Iliada, Canto XII

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El anciano Príamo fue el primero en verlo con sus ojos lanzado por la llanura, resplandeciente como el astro que sale en otoño y cuyos deslumbrantes destellos resultan patentes entre las muchas estrellas en la oscuridad de la noche y al que denominan con el nombre de Perro de Orión. Es el más brillante, pero resulta un siniestro signo y trae muchas fiebres a los míseros mortales; así brillaba el bronce alrededor de su pecho al correr. El anciano exhaló un suspiro, se golpeó la cabeza con las manos, tras extenderlas a lo alto, y con un profundo gemido gritó, suplicando a su hijo. Mas éste estaba quieto ante las puertas, lleno de un ansia incontenible de luchar contra Aquiles. El anciano abrió los brazos y le dirigió palabras lastimeras: «¡Héctor! Te lo pido, hijo mío, no aguardes a ese hombre solo y lejos de los demás. Si no, pronto alcanzarás el destino, doblegado por el Pelida, pues en verdad él es muy superior, ¡el cruel! ¡Ojalá fuese igual de querido para los dioses que para mí! Pronto lo devorarían los perros y los buitres en el suelo, y esta atroz aflicción se iría de mis entrañas. Me ha dejado privado de muchos y valerosos hijos, que ha matado o vendido en remotas islas. También ahora hay dos hijos míos, Licaón y Polidoro, que no consigo ver entre los troyanos refugiados en la ciudad y que Laótoe, poderosa entre las mujeres, dio a luz para mí. Mas si están vivos en el campamento, seguro que pronto los rescataremos con bronce y oro, pues hay en casa, ya que el viejo Altes, de ilustre nombre, dio una gran dote a su hija. Pero si ya están muertos y en las moradas de Hades, ¡qué dolor tendremos su madre y yo, que los engendramos! Para el resto de las huestes el dolor no será tan duradero, a no ser que tú también mueras doblegado por Aquiles. No te quedes y entra en la muralla, hijo mío; así salvarás a los troyanos y troyanas y evitarás otorgar una gran gloria al Pelida y además privarte tú mismo de la propia vida. Y apiádate de este desdichado de mí aún en sus cabales, del infeliz a quien el padre Crónida en el umbral de la vejez consumirá con un sino cruel después de ver muchas desgracias: a mis hijos pereciendo, a mis hijas arrastradas a la esclavitud, las habitaciones destruidas, los tiernos hijos estrellados contra el suelo en la atroz lid 1

Conocido tradicionalmente como La muerte de Héctor

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y a mis nueras tiradas bajo las malditas manos de los aqueos. A mí mismo, por fin, en la primera de las puertas los perros carniceros me despedazarán, cuando alguien con el agudo bronce me golpee o dispare y me quite el aliento vital de los miembros: ¡los perros guardianes de la puerta criados a la mesa de palacio, que, después de beberme la sangre, con ánimo desvariado se tenderán en el vestíbulo! Al joven todo le sienta bien, aun muerto por obra de Ares y desgarrado por el agudo bronce, cuando yace: aun muerto, todo lo que de él aparece es bello. Pero cuando los perros mancillan la cabeza canosa, el canoso mentón y las vergüenzas de un anciano asesinado, eso es lo más lamentable para los míseros mortales.» Dijo el anciano, y con las manos se mesaba el canoso cabello y se lo arrancaba de la cabeza; mas no convencía a Héctor. Al otro lado, su madre se lamentaba y vertía lágrimas, mientras con una mano se abría el vestido y con otra se alzaba el pecho. Y entre las lágrimas que vertía le dijo estas aladas palabras: «¡Héctor, hijo mío! Respeta esto y compadécete de mí, si te puse en los labios el pecho, que acalla los llantos. ¡Acuérdate de eso, hijo mío, y protégete del enemigo metiéndote en la muralla! ¡No te enfrentes a ése en duelo! ¡El cruel! Pues si te mata, yo ya no te podré llorar en el lecho, querido retoño a quien yo di a luz, ni tampoco tu esposa, de rica dote; y muy lejos de las dos, junto a las naves argivas, te devorarán los rápidos perros.» Así lloraban los dos y se dirigían a su hijo con insistentes ruegos; mas no convencían el ánimo de Héctor, que aguardaba firme al monstruoso Aquiles, que ya se acercaba. Como una montaraz serpiente acecha a un hombre sobre su cubil, ahíta de pérfidos venenos; una atroz ira la invade y su mirada es pavorosa al enroscarse alrededor de su cueva, con el mismo incombustible furor resistía Héctor sin ceder, con el resplandeciente broquel apoyado en el prominente zócalo. Y he aquí que apesadumbrado dijo a su magnánimo corazón: «¡Ay de mí! Si me meto en las puertas y en las murallas, Polidamante será el primero en cubrirme de oprobios pues me ha ordenado guiar a los troyanos hacia la ciudad esta noche maldita en que el divino Aquiles ha dejado la calma. Mas yo no le he hecho caso, y ¡cuánto mejor habría sido! Ahora que ha perecido la tropa por culpa de mis necedades, vergüenza me dan los troyanos y troyanas, de rozagantes mantos, no sea que alguna vez alguien vil y distinto de mí diga: “Héctor, por fiarse de su fuerza, hizo perecer la hueste” IES Zurbarán


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Así dirán; y en ese caso para mí habría sido mucho mejor enfrentarme contra Aquiles y regresar después de matarlo o perecer yo mismo con gloria delante de la ciudad. ¿Y si depongo el abollado broquel y el ponderoso casco y tras dejar la lanza apoyada contra la muralla voy sin armas y me presento ante el intachable Aquiles y le prometo entregar a Helena a los Atridas, junto con las riquezas íntegras que Alejandro se trajo en las cóncavas naves a Troya, acción que fue la causa de la contienda, para que se la lleven, y además con los aqueos repartirnos todos los demás tesoros que guarda esta ciudad? Después puedo tomar juramento de honor a los troyanos de no esconder nada y de repartir en dos lotes todos los tesoros que encierra en su interior la amena ciudadela. Pero ¿por qué mi ánimo me ha suscitado este debate? ¡Mira que si voy y me presento ante él y, lejos de apiadarse y de respetarme, me mata desnudo sin la panoplia, igual que a una mujer, cuando ya me haya quitado las armas! Mas no es el momento de remontarse a la encina y a la piedra ni de charlar con él de las lindezas de una doncella y un mozo ni de las ternuras que una doncella y un mozo se intercambian. Más vale entablar la disputa cuanto antes. ¡Averigüemos a quién de los dos tiende el Olímpico su honor!» Mientras esperaba agitando estas ideas, Aquiles se acercó, semejante a Enialio, el guerrero del centelleante casco, enarbolando sobre el hombro derecho la pelíada lanza de fresno, terrible; a los lados el bronce brillaba parecido al destello que emiten el ardiente fuego o el sol al salir. Nada más verlo, Héctor fue presa del temblor y ya no soportó seguir allí, sino que dejó atrás las puertas y echó a huir. El Pelida arremetió fiado en sus raudos pies, como en los montes el gavilán, la más veloz de las aves, fácilmente se arroja en pos de una trémula paloma; ésta huye delante, y aquél la acosa con agudos graznidos, carga repetidas veces, y su ánimo le impele a capturarla; así aquél volaba derecho enardecido, y Héctor echó a huir hacia el pie de la muralla, moviendo con celeridad las rodillas. Más allá de la atalaya y del ventoso cabrahígo pasaron cada vez más lejos de la muralla por la senda de carretas, y llegaron a los dos manantiales, de bello caudal. Allí una pareja de fuentes brota del turbulento Escamandro: de una el agua mana tibia, y alrededor una nube de vapor asciende desde ella, como si fuera de ardiente fuego;

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la otra incluso en verano fluye parecida al granizo, a la fría nieve o al cristalino hielo formado de agua. Allí hay cerca sobre ellas unos anchos lavaderos bellos, de piedra, donde los resplandecientes vestidos solían lavar las esposas y las bellas hijas de los troyanos tiempos de paz, antes de llegar los, hijos de los aqueos. Por allí pasaron corriendo, uno huyendo y otro acosando detrás. Delante huía un valiente, pero uno mucho mejor lo perseguía aprisa: no era la víctima de un sacrificio ni una bovina piel por lo que competían, premios comunes en las carreras humanas, sino que corrían por la vida de Héctor, domador de caballos. Como los solípedos caballos campeones alrededor de las metas giran con enorme agilidad cuando hay un gran premio propuesto, un trípode o una mujer, en los juegos en honor de un difunto, tan vertiginosas fueron las tres vueltas que dieron a la ciudad de Príamo con prestos pies. Todos los dioses los contemplaban y entre ellos tomó la palabra el padre de hombres y de dioses: «¡Ay! Querido me es el hombre al que veo con mis ojos perseguido alrededor de la muralla. Mi corazón siente lástima por Héctor, que en mi honor ha quemado muchos muslos de bueyes, a veces en las cimas del Ida, lleno de pliegues, y otras veces en la cúspide de la ciudad. Pero ahora el divino Aquiles lo persigue con rápidos pies alrededor de la ciudad de Príamo. Mas, venga, dioses, reflexionad y decidid si lo vamos a salvar de la muerte o si ya lo vamos a doblegar ante el Pelida Aquiles, a pesar de su valor.» Díjole, a su vez, Atenea, la ojizarca diosa: «¡Padre del blanco rayo y de la negra nube! ¡Qué has dicho! ¿A un hombre mortal y desde hace tiempo abocado a su sino pretendes sustraer de la entristecedora muerte? Hazlo, mas no te lo aprobamos todos los demás dioses.» En respuesta le dijo Zeus, que las nubes acumula: «Tranquilízate, Tritogenía, cara hija! No lo he dicho con el ánimo resuelto a ello y quiero ser benigno contigo. Obra conforme a tu designio y no te demores ya.» Con estas palabras instó a Atenea, ya antes enardecida, que descendió presurosa de las cumbres del Olimpo. Sin tregua acuciaba y acosaba a Héctor el ligero Aquiles. Como cuando un perro hostiga en los montes a una cría de cierva, tras levantarla de la madriguera, por cárcavas y cañadas e incluso si pierde la pista al acurrucarse bajo un matorral la rastrea y corre sin nada que lo detenga hasta hallarla, IES Zurbarán


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tampoco Héctor lograba despistar al velocípedo Pelida. Cuantas veces se lanzó hacia las puertas dardanias de frente, para precipitarse bajo las bien edificadas torres y probar si desde arriba lo defendían con sus disparos, otras tantas se le anticipó y lo desvió hacia la llanura, y era él quien todo el tiempo volaba del lado de la ciudad. Igual que en un sueño no se puede aprehender a quien huye, y ni el uno logra escapar ni el otro ir en su persecución, así tampoco ellos podían, uno prenderlo y el otro eludirlo. ¿Cómo habría escapado Héctor de las parcas de la muerte si no hubiera sido por Apolo, que por última y postrera vez le salió al paso cerca y le infundió furor y raudas rodillas? El divino Aquiles hacía a las huestes señas con la cabeza y les prohibía disparar amargos dardos a Héctor, para evitar que otro acertara y se alzara con la gloria, y él llegara tarde. Pero cuando ya por cuarta vez llegaron a los manantiales, entonces el padre de los dioses desplegó la áurea balanza, puso en ella dos parcas de la muerte, de intensos dolores, la de Aquiles y la de Héctor, domador de caballos; la cogió por el centro y la suspendió; y el día fatal de Héctor inclinó su peso y descendió al Hades; y Apolo lo abandonó. Ante el Pelida llegó Atenea, la ojizarca diosa, y, deteniéndose cerca, le dijo estas aladas palabras: «Ahora sí que espero, esclarecido Aquiles, caro a Zeus, que ambos llevaremos a los aqueos una gran gloria a sus naves tras aniquilar a Héctor, por insaciable de lucha que sea. Ahora ya no hay posibilidad de que se nos escape, por muchas penas que el protector Apolo sufra rodando y rodando ante el padre Zeus, portador de la égida. Deténte tú ahora y recobra el aliento, que yo a éste me acercaré y le convenceré para que luche frente a frente.» Así habló Atenea, y él hizo caso y se alegró en su ánimo, y se detuvo, apoyado en la lanza de fresno, de broncínea hoja. Ella lo dejó y alcanzó a Héctor, de la casta de Zeus, tras tomar la figura de Deifobo y su inquebrantable voz. Y deteniéndose cerca, le dijo estas aladas palabras: «¡Querido hermano! Mucho te acucia el ligero Aquiles acosándote con sus rápidos pies alrededor de la ciudad de Príamo. ¡Ea, detengámonos y permanezcamos firmes hasta rechazarlo!» Díjole, a su vez, el alto Héctor, de tremolante penacho: «¡Deífobo! Te juro que ya antes eras para mí el más querido de mis hermanos, de los hijos que Príamo y Hécuba engendraron. Pero ahora veo que te honraré aún más en las mientes,

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porque por mí has osado, en cuanto me has visto con tus ojos, salir de la muralla, mientras los demás se han quedado dentro.» Díjole, a su vez, Atenea, la ojizarca diosa: «¡Hermano! Te juro que nuestro padre, nuestra augusta madre y nuestros compañeros me han pedido con insistencia abrazados a mis rodillas que me quedara: ¡tal temblor sacude sus piernas! Pero a mí la lúgubre pena me taladraba por dentro el corazón. Ahora vayamos derechos contra él y luchemos con furia sin escatimar para nada las lanzas. Veremos si Aquiles nos mata a los dos y se lleva nuestros despojos ensangrentados a las huecas naves, o si es él quien sucumbe bajo tu lanza.» Así habló, y con perfidia Atenea partió por delante. Cuando ya estaban cerca, avanzando el uno contra el otro, díjole el primero el alto Héctor, de tremolante penacho: «Ya no huiré de ti, hijo de Peleo, como hasta ahora. Tres vueltas he dado a la gran ciudad del divino Príamo sin osar resistir tu ataque; mas ahora el ánimo me impulsa a detenerme frente a ti, y te apresaré o me apresarás. Mas, ea, intercambiémonos las garantías de los dioses: ellos serán los mejores testigos y custodios de nuestros convenios. Yo no ultrajaré tu terrorífica persona en caso de que Zeus me conceda la fortaleza y yo logre quitarte la vida, sino que, tras despojarte de las ilustres armas, Aquiles, devolveré tu cadáver a los aqueos. Haz tú también lo mismo.» Mirándolo con torva faz, replicó Aquiles, de pies ligeros: «¡Héctor! ¡No me hables, maldito, de pactos! Igual que no hay juramentos leales entre hombres y leones y tampoco existe concordia entre los lobos y los corderos, porque son encarnizados enemigos naturales unos de otros, así tampoco es posible que tú y yo seamos amigos, ni habrá juramentos entre ambos, hasta que al menos uno de los dos caiga y sacie de sangre a Ares, guerrero del escudo de bovina piel. Recuerda toda clase de valor: ahora sí que tienes que ser un buen lancero y un audaz combatiente. Ya no tienes escapatoria; Palas Atenea te doblegará pronto por medio de mi pica. Ahora pagarás juntos todos los duelos por los compañeros míos que has matado con tu furibunda pica.» Dijo, y, blandiéndola, arrojó la pica, de luenga sombra. Y el esclarecido Héctor la vio venir de frente y la esquivó, pues previó la dirección y se agachó; y la broncínea pica pasó volando por encima y se clavó en el suelo. Palas Atenea la sacó y se la devolvió á Aquiles sin que Héctor, pastor de huestes, IES Zurbarán


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lo notara. Y Héctor dijo al intachable Pelida: «¡Has errado, Aquiles, semejante a los dioses! ¡No conocías gracias a Zeus mi sino contra lo que afirmabas! No has resultado ser más que un charlatán y un embustero que quería asustarme para hacerme olvidar la furia y el coraje. No será por la espalda y huyendo como me clavarás la pica; ¡en el pecho, según vaya furioso en derechura, húndemela, si es que el dios te lo ha otorgado! Mas esquiva mi pica broncínea primero: ¡ojalá se te meta entera en el cuerpo! La guerra se volvería más liviana para los troyanos con tu muerte, pues eres para ellos la peor calamidad.» Dijo, y blandiéndola, arrojó la pica, de luenga sombra, y acertó al Pelida en pleno escudo, y no erró. Lejos del escudo salió despedida la lanza, y Héctor se irritó porque el ligero proyectil había escapado en vano de su brazo. Se detuvo abatido, pues no tenía otra pica de fresno. Llamó a Deífobo, el del blanco broquel, con recia voz y le pidió una larga lanza: pero ya no estaba cerca. Héctor comprendió en su corazón y exclamó: «¡Ay! Sin duda los dioses ya me llaman a la muerte. Estaba seguro de que el héroe Deífobo se hallaba a mi lado; pero él está en la muralla, y Atenea me ha engañado. Ahora sí que tengo próxima la muerte cruel; ni está ya lejos ni es eludible. Eso es lo que hace tiempo fue del agrado de Zeus y del flechador hijo de Zeus, que hasta ahora me han protegido -benévolos; mas ahora el destino me ha llegado. ¡Que al menos no perezca sin esfuerzo y sin gloria, sino tras una proeza cuya fama llegue a los hombres futuros!» Después de hablar así, desenvainó la aguda espada que llevaba suspendida de su costado, larga y robusta, y tras tomar impulso partió, cual águila de alto vuelo que baja al llano a través de las tenebrosas nubes para arrebatar una tierna cordera o una trémula liebre; así partió Héctor, haciendo vibrar la aguda espada. También se lanzó Aquiles, con el ánimo lleno de furia salvaje; se cubrió el torso por delante con el escudo bello, primoroso, mientras hacía oscilar el reluciente casco de cuatro mamelones y ondeaban alrededor las bellas crines áureas que Hefesto había apretado hasta formar un crestón. Como va entre los astros en la oscuridad de la noche la estrella vespertina, el astro más bello que hay fijo en el firmamento, así era el fulgor de la afilada punta que Aquiles blandía con la diestra, maquinando la perdición del divino Héctor

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e indagando dónde su bella piel ofrecería menor resistencia. Todo su cuerpo estaba protegido por la broncínea armadura bella que había despojado al potente Patroclo tras matarlo; sólo se veía donde las clavículas separan cuello y hombros, el gaznate, que es por donde más pronto se pierde la vida. Por allí el divino Aquiles le hundió la pica en pleno ataque. La punta penetró derecha a través del delicado cuello; y el asta de fresno, pesada por el bronce, no le cercenó la tráquea, con lo que todavía pudo responderle y decir unas palabras. Se desplomó en el polvo, y el divino Aquiles exclamó triunfante: «¡Héctor! Al despojar a Patroclo sin duda creíste estar a salvo y para nada te preocupaste de mí, porque estaba lejos. ¡Insensato! Lejos de aquél un vengador muy superior a la zaga se había quedado junto a las huecas naves, y ése soy yo, que te he doblado las rodillas. De ti tirarán y te humillarán los perros y las aves; y a él los aqueos le harán las exequias.» Desfallecido, le dijo Héctor, el de tremolante penacho: «¡Te lo suplico por tu vida, tus rodillas y tus padres! No dejes a los perros devorarme junto a las naves de los aqueos; en lugar de eso, acepta bronce y oro en abundancia, regalos que te darán mi padre y mi augusta madre, y devuelve mi cuerpo a casa, para que al morir del fuego me hagan partícipe los troyanos y las esposas de los troyanos.» Mirándolo con torva faz, replicó Aquiles, de pies ligeros: «No implores, perro, invocando mis rodillas y a mis padres. ¡Ojalá que a mí mismo el furor y el ánimo me indujeran a despedazarte y a comer cruda tu carne por tus fechorías! Tan cierto es eso como que no hay quien libre tu cabeza de los perros, ni aunque el rescate diez veces o veinte veces me lo traigan y lo pesen aquí y además prometan otro tanto, y ni siquiera aunque mandara pagar tu peso en oro Príamo Dardánida. Ni aun así tu augusta madre depositará en el lecho el cadáver de quien ella parió para llorarlo. Los perros y las aves de rapiña se repartirán entero tu cuerpo.» Ya moribundo, le dijo Héctor, el de tremolante penacho: «Bien te conozco con solo mirarte y ya contaba con no convencerte. De hierro es el corazón que tienes en las entrañas. Cuídate ahora de que no me convierta en motivo de la cólera de los dioses contra ti el día en que Paris y Febo Apolo te hagan perecer, a pesar de tu valor, en las puertas Esceas.» Apenas hablar así, el cumplimiento de la muerte lo cubrió. El aliento vital voló de la boca y marchó a la morada de Hades, IES Zurbarán


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llorando su hado y abandonando la virilidad y la juventud. Ya estaba muerto cuando dijo Aquiles, de la casta de Zeus: «¡Muere! Mi parca yo la acogeré gustoso cuando Zeus quiera traérmela y también los demás dioses inmortales.» Dijo, y arrancó del cadáver la broncínea pica, ensangrentadas. Los hijos de los aqueos acudieron corriendo y quedaron admirados de la talla y de la envidiable belleza de Héctor; y nadie hubo que se presentara y no lo hiriera. Y así decía cada uno, mirando al que tenía próximo: «¡Qué sorpresa! ¡Ahora sí que es Héctor mucho más blando de tocar que cuando prendió las naves con el voraz fuego.» Así repetía cada uno cuando se presentaba y lo hería. El divino Aquiles, de pies protectores, tras despojarlo, pronunció estas aladas palabras, de pie en medio de los aqueos: «¡Amigos, de los argivos príncipes y caudillos! Ahora que los dioses nos han concedido doblegar a este hombre, que nos ha causado solo más males que todos los demás juntos, ea, hagamos una tentativa con las armas alrededor de la ciudad para enterarnos de los planes que aún tienen los troyanos, si es que van abandonar la ciudadela, ahora que éste ha caído, o arden en deseos de resistir a pesar de la ausencia de Héctor Pero ¿por qué mi ánimo me ha suscitado este debate? Yace junto a las naves sin llanto y sin entierro el cuerpo de Patroclo. De él no he de olvidarme mientras yo esté entre los vivos y mis rodillas puedan moverse. Incluso si en la morada de Hades uno se olvida de los muertos, también allí yo tendré en la memoria a mi querido compañero. Ahora, ea, jóvenes de los aqueos, cantando un himno de victoria, regresemos a las huecas naves y llevémonos a éste. Nos hemos alzado con gran gloria: hemos matado al divino Héctor, a quien los troyanos en la ciudad invocaban como a un dios.» Dijo, e imaginaba ignominias contra el divino Héctor. Le taladró por detrás los tendones de ambos pies desde el tobillo al talón, enhebró correas de bovina piel que ató a la caja del carro y dejó que la cabeza arrastrara. Montó en la caja del carro, recogió la ilustre armadura, los fustigó para arrearlos, y los dos de grado echaron a volar. Gran polvareda se levantó del cadáver arrastrado; los cabellos oscuros se esparcían, y la cabeza entera en el polvo yacía, antes encantadora. Zeus entonces a sus enemigos había concedido que lo ultrajaran en su propia patria. Así quedó cubierta su cabeza entera de polvo. Su madre

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se mesó los cabellos, arrojó el nítido velo lejos y prorrumpió en muy elevados llantos al ver a su hijo. También su padre emitió un lastimero gemido, y las gentes por la ciudad eran presa de llantos y de lamentos. Todo parecía como si la almenada Ilio se estuviera consumiendo entera por el fuego desde los cimientos. Las gentes a duras penas contenían al apenado anciano, ansioso por salir fuera de las puertas dardanias. A todos imploraba, rodando por el estiércol y llamando a cada uno por su nombre: «¡Apartaos, amigos, y dejadme, mal que os pese, salir de la ciudad y llegar a las naves de los aqueos! Quiero suplicar a ese hombre inicuo y brutal, a ver si respeta mi edad y se compadece de mi vejez. También él tiene un padre de avanzada edad, Peleo, que lo engendró y crió para que fuera la calamidad de los troyanos; mas es a mí a quien más dolores ha causado: ¡tantos son los hijos que me ha matado en la flor de la vida! Aun afligido por todos, por aquéllos no me lamento tanto como por uno, por quien la punzante pena me hará bajar al Hades, por Héctor. ¡Ojalá hubiera muerto por lo menos en mis brazos! Ambos nos habríamos hartado de llorar y sollozar por él, su desafortunada madre que le dio a luz y yo mismo.» Así habló llorando, y los ciudadanos respondían gimiendo. Entre las troyanas Hécuba entonó un reiterativo llanto: «¡Hijo mío! ¡Ay mísera de mí! ¿A qué vivir con este atroz sufrimiento, ahora que estás muerto? Noche y día eras para mí una prenda de orgullo en la ciudad y un provecho en la villa para todos los troyanos y troyanas, que como a un dios te daban la bienvenida. También para ellos eras una gran gloria en vida; pero ahora la muerte y el destino te han alcanzado.» Así habló llorando. Su esposa no tenía aún noticia de Héctor. Ningún fidedigno mensajero había llegado ante ella a anunciarle que su esposo permanecía fuera de las puertas; pues en lo más recóndito de la alta morada hilaba un tejido, un manto doble de púrpura en el que bordaba variopintos adornos. Había encargado a las criadas de la casa, de bellos bucles, poner al fuego una gran trébede que sirviera de baño caliente para Héctor a su regreso de la lucha. ¡Insensata!, no sabía que muy lejos del baño lo había doblegado a manos de Aquiles la ojizarca Atenea. Oyó los llantos y los gemidos que venían de la torre, sus miembros se tambalearon, la lanzadera se le cayó al suelo, IES Zurbarán


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y habló de nuevo a las sirvientas, de bellos bucles: «¡Venid aquí! ¡Que dos me acompañen a ver qué ha sucedido! He oído la voz de mi respetable suegra y siento que por dentro el corazón palpita en mi pecho hasta la boca y que las rodillas se me ponen rígidas: una desgracia acecha a los hijos de Príamo. ¡Ojalá no llegara a mis oídos lo que voy a decir! Mas muy atroz miedo siento de que el divino Aquiles aísle al audaz Héctor, le corte la retirada de la ciudad y lo persiga hacia la llanura, hasta poner fin a esa dolorosa valentía que lo dominaba, que nunca le dejaba quedarse con el grueso de las tropas y que le hacía adelantarse, sin ceder a nadie en ardor.» Hablando así, atravesó presurosa el palacio como alocada, con el corazón palpitante, y las criadas salieron con ella. Al llegar a la torre y reunirse con la muchedumbre de hombres, se detuvo sobre la muralla mirando con ansiedad, y entonces vio cómo lo arrastraban delante de la ciudad: los rápidos caballos lo arrastraban sin exequias a las cóncavas naves de los aqueos. Una tenebrosa noche le cubrió con su velo los ojos; se desplomó hacia atrás y se desmayó sin aliento. Lejos de la cabeza tiró las brillantes sujeciones del pelo, la diadema, la redecilla, el trenzado lazo y el velo que le había dado la áurea Afrodita el día en que Héctor, de tremolante penacho, la había desposado y sacado de casa de Eetión, cuando le dio una incontable dote. La rodeaban de pie, en gran número, cuñadas y concuñadas, que la sujetaban desvanecida en sus brazos a punto de perecer. Y cuando por fin recobró el aliento y su ánimo volvió en sí, llorando con entrecortados sollozos dijo entre las troyanas: «¡Héctor! ¡Desgraciada de mí! Para un mismo sino nacimos ambos, tú en Troya, en la morada de Príamo, y yo, por mi lado, en Tebas, bajo el boscoso Placo, en casa de Eetión, que en mi infancia me crió, desafortunado a esta infortunada de mí. ¡Ojalá no me hubiera engendrado! Ahora a las mansiones de Hades, bajo las simas de la tierra, te vas y me abandonas con una pena abominable, viuda en el palacio. Y está el niño, todavía pequeño, que dimos a luz tú y yo, ¡desventurados! Ni tú a éste, Héctor, le servirás de ayuda tras tu muerte, ni él a ti. Aunque sobreviva a la lacrimosa guerra contra los aqueos, penas y duelos habrá siempre para éste en el porvenir, y los extraños quitarán los mojones de sus labrantíos. E1 día de la orfandad, deja al niño sin amigos de su edad; ante todo agacha la cabeza, tiene las mejillas llorosas Jacinto Haro

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y recurre necesitado el niño a los compañeros de su padre, y al uno le tira del manto y al otro de la túnica. De quienes se apiadan, alguno le alarga un momento el cuenco y le humedece los labios, pero no le humedece el paladar. Además, el que tiene padre y madre lo expulsa del banquete, llenándolo de bofetadas e increpándole con voces injuriosas: “¡Lárgate por ahí: tu padre no está convidado con nosotros!” Entonces el niño recurre lloroso a su viuda madre, Astianacte, que hasta ahora sobre las rodillas de su padre solo comía médula y pingüe grasa de ovejas, y que, cuando le entraba el sueño y dejaba los juegos infantiles, dormía en el lecho, en el regazo de la nodriza, en una mullida cama con el corazón rebosante de caricias. Mas ahora que ha perdido a su padre, seguro que sufrirá mucho Astinacte, sobrenombre que le dieron los troyanos con razón, pues sólo tú les protegías las puertas y las largas murallas. Pero ahora junto a las corvas naves, lejos de tus padres, los serpeantes gusanos, tras hartarse los perros, te devorarán desnudo. ¡Sí!, pues en el palacio están guardadas tus ropas sutiles y graciosas, confeccionadas por manos de mujeres. Pero voy a quemarlas todas con el voraz fuego; cierto que sin utilidad para ti, pues no reposarás vestido con ellas, mas sí como honor para ti tributado por troyanos y troyanas.» Así habló llorando, y las mujeres respondían gimiendo.

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Lengua y Literatura

1. ¿Qué características de la literatura griega en general y de la epopeya en particular se aprecian en este canto? (páginas 20 y 21 del manual) 2. Resume el contenido de este largo fragmento en 8 líneas. 3. Identifica a los personajes que intervienen y establece su función en el episodio que aquí se relata. 4. Son propios del ‘estilo oral formulario’ los denominados ‘epítetos épicos’ con los que el narrador caracteriza a los personajes. Defínelo y transcribe algunos ejemplos que encuentres. 5. En la misma línea, la adjetivación otorga al estilo una gran riqueza; destaca algunos ejemplos; principalmente de epítetos. 6. También las imágenes (o visualizaciones) con que el rapsoda concreta momentos y detalles relevantes de la trama. Señala algunos ejemplos. 7. Por último, destaca los aspectos que confieren al fragmento su fuerte carga emotiva y asimismo las escenas de vida cotidiana reflejadas. IES Zurbarán


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