Entonces, ¿quién mató a Alicia Delgado? Claves para entender un crimen imperfecto

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Como a las siete de la noche, intenté asesinarla, pero me arrepentí. Me entró un remordimiento de conciencia y no pude hacerlo. La señora se fue a descansar a su dormitorio y yo no pude dormir esa noche. Al día siguiente, como a las 7:30 de la mañana, agarré un cuchillo de la cocina, y cuando Alicia salió a la sala y luego retornó a su dormitorio, la ataqué por detrás. Cuando le di la primera puñalada por la espalda, ella gritó de dolor y pidió auxilio. Le metí dos puñaladas más y ella agarró el cuchillo para defenderse y me golpeó en la cara. Forcejeamos y yo la intenté desmayar a golpes, pero ella seguía gritando. Allí le corté el cuello y, para asegurarme, la ahorqué con una correa. Luego agarré la caja fuerte y salí del departamento. Antes me lavé las manos en el baño. Declaración de Pedro César Mamanchura ante la policía


Dieciocho horas antes de morir

Lunes 22 de junio de 2009, 13:00 hrs.

En un mundo perfecto, ella sería una madura y majestuosa estrella del folclore; y él, sólo su joven arpista talentoso. Pero el mundo no es perfecto. Y quizá por eso, ella tiene cincuenta años y él tiene veinticuatro. Y uno de los dos tiene el rostro encendido y las pupilas dilatadas. Y el otro se mece suavemente entre sus piernas. La respiración de ambos se acelera. Y esa sensación de nubes suaves y sol radiante, que trae el placer ejercido con ternura, se va apoderando lentamente de sus cuerpos. Minutos antes, Alicia Delgado había llamado a la única persona que había en el departamento aparte de ellos dos, y le ordenó con voz cortante: —Anda a comprar comida para los tres. Pedro César Mamanchura salió del departamento y cerró la puerta con un golpe seco, que retumbó

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por los brillantes pasillos del edificio, ubicado en un barrio elegante de Lima. Es seguro que, mientras bajaba las escaleras, meditaba en por qué lo estarían alejando del departamento. Algo hay, algo hay. Hummm. Cuando ya estaba en la calle, una llamada de Alicia Delgado le cambió la ruta: «Mejor espéranos en el restaurante, que ya vamos para allá», le dijo su jefa. «Qué vivos éstos —debe haber pensado—. ¿Qué estarán haciendo?». Aunque Pedro César Mamanchura sabía qué estaban haciendo. «¿Quieres que te diga que los he visto tirando? ¿Quieres que te diga? Te digo que sí», dirá días después, sentado en una de las oficinas de la Dirección de Criminalística de la Policía Nacional. Pero ahora, Pedro César Mamanchura está en una de las mesas del restaurante, esperando que su jefa y el arpista aparezcan. Esperando. Esperando. Y rumiando pensamientos turbios. Miguel Salas, en ese mismo instante, siente que su cuerpo se transforma en un arpa que hace alocadas escalas y trinos. Y suspira. Y se estremece. Sintiendo la piel tibia de Alicia Delgado. Pensar que la primera vez que se encontraron, ella lo había mirado como quien ve un pequeño insecto musical. Y, para su pánico y horror, le había dicho que se preparara porque iba a tocar con ella. Ya

mismo. Y que si se sabía bien todas las canciones, porque a ella le gustaba que todo saliera perfecto. Miguel Salas tenía entonces diecinueve años, y ella avanzaba, renuente, hacia el medio siglo. Yo fui franco con la señora Alicia, recuerda. ¿Sabe qué señora Alicia? De repente no sale todo como usted lo espera, pero voy a hacer todo lo posible. Lo que ocurría es que nadie le había avisado que iba a tocar con Alicia Delgado. Lo había llamado, como siempre, Abencia Meza, y él se había presentado. Yo pensé que si me llamaba ella, iba a tocar con ella, como siempre. Jamás en la vida me imaginé que iba a tocar con usted, le dijo, tratando de explicarse. Hasta ese día, él sólo había sido marco musical de Abencia. Y no conocía casi ninguna de las canciones de esta señora solemne, que lo miraba con aire impaciente. Por supuesto, la función salió… mal. Pero Alicia no pudo quejarse de la dedicación y el empeño que el joven arpista había desplegado.

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*** Cuando terminaron de hacer el amor, Alicia y Miguel se volvieron a vestir entre risas. Había entre ellos un espíritu de camaradería y confianza propia de quienes se tratan cotidianamente.


Toda esta intimidad había empezado unos meses atrás, cuando la señora, como él la llama aún hoy, empezó a reaccionar con brusquedad sin razón aparente. Si me veía conversando con alguna chica durante algún concierto, recuerda, se la agarraba conmigo. «¿Por qué estás conversando con esa mujer? ¿No tienes alguna cosa que hacer? ¿Qué haces allí perdiendo el tiempo?», me decía furiosa. A él le parecía que eran celos. ¿Pero sería posible? «¿Podría la señora Alicia, tan altiva y orgullosa, haberse fijado en mí?». Una tarde mientras ensayaban sonó el celular de Miguel. Inmediatamente, ella volteó hacia él e hizo una mueca de fastidio: —¡Por favor, Miguel! ¡Estás en horario de trabajo, no puedes estar hablando por celular! Miguel, calladito, apagó su celular. Otro día, mientras almorzaban, sonó nuevamente su celular. Y ella muy seria: —¡Prohibido contestar celulares mientras estamos comiendo! Miguel, desconcertado, apagó su celular. Pero se sintió confundido, raro, porque a su lado había otro músico que contestaba las llamadas de su mujer cada cinco minutos y a él no le decía nada. «¿Qué pasa aquí?», se preguntó. Un beso es un escaneo de tu ser. Una noche de mayo, mientras Alicia y Miguel viajaban por una carretera oscura, llegó el primer beso.

Una radiografía que te hacen o le haces a otro, tomando muestras de saliva dulce y registrando las diversas temperaturas que hay entre los labios. Creo que nadie se dio cuenta, dice. Todos dormían, salvo el chofer que miraba concentrado la carretera. A su lado estaba sentada Alicia. Y detrás Miguel, que la observaba detenidamente. Pero no nos dimos un beeeeso, así, escandaloso, aclara. Pareció casual. —Señora, póngase su cinturón —le dije. La señora empezó a jalar el cinturón de seguridad, pero estaba atascado. —¡No sé qué le pasa a esto! —dijo fastidiada. Como estaba sentada adelante, yo pasé mi cuerpo por entre los asientos y traté de ayudarla. Busqué con mi mano el cinturón. Y tiré de él. —Ummj. ¡De verdad está duro! Jalé más fuerte. En ese momento sintió que la mejilla de Alicia estaba demasiado cerca de la suya. Que con un leve movimiento podría sentir su piel. Que Alicia no se alejaba de él. Que una ola de calor le subía de las rodillas. Siguió jalando el cinturón y volvió levemente el rostro hacia Alicia. Y entonces ella hizo algo que lo dejó mareado y sonriente. Avanzó los labios y lo besó. Fue un momento breve. Atrás nadie notó nada. Después de eso, los muchachos del grupo empezaron a intuir que algo pasaba.

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Era demasiado expresiva con su sentimiento. Se le notaba. No sabía disimularlo. La veían conmigo y sacaban sus conclusiones. Y lo primero que hacían era preguntarme a mí. De frente. ¿Qué pasa con la señora?, como hizo uno de los muchachos del grupo. Y como, obviamente, no teníamos nada público, yo contesté: no pasa nada. Pero yo sentía que la señora se había enamorado de mí. Pero no se pudo dar. Porque ella no podía expresarse como cualquier persona hubiera hecho. El primer problema, por supuesto, era la diferencia de edad. Ella tenía el doble de años que él. Un día, mientras conversaban, se lo dijo. —El amor es muy lindo —empezó, como quien habla con alguien que no está presente—. No perdona la edad, no perdona la raza, no perdona la condición social. El amor es el capricho del corazón. Uno se enamora y punto. Casi como con cólera me lo decía. Yo sentía que me lo estaba diciendo a mí. Y no sabía qué decirle. Y tampoco quería que las cosas avancen más porque… la señora tenía un defecto: era muy celosa. Por eso, yo también trataba de no herirla mucho. Yo trataba siempre de ser bien caballero, bien atento. Y si alguna chica se me acercaba durante las presentaciones, yo inmediatamente le decía: sabes qué, la señora se molesta. Le explicaba que era por el orden, por

la ética profesional de un artista que no puede estar dando un espectáculo en la vía pública. A la señora no le gusta eso. Llegó un momento en que las cosas se hicieron más serias. La señora mostraba cierto… me tomaba como si fuera su marido. Y tenía que comportarme como tal. Obviamente, durante las presentaciones no podía estar conversando con nadie. Tenía que estar trabajando. Además de la edad, estaba el problema llamado Abencia. Él estaba seguro de que Alicia mantenía ocultos sus sentimientos por temor a ella. —Tú crees que, de no haber sido por la presencia de Abencia, ¿ustedes habrían podido tener una relación? —Sí. Y de mi parte también. Pero todos decían: esa Abencia es capaz de todo. Agarra y te desaparece como si nada. Yo pensaba, me voy a bajar a su flaca y me da vuelta, en primera nomás. Yo tenía miedo. Y ella también tenía miedo. A veces hasta tenía pesadillas. Una vez me dijo: «Me soñé con esa maldita. Y no pude dormir».

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