Los reyes del mambo

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Juan Diego Flórez

Fuente: Archivo personal de Juan Diego Flórez

La voz que será leyenda El gran estilo nace cuando lo bello obtiene la victoria sobre lo enorme. Friedrich Nietzsche

Juan Diego Flórez ha querido mandar todo al diablo. Al menos una vez, durante una milésima de segundo. Escapar y refugiarse en Bérgamo, Italia, donde está su casa, para no hacer nada más que ver pasar las horas. Vaya que le gustaría tener tiempo para holgazanear a sus anchas y hacer esas cosas que el común de los mortales hacemos con frecuencia, como reunirnos con los amigos después del trabajo para tomar unos tragos, salir a bailar, o sencillamente ver una película en la tele y prepararnos un tentempié con lo poco que queda en la refrigeradora. Al menos una vez. Tiene que haber pasado por su mente. Veinticuatro horas de anonimato para jironear por Larco o recorrer bares en Barranco. Como hace veinte años. A salvo de aplausos, críticas, adulones y periodistas que nunca dejarán de preguntar: «¿Qué se siente al ser el sucesor de Pavarotti?». Como si ser Juan Diego Flórez no fuera ya demasiado. ¿Por qué no lo hace? La respuesta es fácil. Ha luchado por esto toda su vida. Y sí, es una contradicción. Así de complejos somos los seres humanos. Porque Flórez ya no puede fallar. ¿Desentonar? ¿Olvidar una letra? No, eso jamás. Está obligado a ser el mejor. A superarse 13


a sí mismo. Es lo que todo el mundo espera de él. Y también lo que Juan Diego desea. Aunque ser una estrella internacional pese demasiado sobre sus hombros. Porque una cosa es aprender a dominar los tonos agudos y moverse con aplomo en el escenario. Y otra, muy distinta, es conservar la ecuanimidad ante la histeria colectiva que provocan sus presentaciones y aceptar de buena gana posar con cada una de las personas que se le acercan a la salida del teatro para pedirle una foto. Pese a todo, Flórez no se la cree. Se ha fabricado un caparazón resistente que lo protege de toda esa adulación y ha entendido que la fama, así como viene, se va. «Cada vez más, siento que la expectativa del público crece, y por ende crece también la responsabilidad que siento. […] Es una presión, pero una presión saludable, porque hace que yo me esfuerce más y que mi trabajo sea cada vez mejor», le dijo Flórez hace dos años a la BBC. Su manera de concebir el éxito no ha cambiado. 26 de marzo de 2009. Miro el reloj. Pronto serán las cinco y treinta de la tarde. El cielo gris, nublado, mustio, irremediablemente me recuerda a Lima. Pero estoy en Nueva York, a seis mil kilómetros de distancia. Sumergida en otro caos, otro bullicio, otro estrés. Otra aventura: entrevistar a Juan Diego Flórez. Hasta hace unos segundos lo imaginaba acompañado por su representante y su agente de prensa. Vestido con ropa de diseñador y llevando un dispositivo Bluetooth conectado a la oreja. Sin embargo, el que acaba de cruzar la puerta del edificio (al que se muda cada vez que se presenta en el Metropolitan Opera House) podría fácilmente ser un neoyorquino más, vestido de negro de los pies a la cabeza. Zapatos deportivos, un par de jeans y una cha-

queta de lana gruesa que le cubre el cuello y le protege la garganta del frío. Ese airecito helado que —a inicios de la primavera— todavía corre por las calles de la ciudad que nunca duerme. Mientras él se acerca pienso que la historia de Juan Diego es la de alguien que supo estar en el momento y lugar adecuados. Lo que no significa que su éxito sea producto de la casualidad, sino resultado de un principio de nombre parecido: la causalidad, entendida como la relación entre causa y efecto. Vayamos por partes. Juan Diego Flórez nació con una voz y un talento extraordinarios, lleva el arte en la sangre. Su padre es el también cantante y guitarrista Rubén Flórez, quien fuera acompañante de la gran Chabuca Granda. Pero ese solo hecho nunca hubiese sido suficiente para encumbrarlo como uno de los mejores del mundo. Hubo un proceso. En cuarto de secundaria, de la mano de don Genaro Chumpitazi Guerrero, su profesor de música, Flórez descubrió que su timbre de voz se acoplaba mejor a la zarzuela y la ópera más que al pop de su adolescencia. Tomó clases de impostación e ingresó al Conservatorio Nacional a comienzos de los noventa, donde mantuvo los oídos siempre abiertos a consejos y sugerencias. Quizás ahí se encuentre una de las claves para descifrar el fenómeno Flórez. Porque fue él quien propició cada una de las oportunidades que se le han presentado. En siete años, el jovencito que canturreaba música de los Beatles en un pub se convirtió en el solvente tenor que dejó perplejo a medio mundo durante la noche de su debut. Es sabido que ni siquiera Ernesto Palacio —su maestro y mentor— estaba convencido de que pudiese

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dar la talla en Matilde di Shabran, la ópera endiablada que le abriría las puertas del estrellato. En cambio, Juan Diego nunca lo dudó. ¿Instinto? ¿Presentimiento? Llamémoslo como mejor nos parezca. Lo cierto es que aceptó reemplazar al tenor principal, que había caído enfermo, y sorprendió a todos con una asombrosa interpretación. Al día siguiente, Juan Diego fue convocado por La Scala de Milán. Y, en poco tiempo, tocaba el cielo. Los exitólogos (si es que existe el término o la especialidad) sostienen que, más allá del placer casi sexual que pueden producir los primeros quince minutos de fama de los que hablaba Andy Warhol, el verdadero éxito es una actitud que conduce a la excelencia. Creo que esa es la manera en que Juan Diego lo entiende. Se ha entregado en cuerpo y alma a una rutina despiadada de ensayos. Vive como un gitano con tarjeta Platinum, en hoteles de cinco estrellas y con vuelos en primera clase. Si hoy está en Nueva York, mañana aterrizará en Viena y la semana que viene en Barcelona. Su agenda está ocupada hasta el año 2015. Gracias a su pinta de galán, Juan Diego apareció recientemente en la lista de los cincuenta más bellos de la revista People en español. Desde entonces los medios se refieren a él como el David Beckham de la lírica. No debería extrañarnos que pronto comparta créditos con la rutilante Gisele Bündchen en la portada de Vogue. Después de todo, Juan Diego es a la ópera lo que la Bündchen al mundo de la moda: un superstar. Pertenece al Olimpo de la música lírica, junto a semidioses como Kraus, Domingo, Carreras, Caruso y Pavarotti. Y, como todos ellos, algún día también será una leyenda. Por el momento, ha logrado lo que muy pocos tenores consiguen antes de los cuarenta. Un sinfín de premios,

títulos y condecoraciones. ¿Qué más se puede decir sobre él? ¿Qué más que no hayan dicho ya Le Figaro, The Washington Post, El País, la BBC o la CNN? Echemos una mirada a la web. Hay casi un millón de sitios con su nombre, 984 mil para ser exactos. Una lista interminable de artículos, entrevistas y reportajes dedicados al divino Flórez, el mejor tenor ligero del mundo. ¿Se puede ser tan escandalosamente exitoso y mantener los pies sobre la tierra? Él cree que sí: «Tengo un mecanismo. Cuando me veo en una revista, me miro como si fuera otro. Ni siquiera leo las notas. Sé que me voy a sentir abrumado. Una revista, un póster, una estampilla. Trato de verlos con cierta distancia. No es algo que yo quiera». En el Perú, donde menos del uno por ciento de la población entiende de ópera, Flórez es un orgullo nacional, casi un símbolo de la patria. Como Machu Picchu, el cebiche o el pisco. El día que se casó con Julia Trappe —una ex modelo alemana— en la Catedral de Lima, una multitud se congregó en la Plaza de Armas. La televisión estatal alteró su programación y transmitió cada detalle de la ceremonia. Parecía el final feliz de un cuento de hadas. Las señoras comentaban que la novia se veía muy bonita y que «Juan Diego ha sabido dejar el nombre del Perú en alto», algo que un país como el nuestro, más acostumbrado a los fracasos y las derrotas, siempre agradecerá. ¿O no?

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Nació en Lima el 13 de enero de 1973. Tiene treinta y seis años, pero aparenta varios menos. Hijo de padres divorciados. Creció rodeado de mujeres: su abuela, su madre y sus dos hermanas, Rocío y Milagros, a quienes adora. Vivían


todos juntos en la cuadra 41 de la avenida Arequipa. En esos años las combis no existían, había menos huecos en las pistas y los niños podían jugar en la calle —con sus patinetas y triciclos— sin correr mayor peligro. Tampoco había Internet. Ni ciberpedófilos. Pero el tiempo pasó y la situación cambió para los Flórez y el país. A fines de los ochenta, el terrorismo y la crisis económica mantenían en ascuas a los peruanos. Y al estruendo de los coches-bomba se oponía el sonido del rock en español y las inquietudes existencialistas de la llamada Generación X. Quienes pasamos los treinta y cinco formamos parte de una promoción más individualista y competitiva que todas sus predecesoras juntas. Por entonces, nadie en su sano juicio creía que ser artista podía ser una manera de ganarse la vida. O estudiabas una carrera seria y segura como Derecho, Economía, Ingeniería o Contabilidad, o te condenabas a patear latas el resto de tu vida. Juan Diego acabó yéndose a Filadelfia, Estados Unidos. Fue una de las decisiones más difíciles que ha tomado en su vida. Esta mañana, mientras tomaba un café, he leído que su trabajo en La sonámbula de Bellini ha opacado el de su compañera, la soprano francesa Natalie Dessay. La crónica de The Washington Post anota que los aplausos del público duraron más de diez minutos seguidos y se ofrecieron de pie. No me sorprende. Algo similar ocurrió en abril de 2007 en La Scala de Milán, cuando Juan Diego Flórez repitió el aria «Ah! Mes amis» en La hija del regimiento. Un aria donde el tenor repite el do natural agudo nueve veces seguidas, cosa que para cualquier entendido en el arte del bel canto resulta una proeza. A partir de entonces, Flórez también es conocido como Mr. Bis.

A primera vista, da la impresión de ser tímido y reservado. Me estrecha la mano. Y, luego, intercambiamos los clásicos comentarios sobre el clima como para ir rompiendo el hielo. Viene acompañado por Pedro Suárez Vértiz, uno de nuestros mejores cantantes de pop, con quien ha grabado una canción a dúo para su último disco, Amazonas. Tomamos el ascensor hasta el piso quince. Nos acomodamos en una salita acondicionada para recibir visitas inesperadas. Se ve como el lobby de un hotel de cinco estrellas: alfombras persas, grandes arañas de cristal colgando del techo y muebles de cuero. Al fondo, una impresionante vista de la ciudad. Estamos muy cerca de Broadway y Times Square. Casi puedo tocar con las manos los gigantescos letreros luminosos que anuncian las obras de teatro: Mamma mia!, Chicago, El rey león, In the heights, La sirenita… Por un instante, me pierdo entre Central Park y la Quinta Avenida, en medio de una manada de taxis de color amarillo. De pronto, reparo en su rostro. Sus facciones son armoniosas. Su piel es blanca y uniforme. Sus cejas son pobladas, negras, perfectas. Como si hubieran sido dibujadas con un lápiz. Recuerdo que Julia, su esposa, me ha advertido que tengo solo cuarenta minutos para entrevistarlo. Ese es el tiempo máximo que nuestro tenor le concede a cualquier periodista. Porque ocurre que hablar mucho (¡sí, hablar!) es lo que más daño le hace a su voz. Más que una gripe. —Nadie sería capaz de poner en duda que Juan Diego Flórez es un peruano exitoso; más que eso, exitosísimo. Pero, ¿cómo definirías tú el éxito? —Yo creo que el éxito es lograr las metas trazadas. Ver cómo se hacen realidad tus sueños. Y no hablo solamente

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treinta y cinco años comenzó un proyecto que hoy es una realidad increíble. Allí trescientos mil niños forman parte de orquestas y coros. Es una posibilidad que no solo los compromete con el arte, sino que también ha servido para rescatarlos de la delincuencia, las drogas y la mala vida. Hay niños muy pobres que ahora cuentan con ese instrumento para abrirse paso y generar sus propias oportunidades para salir adelante. Precisamente, hace poco me reuní con el presidente Alan García y le comenté que me encantaría hacer algo similar en el Perú. Si eso se llega a concretar, para mí sería un gran éxito. No mío, sino del proyecto en sí mismo.

de una meta profesional, también puede tratarse de una meta trazada para tu vida familiar. El éxito depende de cada uno, de lo que cada quien anhele. Es muy personal. Pero, claro, también está el éxito más público. —Te refieres a cuando la gente dice: «Él es exitoso». —Exacto. —Es un reconocimiento público del éxito. —Exactamente. Yo creo que ese éxito ha sido muy importante para mi relación con el Perú, donde hay unas enormes ganas de superación. —Y muchas ganas de ver triunfar a más peruanos. —Por supuesto, porque son una inspiración. Los jóvenes piensan: «Si ellos lo lograron, sí se puede». Precisamente, estaba leyendo un artículo de Mario Vargas Llosa sobre Gastón Acurio publicado en el diario El Comercio que habla de eso. Gastón es un suceso. Es una gran historia de éxito. —¿Y Juan Diego Flórez se considera a sí mismo un hombre exitoso o le falta algo para sentirse completamente satisfecho? —Yo creo que sí, porque hago lo que soñé en los teatros más importantes del mundo, con los mejores directores y como primer tenor. Eso es lo máximo a lo que se puede aspirar cuando te dedicas a la ópera. En ese sentido, sí. Pero eso es lo que soy, esa es mi profesión. Hay otras facetas del canto que me gustaría explorar y otros proyectos que me encantaría realizar. —¿Como cuáles? —Me gustaría que en el Perú los niños tengan acceso a la música, que puedan formar parte de orquestas y coros. Que eso sea parte de un programa social. Algo parecido a lo que ocurre en Venezuela, donde hace

No es una pose. Juan Diego siente que su buena estrella lo obliga a tender una mano a los menos afortunados en su país. ¿Una especie de sentimiento de culpa porque su éxito supera las expectativas de cualquier peruano promedio? Algo así. Ahora me cuesta imaginarlo imitando a Miguel Bosé y a Raffaella Carrà. Pero, desde luego, eso fue antes de que cumpliera diez años, cuando a falta de micrófono cogía un frasco de champú. Su madre ha dicho que era un niño «muy rítmico». Se ocupaba personalmente de poner los discos en las reuniones familiares y era el primero en salir a bailar. Tocaba la guitarra. Cantaba. Desde huaynos hasta canciones de Elvis Presley. Juan Diego Flórez «nació con una guitarra en la mano y una sonaja en el pie» (está escrito en el anuario de su promoción). Y, si alguien no se ha dado cuenta, es el beatle que John, Paul, George y Ringo extraviaron en el Perú. Al menos, eso es lo que sostienen sus ex compañeros del colegio Santa Margarita.

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—Influencia, poder o éxito, ¿con cuál de estos tres conceptos te quedas? —Yo creo que sin éxito no tienes influencia, ¿no? Tienes que ser reconocido para tener una cierta influencia, y creo que con ella puedes convencer a la gente y comprometerla en un proyecto. La influencia es más importante. Aunque dependa del éxito y sea una consecuencia de él. —¿Crees que la gente que abraza el éxito como tú nace con un instinto especial que les facilita alcanzar sus metas? —Sí, hay una cuota importante de instinto. Pero también de entusiasmo. Ambos son importantes. —¿Y cuánto de autoconocimiento hay detrás del éxito? ¿Es indispensable saber desde el principio cuáles son nuestras limitaciones? —No, yo creo que al comienzo eso puede ser perjudicial. Cuando quise irme a Estados Unidos a estudiar, yo no sabía si era un buen o mal cantante. Pensé que podía tener alguna posibilidad, pero no estaba seguro de nada. Lo único que yo tenía era un sueño. Y, bueno, toqué puertas y me metí por recovecos, aunque con mucho entusiasmo. Entonces yo creo más en las ganas que uno le pone a lo que hace. Yo lo logré así, con ganas y con la ayuda de mi madre. Ella es una mujer que tiene mucho empuje y me supo contagiar su coraje desde que era un niño. El instinto llega cuando comienzas a desarrollar tu arte. La interpretación, por ejemplo, tiene mucho de algo que no es técnica pura, sino capacidad de expresión. La interpretación es algo que te pertenece solo a ti. Se apoya en la técnica porque es su instrumento. Pero la expresión en sí misma es puro instinto. Es ese non so que, como lo llaman los italianos.

—El je ne sais quoi, según los franceses… —Así es. La técnica se aprende; lo otro, no. En el canto, el instrumento es la voz. Un instrumento muy distinto de un piano, que lo tenemos, lo vemos y lo tocamos, y por tanto podemos juzgar lo que están haciendo nuestros dedos. Cuando cantas eso no ocurre. No ves. Todo está dentro de ti. Y lo que importa son las sensaciones y cómo las manejes para colocar un sonido. Para darle brillo o determinada entonación. Para proyectarlo en un teatro lleno frente a cuatro mil personas. —¿Cómo sabes que estás escogiendo un buen papel para ti y que logrará conectar bien con el público? —A la hora de escoger un papel tienes que estar muy atento. Estar seguro de que con ese papel vas a lograr algo. Que tú vas a quedar satisfecho y que el público lo va apreciar. —¿Qué has tenido que sacrificar por tu carrera? —¿Sacrificar? No, nada. —¿Nada? —Bueno, cuando haces lo que te gusta, cualquier sacrificio, si es que lo hubo, se olvida. Pienso en mis inicios, cuando me fui a estudiar a Filadelfia, y lo que tuve que hacer para poder llegar allí. Enfrentar la falta de recursos económicos. Vivir en una ciudad y un país extraños. Solo. Podría ver todo eso como sacrificio. Pero no, ya no. Y claro que me chocó estar solo y tan lejos de mi familia. Hacer mis compras, pagar la luz, el teléfono, etcétera. Cuando tienes veinte años, eso te convierte de la noche a la mañana en un hombre independiente. Estás obligado a madurar. Te choca. Pero no es un sacrificio. —¿Y alguna vez pensaste «qué hago aquí»? ¿Tuviste un momento de debilidad?

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Juan Diego envió decenas de cartas a varias universidades en Estados Unidos y recibió igual número de catálogos. En poco tiempo, ya tenía concertadas audiciones en tres de las escuelas más prestigiosas del país: The Curtis Institute of Music de Filadelfia, Manhattan School of Music y The Juilliard School de Nueva York. Las tres lo aceptaron. Cuando finalmente decidió que estudiaría en el Curtis, las cosas se complicaron. Su madre había vendido el viejo Renault de la familia para pagar su pasaje para la audición. Ahora necesitaba reunir once mil dólares para cubrir sus gastos durante un año en Filadelfia. La historia de cómo lo logró es increíble. Don Aurelio Loret de Mola, un amante de la ópera, organizó una cruzada pro fondos. La carta que envió por fax a todos sus amigos decía algo así como: «Ha llegado el momento que estábamos esperando. El momento de apoyar a un peruano que podría ser el representante del arte que amamos. Juan Diego Flórez ha sido

aceptado en el Curtis Institute y esta podría ser nuestra oportunidad». Era marzo de 1993. —¿Qué ibas a estudiar en la universidad? —Estaba entre Filosofía o Antropología, pero no ingresé. Y creo que eso me dio el ímpetu que necesitaba para volver a lo mío, que es la música, y mirar más allá. He tenido muchas caídas, desánimos, aunque también he tenido suerte. A mí las cosas me han sido relativamente fáciles. En mis estudios. En la carrera. Yo podría haber pasado muchos años cantando en roles menores en teatros poco importantes. Sin dinero. Pero, un día, el tenor principal canceló su actuación y yo estaba ahí. Por suerte estaba preparado, a pesar de que no conocía ni el rol ni la obra. Ocurrió durante el Rossini Opera Festival, en Pesaro. Era un rol de tenor endiablado, muy difícil. Recuerdo que en dos semanas tuve que aprenderme toda la obra, Matilde di Shabran. Gracias a ese papel, quienes dirigen La Scala de Milán se fijaron en mí. Me llamaron. Y, al poco tiempo, ya estaba debutando en ese teatro tan importante. Tenía veintitrés años. Así comenzó mi carrera, no tuve que hacer… ¿cómo se dice? ¿Piniños? ¿Piniños? —Pininos. —Pininos, sí. Yo quemé muchas etapas. Rápidamente fui a cantar a Londres y Viena. Al comienzo no entendía nada, era como un torbellino. Yo solo decía sí, sí, sí a todo. Aceptaba cualquier cosa. Estudiaba, estudiaba, y seguía estudiando. Y aparecían nuevas propuestas. —¿Y cuál dirías que es el mayor obstáculo que has enfrentado? —De repente, en Lima, antes irme, cuando lo dudé. Y, bueno, al comienzo de mi carrera. Uno sabe que tiene

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—Sí, claro. Durante mis estudios, cuando estaba buscando mi «identidad vocal», pensé varias veces: «¿Realmente sirvo para esto?». Y tuve momentos de incertidumbre mientras estaba en Filadelfia, como los había tenido en Lima. Tuve muchas dudas, me caí varias veces. Pero las superé y volví a levantarme. Te doy un ejemplo: el Conservatorio de Lima, donde yo estudiaba a los dieciocho años, no era un sitio estable. Cerró durante muchos meses. Entonces, para no quedarme sin hacer nada, me presenté a la universidad. No ingresé. Y así fue que decidí trabajar para ahorrar algo de dinero y poder irme a estudiar música al extranjero. Eso era lo que yo realmente quería.


que ganarse un sitio y es normal que no conozcas los roles que te toca interpretar. Yo tuve que aprender mucho, y acepté sustituir a un tenor principal que había cancelado su actuación. Lo hice más de una vez porque volvió a ocurrir en 1997. Seguro que escucharon que había sido un buen sustituto en Pesaro, ¿no? —¿Los peruanos tenemos características que nos alejan o que nos acercan al éxito? ¿Qué crees tú? —Yo creo que las cosas están cambiando. La gente está creciendo. Hay muchos pequeños comerciantes, propietarios, profesionales. Muchos de ellos no fueron a la universidad, pero sus hijos sí lo hacen. El peruano ha cambiado, ha levantado la cabeza. Ya no la tiene hacia abajo, como antes. ¿Cómo me doy cuenta de esto? Porque hoy en el Perú se aprecia mucho el éxito. Y eso es la señal de que el Perú finalmente mira hacia arriba. —Si tuvieras la posibilidad de emprender una gran reforma para el país, ¿cuál sería? —Yo crearía muchas orquestas y coros, porque con ese proyecto haríamos que muchos niños de pueblos jóvenes de Lima y otros departamentos que no tienen posibilidades económicas puedan dedicarse a la música y mejorar su autoestima, sintiéndose orgullosos de lo que hacen. Ya sea cantar o tener la capacidad de tocar un instrumento. Eso les cambiaría la vida. —¿Qué es lo que te hace sentir más orgulloso? —Haber realizado mi sueño: ser un buen músico y hacer arte como lo estoy haciendo. Que la gente me quiera en mi país también me da un poquito de orgullo. Ahora que te respondo, pienso en una de tus preguntas anteriores… Sí, de hecho, cuando uno sale del Perú

para buscar un sueño en otro país se esfuerza muchísimo más para alcanzarlo, ya que ha dejado todo para ir tras esa ilusión. Creo que por eso hay muchos tenores latinoamericanos que son exitosos en el mundo, porque dejaron sus países para venir a Estados Unidos o ir a Europa, y lo hicieron con mucho coraje. Además, hay muchas expectativas puestas sobre tus hombros. —¿Te arrepientes de algo? —No, no. —A estas alturas, después de todo lo que has conseguido, ¿te queda algún sueño por cumplir? —Quisiera que en el Perú haya un gran teatro que sea una especie de centro cultural. El Teatro Municipal se quemó y sigue allí, en ruinas. El Segura es un teatro muy pequeño. El del Callao, también. No tenemos un gran teatro donde se haga una temporada de performing arts: ballet, teatro, ópera. En Chile, en el Teatro Municipal, se representan siete óperas al año. Tienen buenos elencos y cada uno tiene su temporada. Llega gente de todo el mundo a verlos. Nosotros nunca hemos tenido algo así, no se entiende por qué. —Puede ser un sueño y una frustración al mismo tiempo, ¿no? —Es una frustración ahora, pero hay proyectos. Se quiere reconstruir el Teatro Municipal. También sé que el Gobierno ha pensado en un gran Teatro Nacional. Pero el tema va más allá y alcanza la calidad los espectáculos, para que cada teatro ofrezca una buena temporada, como ocurre en otros países. Eso estamos esperando. El día que escribí el primer correo electrónico a Rocío Flórez para pedirle una entrevista con su hermano, no albergaba muchas esperanzas. Por eso, me sorprendió

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gratamente que, más pronto de lo que esperaba, la respuesta de Rocío llegara a mi bandeja de entrada. En ella me decía que Juan Diego aceptaba recibirme, pero que la entrevista debía realizarse en Nueva York, pues su agenda le impedía regresar al Perú en los próximos meses. De ahí en adelante, fue Julia, la esposa de Juan Diego, quien hizo las coordinaciones y fijó el día, la hora y el lugar para nuestro encuentro. En este preciso instante no puedo evitar sonreír al recordar cómo transcurrieron las horas previas a nuestra cita. El primer mensaje de Julia llegó a las dos y treinta y siete minutos de la tarde. En él me pedía que postergáramos la reunión —pactada para las cuatro— para las seis. Respiré aliviada porque al menos no me habían cancelado la cita. Sin embargo, como había comprado entradas para el teatro y la función era a las ocho de la noche, le respondí rogándole que fuera a las cinco y treinta. Y ella aceptó. Media hora después, estaba sentada en una trattoria, ya había pedido una Coca-Cola y me disponía a ordenar mi almuerzo cuando mi teléfono volvió a sonar. «Perdona el mareo. Juan Diego está libre ahora. ¿Podrías venir? ¿En cuánto tiempo llegarías?», me decía. Por supuesto, salí del local a la velocidad de un rayo y tomé el primer taxi que pude. Entonces, Julia me escribió una vez más: «Nada. Olvídalo. Lo dejamos para las cinco y treinta». ¡Qué diablos!, pensé. ¡Es Juan Diego Flórez! Finalmente, llegué a la dirección con hora y media de anticipación. Y, para matar el tiempo, crucé la calle y entré a un café para tomar un capuccino. Cosa de locos, en el local sonaba «La donna è mobile». ¿Alguien sabía que venía a entrevistar a un tenor? —Si Juan Diego Flórez no hubiera sido tenor, ¿qué hubiera sido?

—¿Qué hubiera sido? Siempre algo vinculado con la música. Quizá sería un cantante de pop. Y, bueno, la música tiene muchos campos. A mí me gusta la dirección orquestal, compongo. Aunque también me gusta el deporte, especialmente el fútbol. Incluso aquí, en Nueva York, mis amigos y yo a veces nos juntamos y jugamos. —¿Y cuál es tu posición en la cancha? —Delantero. —¿Eres hincha de algún equipo? —Soy del Inter de Milán. —¿En el Perú? —En el Perú, no. Sigo un poco el fútbol pero nunca he sido hincha de un equipo. Sigo también el tenis. Y me gusta mucho la lectura. —¿Y qué te gusta leer? —Un poco de todo. Uno de mis libros favoritos es Conversación en La Catedral, de Mario Vargas Llosa. Ahora estoy terminando un libro que se llama Viaje al fin de la noche, de Céline. Es un escritor un poco difícil. Quisiera leer mucho más, pero no tengo tiempo para nada. Me gustaría tener más tiempo no solo para la lectura, también para los deportes y la cocina. Me ha gustado cocinar desde chico. —¿Qué te gusta cocinar? —Cocina peruana o italiana. Me encanta el cebiche y la papa a la huancaína. Julia también cocina muy bien. Hacemos grandes cenas para nuestros amigos. —¿Y cuál es la canción favorita de Juan Diego Flórez? —Hay varias. Una que me encanta es «If I fell», de los Beatles. —Una película.

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—De las de ahora, Milk. De las de siempre, The apartment, una comedia de los años sesenta con Jack Lemmon y Shirley McLaine. —Si pudieras cumplir una fantasía y conocer a alguien que admiras, aun cuando se trate de alguien que ya murió, ¿a quién elegirías? ¿Con quién te gustaría sentarte a charlar un rato? —Con Beethoven. —¿Y qué pregunta le harías? —¡Uy! Muchas preguntas. Imagínate. Le preguntaría sobre algunas obras suyas, cuál era su intención cuando las compuso. Me gustaría conocer su visión de la música y qué pensaba de otros compositores de su época. Fíjate que me gustaría charlar con Rossini, y creo que me divertiría mucho más con él que con Beethoven. —¿Ah, sí? ¿Por qué? —Porque Beethoven era una persona hermética, introvertida, huraña. Rossini, en cambio, era encantador. Disfrutaba mucho de la vida. De repente lo hubiese invitado a cocinar en esa reunión que hubiésemos tenido. —Te imaginas: Rossini, Julia y tú. Los tres metidos en la cocina. —Rossini dice que solo lloró dos veces en su vida. La primera, cuando murió su padre. La segunda, cuando se le cayó un pavo trufado por la borda de un barco a un canal en Venecia. Por eso lloró. ¡Imagínate! ¿Sabes? También me gustaría sentarme a conversar con Charles Chaplin. —¿Y a él qué le preguntarías? —Sobre sus películas y las mujeres que amó. Porque él tuvo muchas chicas y todas muy jóvenes. Por supuesto, le preguntaría cuál es su secreto para hacer reír.

—¿Cómo te ves de acá a veinte años? —Haciendo lo mismo, pero quizá mucho mejor. Aunque el canto depende mucho de las aptitudes físicas. Con los años, los músculos vocales se van deteriorando. Por eso lo importante es tener una buena técnica, para que esas cualidades que te hicieron importante en el mundo de la ópera se mantengan el mayor tiempo posible. Lo que mejora con los años es la interpretación, porque ganas madurez. Sumas vivencias. Y puedes dar mucho más. —¿Cuál es tu mayor virtud? —No sé, creo que la perseverancia. —¿Y tu peor defecto? —Va a parecer que me contradigo, pero es la flojera. —Cambiando de tema… No tengo que preguntártelo: salta a la vista que Julia es tu mujer ideal. —No puedo decir que no. [Risas]. —Y después de Julia, ¿hay alguna otra mujer que te guste o que te parezca atractiva? —A mí me gusta Charlize Theron. —En alguna película en especial. —Definitivamente, no en Monster. —Me imagino el porqué… ¿Y qué es lo que aprecias en una mujer? —Aprecio la femineidad y la fuerza. Creo que, en una pareja, la mujer sostiene al hombre. Yo amo a Julia. Pero también necesitaba a alguien como ella. —¿Por qué? —Porque yo soy muy disperso. Desordenado. Me pierdo en cosas inútiles. No sé bien cómo explicarlo. —Cuando tengas hijos, ¿qué tipo de padre serás? —Quisiera ser un padre moderno. Abierto. Ojalá. Porque creo que la educación a la latinoamericana

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está cambiando. Mi madre era bastante liberal y yo lo agradezco mucho. Nuestra sociedad es culposa, repite mucho: «Dios te va a castigar». Eso es malo. Yo aprecio, por ejemplo, cómo en Alemania no hacen sentir a los niños culpables todo el tiempo. Esos niños no sienten miedo y, no obstante, crecen bien, con la mente abierta. Muchos de los jóvenes que salen de nuestros países y van a Europa no saben cómo manejarse porque han sido educados con miedo. —Yo sé que tú eras terrible de niño… —Sí. Yo era muy pillo. Siempre andaba haciendo travesuras. Tremendas. Me acuerdo que, una vez, a los tres años, estaba encima de unas escaleras montado en un triciclo. Y le digo a mi mamá: «Mamaaá, mira». Y me lanzo con el triciclo por las escaleras… Di tres mil vueltas, me rompí el labio y me pusieron puntos. Pero no me acuerdo del accidente. Recuerdo el momento en que se lo dije y la cara que puso. —¿Quién ha sido tu fuente de inspiración? —La gente con la que crecí. Mi abuela. Mi madre. Me gustaba cómo eran. Mi abuela, doña Ena, era muy artística, confiada en la gente, buena de espíritu. Muy espontánea, algo que yo no soy. —¿Y tu madre? —Mi madre es la lucha, la perseverancia, la alegría. —Es curioso, porque me has hablado de tu abuela, de tu madre y de la importancia de Julia en tu vida. Son muchas mujeres juntas a tu alrededor. —Sí, yo crecí con mujeres. En mi casa, como mi padre y mi madre se divorciaron, mis dos hermanas y yo crecimos con mi mamá. En algún momento, llegamos a dormir todos juntos en el mismo cuarto, y yo era el único hombre.

—Hablemos de política. ¿Qué harías si fueras presidente por un día? —¡Qué pregunta tan difícil! —Y si tienes la posibilidad de dar una ley… —Bueno, decretaría que durante ese día todos los peruanos demostremos nuestro cariño a las personas que queremos. A nuestra familia y amigos. —¿Te gusta la política? —Más o menos. —¿Sigues lo que sucede en el Perú? —Sí. —¿Quién ha sido el mejor presidente que ha tenido el país? —No quisiera comentar eso. —¿Hay una frase que repitas con frecuencia? —Sí: «Esta es una nueva república». Apago la grabadora. Juan Diego me autografía un disco suyo que tuve la precaución de meter en la cartera antes de venir. Enseguida, nos tomamos una foto para el recuerdo. En el primer piso nos espera Julia —es mucho más bonita en persona—, quien se me acerca y me pide disculpas por tanto ajetreo mientras sonríe. «No te preocupes», le digo. Como canta el gran Rubén Blades: «Ocho millones de historias tiene la ciudad de Nueva York…». Y la mía solo ha sido una más.

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