrás de la “supervivencia con inestabilidad” que ha caracterizado a la democracia de ese país. En segundo lugar, da pistas sobre las condiciones que permiten que un ex militar golpista sea elegido democráticamente. Es un fenómeno que se ha repetido una y otra vez en el área andina y en otras partes de América Latina (el general Bánzer en Bolivia; el coronel Chávez en Venezuela; el general Ríos Montt en Guatemala), y al que se le debe prestar atención. Es verdad que hay golpistas y golpistas, y que en el knock down de la democracia ecuatoriana en el año 2000 Gutiérrez minimizó los derramamientos de sangre y actuó más como mediador entre un mo-


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Hirschman, Albert. Salida, voz y lealtad. México, Fondo de Cultura Económica, 1977.

2

León, Jorge. “...y el Estado se volatilizó”. En: Breton, Víctor (ed.). Ecuador en crisis. Estado, etnicidad y movimientos sociales en la era de la globalización. Barcelona, Icaria, 2003. León, Jorge. “El contexto y el sistema político en el movimiento indígena ecuatoriano”. Quito, Cedime, mimeo, 2000.

3

Przeworski, Adam. Democracy and the market. Cambridge University Press, 1991.

4

Véase por ejemplo: Freidenberg, Flavia y Alcántara, Manuel. “Cuestión regional y política en Ecuador, partidos de vocación nacional y apoyo regional”. En: América Latina Hoy, Nº 27 abril de 2001, pp. 123-152. León, Jorge. Un sistema político regionalizado y su crisis, policopiado, 2002.

democracia

bierno militar cuyos resultados en términos de desarrollo debieron quedar impresos en la memoria ciudadana, por el otro. En la segunda, narro la forma en que se ha desarrollado la doble transición –política y económica– en el Ecuador, y sus impactos sobre la política electoral. Éste es un punto crucial, pues revela tanto las causas como las formas de expresión del descontento crónico de una parte significativa del electorado y su relación con los desenlaces producidos por la democracia. En la tercera, discuto las bases estratégicas de la “alianza indígena-militar”2, invirtiendo el célebre y poderoso modelo de Przeworski sobre las transiciones democráticas3. Argumento que, contrariamente a la pregunta central de Przeworski en su modelo –¿por qué habrían de conformarse los capitalistas y los militares con la democracia?– en Ecuador, dada su trayectoria específica, habría que preguntarse ¿por qué tendrían que contentarse los trabajadores manuales y los movimientos sociales con la democracia? Esto produce una extraña –pero a mi juicio defendible– explicación tanto de la supervivencia de la democracia ecuatoriana como de su continua inestabilidad. En la cuarta, me concentro en el gobierno de Lucio Gutiérrez, y en las dinámicas que produjeron la ruptura de la coalición de gobierno. Tanto por la riqueza del caso como por las limitaciones de espacio, conocimiento y tiempo, el texto es bastante esquemático en varios de sus apartes. Omito prácticamente en su totalidad el impacto de dos variables fundamentales. Por un lado, la regional, clave en el Ecuador y a la cual se han dedicado varios estudios concienzudos4. En particular, en la sección tercera la argumentación altamente estilizada que presento sobre dinámicas estratégicas no se debe confundir con una afirmación sobre la unidad básica de las elites socioeconómicas, lo que resultaría insostenible. Por otro lado, la internacional –actores supranacionales no sólo establecen los parámetros de evaluación de algunas políticas públicas claves, sino también participan activamente en procesos políticos–, incluyendo la con-

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vimiento social y las instituciones que como líder o instigador. En ese sentido, nada tiene que ver con un Bánzer o con un Ríos Montt, e incluso se encuentra bastante alejado de Chávez. Con todo, durante la campaña de 2002 que lo ungió como ganador utilizó generosamente el capital simbólico al que habitualmente acuden los militares cuando quieren desafiar a los políticos profesionales. ¿Por qué ganó? ¿Qué condiciones permiten el triunfo de estos personajes? En tercer lugar, pone de presente las tensiones y dificultades que enfrenta un movimiento social cuando llega al poder, con sus dilemas traumáticos, sus tentaciones y sus cálculos de largo plazo que escapan al militante común. En el artículo de hecho sugeriré que las tres dimensiones planteadas en el párrafo anterior – coexistencia de dos transiciones, alianza indígena-militar, fracaso de la coalición de gobierno– están estrechamente ligadas. Esa será mi hipótesis central: la tensión entre las “aperturas” política y económica ha producido desde 1978 hasta hoy continuas turbulencias, cuyas particularidades se deben atribuir a aspectos específicos de la trayectoria ecuatoriana (sobre los altos niveles de inestabilidad institucional en el Ecuador, véanse tablas 1 y 2). En particular, ha generado un doble movimiento: por una parte, protección del régimen democrático a través de un conjunto de incentivos (el menor de los cuales no son las garantías internacionales), coaliciones y diseños institucionales, y por otra desestabilización ofreciendo razones y posibilidades para que algunos sectores de la población apuesten a opciones de “salida”1. Dicho de otra manera, la democracia ecuatoriana ha institucionalizado eficazmente la política competitiva –característicamente, una función de la “voz”–, pero a la vez ha creado las condiciones para que diversos actores consideren que esa misma voz tiene un efecto real cercano a cero. Desarrollaré mi exposición en cuatro partes. En la primera, analizo las grandes fuentes de debilidad institucional que heredó el Ecuador en su transición de 1978: tradiciones golpistas, populistas y antipartidistas, por un lado, y un go-

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formación y consolidación de los movimientos sociales más exitosos5. He tratado de mantener mi “visión periférica” atenta a las dos variables, pero una y otra sobrepasan ampliamente tanto mis destrezas como mis objetivos. EL CONTEXTO Tradiciones que debilitan a las instituciones democráticas

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En Ecuador hay al menos tres tradiciones políticas que atentan contra la estabilidad democrática. La primera es la existencia de poderosas ideas y posiciones antipartidistas6. La segunda es la experiencia golpista del país; los golpes militares han representado más la norma que la excepción durante largos períodos. La tercera es el importante papel del populismo en el sistema político. El ciclo populista del Ecuador comenzó aproximadamente en la década de los treinta, y aún no termina. Esta separación es puramente analítica; los tres factores están íntimamente relacionados entre sí. José María Velasco Ibarra, la figura dominante de la política ecuatoriana desde la década de 1940 hasta la de 1960, condenaba la existencia de partidos políticos.

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Hay, pues, que formar no partidos porque el mundo no está hecho para partidos. Hay que formar movimientos. Los partidos son instituciones anquilosadas en la etapa burguesa que ya pasó. La hora actual de este siglo, es la vehemente explosión de las muchedumbres, de los reclamos populares, de los reclamos nacionales. Hay que formar grupos, movimientos...7.

La impronta que dejó Velasco Ibarra en el sistema político no se limitó, empero, a las ideas y

las expectativas (aunque eso ya sería de por sí suficientemente importante). También implicó modalidades de institucionalización que limitan el margen de maniobra de los partidos, y su sentido como “máquina de agregar intereses diversos”. Ya en 1929 –en el mismo origen de la política de masas moderna– se inició en el Ecuador una fuerte tradición-institucionalización corporativa, refrendada después en la Revolución “Gloriosa” de 19448. En La Gloriosa, alrededor de una cuarta parte del senado se otorgó con criterios de representación funcional, práctica que siguió vigente después durante un largo período. El corporativismo ciertamente estuvo presente en las dos experiencias militares modernas (1962-1968 y 1972-1979). Entre 1925 y 1948 se sucedieron 27 gobiernos9, la abrumadora mayoría de los cuales no terminó su período constitucional; en los 20 años previos a 1979 hubo apenas dos elecciones presidenciales (en 1960 y 1968). Después de esa fecha, la idea de una alternativa militar sigue estando vigente, y en el Ecuador democrático se han producido varios amagos de golpe. Todos ellos han contado con el respaldo de sectores amplios de la opinión, y a veces de los sectores populares organizados. El populismo ecuatoriano es un fenómeno complejo, sobre el que se han producido numerosos debates10. Analizar los efectos del populismo implica al menos tres problemas de partida. Primero, se trata de una categoría difícil de precisar11; segundo, está sometida a constante cambio; tercero, el populismo ecuatoriano es, de manera obvia, un fenómeno bastante sui generis y no casa bien con las categorías construidas para estudiar los populismos latinoamericanos clásicos12. Sin embargo, sus impactos sobre la rela-

5

Véase por ejemplo: Lucero, José Antonio. “Crisis and contention in Ecuador”. En: Journal of Democracy, 2001, pp. 59-73.

6

Sánchez López, Francisco. “El mundo no está hecho para partidos. Elementos para el análisis de los partidos políticos en el Ecuador temprano”. En: Ecuador Debate, Nº 46, abril de 1999, pp. 257-272.

7

Véase: Velasco Ibarra, José María. Una antología de sus textos –estudio introductorio de Enrique Ayala Mora. México, Fondo de Cultura Económica, 2000. Sánchez López, ídem., p. 264.

8

Sánchez López. Ídem.

9

Pachano, Fernando (ed.). La ruta de la gobernabilidad. Quito, Cordes-Cooperación Española, 1997, p. 30.

10

Cueva, Agustín. El proceso de dominación política en el Ecuador. Quito, Planeta, 1998. Quintero, Rafael. El mito del populismo. Quito, Universidad Andina Simón Bolívar-Abya Ayala, 1997. Burbano, Felipe (comp.). El fantasma del populismo. Aproximación a un tema (siempre) actual. Caracas, Ildis-Flacso-Nueva Sociedad, 1998. De la Torre, Carlos. “Política y economía en los nuevos y viejos populismos”. En: Ecuador Debate, Nº 53, agosto de 2001, pp. 73-86.

11

Vilas, Carlos (comp.). La democratización fundamental. El populismo en América Latina. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994.

12

Burbano. 1998. Ob. cit.; De la Torre. 2001. Ob. cit.


El régimen que precedió a la democracia

Quizá la experiencia democrática iniciada en 1978 en el Ecuador no tuviera grandes raíces históricas, pero en esto el país se encontraba en inmejorable compañía. En muchos de los casos calificados como de indudablemente exitosos en la literatura de las transiciones gravitaban fuerzas y tradiciones autoritarias mucho más amenazantes que las del vecino país. España, Portugal y Polonia, para nombrar sólo algunos, carecían casi completamente de tradiciones democráticas previas; algo similar se puede decir de ejemplos emblemáticos de la “segunda oleada” de democratización (Alemania). En lo que Ecuador sí parece ocupar una posición sui géneris es en la naturaleza del régimen militar que precedió a la democracia. Son los antecedentes inmediatos, y no las tendencias de larga duración, los que parecen darle su especificidad al país. Desde 1960 hasta hoy, Ecuador contó con dos regímenes militares: 1962-1968 y 1972-1978 que comenzó con el gabinete nacionalista del general Rodríguez Lara. En contraste con las dictaduras altamente represivas –y frecuentemente desastrosas en lo económico– de otras partes de América Latina, y del sur y el este de Europa, las ecuatorianas fueron moderadas, reformistas y modernizantes. La primera se inspiró en la Alianza para el Progreso, y comenzó una limitada reforma agraria, así como otros cambios 13

Pachano, F. 1997. Ob. cit., p. 377.

Antes del gobierno de las Fuerzas Armadas, el país tenía un presupuesto nacional que bordeaba apenas los 5 mil millones de sucres. Actualmente llega a los 27.000 millones. Su reserva monetaria alcanzaba los 600 millones de sucres. En la actualidad ella sobrepasa los 15.000 millones. El PIB era de apenas 47.000 millones. En 1978 superó los 190.000 millones. Las exportaciones eran de 300 millones de dólares. En 1978 llegan a los 1.500 millones... El ingreso per cápita oscilaba cerca de los 200 dólares. Actualmente llega a cerca de los 1000 dólares (citado en Cueva, 1998: 86).

El progreso en todos los sentidos había sido –o parecido ser– impresionante. Ciertamente, la evaluación de las fuerzas democráticas iba precisamente en la dirección contraria. El aforismo del que sería primer presidente elegido después de la dictadura, Roldós –“tenemos que echar a andar a un paralítico”–, resumía una triple insatisfacción. En primer lugar, el crecimiento ecuatoriano era insostenible, porque se había construido sobre el endeudamiento externo y la ineficiencia. Entre 1970 y 1980 la deuda externa ecuatoriana creció 19 veces13. En segundo lugar, sí que había habido represión y exclusión políticas –una vez más, viene a cuento una frase de campaña de Roldós: “no olvidaremos”– que, aunque acotadas, no dejaban de ser indignantes. Tercero, las reformas no habían llenado las expectativas de las organizaciones de los trabajadores manuales,

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requeridos por distintos sectores de la sociedad, que no habían podido ser desarrollados por el presidente Carlos Arosemena (1961-1962) dado el alto grado de confrontación de la vida pública. La segunda se apoyó en una amplia visión nacionalista y reformista, evidentemente inspirada en la junta peruana de Velasco Alvarado, aunque bastante más moderada. En todo caso, bajo Rodríguez Lara se introdujeron nuevos y profundos cambios, incluyida una reforma agraria que no puede ser calificada como cosmética, en medio de un espectacular promedio de crecimiento del producto interno bruto (PIB) del 9% anual. Cuando los militares entregaron la presidencia al primer presidente democrático, Roldós, estuvieron en posición de mostrar un notable palmarés de éxitos. Declaró el general Poveda Burbano en la transmisión de mando:

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ción entre la vida política y la función de gobierno parecen relativamente claros. Una de las características del populismo es su irresponsabilidad, en dos sentidos: se otorga poco valor a las consecuencias futuras de las acciones presentes, y hay desinterés por la estabilidad, que resulta directamente de una ideología anti-burocrática y antirutinaria. De hecho, para los populistas ecuatorianos terminar un período de gobierno es una hazaña extraordinaria. El desempeño del populismo en el poder ha sido casi siempre peor que dudoso, pese a lo cual ha mantenido – en ocasiones incluso aumentado– su base electoral, un fenómeno que, como señala adecuadamente Burbano (1998), no se ha explicado de manera plenamente satisfactoria. Así, en el Ecuador existe una corriente con un importante arraigo de masas pero poco apta para desempeñar las funciones de gobierno. Esto naturalmente se convierte en un factor crónico de inestabilidad.

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y el espectacular acto de inclusión con el que comenzó la democracia –dándole el derecho al voto a los analfabetas, lo que en la práctica equivalía a meter dentro del sistema político a los indígenas y a amplios sectores campesinos– mostró que existía la posibilidad de avanzar más lejos, y más rápido. A la vez, subrayó que el nuevo régimen tendría que mostrar sus bondades en terrenos críticos (crecimiento, inclusión) en donde los militares reclamaban éxitos sin precedentes. LAS DOS TRANSICIONES

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¿Compitiendo con el pasado?

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Una particularidad importante de la transición ecuatoriana es, pues, que el régimen inmediatamente precedente no estaba irreparablemente comprometido: no había navegado por una crisis económica de grandes proporciones, ni encabezado una aventura militar fallida, ni exhibido un comportamiento espectacularmente represivo. Hay que subrayar que muchos de sus aparentes éxitos pueden deberse a simple suerte –a los militares les tocó el boom petrolero–, y a su propia falta de margen de maniobra, que los obligó a negociar con todos los sectores sociales (y podían hacerlo, gracias a los petrodólares14. Como fuere, desde el punto de vista “fenomenológico”, del ciudadano raso, el régimen militar debió de constituir un período bastante aceptable, donde se combinaron prosperidad, estabilidad y reformas sociales. Varios sondeos de opinión proveen evidencias indirectas de que efectivamente fue así. La situación se tornó aún más difícil cuando las promesas fundacionales de la democracia quedaron a mitad de camino, en el mejor de los casos. El régimen militar había exhibido tanto derroche como corrupción, pero la democracia tampoco fue invulnerable a escándalos de todo tipo. La percepción pública sobre el tema no deja lugar a dudas. En un sondeo de Cedatos de 1997, 44% de los encuestados señaló que creía que los gobiernos democráticos eran más corruptos que las dictaduras, 30% manifestó la opinión contraria y 26% dijo que eran igual de corruptos15. Aunque hay todavía una mayoría de ecuatorianos que prefieren la democracia a la dictadura, los que tie-

nen la opinión contraria son bastantes. Entre tanto, el PIB apenas creció en el período democrático; de hecho, la agenda del desarrollo ecuatoriano estuvo puntuada por catástrofes (1983, 1988 y especialmente la brusca caída de 1999). Se podría alegar que el crecimiento de la década de 1970 fue artificial y estuvo apoyado en ritmos de endeudamiento malsanos. Pero el Ecuador democrático ha sido un prestador tan compulsivo o más que el régimen precedente. El porcentaje de la deuda externa con respecto del PIB ha evolucionado de la siguiente manera: en 1974, 11%; en 1978, 30,2%; en 1979, 39%; 1984, 66%; 1988, 116,9%. Así, pues, no parece haber habido la esperada confluencia entre agenda de desarrollo y democracia. Los otros dos aspectos –fin de la represión e inclusión social cada vez más amplia— requieren una evaluación cuidadosa. Hay avances obvios en muchos sentidos. Aunque efectivamente ha habido violación de los derechos humanos –sobre todo en algunos gobiernos específicos–, Ecuador muestra aquí un desempeño bastante aceptable, en medio de una intensa conflictividad social. El contraste – en especial con Colombia, Perú y Bolivia, en ese orden– es notable. Por otra parte, los indígenas han entrado masivamente al sistema político, transformándolo, lo que constituye una inclusión espectacular. Pero los ecuatorianos cada vez creen menos en la política, considerándola un sistema hermético y autorreferido. La confianza en las instituciones, particularmente en las elegidas, es mínima16. Los niveles de abstención, en un país en el que el voto es obligatorio, son bastante altos, y han venido creciendo. La segunda transición

Si entendemos por neoliberalismo apertura de la economía, reordenamiento de las prioridades del gasto público, liberalización financiera, privatización, desregulación y priorizar la creación de un ambiente favorable para el sector privado, ¿qué tanto de ello ha habido en el Ecuador democrático? La respuesta es doble. Por un lado, las políticas de ajuste han pasado transversalmente por gobiernos de los más diversos signos ideológicos, como lo han demostrado con detalle Hey y

14

Isaacs, Anita. Military rule and transition in Ecuador: 1972-1992. London, McMillan Press, 1993.

15

Polibio Córdova, Ángel. “Opinión pública y realidad nacional. Los últimos 25 años”. En: Ecuador Debate, Nº 46, abril de 1999, pp. 95-122.

16

Polibio Córdoba, Ángel. 1999, ídem; Freidenberg, Flavio. “Percepciones ciudadanas hacia la democracia y las instituciones políticas en los países andinos”. En: Ecuador Debate, Nº 50, 2000, pp. 205-218.


democracia

Ecuador en medio de grandes protestas, pueden crear problemas muy serios y reales para los exportadores, a la vez que defienden el poder adquisitivo de los asalariados. Hechas estas salvedades, el balance de la doble transición en términos sociales no es alentador, para decirlo suavemente (véase por ejemplo tabla 3). En 1990, el salario mínimo real estaba en el nivel de 1974, en el año 2000 estaba por debajo del de 1988, y se había producido una sustancial transferencia del trabajo al capital19. La enorme inclusión política propiciada por el voto de los analfabetas se vio pues neutralizada por una creciente exclusión económica y social, en un contexto de crecimiento cercano a cero. La oposición al liberalismo económico y sus expresiones políticas

Mientras que en Colombia la política económica no es un problema central de la agenda pública, en otros varios países andinos sí lo es. Ecuador es quizás donde las medidas neoliberales han desatado una oposición más fuerte y sostenida. Precisamente como hay un bloque que puede expresar su descontento de manera tangible (votos, movilizaciones, bloqueos), apenas los gobiernos se quedan sin combustible ceden –o caen. Dado que la política ecuatoriana es altamente confrontacional –no existe la tradición colombiana de pactismo, ni guerra civil, y el lenguaje y estilo de los políticos no se caracteriza por su circunspección–, la oposición aprovecha de manera implacable cualquier debilidad del gobierno. Ninguno de los últimos cuatro presidentes ecuatorianos gobernó un período completo, fuera porque cayó o porque estaba en la interinidad; y desde 1978 los únicos que no vieron seriamente amenazado su mandato fueron la dupla Roldós-Hurtado y Rodrigo Borja, aunque en ambos casos enfrentaron grandes turbulencias sociales. Así, mientras que en algunos países se apostó a la fórmula “ajuste y después crecimiento”20, en Ecuador el ajuste ha avanzado, pero de manera traumática, y el crecimiento ciertamente no se ha visto. Mientras que en el núcleo duro de la apuesta

17

Hey, Jeanne y Klak, Thomas. “From protectionism towards neoliberalism: Ecuador across four administrations (1981-1996)”. En: Studies in International Comparative Development, vol. 34, Nº 3, 1999, pp. 66-98.

18

Acosta, Alberto. “Ecuador: del ajuste tortuoso al ajuste dolarizado... (qué he hecho yo para merecer esto)”. En: Ecuador Debate, Nº 50, agosto de 2000, pp. 67-104.

19

Pachano, F. 1997. Ob. cit., p. 508.

20

Sachs, Jeffrey; Wing Thye, Woo y Xiaokai, Yang. “Economic reforms and constitutional transition”. En: Working Paper, Nº 43, Center for International Development, Harvard University, 2000.

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Klak17. La tesis de Hey y Klak se ve corroborada de manera eminente por el gobierno de Gutiérrez: elegido por una coalición en la que el socio principal era el movimiento social que con más fuerza había impugnado las políticas de ajuste, se apresuró a poner en el Ministerio de Hacienda al ortodoxo Mauricio Pozos y a llegar a acuerdos con el Fondo Monetario Internacional. Así pues, pese a una feroz oposición de los movimientos sociales, Ecuador realizó su ajuste; a finales de la década de 1990 había completado su liberación comercial. En todas las dimensiones de la reforma estructural estaba rondando los niveles latinoamericanos18. En realidad, como lo sugieren Hey y Klak, la única excepción a la compresión salarial que tuvo lugar en todo el período podría haber sido el gobierno de Febres Cordero, es decir, el de orientación menos reformista y más proclive a los ajustes radicales. Por otro lado, el ajuste ecuatoriano ha tenido la característica de “avanzar a empujones” (fits and starts dicen Hey y Klak). Sin embargo, en cada “empujón” se han producido liberalizaciones reales, con efectos sociales tangibles. Las reformas económicas neoliberales que introdujo la democracia ecuatoriana significaron un brusco timonazo que redefinió el mapa de ganadores y perdedores. No me estoy refiriendo sólo al paso de un modelo Estado-céntrico a otro mercado-céntrico –la explicación de Cavarozzi–, aunque haya mucho de verdad en ello, porque varios capitalistas fueron barridos del mapa; es decir, no todos los agentes del mercado ganaron y, ciertamente, muchos que vivían de rentas estatales engordaron. El ajuste liberal no favoreció a todos los capitalistas en su conjunto, y tampoco produjo consensos entre ellos. De hecho, una parte del modelo –supresión de las protecciones que generaban ineficiencia y perjudicaban al consumidor– parecía alentar explícitamente las “destrucciones creativas” que a la larga conducirían a un equilibrio de más alto nivel. En la otra dirección, tampoco afectó uniformemente a los sectores populares. Esto se puede ver bastante bien en el seguimiento de políticas públicas específicas. Medidas como la dolarización, adoptada por

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neoliberal está la noción de “atravesar 5-10 años duros” y después comenzar a crecer, la constelación de fuerzas del Ecuador hizo que la primera etapa fuera irrealizable. Esto generó un ciclo con retroalimentación positiva, pues los efectos de las medidas económicas eran cada vez más traumáticos y desataban una oposición cada vez más enconada. En la otra dirección, los conflictos y dinámicas alrededor de las políticas de ajuste han tenido consecuencias de gran importancia. Desde 1978, se han configurado en Ecuador cuatro grandes bloques electorales: derecha + centro derecha, populistas, izquierda + movimientos sociales, centro izquierda. Sólo los primeros han prometido en sus campañas lo que realizaron –es decir, proyectos de ajuste económico–, pero enfrentaron una feroz resistencia y terminaron desacreditados. Los demás incluyeron en lugares prominentes de sus programas la oposición a uno u otro aspecto fundamental de las políticas neoliberales, pero una vez llegaron al gobierno se apegaron a la disciplina neoliberal. Esto muestra que los políticos tienen incentivos fuertes para ignorar, o criticar, el ajuste durante sus campañas, y para aplicarlo una vez son elegidos. Una vez más, Lucio Gutiérrez es sólo un caso particular de una práctica generalizada. En su campaña se mostró (moderadamente) antineoliberal, porque para ganar la elección tenía que cortejar las preferencias políticas de los ecuatorianos, y en particular a sus apoyos sociales, pero para gobernar las adoptó sin mayores reatos. Los políticos prometen una cosa y hacen otra: una canción conocida en todo el mundo, sólo que en Ecuador se ha llevado a extremos. Junto con problemas de corrupción, etc., esto ha generado un descrédito de la función de gobierno. En el período de 1978 hasta hoy, ningún partido o personalidad en el poder ha ganado la elección presidencial siguiente. Ecuador vive la maldición del gobernante: terminan completamente quemados. Nótese que en Colombia el presidente también lo ha pasado muy mal el último año de su mandato, pero su tendencia o partido tiene una probabilidad de cerca del 50% de triunfar. La distribución de preferencias diferente en cada

país, enraizada en un caso en la experiencia de pactos consociacionales, crecimiento con relativa solidez fiscal y en el otro de dictablandas y crecimiento con reformas sociales, parece aproximar bien esos desenlaces diferenciales. El “transfuguismo programático”21 (en donde le da un tratamiento brillante al tema) pone a la democracia frente a un dilema que se puede plantear en un terreno más bien abstracto (y por tanto fácilmente aprehensible). Los electores votan racionalmente, escogiendo a candidatos cuyas plataformas se acerquen a sus políticas predilectas. Una vez en el poder, los gobernantes pueden o seguir las orientaciones que les permitieron llegar a la presidencia, o cambiarlas. El cambio puede obedecer a muchas razones; desde falta de margen de maniobra hasta presiones abiertas por parte de agentes nacionales o transnacionales. Si uno o dos gobernantes actúan en contra de su plataforma original, no hay en realidad problema: si los electores tienen memoria, castigan al político falso (o a su partido) y no votan por él. El problema aparece cuando todos, o prácticamente todos, actúan como tránsfugas programáticos. Entonces, el votante castigará sistemáticamente al político al que apoyó en la elección anterior, pero a la vez adoptará una posición cada vez más cínica y distante con respecto de las instituciones democráticas: la democracia se expondrá a un rápido proceso de “fatiga de material”. Dicho de otra manera, se producirá una “crisis de racionalidad”22, pues los ciudadanos ya no contarán con información fiable para orientarse en el espacio electoral y medir la distancia entre sus preferencias y las de los candidatos. L O S M I L I TA R E S Y E L P U E B LO Invirtiendo la pregunta de Przeworski

Los indicadores de débil apoyo a la democracia, y la proliferación del transfuguismo programático, sugieren que en Ecuador se está produciendo precisamente algo muy parecido a esa “crisis de racionalidad”. En particular, la democracia depende de que haya un mínimo de credibilidad en la deliberación, en la “voz”. Cuando falla la voz, la estabilidad de la democra-

21

Stokes, Susan. “What do policy switches tell us about democracy?”. En: Przeworki, Adam; Stokes Susan y Manin, Bernard (eds.). Democracy, accountability and representation. Cambridge University Press, 1999, pp. 98-130.

22

Downs ya preveía esa posibilidad: Downs, Anthony. An economic theory of democracy. Harper Collins, 1957.


23

Según el modelo de Hirschman. 1977. Ob. cit.

24

Przeworski. 1991. Ob. cit.

25

Ídem., p. 31.

democracia

atribuye en su modelo tanto al pueblo como a las elites socioeconómicas cambia, pues la opción golpista está abierta a todos los sectores de la población. El primero (el pueblo) tendrá el siguiente orden de preferencias: democracia con reformas>dictadura reformista>democracia sin reformas>dictadura convencional (obviamente, sin reformas). Apenas se convenza de la relativa ineficiencia de la voz –por ejemplo, porque todos los políticos actúan como tránsfugas programáticos–, entonces apostarán a la dictadura reformista si ven signos suficientemente claros de que esa será precisamente la orientación de los militares una vez tomen el poder. Para las elites socioeconómicas, las recompensas por apoyar un golpe equivalen a los beneficios que pueden obtener por la multiplicación de las probabilidades de tener éxito y de que los militares realmente favorezcan sus intereses. Si la probabilidad conjunta (resultado de la multiplicación de las dos probabilidades) es suficientemente baja, incluso si no están contentos con los políticos, los capitalistas serán “democráticos por defecto”. Pero los sectores sociales en pugna tendrán que competir “por el alma del ejército”, por lo que tienen incentivos para dejar abierta la posibilidad de golpe. Esto fortalece la posición del ejército, dejándolo como árbitro en situaciones de confrontación. Elaboremos algo más este modelo “ecuatorianizado”. Hay dos variables que entran en la determinación de las preferencias de las elites. La primera es la probabilidad de ser derrotadas, sea en la democracia, sea en la dictadura. En la democracia son derrotadas si vence un izquierdista. En la dictadura, si la junta se decide por un curso de acción reformista. En la medida en que los militares son una relativa incógnita, aquí los niveles de incertidumbre resultan altos. El segundo parámetro es el grado de reversibilidad del resultado: ¿Cuánto durará el adversario en el poder, y cuánto daño podrá causar a los propios intereses? En la medida en que, de acuerdo con el segundo parámetro, la dictadura es mucho peor que la democracia (menos reversible), solamente una diferencia grande a favor de la dictadura en la probabilidad de ser derrotado, puede ofrecerle una opción real a las elites. Esa diferencia no es muy grande en el Ecuador (eso no quiere decir que no haya ninguna posibili-

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cia dependerá de la existencia de alternativas viables de “salida”23. El tema tiene una ligazón natural con la literatura de las transiciones democráticas y, en particular, con las reflexiones de Przeworski24 acerca de la relación entre democracia y mercado. Przeworski sugería que la pregunta fundamental de las transiciones era qué incentivos podrían tener los capitalistas y los militares para mantenerse dentro de la democracia. En Ecuador, esa pregunta se podría plantear con los términos invertidos. Siempre manteniéndonos en el terreno con el que se terminó la sección anterior –el de las relaciones abstractas– la cuestión se presenta de la siguiente manera. El modelo de Przeworski presenta una dicotomía: por un lado, la dictadura, en donde los capitalistas y los militares tienen acceso directo a recursos clave, y la democracia, en donde predomina la mayoría y por consiguiente la incertidumbre (los desenlaces dependen de preferencias cambiantes). En puntos críticos de la trayectoria, y dado un entorno internacional favorable a la democracia, los capitalistas y los militares cambiarán sus ventajas estratégicas si los demócratas acceden a acotar la incertidumbre y a sustraer algunos aspectos críticos (piénsese en el derecho a la propiedad) de la política competitiva. Przeworski25 planteaba explícitamente que los sectores populares no tenían razón alguna para pasar de la democracia a la dictadura, incluso cuando la democratización coincidía con la apertura económica, pues “los sindicatos y otras organizaciones de asalariados pueden hacerlo bastante bien en la competencia democrática, mientras que son brutalmente reprimidos si la democracia cae; podrían constituir un grupo para quienes perder [en democracia] siempre será mejor que salir” de ella, y por ello siempre preferirán atenerse a las reglas de juego democráticas. En el Ecuador, nos encontramos con una situación distinta. Las organizaciones de los sectores populares no solamente perciben que su probabilidad de ganar en la competencia democrática (un parámetro clave, Przeworski) es baja, sino que tienen a la mano opciones razonables de salida. Hay pues una alternativa de tres términos. Aparte de la dictadura convencional que “reprime brutalmente” y la democracia, existe la opción de la dictadura reformista. Dado esto, el razonamiento que Przeworski

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dad de un ensayo autoritario a favor de las elites, sino que éste sería riesgoso). Este “equilibrio de amenazas creíbles mutuas” tiene varias consecuencias simples, pero importantes, para la configuración de la política ecuatoriana. En primer lugar, y de acuerdo a cómo se podría prever a partir del modelo hirschmaniano, se producen complejas retroalimentaciones entre las opciones de voz y de salida. Los agentes presentarán cíclicamente sus demandas dentro y fuera del sistema, y usarán la amenaza de salida para lograr que la voz obtenga resultados reales. En segundo lugar, y de manera bastante obvia, le da un gran poder como árbitro social al ejército. El ejército es un actor directo del escenario político, con contactos más o menos frecuentes con los más directos protagonistas de los diversos conflictos. Y cada uno de ellos –desde la derecha de Febres Cordero hasta el movimiento indígena– trata de ganarse el corazón de los soldados. ¿Por qué no da el ejército de una vez un golpe, en línea con una vieja tradición? Aparte de las fundamentales restricciones internacionales, por varias razones, todas ellas buenas. El ser árbitro podría ser una situación aún mejor que encargarse directamente del gobierno. Los militares, al apostarle al reformismo, esperan estar sobre los capitalistas, no contra ellos. Y el arbitraje militar está restringido a la sociedad ecuatoriana, mientras que varios de los aspectos fundamentales de la vida pública – comenzando por la política económica– están muy transnacionalizados. Una vez más, nos encontramos con un mecanismo de retroalimentación positiva: entre más fuerte es la posición de las fuerzas armadas, menos les conviene una relación demasiado estrecha con algún otro actor. Para usar una frase diciente, aunque inexacta (y efectista), es una fuerza integrada a la sociedad, pero no al Estado; es árbitro social, lo que le cierra el camino tanto a una deriva autista como a la plena subordinación a los civiles. En síntesis, los espectros de una y otra dictadura –la convencional y la reformista— se limitan simétricamente. La democracia se mantiene en pie precisamente porque no es “el único juego en el pueblo”.

¿Alianza militar-indígena?

El lector atento habrá notado las simplificaciones en que incurre el modelo que acabo de presentar. Como todo modelo, sólo capta aspectos muy gruesos del conflicto analizado. En particular, trata a las elites socioeconómicas y al pueblo como actores unitarios. Evidentemente, no lo son en general, y menos aún en Ecuador (por las fracturas regionales entre costa y sierra, etc.). Me acojo aquí a la frase Przeworski, quien a su vez cita a Theil: “Los modelos son para utilizarlos, no para creerlos”. ¿Cómo utilizar éste? Una posibilidad es preguntarse por las dificultades que la democracia ecuatoriana ha tenido de capitalizar sus propios éxitos, esto es, de captar la adhesión plena del sector social que incorporó a través de reformas institucionales, la principal de las cuales fue el otorgamiento del voto a los analfabetas. Como se ha visto, antes del advenimiento de la democracia, los militares habían protagonizado dos dictablandas, lo que los habilitaba para jugar en el futuro la “carta social”. En realidad, la tradición de interacción política entre los militares ecuatorianos y sectores populares viene de más atrás, y podría remontarse a la década de 192026. Según Bustamante27, la guerra con el Perú de 1941, y su resultado desastroso desde el punto de vista ecuatoriano, fue una experiencia que marcó con fuego la mentalidad de los soldados, conduciéndolos a buscar por encima de todo la unidad del frente interno para enfrentar el enemigo externo. Eso los puede haber hecho refractarios a teorías como las de la seguridad nacional, aunque Isaacs (1993) presenta evidencias de que esa teoría fue usada por Rodríguez Lara con un giro que le permitía cómodamente implementar su plan de desarrollo e impulsar la noción de la amistad entre los militares y los campesinos. El movimiento indígena se conformó, consolidó y creció en las décadas de 1970 y 1980. Como sucede a menudo, carecía de una expresión electoral directa y vigorosa. Pese a una creciente radicalización, hay buenas evidencias de que a finales de la década de 1980 el grueso del voto indígena iba a los socialdemócratas (la Izquierda Unida de Rodrigo Borja28). Sin embargo, las

26

Pachano, F. 1999. Ob. cit.

27

Bustamante, Fernando. “Fuerzas Armadas en el Ecuador: ¿Puede institucionalizarse la subordinación al poder civil?”. En: Síntesis, Nº 16, enero-abril de 1992, pp. 179-202.

28

Almeida Vinueza, José. “Los indios del Ecuador y la democracia”. En: Cuadernos de la Realidad Ecuatoriana, Nº 5, 1992, pp. 51-70.


29

EL GOBIERNO DEL CORONEL Y EL FR AC ASO DE L A ALIANZA La campaña

Estos tres motivos se revelaron de manera dramática en la campaña presidencial de 2002. En ella participaron prácticamente todos los pesos pesados de lo que en Ecuador se llama política tradicional (es decir, básicamente las fuerzas que se conformaron con la transición democrática): dos ex presidentes, Hurtado y Borja (socialdemócrata), y dos fichas de sendos ex presidentes, Jacobo Bucarám (populista) y Xavier Neira (socialcristiano, derecha). El padrino de Neira, León Febres, se lanzó como diputado, con la esperanza de reforzar la posición de aquél. Pero, como en Colombia, los partidos ecuatorianos tuvieron un desempeño aceptable en las congresionales, y salieron miserablemente derrotados en las presidenciales; no valieron los grandes nombres. Con todo y su notoriedad, y pese a encabezar las encuestas al principio, los candidatos partidistas recibieron un buen rapapolvo a manos de dos “nuevos”, el empresario Álvaro Noboa y el ex coronel golpista Lucio Gutiérrez, quienes encabezaron la primera vuelta. En realidad, la campaña estuvo llena de ruido, y para el votante ecuatoriano fue difícil orientarse. Hasta el último momento prevalecieron la indiferencia o la confusión. Hurtado abandonó su agrupación original, la Democracia Popular y formó otra, totalmente artificial; las

Para otros precedentes, véase: Santana, Roberto. Ciudadanos en la etnicidad. Los indios en la política o la política de los indios. Quito, Abya Ayala, 1995. Moncayo Gallegos, Paco. Fuerzas armadas y sociedad. Quito, Universidad Andina Simón Bolívar-Corporación Editora Nacional, 1995.

democracia

dígenas como los militares llegaron al golpe del año 2000 divididos, y después de él procedieron a reorganizarse y a depurar sus filas. Diversos movimientos sociales han manifestado oposición o perplejidad frente a este sistema de alianzas. Es decir, el modelo en su versión menos tosca debe referirse a actores específicos (algunos sectores populares organizados, algunas fuerzas cercanas a las elites socioeconómicas, etc.). Con este ajuste, lo que sí puede captar bien es: a) los problemas que enfrenta un sistema democrático que activa y simultáneamente esteriliza la voz; b) en particular, las crisis de racionalidad a los que puede verse enfrentado ese sistema; c) las características diferenciales de una situación en donde varios actores, y no sólo las elites socioeconómicas, tienen opciones de salida.

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turbulencias de la década de 1980, y sobre todo la oposición de un sector de los militares a Febres Cordero, produjeron una oleada de simpatía entre éstos y los movimientos sociales29. El enfrentamiento entre los indios y el gobierno de Borja rompió el último vínculo de los primeros de los partidos tradicionales. Diversas alianzas electorales –entre otras cosas con el general Frank Vargas, el paracaídista que secuestró a Febres– sellaron esta simpatía. El derrocamiento del populista Abdalá Bucarám en 1997 subrayó de manera ostensible la confluencia. El comportamiento errático de Bucarám activó las viejas antipatías entre populistas y militares. A la vez, Bucarám había enfurecido al movimiento indígena, al poner en marcha un crudo plan de ajuste y simultáneamente tratar de minar la base social de la organización indígena creando organismos paralelos en el gobierno. Por otra parte, un nuevo enfrentamiento con el Perú había reforzado los lazos entre el ejército y el “Ecuador profundo”, y permitió construir un discurso que presentaba a campesinos e indígenas como bases del nacionalismo estatal, cosa que sin esa experiencia decisiva hubiera sido difícil. Todo esto confluyó en el derrocamiento de Mahuad en el año 2000, en el que la dirección del movimiento indígena y sectores del ejército se opusieron a los tres poderes, se tomaron el congreso y formaron una junta que gobernó al país durante un lapso de tres horas. En síntesis, el encuentro de indígenas y militares en múltiples momentos –explícito y electoral en 2002, explícito y golpista en 2000, implícito y golpista en el apoyo al retiro de Bucaram en 1997, implícito y electoral en los bloques de apoyo a militares con tradiciones golpistas– no es una casualidad, ni corresponde a la voluntad de un pequeño grupo de conspiradores. Ha sido, por el contrario, un factor crucial de la política ecuatoriana, en donde se expresan fatiga por los límites de la voz y –ocasionales– usos de la opción de salida, ya sea como una amenaza creíble para activar la voz y como la búsqueda de una vía real de escape. Una vez más, se podría alegar que también este modelo constituye una simplificación, puesto que ni los militares ni el movimiento indígena constituyen un bloque unitario. Y ésta es, en efecto, una observación inobjetable. Tanto los in-

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propuestas y campañas de los partidos eran difícilmente diferenciables, e incluso las barreras regionales intentaron ser borradas. En medio de esta confusión, Noboa y Gutiérrez fueron capaces de enviar señales –no mediadas a través de los partidos, aunque cada uno creó su propia agrupación— de que efectivamente eran distintos. Por ejemplo, mientras que Borja y Febres se sometieron a operaciones en plena campaña, Gutiérrez era un destacado deportista (ganador de la pentatlón militar), que pese a los múltiples reparos que había recibido después del golpe, podía exhibir la capacidad de salir de un delicado problema sin derramamientos de sangre. Noboa se concentró en su aureola de empresario exitoso que gerenciaría el país, un capital que ha demostrado ser rentable en otros países que han enfrentado la doble transición. El enfrentamiento entre un Ecuador “viejo” y otro “nuevo” se volvió tópico, y alrededor de ese eje electoral Gutiérrez y Noboa tenían todos los ases bajo la manga. Con todo, sus resultados en la primera vuelta – algo más del 20 y del 17%, respectivamente– demostraron que no habían logrado ir mucho más allá de sus apoyos originales: los movimientos sociales y el voto de izquierda en el caso del coronel, una fracción del voto costeño tradicional en el del empresario. En efecto, en la primera vuelta Gutiérrez se concentró en su activo como ex golpista, y en la unión de los votos de la izquierda alrededor de su nombre, pero en la segunda comenzó a enviar mensajes tranquilizadores. Para conseguir mayorías en la segunda vuelta necesitaba una base social mucho más amplia de la que había conseguido en la primera, así que el coronel se fue corriendo ostensiblemente al centro. Esto alarmó a los movimientos sociales, que al final de la campaña condicionaron su apoyo a Gutiérrez. El 24 de noviembre de 2002 éste fue declarado presidente de la república, aunque por un margen menor del previsto por las encuestas. Pese a las dudas, pues, el voto de los indígenas, de otros movimientos sociales y de la izquierda, también en la segunda vuelta resultó decisivo. La coalición y su ruptura

Así, Gutiérrez llegó a la presidencia encabezando una coalición en donde los mismos sectores que en el año 2000 le habían apostado a él como símbolo de la salida, ahora apostaban a la voz. Tales sectores –Pachakutik, el Movimiento Popular y Democrático, el Frente Unitario de los Trabajadores, la Federación Nacional de indíge-

nas, campesinos y negros, la Coordinadora de Movimientos Sociales, entre otros– obtuvieron algo más de diez diputados y, calculando gruesamente, entre 10 y 20% del voto en las presidenciales, es decir, tenían razones fundadas para reclamar la victoria para sí. Habían puesto la base de la victoria en la primera ronda, y habían significado la diferencia decisiva en la segunda. Sin embargo, Gutiérrez no las tenía todas consigo. En primer lugar, de su propio movimiento –que consiguió tres diputados– no sabía si era una fuerza o una debilidad. Aunque la Sociedad Patriótica había agitado temas de “unidad nacional” caros a los militares, el cemento que la aglutinaba era básicamente la esperanza de puestos, como quedó subrayado por una serie de eventos bochornosos apenas el ex coronel se posesionó (reyertas y asonadas por cargos, etc.). En segundo lugar, estaba en minoría en el congreso, una peligrosa constante de casi todos los gobiernos ecuatorianos después de 1978, y augurio casi seguro de inestabilidad crónica. La fuerza mayoritaria –en este caso, el partido social cristiano– tenía una larga experiencia en todas las modalidades de oposición desestabilizadora. Tercero, aunque Gutiérrez ya en la segunda vuelta había procurado tranquilizar a los Estados Unidos y a los empresarios, sabía que todavía quedaba mucho por hacer en este terreno. En realidad, el presidente estaba decidido a continuar con el programa económico de su antecesor, y a profundizarlo. Cuarto, y último, por sus antecedentes, podía esperar oposición de los militares mismos, de suerte que no podía darse el lujo de un período crítico de inestabilidad sin poner en peligro su permanencia en el poder. En síntesis, el nuevo presidente tenía frente a sí la siguiente alternativa: o quedar en las manos de los sectores sociales que lo habían elegido, e ir hacia un enfrentamiento con un sector del empresariado y con los Estados Unidos, o buscar aliados a la derecha. Escogió lo segundo después de ensayar sin éxito diversas formas de equilibrismo. En su gabinete inicial le dio tres carteras – turismo, agricultura y chancillería– y otras posiciones al movimiento indígena, pero a la vez le entregó el ministerio de hacienda, como había prometido ya en las postrimerías de la segunda vuelta, a un ortodoxo. Por tales razones, los primeros seis meses del gobierno de Gutiérrez se desarrollaron en medio de constantes malentendidos, sosteniendo una delicada relación que ya en la campaña había mostrado sig-


30

C O N C LU S I O N E S

En este texto he combinado dos perspectivas para entender un problema. El problema es la naturaleza de la democracia ecuatoriana, es decir, su combinación de persistencia e inestabilidad. Las perspectivas son los modelos explicativos de Hirschman y Przeworski, que parecen encontrar aquí un área de intersección “natural”. Hirschman arguye que los actores utilizarán distintas combinaciones de voz y salida dependiendo de sus opciones estratégicas, de su grado de lealtad, y del grado de deterioro de la estructura institucional en la que se encuentran insertos. Przeworski propone que en general la estabilidad, y la trayectoria, de las democracias depende del sistema de incentivos que tengan actores sociales clave para permanecer dentro de ella; y en particular sugiere que en las transiciones democráticas solamente los militares y los capitalistas cuentan con opciones reales de salida, es decir, con amenazas creíbles, porque para los trabajadores permanecer dentro de la democracia es una estrategia dominante: allí tienen probabilidades aceptables de recibir respuestas a sus demandas, mientras que en la dictadura sólo les espera la represión. Por consiguiente, las democracias, para estabilizarse, necesitan ofrecer garantías básicamente a los capitalistas y a los militares, que son quienes pueden salir. Aquí he mostrado que en Ecuador la situación podría haber sido distinta, lo que obliga a invertir los términos de la ecuación de Przeworski. Ha habido incentivos y posibilidades de salir también para algunos sectores populares organizados. Los primeros son ofrecidos por la confluencia de las dos transiciones30, los segundos por historias y constelaciones de fuerzas específicos. La combinación de ambos –junto con garantías internacionales, etc.– ha permitido la supervivencia democrática con inestabilidad crónica tan característica del Ecuador.

Conaghan, Catherine y Malloy, James. Unsettling statecraft. Democracy and neoliberalism in the Central Andes. Pittsburg-London, University of Pittsburg Press, 1994

democracia

voz fracasó, pero al mismo tiempo las opciones de salida de los sectores subordinados también se debilitaron.

análısıs polítıco nº 50

nos de deterioro. El foco de atención fue la política económica pro-FMI. La situación del movimiento indígena se hizo insostenible frente a sus propias bases radicalizadas y frente a sus aliados, que no esperaron mucho tiempo para reprocharle su participación en el gobierno, y a mediados de 2003 ya estaban criticando abiertamente al presidente. Pero otros temas –reyertas entre Sociedad Patriótica y Pachakutik en las provincias tanto por orientación política como por puestos– también ayudaron a enconar las relaciones. En el mismo momento en que las esperanzas del movimiento indígena en la gestión gubernamental decaían, algunos fenómenos que reforzaban su desconfianza hacia la política convencional se hacían visibles. Algunos dirigentes indígenas muy destacados se vieron enredados en escándalos dolorosos. Por ejemplo, Miguel Lluco –quien coordinaba las estructuras electorales y había sido severo crítico de la aventura golpista– aceptó administrar un fondo financiero de un banquero de la costa. Por razones que escapan a este artículo, los banqueros habían sido el némesis de los movimientos sociales ecuatorianos, y este banquero particular tenía una trayectoria no muy clara. Más aún, hubo roces entre Conaie, la expresión orgánica del movimiento social, y Pachakutik, su entidad política y electoral, que quería convertirse en partido político (aquí también participó Lluco). Por eso, el retiro formal de los indígenas del gobierno –emblemáticamente causado por la negativa de la bancada de Pachakutik de votar la reforma laboral flexibizante presentada por el gobierno al congreso– no fue una sorpresa. Aunque algunos funcionarios indígenas –comenzando por la canciller Nina Pacari– lo habían hecho bastante bien, el gobierno tampoco lamentó su salida; la coalición se había vuelto insostenible. Gutiérrez reconfiguró totalmente su sistema de alianzas, orientándose hacia un entendimiento con el partido social cristiano, la derecha de la costa (en lugar de los indígenas serranos). La situación social permanece tensa. Una vez más, la

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TABLA 1

R U P T U R A S D E M O C R Á T I C A S E N E L E C U A D O R 31

presidente

león febres cordero 1984-1988

rupturas

No reconocimiento de la Corte Suprema hecha por el Congreso (1985); ministro de Gobierno, Luis Robles Plaza, censurado y destituido por el Congreso por violación a los derechos humanos; Febres lo mantuvo (Montúfar, 2000: 117). No aceptación de las resoluciones del TGC declarando la inconstitucionalidad de sus actos. Varios juicios al gobierno y censura a los ministros. Revuelta de oficiales en 1985. Amnistía a revuelta de oficiales de 1986 (Montúfar, 2000: 117, 118). Presidente apresado por Frank Vargas Passos. Tiene que negociar con él y le da una amnnistía (1987).

rodrigo borja

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1988-1992

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sixto durán ballén 1992-1996

Escándalo financiero, finalmente tumba al vicepresidente y hombre fuerte de la reforma económica, Alberto Dahik.

abdalá bucaram

Múltiples escándalos, que culminan con la destitución del presidente por incapacidad mental. La discusión sobre quién lo remplazará crea un vacío institucional de varias semanas, y finalmente es nombrado un gobierno interino presidido por Fabián Alarcón (1997-1998), en medio de la división del Congreso.

1996-1997

jamil m a h ua d 1998-2000

31

Cae el presidente como consecuencia de haber decretado la dolarización, el aumento del precio de los hidrocarburos y el congelamiento de las cuentas bancarias. Breve golpe militar (3 días) en el que participa activamente el movimiento indígena.

No se incluyen los presidentes interinos.


democracia

TABLA 2

CRISIS POLÍTICAS Y PERÍODOS DE GOBIERNO EN EL ECUADOR

Tipos de crisis

1979-1984

1984-1988

1988-1992

1992-1995

Destitución presidente Dimisión presidente Disolución Congreso Plebiscito Rumores de golpe

3 2 2 4 12

7 8 3 11 15

1 2 1 1

5 4 1 3 3

t o ta l e s

23

44

5

16

Tomado de Sánchez Parga (1998: 113).

TABLA 3

Año

1988 1989 1990 1991 1992 1993 1994 1995 1996 1997 1998 1999 2000

Incidencia de la pobreza

Índice de salario mínimo real (1988=100)

Inflación anualizada (%)

38.9 43.1 49.1 44.8 44.1 38.4 38.3 29.2 30.6 28.0 43.0 46.0 43.2

100 74.7 66.7 60.6 62 71.3 89.9 100 108.2 102.5 99.4 84.1 90.4

79 61.6 49.1 48.2 64.9 31.9 24.2 22.6 25.8 30.4 44.5 50.3 104.9

análısıs polítıco nº 50

POBREZA DE INGRESOS, SALARIO MÍNIMO Y DESEMPLEO EN LAS CIUDADES, 1988-2000

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TABLA 4

C R E C I M I E N T O D E L P N B P E R C Á P I TA E N L O S PA Í S E S A N D I N O S

País

Bolivia Colombia Ecuador Perú Venezuela Latinoamérica

1980-1985 1985-1990 1980-1990

-3.8 0.5 -0.9 -2.8 -6.4 -1.5

0.1 2.8 -0.8 -3.8 0.0 -0.2

-1.9 1.6 -0.9 -3.3 -3.2 -0.9

1990

1997

1998

1999

2000

2001

2.1 1.2 -0.9 -7.3 2.9 -2.5

2.4 1.4 1.8 4.9 5.2 3.5

2.6 -1.1 -0.9 -2.2 -1.3 0.6

-2.0 -5.6 -9.7 -0.8 -7.7 -1.0

0.1 0.4 0.4 1.4 1.8 2.2

-0.9 -0.4 4.1 -1.4 1.0 -1.1


análısıs polítıco nº 50, Bogotá, enero-abril 2004: págs. análısıs polítıco nº 40-54 50

La seguridad durante el primer año del gobierno de Álvaro Uribe Vélez *

ISSN 0121-4705

[86]

Francisco Leal Buitrago Sociólogo, profesor titular de la Universidad de los Andes y profesor honorario de la Universidad Nacional de Colombia.

*

Ponencia presentada en el foro de celebración de los 25 años de Fescol, Bogotá, 5 de septiembre de 2003.

el tema de la seguridad se integró de manera progresiva en la conciencia ciudadana, hasta convertirse en el problema más sentido de la opinión pública durante el último año del gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002). Esta situación le sirvió al candidato disidente del Partido Liberal, Álvaro Uribe Vélez, para ascender en forma vertiginosa y sorpresiva en las encuestas electorales, sobre la base de la persistencia de la violencia guerrillera y su competencia armada con los grupos paramilitares. Además de la seguridad con autoridad, su campaña política se basó en la crítica a la corrupción y la politiquería, complemento moralista de gran impacto en un país en el que el sistema político se sustenta en prácticas clientelistas. Éstos y otros temas fueron planteados en los 100 puntos de su “Manifiesto Democrático”. Influyó también en el ascenso del nuevo presidente la fragmentación de los partidos y el consecuente efecto de adquirir mayor importancia en la intención de voto la imagen de los candidatos. De esta forma, Uribe triunfó en forma amplia en la primera vuelta electoral, frente a su contrincante Horacio Serpa, candidato oficial del Partido Liberal. En el cuatrienio anterior, la incompetencia política del gobierno –en particular frente al manejo de la zona desmilitarizada asignada a la guerrilla de las Farc para adelantar negociaciones y al denominado proceso de paz– contrastó con la recuperación operativa militar del Estado luego de numerosos descalabros frente a las guerrillas en los años finales del gobierno de Ernesto Samper (1994-1998). Esta recuperación contó con la ayuda de Estados Unidos –en especial el Plan Colombia y la Iniciativa Regional Andina– y logró disminuir la tendencia de expansión de la subversión. Sin embargo, los grupos subversivos habían alcanzado una cobertura significativa, amparados por la autonomía financiera lograda mediante su participación en el narcotráfico y prácticas bandoleriles, como el secuestro y la ex-


1

Presidencia de la República, “Resolución Nº 32”, 20 de febrero de 2002; “La pelea es peleando”. En: Cambio, Nº 454, marzo 4 al 11 de 2002; “Mando militar en seis zonas”. En: El Tiempo, 1 de marzo de 2002.

2

Corte Constitucional, “Sentencia C-251”, Bogotá, 11 de abril de 2002. La Corte plantea, en las Consideraciones Finales, que “El examen precedente ha mostrado que el sistema de seguridad y defensa previsto por la Ley 684 de 2001 vulnera la Carta, no sólo porque su pilar –la figura del poder nacional– es incompatible con los principios constitucionales más básicos, que defienden la naturaleza democrática del Estado colombiano, sino además, porque muchos de los instrumentos específicos que desarrolla –como la concesión de facultades de policía judicial a las Fuerzas Militares o la regulación del teatro de operaciones– también desconocen numerosos preceptos constitucionales. La única decisión posible, desde el punto de vista constitucional, era entonces declarar la inexequibilidad total de la ley”.

3

“Alcaldes en la mira”. En: Cambio, Nº 468, junio 10 al 17 de 2002; “Se busca”. En: Cambio, Nº 471, julio 1 a julio 8 de 2002; “Despeje a la brava”. En: Semana, Nº 1.049, junio 10 a 17 de 2002; “Posesión bajo fuego”. En Semana, Nº 1.058, agosto 12 a 19 de 2002; “Colombia acepta el reto de la guerra”. En: El Tiempo, 18 de agosto de 2002.

coyuntura

ra del teatro de operaciones y en general toda la norma2 . Este hecho explica el propósito expresado por el candidato Uribe en su campaña electoral, de presentar un proyecto de reforma constitucional que le permitiera a las Fuerzas Militares recuperar prerrogativas jurídicas de un pasado nada democrático –como fue el período de vigencia del estado de sitio durante la Constitución anterior a la de 1991–, para supuestamente combatir con éxito a la subversión. A mediados de 2002, en vísperas del cambio de gobierno, apareció una variación en la estrategia de las Farc. Esta guerrilla había buscado desde los años ochenta el control de territorios, pobladores, recursos y poderes locales. Pero en ese momento trató de poner en jaque la gobernabilidad del país, mediante amenazas terroristas a las autoridades municipales. Y esto a pesar de los beneficios logrados mediante su influencia sobre autoridades locales, empresas mineras y cultivos ilícitos. La excusa de esta acción fue la supuesta falta de legitimidad de las autoridades locales, debido a la corrupción, el clientelismo y la influencia que sobre ellas ejercía la oligarquía. Esta variación en el accionar guerrillero se sumó a la amenaza de tiempo atrás de trasladar la guerra del campo a las ciudades, amenaza que mostró su primer indicio con el secuestro colectivo en un edificio residencial de la ciudad de Neiva un año antes. Pero la mejor seña de las pretensiones de las Farc de urbanizar la guerra fue el ataque con morteros artesanales a la sede del gobierno en el momento de la posesión del presidente Uribe. Era claro entonces que esta guerrilla asumía el reto de diseñar una estrategia alternativa que se adecuara a una etapa en la que no se veía posibilidad alguna de reconstruir un proceso de paz, con un nuevo gobierno dispuesto a afrontar los riesgos de una guerra abierta3 . Y ésta bien podía integrase a la

análısıs polítıco nº 50

torsión. Por su parte, el rápido crecimiento de los paramilitares fue facilitado por la escasa voluntad de la Fuerza Pública para contenerlos, por los desmanes guerrilleros que los estimula y por su participación en el negocio de las drogas. La reacción negativa de la población urbana frente a la agresividad de la subversión estuvo acompañada por cierto apoyo a los paramilitares, en especial por parte de quienes han detentado por largo tiempo privilegios poco democráticos. El empeoramiento de la difícil situación del país legitimó en la opinión pública las soluciones de fuerza, al tiempo que desprestigió la vía política, identificada con las conversaciones entre el gobierno y las Farc, y sobre todo con los desmanes en la zona desmilitarizada o de despeje. Esta zona estuvo ocupada militarmente de manera exclusiva por este grupo subversivo hasta el 20 de febrero de 2002, cuando se rompió el llamado proceso de paz. Desde entonces, hasta agosto del mismo año, fecha del cambio de gobierno, las dificultades de recuperación de esa zona por parte de la Fuerza Pública indicaron al futuro presidente que la realidad era más adversa que lo imaginado a través de sus ambiciosas pretenciones formuladas durante la campaña. La Ley 684 de defensa y seguridad, aprobada en agosto de 2001, inició su implementación una vez que el gobierno de Pastrana dio por terminados la zona de despeje y el proceso de paz que la justificaba. La creación de un teatro de operaciones en 19 municipios, cuyo epicentro eran los cinco que constituyeron la zona desmilitarizada, fue el soporte jurídico-operativo con que se pretendió agilizar la recuperación militar del área conocida por la opinión pública como el Caguán1 . Sin embargo, la Corte Constitucional declaró inexequible esa ley en el mes de abril, con lo cual quedó sin piso jurídico la figu-

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ambigua guerra contra el terrorismo, declarada por Estados Unidos luego de los sucesos trágicos del 11 de septiembre de 2001 en su territorio. Este trabajo presenta los acontecimientos destacados relacionados con la política de seguridad del gobierno del presidente Uribe durante el primer año de su mandato, con el fin de hacer una reflexión sobre el particular y formular algunos lineamientos alternativos que busquen aumentar la eficacia del Estado para inducir un proceso sostenido de paz. TRABAJAR, TRABAJAR Y TRABAJAR

análısıs polítıco nº 50

Detrás de la bandera ideológica del presidente Uribe de dar prioridad al principio de autoridad frente al de libertad, con fines de recuperar la seguridad, se observó desde un comienzo una práctica de gobierno fuerte rubricada por una férrea voluntad de trabajo y un obsesivo afán de estar en todas partes. En términos de una buena imagen pública, esta conducta se constituyó en el complemento ideal de su persistente bandera política, sobre todo si se contrasta con la imagen de frivolidad que dejó el anterior mandatario. Luego del sorpresivo nombramiento de Martha Lucía Ramírez como ministra de Defensa Nacional y la ratificación de buena parte de la cúpula militar, la declaratoria del “estado de conmoción interior” –excepción constitucional que sustituyó al estado de sitio–, acompañada de un impuesto para la seguridad, fueron las medidas inmediatas que confirmaron las expectativas de acciones antisubversivas que la opinión pública tenía del Presidente. Además, fue llamado a filas un oficial retirado de la Policía Nacional para que dirigiera la institución y recuperara su buen nombre frente a la corrupción y la ineficacia. El reclutamiento de los llamados soldados campesinos, figura rescatada de una antigua norma, destinado a reforzar las zonas donde éstos son oriundos, la conformación de redes de informantes para alimentar los servicios estatales de inteligencia, las recompensas por información, el estímulo a la deserción de combatientes ilega-

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les y la creación de zonas de rehabilitación y consolidación en dos áreas críticas de influencia guerrillera, completaron el esquema inicial de “seguridad democrática” para enfrentar la guerra. Estas políticas fueron adicionadas con la Ley 782 del 23 de diciembre de 2002, que prorrogó la vigencia de la Ley 418 de 1997, llamada de orden público, y la modificó en especial en la abolición del requisito de conceder estatus político a los grupos armados para iniciar negociaciones destinadas a su desmovilización4 . Desde su campaña, Uribe buscó la forma de ampliar el apoyo internacional a la solución del conflicto armado interno alcanzado por el presidente Pastrana, en el que se logró cierta aceptación de corresponsabilidad en el problema de las drogas. Sin embargo, no hubo claridad al respecto en el nuevo presidente, pues pretendió involucrar a Naciones Unidas en aspectos poco ortodoxos de su política. Los llamados cascos azules a la colombiana, destinados a proteger a grupos sociales desplazados por la violencia en la recuperación de sus zonas de residencia, y los buenos oficios para buscar un diálogo útil con las guerrillas a partir del cese de hostilidades, fueron dos ideas planteadas desde el comienzo del gobierno. Las Farc se apresuraron a rechazar la participación de la ONU, con el argumento de que un delegado suyo había sido tratado como mensajero del gobierno5 . La promesa electoral de eliminar la corrupción y la politiquería se planteó mediante el estreno de la figura constitucional del referendo, en el que se incluiría la revocatoria del Congreso y su reducción a una Cámara, y reformas tendientes a mejorar la democracia. Recién iniciado, el gobierno presentó un proyecto de ley de referendo. Aunque fue relativamente fácil orientar las discusiones en el Congreso por la amenaza de su revocatoria en medio de un prolongado desprestigio, el gobierno varió sus objetivos al ceder gran parte de las pretensiones de reforma política e introducir cambios fiscales con el argumento de que el “hueco fiscal” era más grande

4

Decreto 1837, 11 de agosto de 2002, Diario Oficial 44.896; Decreto 1838, 11 de agosto de 2002, Diario Oficial 44.897; Decreto 2002, 9 de septiembre de 2002, Diario Oficial 44.930; “Informantes en red”. En: El Tiempo, 11 de agosto de 2002; “Vientos de guerra”. En: Semana, Nº 1.059, agosto 19 a 26 de 2002; “Campesinos armados”. En: Semana, Nº 1.060, agosto 26 - 2 de septiembre de 2002; “Definida cúpula en la Policía. En: El Tiempo, 28 de agosto de 2002; “Desertar y ganar”. En: Cambio, Nº 479, agosto 26 a septiembre 2 de 2002; “Tres departamentos en zonas de rehabilitación”. En: El Tiempo, 22 de septiembre de 2002; Ley 782 del 23 diciembre de 2002, Diario Oficial 45.043.

5

“ONU acepta buenos oficios”. En: El Tiempo, 9 de agosto de 2002; “¿Farc anticipan respuesta?”. En: El Tiempo, 10 de agosto de 2002; “ONU descarta cascos azules ‘a la colombiana”. En: El Tiempo, 4 de octubre de 2002.


6

“Hueco fiscal es más grande: Minhacienda”. En: El Tiempo, 28 de agosto de 2002; “El giro del referendo”. En: El Tiempo, 8 de septiembre de 2002; “El año de Uribe”. En: El Tiempo, 29 de diciembre de 2002.

7

“La pelea es peleando”. En: Cambio, Nº 487, octubre 21 a 28 de 2002; “Terror capital”. En: Semana, Nº 1.069, octubre 28 a 4 de noviembre de 2002; “Efecto dominó”. En: Cambio, Nº 495, diciembre 16 a 23 de 2002.

8

“Es hora del intercambio humanitario”. En: El Tiempo, 15 de octubre de 2002; “Gobierno busca diálogo directo para intercambio”. En: El Tiempo, 25 de noviembre de 2002.

9

“‘Hay algo con el Eln’: Londoño”. En: El Tiempo, 1 de septiembre de 2002.

coyuntura

trofeo pretenden obtener un canje por los numerosos guerrilleros prisioneros en las cárceles del país, aspecto que ha estado por largo tiempo entre los objetivos principales de Manuel Marulanda, “Tirofijo”, jefe máximo de las Farc. Desde la ruptura del llamado proceso de paz, la figura del intercambio humanitario ha sido el argumento esgrimido por familiares de los secuestrados y por quienes han estado preocupados por los derechos humanos. Sin embargo, los intentos en esa dirección habían fracasado8 . De manera discreta se habían adelantado algunas aproximaciones oficiales con el ELN, continuación de lo que venía de años atrás. Desde finales del gobierno de Samper, esta guerrilla ha estado interesada en adelantar negociaciones con los gobiernos. Pero además de la poca habilidad política del gobierno de Pastrana –que privilegió en forma desmedida el proceso con las Farc y desaprovechó oportunidades con el ELN– y la reducción de la capacidad militar de esta guerrilla por acción de los paramilitares, dadas sus ambivalencias políticas el ELN no ha logrado llegar a una mesa de negociaciones pese a los buenos oficios adelantados por el gobierno de Cuba9 . Otra cosa ocurrió con los grupos paramilitares, ya que el gobierno abrió pronto los espacios para que se plantearan posibilidades de negociación, luego de que surgieran problemas en la unificación alcanzada durante el gobierno de Samper con la creación de las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC. Al incluirlos Estados Unidos, junto con las Farc y el ELN, en 2001, entre su lista de grupos terroristas, al igual que la Unión Europea en mayo de 2002, a las AUC se les planteó una situación contradictoria que afectó su frágil unidad en los últimos meses del gobierno de Pastrana. Antes de surgir este problema, suponían que al “defender” al Estado de la subversión eran invulnerables frente a la política estadounidense. Además, las llamadas autodefensas se sentían seguras ante la escasa voluntad de combatirlas por parte de la Fuerza Pública, que tiende a verlas como aliadas, pese a las atrocidades que come-

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de lo esperado. Con alguna polarización a favor y en contra de la ley del referendo y luego de la sanción presidencial, a finales del año ésta pasó a revisión de la Corte Constitucional. Se confirmó así en la opinión pública la percepción de que el presidente Uribe era la figura del año6 . Pese a no observarse resultados claros de la política de seguridad democrática del gobierno, el clima nacional reflejaba cierto optimismo, pues las guerrillas –en particular las Farc, ya que el ELN había dejado de despertar mucho temor de años atrás– no habían mostrado gran contundencia desde su arremetida terrorista en la inauguración del nuevo gobierno. Además, la tendencia de recuperación operativa de la Fuerza Pública había mellado la capacidad ofensiva de la subversión, y la persistente presión presidencial al exigir resultados había conducido a acciones preventivas importantes contra el secuestro, el sabotaje y el terrorismo. En octubre, la toma armada por parte de la Fuerza Pública de un barrio popular de Medellín dominado por la guerrilla, había ratificado en la opinión pública la imagen de voluntad política decidida del gobierno frente a la subversión, pese al traumatismo provocado, al nuevo espacio aprovechado por los paramilitares y a actos terroristas en Bogotá. La percepción de relativa tranquilidad quedó confirmada en las semanas del período vacacional del cambio del año, cuando el gobierno organizó numerosas caravanas de vehículos escoltados por la fuerza armada, que permitieron y estimularon el desplazamiento terrestre de amplios grupos de la población, luego de algunos años de fundados temores frente a asaltos y secuestros7 . En materia de paz, la mayor preocupación había girado en torno a los numerosos secuestrados, en especial por parte de las Farc. Esta guerrilla acumuló un verdadero trofeo de guerra con el secuestro de prominentes figuras políticas, además de militares y policías retenidos, algunos de ellos durante varios años. En noviembre, quisieron enriquecer la lista con el intento fallido de secuestro al presidente del Consejo Episcopal Latinoamericano. Con este

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ten contra la población civil. También son percibidas como naturales vengadoras por numerosos grupos sociales impotentes ante las arbitrariedades de las guerrillas y la incapacidad del Estado para contenerlas, y por sectores interesados en que se mantenga el estatu quo frente a la amenaza de cambio que ven en un eventual triunfo guerrillero. Pero lo que no contaba en las consideraciones de los paramilitares era la prioridad que para Washington implica su vinculación con el problema de las drogas y sus actividades terroristas frente a la población civil, prioridad exacerbada por los sucesos del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos10 . En el último mes del gobierno de Pastrana, los paramilitares habían descartado su reunificación, divididos tras mutuas acusaciones de nexos con el narcotráfico, secuestros extorsivos y crímenes indiscriminados. Pero menos de dos meses después, en septiembre de 2002, Carlos Castaño, jefe de las AUC, planteó que buscaba la reunificación y el deslinde con el narcotráfico, en aparente disposición de negociación con el gobierno. Poco después, el gobierno pidió al Congreso la eliminación del requisito de estatus político para los grupos armados al margen de la ley antes de iniciar una eventual negociación, cuestión que se logró con la renovación de la ley de orden público a fines del año. En el mismo mes de septiembre, en medio del primer viaje oficial del presidente Uribe a Estados Unidos, éste fue sorprendido por la declaración oficial del gobierno de ese país al pedir la extradición de varios jefes paramilitares por narcotráfico. No obstante, las buenas relaciones del gobierno con Estados Unidos permitieron que los contactos entre las dos partes se adelantaran sin el obstáculo explícito de esa potencia. Pero la verdadera traba para las negociaciones radica en la división entre los dispersos y disímiles grupos de paramilitares, ya que sus diferencias pesan más que la voluntad del gobierno, que incluso conformó una comisión encargada de allanar el camino para una eventual negociación11 .

¿URBANIZ ACIÓN DE LA GUERR A?

El año 2003 comenzó con relativo optimismo y satisfacción de la opinión pública debido a la presencia del presidente Uribe “en todas partes”, a puntuales éxitos de la Fuerza Pública en el rescate de secuestrados –éxitos mediados por la presión presidencial y la exigencia de resultados– y sobre todo a la sensación de seguridad que dejó la inusual “libertad de movilización” durante el período vacacional. Aunque Estados Unidos no había cesado de realzar su presencia en asuntos de la vida nacional que cree de su incumbencia, no se observaban fricciones frente a las políticas gubernamentales. Pero pronto el Departamento de Estado de ese país anunció que la base aérea de Palanquero no podía utilizar su ayuda militar, debido a la “falta de transparencia y rapidez” en la investigación de un incidente ocurrido en 1998, en el que intervino esa unidad y murieron 18 civiles. También hizo saber que su gobierno no participaría en cualquier negociación de sometimiento de narcotraficantes al gobierno nacional. A ello se agregó el informe de Human Rights Watch sobre la situación de derechos humanos en el país en 2002, en el que señalaba que los resultados oficiales eran ambivalentes: el Estado combatió a los paramilitares pero éstos siguieron creciendo y aumentando su poderío militar. El veto a la base de Palanquero despertó una polémica en la que salió a flote la doble moral oficial estadounidense, debido a la sospecha de encubrimiento a las fallas en la labor de empresas de técnicos mercenarios de ese país que intervienen con contratos en la lucha contra las drogas y el conflicto armado, con la anuencia de ambos gobiernos12 . El anuncio de la llegada de instructores militares élite de Estados Unidos, para capacitar una unidad perteneciente a la Brigada XVIII y financiada por ese país para la protección del oleoducto Caño Limón-Coveñas, mostró el inicio de la intervención militar para proteger los intereses norteamericanos en el país y confirmó la po-

10

“La secreta cumbre de la reunificación ‘para’”. En: El Tiempo, 8 de septiembre de 2002.

11

“‘No habrá status político’”. En El Tiempo, 24 de septiembre de 2002; “‘No soy un trofeo de guerra’”. En: Semana, Nº 1.067, octubre 14 a 21 de 2002; “Paz, a tres bandas”. En: El Tiempo, 1 de diciembre de 2002; “Un camino largo y culebrero”. En: Cambio, Nº 493, diciembre 2 a 9 de 2002; “Bloque Metro no dialogará”. En: El Tiempo, 5 de diciembre de 2002; “Abren puerta para diálogo”. En: El Tiempo, 13 de diciembre de 2002.

12

“Palanquero, en la lista negra” y “No oficial de E.U. a ‘narcooferta’”. En: El Tiempo, 14 de enero de 2003; “Balance agridulce en DD.HH.”. En: El Tiempo, 15 de enero de 2003; “E.U., ¿con rabo de paja?”. En: El Tiempo, 17 de enero de 2002; “El verdadero ‘fallo’ del FBI”. En: El Tiempo, 23 de enero de 2003; “¿Dónde están los pilotos?”. En: Cambio, Nº 499, enero 20 a 27 de 2003.


13

“Llegaron 60 élite de E.U.”; “Uribe crea la VI División”. En: El Tiempo, 18 de enero de 2003; “E.U. da aviones contra las Farc”. En: El Tiempo, 8 de febrero de 2003.

14

“La reconquista de Arauca”. En: Semana, Nº 1.083, febrero 3 a 10 de 2003; “Paro armado llega a Arauca”. En: El Tiempo, 13 de febrero de 2003; “El cacique y las Farc”. En: Cambio, Nº 502, febrero 10 a 17 de 2003; “Arauca no ve salida”. En: El Tiempo, 9 de marzo de 2003; “Aumentan homicidios en zona de rehabilitación”. En: El Tiempo, 25 de marzo de 2003; “Se ‘rajó’ la zona de Arauca”. En: El Tiempo, 20 de mayo de 2003.

15

“La Corte tumbó la conmoción”. En: El Tiempo, 30 de abril de 2003.

16

“Ofensiva terrorista”, “Washington, tenemos un problema…”, “¿Quién puso la bomba en el Club El Nogal?”, “El mundo contra las Farc”, en Semana, Nº 1.085, 17 a 24 de febrero de 2003; “La Teófilo: el puño de hierro de las Farc”. En: Semana, Nº 1.086, febrero 24 a marzo 3 de 2003; “Las Farc desafían a EU”. En: Cambio, Nº 503, febrero 17 a 24 de 2003; “Asesinos despiadados”. En: Cambio, Nº 504, febrero 24 a marzo 3 de 2003; “Así tumbamos el avión”. En: Cambio, Nº 505, marzo 3 a 10 de 2003.

coyuntura

oficial con prioridad militar mostró los profundos desbalances que implicaba para el Estado no asumir el problema con una estrategia integral en lo económico, político, social y militar, bajo la cobertura de una política similar de carácter nacional14 . El tratamiento oficial con pretensiones quirúrgicas dependía entonces de la corta temporalidad de las medidas permitidas por la Constitución y no de una respuesta política sólida que evitara sindicar a la vigencia de la democracia como responsable de los fracasos oficiales debido a supuestos excesos en la permisibilidad de las libertades y la defensa de los derechos civiles. Ello se evidenció a fines de abril con la declaratoria de inexequibilidad de la conmoción interior por parte de la Corte Constitucional, aunque el gobierno anunció que continuaría con las medidas militares especiales en las “zonas de rehabilitación y consolidación”15 . Hasta comienzos de febrero había disminuido el temor por la amenaza de las Farc de urbanizar la guerra. Si bien se habían realizado actos terroristas en algunas ciudades, éstos no habían llegado a alarmar a grupos amplios de la sociedad, sobre todo en los estratos altos de la población. Sobrevinieron entonces impactantes acciones terroristas que cambiaron el panorama de las percepciones: un “carro bomba” en un exclusivo club de Bogotá –por primera vez la población civil como blanco único–, con saldo de 36 muertos y 168 heridos, y una “casa bomba” en un barrio popular de Neiva, en atentado sobredimensionado contra autoridades de la Fiscalía y la Policía, con resultado de 16 muertos, 30 heridos y 70 casas destruidas. Y, en el contexto rural, un avión estadounidense en misión de inteligencia derribado en la selva al sur del país, el asesinato posterior de dos de sus tripulantes, uno de ellos estadounidense, y la captura de otros tres de la misma nacionalidad, completaron las acciones que conmovieron al país16 .

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lítica trazada por el Plan Colombia, ampliada mediante el apoyo a acciones antiguerrilleras. Este último factor se confirmó con la creación de la VI División del Ejército, cuya jurisdicción se ubica en los departamentos de Caquetá, Putumayo y Amazonas, al sur del país13 . Continuaba así la adición de unidades apropiadas para la guerra regular, con lo cual se refuerza la organización militar híbrida, pese a la inclinación en los últimos años hacia la creación de unidades adecuadas para la guerra irregular. Esta mezcla, forzada por el interés burocrático de mantener y crear unidades convencionales, ha limitado la eficacia militar y ha hecho más costoso el enfrentamiento con la subversión. La creación de las zonas de rehabilitación, a la luz de la excepción constitucional decretada, planteó una crucial puja entre el Estado y la subversión, con la intromisión interesada del paramilitarismo. La situación del departamento de Arauca se convirtió en el modelo clave sobre el particular. Las características de esta región en cuanto al desarrollo del conflicto armado moldearon a través de los años su importancia. El hallazgo en ese territorio de la fuente petrolera más grande del país dio comienzo al proceso. Permitió a la guerrilla del ELN potenciar sus finanzas y su poderío militar, a la par que enriqueció las arcas oficiales regionales con las regalías. Se hizo evidente, entonces, la incapacidad de la clase política de administrar la riqueza para beneficio social, ya que emergieron la corrupción, la imbricación de la política partidista, el llamado clientelismo armado de la subversión, los crecientes problemas sociales y sobre todo el incremento inusitado de la violencia. A la zona llegaron más tarde las Farc y los paramilitares, para competir por el botín y enredar aún más la situación. El desastre generado se hizo más evidente con la puesta en marcha de la zona de rehabilitación en tres de los varios municipios críticos de la región, pues el tratamiento

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El gobierno desató entonces una ofensiva diplomática en busca de condena a las Farc, presunta responsable de los hechos. Se lograron dos declaraciones inmediatas, una de los gobiernos centroamericanos y otra del Consejo Permanente de la OEA, en las que se condenaba el hecho y se reafirmaba la decisión de cumplir con la Convención Interamericana contra el Terrorismo y la Resolución 1373 de la ONU, formulada luego de los sucesos del 11 de septiembre en Estados Unidos. El gobierno nacional pidió además a los gobiernos de los países vecinos declarar a las Farc una organización terrorista, pedido que fue asumido con cautela por los gobiernos de Venezuela, Ecuador y Brasil17 . Se habló entonces del arribo a una nueva fase del conflicto armado. Luego de que las Farc sobrevivieron por largo tiempo con mentalidad campesina y ataques contra poblaciones y posiciones militares aisladas, se consolidaron financieramente mediante su vinculación con el negocio de las drogas, adquirieron nuevas tecnologías con asesoría de grupos rebeldes de otros países, y asumieron ataques a las ciudades. Se agregó que la desmilitarización del Caguán había sido una etapa importante para estos logros18 . Buena parte de esta afirmación es adecuada para explicar lo sucedido. Sin embargo, esta “modernización” de las Farc era ya un hecho en febrero de 2001, cuando se rompió el proceso de paz. Lo significativo de los nuevos acontecimientos fue la decisión de confrontar a la “oligarquía” con actos terroristas impactantes y premeditados, y al “imperialismo yanqui” por medio de un ataque consciente a una de sus aeronaves de reconocimiento. El atentado al club El Nogal parece que fue preparado durante varios meses, y cuatro años antes las Farc habían considerado un grave error el asesinato de tres civiles estadounidenses por parte de uno de sus frentes. Pero aparte de actos terroristas urbanos de gran impacto, incluso con componentes sofisticados en su preparación y ejecución, es bien difícil “urbanizar” una guerra dentro de las 17

condiciones presentes en el país. El apoyo de la población es reducido, debido a la prioridad que da la guerrilla al uso de los medios militares sobre los políticos, y se centra en sectores sociales excluidos y en grupos lumpenizados –excepto algunas organizaciones sociales radicales y ciertos logros en la incorporación de profesionales y estudiantes universitarios–, lo que limita las posibilidades de desarrollar tácticas alternativas al terrorismo19 . La cuidadosa preparación y ejecución del atentado al club social, además de celos burocráticos en la Fiscalía, dificultaron que se encontraran pruebas claras sobre sus autores. Este hecho, sumado a las respuestas de la comunidad internacional para condenar el hecho, a la tendencia internacional de unificar frentes contra el terrorismo y contra las violaciones del Derecho Internacional Humanitario –como la inauguración de la Corte Penal Internacional–, a la decisión de Estados Unidos de profundizar su injerencia en el conflicto armado nacional, y quizás a algún deseo de frenar su desprestigio político, provocó un inusual pronunciamiento de las Farc. No solamente negaron su autoría, “luego de hacer una paciente, rigurosa y seria investigación”, sino que recordaron un pronunciamiento, hecho diez años antes, condenando el terrorismo20 . Pero la consecuencia mayor fue la incertidumbre generada, que rompió la confianza con que había comenzado el año. Esta situación, sumada a acciones terroristas en otras ciudades, sacó a flote problemas burocráticos en la cúpula del mando militar. Algo se conocía sobre el carácter ríspido de la Ministra de Defensa, su obsesión por el trabajo y el malestar causado por sus decisiones administrativas, como el nombramiento de una mujer en la Secretaría General del Ministerio –cargo ocupado tradicionalmente por generales– y la centralización de las compras militares y de su control. Sin embargo, no habían ocurrido incidentes públicos al respecto. La crítica pública del Comandante de la Fuerza Aérea a una oferta de donación de aviones usados

“Venezuela no aceptará presiones”. En: El Tiempo, 10 de marzo de 2003.

18

Jaramillo Carlos Eduardo. “El día en que cambio el conflicto”. En: Cambio, Nº 503, febrero 17 a 24 de 2003.

19

“Cinco años de preparación. El escuadrón de explosivos de la guerrilla de las Farc”. En: El Tiempo, 2 de marzo de 2003; “La universitaria”. En: Semana, Nº 1.089, marzo 17 a 24 de 2003; “El ICETEX de las Farc”. En: El Tiempo, 26 de marzo de 2003.

20

“‘Marines’, al rescate de estadounidenses”, “Las Farc admiten triple secuestro”. En: El Tiempo, 23 de febrero de 2003; “E.U. pide a países plan contra las Farc”. En: El Tiempo, 6 de marzo de 2003; “Las Farc niegan ataque a El Nogal”. En: El Tiempo, 11 de marzo de 2003; “Mentiras verdaderas”. En: Semana, Nº 1.089, marzo 17 a 24 de 2003; “Se destapa fiscal de El Nogal”. En: El Tiempo, 6 de abril de 2003.


21

“Empresarios reclaman resultados”. En: El Tiempo, 22 de febrero de 2003; “España dona aviones para la guerra”. En: El Tiempo, 1 de marzo de 2003; “La Ministra de Defensa desautoriza al jefe de la FAC”. En: El Tiempo, 2 de marzo de 2003; “Velasco se disculpa con la Ministra”. En: El Tiempo, 6 de marzo de 2003; “‘Terrorismo infiltró a Policía y Fiscalía en Cúcuta’”. En: El Tiempo, 6 de marzo de 2003; “Una política a prueba”. En: El Tiempo, 11 de marzo de 2003; Sube la tensión en Palacio”. En: El Tiempo, 16 de marzo de 2003.

22

“La Ministra tuvo que ceder”. En: El Tiempo, 10 de abril de 2003.

23

Stewart Phil, “Colombia asks Neighbors to Join Drug War”, October 15, 2002, <http://www.ciponline.org/ demilita.htm>; “Seguridad regional a examen”. En: El Tiempo, 12 de marzo de 2003; “Vecinos prometen resultados”. En: El Tiempo, 13 de marzo de 2003; “Uribe, ‘el Blair de A. Latina’”. En: El Tiempo, 19 de marzo de 2003; “Espaldarazo a Uribe en Cusco”. En: El Tiempo, 25 de mayo de 2003; “Venezuela reitera no a declaración de Cusco”. En: El Tiempo, 17 de junio de 2003; “Espaldarazo de siete países a Uribe”. En: El Tiempo, 16 de agosto de 2003.

coyuntura

pecial a funcionarios de Estados Unidos y la Unión Europea. Sin embargo, la precipitud del evento, la visión “parroquial” de los países andinos y la desconfianza tradicional entre las naciones vecinas, dejó más interrogantes que resultados. No hubo avance alguno en el compromiso surgido de una reunión similar en Lima ocurrida dos años antes, de diseñar una política de seguridad regional. Al igual que en ocasiones anteriores, se reafirmaron los buenos propósitos. La angustia presidencial, derivada de la búsqueda de incorporación del conflicto armado interno a la guerra mundial contra el terrorismo, y la necesidad de ampliar la ayuda militar de Estados Unidos al país, lo llevó incluso a declarar –en solitario con dos países centroamericanos en el hemisferio– el apoyo colombiano a la invasión de Estados Unidos a Irak, en contra de la vasta movilización mundial opuesta a esta decisión. Se rompió así con la tradición nacional de seguir la línea de Naciones Unidas en sus políticas frente a los conflictos bélicos internacionales. Sin embargo, el presidente Uribe logró luego que el Grupo de Río aprobara –con reservas por parte de Venezuela–, en su reunión de mayo, una propuesta en la que se solicita al Secretario General de la ONU que conmine a las Farc para que inicien un diálogo con el gobierno colombiano, bajo la premisa de un cese al fuego, y que en caso de que la guerrilla no acepte, “se buscarán otras alternativas de solución”. También logró que la Asamblea de la OEA, celebrada en junio, acogiera lo acordado por el Grupo de Río, además de que ha aprovechado las circunstancias de reuniones presidenciales para obtener apoyos a su política de mano dura23 . Dentro de este contexto internacional, en el frente interno el presidente Uribe ha seguido fiel a la línea trazada en los primeros meses de su gobierno. En medio de la insistencia de sectores de opinión por lograr un acuerdo humanitario con las Farc, en mayo de 2003 un operativo mili-

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por parte de España y la dura réplica de la Ministra desde ese país, mostraron las tensiones que se experimentan, al salir a la luz pública numerosas anécdotas sobre el particular21 . Esta situación reflejó las dificultades que hay para subordinar en forma fluída al estamento castrense, que ha gozado de autonomía relativa en sus decisiones, además de prerrogativas ajenas a sus funciones institucionales. Pero también muestra la importancia de conocer la especificidad de la cultura militar y su racionalidad interna, con el fin de evitar desgastes innecesarios por parte de las autoridades civiles que asumen con decisión la dirección de las actividades castrenses, sobre todo al tener en cuenta las tensiones que se generan en un ambiente de actividades bélicas22 . Y, ante todo, indica la necesidad de que quien ocupe la cartera de Defensa conozca las facetas de las funciones castrenses y el papel que les corresponde en el complejo contexto político del país, con el fin, entre otros asuntos, de definir una política de defensa y seguridad adecuada y coherente, que tenga cobertura nacional y sostenibilidad en el tiempo. En medio de la incertidumbre generada, aumentó el afán del presidente Uribe por definir una situación regional favorable para su política de búsqueda de mayor internacionalización del conflicto armado. El objetivo es ampliar la aceptación discreta que logró el gobierno anterior de la co-responsabilidad de la comunidad internacional en el problema de las drogas que sustenta el conflicto armado, y en consecuencia obtener apoyos activos para su solución. Incluso el Presidente ve con buenos ojos la conformación de una fuerza multinacional de apoyo a las acciones militares en contra del narcotráfico y la subversión. Con ese afán, en marzo se improvisó una cumbre en Bogotá sobre seguridad regional, con la participación de los cancilleres y ministros de Defensa de los países limítrofes y la invitación es-

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tar cuidadoso, pero errado en sus supuestos, destinado a liberar un gobernador y un ex ministro secuestrados, terminó en su asesinato por parte de la guerrilla, junto con ocho militares cautivos. Dado el gran impacto que este hecho produjo en la opinión pública, se planteó la necesidad de revisar la política gubernamental en materia de rescates24 . Por otra parte, de acuerdo con la tendencia de creación de estímulos para negociar con los paramilitares, suavizar sus conflictos intenos y contrarrestar la insistencia de Estados Unidos en la solicitud de extradición de sus jefes, el Presidente anunció, en mayo, una propuesta de libertad condicional para quienes se desmovilicen y esten sindicados de delitos. Al hacer este anuncio en un momento de publicidad sobre el incremento en la deserción de guerrilleros, como respuesta a la política oficial de apoyo a esta conducta, el Presidente mostró su visión de oportunidad, pues tal propuesta facilitaba la disposición de negociación de los paramilitares25 . En este contexto han avanzado las conversaciones con las AUC, con el aval tácito de Washington. Pero la propuesta presidencial, concretada en un proyecto de ley presentado al Congreso, conocido como alternatividad penal, desató una larga polémica, que incluyó comentarios oficiales adversos en Estados Unidos y una dura crítica del Alto comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Colombia. Este proyecto se suma a otros

presentados por el Ejecutivo, como el de una ley antiterrorista, que incorpora facultades de policía judicial para las Fuerzas Militares y normas restrictivas a los derechos civiles. De esta manera, dentro de la persistente línea política inicial del gobierno, no se observan signos de apertura para con las guerrillas, aunque éstas sí han modificado su posición original26 . En un ambiente de presión del Presidente a los altos mandos militares y al cuerpo de generales, incluso con duras críticas públicas en busca de resultados en el orden público, las Farc buscan repolitizar su imagen, bastante deteriorada en la opinión pública nacional e internacional, que las asimila en buena parte a la imagen de terroristas surgida despues del 11 de Septiembre. Luego de repetidas críticas oficiales a la ONU, en particular por no pronunciarse frente al pedido del Presidente de mediación ante las Farc, y tenues señales de que a pesar de la ambivalencia oficial este organismo ya ve con buenos ojos tal solicitud, esta guerrilla pidió a las Naciones Unidas que escucharan su versión del conflicto. Además, comunicaron a la Iglesia su disposición a recibir a uno de sus representantes, siempre y cuando no actuara a nombre del gobierno. Y para abrir el camino a su nueva posición, a fines de agosto presentaron, con gran publicidad, pruebas de supervivencia de los secuestrados políticos más notables. No obstante, siguen en su línea dura frente al gobierno, al continuar con la amenaza a los alcaldes y a los candidatos a las

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“Se enreda el intercambio”, en El Tiempo, 12 de febrero de 2003; “En el limbo”. En: Semana, Nº 1.085, febrero 17 a 24 de 2003; “Los contactos secretos del acuerdo humanitario”. En: El Tiempo, 27 de abril de 2003; “La encrucijada”. En: Semana, Nº 1.096, 5 a 12 de mayo de 2003; “Farc asesinaron a rehenes”. En: El Tiempo, 6 de mayo de 2003; “Un país endurecido”. En: Cambio, Nº 515, mayo 12 a 19 de 2003; “Rescatar: ¿sí o no?”. En: Semana, Nº 1.097, 12 a 19 de mayo de 2003; “Gobierno pedirá facultades para excarcelar guerrilleros”. En: El Tiempo, 16 de mayo de 2003.

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“Fractura en diálogo con las autodefensas”, en El Tiempo, 1 de febrero de 2003; “Pedido de extradición hizo estallar a las AUC”. En: El Tiempo, 20 de marzo de 2003; “Piden a paramilitares seguir con los diálogos”. En: El Tiempo, 22 de abril de 2003; “Desmovilizados al alza”. En: El Tiempo, 18 de mayo de 2003; “Se entregó ideólogo de las Farc”. En: El Tiempo, 27 de mayo de 2003; “Uribe propone excarcelación para los delitos atroces”. En: El Tiempo, 29 de mayo de 2003; “Por qué la carta de libertad condicional”. En: El Tiempo, 1 de junio de 2003; “Póker paramilitar”. En: Semana, Nº 1.100, 2 al 9 de junio de 2003.

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“Acuerdo para desmovilización de paramilitares”, en El Tiempo, 16 de julio de 2003; “Pasó en el Senado el estatuto antiterrorista”. En: El Tiempo, 19 de junio de 2003; “E.U. financiaría diálogos”. En: El Tiempo, 20 de junio de 2003; “Corazón grande”, en Cambio, Nº 520, 16 a 23 de junio de 2003; “La propuesta de las AUC”. En: Cambio, Nº 523, 7 a 14 de julio de 2003; “¿Meras coincidencias?”. En: Semana, Nº 1.106, 14 a 21 de julio de 2003; “Mucha tela que cortar”. En: Cambio, Nº 525, 21 al 28 de julio de 2003; “Un buen comienzo”. En: Semana, Nº 1.107, 21 a 28 de julio de 2003; “Disidencia ‘para’ pide diálogo”. En: El Tiempo, 4 de agosto de 2003; “Delitos atroces, al Congreso”. En: El Tiempo, 22 de agosto de 2003; “La para-política”. En: Semana, Nº 1.111, 18 a 25 de agosto de 2003; Congreso de la República, Proyecto de Ley No.18-03 estatutaria mediante la cual se adopta el estatuto nacional para enfrentar el terrorismo; Oficina en Colombia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, “Comunicado de Prensa”, Bogotá, 28 de agosto de 2003.


“DEL AFÁN NO QUEDA SINO EL CANSANCIO”

Con el objeto de precisar anotaciones hechas en materia de seguridad, conviene señalar algunos problemas de la política gubernamental en este tema. La mayor dificultad en la urgencia de elaborar una política coherente e integral de seguridad, en un país con las características actuales de Colombia, es articular la realidad de la guerra con la búsqueda de paz. Un régimen político con grandes falencias en su ejercicio democrático, pero sin ser dictatorial, alterado por un conflicto armado interno en el que intervienen subversión y paramilitares, requiere confrontar ese conflicto sin deteriorar sus limitados logros en materia de derechos civiles. El objetivo de este requisito esencial es crear las condiciones mínimas para alcanzar una paz que permita emprender los correctivos necesarios para desarrollar la democracia, y de esta manera asegurar que esa paz sea duradera. La compleja situación nacional ha hecho ver en forma equivocada que la solución de muchos de los problemas que a diario se agravan debe buscarse incorporándolos a una poco clara agenda de seguridad. En estas circunstancias, conviene rediseñar la política de seguridad con el fin de afrontar la guerra, con instrumentos jurídicos, económicos y militares que, sin mengua de su eficacia para frenar este conflicto, logre inducir un ambiente propicio para iniciar un proceso de paz que sea aceptado por las partes, pero sin caer en los errores de procesos anteriores. Un logro así implica, de he-

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“Mindefensa reprueba asesor especial de la ONU”. En: El Tiempo, 20 de mayo de 2003; “Farc y Auc, en lista negra de ‘narcos’”. En: El Tiempo, 3 de junio de 2003; “Uribe fustiga a la ONU”. En: El Tiempo, 20 de junio de 2003; “Alta tensión con la ONU”. En: El Tiempo, 22 de junio de 2003; “Corte puso a salvo el grueso del referendo”. En: El Tiempo, 10 de julio de 2003; “El viraje de las Farc”. En: El Tiempo, 25 de julio de 2003; “Ultimátum de Uribe a militares”. En: El Tiempo, 12 de agosto de 2003; “Farc acuden a la Iglesia”. En: El Tiempo, 15 de agosto de 2003; “Farc y Eln no negociarán con el presidente Uribe”. En: El Tiempo, 26 de agosto de 2003; “Amenazadas elecciones en 100 municipios”. En: El Tiempo, 22 de agosto de 2003; “Qué buscan las Farc con el video de Íngrid”. En: El Tiempo, 1 de septiembre de 2003.

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“En alza, gestión de Uribe”. En: El Tiempo, 19 de marzo de 2003; “Qué tan duro se ha golpeado de verdad a las Farc”. En: Semana, 28 de abril a 5 de mayo de 2003; “Acuerdo salva la reforma política”. En: El Tiempo, 22 de mayo de 2003; “Uribe y referendo, ¿un destino común? En: Cambio, Nº 518, junio 2 a 9 de 2003; “E.U. certifica a Colombia”. En: El Tiempo, 9 de julio de 2003; “¿Quién es el enemigo?”. En: Semana, Nº 1.101, 9 a 16 de junio de 2003; “Con Uribe, salvo la economía, todo bien”, “Popularidad de Uribe está intacta”. En: El Tiempo, 23 de julio de 2003; “Viento en popa”. En: Semana, Nº 1.108, 28 de julio a 4 de agosto de 2003; “Con paso firme”, “De cal y de arena”. En: Cambio, Nº 526, 28 de julio a 4 de agosto de 2003; “‘Farc son derrotables’: Rumsfeld”. En: El Tiempo, 20 de agosto de 2003; “Tarjeta amarilla”. En: Cambio, Nº 529, 18 a 25 de agosto de 2003; “E.U. entra en lucha antisecuestro”. En: El Tiempo, 28 de agosto de 2003; “¿Giro radical?”. En: Semana, No 1.112, 25 de agosto a 1 de septiembre de 2003; “La paradoja de Uribe”. En: Semana, Nº 1.113, 1 a 8 de septiembre de 2003.

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en el corto plazo de ver otra alternativa. Así lo muestra la rapidez con que comenzó el trámite legislativo de reelección del Presidente28 .

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elecciones de octubre, que incluyen el referendo avalado por la Corte Constitucional, pero limitado por ésta en sus alcances proselitistas. Incluso, en un pronunciamiento conjunto con el ELN – inédito desde la época de la Coordinadora Guerrillera, una década antes– las Farc ratificaron su intención de no negociar con el gobierno de Uribe27 . Si se tienen en cuenta las expectativas que despertó desde la campaña electoral, al año de iniciado el gobierno del presidente Uribe no se observaban resultados firmes en su política de seguridad. Si a ello se suman los problemas de la economía, la crisis fiscal y el desempleo, los surgidos durante la aprobación de la reforma política en el Congreso y las diferencias entre los congresistas que apoyan al Presidente –como parte de las contradicciones propias de la inexistencia funcional de partidos políticos–, no son de extrañar los grandes interrogantes que se presentan hacia el futuro. No obstante, hay dos asuntos claros, por ahora: primero, la ratificación del apoyo oficial de Estados Unidos al presidente Uribe, mediante la visita al país, durante los días del primer aniversario de su gobierno, de altos funcionarios gubernamentales, incluido el jefe de Estado Mayor Conjunto y el secretario de Defensa, y segundo, el muy alto nivel de aceptación pública en que se ha mentenido la imagen del presidente. Este último factor se explica por la manipulación oficial de los medios de comunicación, la ligereza profesional de éstos –mediada por el afán de la “chiva”–, la persistencia de las ideas de Uribe, su habilidad política, su hiperactividad y afán de estar en todas partes, y también la imposibilidad

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cho, articular el problema de la guerra con el de la paz. Pero para que tal logro tenga viabilidad, es indispensable la incorporación en esa tarea de objetivos que consideren profundas políticas sociales de mediano y largo plazo29 . Si se toman estos lineamientos generales y se confrontan con lo observado durante el primer año de gobierno del presidente Uribe, pueden plantearse algunas ideas al respecto. En primer lugar, el gobierno ha señalado que la seguridad debe abordarse en forma amplia, es decir, teniendo en cuenta factores políticos, económicos y sociales, además del militar. Este señalamiento adecuado se debe en buena medida a los avances logrados en la incorporación de civiles conocedores del tema de seguridad en el Departamento Nacional de Planeación –desde la creación de la Unidad de Justicia y Seguridad hace una década– y en el Ministerio de Defensa Nacional, como complemento a la designación de ministros civiles en esa cartera desde 1991. También han influido los intentos de algunos de los últimos gobiernos de asumir la dirección de la política de seguridad por parte de las autoridades civiles. Sin embargo, han surgido dificultades derivadas del celo estamental de los altos mandos, de las urgencias creadas por la escalada del conflicto armado y del poco conocimiento y experiencia en asuntos militares por parte de quienes tienen que ver en el Estado con los asuntos de orientación y dirección castrense, en especial los miembros de las comisiones segundas del Congreso. Además, han aparecido ahora problemas causados por la creencia de la Ministra de Defensa de que la eficacia militar tiene que ver más con una buena gerencia que con una percepción política apropiada, en un campo muy sensible y especializado en el que se corren mayores riesgos al ensayar. Esta situación ha derivado en improvisaciones e imprecisiones, y ante todo en realce de las medidas militares e insuficiencia del resto de componentes requeridos. En segundo lugar, no ha habido articulación con una política de paz, pues ésta no existe. El gobierno tal vez supone que una política de paz consiste en tener como objetivo esencial doblegar la fortaleza militar de la subversión, con el fin de que se vea obligada a pedir o a aceptar una negociación sin las exigencias del pasado inmediato, y ante todo sin la arrogancia que mos-

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tró en el Caguán. Naturalmente, esto forma parte de los objetivos que hay que buscar mediante las acciones militares, pero una política de paz que se articule con la de la guerra es algo que va más allá de esa escueta consideración. Por otra parte, no pueden llenarse vacíos importantes de una política de paz mediante conversaciones con los paramilitares y alicientes planteados por el gobierno, pues estos esfuerzos expresan más el talante del Presidente y un desafío a las Farc, y menos un camino hacia una paz sostenida. El proyecto de ley estatutaria “por el cual se dictan disposiciones en procura de la reincorporación de miembros de grupos armados que contribuyan de manera efectiva a la consecución de la paz nacional”, conocido como alternatividad penal, es un despropósito político y jurídico, que ha sido rechazado incluso por congresistas afectos al gobierno. Por tanto, no puede considerársele siquiera como parte de una política de paz. Así mismo, una medida que supuestamente contribuye a la paz, como es el estímulo a la deserción de guerrilleros, hace parte más bien del objetivo de debilitamiento militar, por sus efectos sobre la moral de la subversión, pero no puede hacer parte de una política de paz. Lo esencial de una política de paz es que haga parte de una estrategia de guerra. Cualquier política de paz tiene que ver con la interpretación del conflicto armado. Y si ésta no es adecuada, se cae en costosos errores. Es necesario comenzar entonces por reconocer la guerra, entender su racionalidad y articular una política de paz hacia las Farc, con derivaciones hacia los demás grupos, que muestre de manera clara y confiable la disponibilidad del gobierno de dialogar sin que necesariamente se “arrodille al enemigo”. El agresivo lenguaje castrense, derivado de muchos años de confrontación armada, contradice este objetivo. En lugar de ayudar a las tareas militares las entorpece, pues ha servido para subvalorar a las guerrillas, no sólo en términos militares sino ante todo políticos. Así mismo, el degradante lenguaje de las autoridades oficiales, como parte de la cruzada mundial contra el terrorismo luego del 11 de Septiembre, refuerza este problema. Un ejemplo de algo que contribuiría a mostrar esa necesaria disponibilidad negociadora del gobierno nacional sería una política factible y clara acerca de los numerosos

Buitrago Leal, Francisco, “La seguridad: difícil de abordar con democracia”. En: Análisis Político, Nº 46, mayo a agosto de 2002, p. 71.


coyuntura

en un ambiente que se presta para difundir aún más la corrupción y las arbitrariedades, pues es imposible darle la transparencia que requeriría para no degenerar en experiencias contraproducentes parecidas a las que se vivieron en las dictaduras del Cono Sur. A su vez, la idea de recompensas por información se liga a los problemas anteriores y por eso se ha prestado a arbitrariedades resultado de la imposibilidad de un manejo adecuado. En cuanto a la política de estímulo a la deserción de guerrilleros, forma parte de la aplicación de ideas promovidas mediante la manipulación de los medios de comunicación. Hace parte de una “guerra psicológica”, que de manera contradictoria crea problemas en la medida en que aumente el número de desertores: ¿puede el Estado darles a estos excombatientes una alternativa económica y social sostenible, teniendo en cuenta sus insuficiencias y los problemas estructurales de carácter social en el país? Por último, la seguridad vial es parte importante del cambio de percepción de la inseguridad, como base del apoyo mantenido por las clases medias y altas a la gestión presidencial. La reforma militar, iniciada a raíz de los descalabros militares ante la guerrilla durante el gobierno de Samper y apoyada financiera y técnicamente por Estados Unidos, fortaleció a la Fuerza Pública, pese a las distorsiones derivadas de las exigencias de ese país, cuyo objetivo es la lucha contra las drogas, y el combate al terrorismo luego del 11 de Septiembre. Pero el afán “eficientista” del Presidente y su Ministra, reflejado incluso en improvisaciones de mando directo táctico sobre el terreno, distorsiona más esa reforma. Además, no existe una visión política clara de readecuación estratégica del componente militar, que se derive de la construcción de una política de seguridad de Estado, en la que participen de manera activa no sólo todas las instancias estatales que tienen que ver con la seguridad –ministerios de Defensa, Relaciones Exteriores y del Interior, Planeación Nacional, Congreso, Fiscalía, cortes Constitucional y Suprema, Procuraduría, Fuerzas Militares, Policía Nacional, DAS–, sino organizaciones de la sociedad civil con gran peso en el contexto social. Pero lo más delicado de la ayuda derivada del Plan Colombia y la Iniciativa Regional Andina es que se creó una tendencia de dependencia técnica y financiera externa, a la que no puede responder el país por sí solo. En el país no ha existido nunca una visión alternativa de lo que podría llamar-

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militares y personajes retenidos por las Farc, a la luz de la experiencia mundial sobre acuerdos humanitarios. Pero este asunto anda como rueda suelta, al vaivén de la confusa delegación planteada por el gobierno a las Naciones Unidas y de las angustias de familiares y organizaciones nacionales e internacionales preocupadas por la situación de esas víctimas, además del aprovechamiento de oportunidades de liberación de rehenes, según criterios castrenses o iniciativas presidenciales. En tercer lugar, no ha habido coherencia y previsión suficientes en la política específicamente militar. La promovida política de seguridad democrática se ha elaborado y ejecutado sobre la marcha, mediante la activación de un acumulado de ideas prefijadas del Presidente, contrastadas a través del “ensayo y error”. Ideas ambivalentes como las de los llamados soldados campesinos, la red de informantes –maquillada con cambios de nombre, hasta desembocar en el de cooperantes–, la de recompensas por información, la de estímulos a la deserción y la de seguridad vial –promocionada con el nombre de “Vive Colombia viaja por ella”–, no son necesariamente –en su forma y contenido– lo que más conviene a la actual situación de guerra. Los soldados campesinos hacen parte de unidades militares antiguerrilleras, que se volvieron de esta manera híbridas, y cumplen funciones de policía al mantener territorios. No se ha pensado en figuras más orgánicas –que incluso solucionen la inestabilidad de los soldados campesinos que pagan su servicio militar–, como por ejemplo una guardia nacional transitoria mientras dure el conflicto armado. Por su parte, la amorfa red de cooperantes pretende sustituir la participación activa y voluntaria de la sociedad civil, que podría expresarse mediante acciones de compromiso –inducido de manera política– con una concepción estatal de seguridad. El Estado no tiene ninguna capacidad de control de una práctica delatoria que incorpora características negativas de la sociedad, como la volatilidad de los referentes nacionales y la fragmentación de lo regional, lo económico, lo político y lo social. Además, la gran debilidad de la Fuerza Pública en lo que se denomina “inteligencia humana”, impide una evaluación adecuada de ese supuesto enorme potencial de información. Esto hace que los cooperantes actúen como un organismo informe, al vaivén de difusos intereses particulares,

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se “tecnología apropiada militar”, que enfrente la guerra con recursos que no desaten una espiral de necesidades financieras. Esto sería posible si se asume una reforma profunda, en la que se desmonte la burocratización, representada, en buena parte, en unidades propias de la guerra regular y en la excepcionalidad castrense en materia de seguridad social. Además, se requiere la creación de unidades especiales apoyadas más en la “inteligencia humana” –aún permeada y distorsionada en el país por la ideología de la Guerra Fría– que en la “inteligencia técnica”, y mayor decisión en la reformulación del disperso dispositivo militar en el país. En cuarto lugar, existen dificultades derivadas de la confusión entre funciones militares y policiales. Éste es un antiguo problema agravado por el conflicto armado, en el que los militares se han “policivizado” y la policía se ha militarizado. Los gobiernos se han encargado de alimentar este problema, asignando funciones cruzadas o que no les competen a estas fuerzas, varias con sentido de prerrogativa. La Carta de 1991 sentó el principio de que la Policía Nacional es civil, pero su dependencia de los militares no se concretó sino con la designación de un ministro de Defensa civil. La reforma de la Policía de 1993 fue un paso adelante para separar los dos grupos de funciones, pero se quedó estancada, como lo atestigua el alto grado de corrupción que se observa todavía en la institución30 . En el gobierno actual se aprecia una dependencia y poca iniciativa del Director de la Policía frente al pensamiento presidencial, además de los problemas derivados de la competencia malsana en la cúpula policial y la ambigüedad orgánica de la institución con respecto a su relación con el Ministerio de Defensa. Además, las improvisaciones en la política de seguridad democrática han conducido a militarizar y trastocar aún más las funciones policiales, al asignar las de esta competencia al Ejército, sobre todo en áreas urbanas, y debilitar en tal sentido a la Policía. La terquedad con la que se defiende la asignación de funciones de policía judicial para las Fuerzas Militares, con el argumento redundante de que ambas fuerzas son lo mismo, es ejemplo destacado de la confu-

sión en la visión política sobre seguridad que tienen las autoridades. En general, la vocación urbana de la fuerza policial, en un sentido moderno, se ha descuidado y no existe una política que busque desmilitarizar en este sentido a la Policía, aun si se tienen en cuenta las dificultades creadas en este aspecto por el conflicto armado. Por último, como condensación de los puntos anteriores, hay dos escritos centrales relativos a la llamada política de seguridad democrática: el “Plan Nacional de Desarrollo” y la “Política de Defensa y Seguridad Democrática”. El primero de ellos se conoció a comienzo de 2003, en víspera de su presentación al Congreso. Al igual que los planes de desarrollo de anteriores gobiernos, es un documento de buenas intenciones. Lo singular radica en que su objetivo central es brindar seguridad democrática. En esta materia, recoge planteamientos de la campaña electoral y del inicio del gobierno. El capítulo inicial, control del territorio y defensa de la soberanía nacional, se desglosa en los siguientes propósitos: reducción de las organizaciones armadas al margen de la ley, fortalecimiento de la Fuerza Pública, promoción de la cooperación ciudadana, protección a la infraestructura económica, seguridad urbana y programa de seguridad vial. Sin embargo, en esta materia, que constituye el eje del Plan, no hay concreción con propuestas específicas, implementación respectiva y asignación de recursos sobre el particular. En esencia, es un inventario de ideas sobre el programa bandera del Presidente, que agrega poco a planteamientos anteriores31 . El texto final de la “Política de Defensa y Seguridad Democrática” se publicó a mediados de 2003, luego de varios borradores conocidos parcialmente. Consta de cinco partes. La primera, enuncia propósitos democráticos que supuestamente son la esencia de la seguridad democrática, como son los derechos humanos, la cooperación y solidaridad, la eficiencia y austeridad, la transparencia y juridicidad, la multilateralidad y corresponsabilidad, la acción coordinada del Estado y una escueta mención final sobre la opción de negociación. La segunda

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Buitrago Leal, Francisco. El oficio de la guerra. La seguridad nacional en Colombia, Bogotá, Tercer Mundo EditoresIepri, Universidad Nacional de Colombia, 1994, Capítulo 4; “Contra las cuerdas”. En: Semana, Nº 1.115, 15 a 22 de septiembre de 2003.

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Presidencia de la República-Departamento Nacional de Planeación, Bases del Plan Nacional de Desarrollo, 20022006. Hacia un Estado comunitario, 2002.


L E G I T I M I D A D D E L E S TA D O, E J E D E U N A POLÍTICA DE SEGURIDAD

Lo fundamental de una política de seguridad, que pretenda ser efectiva en una situación como

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Presidencia de la República-Ministerio de Defensa Nacional, Política de defensa y seguridad democrática, Bogotá, Ministerio de Defensa, 2003.

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El único antecedente semejante fue la formulación de la “Estrategia nacional contra la violencia”, durante el gobierno de Gaviria, esfuerzo político que finalmente fracasó.

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Congreso de la República, “Proyecto de ley Nº 22-03 por el cual se dictan disposiciones sobre la seguridad y defensa nacionales”.

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cho a la realidad, en el sentido de que la ejecución de las políticas mencionadas antes, como son los soldados campesinos, la red de cooperantes, etc., –que son políticas para enfrentar la guerra–, no se articula en forma clara a la formulación del escrito, comenzando porque en éste no se reconoce el conflicto armado. En este sentido, es un modelo, no necesariamente formulado de manera apropiada, difícil de desarrollar dentro de la coherencia formal que presenta. Por ejemplo, supone una racionalidad estatal que no existe, la limita en esencia a lo militar al excluir buena parte de instituciones estatales vinculadas a la función de seguridad y no se ven espacios claros para desarrollos específicos, como las políticas señaladas que están en marcha y proyectos normativos como el de la ley de libertad condicional. Además, descarta, de hecho, una ley marco de defensa y seguridad, que sustituya a la Ley 684 de 2001, declarada inexequible por la Corte Constitucional en 2002, con lo cual quedó vigente la desueta Ley 48 de 1968. El proyecto de ley, “por el cual se dictan disposiciones sobre la seguridad y defensa nacionales”, indica la claudicación del Ejecutivo en sacar adelante esta clase de normas34 . Su esencia debería ser la expresión integral y condensada de una concepción estatal de seguridad, que recoja las líneas básicas de una política gubernamental de seguridad –equivalente a la actual– y señale un camino claro para desarrollos subsiguientes, que afinen una visión de Estado sobre el tratamiento que debe dársele a la guerra, a la búsqueda de paz y a las relaciones exteriores en materia de defensa. Por último, para plantear sólo algunos problemas destacados de este documento sobre política de defensa y seguridad democrática, la mención que hace sobre el tradicional tema de defensa nacional hacia el exterior se queda en un mero enunciado sobre disuación a eventuales amenazas.

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parte formula las amenazas que son un “riesgo para la nación, las instituciones democráticas y la vida de los colombianos”. Éstas son seis: 1) terrorismo, 2) negocio de drogas ilícitas, 3) finanzas ilícitas, 4) tráfico de armas, municiones y explosivos, 5) secuestro y extorsión, y 6) homicidio. La tercera parte señala cinco objetivos estratégicos: 1) consolidación del control estatal del territorio, 2) protección de la población, 3) eliminación del comercio de drogas ilícitas, 4) mantenimiento de una capacidad disuasiva y eficiencia, y 5) transparencia y rendición de cuentas. La cuarta parte indica seis líneas de acción: 1) coordinar la acción del Estado mediante instituciones establecidas, 2) fortalecer las instituciones del Estado relacionadas con la seguridad, 3) consolidar el control del territorio nacional, 4) proteger a los ciudadanos y la infraestructura de la nación, 5) cooperar para la seguridad de todos, y 6) comunicar las políticas y acciones del Estado. La última parte menciona en forma breve el tema de financiación y evaluación32 . En la parte final del documento se presenta una matriz de responsabilidades institucionales de los ministerios, tres departamentos administrativos y cuatro organismos que no son del Ejecutivo nacional (Procuraduría, Fiscalía, Consejo Superior de la Judicatura y Medicina Legal), en lo que corresponde a los objetivos estratégicos formulados antes. Así mismo, un documento adicional describe el sector defensa, expresado en la Fuerza Pública, y esquematiza una articulación de los objetivos estratégicos –planteados en el texto de la “Política de Defensa y Seguridad Democrática”– con el plan estratégico del sector defensa, mediante puntos extractados de la misma política. El documento sobre la política de seguridad democrática es un esfuerzo muy importante – casi inédito en la historia contemporánea del país33 – de integración de responsabilidades en los aspectos centrales de la seguridad, pero ante todo de asumir la responsabilidad civil en la dirección política de la seguridad y los asuntos militares. Sin embargo, en lo que respecta a esa integración, no se observa que corresponda mu-

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la actual del país, es contar con un Estado con altos niveles de legitimidad, es decir, que tenga credibilidad, confianza y respaldo activo de la sociedad, y que induzca dinámicas de apoyos sociales. Pero el Estado colombiano ha sido tradicionalmente débil en términos políticos. Basta señalar la permanente búsqueda de soluciones privadas –incluida la violencia– a los más variados problemas sociales. Una política eficaz de seguridad para el país requiere entonces el compromiso pacífico, pero activo, de amplios grupos sociales en la solución de la guerra. Para ello, debe considerarse no sólo el frente interno del país, sino también el frente internacional. En el frente interno, se necesitan al menos cuatro situaciones complementarias. Primera, el Estado debe contar con una credibilidad generalizada en sus instituciones civiles por parte de la sociedad. El Ejecutivo se ubica en el centro de esta consideración, sobre todo frente a aspectos sensibles para la opinión pública como son la recaudación de impuestos y el manejo del gasto público. La corrupción es el problema central que se deriva de estas funciones. De ahí la importancia de implementar reformas efectivas para reducirla, pero ante todo mostrar que el gobierno tiene la voluntad política necesaria para lograrlo. La capacidad impositiva con equidad forma parte de esta situación. Segunda, es fundamental que haya confianza en el brazo armado del Estado. La reivindicación de los derechos humanos por parte de la Fuerza Pública en años recientes, debido en buena medida a la presión de la comunidad internacional, tiene como subproducto haber ganado respeto de muchos grupos sociales. Pero hay que tener en cuenta que los crímenes de paramilitares y guerrilleros han opacado el problema de violación de los derechos humanos por parte de la Fuerza Pública (violación que sin embargo ha disminuido) y por tanto han ayudado a diluir responsabilidades. Tercera, es indispensable generar una profunda revisión de la alteración que han experimentado en el país los principios éticos y morales que rigen los ideales democráticos. La pérdida del valor del trabajo, la valoración del enriquecimiento fácil, la resistencia de los estratos altos a ceder buena parte de sus privilegios

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conseguidos de manera fraudulenta y la arrogancia clasista que impregna a los grupos de mayores ingresos constituyen taras sociales con las cuales será imposible acceder a una paz sostenida. En este sentido, no es lógico afirmar que el conflicto armado interno es una guerra contra la sociedad, así se hayan desvanecido las llamadas “causas objetivas” de la guerra. Cuarta, sobre la base de las situaciones anteriores, podrían formularse e implementarse políticas de movilización social, dentro de una estrategia integral de seguridad, que tengan como meta obtener la legitimidad estatal necesaria para enfrentar la guerra, recuperar la política (es decir, institucionalizar los conflictos y negociar los intereses) y acceder a una paz sostenida. Las políticas de movilización social minimizan la vulnerabilidad de la sociedad frente al conflicto armado. Pretender que una guerra irregular se libre entre uniformados a espaldas de la población civil es además de irreal inconveniente, pues la legitimidad de las acciones estatales no se logra de manera pasiva, sino mediante actos que impliquen compromisos ciudadanos expresos frente a la guerra pero sin responsabilidades bélicas. Así mismo, buscar la neutralidad frente a los “actores armados” es loable, pero lo más que se puede alcanzar son acuerdos transitorios y aislados, con arreglos a veces turbios. Aunque esporádicas, las experiencias de resistencia civil en los últimos años son ejemplos destacados de participación activa y pacífica de la población. En el frente externo, la participación de la comunidad internacional es igualmente necesaria, pues en las circunstancias presentes el país no sale por sus propios medios de su encrucijada. Y para superarla es decisiva la participación de terceros neutrales35 . La presencia internacional, mediante acompañamiento, mediación, facilitación, verificación u otra figura ajena a la intervención militar, debe derivarse de funciones específicas, que podrían ser simultáneas o sucesivas, plasmadas en una propuesta que haga parte también de una política integral de seguridad de Estado, es decir, que tenga continuidad a través de los gobiernos. Y en ella habría que involucrar a personalidades, gobiernos, organizaciones multilaterales u otros actores externos, desde el inicio mismo del proceso de su formulación. Estos lineamientos son apenas ejemplos de lo

Al respecto es ilustrativo el libro de Walter F., Barbara. Commiting to Peace. The Successful Settlement of Civil Wars. Princeton, Princeton University Press, 2002.


coyuntura

sólo a competir en el campo militar con guerrillas y paramilitares, pues estos grupos han dado prioridad a la fuerza en desmedro de la política. El uso de medios militares con tendencia a su exclusividad y las reformas del Estado con el fin primordial de lograr mayor eficiencia, atentan contra la flexibilidad y el equilibrio políticos necesarios para afrontar con éxito los agudos problemas nacionales. FECHA DE RECEPCIÓN: 15/09/2003 FECHA DE APROBACIÓN: 15/10/2003

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que podría ser la compleja participación civil en una política integral de seguridad, con el fin de manejar de manera adecuada el conflicto armado al fortalecer y legitimar las medidas de orden militar, e inducir y acelerar el uso de mecanismos políticos explícitos para una solución negociada. El Estado, en su carácter de eje político de la sociedad, tiene la responsabilidad de inventar medios políticos para lograrlo, y no dedicarse

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análısıs polítıco nº 59, Bogotá, enero-abril 2004: págs. análısıs polítıco nº 40-54 50

Acercando a los vecinos:la agenda de seguridad andino-brasileña

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Socorro Ramírez Profesora del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (IEPRI).

con el fin de contribuir a superar el desconocimiento mutuo, formular políticas internacionales más consistentes e identificar mecanismos que permitan hacerle frente a las amenazas y los retos compartidos, académicos andinos y brasileños han impulsado diversas iniciativas para construir espacios de debate e investigación conjunta. De esos esfuerzos hacen parte los trabajos del grupo de estudios estratégicos que desarrollan universidades y centros brasileños, las cátedras andinas que realiza Flacso-Ecuador, los talleres sobre el conflicto colombiano y sus vecinos realizados en el marco de los eventos internacionales de la Red Espacio y Territorio de la Universidad Nacional de Colombia, y la década de trabajos conjuntos del Grupo Académico Binacional impulsado por la Universidad Central de Venezuela (UCV) y el IEPRI de la Universidad Nacional de Colombia. Todos estos esfuerzos han llevado a la formulación de un proyecto andino brasileño1, que reunió en Bogotá, el 15 y 16 de mayo de 2003, a embajadores y agregados de defensa junto con profesionales de centros académicos de todos los países andinos y de Brasil, gracias al apoyo de la Friedrich Ebert en Colombia (Fescol) y del Instituto Latinoamericano de Desenvolvimiento Económico e Social (Ildes) de Brasil. Dos días antes, el 13 y 14 de mayo, el programa internacional que impulsan distintas universidades colombianas con el apoyo de Fescol, realizó, con los académicos invitados, intensas sesiones de trabajo sobre la situación de cada país andino y de Brasil, así como sobre las relaciones que estos vecinos mantienen con Colombia.

ISSN 0121-4705

1

El equipo de trabajo del proyecto está conformado por Marco Cepik de la Universidad Federal do Río Grande do Sul, Mónica Hirst del Centro de Estudios Brasileros, Adrián Bonilla de FlacsoEcuador, Ana María Sanjuán de la UCV y Socorro Ramírez del IEPRI de la Universidad Nacional de Colombia.


LA SEGURIDAD GLOBAL EN LA PERSPECTIVA DE ESTADOS UNIDOS

Como no ocurría desde la segunda posguerra, a partir de la finalización del conflicto bipolar, el contexto internacional no cesa de cambiar: luego de la posguerra fría vino el pos 11 de septiembre, y ahora estamos en el pos Irak. Al ritmo de esos cambios, Estados Unidos se consolida como potencia global e impulsa el reordenamiento mundial, en particular en materia de seguridad. La posguerra fría se inició con la esperanza de un orden más pacífico, justo y plural, en el que predominara la cooperación entre las naciones y en el cual los asuntos socioeconómicos desplazaran a los tradicionales temas de seguridad y 2

Maria Celina de Azevedo, embajadora de Brasil; Harold Forsyth, embajador de Perú; Carlos Rodolfo Santiago, embajador de Venezuela; coronel Fabio José Almeida, agregado de defensa, embajada de Brasil; Francine Jacome, Instituto Venezolano de Estudios Sociales y Políticos; Juan Ramon Quintana, Universidad de la Cordillera de Bolivia; Marco Cepik, Universidade Federal do Río Grande do Sul; Paulo Cordeiro de Andrade Pinto, embajada de Brasil en México; Mónica Herz, Universidad Católica de Río de Janeiro; Juan Tokatlian, Universidad de San Andrés, Argentina; Arlene Tickner, Universidad de los Andes, Colombia; César Montúfar, Universidad Andina Simón Bolívar de Quito; Socorro Ramírez, IEPRI, Universidad Nacional de Colombia; Carlos Romero, UCV; Adrian Bonilla, Flacso-Ecuador; Thomaz Guedes da Costa, National Defense University, Washington; Francisco Leal, Universidad de los Andes, Colombia; Ana María Sanjuan, UCV; Andrés Serbin, CRIES, Buenos Aires; Alcides Costa Vaz, Universidade de Brasilia.

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Las relaciones diplomáticas y de seguridad entre los países andinos y Brasil; La inserción internacional de seguridad de Brasil y la región andina; La perspectiva desde Estados Unidos: terrorismo y narcotráfico; El conflicto colombiano y la dinámica política regional y global; Los temas de seguridad estatal y humana: contenidos y prioridades; Los mecanismos de cooperación en seguridad andino-brasileña; Los desafíos para la agenda de seguridad andino-brasileña.

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defensa. Pero bien pronto se desvanecerían esas expectativas. En lugar de una más amplia cooperación multilateral, Estados Unidos recurrió a la imposición de sus intereses y sus puntos de vista de modo unilateral. Definió como amenazas a su seguridad diversos asuntos de interés planetario, a los que convirtió a su vez en prioridades de la agenda global. Es el caso del problema de las drogas, que, en la década de los noventa, fue utilizado por Washington para sustituir, al menos parcial y transitoriamente, el papel que jugaba el comunismo. Estados Unidos convirtió en amenaza global la producción y el tráfico de drogas (no así su consumo ni el blanqueo de los recursos que el tráfico genera), e impuso la agenda antidrogas y la estrategia para hacerles frente. Junto al tema de las drogas, en el centro de las preocupaciones globales se colocaron también las migraciones masivas y los derechos humanos, asuntos que fueron esgrimidos para justificar intervenciones militares en muchos conflictos que saltaron a la palestra internacional en la Posguerra Fría, como sucedió, por ejemplo en Haití y Somalia. Las políticas destinadas a enfrentar estos problemas, definidos por Washington como retos a su seguridad, adquirieron cuatro características: fueron elaboradas de la manera cerrada y especializada en que suele diseñarse cualquier política que tenga que ver con reales o presuntas amenazas; al estar relacionadas con la seguridad, obtuvieron una prioridad absoluta por sobre las demás cuestiones de la agenda; las políticas adquirieron un carácter represivo e incluso militar, justificado por los estrategas como única vía para atenuar o destruir las presuntas amenazas; y, finalmente, fueron impuestas a los estados y sociedades implicados, a los que, en buena medida, se excluyó del debate. En este sentido, se puede ha-

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El presente esfuerzo de síntesis de las principales ideas debatidas, realizado con el apoyo de Fescol, retoma opiniones expresadas por una u otra de las veinte personas2 que intervinieron en siete paneles3, y de otros tantos moderadores o invitados al evento que participaron en ese rico debate. La síntesis de las deliberaciones y su estructuración, sin embargo, es de responsabilidad propia y está organizada en cuatro partes: la primera, contiene los elementos más significativos de las discusiones sobre los contextos internacional y hemisférico; la segunda, recoge algunas de las reflexiones expresadas acerca de la situación regional y, en particular, de las relaciones andino brasileñas; la tercera, muestra dimensiones del análisis efectuado sobre la confrontación armada colombiana y la reacción de los vecinos; la cuarta, alude al debate sobre los conceptos en juego, el sentido y la posibilidad de una agenda de seguridad andino brasileña y los actores y mecanismos que permitirían construirla.

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blar de una “securitización” de temas que, en principio, no constituyen amenazas a la seguridad sino problemas de orden económico, social o de salud pública. El pos 11 de septiembre

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En ese contexto, la respuesta de Estados Unidos a la acción terrorista del 11 de septiembre de 2001 adquirió el mismo tenor de las políticas que ya Washington venía empleando para interpretar y manejar asuntos como los antes mencionados. La reacción ha sido hasta ahora exclusivamente represiva y militar. Se ha dirigido no sólo contra actores no gubernamentales y ciertas fuerzas trasnacionales, tanto legales como ilegales, sino, en primer lugar, contra distintos estados y gobiernos. Además, desde esa fecha, Washington comenzó a ver las relaciones internacionales casi exclusivamente desde el lente antiterrorista. Se produjo así una especie de “terrorización” de su política, que entraña una lógica más belicista aún que la anterior “securitización” de los temas, reduce los espacios de discusión pública sobre el problema y genera mayor polarización internacional. Los documentos del congreso y el ejecutivo estadounidenses al respecto y la nueva estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos muestran que buena parte de las materias de la agenda de política exterior estadounidense –incluido el problema de las drogas– han pasado a ser reformuladas bajo la lupa antiterrorista, y ya no solo bajo el prisma de la seguridad, lo que trae no pocas consecuencias. Enumeremos algunas de ellas. La gama de asuntos de política exterior se reduce, y pierden importancia cuestiones esenciales como la proliferación de armas (salvo que ésta se produzca en países calificados por Washington como terroristas), a pesar del enorme poder destructivo que éstas tienen en muchas regiones del mundo. Temas relacionados con derechos humanos, democracia y hasta con relaciones económicas y comerciales reciben de las dos ramas del poder público estadounidense un tratamiento más expedito si se presentan desde la óptica antiterrorista. El manejo de aspectos no estratégicos –esto es, no relacionados con el terrorismo– se desplaza hacia funcionarios de jerarquía intermedia, lo que implica que esos asuntos –o los países implicados en ellos–, reciben un tratamiento simplificado y subordinado

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frente al que obtendrían de ser manejados por los funcionarios de alto nivel. En el análisis de las cuestiones de política global se eliminan los matices, retornando así a las pautas que prevalecieron durante la guerra fría, cuando las fórmulas de interpretación eran presentadas en blanco y negro y no había espacio para la gama intermedia de los grises. Se anula la aproximación comprensiva sobre asuntos complejos y la discusión sobre una amplia gama de posibles soluciones y, en cambio, se expiden sentencias polarizadas que exigen estar a favor o en contra de las medidas que se asumen para enfrentarlos. De ahí que el gobierno de Estados Unidos haya definido, en el pos 11 de septiembre, la existencia de tres tipos de amenazas, todas ellas muy ligadas entre sí: la primera, las redes del terrorismo mundial; la segunda, los tiranos o los países considerados parias que cuenten con armas de destrucción masiva, proscritas sólo para ellos; y la tercera, los “espacios sin gobierno” bajo la jurisdicción de estados incapaces (failed or failing states) en donde estados débiles y que no controlan su territorio permiten la presencia, organización y actividad de grupos terroristas que pueden actuar contra los intereses de Estados Unidos. En esta última categoría no es claro, sin embargo, qué es lo que Washington reclama como más gobierno, y qué tipo de volumen mayor de Estado está promoviendo. Por las medidas que está tomando se podría inferir que se trata, no de un Estado más social y de derecho, sino de otro más controlador y policivo. La invasión a Irak

Con la denominada “guerra preventiva” contra Irak, Estados Unidos dio, en 2003, un nuevo y significativo paso. Ya antes de esta guerra había logrado constituirse en potencia hemisférica, luego se había convertido en potencia atlántica; posteriormente pacífica y ahora, combinando voluntad, capacidad y oportunidad, se convirtió en potencia asiática para completar su condición de único polo global de poder. Su interés y decisión son las de quedarse en el área para acabar de controlar las principales rutas de los hidrocarburos del mundo y garantizar su propia seguridad energética, bien sea mediante la acción diplomática, comercial o militar. La centralidad de la cuestión energética4 en el ordenamiento internacional que está surgiendo lleva a que este asunto

Así se venía planteando desde antes, como lo muestra el informe Cheney sobre política energética de mayo de 2001.


LA SITUACIÓN ANDINO-BRASILEÑA Y SUS RELACIONES MUTUAS

Los cambios internacionales antes descritos han tenido claros impactos, en particular, en la región andino-brasileña. Ya desde antes de que concluyera la guerra fría, la región había asistido, en materia de agenda antidrogas, por ejemplo, a una imposición de los intereses y estrategias de control de Estados Unidos, sin importar las diferentes interpretaciones e intereses locales frente al tema. Así, aunque para las naciones andinas el problema de las drogas es un asunto económico, político y social, y en Brasil es además de salud pública, estas concepciones no han sido tenidas

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grandes movilizaciones europeas, latinoamericanas, rusas e incluso las que se realizan en su propio suelo contra sus políticas. Todo ello tal vez porque, a más del respaldo de los sectores estadounidenses antes descritos, Bush ha contado con un fuerte apoyo en la opinión pública interna reforzado por los medios de comunicación, que han avalado la política unilateral de su gobierno. Este fuerte respaldo doméstico ha empezado a retroceder por el descalabro de grandes dimensiones que está sufriendo en Irak. En el mediano plazo es posible que el péndulo se devuelva, pero en el corto plazo lo que se ve es una Europa debilitada y dividida en materia de seguridad y de política exterior; una Rusia que quiere sacar partido de su intermediación entre Europa y Estados Unidos y no va a romper el vínculo que estableció con este último con ocasión del 11 de septiembre; un Japón que, por primera vez después de la Segunda Guerra Mundial, envió tropas fuera para apoyar a Estados Unidos en Afganistán, pero que no puede jugar un gran papel porque sigue preso de una situación doméstica incierta; una China que, por ahora, prefiere replegarse; y unas potencias medias cuyos problemas internos no les permiten desplegar sus propios poderes. Entonces, en el corto plazo, no es posible vislumbrar una posible coalición de resistencia a la actitud estadounidense. Podrá haber comportamientos disidentes de algunas potencias o poderes medios sobre ciertos temas, pero el costo de marchar en contravía seguirá siendo muy alto. Lo que sí parecería claro es que un sistema internacional unipolar es muy inestable –pues otros poderes intentarán equilibrarlo o neutralizarlo–, tiene poca capacidad para controlar la proliferación de armas de destrucción masiva y es incompatible con el funcionamiento de las democracias.

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sea asumido no en forma parcial sino global, por lo que el Medio Oriente, el Caspio, África y Latinoamérica –en donde el área andina contiene las mayores reservas del subcontinente– se convierten en zonas de alta prioridad. Esas pretensiones globales se combinan con intereses domésticos y regionales. La coalición heterodoxa que llevó a George W. Bush a la presidencia la conforman conservadores republicano-evangélicos fundamentalistas del sur, financistas de Wall Street, israelíes del nordeste pro Sharon y empresarios petroleros. Estos sectores pro israelíes y los petroleros quieren, además, mancomunadamente, cambiar el statu quo del Medio Oriente en beneficio propio. Para lograr esas pretensiones globales, Washington ha mostrado estar dispuesto a pasar por encima de todo lo que considera obstáculo. Ha decidido enfrentar lo que entiende por terrorismo, no sobre la base de una cooperación y concertación multilaterales, sino a través de su propia mirada del asunto y con sus estrategias particulares. Lo que Estados Unidos trata de lograr con esta actitud política es afirmar su condición unipolar, así sea amenazando a los países aliados, chantajeando a naciones amigas o castigando de forma inclemente a los pueblos opositores débiles. Por eso, tras entorpecer y eludir acuerdos y compromisos multilaterales, Estados Unidos ha pasado a socavar instituciones de cooperación mundial o regímenes internacionales que pueden regular asuntos planetarios. Ejemplo de ello es lo ocurrido con ocasión de la guerra contra Irak, que provocó una división interna de la Unión Europea, una ruptura en la OTAN y un desconocimiento del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Es previsible que, para convertir en éxito el nuevo fracaso al recurrir incluso a instrumentos que sabe que no darán resultados ni siquiera en el largo plazo, Washington ponga en marcha una política que acentúe los actos punitivos en distintas sociedades. Este estado de cosas es insostenible en el mediano plazo porque atenta contra la democracia al estar introduciendo prácticas restrictivas de las libertades civiles y recortes en favor de la seguridad y de las acciones militares, en una magnitud y con unas características que ni siquiera fueron toleradas bajo los regímenes dictatoriales de algunos de los aliados estadounidenses durante la guerra fría. Pero, en el corto plazo, el gobierno de Bush podría seguir anulando los ámbitos multilaterales, haciendo caso omiso de sus antiguos aliados, desconociendo las

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en cuenta en la política estadounidense y en las medidas de acción impuestas. En los países andinos, Estados Unidos ha logrado el compromiso militar en el combate contra la producción y tráfico de drogas. Este esquema, por la manera bilateral en que ha sido impuesto, más que cooperación ha propiciado anomia y conflicto en la región, fenómenos que se ven ahora reforzados por la política exterior estadounidense basada en la “terrorización” de diversos fenómenos sociales. La política estadounidense se está convirtiendo así en un obstáculo mayor en el esfuerzo por emprender relaciones positivas entre los países de la región tendientes a compartir preocupaciones comunes de seguridad. También en relación con otros aspectos, suplantando las dinámicas locales, Washington ha elaborado su propia interpretación de la situación regional y de lo que los distintos países deben hacer para mejorarla. Si se observan los documentos y las acciones oficiales estadounidenses, se percibe que se ha empezado a gestar un ordenamiento de seguridad para la región que cambia el patrón de seguridad que tuvo vigencia hasta el 11 de septiembre. Este patrón – que consistía en una estrategia de contención, una doctrina de disuasión y un sistema de operación de esta política con base en pactos y acuerdos dentro de una alianza sólida– tenía una consecuente aplicación regional mediante su transposición a las políticas de seguridad nacional. Ahora con la llamada guerra preventiva se está pasando de alianzas firmes a coaliciones de coyuntura y de esfuerzos por redefinir el papel de la fuerza militar a una preponderancia absoluta. Lo que hoy hace Washington en la región andina podría considerarse como un anticipo de las políticas que Estados Unidos podría aplicar más adelante en el resto de América Latina y el Caribe. Es de esperar –y ojalá así suceda más temprano que tarde– que se abra paso un proceso de reestructuración y refundación de las políticas de seguridad de cada país y de la región. Sin embargo, hasta ahora los desafíos a la seguridad regional no están siendo procesados de manera conjunta por los gobiernos, las cancillerías y los ministerios de defensa de los países andinos, que son los que necesitan con mayor urgencia anticipar una posición común y la concertación de una política para hacerles frente. Tampoco problemas andinos comunes están siendo manejados a través de las relaciones vecinales o regionales. Así, por ejemplo, a pesar de que todos

los países andinos están articulados a distintos eslabones de la problemática de las drogas y de que han adoptado resoluciones al respecto en el seno de la Comunidad Andina de Naciones (CAN), sus países miembros actúan cada uno por su lado. Esto ha permitido que Estados Unidos imponga su propia política a cada país, de manera bilateral, manejo que, como era de esperarse, ha resultado contraproducente frente al problema y ha hecho que la acción aislada de cada país genere efectos negativos en sus vecinos. Aduciendo las numerosas dificultades internas de los países andinos, Estados Unidos ha logrado involucrar a la mayor parte de los gobiernos de la región en los asuntos que Washington ha definido como amenazas globales, se esfuerza por militarizar su manejo y por “securitizar” otras cuestiones que se ven relegadas, como la prevención y resolución de los conflictos, la búsqueda de la paz y la consolidación de la democracia. La difícil situación de los países andinos

Para hacerle frente a las iniciativas y presiones estadounidenses, los países andinos no se encuentran en las mejores condiciones. Todos padecen graves crisis económicas, fuertes convulsiones sociales y agudas manifestaciones de ingobernabilidad. Estas crisis, aunque cuentan con elementos comunes, tienen también dimensiones y orígenes distintos, y se ven agravadas por la forma específica en que cada país intenta buscar alguna inserción internacional. En lo que parece existir una mayor coincidencia es en que todos enfrentan crisis derivadas del modelo de desarrollo adoptado para hacerle frente a la globalización. Al aumento de la pobreza y la exclusión social se agregan los problemas de precariedad institucional, ya tradicionales en toda la subregión. Se asiste entonces, en Ecuador y Perú, a una notoria debilidad de los gobiernos y a un marcado aumento de sus incertidumbres políticas, a una extrema polarización que amenaza la continuidad democrática en Venezuela, al colapso parcial del Estado en Bolivia y al incremento de los niveles de violencia y amenazas al Estado en Colombia. Todas estas crisis sociales y políticas afectan la seguridad ciudadana, cuestionan los avances en equidad étnica y de género, multiplican la violación de los derechos humanos y ahondan los daños ambientales. Además, todas estas tensiones han fragmentado aún más a las sociedades, han aumentado la debilidad de los estados y


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cruzada primero antidrogas y ahora antiterrorista, se han visto imposibilitados tanto para redefinir el concepto de seguridad como para asumir iniciativas dirigidas a un manejo de las llamadas nuevas amenazas de forma acorde con las prioridades nacionales, sub-regionales o regionales. Los parlamentos se han mostrado incapaces de legislar sobre el control a la autonomía militar y de exigir al ejecutivo la definición de una política de Estado, han perdido la iniciativa y han quedado sometidos a los dictámenes del ejecutivo, lo que también anula su tarea de control gubernamental y estatal, y los hace asumir una cierta resignación y a veces hasta una buena dosis de complicidad con la interferencia de Estados Unidos en los asuntos de seguridad interna. La debilidad del aparato judicial en todos ellos los sustrae de las posibilidades de incidir en la materia. Por otra parte, aunque desde fines de los años ochenta y mediados de los noventa los gobiernos andinos le han dado un gran impulso a los intercambios comerciales y han hablado de política exterior y de seguridad común, lo cierto es que el balance de los treinta años de integración andina es precario en la generación de lazos sociales, culturales o políticos capaces de proyectar una acción conjunta a mediano y largo plazo. Pese a la enorme cantidad de instituciones andinas existentes, éstas no han estado en condiciones de procesar y resolver los problemas, pequeños o grandes, que han asediado la región. En realidad, la CAN se ha centrado en las relaciones comerciales y, aunque ha venido explorando alternativas de cooperación y de estructuración de posiciones comunes frente a terceros, no ha avanzado de manera práctica en esa perspectiva. Por el contrario, hoy asistimos a un retroceso en la integración sub-regional y a una pérdida de interdependencias no sólo referidas al movimiento y distribución de las mercancías sino también a la cultura, la información y el conocimiento. Esta involución se refleja, por ejemplo, en la supresión de programas comunes de comunicación y acceso satelital. También existe una marcada tendencia a la bilaterización de las relaciones de cada país andino sea con Estados Unidos, con Brasil o con cada uno de sus vecinos, lo que reduce la relevancia de los organismos de integración y concertación, y lleva a buscar soluciones en ámbitos estrechos o a dar una mayor cabida a la unilateralidad estadounidense. A este cuadro nada alentador se suma el in-

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reducido de manera drástica sus ya estrechos márgenes de maniobra y acción externa. Las crisis de los países andinos tienen que ver con su precaria inserción internacional y con el hecho de que la globalización, en vez de estimular sus complementariedades recíprocas, ha generado una mayor competencia entre todos ellos; ha hecho prevalecer los intereses económicos meramente nacionales y de corto plazo sobre una visión política colectiva de consolidación de la integración y ha limitado aún más las posibilidades siempre escasas de solidaridad en asuntos económicos o de seguridad. Para hacerle frente a ese difícil contexto global, cada gobierno, urgido por la magnitud de los retos, ha preferido lanzar acciones individuales y propiciar entendimientos bilaterales con países que no pertenecen a la región. Este desconocimiento de los dispositivos multilaterales ha fragilizado todavía más los mecanismos comunitarios generados por el proceso de integración y ha dejado en condiciones muy vulnerables a cada uno de los países, en particular, en el campo de la seguridad. Esto explica, en parte, por qué –aunque comienzan a producirse cambios en algunos países– en casi todas las naciones andinas ha existido un enorme déficit en la construcción democrática de una agenda de seguridad. Las fuerzas armadas que tradicionalmente han monopolizado la definición de doctrinas y estrategias, y han contado con amplios espacios de autonomía para aplicar lo que entienden por política de seguridad, aún carecen de una concepción actualizada en la materia. La acción cívico-militar persiste en muchos países de la región como legado de la ya superada política de seguridad nacional, que, junto con la implicación militar en asuntos como la lucha antidrogas o en el control de acciones sociales que alteran el orden público, han producido hasta ahora una desfiguración del aparato militar asimilándolo a un cuerpo policivo. Esta actuación por fuera de sus competencias se ve acompañada, en algunos países –en particular en donde el gobernante es de origen militar y estuvo antes vinculado a un golpe de Estado–, de la militarización de la administración de lo público y del Estado, lo que aumenta la autonomía y el papel político de los militares. Mientras tanto, los poderes públicos de la mayor parte de países andinos se han desentendido de la cuestión de seguridad y no han ejercido un control civil de los presupuestos y actividades militares. Los gobiernos de la región, coaccionados por la bilateralidad impuesta por Estados Unidos en su

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cremento de las divergencias políticas entre los distintos gobiernos andinos en cuestiones como las negociaciones hemisféricas y las dinámicas internacionales, que podrían derivar en rivalidades diplomáticas sustentadas en disputas ideológicas. Ese contexto de desencuentros afecta las relaciones entre vecinos, ya no sólo por litigios fronterizos y binacionales, sino por cuestiones como la relación bilateral que cada país mantiene o busca construir con Estados Unidos, o por la apreciación de cada uno sobre la dinámica interna del sistema político del otro país. Estas nuevas tensiones se suman, en el caso colombo-venezolano, a la mutua desconfianza derivada del diferendo territorial, que hace que cada país tenga al otro como su primera hipótesis de conflicto bélico internacional y mantenga vigente la preocupación por un presunto desequilibrio militar. Así se ha manifestado en Venezuela a propósito del incremento de los recursos estadounidenses destinados al fortalecimiento militar del Estado colombiano con miras a hacerle frente a las guerrillas y, en Colombia, en el recelo por las posibles compras de aviones rusos por parte de Venezuela. Ese marco de viejas disputas y nuevas tensiones ha impedido avances en el tratamiento comunitario de asuntos relacionados con la seguridad y defensa frente a problemas comunes como el crimen organizado y los tráficos de armas y drogas, y, aunque la CAN cuenta con avanzadas definiciones sobre desarrollo e integración fronteriza, los problemas surgidos en esas zonas no han tenido una atención adecuada. Hay que reconocer, sin embargo, que en la reciente reunión de seguridad de ministros de relaciones exteriores y defensa de países de la CAN, Panamá y Brasil, realizada en Bogotá, se produjo un primer acercamiento importante al respecto. El camino brasileño

Según la apreciación de diplomáticos y académicos participantes en el evento, el Estado brasileño ha acentuado en su historia reciente los esfuerzos por la construcción de una identidad propia, cultural e idiomática. Los principios democráticos han estado acompañados de la búsqueda de un crecimiento económico acelerado, de la construcción de un poder militar que le otorgue una capacidad de defensa autónoma en cuanto país de gran superficie, que abriga al mayor número de habitantes de la región y que hace parte de los cinco primeros productores de armas en el mundo.

Una vez concluyó el régimen militar, y con posterioridad a la Constitución de 1988, el Estado brasileño se dotó de una nueva política de seguridad y se preparó para aplicarla en la defensa externa y la seguridad interna. En la definición de esa política la cancillería tuvo un papel central, el tema del desarrollo se convirtió en un eje crucial y el concepto de seguridad empezó a abarcar todo lo que para los brasileños significaba estar seguros. En ese proceso el gobierno trató de militarizar de nuevo a los militares, es decir, de lograr que las fuerzas armadas dejaran de desempeñar funciones que no son de su competencia, ya que no corresponden a su naturaleza ni son exigidas por un mandato constitucional. Buscó estructurar una defensa clásica pero moderna, limitada a las posibilidades presupuestales del país, que contara con una capacidad real de defensa en razón de su competencia profesional y su dotación tecnológica de avanzada. Su función es la de ser una especie de seguro del país, garante de la ley y el orden interno, e instrumento del Estado para la defensa nacional. La fuerza militar brasileña no se ocupa de contener los delitos conexos con el de las drogas y el terrorismo, cuya represión se adelanta más bien mediante instituciones especializadas y dispositivos policiales y de inteligencia, que deben actuar de manera coordinada. De igual forma, para hacer frente a los problemas del hambre y la salud existen aparatos estatales especializados. Desde hace unos pocos años, el Estado brasileño comenzó a cambiar su visión acerca de su inserción en Latinoamérica –y particularmente dentro de Sudamérica–, y ha tomado iniciativas al respecto. No ha sido un proceso fácil, pues ha implicado la disolución paulatina del viejo mito de la autosuficiencia y autonomía brasileñas. Ha exigido construir una visión renovada, que parte de reconocer que, para que haya integración, es fundamental avanzar en las interconexiones físicas y comerciales, y en el desarrollo de interdependencias fuertes con los vecinos. Por eso Brasil ha venido abasteciéndose de energía eléctrica, petróleo y gas provenientes de Argentina, Paraguay, Venezuela y Bolivia. Ésta es una decisión que el Estado brasileño quiere que perdure en el tiempo, porque, si bien Suramérica se encuentra inmersa en un marco de seguridad hemisférica en el cual el principal actor es la mayor potencia del mundo, ese hecho no frustra el derecho y la posibilidad de construir entre los países vecinos vínculos que le permitan a la región hacerse más fuerte y dotarse de la autono-


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de la región. En palabras del embajador de Venezuela en Colombia, la región andina tiene que apoyarse en Brasil, apoyar a Brasil y que Brasil la apoye, para tener una mayor fortaleza y presencia en el mundo globalizado. El gobierno de Brasil quiere avanzar en esta perspectiva para lograr que, en las negociaciones y foros del mundo, se presente una posición suramericana mancomunada. También quiere propiciar una superación de los conflictos internos como soporte de las relaciones y la integración suramericanas, pues, si el vecindario está en crisis o uno de sus miembros tiene serios problemas, ello se reflejará negativamente en los otros países y dificultará el esfuerzo por avanzar juntos. Frente a la cuestión amazónica podría recoger la presión de varios gobiernos andinos para que ésta no siga siendo asumida como un mero problema nacional de Brasil y que el Tratado de Cooperación Amazónica (TCA) no continúe siendo un asunto bilateral de cada país andino con esa nación. El debate en el evento mostró los efectos contradictorios que puede tener la tendencia de Brasil a privilegiar relaciones meramente bilaterales con los demás países suramericanos. El caso más discutido al respecto ha sido el de los acercamientos de Brasil y Venezuela, debido al temor a repercusiones negativas en las relaciones de este último país con Colombia. Los acercamientos comerciales entre Venezuela y Brasil vienen siendo percibidos desde Colombia como un intento del gobierno venezolano de cambiar a los empresarios y mercados colombianos por los brasileños. Para los diplomáticos de Brasil participantes en el evento, es un hecho que la mayor convergencia política que hoy existe entre Brasilia y Caracas ha permitido a los dos países superar antiguas tensiones en la frontera, derivadas de contradicciones en asuntos mineros, forestales e indígenas, y avanzar en una mayor integración terrestre y energética. Eso no querría decir, sin embargo, que un mercado tan dinámico como el de Colombia y Venezuela deba extinguirse; más bien, los actuales problemas coyunturales entre las dos naciones constituyen un reto que debe ser resuelto por ambas partes con agudeza, inteligencia y formas de entendimiento. Por otra parte, el mismo gobierno de Brasil les ha pedido a los gobiernos de sus dos vecinos que se unan para negociar conjuntamente el ALCA. Hay que entender, además, que a Brasil no le resulta fácil adelantar relaciones de negocios, comerciales, políticas y de integración

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mía posible en el mundo actual. Un indicador de la importancia que Brasil le otorga a Suramérica se podría observar en el hecho de que, en los dos últimos años anteriores a la presidencia de Lula, la agencia de cooperación brasileña ha gastado el cincuenta por ciento de sus recursos dentro de los países andinos. Al asumir su gobierno, el presidente Luis Ignacio Da Silva, “Lula”, ha definido como ejes de su política exterior la transparencia, concreción y efectividad de las relaciones de Brasil con sus vecinos y el propósito de que éstas cuenten con objetivos y proyectos comunes. Es decir, que su política busca la agregación de esfuerzos y resultados, en procura de éxitos mayores. América del Sur constituye una de las principales prioridades geográficas de las relaciones externas de Brasil, dirigida a profundizar la integración con el Mercosur y, a partir de éste, tratar de construir, con el concurso de la CAN, una zona de libre comercio suramericana y una integración física regional. Con el fin de generar relaciones bilaterales efectivas, el presidente Lula ha fortalecido las embajadas suramericanas con más funcionarios, ha dispuesto la sustitución de un porcentaje significativo de sus importaciones con bienes producidos por países de la región, ha acordado créditos y apoyos para proyectos que interesan a uno u otro país vecino y ha manifestado su interés en conformar empresas binacionales. Según diplomáticos brasileños, Lula se propone asumir el liderazgo en América Latina como ejercicio de cooperación e interpretación de acuerdos comunes, y no como una delegación en la que el representante ejerza dominio sobre el grupo representado. Pero, para esto, agregan, se requiere que los posibles liderados acepten ese liderazgo. El más inmediato reto para aplicarlo lo está planteando la construcción del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), la cual debe ser negociada conjuntamente por los suramericanos, pues los entendimientos parciales pueden producir pérdidas irrecuperables para el subcontinente. Un indicador de la aceptación de ese liderazgo son las visitas que Lula ha recibido en sus primeros meses de gobierno de casi todos los presidentes y hasta de los candidatos más opcionados de los países suramericanos. El gobierno del Brasil cuenta también con el apoyo de países como Perú –según su embajador en Bogotá– para que, en una eventual reforma del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, ocupe un puesto permanente en representación

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cultural con Colombia, ya que la confrontación interna colombiana alimenta percepciones negativas y temores en diversos sectores brasileños. Todo esto no significa una aceptación incondicional de la política de Chávez por parte del gobierno brasileño. De hecho, el presidente Lula no le aceptó a Chávez cambiar el grupo de países amigos que acompaña la búsqueda de salidas a la crisis venezolana, como tampoco le aceptó a Uribe declarar terroristas a las FARC, aunque le ofreció compartir los sistemas brasileños de vigilancia amazónica. Entre Colombia y Venezuela, Brasil podría desempeñar un papel como el que ya jugó entre Ecuador y Perú, o como en ocasiones ha representado México, tendiente a relajar las tensiones y, sobre todo, a no agregarle ingredientes competitivos en la relación con uno u otro de estos países. En suma, en el evento se expresó una gran coincidencia en el reconocimiento compartido de que, tanto el desconocimiento recíproco entre cada uno de los países andinos y Brasil, como la existencia de grandes extensiones territoriales carentes de vías de penetración, la ausencia de interconexión de los medios comunicación (y sobre todo de la televisión) y la falta de lazos e interdependencias positivas, han hecho que todos estos países vecinos vivan de espaldas unos a otros y mantengan infundadas interpretaciones y mutuas prevenciones recíprocas. De no superar tales distancias, éstas continuarán erigiendo fuertes barreras en las relaciones regionales. Además, la distancia física, el extrañamiento cultural y la baja densidad de relaciones políticas, económicas, culturales o académicas son contraproducentes para hacerle frente a las tendencias internacionales actuales, las negociaciones hemisféricas en curso y las complejas dinámicas internas en las que se debate cada uno de los países de la región. EL CONFLICTO COLOMBIANO Y LA DINÁMICA REGIONAL

A mediados de los años noventa, fortalecidos con dineros derivados de las drogas y otros delitos, y aprovechando la crisis política que se generó durante el gobierno de Ernesto Samper (1994-1998), guerrillas y paramilitares aumentaron su poder en Colombia y agudizaron la confrontación interna. Así mismo, aprovecharon la tradicional debilidad o la ausencia del Estado en las fronteras internacionales para disputarse territorios en donde se ubican importantes recursos o que constituyen corredores estratégicos

para muy diversos tráficos y distintos recursos logísticos. Todo ello ha ido aumentando las repercusiones de la confrontación armada colombiana en las regiones fronterizas. Efectos e interacciones del conflicto colombiano

El impacto del conflicto colombiano en los países colindantes ha sido muy diverso. Los grupos armados ilegales usan algunas zonas fronterizas como espacio de operación o de refugio, atentan contra la integridad física de sus habitantes, destruyen bosques y contaminan las aguas a medida que amplían los cultivos ilegales, mientras la fumigación oficial de esos mismos cultivos produce negativos efectos ambientales y sociales a lado y lado de la frontera. La confrontación de las guerrillas con paramilitares y con las fuerzas del Estado colombiano desborda o al menos amenaza con traspasar los límites fronterizos, genera problemas humanitarios como el desplazamiento masivo de pobladores, obliga a los países vecinos a militarizar las zonas limítrofes y perturba los lazos sociales que tradicionalmente han mantenido las gentes de la región. La agudización interna del conflicto ha obligado a numerosos colombianos a migrar, y no pocos de ellos se han desplazado hacia los vecinos en búsqueda de tranquilidad, empleo u oportunidades de negocios. Todo ello ha generado, como es natural, inquietud e inconformidad en las autoridades de los países vecinos. Por otra parte, la presencia de los actores ilegales colombianos ha aumentado, en las zonas de frontera, las oportunidades para realizar negocios, prestar servicios o vincularse a tráficos ilegales de muy diversa procedencia y naturaleza, situación que ha sido aprovechada por muy distintos sectores sociales de los países vecinos de Colombia. Así, no es extraño que por las fronteras ingresen en este país explosivos, armamento, gasolina y precursores químicos, o salgan drogas y dineros ilegales que buscan dónde adquirir apariencia legal. Frente a estos problemas ha predominado el tradicional aislamiento y la mutua recriminación, más que un análisis conjunto, serio y ponderado de los mismos, y el estudio de la influencia que, en estos fenómenos, tienen la corrupción y el abandono secular de las zonas fronterizas por parte de casi todos los estados de la región. Colombia no ha propiciado un suficiente análisis conjunto del conflicto, de sus implicaciones para los vecinos y de las interacciones que algunos sectores de éstos han establecido con las organiza-


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relación colombo-venezolana. En tercer lugar, las repercusiones del conflicto colombiano en los países vecinos dependen del funcionamiento y la eficacia de los mecanismos locales, binacionales o sub-regionales para atender la agenda binacional y para hacerle frente de manera conjunta tanto a los efectos del conflicto como a los nexos que desde el otro lado de la frontera se establecen con él. En algunos casos, estos mecanismos carecen del dinamismo necesario, como acontece en las comisiones de vecindad de Colombia con Perú o con Brasil, o son insuficientes para hacerle frente a los problemas, como sucede en las comisiones de Colombia con Ecuador y Panamá, mientras en otros casos, los canales de diálogo se paralizan por desacuerdo entre las capitales, como ocurre con las comisiones presidenciales colombo-venezolanas. Cuando estas comisiones se ponen en marcha con un serio compromiso conjunto en los altos niveles del Estado, la acción gubernamental dispone de instrumentos más aptos de acción que inmediatamente disminuyen la magnitud de los problemas y su carácter explosivo. En cuarto lugar, depende del apoyo internacional que permita hacerle frente a la situación. Un estudio ecuatoriano muestra cómo los efectos del conflicto y sus interacciones han estimulado una mayor presencia institucional del Estado ecuatoriano en la frontera con Colombia, presencia que no se reduce al traslado de 12.000 efectivos militares, realizado, entre otras cosas, para disuadir la proliferación de cultivos de coca en el propio territorio, sino que se traduce sobre todo en más obras de infraestructura, las cuales se han hecho posibles por recursos provenientes de la comunidad internacional para la unidad de desarrollo de la frontera norte. Al mirar las repercusiones del conflicto colombiano en ese marco surge un punto de discusión importante sobre la apreciación de la situación de la región, el cual tiene que ver con la validez de la teoría del spill over, que ha equiparado esos impactos con una hipotética expansión que lo convertiría en amenaza regional. Esa teoría se ha repetido a propósito de lo que ocurre en las fronteras o en las relaciones de Colombia y sus vecinos, obviando los tradicionales problemas de estas zonas o reduciéndolos a las cuestiones de seguridad. Un estudio adelantado en la frontera colombo-ecuatoriana contradice tal explicación y muestra que a lo que se asiste no es a un simple “derrame” del conflicto colom-

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ciones ilegales colombianas. Los vecinos de Colombia, muchas veces, han eludido el examen de su propia responsabilidad en el control a la circulación de material bélico, drogas y dineros ilegales que nutren el conflicto colombiano y, en ocasiones, desestiman la articulación de estos flujos con sus propios problemas internos, mientras criminalizan de manera unilateral a Colombia por el problema de las drogas y por las redes transnacionales en las que éste se apoya, cuyo control escapa a las posibilidades de un solo país. En razón de las mutuas críticas y de la ausencia de un diálogo más constructivo se han venido paralizando las diversas agendas binacionales y la atención a las zonas fronterizas compartidas, cuyos problemas han venido siendo simplemente subsumidos como cuestiones de seguridad restringidos a una defensa nacional de corte militar. Todo ello, además de agravar viejos problemas en las fronteras, fortalece un círculo vicioso mediante el cual se reproduce y dinamiza el conflicto en Colombia y se multiplican sus repercusiones negativas en los países vecinos. Ahora bien, la implantación de guerrillas y paramilitares en las fronteras internacionales, las interacciones que establecen y su impacto en los países vecinos de Colombia dependen de muy variados factores. En primer lugar, del carácter de la zona fronteriza específica: su extensión, la presencia o ausencia de los respectivos estados, el grado de desarrollo institucional, el fuerte o débil entramado social local e interfronterizo. Estudios en las fronteras muestran que allí donde existen fuertes lazos entre las comunidades y autoridades locales de ambos lados de la frontera hay un mayor potencial de amortiguamiento de los impactos de la violencia y la crisis, así como una mayor capacidad para defender derechos, bienes, servicios e infraestructura locales y para avanzar en iniciativas civiles que contribuyan a aliviar los efectos del problema. En cambio, cuando la presencia institucional es débil y el tejido socio-cultural incipiente o ausente, la vulnerabilidad e inseguridad fronterizas se acrecientan. En segundo lugar, las repercusiones negativas de la confrontación dependen también del grado de conflicto limítrofe que haya existido o exista entre los respectivos países, de la mutua confianza o desconfianza entre los centros políticos y las fuerzas armadas de ambos lados, y de las convergencias o divergencias políticas entre los gobiernos en el poder. Justamente por esas razones se ha hecho más explosivo el caso de la

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biano sino también al aprovechamiento por parte de sectores de poblaciones vecinas para paliar sus propios problemas.

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Las opciones de los gobiernos de Colombia

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Frente a estos problemas, los gobiernos de Colombia han tratado de poner en marcha los mecanismos de vecindad y de incrementar una presencia militar en las fronteras, presencia forzosamente móvil en razón de las exigencias de la misma confrontación. Sin embargo, no han logrado contrarrestar la tradicional ausencia del Estado en buena parte del territorio nacional, ni han podido atender adecuadamente sus fronteras, las de mayor complejidad en la región andina. En cambio, sus opciones, condicionadas por su propia debilidad y por un restrictivo contexto hemisférico e internacional, sí han suscitado una actitud recelosa en sus vecinos. En efecto, la ausencia de una política coherente y estable de los gobiernos colombianos frente a la confrontación, y su incapacidad para lograr una solución del mismo, han contribuido a emitir mensajes contradictorios a los vecinos. El gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002) inició una cierta recuperación de la credibilidad y fortaleza estatales. Sin embargo, para ello se vio obligado a recurrir a un apoyo internacional que no podía encontrar sino en Washington, con lo cual contribuyó a incrementar la presencia estadounidense en la región y a poner en tensión las relaciones con sus vecinos. En concreto, el Plan Colombia, elaborado en un diálogo cerrado entre Washington y delegados de Bogotá, y que se transformó de herramienta para la negociación en instrumento de la lucha antidrogas-antisubversiva, acabó de enajenar a los vecinos con respecto a los problemas de Colombia. Sin embargo, hay que señalar que la presencia norteamericana en la región se afianzó también cuando los países vecinos recibieron de Estados Unidos recursos del Plan Colombia y la Iniciativa Regional Andina para atender algunos de los efectos que pudiera tener el Plan en las fronteras. De este modo, tanto el Plan Colombia como el manejo de sus eventuales repercusiones en los países vecinos en diálogo bilateral entre Washington y cada uno de los gobiernos interesados, antes que permitir un acercamiento concertado entre vecinos para hacerle frente a problemas comunes, fortaleció la injerencia estadounidense en la región desde las perspectivas de Washington. Otro nuevo acontecimiento vino a consolidar, a fines del gobierno de Pastrana, el aislamiento

de Colombia en el entorno regional. Ante la renuencia de las FARC a entrar en una verdadera negociación y sus abusos en la zona de despeje, presionado por una opinión nacional radicalizada contra las negociaciones por el aumento de los secuestros, los ataques a ciudades y la destrucción de la infraestructura vital del país y, estimulado por la nueva coyuntura internacional de la “guerra global contra el terrorismo” declarada por Estados Unidos, Pastrana puso fin a las conversaciones de paz y declaró terroristas a los mismos grupos que a lo largo de casi cuatro años había reconocido y presentado al mundo como rebeldes políticos. Este nuevo giro, aunque hasta cierto punto comprensible en el contexto doméstico, ahondó el desconcierto, la incomprensión y el distanciamiento de los vecinos frente al conflicto colombiano. A su vez, tras la ruptura de conversaciones con las FARC, y respaldado por una opinión ampliamente mayoritaria, el presidente Álvaro Uribe (2002-2006) ha intensificado la respuesta militar a las guerrillas. Para convencer a Estados Unidos y al mundo de que, en esta empresa, Colombia requiere el apoyo externo, Uribe no ha vacilado en exagerar la amenaza hemisférica e internacional que representa el conflicto interno. Y no sólo por imposición de Estados Unidos sino por su propia convicción, el presidente ha diluido la diferencia entre tráfico de narcóticos y terrorismo, y ha suprimido la distinción entre guerra irregular y guerra contra el terrorismo, ha presionado por una mayor intervención internacional, incluso militar, y ha profundizado la inscripción del conflicto colombiano dentro de las etiquetas antidrogas y antiterroristas de Washington, lo que, si bien alude a ciertas dimensiones del problema, no constituye el encuadramiento más adecuado a su compleja naturaleza y a la necesidad de construir una salida política negociada. A la consecución del apoyo estadounidense, el presidente Uribe parece supeditar toda la política exterior del país. Su gobierno respaldó la invasión de Estados Unidos a Irak y presiona por un acuerdo comercial bilateral con el país del Norte, profundizando así el aislamiento del país respecto de las tendencias en curso en el vecindario. La respuesta defensiva de los gobiernos andinos

Por la amplitud del conflicto, así como por su naturaleza compleja y por las mismas opciones adoptadas por los gobiernos de Colombia, entre los vecinos andinos –que han acumulado además


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mado sus propias iniciativas haciendo caso omiso o en contravía de las estrategias emprendidas por los distintos gobiernos elegidos por los colombianos, han hecho acuerdos con la guerrilla o rechazan realizar acciones conjuntas con el gobierno colombiano para enfrentar los problemas de seguridad en la frontera por el temor de que éstas puedan ser consideradas como una toma de partido en el conflicto. Sectores de países vecinos han tratado incluso de buscar dividendos internos de la problemática colombiana en momentos críticos para el respectivo gobierno, y de aprovechar el conflicto en su propio beneficio impulsando, por ejemplo, diversos tipos de contrabando. Brasil y el conflicto colombiano

Para analizar la posición de Brasil frente al conflicto colombiano habría que tomar en consideración las muy diversas dimensiones que fueron señaladas en una u otra intervención de diplomáticos y académicos presentes en el evento. Enunciemos algunas de ellas. Acorde con la tradición diplomática de defensa de la soberanía de las naciones y de la no intervención en asuntos internos, Brasilia otorgó un apoyo discreto a las actuaciones del gobierno de Pastrana en la apertura y terminación de los diálogos con las guerrillas, y ha respetado las decisiones políticas tomadas al respecto por el presidente Uribe, aunque éstas sean con frecuencia criticadas en la opinión brasileña. El gobierno brasileño se inclina por una salida negociada del conflicto, y para contribuir a su búsqueda el presidente Lula ha ofrecido sus buenos oficios y hasta su mediación. Por otra parte, a través del aumento de la vigilancia amazónica y el cumplimiento de los compromisos adquiridos en el control y protección de sus fronteras, el gobierno brasileño ha fortalecido su capacidad de defensa para contener eventuales efectos conexos con el problema de las drogas y con la situación de Colombia. Aunque el problema colombiano ha sensibilizado a muchos sectores de Brasil sobre el tema de la seguridad, las adecuaciones que pueda sufrir la política exterior brasileña no están orientadas a ampliar la “securitización” de temas como derechos humanos, migraciones, medio ambiente o desarrollo fronterizo, que más bien deben ser atendidos de forma conjunta y sostenida. Entre el gobierno de Brasil y el de Colombia han existido5 y pueden producirse desacuerdos6, pero las percepciones recíprocas de los dos países de-

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percepciones deformadas de la situación– predomina el temor y la distancia frente al país, más que la cooperación. Todos los vecinos han hecho pronunciamientos genéricos a favor de la paz en Colombia. Además, entre los andinos, Venezuela ha sido el país que más acciones concretas ha realizado al respecto: sirvió de país anfitrión de algunos contactos del gobierno colombiano con las guerrillas e hizo parte del grupo de facilitadores del diálogo. No obstante, de manera explicable, la actuación de los gobiernos de los países colindantes ha estado dirigida, fundamentalmente, a denunciar los efectos del conflicto y lo que perciben como su “contagio”, a protegerse de la confrontación colombiana y a señalar a Colombia como la amenaza regional. En este último señalamiento coinciden con el que ha venido haciendo Washington desde mediados de los años noventa y con el que más recientemente vienen formulando, desde sus propias perspectivas e intereses, algunos sectores colombianos. Sin embargo, más allá de los efectos negativos que la propia confrontación colombiana genera o pudiera generar, su exageración parece servirle a todos los actores: le sirve a las guerrillas y los paramilitares para neutralizar a los países vecinos y ganar reconocimiento, al gobierno para lograr el compromiso de estos últimos con su política de seguridad, a algunos de los vecinos para manejar sus relaciones con Washington o justificar su política interna, y a Estados Unidos para acreditar su creciente participación en el conflicto colombiano. La confrontación tiende a aparecer entonces como el único factor causante de todo lo negativo que ocurre en la región, contribuyendo de paso a ocultar otras dinámicas globales, hemisféricas, regionales y locales que lo atraviesan y refuerzan. En efecto, en la posición de los países andinos frente al conflicto colombiano, sobre todo de aquellos que tienen fronteras más pobladas y conectadas con Colombia, predomina una natural respuesta defensiva. Pero, al mismo tiempo, debido al manejo de la situación impuesto por Estados Unidos y a la opción propia de cada gobierno, se observa una “securitización” de la agenda binacional. Además, ante el cansancio con lo que perciben como un cómodo endoso por parte de Colombia de sus propias responsabilidades, varios gobiernos nacionales o locales de países colindantes han buscando adaptaciones pragmáticas frente a los problemas que el conflicto les genera o a las interacciones que sus nacionales establecen con éste. Algunos han to-

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jan un enorme espacio para análisis que pueden permitir diversos entendimientos. Si se da una mirada más amplia a la relación de Brasil con Colombia, hay que tener en cuenta que, a pesar de los enormes problemas y posibilidades que ésta ofrece, entre ambos países existen pocos y limitados vínculos comerciales y sociales. En el centro de las preocupaciones que tienen los brasileños está la información que brindan los medios de comunicación sobre los grados de violencia política y ciudadana, lo que se traduce en una imagen bastante negativa, que lleva a que las clases medias sientan miedo de tratar con Colombia. Para los brasileños es difícil entender las relaciones de poder que efectivamente se dan en Colombia respecto de la droga y la guerrilla, o los impactos en el medio ambiente que generan los cultivos ilegales y los programas de fumigación. Tampoco les es claro si los colombianos valoran la participación de Brasil en su problemática o si tienen interés en esa posible participación. Todo lo anterior dificulta la construcción de unas relaciones más sólidas y de mecanismos compartidos de control territorial. Más en general, Brasil tiene interés en combinar acciones comunes con todos sus vecinos para combatir fenómenos específicos que afectan a los países del área, aunque su puesta en marcha dependa de las condiciones que se den en la región y de los acuerdos a los que se llegue en las conversaciones entre los presidentes. Hasta ahora, se ha concretado el compromiso de una mayor cooperación fronteriza y de combate conjunto a distintas formas de criminalidad organizada como la producción y tráfico de drogas y el terrorismo, considerados según la percepción de amenaza que de ellos tiene cada país. Las decisiones de las cumbres presidenciales se ponen en práctica según la disponibilidad de recursos, y los aparatos de Estado brasileños tienen una capacidad muy reducida para actuar en el corto plazo. Tampoco es posible esperar que la democracia liberal y el liberalismo económico en boga puedan darle herramientas financieras y persuasivas al Estado brasileño para que actúe sobre los ciudadanos a fin de que adopten cierto compor-

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tamiento que es de interés de la región o que les incrementará la propia seguridad. En relación con el concepto de seguridad y los retos que se originan desde fuera de la región, Brasil prefiere una gradualidad de las políticas y una medición de los riesgos, y hará la salvaguarda del caso en los respectivos ámbitos internacionales. Para Brasil, “riesgo” significa, por ejemplo, enfrentar una fuerte presión de Estados Unidos o capturar una compleja red terrorista en su territorio. El terrorismo del tipo 11 de septiembre no es su prioridad, aunque las resoluciones del Consejo de Seguridad hayan sido adoptadas también internamente y se hayan dispuesto los recursos necesarios para llevarlas a cabo en los mejores términos. Una declaración política de la asamblea general de la OEA no es para Brasil un mandato obligatorio, pero sí es un marco de referencia frente al cual el Estado brasileño se permite actuar con libertad, pues no se resigna a aceptar que otro Estado lo conmine a aplicar y actuar con tal procedimiento así éste haya sido adoptado por votación. Hay ciertos elementos en materia de seguridad en los que Brasil va a encaminar sus esfuerzos con autonomía y de acuerdo con sus prioridades, como sucede en relación con el crimen organizado y su fuerte vinculación con el tráfico de narcóticos en las grandes ciudades. El presidente de la república es quien traza la política exterior, y en cierto momento es posible que aparezcan distintos ministros como protagonistas dependiendo de la necesidad de cada época, pero es un protagonismo delegado dentro de un mismo gobierno. En síntesis, los efectos e interacciones generados por el conflicto colombiano y las respuestas de los gobiernos andinos, empezando por el colombiano, no han servido para crear un marco cooperativo sino de tensión regional. Frente al conflicto, siguen primando las lógicas de contención concebidas desde intereses nacionales y no regionales, y las relaciones bilaterales de seguridad, si se dan, se enmarcan en ámbitos militares. Además, en las elites políticas regionales –incluidas las colombianas– no hay acuerdo para atender el problema colombiano, ni existen verdaderas políticas de Estado. Se trata de fór-

Diplomáticos brasileños se quejaron de que pese al interés manifestado por su gobierno de hacer parte del grupo de países facilitadotes del diálogo con la guerrilla, el gobierno de Pastrana no los incluy

ó Por su parte, un ex canciller colombiano señaló lo inexplicable que resultó para el gobierno de Colombia la ausencia de Brasil en la mesa de donantes conformada para buscar apoyos al proceso de paz por entonces iniciado.6 Por ejemplo, la solicitud de modificar el TIAR para que se puedan conformar fuerzas conjuntas dispuestas, si fuera necesario, a intervenir militarmente en Colombia.


UNA POSIBLE AGENDA DE SEGURIDAD ANDINO-BRASILEÑA

¿Por qué empezar por los temas de seguridad en este primer acercamiento andino-brasileño? ¿No sería más conveniente partir de lo avanzado en otros asuntos para abordarlos de forma más integral y orientarlos a fortalecer la cooperación y la concertación política? Estos interrogantes suscitaron una interesante gama de respuestas. La aproximación a las relaciones andino-brasile-

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ñas desde la perspectiva de la seguridad se justifica, según algunos, debido a que el contexto internacional ha puesto este tema en primer plano, lo que hace que ya cruce muchas de las relaciones bilaterales y multilaterales regionales y globales. Para otros, lo amerita también la crisis interna en cada país andino, y en particular la confrontación colombiana así como el peso de las percepciones de las poblaciones y los gobiernos de los países colindantes sobre esa problemática, algunos de cuyos sectores han establecido ya interacciones muy variadas con ella. Para evitar que el comenzar por este tema lleve a “securitizar” los demás asuntos de la agenda, se sugirió reafirmar la necesidad de construir diversas formas de cooperación fronteriza, urgir por el fortalecimiento de los mecanismos de vecindad y estimular la identificación conjunta de los problemas de seguridad y las amenazas comunes. De este modo, el proyecto podría ayudar a los gobiernos a convertir los problemas de seguridad en retos compartidos con el fin de que, a partir de ellos, empiecen a gestar una agenda común y a diseñar o consolidar instrumentos regionales. Ésta es la única manera de hacerles frente a los cambios internacionales que han venido influyendo decisivamente en los comportamientos de los gobiernos de la región y han modificado las elaboraciones que estaban en curso al respecto. El proyecto ha partido de reconocer que, aunque el tema de seguridad tiene un significado específico para cada país andino y para Brasil según el alcance de la problemática interna y los nexos de cada situación particular con asuntos globales, existen amenazas comunes que requieren una agenda y unos instrumentos concertados. De hecho, ya Brasil y la CAN tratan el tema de seguridad en Naciones Unidas y lo hacen en concordancia con la interpretación de consenso sobre la seguridad internacional. Actualmente, en la OEA intentan definir un concepto de seguridad para el continente, mientras su sistema hemisférico será el que aborde los temas de seguridad que surjan en las negociaciones sobre el ALCA. Pero haría falta un mayor acercamiento entre países vecinos para procesar de manera compartida los acelerados cambios internacionales y los desafíos que, en materia de seguridad, éstos les plantean, así como para acompañar la búsqueda de salidas a las situaciones más problemáticas como la colombiana. Como es claro, no se trata de asuntos que puedan ser resueltos en el debate académico, pero éste sí puede coadyu-

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mulas de gobierno, de intereses no convenidos entre los países involucrados y que se reducen al despliegue militar en las fronteras con Colombia. Así mismo, sigue ausente la reflexión común sobre la naturaleza y alcance de la confrontación, y la necesidad de cooperación sobre la base de una visión estratégica compartida. El denso entramado local, nacional o binacional muestra que la problemática de seguridad regional no se reduce a la mera difusión de una epidemia que, a partir de la confrontación colombiana, contaminaría a los demás países del área. Indica que, en un contexto internacional adverso y en medio de una aguda crisis de cada uno de los países de la región, los problemas de uno alcanzan repercusiones inesperadas en el otro. El conflicto colombiano, por ser la confrontación interna de historia más prolongada y de mayor amplitud, tiene efectos más graves, articula diversos procesos a partir de las dinámicas existentes en ambos lados de las zonas fronterizas, es también aprovechado por sectores gubernamentales en situaciones críticas y sirve de catalizador de intereses nacionales o regionales. Esta compleja situación, sumada a las opciones gubernamentales, más que profundizar los lazos entre vecinos ha afectado severamente sus relaciones. Frente a la dificultad regional de acordar una posición conjunta con Colombia, la iniciativa ha quedado en manos de Estados Unidos. En lo que parece haber acuerdo es en que la situación de inseguridad regional no puede seguirse manejando sólo con las reacciones defensivas individuales de los vecinos andinos o únicamente con criterios de no intervención en asuntos internos como venía haciéndolo Brasil. Colombia requiere, además, un acompañamiento regional para la búsqueda de una solución al conflicto interno. Brasil comienza a mostrar su interés por contribuir a la búsqueda de una solución negociada, y podría ayudar al acercamiento entre los vecinos para que acompañen ese proceso.

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var a tratarlos en toda su complejidad, y sobre todo puede abogar por su indispensable manejo cooperativo.

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Hay que empezar por clarificar los conceptos

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El debate mostró la necesidad de empezar por clarificar de qué seguridad se está hablando, dada la confusión reinante en torno al concepto tras la emergencia de concepciones alternativas muy genéricas. Unas aparecieron como contraposición a la actuación unilateral de Estados Unidos de considerar el tráfico de narcóticos y el terrorismo como las mayores amenazas. Otras surgieron como necesidad de superar un concepto centrado casi exclusivamente en la seguridad del Estado y de ponerle adjetivos a la seguridad para diferenciarla de las experiencias vividas bajo las dictaduras o para contrarrestar tradicionales definiciones puramente militares. Por eso, el debate internacional fue adquiriendo un tono multifacético del que hacen parte términos como seguridad humana, ciudadana, democrática. Pero mantener la indefinición del término o una definición muy amplia del mismo impide conformar la agenda, definir sus participantes activos y estructurar una institucionalidad que le dé forma y contenido. Esta misma discusión es, en cierta medida, la que se ha venido dando en las reuniones preparatorias de la conferencia especial sobre seguridad hemisférica, que debía haberse realizado en mayo de 2003 en México, pero que finalmente fue aplazada. El concepto de seguridad humana, por ejemplo, es de tal generalidad que ha llegado a incluir todo aquello a lo que aspiran las personas, pero no ha podido definir en qué consiste la seguridad, desde dónde arranca ni dónde termina. Existen ciertas acciones que tienen efectos positivos en lo que podría considerarse seguridad humana, pero de antemano se sabe que no depende de esas solas acciones sino de diversos elementos que inciden en ella, bien sea como condiciones previas, complementarias o posteriores, por lo que se hace muy difícil identificar y contabilizar en su exacta medida la contribución de cada una de ellas a la seguridad. Además, la idea de seguridad humana es tan abierta, que corre el riesgo de que la región suramericana, tan excluyente y tan débil a nivel democrático, “securitice” en un sentido represivo los más diversos asuntos que tienen relación con las personas. Así aconteció en la historia regional reciente en donde la noción de seguridad nacional, asociada al desarrollo, permitió

dinámicas que terminaron por afectar la seguridad de las personas. En este debate que apenas comienza surgió la discusión sobre si la seguridad es un bien público y si es al Estado a quien le compete, en primer lugar, la responsabilidad de ofrecer seguridad y de construir políticas públicas indispensables para garantizarla. El Estado, sobre el cual recaería la tarea de mantener la seguridad interna y externa, tendría también el deber de determinar cuáles son los riesgos y amenazas. Se anotó, sin embargo, que el Estado ha sido en ocasiones dispensador de seguridad, pero muchas otras veces se ha convertido en la fuente de mayor inseguridad. Además, se dijo que para que la democracia sea el hilo unificador de cualquier agenda de seguridad, el Estado debe dotarse de estructuras y sistemas institucionales de asimilación de las demandas, de tramitación de los diversos intereses sociales y de un tratamiento adecuado de los conflictos sociales, de manera que no los “securitice” al asumirlos como amenazas al orden público y enfrentarlos mediante el uso de la fuerza. La pregunta sobre si la seguridad es lo que permite el desarrollo de la democracia o si es ésta la que posibilita y garantiza la seguridad quedó igualmente planteada en el debate. Así mismo, se insistió en que la creciente “securitización” de distintos asuntos debido a la cruzada antiterrorista estadounidense condiciona la definición de la democracia, y pone en segundo plano las libertades y derechos ciudadanos. Otro punto controversial se relaciona con la diferencia entre seguridad y defensa, y su nexo con el contexto internacional más amplio. En ese sentido, la pregunta se centró en si el papel de las fuerzas armadas –allí donde no existen serias amenazas armadas al Estado– comienza a perder su razón de ser en la medida en que parecen haber disminuido las amenazas externas a las soberanías nacionales. El debate se planteó en términos de suprimir –como aconteció en dos casos en Centroamérica luego de que se hubieran resuelto los conflictos internos– o de encontrar una nueva función para los militares ante la ausencia de amenazas convencionales. Se adujo igualmente la necesidad de considerar que los cambios en el desarrollo del capitalismo, así como han tenido impactos en la organización social y política de la sociedad y del Estado, han incidido también en los temas de seguridad. En concreto, el modelo económico vigente en el que la especulación financiera internacional y la


¿Existen problemas o amenazas internas a la seguridad regional?

La respuesta a esta pregunta es esencial para clarificar hasta dónde existe una amenaza a la seguridad regional que venga desde adentro, porque cualquier noción de comunidad de seguridad entre los países andinos y Brasil es difícil de conseguir si se considera a uno de los países miembros como la principal fuente de amenaza. Esa noción implica que la seguridad de todos involucra la seguridad de cada uno de los miembros, y que justamente se forma una comunidad de seguridad para hacerle frente a las amenazas que vienen de afuera. Incluso la propia integración sub-regional es puesta en cuestión al considerar como amenaza a uno de sus integrantes y, al contrario, como lo muestra la experiencia de conformación del Mercosur, éste fue posible una vez se diluyó cualquier idea de amenaza entre sus miembros. Al hacer una revisión histórica de las amenazas y de su tratamiento en la región se observa que se ha producido un tránsito colectivo de las amenazas convencionales interestatales, que parecen haberse disuelto casi definitivamente, hacia nuevas amenazas que han tomado forma. Es decir, no existen peligros estratégicos tradicionales dentro del área andina ni en Brasil, aunque subsiste un problema de rivalidad y tensión binacional entre Colombia y Venezuela por la delimitación fronteriza, y Colombia enfrenta un agudo conflicto armado interno. En cambio, la región está inmersa en amenazas no convencionales derivadas de redes criminales que han alcanzado una enorme amplitud y ante las cuales la institucionalidad interamericana de defensa no ha podido responder satisfactoriamente, pues los tratados hemisféricos están impregnados de la cruzada prohibicionista-represiva impuesta por Estados Unidos. Existe una enorme dificultad para determinar lo que significan estas amenazas globales y cómo se concretan en el contexto regional. En la región han empezado a generarse unas primeras definiciones de las nuevas amenazas, aunque éstas suscitan apreciaciones divergentes dado que han sido identificadas e impuestas casi siempre desde afuera. Pero aun si tomamos las priorida-

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cuencias muy diversas. Por eso el proyecto debe partir, además del debate conceptual, de un análisis crítico de lo que comúnmente se señala como amenaza y del contexto en que ésta se desarrolla con el propósito de ayudar a definir lo que hay que hacer frente a ella.

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acumulación de capital se han impuesto sobre la producción económica, entorpece el desarrollo de la democracia, amplía la exclusión social y podría generar problemas de seguridad. La discusión sobre lo que constituye una verdadera amenaza a la seguridad y lo que es un mero problema saltó también en el debate. Para algunos, una amenaza implicaría el uso de la violencia de forma deliberada y con efectos colectivos; un problema de seguridad podría convertirse en una amenaza y generar un impacto tan fuerte en la sociedad, que podría llevar a una movilización colectiva para enfrentarla. Para otros parecería necesario separar conceptualmente y jerarquizar diversos tipos de amenazas. En primer lugar, estarían las amenazas convencionales derivadas de un ataque o agresión inesperado por parte de un Estado del continente o de fuera de él, ante cuya eventualidad cada país ha formulado sus propias hipótesis de conflicto. En segundo término, habría que considerar las amenazas no tradicionales ejercidas por actores no estatales, ante los cuales es necesario desarrollar instrumentos especiales, así como un diálogo entre los aparatos estatales hemisféricos. En tercer lugar, se deben tener en cuenta las amenazas internas al Estado y la sociedad lanzadas por organizaciones armadas ilegales. En cuarto término, si no se les da una respuesta adecuada podrían convertirse en amenaza ciertos problemas estructurales, como son los conflictos sociales, la vulnerabilidad democrática y la debilidad institucional. Esto no quiere decir que la simple existencia o el agravamiento de problemas sociales y políticos se traduzca automáticamente en una causa de inseguridad; pero esta interpretación tampoco desconoce que la misma condición social de pobreza y la corrupción institucional facilitan la irrupción o consolidación de la inseguridad. Más que en la misma clasificación de las amenazas, en lo que sí se apreció acuerdo es en que cada país debe resolver con autonomía el alcance de los riesgos y la naturaleza de las amenazas existentes a su seguridad interna, y configurar una sólida institucionalidad estatal, de carácter democrático, que logre restablecer el orden público y garantizar la seguridad de las personas y del Estado. El debate no está resuelto. Apenas comienza. Queda entonces el reto de delimitar la noción de seguridad de la que parte este proyecto regional. Así mismo, de superar la imprecisión que ha llevado a hablar indistintamente de problemas de seguridad y de amenazas a la seguridad, lo que redunda en una exageración de problemas que son convertidos en amenazas con conse-

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des definidas por Estados Unidos, vemos que no se ajustan a la situación de la región. Excepto en el caso de Colombia, cuyo gobierno insiste oficialmente en que tiene un problema de terrorismo internacional, en la región no se presenta esta amenaza porque no existe un movimiento terrorista de alcance global. En la región no hay tiranos con armas de destrucción masiva, y aunque algunos sindican de autoritario al presidente Chávez, su gobierno no tiene ni pretende adquirir este tipo de armas. Lo que sí hay en la región son “espacios sin gobierno”, especialmente en las zonas de frontera. Con todo, distintos sectores sociales y gubernamentales perciben amenazas regionales, que para unos se derivan del conflicto colombiano, mientras otros temen una eventual expansión transnacional del proyecto bolivariano de Chávez. Un elemento de inseguridad estructural compartido es el incremento de la criminalidad en todas las urbes de la región andina, y con gran fuerza en Brasil, así como los problemas en las fronteras a los que ya hemos hecho referencia. Hay elementos que apuntan a la existencia de problemas de seguridad regional, que se producen ante todo en Colombia, pero que provienen también de los países vecinos que comparten agudas crisis económicas y sociales, graves dificultades de gobernabilidad, fuerte peso del clientelismo, corrupción en la vida política y tradicional debilidad estatal. Sin embargo, estos asuntos no necesariamente constituyen amenazas, y una agenda de seguridad regional es algo más que la simple sumatoria de los conflictos existentes en cada nación. De ella harían más bien parte problemas transfronterizos como los que se están produciendo por efecto de la confrontación armada colombiana y de las articulaciones que con ella establecen distintos sectores de países colindantes, o como las posibles disputas por los bienes naturales –petróleo y agua– que se pueden traducir en amenazas para la seguridad regional al desbordar las fronteras nacionales y estimular respuestas militares convencionales. Esos problemas no pueden obtener solución por la acción de un solo país; requieren el esfuerzo compartido entre vecinos. Lo mismo acontece con los flujos transnacionales –tráficos de drogas y de precursores químicos, de armas y explosivos– que se movilizan trans-regionalmente, más que como producto de su derrame desde un país hacia el

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resto, impulsados por las dimensiones económicas del negocio, por el espacio que requieren y por las escalas de trabajo que necesitan. En consecuencia, estos flujos sólo pueden ser enfrentados de manera regionalmente concertada. Para aclarar cuáles son las amenazas regionales, y qué debería hacer una agenda regional al respecto, es necesario reflexionar, igualmente, sobre el alcance de la división del hemisferio en dos Américas hecha por Washington. La América del Norte, que comienza en Panamá y que hace parte del programa nacional de defensa de Estados Unidos, y la América del Sur, que está marcada por dos subzonas: la de grave peligro, representada por Colombia o por Venezuela y por la frontera colombo-venezolana, y la de alta preocupación, constituida por la triple frontera entre Argentina, Paraguay y Brasil. En la primera subzona, que es en la que se concentra este proyecto, podría generarse una tensión que involucre a Estados Unidos, interesado en franquear la tradicional línea de su “patio trasero”7; a Colombia en donde podría producirse una intervención a instancias del presidente Uribe y a través de una coalición de fuerzas, lo que, por supuesto, no solucionaría los problemas; o a Brasil, la única potencia regional que como tal aspira a que Estados Unidos la considere en las resoluciones que tome frente a Colombia. Los otros países –tal vez salvo Venezuela– ante esta eventualidad podrían quedar como simples espectadores, y la región no habría avanzado en estabilidad sino que vería afectada seriamente su seguridad regional. Entretanto, habría que ver si es posible abrirle paso a una propuesta alternativa a tal intervención, y Brasil tendría mucho que decir al respecto. En la transformación de algunos problemas regionales en verdaderas amenazas podrían incidir las diversas dinámicas externas que se desarrollen frente al conflicto colombiano. En primer lugar, es posible imaginar una eventual intervención militar estadounidense para garantizar la seguridad colombiana, lo que requeriría una operación masiva de Estados Unidos que proyectaría su injerencia más allá del corto plazo. Esta posibilidad podría verse limitada desde Estados Unidos mismo, bien sea por la creciente escasez de presupuesto para atender acciones y ayudas en el exterior, o bien por los resultados de la contienda electoral y por la evolución de la percepción dentro del partido demó-

De 39 intervenciones armadas de Estados Unidos durante el siglo XX en territorio latinoamericano, sólo una se dio en Suramérica.


¿Cómo construir una agenda de seguridad regional?

El debate en el evento mostró que construir una agenda de seguridad implica considerar varias cuestiones centrales. Ante todo, es indispensable tener en cuenta los hechos relacionados con componentes externos, más en concreto, la injerencia directa de la política exterior estadounidense que tiende a “securitizar” distintos temas: unos, que por su naturaleza son de esencia social, como los cultivos ilegales, la delincuencia, las migraciones; otros, como las cuestiones de orden político, relacionadas con la democracia y sus procesos; y otros más, referidos a asuntos como el terrorismo y la delincuencia

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transnacional. También se debe asumir que subsiste una infinidad de divergencias en torno a la seguridad. No hay una visión estratégica compartida ni una actuación conjunta frente a problemas comunes en zonas de frontera ni ante las cuestiones transfronterizas que se producen con ocasión del conflicto colombiano. Así mismo, una agenda de seguridad debe tener en cuenta que, de una u otra forma, los estados andinos no han logrado integrar sus propias sociedades, las cuales siguen siendo muy fragmentadas y heterogéneas; tampoco han tenido la capacidad para controlar la totalidad del espacio nacional ni han dispuesto de una estructura y un sistema institucional capaz de asimilar y resolver las distintas contradicciones de naturaleza social; más bien la mayor parte de ellos han debido enfrentar autoritarismos y nacionalismos que inciden en las agendas de cada país. Además, la agenda debe prestar atención a lo que es propio de la sub-región andina: la debilidad de cada país, la legitimidad precaria del sistema democrático y las difíciles dinámicas internas que impiden construir instrumentos institucionales. Finalmente, debe tener en cuenta los intereses de Brasil. Si bien estos asuntos no constituyen los ejes de lo que hay que asumir en común, sí es importante considerarlos para que el acercamiento sea real y pueda construirse una agenda regional, para que ese proceso promueva la solución de los problemas de seguridad que le son propios a cada país, y ayude a superar el retroceso de los acuerdos de integración. Igualmente, el debate mostró que el proyecto regional debería tomar en consideración aspectos sensibles en asuntos de seguridad entre los países andinos y conosureños; y observar si se trata de una diferencia significativa entre las prioridades de unos y otros, cuál es su alcance y cómo afectaría una agenda regional. Es posible apreciar una primera diferencia en el hecho de que mientras cada uno de los países de Mercosur ha avanzado relativamente en el desarrollo interno de la reforma militar bajo un esquema de democracia en el que no involucran las fuerzas armadas en tareas policiales, como el combate al narcotráfico y el enfrentamiento a protestas sociales, en el caso andino la naturaleza de los problemas y las presiones estadounidenses al respecto han permitido el involucramiento de las fuerzas armadas en esos asuntos. La delimitación constitucional de funciones de la fuerza militar en el cono sur ha sido puesta a prueba

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crata sobre la inconveniencia de continuar interviniendo en el conflicto colombiano. De consolidarse cualquiera de esos dos condicionantes cabría pensar que Colombia, al ser el tercer receptor de ayuda, quedaría en una situación incierta de comodín de las finanzas norteamericanas, por lo que los aportes anunciados podrían no llegarle ante una emergencia que no esté financiada, o que empezaran a disminuir, y entonces Colombia pasaría a un segundo plano. Esta relegación también podría provenir del hecho de que Estados Unidos no ha demostrado un interés marcado por pacificar a Colombia. Sólo se ha interesado de manera prioritaria por ese país cuando la guerra contra la droga era lo central para Washington. Ahora le preocuparía más bien Venezuela, porque su situación interna puede afectarle el suministro de petróleo. Claro que aunque Colombia no sea una preocupación central para Washington, la combinación de conflicto armado y droga, el encuadramiento de éste en las etiquetas antiterrorista/antinarcóticos y la buena relación de Bush con Uribe permite concebir una segunda dinámica. Ésta dependería de que el gobierno de Colombia demuestre importantes resultados con la ayuda que ha recibido, y así no se incrementen los recursos ni Estados Unidos acepte la invitación a intervenir, es posible que continúe la injerencia estadounidense. Y, de lograrse un acuerdo interno entre los diversos sectores colombianos, incluidos los actores armados ilegales, es posible que Washington se viera obligado a respaldar algún arreglo de la confrontación. Esto depende del éxito de la construcción de una política de Estado colombiano dirigida a crear las condiciones para una salida negociada, y del acompañamiento que puedan hacer los vecinos para crear un contexto regional favorable.

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en momentos de crisis en los que se altera el orden público o arrecia la criminalidad gracias a que se han levantado voces que discuten su efectividad. La ratificación de dicha delimitación ha demostrado que es inaceptable la transgresión de los derechos ciudadanos y de las políticas nacionales de seguridad democráticamente concertadas, y sugiere que ese debería ser el modelo más adecuado para los países de la región, así exista una gran presión estadounidense para actuar en otro sentido. De lo contrario, si se continúa entregando a las fuerzas armadas el manejo de los asuntos de seguridad nacional, si se las sigue involucrando en los problemas de orden público o en las amenazas transnacionales, seguirá vigente el débil control político sobre los militares, la ausencia de los poderes públicos frente al tema y la pérdida de manejo civil de dimensiones centrales en las relaciones regionales. Otra diferencia –aunque menos importante y que puede ser más bien un punto a favor de una agenda regional–, se expresa en que, mientras la CAN incluye en la Carta Andina para la Paz y la Seguridad lo que está acordado entre sus miembros frente a las necesidades de seguridad de los países, así estos acuerdos sean parciales y no se hayan aplicado aún, en el Mercosur el tema sigue siendo un asunto de carácter más nacional. Por tanto, discutir con Brasil al respecto podría abrir una oportunidad para revisar todo aquello en lo que existe congruencia entre los distintos países y, simultáneamente, para precisar los puntos en los que hay desacuerdo. Esta identificación de las discrepancias existentes en torno al tema es igualmente indispensable para la construcción de una agenda de seguridad regional. Así mismo, el debate mostró que el proyecto andino-brasileño debería considerar que, para prever el comportamiento de los gobiernos en el mediano plazo, es necesario poner sobre la mesa los costos que para cada país significa desprenderse de acuerdos previos y futuros con Estados Unidos, y adherirse a una visión de tratamiento Sur/Sur de los problemas regionales. En alguna medida esto es lo que está en juego en el asunto de la vigilancia amazónica propuesto por Brasil, que, para ser exitoso en sus objetivos y contribuir en materia de seguridad regional y en el manejo ambiental, debe ser asumido por los países amazónicos como uno de los retos concretos de seguridad compartida. Habría que auscultar cómo conjugar una agenda de seguridad de Brasil y la CAN, que sirva de contrapeso a las dinámicas jalonadas por Estados Unidos, sin que esto

signifique entrar en contradicción abierta con la potencia hemisférica y global. El debate también reclamó del proyecto un análisis de los grandes desafíos a la construcción de una agenda de seguridad regional como los que a continuación se mencionan. Brasil y la región andina deben ser capaces de identificar los principales riesgos actuales y las grandes amenazas que se ciernen hacia el futuro, y evaluar la potencialidad de una alianza estratégica a la que pudieran llegar, así como sus costos y beneficios. Esto depende de que los países implicados muestren una disposición real para construir un liderazgo político regional y una institucionalidad de seguridad y defensa, y para adelantar las reformas internas –papel de la fuerza militar, dotación de armamento y equipos, fortalecimiento de instituciones como el parlamento y el poder judicial– que tiendan a apuntalar la relación entre desarrollo democrático y agenda de seguridad regional. Dependería, también, de que los suramericanos asumieran la simultaneidad de los procesos de integración y negociación económicas frente a la globalización con la urgencia del tema de seguridad regional, de que atendieran las urgencias nacionales para ayudarles a encontrar salida, y de que no interfieran la construcción regional, pues ésta podría verse postergada por décadas. La concertación de la agenda regional debe ser entendida entonces como un proceso de superación de la fragmentación de los acuerdos de integración con el propósito de atender las interdependencias negativas que los enfrentan. En suma, la región andina en sí misma y en su relación con Brasil parecería requerir una agenda de seguridad que no sea demasiado vaga o ambiciosa. Ésta debería partir de los intereses, las prioridades y las condiciones particulares de cada país, pero no podría quedarse allí. Más bien tendría que salir de lo puramente nacional y pasar a lo posnacional para poderle hacer frente a la globalización que involucra cada vez más elementos de las relaciones entre las sociedades y los estados por encima de las barreras nacionales. Como lo que más se asemeja a una política regional de seguridad es la estrategia que aplica Estados Unidos, pero su contenido y forma no corresponden a las prioridades regionales y conducen a acciones fragmentadas, el proyecto debería proponer formas de superación de esa simulación de política sub-regional de seguridad. Esto es, de la suma de políticas bilaterales de cada país con Estados Unidos, que, por su seme-


Actores institucionales y sociales

Otro aspecto del debate sobre una agenda de seguridad regional mostró que si bien ésta implica en primer lugar a los tres poderes públicos de los estados y no sólo a las fuerzas armadas de cada uno de los países, es necesario involucrar también a distintos sectores estatales y sociales; es decir, al conjunto de la institucionalidad de cada país –representada por el parlamento, el ejecutivo y la justicia– y a través de consultas a los poderes locales de instancias subnacionales y a las organizaciones sociales. Estos sectores deberían participar en espacios nacionales de coordinación política en donde puedan señalar sus posiciones sobre las pautas nacionales, los instrumentos idóneos que las pongan en práctica, así como las agendas cooperativas regionales para atender amenazas transnacionales. Sin confundir conflicto con amenaza, pero entendiendo que en ciertos casos el problema puede ser fuente de amenaza, es necesario considerar el escenario de posibles conflictos con actores no estatales que se ha venido prefigurando y cuya prevención debe tener en cuenta la perspectiva que al respecto tiene la sociedad civil en la región. Lo que se vislumbra como altamente probable en un horizonte de diez años, es que, junto a los conflictos domésticos y las amenazas internas a la estabilidad, aparecerán conflictos transnacionales con nuevos actores. No se trata sólo de las nuevas amenazas definidas en los años noventa (crimen organizado conectado con droga, guerrilla y terrorismo), sino de la aparición de nuevos actores capaces de plantear retos percibidos como nuevas amenazas. La cuestión de los movimientos indígenas podría surgir como un fenómeno transnacional estimulador de percepciones de inseguridad, porque en alguna medida su actuación rebasa conceptos de territorialidad y soberanía que se daban como resueltos pero que no funcionarían, aparentemente, para este tipo de movimientos. Otro fenómeno transnacional podría estar constituido por redes sociales con agendas regionales propias, que no puedan ser

Mecanismos andino-brasileños

En el evento se insistió en que, para elaborar una agenda colectiva, es necesario desarrollar verdaderas medidas de confianza, valorar los lazos históricos de los países implicados, los pro-

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asumidas por un multilateralismo tradicional entre estados sino que requieren un multilateralismo complejo. Estos nuevos actores pueden poner en cuestión muchas de las actuales concepciones de seguridad o de la definición de amenazas, y van a reprochar con fuerza su no inclusión en la discusión de cualquier tipo de acuerdo al respecto. De ahí la importancia de considerar cómo una serie de nuevos actores van a intervenir en la definición de una agenda regional cuando no existen los mecanismos para que puedan participar siquiera en el tratamiento de los temas más tradicionales, en los que tienen mucho qué decir. El papel y la participación de la sociedad civil se han venido planteando en los últimos años en el proceso de ALCA, y existe una gran presión, ejercida por una serie de redes de configuración transnacional, para obtener vocería en la construcción de cualquier agenda regional. El tema de seguridad, sin embargo, acarrea un problema para las organizaciones de la sociedad civil dado que, por lo general, su preocupación ha estado centrada en otras cuestiones muy distintas. La sociedad civil sólo ha intervenido en el tema de seguridad al salir de una dictadura o de una aguda confrontación, y lo ha hecho para exigir la protección de los derechos humanos o para reclamar que los militares no se desempeñen como actores políticos. Pero, una vez termina la transición, las organizaciones sociales no vuelven a interesarse por el tema de seguridad, salvo cuando reaparece en relación con la seguridad ciudadana frente a la criminalidad y delincuencia común. Entonces, como la seguridad regional no es un tema que esté dentro de sus perspectivas pero que sí las involucra, conviene hacer una convocatoria amplia a la sociedad civil para discutir al respecto. Hay que ayudar a que la sociedad civil supere el temor frente al tema de la seguridad y se involucre en la discusión acerca de funciones y limitaciones tanto al poder militar como al policial. Las comunidades académicas, al movilizarse alrededor de este tema, pueden ayudar a explicitar los componentes centrales de seguridad y estimular este debate también entre los más diversos sectores sociales de la región.

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janza, fueron asumidas como si hubieran sido concertadas. En fin, el proyecto no podría proponer una agenda tan amplia que tienda a “securitizar” todos los asuntos. Más bien, podría ayudar a la delimitación de los temas a partir de parámetros precisos acordados entre los países implicados y con una metodología que permita su concreción y especificación.

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blemas coyunturales comunes, así como el funcionamiento de mecanismos conjuntos de muy diverso orden. La ausencia de tales medidas ha contribuido, entre otras cosas, a impedir el funcionamiento de esquemas de seguridad colectiva. Es necesario, por tanto, que el proyecto estudie los fracasos y conflictos que se han producido al abordar distintos temas de seguridad en ámbitos bilaterales y multilaterales, así como los procesos de cooperación que han sido fluidos y han permitido avances. Se deben revisar las definiciones del Grupo de Río frente al tema de seguridad, al igual que la efectividad que el grupo podría tener, por ejemplo, en un papel de acompañamiento para la búsqueda de soluciones negociadas frente al conflicto colombiano, como el que –guardadas las diferencias de contexto y del tipo de conflictos– tuvo el Grupo de Contadora frente al problema centroamericano. Para unos, más que adoptar la posición fácil de desconocer los organismos de integración sub-regional o de vecindad, es indispensable analizar cómo recuperarlos con el fin de que cumplan con las aspiraciones que les dieron origen, y que su eficaz funcionamiento permita un acercamiento en los asuntos de seguridad. Estas instituciones derivadas de los procesos de integración pueden ayudar, además, a aproximarse a la discusión sobre la agenda, y podrían constituirse en el camino para poder concretar retos compartidos que se desprenden de amenazas transnacionales a la seguridad regional. Para otros, en cambio, habría que analizar con detenimiento si conviene agregar a la actual institucionalidad, ya bastante sobrecargada, funciones en los asuntos de seguridad en los cuales no tiene experiencia, o si es mejor estructurar nuevos mecanismos que asuman específicamente los temas de la agenda de seguridad. Entre éstos está la reunión de los ministros de defensa andinos antes de las cumbres presidenciales, como fue acordado por los propios jefes de Estado. Desde la institucionalidad de la Comunidad Andina, el proyecto podría revisar el alcance de la Carta Andina para la Paz y la Seguridad suscrita a mediados del año 2002, y que se propone desarrollar una política común fundamentada en una perspectiva democrática de la seguridad, la defensa de la democracia como sistema de gobierno, la promoción y protección de los derechos humanos, la solución pacífica de las controversias y el fortalecimiento del proceso de integración. Sin embargo, al examinar los instrumentos para su operación se observan los mismos problemas

que, a continuación señalamos, ocurren en Centroamérica con los tratados marco de seguridad. Muestra serias dificultades para hacer coherente la declaración de principios sobre seguridad con los instrumentos y contenidos para su aplicación. Privilegia temas de terrorismo, control de armamento, reducción de presupuestos militares y aplicación del tipo de medidas de confianza acostumbradas pero poco eficaces. Tiene un desfase entre los discursos sobre la seguridad y los referidos al desarrollo. Mantiene las decisiones y responsabilidades al respecto en las estructuras de seguridad tradicionales de los gobiernos y los cuerpos militares. Carece de un mecanismo de seguimiento, por lo que puede convertirse en una simple referencia de los países que la suscribieron, a diferencia de la convención interamericana contra el terrorismo, que constituye un eje de la seguridad para la región. Hace invisibles a los nuevos actores que han emergido alrededor o como epicentros de asuntos de seguridad y no contempla formas de participación de las sociedades. El proyecto andino-brasileño podría sugerir formas de superación de estas brechas con el fin de armonizar los postulados y los instrumentos de aplicación de la Carta, y de avanzar en la construcción de una agenda regional a partir de los mecanismos existentes. También dentro del marco de la CAN, las definiciones sobre desarrollo fronterizo contienen una importante evolución conceptual y unos mecanismos que podrían ser igualmente considerados dentro del análisis de posibles instrumentos para asumir de manera cooperativa los asuntos de seguridad fronteriza. Más aún cuando estos mecanismos binacionales se han venido ocupando crecientemente del tema de seguridad. Entre ellos están las comisiones de vecindad, que han funcionado bien cuando han tenido oportunidad de reunirse y trabajar temas concretos, o que han sido muy eficaces en su gestión sobre el terreno en la resolución a tiempo de problemas cuando se les ha pedido intervenir para evitar que éstos se conviertan en graves conflictos. El esfuerzo realizado para conformarlas y concertar sus funciones y responsabilidades es una experiencia acumulada que se debe mantener y reforzar. Su fortalecimiento implicaría que sean dotadas con nuevos apoyos de las entidades encargadas de la planeación nacional con el fin de que puedan acompañar la definición de sus recomendaciones para que sean viables a nivel presupuestario y técnico. Además, deben ser reforzadas en su com-


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de reuniones anuales de cooperación en las que intercambian conocimientos, doctrinas, modelos de operaciones y medidas de control. También existen acuerdos que, sin afectar la soberanía nacional del país vecino, permiten operaciones como las de control del tráfico ilegal en áreas de fronteras a cargo de una de las fuerzas nacionales, las cuales cesan cuando llegan a la frontera común y deben ser continuadas por el país vecino. Habría que analizar si esos mecanismos puntuales bilaterales podrían contribuir a constituir una arquitectura regional en materia de seguridad. Mecanismos según problemas y amenazas

En el debate se expresaron sugerencias con relación a los mecanismos que se deberían poner en marcha según los problemas y las amenazas que, aunque no se presentan con la pureza en que han sido definidas, siempre tendrán una fisonomía que permita encuadrarlas y jerarquizarlas en un patrón de clasificación. Para atender los distintos tipos de problemas y amenazas existe una amplia gama de acuerdos que pueden y deben ser utilizados coordinadamente para hacerles frente. Para la defensa convencional hay cooperación y enlaces militares entre países y reuniones de los estados mayores. Frente a problemas como el de las drogas se coordinan acciones de control, reuniones de ministros de defensa, cumbres hemisféricas. Ante problemáticas como la colombiana, en donde las fuerzas militares enfrentan la acción armada de guerrillas y paramilitares, se abre la discusión de qué deberían hacer los estados colindantes. Surge, además, la discusión acerca de si las fuerzas armadas, allí donde no enfrentan confrontaciones armadas internas y ante la ausencia de amenazas convencionales, no deberían empezar a adecuar sus doctrinas y armamentos, con el fin de conformar fuerzas militares nacionales, acantonadas dentro de marcos del Estado-nación, pero preparadas para participar cuando sean requeridas regionalmente y dispuestas a cooperar con intercambio de información, inteligencia y equipamiento. La defensa frente a las amenazas no tradicionales distintas de las confrontaciones armadas contra el Estado disponen de mecanismos de protección que se ubican en tres espacios: la inteligencia, las fuerzas policiales y los mecanismos jurídicos. Estos últimos sirven para precisar la operación de las dos anteriores y para guiar la acción interestatal a través de tratados, por ejemplo, en materia de extradición. Se propuso anali-

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posición con el fin de que sus integrantes representen diversos sectores de los países implicados y conozcan los temas por tratar. También deben ser ajustadas en concordancia con las transformaciones de las agendas de política exterior y de la relación bilateral. Su funcionamiento permanente, así cambie el partido en el poder o existan discrepancias entre las capitales y problemas en las fronteras, ayuda a la generación concreta de confianza y de mutua cooperación bilateral, lo que se traduce en buenas relaciones fronterizas, comerciales y de seguridad. Existen algunos mecanismos de seguridad entre Brasil y cada país andino para el control de las fronteras compartidas, así como apoyo operacional y de inteligencia, intercambio judicial, medidas de confianza entre las fuerzas armadas y de policía, relativa concertación para la lucha contra el tráfico de drogas y posibilidad de usar el Sistema de Vigilancia Amazónica (SivamSipam). El sistema ha sido desarrollado para prevenir la intervención en territorios no controlados efectivamente y como un campo de cooperación con los vecinos. Éstos deben identificar la institución nacional que lo dimensione, ajuste y ponga en práctica, así como el cuerpo político, técnico y operativo con capacidad para descifrar, precisar y utilizar los datos del sistema. Ya existen veinte documentos jurídicos entre Brasil y los países andinos, que se deben hacer operativos de manera coordinada. También podrían revisarse las posibilidades en el espacio amazónico compartido, que cuenta con el TCA, y analizar, por ejemplo, si a más de avanzar en un tratamiento realmente cooperativo de las cuestiones ambientales, se podría pensar en la creación de una comisión especial que pudiera concertar criterios para incluir una agenda de seguridad. Igualmente, desde el parlamento andino se podría tratar el tema de conciliar la carta andina con el TCA y la declaración diplomática del Mercosur sobre seguridad. Además, según el agregado militar de Brasil en Bogotá, misiones como las que él representa y que hacen parte de los cuerpos diplomáticos, se remontan a 1967 y existen en todos los países de la CAN. Muchos generales y altos oficiales de los ejércitos de los países andinos se han capacitado y entrenado en escuelas militares de Brasil, y actualmente profesores brasileños enseñan en las escuelas militares de Perú y Venezuela. Es común para las fuerzas armadas de la región la realización de encuentros de análisis estratégico, de inteligencia y de logística, así como la realización

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zar la necesidad de crear un centro regional de inteligencia que sea capaz de coordinar regionalmente las acciones policiales y que supere la función de la Interpol en la región. Éste podría ponerse en marcha a partir de la disponibilidad de instrumentos de información e inteligencia con los que cuenta cada policía nacional, y así el primer paso sería de agregación y homologación de la información, de los procesos en curso y de las respectivas interpretaciones. Ante las amenazas estructurales en la esfera de la seguridad, que abarcan el ámbito de las políticas públicas nacionales y los distintos mecanismos de la cooperación regional y multilateral, así como la presencia y participación de sectores sociales para hacer frente a la escasez de recursos, se propuso pensar formas de participación de las corporaciones privadas y empresariales. En síntesis, el debate mostró que aunque, por su debilidad nada augura que la CAN, el TCA o los mecanismos binacionales puedan estar en el futuro en condiciones de procesar y resolver los asuntos de seguridad, no existe otra institucionalidad, como tampoco existe otro ámbito de concertación como el Grupo de Río. Por eso, surgieron propuestas en el sentido de que el proyecto sugiriera formas para que los mecanismos de cooperación den pasos concretos y pongan en marcha acuerdos comunes bilaterales, sub-regionales o regionales para asumir las cuestiones de seguridad relacionadas con la vecindad fronteriza y con las amenazas transnacionales. También para que revisara nuevos mecanismos si los organismos existentes son insuficientes. La discusión mostró dificultades para ese proceso derivadas de la sobrecarga de retórica en la región andina y en el parlamento latinoamericano, de la bilateralidad en las relaciones de Brasil con cada país andino, así como del predominio de los temas de seguridad vinculados con acuerdos bilaterales con Estados Unidos. Pero también mostró que todo ello, aunque entraba la construcción de una agenda regional común, es al mismo tiempo lo que estimula su desarrollo y el que ésta alcance trascendencia internacional. Además mostró que la organicidad que pueda adquirir la relación andinobrasileña deberá soportarse en patrones de

confianza y cooperación, para lo cual es decisivo el conocimiento, por parte de los gobiernos y los forjadores de opinión, no sólo sobre las crisis de los vecinos sino sobre sus potencialidades. Así no se generan más incertidumbre y prevenciones sino aproximaciones y acuerdos. Y en este campo, los participantes coincidieron en que el proyecto regional puede hacer una significativa contribución. En conclusión de los retos planteados al proyecto por el primer seminario, para avanzar en una visión regional que dé sustento a una agenda de seguridad andino-brasileña es necesario clarificar el concepto de seguridad con el cual el proyecto se propone avanzar, y definir las amenazas y los imperativos comunes de seguridad, así como los actores que participan y que van más allá de los agentes clásicos. También, requiere definir el espacio de coordinación de políticas, el grado de institucionalización en diferentes niveles no sólo intergubernamentales, definir para qué temas deben desarrollarse mecanismos colectivos de seguridad y si éstos deben ser bilaterales o generales, permanentes o puntuales, si hay que reforzar los que ya existen o crear otros específicos, y cómo contribuir a superar el desfase operacional que se encuentra entre las definiciones adoptadas por los gobiernos y los procesos reales en curso. Además, el proyecto andino-brasileño debe estimular el debate sobre las implicaciones políticas del papel de Estados Unidos, cuyos intereses juegan de manera determinante y recortan el margen de posibilidades del subcontinente. Igualmente, su arranque debe partir de que una buena vecindad implica compatibilidad de valores, relevancia y comprensión mutua, realidades e identidades compartidas. Implica, así mismo, asumir que la seguridad de un país no puede estar basada en vecinos débiles y en crisis sino que requiere su estabilidad y fortaleza. De la misma manera demanda continuidad en las medidas no sólo en el campo militar y aceptar que las relaciones de vecindad no pueden orientarse sólo por el mercado. Necesitan, en fin, aceptar que la redefinición del interés nacional no finaliza en la frontera sino que se expresa en la integración con los vecinos como un elemento de fuerza internacional. FECHA DE RECEPCIÓN: 04/10/2003 FECHA DE APROBACIÓN: 13/10/2003


Por Jorge Reinel Pulecio Profesor asociado, IEPRI, Universidad Nacional de Colombia

SI NO SE HUBIERAN ROTO LOS

diálogos de paz entre el gobierno y la guerrilla de las FARC-EP, el 20 de febrero de 2002, la publicación del libro de Ferro y Uribe habría sido vista como un petardo contra los diálogos y las esperadas negociaciones. Esto porque el libro presenta con crudeza una parte sustantiva del “orden de la guerra” que se libra en Colombia –la referida a la naturaleza organizativa y política de las FARC-EP–, y deja en los lectores la percepción dramática y desoladora de una guerra que se institucionaliza y se potencia, aprovechando los propios esfuerzos de paz de la nación colombiana. Como los diálogos se rompieron y al orden del día (2003) están las políticas favorables al escalamiento del conflicto, tanto en el campo del Estado como de la insurgencia, el estudio de Ferro y Uribe parece a primera vista confirmar los argumentos belicistas de los propagandistas oficiosos. En realidad, nada sería más ajeno al propósito de los autores ni más equívoco, si hacemos una lectura atenta del texto. Se trata por el contrario de una exploración a fondo, hasta donde la propia dinámica de la guerra lo permite, sobre la compleja estructura organizativa y el soporte ideológico de la organización guerrillera más antigua y consolidada del hemisferio occidental, exploración pensada para entender la naturaleza de la guerra de más de 40 años que vive Colombia.

El libro está llamado a producir polémica, incluso a ser estigmatizado por lectores confesionales y ligeros. Pero en todo caso se convertirá en una obra de referencia necesaria para todos aquellos que, con ánimo académico o con el propósito de construir alternativas políticas al conflicto nacional, pretendan adentrarse en el entendimiento del orden de la guerra. La primera virtud que quiero destacar del libro es su oportunidad. La intensa investigación de campo fue posible por el clima favorable que se creó durante los tres años de diálogos de paz en la denominada Zona de Distensión (enero de 1999 a febrero de 2002). De alguna manera la guerrilla de las FARC se abrió a una disección externa. A una biografía no autorizada pero consentida. Del examen resultan muchas verdades que seguramente hoy preferirían mantener ocultas. Igualmente el libro puede ser leído con el propósito de una autocrítica del movimiento insurgente. De hecho, los autores se cuidan de caer en los epítetos y las descalificaciones gratuitas, propias de los propagandistas oficiosos. Se trata de un texto académico. Un texto producido en un interregno en que la nación creyó en la solución negociada del conflicto armado pero que va a ser leído en medio de himnos de guerra. Aun así, mantiene el tono regulado del académico preocupado por la verdad, en todos los tiempos. El plan del libro es sencillo: se pregunta por las causas del crecimiento de las FARC en las últimas

reseñas décadas. Trata de responder recurriendo de forma casi exclusiva al análisis de la evolución organizativa y política de las propias FARC. Muy poco se ocupa de los factores externos, del entorno nacional e internacional. Allí está su virtud pero también los límites del análisis. Utiliza como pretexto una guía metodológica propuesta por Panebianco (1995) para analizar la dinámica de los partidos políticos. El resultado final es la radiografía gigante de una estructura militar institucionalizada (burocrática, la llama Francisco Gutiérrez, el prologuista), las FARC-EP, expuesta a un conjunto de contradicciones y riesgos de crecimiento que los autores describen con una dialéctica muy precisa. No existen cifras contundentes sobre el crecimiento cuantitativo de los militantes de las FARC. En cambio, el estudio muestra la evolución histórica de su estructura orgánica, de las instancias de mando político y militar, de la estrategia de penetración territorial, de autosuficiencia financiera, de creación de instancias políticas y militares urbanas, en fin, de adecuación funcional del complejo políticomilitar guerrillero a las exigencias contemporáneas de la guerra, incluyendo de forma destacada la institucionalización de la organización (esto es, que se ha convertido en un fin en sí misma a partir de transformar los principios fundacionales en cultura organizacional). En suma, las FARC evolucionaron de ser un movimiento de autodefensa campesina, en los años cincuenta y sesenta, a constituirse en un retador eficiente del régimen

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Juan Guillermo Ferro y Graciela Uribe Bogotá, CEJA, 2002.

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ISSN 0121-4705

El orden de la guerra. Las FARC-EP: entre la organización y la política.


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político y del Estado nacional. En el discurso de la propia organización guerrillera, en virtud del crecimiento orgánico son hoy una “opción de poder” en Colombia. Muchos cambios han ocurrido en Colombia y en el mundo en estos últimos 40 años. Lo cierto es que las FARC evolucionaron de forma organizativa y crecieron, pero extrañamente mantuvieron el principio fundacional como una estrategia exitosa de consolidación institucional. Esto es lo que destacan los autores. Y lo hacen mostrando las contradicciones y riesgos de tal crecimiento. Enunciemos algunos: 1. El principio fundacional de las FARC es el concepto de resistencia. Resistencia campesina contra agresores externos, nacionales e internacionales. Este principio le otorga sentido y pertenencia a la militancia. Ha sido la base de la institucionalización de la organización. De forma contradictoria, la nueva militancia, compuesta fundamentalmente por jóvenes (los militantes de las FARC tienen un promedio de edad de 19 años, según Carlos Antonio Lozada, miembro de la Comisión Negociadora de las FARC hasta el año 2002 en entrevista concedida al autor de esta reseña), campesinos (90%) y mujeres (40%), en la actualidad no puede adoptar fácilmente las reglas y normas derivadas del referido principio fundacional, es decir, la institucionalidad largamente construida. Y ante el acelerado crecimiento orgánico y las demandas operativas de la guerra, las FARC no tienen tiempo para formar a su nueva militancia. Los riesgos son evidentes y costosos. 2. Asociado al punto anterior, mantener la identidad cultural de corte campesino ha sido vital para la consolidación y la unidad de las FARC. A su vez, la misma organización es consciente de que hoy éste es un país urbano y que las grandes

decisiones nacionales se librarán en las ciudades. No obstante, las FARC no tienen una propuesta política coherente sobre los problemas urbanos contemporáneos. Ferro y Uribe concluyen con una frase lapidaria: “Las FARC no han ganado ni han perdido la guerra porque no han logrado entrar de lleno en la ciudad. (...) La consecuencia de esto naturalmente resulta en la prolongación indefinida del conflicto...”. 3. Para sostener el crecido ejército, las FARC han debido sacrificar legitimidad política y reconocimiento ético como organización que se propone conducir la sociedad. El recurso a la extorsión, al secuestro y al narcotráfico, si bien les permite sostener de forma autónoma la guerra, a su vez le ofrece al Estado la oportunidad de demostrar la ilegitimidad ética y moral de este retador no institucional. 4. El recurso a la clandestinización de todas sus estructuras –obligado por la guerra sucia–, les permitió a las FARC garantizar la vida de sus simpatizantes y militantes. Incluso puede ser parte de su crecimiento externo. Sin embargo, esto mismo ha aislado a la organización, la ha privado de dirigentes de masas y de la posibilidad de construir alianzas, esto es, de hacer política. 5. Las FARC mantienen un discurso político e ideológico básicamente marxista-leninista. Se trata de una lectura fundamentalista de la lucha de clases, de un mensaje contestatario y antiimperialista, recientemente adosado con una recuperación crítica del pensamiento bolivariano. Es palpable su aislamiento de los aportes teóricos de la izquierda gramsciana. Esto les permite manejar un mensaje llano y sencillo para su militancia campesina, y quizás reducir las polémicas y disidencias propias de la izquierda

crítica. No obstante, igualmente mantiene aislada a las FARC del tratamiento de grandes temas contemporáneos, asociados por ejemplo a los problemas de revalorización de la democracia, o a los temas de género, minorías étnicas, religiosas y culturales, y a los propios retos que establece la globalización. Estas y muchas otras contradicciones vinculadas al crecimiento cuantitativo y al discurso político de las FARC son ampliamente documentadas por Ferro y Uribe en los materiales internos de la organización, en las entrevistas a comandantes guerrilleros, así como a líderes sociales de la región del Caguán en el Caquetá. El libro deja muchas ventanas abiertas para el análisis. Quiero referir brevemente dos temas y luego concluir enunciando lo que me parecen vacíos o, mejor, tareas pendientes, no asumidas en el texto. Puede deducirse del libro que el Estado colombiano, las elites políticas y económicas, no han querido apostar a hacer de las FARC un retador institucional. Prefieren mantenerlas como retador no institucional del régimen (bandoleros, subversivos, guerrilleros o terroristas, según el lenguaje que ponga de moda el jefe de Estado, todos por fuera de la ley, sin siquiera el reconocimiento de fuerza beligerante). Seguramente esa es una opción que tampoco han querido jugar sectores clave de las FARC: no aceptan convertirse en retadores institucionales del régimen. En términos prácticos, esto se traduce en un diálogo imposible: el régimen político no se abre de forma genuina para aceptar la participación de las FARC (ese fue el caso frustrado de la Unión Patriótica, que terminó en el exterminio de su militancia) y, del otro lado, las FARC sólo aceptan una institucionalidad que emerja de un nuevo régimen político. Lo anterior queda igualmente


cia, por ejemplo)– que se han creado condiciones favorables al fortalecimiento orgánico de la insurgencia guerrillera y de los paramilitares. En dos dimensiones puede ejemplificarse brevemente lo dicho: en la crisis de la justicia y en la economía del narcotráfico. Sobre lo primero, extraña que los autores no hayan profundizado en el tema de la forma como las FARC establecen una “justicia guerrillera”, radicalmente distinta al sistema judicial nacional y que escarmienta en las fallas del mismo, para imponer una legitimidad alternativa en las zonas bajo su control. El punto no es que la guerrilla sí haga justicia “pronta y cumplida”, sino que una de las mayores expresiones de la crisis institucional colombiana está en la ineficiencia del sistema de justicia, como ha sido ampliamente documentado. Como dice Francisco Thoumi (2002), en Colombia se democratizó el incumplimiento de la ley. Y después se privatizó la “justicia”. En suma, sin reconocer la crisis en las instituciones básicas, como la justicia, no puede entenderse plenamente la dinámica de organizaciones como los paramilitares o las FARC. Éste es un aspecto pendiente de investigación. En segundo término, aunque Ferro y Uribe reconocen que el crecimiento de las FARC no puede asociarse de forma exclusiva al crecimiento de la economía de los cultivos ilícitos, en todo caso al optar por leer el fenómeno del crecimiento desde la óptica del efecto del narcotráfico sobre las finanzas y la estructura organizativa de las FARC, el análisis pierde integridad. Por ejemplo, es evidente que la economía del narcotráfico desestructuró primero la unidad y funcionalidad de la familia campesina en las zonas cocaleras y en las áreas de influencia; luego penetró en las otras instituciones y organiza-

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lombia la juventud campesina no tiene futuro. No se lo brinda la familia, la escuela, el entorno local, la sociedad mayor. Y los que ingresan a la guerrilla no lo hacen por razones ideológicas y políticas – como sucedía con las guerrillas de los años sesenta y setenta, alimentadas por capas de estudiantes, maestros e intelectuales de clase media–. Ya dentro de la guerrilla, la comandancia procura, sin éxito garantizado, darles formación ideológica. Los autores tratan con doloroso realismo este proceso. Pero cabe la pregunta: ¿No es por las mismas razones que los jóvenes están optando por los otros ejércitos, por ingresar en las Fuerzas Armadas, la Policía Nacional o enrolarse con los paramilitares? En realidad, para tener completo el mapa del orden de la guerra en Colombia, el estudio debería abarcar la historia de la evolución orgánica y política de los otros ejércitos actuantes. En todos los casos, el peso de la guerra se descarga en la juventud. Finalmente, a pesar del gran aporte documental y analítico del estudio en comento, creo que subsisten vacíos que obligan a continuar las indagaciones y a tomar con reserva algunas conclusiones. Lo más preocupante, en mi entender, es que el estudio trata de explicar el crecimiento de las FARC centrando el análisis casi exclusivamente en la funcionalidad de la estrategia organizativa y el discurso ideológico adoptados por dicha organización. No es posible sustentarlo aquí, pero existe suficiente evidencia (y literatura que sobra reseñar) de que también se ha gestado una crisis institucional en la sociedad colombiana, y que ésta se ha expresado en resquebrajamiento (o en amenaza de colapso) del Estado. Ha sido sobre ese paño de fondo –crisis institucional y debilitamiento del Estado (pérdida del monopolio del ejercicio de la violencia, la tributación y la justi-

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patentado en un caso que tratan los autores pero que merece estudios más detallados. Me refiero a la experiencia de Cartagena del Chairá en el Caquetá. La región ha sido controlada políticamente por las FARC desde principios de los setenta, y desde 1977 existen cultivos de coca (antes hubo marihuana). En dos ocasiones (1984-1985 y 19992000) se han formulado proyectos –con participación del Estado, las FARC y las comunidades locales– para sustituir de forma concertada los cultivos ilícitos y generar un modelo de desarrollo regional alternativo. En ambas ocasiones los proyectos han sido abortados. Lo novedoso del proyecto de “Planificación de mecanismos para la sustitución de cultivos ilícitos en Cartagena del Chairá”, presentado en el año 2000 por las FARC como propuesta en los diálogos de paz, era, primero, que estaba pensado como profundización de un ejercicio de democracia corporativa impulsado por esa guerrilla en las elecciones previas del alcalde municipal. Segundo, que las FARC lo planteaban como una forma de legitimación suya ante la comunidad nacional e internacional, para superar el estigma de los vínculos con el narcotráfico. El gobierno de Pastrana cerró toda opción política al experimento. A mi entender este hecho mostró, de forma protuberante, la distancia que había entre las partes en los diálogos de paz. Las FARC insisten en un modelo de Estado corporativo y en un régimen político de partido único. El establecimiento evidenció una vez más que no acepta compartir algún tipo de institucionalidad con las FARC. Un segundo ámbito de reflexión que provoca el libro es el de la juventud. El lector quedará aterrado con la información recabada sobre las causas del ingreso masivo de jóvenes y niños a la guerrilla. Una cosa queda clara: en Co-

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ciones que daban sentido al orden social y político local o regional (empresas, partidos políticos, gremios, organismos del Estado, etc.); finalmente se estableció y extendió la cultura del enriquecimiento rápido, del riesgo, del premio al más osado, relegando el trabajo arduo, la acumulación lenta, el esfuerzo productivo. La cultura de la captura de rentas especulativas y de apropiación privada de bienes públicos, el familismo amoral, se hizo dominante en amplios sectores de la sociedad colombiana. Ésta es una dimensión de la crisis institucional en lo local y regional que ha favorecido el crecimiento de la insurgencia y los paramilitares. En consecuencia, no puede invertirse el sentido de causalidad: el origen de la crisis está en las instituciones básicas. De no entenderse adecuadamente el fenómeno puede caerse otra vez en el argumento manido de que la economía de la coca y la amapola es la fuente de todos los males en Colombia, no una expresión de la crisis. Finalmente, me parece francamente insuficiente el tratamiento dado en el libro al tema regional, aunque éste era un propósito explícito del estudio. Veamos. No es suficiente reconocer, con

razón, por lo demás, que el “centralismo democrático” adoptado por las FARC ha sido un obstáculo para el enraizamiento de dicha organización en los ámbitos local y regional, aunque eficiente en términos operativos. La referida estrategia de expansión por penetración de territorios igualmente aparece como una impostura en la medida que las FARC desarrollan un proyecto político “nacional”, donde lo regional aparece apenas como subsidiario de propósitos tácticos y operativos. Lo anterior explica que en Colombia las FARC no hayan podido agenciar un proyecto reivindicativo regional. No porque no exista. En los últimos años, las elites políticas locales y regionales tampoco han podido fraguar proyectos reivindicativos propios, ante el riesgo de cooptación de los mismos por parte de la insurgencia. Al contrario, han preferido mantener el sistema clientelista, dando al traste con el propio espíritu de la Constitución de 1991. Se hace necesario estudiar las dinámicas económicas, sociales y políticas de las regiones en el contexto nacional y frente a los retos de la globalización. Por

ejemplo, en el caso analizado por Ferro y Uribe, centrado en el accionar de las FARC en el departamento del Caquetá y la Amazonia en general, es notable la ausencia de un análisis de las transformaciones estructurales ocurridas en la región y de la importancia estratégica regional en contexto de globalización. Ese ejercicio con seguridad arrojaría luces sobre la transformación de una economía de colonización productiva en una economía de captura de rentas (coca, petróleo, recursos fiscales del Estado), y sobre los juegos estratégicos de las grandes potencias tras los recursos ambientales de la Amazonia. Tales transformaciones explican en parte los cambios (crisis) en las instituciones regionales, el paso de la cultura productiva a la especulativa, la emergencia de dualidad de poderes, el debilitamiento del Estado, etc.; explican también, por qué las FARC y los paramilitares han asignado tantos recursos militares a esa región, al igual que la concentración de recursos del Plan Colombia en la misma. No todo es estrategia organizativa en el orden de la guerra.

Perspectivas comparadas de mercados de violencia Martín Kalulambi Pongo (editor), Bogotá, IEPRI/Alfaomega, 2003

Por Eric Lair profesor Universidad Externado de Colombia

esta publicación acerca de la violencia organizada es el fruto de un trabajo colectivo adelantado por cuatro académicos que se han destacado en los últimos años por sus investigaciones sobre el tema.

En una perspectiva pluridisciplinaria, los autores proponen un análisis transversal de distintos contextos y fenómenos de violencia. El espectro de los casos nacionales y trans-regionales contemplado es particularmente amplio: va desde Colombia hasta el Líbano pasando por el continente africano, regiones del sur de Europa y Asia central. A

pesar de la diversidad y complejidad de las situaciones abarcadas, los estudios se articulan en torno al postulado central de los “mercados de violencia”. Siguiendo un enfoque antropológico, Georg Elwert inicia el trabajo con una reflexión teórica, particularmente profusa, en torno a los múltiples aspectos de los


calificativo y tiende a homogeneizar facciones de una gran variedad en sus estructuras y relaciones con los espacios o las poblaciones. Por otra parte, de pronto hubiera sido útil ahondar en las transacciones entre los agentes de las esferas públicas civiles, las fuerzas armadas regulares y los grupos al margen de la ley para tratar de entender lo que muchos observadores denominan hoy una “criminalización del Estado” perceptible en los espacios de violencia. Los protagonistas, operando en los “mercados de violencia”, movilizan medios para perseguir fines que fluctúan en el tiempo y el espacio. Siguen comportamientos “racionales” que los autores intentan restituir en tramas inteligibles demultiplicadas. Uno de los principales aportes del libro radica en que la “racionalidad” expuesta se ve en permanencia obstaculizada (“racionalidad limitada”) por variables no previstas o mal calculadas (azar, deficiencia de la información, etc.) y no se restringe a una sola categoría explicativa (horizonte político, tensiones comunitarias, ciclos de venganza, honor, etc.), aunque los autores privilegian las motivaciones económicas de las lógicas de acción colectiva. De allí, la idea de “mercados de violencia” derivada del ámbito económico. Se corrobora esta impresión con la atención dedicada a las economías de guerra que delimitan y regulan en gran parte los espacios de violencia. En esta óptica, la guerra se asemeja a una actividad eminentemente rentable. Para proporcionar una imagen más acertada y completa de los hechos, no sólo es imprescendible agregar, como lo propone M. Kalulambi, que los “mercados de violencia” son también sinónimos de prestigio para algunos actores que ven en ellos una oportunidad de ascenso social, sino que disbujan “carre-

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modos de control espacial ejercidos por parte de estos actores, no se detallan suficientemente la privatización de las esferas públicas de la sociedad ni los procesos de territorialización y desterritorialización de la violencia, los cuales hubieran podido poner aún más en evidencia el carácter polisémico de los “mercados de la violencia”. ¿Qué decir de los actores que se “mueven” dentro de dichos mercados? Los artículos resaltan el papel significativo de los grupos armados ilegales (guerrillas, paramilitares, milicias, mercenarios, etc.) en la conformación y la diseminación de la violencia. A excepción del texto de I. Richani, se alejan en este sentido de las explicaciones “estructuralistas” que pretenden por ejemplo hacer de la “precariedad” del Estado una causa mayor de los conflictos. Por estimulante y dinámica que sea, la presentación de los “mercados de violencia” desde el punto de vista de los actores hubiera requerido amplios desarrollos. Falta una contextualización precisa de las trayectorias de los protagonistas con el propósito de dar una “historicidad” al trabajo en su conjunto y referentes al lector, no necesariamente familiarizado con el tema, aunque el texto de I. Richani es el más explícito al respecto. Por otra parte, no se justifican bien expresiones como “caudillos” y “señores de la guerra” usadas en calidad de “empresarios de la guerra”. Recurrente, este último término, que remite a la “atomización” de los territorios bajo la administración de una pluralidad de actores bélicos por analogía a las convulsiones internas de índole político-militar que conoció China en épocas anteriores, no deja de generar inconformidad: tiene en muchas ocasiones una connotación peyorativa para los personajes expresamente designados bajo este

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“mercados de violencia”. Tristan Landry y Martín Kalulambi Pongo cuestionan y afinan la noción con consideraciones más “empíricas” sobre el corredor adriático-cáucaso y África, respectivamente. En forma algo desunida del resto de los artículos, el libro concluye con una mirada cruzada sobre el conflicto armado en Colombia y el Líbano, en la cual Ignacio Nazih Richani introduce la idea de “sistema de guerra” que por sí sola merecería varios comentarios. No obstante, por la densidad de la argumentación avanzada a lo largo de la publicación, resulta difícil hacer una lectura crítica de cada texto en pocas líneas. Por tanto, nos limitaremos a formular las siguientes observaciones y a plantear algunos interrogantes para nutrir la discusión sugerida por los autores. En primera instancia, la noción de “mercados de violencia” constituye una invitación a pensar el espacio en toda su heterogeneidad en una época de globalización acelerada. Las contribuciones hacen hincapié en los territorios afectados por ciertas manifestaciones de violencia, entre las cuales se singularizan el crimen organizado y sobre todo la guerra. En desfase con otros estudios, los presentes artículos superan la sensación de “desorden” asociada a los espacios en guerra. Esbozan un panorama difuso donde confluyen e interactúan protagonistas, no siempre armados, que fragmentan y (re)construyen a la vez el tejido socio-político y económico según sus intereses. Las cuatro investigaciones subrayan las interpenetraciones entre lo local y lo global, ante todo con la estructuración de dichos protagonistas en redes flexibles (tráficos de armas, drogas, diamantes, etc.). Demuestran en filigrana que las guerras internas revisten notorias dimensiones transfronterizas. Si bien es cierto que se evocan unos

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ras” precarias, donde prevalece la amenaza de muerte, y que alteran el tejido social. En síntesis, al exponer la tesis de los “mercados de violencia”, los académicos reunidos en esta publicación toman el riesgo de dar una

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visión parcial y “economicista” de la violencia organizada. Sin embargo, esta meritoria labor de comprensión de la violencia, y de la guerra en particular, es reveladora de los esfuerzos que se han realizado en Colombia desde hace una

década para aprehender estos fenómenos sabiendo que en la materia no es fácil formular propuestas de análisis estimulantes para la reflexión, reto que han logrado asumir los autores con el material entregado en el libro.


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