William James. Un Universo pluralista. Cuarta conferencia, acerca de Fechner

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James, William, Un universo pluralista. Filosofía de la experiencia, Buenos Aires, Editorial Cactus, 2009, trad. de Sebastián Puente, Pág. 87-113.

CUARTA CONFERENCIA: ACERCA DE FECHNER William James El prestigio de lo absoluto se ha desgranado bastante en nuestras manos. Sus pruebas lógicas pierden su fuego; los retratos que muestran de él sus mejores pintores de la Corte son uniformes y nebulosos en extremo; y no nos da alivio alguno más allá del frío confort de asegurarnos que con él todo está bien, y que sólo necesitamos elevarnos a su eterno punto de vista para ver que también con nosotros todo está bien. En cambio, introduce ciertas dificultades perniciosas en filosofía y teología, de las cuales nunca deberíamos haber escuchado si no fuera por su intrusión. Pero si lanzamos lo absoluto fuera del mundo, ¿deberíamos entonces concluir que en el camino de la conciencia el mundo no contiene nada mejor que nuestra conciencia? ¿No vale nada nuestra creencia instintiva en presencias más elevadas, nuestro persistente volvernos hacia la compañía divina? ¿Es sólo la patética ilusión de seres con mentes incorregiblemente sociales e imaginativas? Creo que semejante conclusión negativa sería desesperadamente apresurada, algo como arrojar el bebé junto con el agua del baño. Lógicamente es posible creer en seres suprahumanos sin identificarlos para nada con lo absoluto. Me parece que el tratado de alianza ofensiva y defensiva que algunos grupos del clero cristiano han hecho recientemente con nuestros filósofos trascendentalistas está basado en un bien intencionado pero terrible error. Ni el Jehová del antiguo testamento ni el padre celestial del nuevo tienen nada en común con lo absoluto, excepto el hecho , de que los tres son más grandes que el hombre; y si ustedes dicen que en las mentes más reflexivas y modernas, los dioses de Abraham, de David, y de Jesús estaban inevitablemente destinados a convertirse en la noción de lo absoluto, luego de transformarse primero entre sí, contesto que aunque en ciertas mentes específicamente filosóficas puede haber sido ese el caso, en mentes que deben calificarse más adecuadamente de religiosas el desarrollo siguió otro sendero completamente distinto. Toda la historia de la Cristiandad evangélica está allí para probarlo. Propongo en estas conferencias argumentar por esa otra línea de desarrollo. Para colocar la doctrina de lo absoluto en su marco adecuado, de modo que no vaya a llenar toda la bóveda celeste y excluir posibilidades alternativas de pensamiento más elevado -como parece hacer con muchos estudiantes que se le acercan con un limitado conocimiento previo de filosofía- la contrastaré con un sistema que, considerado de manera abstracta, parece primero tener mucho en común con el absolutismo, pero que, tomado concretamente y en lo temperamental, se encuentra verdaderamente en el polo opuesto. Me refiero a la filosofía de Gustav Theodor Fechner, un escritor poco conocido hasta el momento para los lectores ingleses, pero destinado, estoy convencido, a ejercer más y más influencia con el paso del tiempo. Es el intenso carácter concreto de Fechner, su fertilidad de detalle, lo que me llena de una admiración que me gustaría hacer que esta audiencia comparta. Entre los


maniáticos por la filosofía que conocí en el pasado había una mujer de cuyo sistema he olvidado todos los principios excepto uno. Si hubiera nacido en el Archipiélago Jónico hace unos tres mil años, esa sola doctrina le hubiera asegurado a su nombre un lugar en todos los planes de estudio y exámenes universitarios. El mundo, decía, está compuesto sólo por dos elementos, a saber, lo Denso y lo Delgado. Nadie puede negar la verdad de este análisis hasta donde llega (aunque a la luz de nuestro conocimiento contemporáneo de la naturaleza él mismo tiene un sonido bastante «delgado»), y en ningún lugar es más cierto que en esa parte del mundo llamada filosofía. Por ejemplo, estoy seguro de que muchos de ustedes, escuchando qué pobre descripción del trascendentalismo idealista fui capaz de hacer, recibieron la impresión de que sus argumentos son extrañamente delgados, y de que los términos con los que nos deja son temblorosas envolturas para un mundo tan denso y fornido como este. Algunos de ustedes, claro, van a atribuir la delgadez a mi exposición; pero delgada como ha sido, creo que las doctrinas referidas han sido aún más delgadas. Desde Green hasta Haldane lo absoluto que se nos propone para ordenar las confusiones del matorral de experiencia en que ocurre nuestra vida se conserva como una pura abstracción que casi nadie intenta hacer una pizca más concreta. Si abrimos Green, no obtenemos más que el yo trascendental de la apercepción (nombre de Kant para el hecho de que para ser incluida en la experiencia una cosa tiene que ser presenciada), convertido en una especie de burbuja de jabón sin tiempo lo suficientemente grande como para reflejar todo el universo. La naturaleza, sigue insistiendo Green, consiste sólo en relaciones, y eso implica la acción de una mente que es eterna; una conciencia auto-distintiva que escapa ella misma a las relaciones por las cuales determina otras cosas. Presente a todo lo que es en sucesión, ella misma no está en sucesión. Si tomamos a los Cairds 1, nos dirían poco más del principio del universo -es siempre un regreso a la identidad del yo desde la diferencia de sus objetos-. Este yo se separa a sí mismo de los objetos y deviene así conciente de ellos en su mutua separación, mientras al mismo tiempo los ata juntos como elementos de una más alta auto-conciencia. Esto parece la quintaesencia de lo delgado; y el asunto difícilmente se vuelve más denso cuando deducimos, después de enormes cantidades de lectura, que el gran ser envolvente en cuestión es como tal razón absoluta, y que como tal se caracteriza por el hábito de usar algunas insípidas «categorías» con las cuales lleva a cabo su eminente trabajo de relacionar. Todo el material activo de los hechos naturales es eliminado y sólo queda el más desnudo formalismo intelectualista. Como vimos, Hegel intentó hacer más concreto el sistema volviendo «dialécticas» las relaciones entre cosas, pero si nos volvemos hacia aquellos que usaron su nombre más devotamente, los encontramos abandonando todos los particulares de su tentativa y elogiando simplemente su intención -tanto como, a nuestro modo, nosotros mismos la hemos elogiado-. Mr. Haldane, por ejemplo, en sus maravillosamente inteligentes conferencias de Gifford, pone a Hegel en los cielos, pero lo que dice de él equivale a poco más que esto: que «las categorías en las cuales el espíritu ordena sus experiencias y les da significado, los universales en los cuales los particulares son captados en el individuo, son una cadena lógica en la cual lo primero presupone lo último y lo último es su presuposición y su verdad». Casi no intenta hacer más denso este delgado esquema lógico. Dice más bien que el espíritu absoluto en sí mismo, y el espíritu absoluto en su heteridad u otredad, es decir bajo la distinción de sí que 1

Edward Caird y John Caird formaron parte del llamado neoidealismo inglés. (N. de T.).


establece desde sí, tienen como su prius real el espíritu absoluto como síntesis; y siendo esta la verdadera naturaleza del espíritu absoluto, su carácter dialéctico debe mostrarse a sí mismo en formas tan concretas como la poesía de Goethe y de Wordsworth, así como en las formas religiosas. La naturaleza de Dios, la naturaleza del espíritu absoluto, es exhibir el triple movimiento de la dialéctica, y es así que la naturaleza de Dios tal como es presentada en la religión debe ser una triplicidad, una trinidad. Pero más allá de nombrar de este modo a Goethe y Wordsworth y establecer la trinidad, el Hegelianismo de Mr. Haldane difícilmente nos acerca una pulgada al detalle concreto del mundo que realmente habitamos. Igualmente delgado es Mr. Taylor, tanto en sus principios como en sus resultados. Siguiendo a Mr. Bradley, comienza por asegurarnos que la realidad no puede ser auto-contradictoria, pero que ciertamente estar relacionado a algo fuera de uno mismo es ser auto-contradictorio, por tanto la realidad última debe ser una única totalidad sistemática que incluya todo. Sin embargo, todo lo que puede decir de esta totalidad al final de su libro, escrito de manera excelente, es que su noción «no puede añadir nada a nuestra información y por sí misma no puede proporcionar motivos para el esfuerzo práctico». Mr. McTaggart nos invita a un progreso casi tan delgado como aquél. Dice: El principal interés práctico de la filosofía de Hegel es encontrarse en la certeza abstracta que nos da la lógica de que toda realidad es racional y justa, aún cuando no podamos ver en lo más mínimo cómo lo es... No es que nos muestre cómo los hechos que nos rodean son buenos, no es que nos muestre cómo podemos hacerlos mejores, sino que prueba que ellos, como otra realidad, son sub especie aeternitatis perfectamente buenos, y sub especie temporis están destinados a volverse perfectamente buenos. Aquí otra vez ningún detalle, sólo la certeza abstracta de que sea lo que sea que el detalle pueda probar ser, será bueno. Los hombres comunes no-dialécticos tienen ya esta certeza como resultado del generoso entusiasmo vital con el que nacen acerca del universo. La peculiaridad de la filosofía trascendental es su soberano desprecio por las meras funciones vitales como el entusiasmo, y su pretensión de convertir nuestras simples e inmediatas confianza y fe a la forma de certezas lógicamente mediadas a las cuales sería absurdo cuestionar. Pero toda la base sobre la cual descansa tan sólidamente la propia certeza de Mr. McTaggart se asienta sobre las pocas palabras de una afirmación dentro de la cual pone al evangelio de Hegel: a saber, que en cada trozo de experiencia y pensamiento, por finito que sea, está «implícitamente presente» la totalidad de la realidad (como Hegel la llama, la idea absoluta). Esta es, en efecto, la visión de Hegel, y Hegel pensó que los detalles de su dialéctica probaban su verdad. Pero los discípulos que tratan como insatisfactorios los detalles de la prueba y aún así se aferran a la visión, seguramente no son mejores, a pesar de su aspiración a una conciencia más racional, que los hombres comunes con sus entusiasmos o su fe adoptada deliberadamente. Nosotros mismos hemos visto algunas de las debilidades de las pruebas monistas. Mr. McTaggart recoge por sí mismo muchos agujeros en la lógica de Hegel, y concluye finalmente que «toda verdadera filosofía debe ser mística, no tanto en sus métodos sino en sus conclusiones finales» que es tanto como decir que los métodos racionalistas, a pesar de toda su superioridad, nos dejan dando tumbos, y que finalmente visión y fe deben suplir sus falencias. ¡Pero qué abstracta y delgada es aquí la visión, por no decir nada de la fe! La totalidad de la realidad, explícitamente ausente de nuestras experiencias finitas, debe sin embargo estar presente implícitamente en todas ellas, aunque


ninguno de nosotros pueda siquiera ver de qué manera -estando aquí sostenida toda la pirámide del sistema monista en su punto débil por la mera palabra «implícito»-. El sistema monista de la verdad de Mr. Joachim se apoya sobre un punto aún más débil. Nunca he dudado de que la verdad universal e intemporal es un único contenido o significado, uno y total y completo, y confiesa con franqueza el fracaso de los intentos racionalistas «por elevar esta certeza inmediata» al nivel del conocimiento reflexivo. En pocas palabras, para él no hay mediación entre la Verdad en mayúsculas y todas las verdades «minúsculas» -y errores- que presenta la vida. El hecho psicológico de que nunca ha «dudado» es suficiente. Toda la pirámide monista, apoyándose en puntos tan delgados como estos, me parece a mí un machtspruch2, un producto de la voluntad mucho más que de la razón. La unidad es buena, por lo tanto las cosas tendrán que cohesionarse; tendrán que ser uno; tendrá que haber categorías para hacerlas uno, sin importar qué disyunciones empíricas puedan aparecer. En los propios escritos de Hegel, el temperamento tendrá-que-ser3 es ubicuo y dominante; sobrepasa de igual modo resistencias verbales y lógicas. Como dice muy bien el Profesor Royce, el error de Hegel «no está en introducir la lógica en la pasión», como alega alguna gente, «sino en concebir la lógica de la pasión como la única lógica... Él es [por lo tanto] sugestivo pero nunca definitivo. Su sistema se ha desmoronado como sistema, pero su vital comprensión de nuestra vida quedará por siempre»4. Ya hemos visto esa comprensión vital. Se trata de que hay un sentido en el cual las cosas reales no son meramente sus propios sí mismos desnudos, sino que pueden también ser tratadas vagamente como sus propios otros, y de que la lógica ordinaria, desde que niega esto, debe ser superada. La lógica ordinaria niega esto porque sustituye las cosas reales por conceptos, y los conceptos son sus propios sí mismos desnudos y nada más. Lo que Royce llama el «sistema» de Hegel fue el intento de Hegel de hacernos creer que estaba trabajando a través de conceptos y puliendo un estilo de lógica superior, cuando en realidad las experiencias sensibles, las hipótesis y la pasión le proporcionaban todos sus resultados. Lo que yo mismo puedo querer decir con que las cosas son sus propios otros, lo veremos en una conferencia posterior. Ahora es tiempo de poner nuestra mirada en Fechner, cuya densidad es un refrescante contraste con la delgada, abstracta, indigente y raída apariencia, con el aspecto famélico, escolar, que presentan las especulaciones de la mayoría de nuestros filósofos absolutistas. Hay algo realmente raro y misterioso en el contraste entre las pretensiones abstractas del racionalismo y lo que los métodos racionalistas concretamente pueden hacer. Si la «lógica primera» de nuestra mente fuera realmente la «presencia implícita» en todo nuestro pensamiento finito de la totalidad «concreta universal», de la totalidad de la razón, o de la realidad, o del espíritu, o de la idea absoluta, o como quiera que pueda llamarse; y si esta razón trabajara (por ejemplo) a través del método dialéctico, ¿no parece extraño que en la mayor instancia de racionalización que ha conocido la humanidad, a saber en la «ciencia», el método dialéctico no fuera probado ni siquiera una vez? No se me ocurre ni un solo ejemplo de su empleo en ciencia. Por los resultados de la ciencia se debe agradecer a las hipótesis y a las deducciones que derivan de ellas, controladas por 2

Decreto, di c tu m. (N. de T.)

3

Para mantener el argumento nos vimos obligados a traducir la construcción. shall be por tendrá que ser [N. de T.]

4

The Spirit of Modern Philosophy, p. 227.


observaciones sensoriales y analogías con aquello que conocemos en otros lugares. Fechner no usó más métodos que estos últimos al argumentar a favor de sus conclusiones metafísicas acerca de la realidad. Pero primero déjenme repasar algunos pocos hechos de su vida. Nacido en 1801, hijo de un pobre pastor rural en Saxony, vivió desde 1817 hasta 1887, cuando murió, setenta años más tarde, en Leipzig; un típico gelehrter5 de la tradicional franja germana. Sus recursos siempre fueron escasos, así es que sus extravagancias sólo podían estar en el camino del pensamiento, pero eran unas hermosas extravagancias. Aprobó sus exámenes médicos en la Universidad de Leipzig a la edad de veintiún años, pero decidió consagrarse a la física en lugar de convertirse en médico. Esto ocurrió diez años antes de que fuera nombrado profesor de física, aunque pronto fue autorizado a dictar clases. Mientras tanto, tenía que hacer que ambos extremos se encontraran, y lo hizo a través de voluminosos esfuerzos literarios. Tradujo, por ejemplo, los cuatro volúmenes del tratado sobre física de Biot, y los seis del trabajo de Thénard sobre química, y se ocupó más tarde de sus ediciones ampliadas. Editó colecciones de química y física, un periódico farmacéutico y una enciclopedia en ocho tomos, de la cual escribió cerca de un tercio. Publicó tratados de física e investigaciones experimentales propias, especialmente sobre electricidad.-Las mediciones eléctricas, como ustedes saben, son la base de la ciencia eléctrica, y las mediciones de Fechner en galvanismo, llevadas a cabo con los aparatos más simples hechos por él mismo, son un clásico hasta el día de hoy. Durante este tiempo publicó también, bajo el nombre de Dr. Mises, algunos escritos semi-filosóficos, semihumorísticos, que atravesaron varias ediciones, además de poemas, ensayos artísticos y literarios, y otros artículos ocasionales. Pero el exceso de trabajo, la pobreza, y un problema ocular producido por sus observaciones sobre las post-imágenes 6 (también una obra de investigación clásica) produjeran en Fechner, que por entonces tenía treinta y ocho años, un tremendo ataque de neurastenia con una dolorosa hiperestesia de todas las funciones, del cual sufrió durante tres años, aislado completamente de la vida activa. La medicina de hoy hubiera clasificado rápidamente la enfermedad del pobre Fechner como parte de una neurosis de hábito, pero era tal su severidad que en sus días fue tratada como un castigo de una maldad incomprensible; y cuando repentinamente comenzó a mejorar, tanto Fechner como otros trataron la recuperación como una especie de milagro divino. Esta enfermedad produjo una gran crisis en su vida, al poner a Fechner cara a cara con su desesperación interna. Escribe: De no haberme aferrado a la fe, y de no haber producido ese aferramiento de un modo u otro su r e c o m p e n s a , s o h ä t t e i c h j e n e z e i t nicht ausgehalt en 7. Lo salvó su fe religiosa y cosmológica -de allí en más lo acompañó el gran propósito de elaborar y comunicar esta fe al mundo-. Lo hizo en la escala más grande; pero hizo muchas otras cosas antes de morir. Entre estas otras realizaciones deben incluirse un libro sobre la teoría atómica, también clásico; cuatro complicados volúmenes matemáticos y experimentales sobre lo que llamó psicofísica -muchas personas consideran que Fechner prácticamente fundó la psicología científica en el primero de estos libros-; un volumen sobre evolución orgánica y dos trabajos 5

Ilustrado. (N. de T.)

6

Imágenes que persisten en la retina, luego de ser vistas. (N. de T.)

7

... no hubiera soportado así toda esa época. (N. de T.).


sobre estética experimental, en los cuales otra vez algunos conocedores consideran que Fechner puso los cimientos de una nueva ciencia. De los trabajos más religiosos y filosóficos daré cuenta más largamente en lo inmediato. Todo Leipzig lo lloró al morir, pues era el modelo del docto alemán ideal, tan osadamente original en su pensamiento como sencillo en su vida, un modesto, genial trabajador esclavo de la verdad y el saber, y con todo, dueño de un admirable estilo literario de tipo vernáculo. La generación materialista, que en los cincuenta y los sesenta llamó fantásticas a sus especulaciones, fue reemplazada por una con mayor libertad de imaginación, y un Preyer, un Wundt, un Paulsen, y un Lasswitz podrían ahora hablar de Fechner como de su maestro. Su espíritu era, en efecto, una de esas encrucijadas de la verdad organizadas de modo multitudinario, pero que sólo son ocupadas en contadas ocasiones por hijos de hombres, y desde la cual nada está ni demasiado lejos ni demasiado cerca como para ser visto en la perspectiva debida. La observación más paciente, las matemáticas más exactas, la más hábil discriminación, el sentimiento más humano, florecían en él a la escala más grande, sin detrimento aparente de unos hacia otros. Fue de hecho un filósofo en el «gran» sentido, aunque le preocuparan mucho menos que a otros filósofos las abstracciones de orden «delgado» Para él lo abstracto vivía en lo concreto, y el motivo oculto de todo lo que hizo fue llevar siempre a una mayor evidencia lo que llamaba la visión diurna del mundo, consistiendo esta visión en que -el universo entero en sus diferentes amplitudes y longitudes de onda, exclusiones y envolturas, está vivo y conciente en todas partes. A su libro principal, Zend-avesta, le tomó cincuenta años llegar a una segunda edición (1901). Fechner escribía alegremente: Una golondrina no hace el verano. Pero la primera golondrina no vendría a menos que el verano estuviera llegando; y para mí, ese verano significa mi visión diurna prevaleciendo en algún momento. Según Fechner, el pecado original de nuestro pensar tanto popular como científico es nuestro inveterado hábito de mirar lo espiritual no como la regla sino como una excepción en medio de la naturaleza. En lugar de creer que nuestra vida es alimentada en el seno de la vida más grande, que nuestra individualidad es sostenida por la individualidad más grande que debe necesariamente tener más conciencia y más independencia que todas las cosas que crea, habitualmente tratamos cualquier cosa que quede fuera de nuestra vida solamente como restos y cenizas de la vida; o si creemos en el Espíritu Divino, lo imaginamos a él, de un lado, como incorpóreo, y a la naturaleza, del otro, como inanimada. Pregunta Fechner: ¿qué tranquilidad o paz puede venir de semejante doctrina? Las flores se marchitan con su aliento, las estrellas se convierten en piedra; nuestro propio cuerpo se vuelve indigno de nuestro espíritu y se reduce solamente a un alojamiento para los sentidos carnales. El libro de la naturaleza se convierte en un tomo sobre mecánica, en el cual todo lo que tiene vida es tratado como una especie de anomalía; un enorme abismo de separación bosteza entre nosotros y todo lo que es más elevado que nosotros; y Dios se vuelve un delgado nido de abstracciones. El gran instrumento de Fechner para vivificar la visión diurna es la analogía; no se va a encontrar un solo argumento racionalista en todas sus muchas páginas -sólo razonamientos como aquellos que usan continuamente los hombres en la vida práctica-. Por ejemplo: mi casa es construida por alguien, el mundo también es construido por alguien. El mundo es más grande que mi casa, debe ser un alguien más grande quien construyó el mundo. Mi cuerpo se mueve por la influencia de mi sentimiento y voluntad; el sol, la luna, el mar y el viento, siendo ellos mismos más poderosos, se mueven por la influencia de algún sentimiento y alguna voluntad


más poderosos. Vivo ahora, y cambio de un día para otro; viviré de aquí en más, y cambiaré aún más, etc. Bain define el genio como el poder de ver analogías. La cantidad que Fechner pudo percibir fue prodigiosa; pero insistió del mismo modo en las diferencias. Dejar de hacerles lugar, dijo, es la falacia común en el razonamiento analógico. La mayoría de nosotros, por ejemplo, razonando con acierto que en tanto todos los espíritus que conocemos están conectados con cuerpos, el espíritu de Dios debe estar también conectado a un cuerpo, procedemos a suponer que ese cuerpo debe ser simplemente un cuerpo animal, y pintamos una figura enteramente humana de Dios. Pero todo lo que la analogía comporta es un cuerpo -los rasgos particulares de nuestro cuerpo son adaptaciones a un hábitat tan diferente al de Dios, que en caso de que Dios tenga un cuerpo físico, debe ser completamente distinto al nuestro en estructura-. A lo largo de todos sus escritos Fechner hace caminar lado a lado la diferencia y la analogía, y con su extraordinario poder para dar cuenta de ambas, convierte las que ordinariamente pasarían por ser objeciones a sus conclusiones en factores de su sostén. Los más vastos órdenes del espíritu marchan con los más vastos órdenes del cuerpo. La Tierra entera en la cual vivimos debe tener, según Fechner, su propia conciencia colectiva. Así también cada sol, luna y planeta; así también la totalidad del sistema solar debe tener su propia conciencia más amplia, en la cual la conciencia de nuestro planeta juega un papel. A su vez la totalidad del sistema estelar como tal tiene su conciencia; y si ese sistema estelar no fuera la totalidad de todo lo que es, considerado materialmente, entonces todo ese sistema, junto con lo que pudiera ser además, es el cuerpo de esa conciencia del universo absolutamente totalizada a la cual los hombres dan el nombre de Dios. Por lo tanto Fechner es, especulativamente, un monista en su teología; pero en su universo hay lugar para cada grado de ser espiritual entre el hombre y el omni-incluyente Dios final; y sugiriendo cuál puede ser el contenido positivo de toda esta suprahumanidad, raramente deja que su imaginación vuele más allá de los espíritus simples del orden planetario. Cree apasionadamente en el alma-Tierra; trata a la Tierra como nuestro ángel guardián particular; puede rezarle a la Tierra como los hombres rezan a los santos; pero yo pienso que en su sistema, como en tantas de las propias teologías históricas, el Dios supremo sólo marca una especie de límite del cercamiento de los mundos por encima del hombre. Este Dios permanece delgado y abstracto, prefiriendo los hombres llevar adelante sus transacciones personales con los mucho menos remotos y abstractos mensajeros y mediadores que provee el orden divino. Preguntaré más tarde en qué medida el giro abstractamente monista que tomaron las especulaciones de Fechner fue exigido por la lógica. Creo que no se requería. Mientras tanto, déjenme conducirlos un poco más al detalle de su pensamiento. Inevitablemente uno le hace una miserable injusticia al resumirlo y abreviarlo. Porque aunque el tipo de razonamiento que emplea es casi infantil por su simpleza, y sus solas conclusiones pueden ser escritas en una única página, el poder de este hombre se debe conjuntamente a la profusión de su imaginación concreta, a la multitud de los puntos que considera sucesivamente, al efecto acumulativo de su saber, de su profundidad y de la ingenuidad de su detalle, a su estilo admirablemente sencillo, a la sinceridad con la cual brillan sus páginas, y finalmente a la impresión que da de ser un hombre que no vive por intermediarios, sino que ve, que de hecho habla como un hombre que tiene autoridad y no como si fuese uno más de la manada ordinaria dé los escribas profesorales filosóficos.


Situada de manera abstracta, su conclusión más importante para mi propósito en estas conferencias es que la constitución del mundo es idéntica de principio a fin. En nosotros mismos, nuestra conciencia visual va con nuestros ojos, la conciencia táctil con nuestra piel. Pero aunque ni la piel ni los ojos saben nada de las sensaciones del otro, se juntan y se delinean en una especie de relación y combinación en la conciencia más inclusiva que cada uno de nosotros llama su yo. Entonces, dice Fechner, de un modo bastante similar debemos suponer que aunque en su inmediatez estén separadas y no sepan nada una de otra, mi conciencia de mí mismo y vuestras conciencias de ustedes mismos son sin embargo reconocidas y empleadas conjuntamente en una conciencia superior a la de la raza humana, en la cual entran como partes constituyentes. Del mismo modo, los reinos animales y humanos se juntan como condiciones de una conciencia de alcance aún más amplio. Esta se combina en el alma de la Tierra con la conciencia del reino vegetal, que a su turno aporta su porción de experiencia a la del sistema solar entero, y así sucesivamente de síntesis a síntesis y de altura en altura, hasta que es alcanzada una conciencia absolutamente universal. Una vasta serie analógica, en la cual la base de la analogía consiste en hechos directamente observables en nosotros mismos. La suposición de una conciencia de la Tierra se encuentra con un fuerte prejuicio instintivo que Fechner intenta superar ingeniosamente. Se piensa que el espíritu humano es la conciencia superior sobre la Tierra; ¿cómo sería su conciencia, si tuviese una, superior a la del hombre, siendo que la Tierra misma es lo inferior al hombre en todos los sentidos? ¿Cuáles son las marcas de superioridad que estamos tentados de emplear aquí? Si las indagamos más cuidadosamente, Fechner señala que la Tierra posee cada una y todas ellas más perfectamente que nosotros. Considera en detalle todos los puntos de diferencia y los muestra a todos apuntando hacia la posición superior de la Tierra. Voy a mencionar sólo algunos de estos puntos. Uno de ellos es la independencia de otros seres externos. Externos a la Tierra son solamente los otros cuerpos celestes. Todas las cosas de las cuales nosotros dependemos para vivir aire, agua, comida animal y vegetal, prójimos, etc.- están incluidas en ella como sus partes constituyentes. Es autosuficiente en un millón de aspectos en los que nosotros no lo somos tanto. Dependemos de ella para casi todo, ella de nosotros no más que para una pequeña porción de su historia. Nos balancea en su órbita desde el invierno hasta el verano y nos hace girar del día a la noche y de la noche al día. La complejidad en la unidad es otro; signo de superioridad. La complejidad de toda la Tierra excede por mucho la de cualquier organismo, dado que incluye en si misma todos nuestros organismos, junto con un infinito número de cosas que nuestro organismo no consigue incluir. Aún así, ¡qué simples y macizas son las fases de su propia vida auténtica! Así como el porte total de un animal es reposado y tranquilo comparado con la agitación de sus corpúsculos de sangre, la Tierra es reposada y tranquila comparada con los animales que mantiene. El desarrollarse desde dentro, en lugar de ser formado desde fuera, cuenta también como algo superior a la mirada de los hombres. Un huevo es un tipo de ser superior a un pedazo de arcilla al cual un modelador externo transforma en la imagen de un pájaro. Y bien, la historia de la Tierra se desarrolla desde adentro. Es como la de un maravilloso huevo que el sol calienta, como aquella que la gallina ha estimulado hacia sus ciclos de cambio evolutivo. La individualidad del tipo, y la diferencia con otros seres de su tipo, es otra marca


de rango. La Tierra difiere de todo otro planeta, y como clase, los seres planetarios son extraordinariamente distintos de otros seres. Hace mucho tiempo la Tierra era nombrada como un animal; pero un planeta es una clase de ser superior al hombre o al animal; no sólo cuantitativamente más grande, como una ballena o un elefante más vasto y más torpe, sino un ser cuyo enorme tamaño requiere un plano de vida completamente diferente. Nuestra organización animal proviene de nuestra inferioridad. Nuestra necesidad de movernos de un lado a otro, de estirar nuestros miembros y doblar nuestros cuerpos, sólo muestra nuestro defecto. ¿Qué son nuestras piernas sino muletas por medio de las cuales, con incansables esfuerzos, vamos de cacería tras las cosas que no tenemos dentro nuestro? Pero la Tierra no está tan lisiada; ¿por qué ella, que ya posee dentro suyo las cosas que nosotros perseguimos tan dolorosamente, tendría miembros análogos a los nuestros? ¿Imitará una pequeña parte de sí misma? ¿Qué necesidad tiene de brazos sin nada que alcanzar, de un cuello sin ninguna cabeza que llevar, de ojos o nariz cuando puede orientarse a través del espacio sin ninguno de ambos y posee los millones de ojos de todos sus animales para guiar sus movimientos en su superficie y todas sus narices para oler las flores que crecen? Pues tal como nosotros mismos somos una parte de la Tierra, también nuestros órganos son sus órganos. Es, por así decirlo, ojos y orejas en toda su extensión -todo lo que nosotros vemos y oímos por separado, ella lo ve y lo oye de una vez-. Hace nacer seres vivientes de incontables tipos sobre su superficie y recoge sus multitudinarias y mutuas relaciones concientes en su vida conciente superior y más general. La mayoría de nosotros, al considerar la teoría de que toda la masa terrestre está animada como lo están nuestros cuerpos, comete el error de operar la analogía demasiado literalmente y sin tener en cuenta las diferencias. Si la Tierra fuera un organismo sensible, decimos, ¿dónde están su cerebro y sus nervios? ¿Qué corresponde a su corazón y pulmones? En otras palabras, esperamos que las funciones que ella ya realiza a través nuestro sean realizadas otra vez fuera nuestro y exactamente de la misma manera. Pero vemos perfectamente bien cómo la Tierra realiza alguna de estas funciones de una manera distinta a la nuestra. Si hablamos de circulación, ¿qué necesidad tiene de un corazón cuando el sol mantiene funcionando todos los baños de lluvia que caen sobre ella y todos los manantiales y arroyos y ríos que la irrigan? ¿Qué necesidad tiene de pulmones internos cuando toda su superficie sensible está en vivo comercio con la atmósfera que se aferra a ella? El organismo que nos da más problemas es el cerebro. Toda la conciencia que conocemos directamente parece atada al cerebro. Preguntamos: ¿puede haber conciencia donde no hay cerebro? Pero nuestro cerebro, que sirve en primer lugar para correlacionar nuestras reacciones musculares con los objetos externos de los que dependemos, realiza una función que la Tierra realiza de una manera completamente diferente. Ella no tiene auténticos músculos o miembros propios, y los únicos objetos externos a ella son otras estrellas. Toda su masa reacciona frente a estas con las más delicadas alteraciones en su marcha, y con respuestas vibratorias aún más delicadas en su sustancia. Su océano refleja las luces del cielo como en un poderoso espejo, su atmósfera las refracta como una gigantesca lente, las nubes y los campos nevados las combinan en el blanco, los bosques y flores las dispersan en colores. Polarización, interferencia, absorción, despiertan sensibilidades en la materia que nuestros sentidos son demasiado torpes para notar. Para estas operaciones cósmicas suyas no necesita un cerebro especial más de lo que necesita ojos y orejas. Nuestro cerebro sí une y correlaciona innumerables funciones. Nuestros


ojos no saben nada del sonido, nuestras orejas nada de la luz, pero teniendo cerebro podemos sentir juntos el sonido y la luz, y compararlos. Damos cuenta de esto por las fibras que conectan en el cerebro el centro óptico con el acústico, pero no conseguimos ver exactamente cómo estas fibras reúnen no sólo los centros, sino las sensaciones. Pero si las fibras son en efecto todo lo que se necesita para resolver esta cuestión, ¿no tiene la Tierra circuitos a través de los cuales usted y yo somos físicamente continuos, circuitos más que suficientes para hacer con nuestras dos mentes lo que las fibras cerebrales hacen con los sonidos y las visiones en una única mente? ¿Deben todos los medios superiores de unificación entre cosas ser literalmente una fibra cerebral y llamarse de ese modo? ¿No puede la mente de la Tierra conocer conjuntamente de otro modo los contenidos de nuestras mentes? Insistiendo tanto en las diferencias como en las semejanzas, la imaginación de Fechner nos invita así a hacernos una imagen más concreta de la totalidad de la vida de la Tierra. Él se regocija en el pensamiento de sus perfecciones. ¿Qué forma podría ser más excelente que la suya -siendo como es, caballo, ruedas y carro todo en uno- para llevar su preciosa carga a través de las horas y las estaciones? Piensen en su belleza -una bola brillante, azul celeste y soleada sobre una mitad, la otra bañada en la noche estrellada, reflejando los cielos desde todas sus aguas, miríadas de luces y sombras en los pliegues de sus montañas y las curvas de sus valles-; sería un espectáculo del esplendor del arco iris si tan sólo uno pudiera verla desde lejos, tal como vemos partes suyas desde sus propias cumbres. Cada característica del paisaje que posee un nombre sería entonces visible de una vez -todo lo que es delicado o refinado, todo lo que es calmo, o salvaje, o romántico, o desolador, o alegre, o exuberante, o fresco-. Ese paisaje es su cara -un paisaje poblado, también, en el cual los ojos de los hombres aparecerían como diamantes entre las gotas de rocío-. El verde sería el color dominante, pero la atmósfera azul y las nubes lo envolverían como una novia está envuelta en su velo -un velo cuyos pliegues etéreamente transparentes la Tierra nunca se cansa de disponer y envolver de nuevo alrededor suyo a través de sus ministros, los vientos-. Cada elemento tiene sus propios habitantes vivientes. Puede el océano celestial de éter, cuyas olas son la luz, en el cual flota la Tierra misma, no tener los suyos, tanto más elevados cuanto más alto es su elemento, nadando sin aletas, volando sin alas, moviéndose, inmensos y tranquilos, como por una fuerza semi-espiritual a través del mar semi-espiritual que habitan, regocijándose en el mutuo intercambio de influencia luminosa, siguiendo la más leve fuerza de atracción de unos a otros, albergando cada uno de ellos una inagotable riqueza interior? Los hombres siempre crearon fábulas sobre ángeles que moran en la luz, sin necesitar comida o bebida terrenal, mensajeros entre nosotros mismos y Dios. Aquí hay seres realmente existentes, morando en la luz y moviéndose a través del cielo, sin necesitar ni comida ni bebida, intermediarios entre Dios y nosotros, obedeciendo sus órdenes. Entonces, si el cielo es realmente la casa de los ángeles, los cuerpos celestes deben ser esos mismos ángeles, pues no hay allí ninguna otra .criatura. ¡Sí! La Tierra es nuestro gran ángel guardián común, quien vela por todos nuestros intereses combinados En una página notable Fechner relata uno de sus momentos de visión directa de esta verdad. Una cierta mañana de primavera salí a caminar. Los campos estaban verdes, los pájaros cantaban, el rocío brillaba, el humo se levantaba, aquí y allí aparecía un


hombre; una luz como la de una transfiguración se posaba sobre todas las cosas. Era sólo un pequeño pedazo de la Tierra; era sólo un momento de su existencia; y aún así, a medida que mi mirada la abrazaba, me parecía cada vez más que ella es un ángel, un ángel tan rico y fresco y semejante a una flor, y que sin embargo da vueltas en los cielos tan firmemente y siendo una consigo misma, dando su cara viviente al Cielo, llevándome a mí con ella hacia ese Cielo; me parecía no sólo una idea muy hermosa, sino un hecho tan cierto y claro que me pregunté cómo es que las opiniones de los hombres han podido alejarse tanto de la vida como para considerar a la Tierra sólo como un terrón seco y como para buscar ángeles por encima o alrededor de ella en el vacío del cielo, sólo para no encontrarlos en ninguna parte... Pero una experiencia como esta pasa por fantástica. La Tierra es un cuerpo globular, y lo que pueda ser además uno puede encontrarlo en los gabinetes mineralógicos8. Donde no hay visión la gente perece. Unos pocos filósofos profesores tuvieron alguna visión. Fechner la tuvo, y por eso es que uno puede leerlo una y otra vez, y cada vez trae una fresca sensación de realidad. Su libro más temprano fue una visión de cómo podría ser la vida interior de las plantas. Lo llamó «Nanna»9. En el desarrollo de los animales el sistema nervioso es el hecho central. Las plantas se desarrollan centrífugamente, diseminan sus órganos fuera. Por esa razón la gente supone que no pueden tener conciencia, pues les falta la unidad que provee el sistema nervioso central. Pero, estando conectada a otras estructuras, la conciencia de las plantas podría ser de otro tipo. Violines y pianos emiten sonidos porque tienen cuerdas. ¿Se sigue de allí que sólo las cuerdas pueden emitir sonido? ¿Qué hay entonces de las flautas y los tubos de los órganos? De seguro sus sonidos son de una cualidad diferente, y del mismo modo la conciencia de las plantas puede ser de una cualidad correlacionada de manera exclusiva al tipo de organización que poseen. Nutrición, respiración, propagación tienen lugar en ellas sin nervios. En nosotros estas funciones sólo son concientes en estados inusuales, normalmente su conciencia es eclipsada por la que acompaña al cerebro. Tal eclipse no ocurre en las plantas, y su conciencia inferior puede ser por consiguiente aún más vívida. Con nada que hacer más que beber la luz y el aire con sus hojas, dejar proliferar sus células, sentir sus radículas absorbiendo la savia, ¿es concebible que no sufran de manera conciente si el agua, la luz y el aire son repentinamente retirados, o que cuando tienen lugar la floración y la fertilización, que son la culminación de sus vidas, no sientan su propia existencia más intensamente y gocen de algo similar a lo que en nosotros mismos llamamos placer? El lirio de agua, estremeciéndose en su triple baño de agua, aire y luz, ¿no degusta en ningún aspecto su propia belleza? Cuando la planta de nuestra habitación se vuelve hacia la luz, cierra sus flores en la oscuridad, responde a nuestro riego o poda con incremento de tamaño o cambio de forma y florece, ¿quién tiene el derecho de decir que ella no siente, o que juega un rol puramente pasivo? Ciertamente las plantas no pueden prever nada, ni la guadaña del jardinero, ni la mano extendida para arrancar sus flores. Tampoco pueden huir ni gritar. Pero esto sólo prueba cuán distintos deben ser sus modos de sentir la vida de aquellos de los

8

Gustav Fechner: Über die Seelenfrage, 1861, p. 170. (Trad. Cast.: Sobre la cuestión del alma, Cactus, Bs. As., 2009. En preparación) 9

Gustav Fechner, Nanna oder Über das Seelenleben der Pflanzen [Nanna o Sobre

la vida espiritual d e las plantas] Leipzig, 1848.


animales que viven a través de ojos y oídos y órganos locomotrices, no que no tienen ningún modo de sentir la vida. ¡Qué escasa y aislada sería la sensación en nuestro globo, si el sentir la vida de las plantas fuera borrado de la existencia! La conciencia se movería solitaria a través de los bosques en la forma de algún ciervo u otro cuadrúpedo, o volaría alrededor de las flores en la forma de algún insecto, ¿pero podemos suponer realmente que la Naturaleza a través de la cual sopla el hálito de Dios es un páramo tan estéril? En este momento probablemente ya dije lo suficiente como para poner al tanto, a aquellos de ustedes que nunca vieron estos escritos metafísicos de Fechner, de sus rasgos más generales, y espero que algunos tengan ahora ganas de leerlos10. El particular pensamiento de Fechner para con el cual tengo el mayor interés práctico en estas conferencias es su creencia de que las formas más incluyentes de conciencia están en parte constituidas por las formas más limitadas. Así como nuestro espíritu no es la mera suma de las formas más limitadas. Así como nuestro espíritu no es la mera suma de nuestras vistas más nuestros sonidos más nuestros dolores, sino que sumando estos términos encuentra también relaciones entre ellos y los entreteje en esquemas y formas y objetos de los cuales ningún sentido conoce algo en su estado separado, así también el alma-Tierra traza relaciones entre los contenidos de mi espíritu y los contenidos de los suyos, relaciones de las cuales ninguno de nuestros espíritus es conciente por separado. Tiene esquemas, formas y objetos proporcionales a su campo más amplio, que nuestros campos mentales son demasiado estrechos para conocer. Por nosotros mismos estamos privados de relación mutua, por ella estamos ambos allí y somos diferentes, lo cual es una relación positiva. Lo que somos sin saberlo, ella sabe que lo somos. Estamos cerrados frente al mundo, pero ese mundo no está cerrado frente a nosotros. Es como si el universo entero de la vida interna tuviera una especie de veta o dirección, una especie de estructura valvular, que permite al conocimiento fluir en un solo sentido, de modo tal que lo más amplio siempre puede tener a lo más estrecho bajo observación, pero nunca lo más estrecho a lo más amplio. La gran analogía de Fechner es aquí la relación de los sentidos con nuestros espíritus individuales. Cuando nuestros ojos están abiertos sus sensaciones entran en nuestra vida mental general, que crece incesantemente por la adición de lo que ven. No obstante, cierren los ojos y las adiciones visuales se detienen, no quedan más que pensamientos y recuerdos de las experiencias pasadas -por supuesto, en combinación con el enorme acervo de otros pensamientos y recuerdos y con los datos que provienen de los demás sentidos aún no cerrados. Nuestras sensaciones visuales en sí mismas no saben nada de toda esta enorme vida dentro de la cual caen. Fechner piensa, como pensaría cualquier hombre común, que estas son conducidas dentro de la vida directamente cuando ocurren y que forman parte de ella tal como son. No que permanecen afuera y son representadas adentro por sus copias. Sólo sus recuerdos y conceptos son copias; las percepciones sensibles mismas son alojadas o dejadas afuera de sus personas según si sus ojos están abiertos o cerrados. Fechner asemeja nuestras personas individuales sobre la Tierra a muchos órganos sensoriales del alma de la Tierra. Aportamos a su vida perceptiva tanto tiempo como dure nuestra vida. Ella absorbe nuestras percepciones tal como ocurren dentro de su esfera de 10

Entiendo que el último resumen de Fechner sobre sus miradas, Die Tagesansicht gegenüber der Nachtunsicht, Leipzig, 1879, está ahora en proceso de traducción. Su Little Book of Life after Death ya existe en dos versiones norteamericanas, una publicada por Little, Brown & Co., Boston, la otra por Open Court Co., Chicago.


conocimiento más grande y las combina con los demás datos que hay allí. Cuando uno de nosotros muere, es como si un ojo del mundo se cerrara, pues cesan todas las contribuciones perceptivas desde esa parte en particular. Pero los recuerdos y las relaciones conceptuales que se han tejido en torno de las percepciones de esas personas permanecen en la mayor vida terrestre tan distintas como siempre y forman nuevas relaciones y crecen y se desarrollan a través de todo el futuro, de la misma manera en que nuestros propios objetos de pensamiento distintos, una vez almacenados en la memoria, forman nuevas relaciones y se desarrollan a través de toda nuestra vida finita. Esta es la teoría de la inmortalidad de Fechner, publicada por primera vez en el pequeño «Büchlein des lebens nach dem tode»11 en 1836, y reeditada de forma enormemente mejorada en el último volumen de su «Zend-avesta». Nos elevamos sobre la Tierra como las olas se elevan sobre el océano. Brotarnos de su suelo como las hojas crecen desde un árbol. Las olas atrapan los rayos del sol separadamente, las hojas se agitan cuando las ramas no se mueven. Ellas advierten por separado sus propios eventos, tal como en nuestra conciencia el fondo se desvanece a la observación cuando algo se vuelve enfático. Sin embargo el evento actúa detrás sobre el fondo, como la ola actúa sobre el oleaje, o como el movimiento de la hoja actúa sobre la savia dentro de la rama. Todo el mar y todo el árbol son registros de lo que ha pasado, y son diferentes pues ha tenido lugar la acción de la ola y la acción de la hoja. Una ramita injertada puede modificar su descendencia hasta las raíces: del mismo modo nuestras experiencias privadas sobrevivientes, impresas como memorias en la totalidad del espíritu terrestre, llevan allí la vida inmortal de las ideas, y se vuelven partes del gran sistema, completamente distintas unas de otras, tal como nosotros mismos éramos distintos cuando vivos, realizándose a sí mismas ya no aisladamente sino juntas como muchos sistemas parciales, entrando de este modo en nuevas combinaciones, siendo afectadas por las experiencias perceptivas de aquellos que están vivos por entonces, y afectando a los vivos a su turno, a pesar de que raras veces los hombres vivos reconocen que lo hacen. Si ustedes imaginan que este ingreso en una vida común de un tipo superior después de la muerte del cuerpo significa una fusión y pérdida de nuestra personalidad distinta, Fechner les pregunta si una sensación visual nuestra existe en algún sentido menos por sí misma o menos distintamente cuando entra en nuestra conciencia relacional superior y es allí distinguida y definida. Pero aquí debo detener mi informe y remitirlos a sus volúmenes. ¡Así de vivo está el universo según este filósofo! Pienso que admitirán que lo hace más densamente vivo de lo que lo hacen otros filósofos que, siguiendo únicamente métodos racionales, alcanzan los mismos resultados pero sólo en sus contornos más delgados. Por ejemplo, tanto Fechner como el profesor Royce creen en última instancia en un espíritu omni-incluyente. Ambos creen que nosotros, tal como estamos aquí parados, somos partes constituyente s de ese espíritu. Este no tiene ningún otro contenido más que nosotros, con todas las otras criaturas semejantes o no a nosotros, y las relaciones que encuentra entre nosotros. Nuestros cada uno, reunidos en uno, son sustantivamente idénticos con su todo, aunque el todo es perfecto mientras que ningún cada uno es perfecto, de modo que tenemos que admitir que desde la forma colectiva crecen nuevas cualidades tanto como relaciones no percibidas. Es por lo tanto superior a la forma distributiva. Pero habiendo alcanzado este resultado, Royce nos abandona bastante a nuestros propios medios (aunque su tratamiento del 11

Pequeño libro de la vida después de la muerte. (N. de T.).


tema en cuanto a su lado moral me parece infinitamente más rico y más denso que el de cualquier otro filósofo idealista contemporáneo). Fechner, al contrario, intenta delinear las superioridades debidas a la forma más colectiva con tanto detalle como puede. Señala las varias etapas intermedias y las paradas de la colectividad, -lo que somos nosotros para nuestros sentidos separados, lo es la Tierra para nosotros, lo es el sistema solar para la Tierra, etc.-, y si para escapar a una suma infinitamente larga pone un Dios completo como el omnicontenedor y lo deja casi tan indefinido en sus rasgos como los idealistas dejan su absoluto, nos provee sin embargo de una entrada muy definida para acercarnos a él bajo la forma del alma de la Tierra, a través de la cual debemos conectarnos primero, en la naturaleza de las cosas, con todos los dominios suprahumanos más envolventes, y con la cual, en todo caso, debe continuar nuestro más inmediato comercio religioso. El idealismo monista ordinario deja fuera todo intermediario. Sólo reconoce los extremos, como si después del primer rostro grosero del mundo fenoménico en toda su particularidad, no se pudiera encontrar otra cosa que lo supremo en toda su perfección. Primero ustedes y yo, tal como estamos en esta habitación; y en el momento en que nos colocamos bajo esa superficie ¡el indecible absoluto en persona! ¿No muestra esto una imaginación singularmente indigente? ¿No está este universo hecho sobre un patrón más rico, con lugar en él para una larga jerarquía de seres? La ciencia materialista lo hace infinitamente más rico en términos, con sus moléculas, y éter; y electrones y todo lo demás. El idealismo absoluto, pensando en la realidad sólo bajo formas intelectuales, no sabe qué hacer con los cuerpos de cualquier grado, y no puede hacer uso de ninguna analogía o correspondencia psicofísica. La delgadez resultante es asombrosa cuando se compara con la densidad y la articulación de un universo tal como el que pinta Fechner. La satisfacción con lo absoluto racionalista como el alfa y el omega, y su tratamiento en toda su abstracción como un auténtico objeto religioso, ¿no demuestra una cierta pobreza innata de exigencia mental? Las cosas se revelan más pronto a quienes las desean más apasionadamente, pues nuestra necesidad agudiza nuestra inteligencia. Para un espíritu contento con poco, lo mucho en el universo puede siempre permanecer oculto. Para ser franco, una de mis razones para decir tanto sobre Fechner ha sido el hacer aparecer más evidente por un efecto de contraste la delgadez de nuestro actual trascendentalismo. La Escolástica fue densa; Hegel mismo fue denso; pero los trascendentalismos ingleses y norteamericanos son delgados. Si la filosofía es más una cuestión de visión apasionada que de lógica -y yo creo que lo es, la lógica sólo encuentra después razones para las visiones- ¿no debe provenir semejante delgadez o bien de que la visión en los discípulos es defectuosa, o bien de su pasión, que comparada con la de Fechner o la de Hegel es como la, luz de la luna a la luz del sol, o como el agua al vino?12 Pero tengo también una razón más profunda para hacer a Fechner parte de mi texto. Su suposición de que las experiencias concientes se componen y separan ellas mismas libremente, la misma suposición por la cual el absolutismo explica la relación de nuestros espíritus con el espíritu eterno, y la misma suposición por la cual el empirismo explica la composición del espíritu humano desde elementos mentales subordinados, no es una suposición que debamos dejar pasar sin examen. La examinaré en la próxima conferencia.

12

Mr. Bradley debiera ser en cierto grado eximido de mi ataque en estas últimas páginas. Confróntese especialmente lo que dice de las conciencias no-humanas. en su Appearance and Reality, p. 269-272.


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