Diagnóstico equivocado

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IV PREMIO “OVELLES ELÈCTRIQUES”

“DIAGNÓSTICO EQUIVOCADO”, Ricardo Montesinos

Ganador ex aequo categoría relato en castellano

“DIAGNÓSTICO EQUIVOCADO” Ricardo Montesinos

Centro de Internamiento SHP#15, 19 de Julio de 2014. Excelentísimos señores miembros de la Junta de Emergencia: Me dirijo a ustedes agradeciéndoles de antemano su atención en estos momentos tan difíciles para todos, con la esperanza de que consientan dedicar un poco de su valioso tiempo a la revisión de mi caso, y rogándoles que lo resuelvan a mi favor con la mayor brevedad posible. En primer lugar, quisiera dejar claro un punto que es fundamental en la argumentación de mi petición. Esta premisa es la siguiente: Soy una persona totalmente sana y no estoy afectado por el Síndrome de Hiperactividad Postmortem, habiendo pasado sin dificultad todos los controles médicos y obtenido los certificados de salud exigidos por la Junta. Es decir, no soy un zombi y, que yo sepa, no lo he sido nunca, así como tampoco tengo voluntad o intención de serlo en el futuro. Una vez aclarado este punto, y como derivación lógica de él, permítanme expresarles mi desacuerdo con mi ingreso en el Centro de Internamiento para Zombis en el que estoy recluido. Soy perfectamente consciente del abrumador volumen de trabajo que deben de sufrir en este momento, enfrentándose a esta terrible plaga que amenaza con acabar totalmente con nuestra civilización, pero también les ruego que comprendan que en lo concerniente a mi caso se ha cometido una terrible injusticia, que debe ser corregida si queremos continuar considerándonos un país moderno, europeo y civilizado. Permítanme, pues, exponerles el desarrollo de esta embarazosa confusión para que ustedes puedan juzgar por sí mismos el absurdo de la situación en la que me encuentro. Todo este terrible malentendido se inició con un inoportuno dolor de muelas, complicado por una infección y una periodonditis aguda. No se pueden imaginar lo difícil que es encontrar un buen dentista cuando el mundo se enfrenta a una epidemia mundial de zombis. El caso es que, cuando después de numerosas gestiones conseguí encontrar a uno, me vi relegado a las profundidades de una lista de espera de 1


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no menos de diez días. Me pareció un retraso inaceptable, pero dadas las circunstancias me resigné a pasar diez días más en el infierno hasta que pudiesen extraerme aquella muela. Fue entonces cuando mi cuñado, al cual tengo muy presente en mis pensamientos desde que estoy aquí internado, me habló de la otra clínica. Se trataba, me explicó, de uno de esos negocios dedicados a la cirugía que medran en las zonas grises de la legislación. En pocas palabras, era una clínica ilegal, o semilegal, o no legal en el sentido más estricto de la palabra. Quisiera aclarar que en circunstancias normales yo nunca, jamás, habría acudido a semejante establecimiento. Pero si alguna de sus señorías ha tenido la desgracia de sufrir un dolor de muelas complicado con infección y periodonditis, y espero de todo corazón que no sea nunca así, comprenderá que finalmente acabase cediendo y acudiendo al mencionado centro médico de dudosa naturaleza, ubicado en la calle de la Primavera, número sesenta y dos, tercer piso. Debo decir, si se me permite la digresión, que aquella calle tenía de primaveral tan sólo el nombre, siendo un callejón oscuro, estrecho y sórdido, lo cual me hace interrogarme acerca de qué clase de criterio siguen los cargo electos en los ayuntamientos a la hora de decidir el nomenclátor de nuestras calles. Volviendo al hilo de mi exposición, acudí como les decía al citado sanatorio semiclandestino. Me abrió la puerta una anciana a la que tomé por una convaleciente que intentaba huir de una intervención quirúrgica inacabada. Resultó ser una empleada del establecimiento, que intentaba inútilmente hacerse pasar por enfermera. Me guió hasta una pequeña sala de espera, en la que había otras dos personas, a las que no sé muy bien si calificar de clientes, pacientes o víctimas. Se trataba de una joven que pretendía implantarse unas prótesis mamarias totalmente desproporcionadas respecto a su edad, talla e índice de masa corporal y de un caballero al que le urgía enormemente la extracción de dos proyectiles de 9mm alojados en su espalda. Intenté distraer la espera leyendo alguna de las revistas que había sobre la mesita, pero después de ojearlas comprobé que eran del todo inapropiadas para la sala de espera de un supuesto centro médico, ostentando títulos como X-Treme Postmortem Fucking, Undead Wrestling Review o The Zombie Hunter Magazine. La única otra fuente de distracción en la sala eran los pósters informativos de la Junta de Emergencia, mostrando los mensajes habituales: “Si es un zombi, ya no es tu hijo. Entrégalo a las Autoridades”, “Cuidado, un solo beso es suficiente para transmitir el SHP”, “La Patrulla anti-Z te necesita. Compra Bonos de Emergencia.” Entre los carteles había un diploma, supongo que con la intención de tranquilizar a los pacientes y convencerles de que estaban en buenas manos. Me acerqué y, horrorizado, pude verificar que a través de dicho diploma la Academia de Artes y Oficios de Güra Dobrenici 2


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autorizaba al señor Basili Stoian a ejercer como técnico instalador de aparatos de aire acondicionado. Justo en ese momento se abrió la puerta de la consulta y apareció el doctor Stoian solicitando que pasase el siguiente. Mi mala fortuna quiso que el siguiente fuese yo. Bueno, en realidad el siguiente era el caballero de las dos balas en la espalda, pero lamentablemente había fallecido mientras esperaba su turno, así que la tanda había pasado al siguiente, o sea, yo. Debo decir en favor del difunto que abandonó este mundo de la manera más discreta posible, sin emitir ni una queja, con un estoicismo ejemplar, que de estar más extendido se traduciría en un mejor funcionamiento de toda nuestra sociedad en general y de nuestro sistema sanitario público en particular. Dudé un momento entre pasar mansamente a la consulta o huir velozmente de aquel lugar. Debo decir que el aspecto del supuesto doctor no apaciguaba mis recelos. Era un hombre bajo, encorvado, patizambo, de aspecto sórdido y mirada torva. Iba ataviado con una bata inefablemente sucia que en absoluto le daba aspecto de médico. Al contrario, parecía más bien el paciente de una clínica mental que acaba de asesinar a su enfermero para vestirse con su bata y poder así huir del manicomio. Un repentino y fulminante aguijonazo en mi muela hizo decantar la balanza hacia la primera de las dos opciones. En aquel momento, obnubilado por el dolor, pensé que lo importante era que alguien me arrancara de la boca aquel tormento medieval en forma de muela infectada. No importaba si el elegido para esa tarea era un dentista, un psicópata fugado del psiquiátrico o un técnico instalador de aparatos de aire acondicionado. Entré en la consulta y el doctor/demente/instalador me hizo sentar en un sillón de barbero. Sacó su instrumental y me pidió que abriera la boca para empezar con la extracción. Con cierta inquietud, le pregunté si no pensaba anestesiarme antes de proceder. Se mostró contrariado, como si mi comentario fuera una inaceptable intromisión en el ejercicio de su labor. Después de una breve pero intensa discusión accedió a aplicarme la anestesia a cambio de la adición de un suplemento al precio previamente estipulado. La administración de la anestesia consistió en derramar un exiguo chorro de cloroformo en un trapo que sin duda había sido utilizado anteriormente para detener una importante hemorragia y apretarlo a continuación contra mi cara. A lo mezquino de la cantidad de narcótico empleado se debió sin duda que despertase muy poco después, cuando aún no se había concluido la operación. Imagínense sus excelencias cómo me sentí al despertar atado al sofá de barbero, con aquel radiotelegrafista perturbado hurgando, alicates en mano, dentro de mi boca, de la cual manaba un abundante reguero de sangre que había acabado empapando mi camisa italiana y mi corbata de seda. Pasándome la lengua por la encía descubrí que me había extraído la muela infectada, así como otras cuatro más, siguiendo para la elección de los molares 3


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arrancados un criterio totalmente aleatorio. Asimismo, también pude percatarme de que, además de las piezas dentales ya mencionadas, había sido liberado de mi reloj y mi cartera. Lo más educadamente que pude dadas las circunstancias, le hice saber al presunto facultativo que había reparado en las sustracciones previamente no acordadas. Ante mis fundadas reclamaciones no pudo ofrecer ninguna contraargumentación razonada, así que se limitó simplemente a golpearme con el objeto que tenía en la mano, que a la sazón se trataba de los alicates con los que aún sostenía una de mis muelas. Ya les informé anteriormente de que me encontraba desvalidamente atado al sillón, así que lo único que pude hacer fue mover violentamente la cabeza de un lado a otro, con la esperanza de que el sacamuelas soldador no consiguiese acertar sus golpes. Con aflicción, debo decirles de que esta esperanza fue vana en la mayoría de las ocasiones. El alboroto atrajo a la sala de operaciones a la supuesta enfermera y a la señorita que esperaba para injertarse las prótesis mamarias. Ambas reaccionaron enseguida, pero actuaron cada una de forma totalmente opuesta a la otra, ya que la anciana empezó a golpearme con un gran objeto contundente, mientras que la joven optó por una herramienta cortante. De entre todas las operaciones que la moza necesitaba con mucha más urgencia que un aumento de senos, se encontraba sin duda la de corrección de miopía. Digo esto porque si debo calcular el margen de éxito de los tajos que me lanzaba, creo que no debió de superar el cincuenta por cierto. Convendrán conmigo, excelencias, en que es un porcentaje de éxito abrumadoramente bajo, tratándose de intentar acertar a un objetivo maniatado y semiinconsciente. No vayan a pensar sus señorías que estoy divagando y haciéndoles perder su valioso tiempo, este detalle acerca de la carencia de precisión de la joven no es gratuito. Porque uno de esos tajos que iban destinados a mi persona y que afortunadamente no dieron en el blanco acabó hundiéndose en el reposabrazos del sillón, seccionando limpiamente la correa que apresaba mi muñeca. Me apresuré entonces a soltar mi otra mano y, una vez liberado de aquel instrumento de tortura, me precipité hacia la puerta, perseguido por el encofrador odontólogo, su cómplice y su próxima paciente. Sin duda habrán reparado sus señorías en que no he mencionado la recuperación de mi cartera ni de mi reloj. Ello no se debe a una falta de exhaustividad en mi relato, sino a que tal rescate no se produjo, a causa de la premura con que abandoné la consulta. Debido a este imperdonable despiste quedó allí olvidada, dentro de mi cartera, toda mi documentación, incluyendo mis cédulas de identidad y todos mis certificados médicos. Llegué hasta la puerta de la clínica y conseguí abrirla lo más rápidamente que pude, estimulado por los insistentes golpes, pinchazos, tajos y retorcimientos con los que me animaban a abandonarla. Si sus excelencias 4


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creen que con esta milagrosa fuga llegaron a término mis desdichas, están equivocadas; y no crean que no me apena tener que sacarlas de ese error. La cuestión es que bajando las escaleras empezaron a hacer mella en mí los suplicios sufridos, comenzando por la extracción de múltiples piezas dentales y acabando por la brutal paliza, sin olvidar la pérdida de sangre y la dosis totalmente inapropiada de cloroformo. El resultado de todo ello fue que empecé a marearme, tropecé y, como no podía ser de otra manera, empecé a rodar escaleras abajo hasta llegar a la puerta principal. Fueron un total de dos pisos y medio los que bajé de esta forma tan incómoda, golpeándome con los escalones, los barrotes del pasamanos y las macetas de los descansillos. Una vez abajo, me puse en pie trabajosamente y salí a la calle con la intención de alejarme cuanto antes de aquel matadero y de buscar ayuda. Fue entonces cuando se produjo la terrible confusión que me ha traído hasta este Centro de Internamiento, y aquí permítanme sus señorías otra digresión, en esta ocasión referente a los quizá excesivamente elevados niveles de alarma social que se están alcanzando en nuestra comunidad. Sí, sé que estamos atravesando una situación muy alarmante, con esa plaga mundial de zombis que amenaza con destruir toda nuestra sociedad, pero aún así creo de todo corazón que hay ciertos niveles de histerismo a los que no deberíamos permitirnos llegar. Y también creo, y espero no parecer demasiado duro con ustedes, que son las autoridades las que deben velar para que la serenidad y el sosiego sean la norma y no la excepción en estos días inciertos. Digo esto porque no me cabe duda, así como no les cabrá a sus señorías cuando acaben de leer mi carta, de que mi situación es fruto directo de ese estado de ansiedad en el que últimamente parece haberse instalado gran parte de la población. Yo no niego que quizá mi aspecto en aquel momento no fuese el más adecuado, pero tengan en cuenta el tormento que acababa de sufrir. Sí, caminaba dando tumbos y arrastrando los pies a causa del mareo que no se me había acabado de pasar. Mi ropa, que en condiciones normales está en condiciones impecables, se hallaba desgarrada y sucia. No negaré que estaba anormalmente pálido y cubierto de toda clase de heridas, cortes, rasguños y moretones. También es cierto que la sangre manaba de mi boca, corriéndome por el cuello y la pechera de la camisa. Y no deja de ser verdad que a causa del dolor y la anestesia tenía la boca hinchada y adormecida, no pudiendo articular palabra y siendo capaz únicamente de berrear espantosamente, en parte por el dolor y en parte por la indignación que sentía ante el atropello sufrido. Todo eso es cierto, pero aun así considero desmesurado que los transeúntes con los que me topé, en lugar de auxiliarme, me confundieran con un zombi y se lanzaran sobre mí armados de los objetos más variopintos con la intención de concluir lo que el doctor Stoian había comenzado en su sanatorio privado. Y no crean que no aplaudo el compromiso que aquellos 5


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ciudadanos de a pie mostraban para con la dura contienda en la que estamos inmersos, pero en ocasiones el exceso de celo es igual de pernicioso que su contrario. Además, me pregunto en qué proporción se repartían en aquellos golpes responsabilidad cívica y sadismo puro y duro. Lo digo porque otro gallo nos cantaría si todos cumpliésemos con ese fervor la totalidad de nuestras obligaciones, tales como pagar impuestos, respetar los pasos de cebra o ceder nuestros asientos del bus a los ancianos. Afortunadamente pronto hicieron acto de presencia las fuerzas del orden público, que detuvieron el arresto ciudadano antes de que se convirtiera en linchamiento tumultuoso. Por desgracia para mí, los agentes cayeron en el mismo error que los esforzados transeúntes con que me había topado y yo no pude mostrarles ningún documento sanitario oficial que les hiciese salir de su error. Llamaron a un vehículo especializado en el transporte de enfermos de SHP. El dicho transporte no era más que un camión viejísimo y oxidado, conducido por un personaje que lo más cerca que había estado de la facultad de medicina fue la vez que entró de noche a robar el cobre de la instalación eléctrica. Aún así, aquel hombre tenía la misión de inspeccionarme para certificar si yo era o no un zombi. Me echó una mirada de arriba abajo y aseguró que yo estaba más muerto que su difunta madre. De lo cual deduje que esa buena mujer disfruta sin duda de una vida larga y feliz, con una única sombra, quizá: los remordimientos por haber dado a luz a semejante desgraciado. Como sus señorías deben suponer, disentí de inmediato de esa apreciación, solicitando una segunda opinión. Lamentablemente, quizá expresé mi desacuerdo con demasiada vehemencia, porque fue interpretado como una confirmación del desacertado diagnóstico. Tras un breve forcejeo, los policías consiguieron separarme del enfermero y fui introducido en la lóbrega caja del camión, donde fui encadenado junto a otros zombis y trasladado a este Centro de Internamiento. No sé si los honorables miembros de la Junta de Emergencia han visitado alguna vez un Centro de Internamiento para Zombis, pero les aseguro que éste en el que yo estoy recluido no se parece en nada a los que aparecen en los documentales. Y no piensen que les digo esto para quejarme, sino para poner en su conocimiento que la información difundida por el Gobierno es inexacta y quisiera evitar que el buen nombre de sus señorías se viese dañado por ello. Las instalaciones, por ejemplo, son totalmente inadecuadas, más propias de un campo de concentración que de una institución médica cuyo objetivo, según las fuentes oficiales, es la investigación y la curación de los enfermos de SHP. El personal no está en absoluto preparado para las necesidades especiales de los internos. Bueno, mejor dicho, sí que lo está, pero de una manera que tiene poco que ver con la medicina y

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mucho con las tácticas de combate paramilitar anti-zombi. Y qué decir de la comida. O de los catres. O de los aseos. No se lo pueden ni imaginar. Y por si todo esto fuera poco, otro problema se añade a los ya mencionados. Se trata del hecho que los zombis, los auténticos, tienen muchas menos dificultades para diferenciar entre infectados y gente sana que el paramédico que me reconoció. Es decir, que ellos se han dado perfecta cuenta desde el primer momento de que yo no soy un zombi, sino una persona totalmente sana y normal, definitivamente mucho más apetecible que los cuajarones de carne podrida que arroja el helicóptero cada tres días para alimentarnos. De momento he tenido suerte y he conseguido mantenerme a salvo, pero sólo Dios sabe durante cuanto tiempo más podré hacerlo. Por todo lo expuesto anteriormente, les solicito que reconsideren mi caso y pongan pronto remedio a mi situación. Les conmino a acelerar los trámites, antes de que tengamos que lamentar daños irreparables en mi persona, cosa que no desearía que ustedes tuvieran que cargar sobre sus conciencias. Agradeciendo la atención prestada a la presente y esperando haber aclarado definitivamente este embarazoso malentendido, se despide atentamente. Antonio Souto Villaverde. (Interno SHP#15-201181)

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