La isla del naranjo asombroso

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isla del naranjo asombroso La

Mónica Rodríguez

Mariana Alcántara ilustración



isla del naranjo asombroso La


Dirección editorial: Ana Laura Delgado Corrección de estilo: Sonia Zenteno Asistencia editorial: Rocío Aguilar Chavira Diseño y formación: Raquel Sánchez © 2019. Mónica Rodríguez, por el texto © 2019. Mariana Alcántara, por las ilustraciones Primera edición, octubre de 2019 D. R. © 2019. Ediciones El Naranjo, S. A. de C. V. Avenida México 570, Col. San Jerónimo Aculco, C. P. 10400, Ciudad de México. Tel. +52 (55) 5652 1974 elnaranjo@edicioneselnaranjo.com.mx www.edicioneselnaranjo.com.mx ISBN: 978-607-8442-77-5 Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indirecta del contenido de la presente obra, sin contar previamente con la autorización escrita de los editores, en términos de la Ley Federal del Derecho de Autor, y en su caso de los tratados internacionales aplicables. La persona que infrinja esta disposición se hará acreedora a las sanciones legales correspondientes. Impreso en México / Printed in Mexico


Mónica Rodríguez

La

isla del naranjo asombroso Mariana Alcántara ilustración



El naranjo de don Aurelio Nadie sabía por qué Miranda, siendo pelirroja, no era propietaria de aquel naranjo. El árbol se levantaba en medio de la isla como un gigante repleto de flores o frutas. Decían que una sola naranja bastaba para alimentar a veinte soldados, pero esto era mucho decir. Nada había alrededor del árbol, salvo una llanura seca y un molino. El molino estaba a la izquierda del naranjo. Miranda, además de pelirroja era zurda, así que también podía haber sido dueña del molino, pero no lo era. A pesar de ello, estaba llena de pecas como minúsculos pájaros en sus mejillas, idénticos a los que sobrevolaban el molino. El árbol cuyos frutos tenían el color de los rizos de Miranda pertenecía, por raro que parezca, a don Aurelio. Se lo había dejado en herencia su abuela doña Angustias Altamira, morena a rabiar. Don Aurelio tenía bigote, el naranjo y una motocicleta. Todo el mundo envidiaba a aquel hombre que, con todo, era obstinado, parco, enjuto y malhadado. Tenía un carácter agrio.

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Y eso a pesar de que las naranjas de aquel naranjo eran bien dulces. Pero él jamás las comía. Solo una vez probó el pellejo de una que se le quedó atravesado en la garganta durante semanas. Fue entonces cuando empezó a hablar con la voz engolada, mostrando el colmillo derecho, en un gesto que acabarían por imitar sus subordinados. Cada día don Aurelio se subía a la motocicleta e iba a visitar el naranjo. Su muñeca, embuchada en un reloj de oro, giraba en el acelerador y el tubo de escape retumbaba. El ruido y las nubes de humo incordiaban a la naturaleza y, por tanto, a nuestro árbol. Pero a don Aurelio lo tenía sin cuidado la naturaleza. Solo se preocupaba del naranjo y sin excesos. Al fin y al cabo, ser dueño de aquel cítrico le daba riqueza y poder, pero también muchos quebraderos de cabeza. Toda la isla dependía de él. El ejército se alimentaba de naranjas. Los jóvenes del pueblo se casaban con sus flores de azahar. En los bautizos se bebían zumos y también en los entierros. Los betacarotenos y la luteína de aquellas naranjas se empleaban en farmacia. Su jugo favorecía la libido de los amantes y protegía a los fetos. La piel aliviaba las varices y las hemorroides. Por no hablar de las hojas y de los tallos que tenían muchas otras propiedades. Ejército, Iglesia, gobierno y pueblo no podían vivir sin las naranjas del asombroso árbol de don Aurelio. Y, por tanto, don Aurelio no podía vivir sin su árbol. Cada día, aparcaba la motocicleta en la sombra derecha del árbol y lo inspeccionaba con atención. Un día oyó que las

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plantas crecían mejor si escuchaban música. Desde entonces llevaba consigo un pequeño magnetófono. Pensó que los tangos le podrían dar ese toque de amargor que las naranjas, en exceso dulces, necesitaban para redondear su gusto. Se quedaba frente al árbol veintitrés rigurosos minutos, contados por el reloj de oro, llevando el ritmo con la puntera del pie derecho. Después, apagaba el aparato y se alejaba, tenso, meneando la cabeza con un “no sé, no sé” en el borde del bigote. Dentro del naranjo vivía un lagarto, pero esto nadie lo sabía. El lagarto habría preferido música medieval, sin lugar a dudas. Al naranjo le daba un poco lo mismo. Cuando don Aurelio se marchaba de su rigurosa inspección, Miranda asomaba por detrás del molino y se sentaba a los pies del naranjo. El sol encendía el cobre de su pelo. Aquella lumbre y los rizos semejantes a toronjas la hermanaban de tal modo con el árbol que parecía que se había caído de su copa. A Miranda le encantaba sentarse allí, oler el azahar y pensar en el mar. No sin razón tenía los ojos verdeagua y había nadado cientos de veces en un arroyuelo que iba a dar a un río que iba a dar a la mar. A veces decía: —¡Ay, si yo pudiera ver el mar! Y sus ojos semejaban el océano que rodeaba los acantilados de la isla. Pero Miranda nunca había visto el mar y estaba decidida a no verlo nunca. Se lo había prometido una y cien veces a su abuelo Felisardo, que vivía enfundado en la cama

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desde que se quedara flaco como su cayado. La casa de Miranda y del abuelo estaba cerca del molino. Por las tardes, el viento dulce del naranjo llegaba hasta ella y al abuelo Felisardo le sonreían los ojos. Miranda besaba al anciano y esperaba a que don Aurelio, subido en su motocicleta, se perdiera sendero abajo. Silenciado el valle, la nieta de Felisardo corría a sentarse bajo la sombra del asombroso árbol. Un día le cayó una naranja a los pies y se puso muy contenta. Abrazó la fruta que medía, puestos a exagerar, lo que la rueda de un molino y decidió llevársela a su casa. Esto era un pequeño hurto, porque la naranja pertenecía a don Aurelio. Pero Miranda, poniendo el dedo entre los labios, susurró: —Sshh. Que no se entere nadie. No necesitaba hacerlo. Allí no había nadie a excepción del árbol y del lagarto que no pensaban contarlo. Miranda se llevó la naranja en el ruedo de su falda y amarró las puntas para sostenerla; sentía que se llevaba un tesoro. Y esto era verdad. Mucho más de lo que se imaginaba, porque aquella era la única naranja del árbol de don Aurelio que tenía una pepita de oro. Sin embargo, este hecho feliz fue, por contradictorio que resulte, el comienzo de su desgracia.

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La pepita y el Lazarillo Es bien sabido que desde que don Aurelio vendía sus naranjas al ejército, la isla estaba más en paz que nunca. No es que antes no lo hubiera estado, pero los soldados tenían en ocasiones comportamientos feroces, tal vez a causa de vestir aquellos uniformes y portar aquellas armas. Sin embargo, desde que almorzaban las naranjas de don Aurelio, su espíritu se dulcificó de tal modo que andaban por la isla de dos en dos, admirando la flora, conversando con los niños o cantando a varias voces fragmentos de Rigoletto, la ópera preferida de Verdi. Es cierto que la isla no tenía enemigos y que se hallaba rodeada de un mar inmenso. En el Libro de la memoria, que guarda todos los acontecimientos de la isla, se cuenta tan solo de una incursión extranjera: un barco de vela con veintitrés hombres de tripulación. El barco arribó a la isla, descendieron sus hombres y, en menos de media hora, volvieron a subir sin Genovevo, el paje de escoba del velero, pelirrojo como el

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carbón en brasa y con la voz y la cabeza llena de pájaros. El libro no menciona nada de lo acontecido en aquella escasa media hora, pero sí relata las peripecias de Genovevo, único extranjero de la isla, que dejó una descendencia de pelirrojos de la que procede nuestra protagonista Miranda. Por la época en la que Genovevo llegó a la isla no había naranjos, los hombres y las mujeres podían casarse sin azahar y las almorranas se curaban con manzanilla, marrubio o cola de caballo. Fue el mismísimo Genovevo el que trajo consigo una bolsa de pepitas de naranja, que dejó en herencia a su nieta Dulce Nombre de María, pues el resto de la familia renunció a ella por considerar el legado escaso y sin utilidad alguna. Dulce Nombre era, además, pelirroja como su abuelo y tenía la cara llena de pecas que bien podían haber sido pepitas de naranjas, pero que no lo eran. Dice el Libro de la memoria que el día veintiuno de marzo del año en que Dulce Nombre cumplió las veintiocho primaveras, después de quedar preñada del joven Ataulfo, vecino de la familia, se le cayó una pepita de la bolsa que siempre llevaba amarrada a la cintura. Como la tierra donde se habían amado andaba revuelta del encuentro, la pepita fue a caer a un hoyo. Dulce Nombre de María y Ataulfo, con el carbón de las mejillas palpitando tras los tizones del amor, se levantaron para darse un último beso. Fue entonces cuando Ataulfo, en un arranque de energía, aupó en brazos a Dulce Nombre y la muchacha, al alzar el pie izquierdo, removió la tierra con la puntera y la echó

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sobre la pepita. La tierra se amasó cuando de nuevo los pies de Dulce Nombre cayeron sobre ella. En ese instante Ataulfo señalaba con el dedo el horizonte en donde se intuía el borde del mar y sus ojos soñadores se encendieron con una luz desconocida y cegadora que predecía el comienzo de su locura. —Algún día tomaré ese camino —dijo. Y Dulce Nombre asintió, embelesada por la figura, a modo de conquistador, que componía el enamorado. Ataulfo tenía los ojos verdeagua, lo que explica su carácter soñador e insensato y que fuera dueño, además, de un riachuelo llamado el Lazarillo del Mar. Este riachuelo crecía cerca del lugar donde Dulce Nombre de María, sin querer, había enterrado la pepita de naranja, pero no lo suficiente como para regarlo. Así quedó la cosa detenida hasta el día en que don Rodolfo del Molino, poseedor de aquellas tierras donde se habían amado los jóvenes, decidió mover ligeramente el riachuelo para ensanchar las lindes de sus posesiones. Este hecho produjo que el Lazarillo del Mar se hundiese en la tierra y encontrara una zona arenosa donde filtrarse, abriéndose hasta alcanzar el agujero en el que dormía la pepita. Así, de esta unión y de este hurto, nació el primer y único naranjo de la isla. El día en que el tallo brotó de la tierra rompiéndola, Dulce Nombre de María parió a una niña de mechones pelirrojos. Era robusta y sana, y sus padres lloraron de alegría. —La llamaremos Luz Camila —anunció la madre. Y una luz cobriza se posó sobre ellas.

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Ante el nacimiento de la niña, Ataulfo decidió posponer el inevitable viaje que iba tomando forma en su esquiva cordura. —Se parece a ti —le dijo enternecido. —Pero tiene tus mismos ojos. La pequeña tomó el dedo del padre entre los suyos, como si le pidiera que aún no partiese. —Crecerá sana y fuerte —sentenció Dulce Nombre. El naranjo, sin embargo, no iba a correr la misma suerte. Era, en sus inicios, un tallo desmembrado y frágil. El mismo don Rodolfo del Molino, viendo el diminuto rastrojo, quiso cortarlo de inmediato, pero cuando alzó el hacha, oyó una voz que suplicaba: —¡No, por favor, no lo hagas! ¡Déjame vivir! Sacudió la cabeza para espantar aquella voz, creyendo que eran imaginaciones suyas, y levantó de nuevo el hacha. —¡No, por favor, no lo hagas! ¡Déjame vivir! La voz parecía salir del mismo tallo. Asustado, soltó el hacha contra el matorral con tan mal tino que, en lugar de dar al naranjo, el hacha se clavó en la puntera de su zapato. Cuando don Rodolfo del Molino bajó la mirada, una diminuta mancha roja punteaba el cuero del zapato. La mancha fue creciendo al mismo tiempo que su dolor. Don Rodolfo del Molino no se desmayó, lanzó el hacha al riachuelo y, cojeando, se fue hacia la casa del médico, a dos millas de distancia, nada menos. Lanzaba gruñidos y mostraba la dentadura, en un gesto que había de caracterizarlo el resto de sus días.

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El naranjo lo vio alejarse renqueante y lastimoso. Del molino salió Ataulfo riéndose. —Le viene bien probar su propia medicina a ese bruto —le dijo a aquel brote escuálido—. Y mira que es bruto. El naranjo estuvo de acuerdo. Un viento inclinó sus ramas como si de este modo le agradeciera a Ataulfo que le hubiera salvado del hacha de don Rodolfo del Molino. Ataulfo volvió a reírse y no dejó de hacerlo hasta que una ráfaga de mar le encrespó el flequillo y sus ojos se volvieron hacia el horizonte marino, soñadores.

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El sueño de Ataulfo Miranda no conocía la historia de sus antepasados, así que no podía sospechar que la primera pepita del naranjo se había plantado la tarde en que sus tatarabuelos engendraron a su bisabuela Luz Camila, madre de su abuelo Felisardo. Ni mucho menos que ambos, bisabuela y árbol, habían nacido el mismo día. Tampoco había oído hablar de la desaparición de Ataulfo a causa de su locura ni de Lluvia, la moledora de trigo del molino de don Rodolfo, que fue responsable, como ahora veremos, de la alocada juventud de Luz Camila y del naranjo asombroso. Con el tiempo, Ataulfo se había vuelto loco, como ya predecían determinados cambios de luz en sus ojos verdeagua. Su inclinación a los sueños imposibles se puso de manifiesto pocos años después del nacimiento de la niña Luz Camila. Sus pupilas, más azules que verdes, huían hacia el horizonte marino y se quedaban prendidas del agua, como hechizadas. Por entonces comenzó a hablar de la belleza del fondo marino y

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de los tesoros que le aguardaban allá abajo. Lo hacía a deshoras, con la mirada extraviada y una sonrisa que prolongaba la raya de su boca, como llegada del centro exacto de su deseo. Aquella obsesión por el mar comenzó a inquietar a los habitantes de la isla. Incluso don Rodolfo del Molino, hombre indolente salvo en las finanzas, fruncía el ceño al paso de Ataulfo. Ni siquiera Dulce Nombre de María fue capaz de arrancarle aquella fijación por los fondos marinos. —Algún día viviré allá abajo —decía Ataulfo. Y ella, con la suavidad de las madres y las enamoradas, acariciaba su cabeza mientras le susurraba: —Algún día, Ataulfo, algún día. Pero ahora no. Dulce Nombre se ganaba la vida como artesana, fabricando cestas. Mientras tejía los bejucos, ponía un ojo en la niña y el otro en Ataulfo, deseando que olvidase sus locuras de mar. Sin embargo, las pupilas de Ataulfo eran cada vez más azules, por lo que no es de extrañar que una mañana se levantase sintiendo que había llegado el momento de cumplir su sueño. Dulce Nombre de María no se dio cuenta. Estaba de espaldas a Ataulfo cuando salió de la casa y no pudo advertir aquel nuevo color de sus ojos. La niña Luz Camila, que estaba jugando en el corredor, debió intuir algo porque el abrazo que dio a su padre se prolongó hasta que las campanadas de la iglesia soltaron su último tañido por los tejados de la isla. Eran las doce. Ataulfo se dirigió a los acantilados, con la sonrisa extraviada y los ojos azules y encendidos. En el camino se encontró a don

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Rodolfo del Molino, quien aseguró haber visto aquel viento garzo en los ojos de Ataulfo. Y aunque presintió el desastre, no hizo nada por evitarlo. Inclinó la cabeza a modo de saludo, ladeando el sombrero, y Ataulfo, con la sonrisa olvidada al borde de los labios, levantó apenas la mano. Fue su último gesto cuerdo. Cuando Ataulfo llegó a los acantilados, subió al risco más alto. Con la parsimonia propia de los que saben que están a punto de cumplir sus sueños, se fue desvistiendo. Lanzó la camisa al aire y el viento se la llevó como un pájaro. Se quitó un zapato y el otro. Arrojó al agua los pantalones que quedaron flotando, inflándose de mar hasta que desaparecieron en el oscuro reino de Ataulfo, y, por último, tiró los calzones que, enganchados de un risco, se mantuvieron a flote a modo de estandarte. Así quedó Ataulfo, flaco y descubierto, con los pálidos músculos contra el cielo, tal y como había venido al mundo. Fue en el instante en que alzó los brazos para realizar su gran salto de altura cuando Sebastián, el farero, vio a Ataulfo, en cueros, dispuesto a lanzarse precipicio abajo. Mientras se desgañitaba intentando detener al suicida, se le ocurrió encender el faro y la sirena que se usaba en los días de niebla. Ataulfo se quedó algo desconcertado y tardó en efectuar su lanzamiento a las profundidades. Este intervalo de tiempo fue muy provechoso en la isla. La llamada del faro puso sobre aviso a las gentes que acudieron en tropel hacia el lugar donde Ataulfo, enflaquecido y desnudo, con los pies en punta y el cuerpo en arco, estaba a punto de lanzarse a las aguas.

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—¡Ataulfo, no te tires! —le gritaban unos y otros—. ¡Te vas a matar! El joven los miró sin verlos, flexionó las rodillas y tomó impulso. Tras un largo descenso que encogió la respiración a los espectadores, su cuerpo penetró en las aguas. Por unos instantes, unas débiles burbujas flotaron en la superficie. Después todo quedó en calma, como si allí nada hubiese sucedido. Se hizo un enorme silencio entre los presentes. Tan solo se oía el batir de los calzones contra el viento y la sirena del faro. Oscureció de golpe y cada uno se fue a su casa en busca de un abrazo que templara sus almas. Pero Dulce Nombre de María no tenía ya quien abrazara su desconsuelo y cayó en un profundo estado de tristeza que le paralizó el brazo y la pierna derecha, dejándola sin habla y confundida para el resto de sus días. Parece ser que meses después de la marcha de Ataulfo apareció un cuerpo hinchado y cubierto de algas sobre la arena húmeda. Los habitantes de la isla se acercaron corriendo y miraron al hombre muerto que les pareció por entero extranjero y hermoso. Incluso se sabe de alguien que pronunció, con la gravedad propia de tales acontecimientos: “He aquí el ahogado más hermoso del mundo”. Y en verdad que lo era, pues tenía la sonrisa amplia e inocente de los que han visto maravillas y guardan un secreto en su corazón. Sin embargo, nada nos asegura que tal fuera Ataulfo y ni siquiera se conocen los pormenores de esta historia por el Libro de la memoria.

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Lo que sí se narra con cierto detalle es el estado en que quedó la pobre Dulce Nombre de María tras el infortunado destino de Ataulfo. Tal era su minusvalía y la tristeza de sus ojos que hasta don Rodolfo del Molino se apiadó de ella. Paralizada a medias y sin habla alguna, Dulce Nombre tejía medias cestas con la mano izquierda para ganarse el sustento. Pero también es cierto que se lo ganaba a medias y que no era suficiente para cuidar a la pequeña Luz Camila. Un día don Rodolfo del Molino, que siempre había mirado de un modo peculiar, casi alelado, a Dulce Nombre de María, llegó en persona hasta la casa de esta y, abriendo la puerta con la punta de su bastón, dijo sin siquiera quitarse el sombrero: —A esta niña hay que darle educación. Luz Camila, corrió a abrazarse a las piernas de don Rodolfo lanzando su risa por la alquería. El hombre, incómodo, le atinó un puntapié. Después, informó: —Vendrá la molinera a cuidarla. Y vino.

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Los cuentos de Lluvia El naranjo parecía haberse estancado en su crecimiento. La parálisis de Dulce Nombre de María y la desaparición de Ataulfo produjeron un viento frío en la isla que heló el brote, impidiendo su paso a tronco. Bajo aquel frío, la molinera y Luz Camila jugaban a los pies del tallo, ajenas a la vida paralizada por el hielo. —Ven, niña —gritaba Lluvia—, a que te cuente un cuento. Ambas se sentaban entonces, sobre la tierra fría, con el tallo a las espaldas. Luz Camila ladeaba la cabeza y abría mucho los ojos verdeagua que había heredado de su padre Ataulfo, dispuesta a escuchar las historias de amores y de desgracias, de aventuras y de viajes que la molinera le narraba. Por curioso que resulte, a pesar de llamarse Lluvia, la molinera tenía los ojos trigueños y era flaca, casi seca, como metida para dentro a causa de una grave aspiración. Además, solía estar cubierta de la harina de trigo o de arroz o de centeno, lo que la hacía parecer más blanca que el viento.

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No sorprende, pues, que siendo la molinera flaca y Luz Camila de carácter alegre, hicieran buenas migas. La delgadez de Lluvia era, sin duda, la causa de aquella gruesa imaginación que soltaba para entretener a Luz Camila. Tenía apenas ocho años más que la niña, así que, a la menor ocasión, descuidaba sus quehaceres y, a paso desplomado, con las tibias ágiles, se juntaba a Luz Camila para jugar con ella o contarle cuentos, cerca del único arbusto de los alrededores, que no era otro, como sabemos, que el tallo paralizado del naranjo asombroso. A Luz Camila le entusiasmaban los cuentos de Lluvia. Absorta como estaba en lo que en ellos ocurría, hundía sus manos en la tierra y la removía, abriendo surcos que el Lazarillo regaba. Luz Camila, además, había heredado la voz de pájaros de su bisabuelo Genovevo, y su risa, como su canto, se contagiaban al instante. Lluvia, más de una vez, no pudo acabar su relato ahogada en una carcajada o confundida con una estrofa de la música de Luz Camila. Esta agitación repentina sacudía la harina de su cuerpo, dejando un leve manto sobre la tierra removida. Mientras Lluvia, la moledora del molino, cuidaba en el campo de Luz Camila, don Rodolfo tomó costumbre de acudir a la casa de Dulce Nombre y conversar con ella. Algunos aseguran que se debía a la mala conciencia, otros a aquella fascinación producida por la pelirroja. Lo que parece estar demostrado es que ese bigote tupido que le ocultaba el gesto y los dedos afilados de tanto fregárselos eran consecuencia de una acidez

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estomacal, fruto de su soledad. Y esta soledad y esta acidez pudieran ser la causa de su inusual comportamiento. El caso es que don Rodolfo conversaba con Dulce Nombre de María hasta quedarse atragantado, relatando cientos de hechos que pudieron haber acontecido, pero que no lo hicieron. —¡Ay, Dulce Nombre!, si usted supiera que yo quise detener a Ataulfo aquella triste tarde… Dulce Nombre de María le escuchaba atenta, con aquella invalidez en la punta de la lengua que le impedían hacer callar al cojo y embustero de don Rodolfo del Molino. Así transcurrió el tiempo: las dos niñas en el campo y Dulce Nombre, inmóvil y perdida en el recuerdo verdeagua de Ataulfo o escuchando la interminable recua de mentiras de don Rodolfo del Molino. Sin apenas darse cuenta, ambas niñas crecieron y Dulce Nombre y don Rodolfo habían envejecido. Podría decirse que la voz de pájaros de Luz Camila anidó en el brote y que los cuentos de Lluvia se prendieron de sus raíces. Pero tal vez no fuera eso lo que hizo al tallo más vigoroso, sino el callado paso del Lazarillo, la harina de Lluvia y las manos de Luz Camila revolviendo la tierra. El caso fue que el viento frío se disipó, el brote pasó a tronco y el tronco extendió sus ramas vigorosas sobre los tejados de la isla, reinando en solitario, cosa que el rey no hacía.

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Muerte y entierro de Dulce Nombre de María Una tarde de tormenta Eladio Terranova, hijo de familia acomodada, mimado de nacimiento y con el pelo batido de gomina, escuchó los pájaros de Luz Camila que cantaba bajo el naranjo. Atraído por aquella dulce voz, Eladio se presentó, con caballo y todo, a cortejar a la joven. De norte a sur y de este a oeste, corría Eladio Terranova sobre el corcel por la llanura del molino. Tal fue su insistencia que en la isla comenzaron a apodarle Eladio Carreras, olvidando el Terranova de nacimiento. Mientras el hombre galopaba mirando a Luz Camila, ella escondía su risa detrás de Lluvia. —Será atrevido —se escandalizaba la molinera—, si no te quita los ojos de encima. —Pues que no los quite —reía Luz Camila. —¡No seas descarada! —Que hay de malo en mirar. —Por los ojos se empieza.

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—¿Sí? —Ese, cualquier día, te dice alguna barbaridad. Pero Eladio Carreras si no era mudo, lo parecía. De este modo, el tiempo se sucedía en la isla lo mismo que las carreras de Eladio y las arengas de don Rodolfo a la pobre Dulce Nombre de María. La misma tarde en que se fueron todos los pájaros de la isla, Dulce Nombre perdió su otra media vida, la izquierda, y quedó liberada y muerta ante los mismos ojos de don Rodolfo del Molino. El dueño del naranjo estaba tan ensimismado en su distraída conferencia sobre sí mismo que no reparó en ello. Concluida su charla, se dio dos sonoras palmadas en los muslos y se alejó como cada tarde con su paso renco. El cuerpo inerte de Dulce Nombre de María se mantuvo erguido, frente al naranjo, sentado en una silla de paja que el mismo don Rodolfo del Molino colocaba cerca del árbol a petición de su hija. Esta silla era la que evitaba la caída de Dulce Nombre ante las fábulas de don Rodolfo y, en este caso, ante la muerte misma. Fue Luz Camila quien encontró a Dulce Nombre mirando con fijeza la corteza del naranjo que ya no veía, pero que aún reflejaba la tinta de sus pupilas. —¡Madre, vamos a casa! —dijo la muchacha, colocándole la mano en el hombro. El cuerpo de Dulce Nombre resbaló por la silla de paja hasta desmoronarse sobre la tierra.

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—¡Madre! —gritó Luz Camila. Según el testimonio de Lluvia, que había salido del molino, en ese preciso instante se escuchó un sonido de rama partiéndose y Luz Camila quedó como quebrada, sin otro sustento que la silla de paja. A sus pies estaba la madre muerta. Lluvia las miraba espantada. Así las encontró Saturnino, el ayudante mayor de don Rodolfo del Molino, quien, levantando el labio superior en una burda imitación del terrateniente, dio la voz de alarma y ayudó a trasladar el cadáver. El entierro fue al atardecer del día siguiente. Eladio Carreras apareció en su corcel y cabalgó entre el cortejo hasta situarse a la cabeza. Llevaba una corona blanca de flores alrededor del cuerpo y un brazalete negro. Al trote de su caballo, se iban soltando los pétalos de la corona y esa lluvia de flores era atravesada por los porteadores que llevaban el féretro, por Luz Camila y por la molinera. A don Rodolfo del Molino, sin embargo, aquellos pétalos se le metieron en los ojos y en la boca. Escupía malhumorado, frotándose los párpados, delante de los tristes asistentes al cortejo. A Luz Camila le gustó aquella dulce venganza de las flores de Eladio Carreras. A pesar de la tristeza, Luz Camila y Lluvia siguieron sentándose a los pies del naranjo, y Eladio continuó con sus carreras, valle arriba, valle abajo, cortejando a la huérfana desde su montura. Sin embargo, los pájaros no regresaron. Tampoco Luz Camila volvió a cantar ni su risa flotó entre las ramas del naranjo.

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Después de un año de cabalgata, acortando la distancia al naranjo y sin que el jinete dijera esta boca es mía, Eladio Carreras frenó en seco su montura y gritó como si ambas mujeres fueran sordas: —¡Con esa me caso! Y señaló a Luz Camila. Ella se negó al matrimonio, pero dejó que Eladio la aupara, sentándola en la albarda del caballo, y despareció con él por la llanura. Lluvia vio alejarse a su amiga y no supo si alegrarse o entristecerse. Golpeó sus manos contra el mandil y un exceso de harina cayó a los pies del naranjo. Después, con paso inseguro, fue a moler en el molino lo que le venía a la mente y no acababa de distinguir.




Índice 7 11 17 22 26 30 36 40 43 49 53 59 63 67 72 77

El naranjo de don Aurelio La pepita y el Lazarillo El sueño de Ataulfo Los cuentos de Lluvia Muerte y entierro de Dulce Nombre de María Nacimiento de Felisardo La redonda, áspera y jugosa naranja Cena de don Rodolfo y doña Angustias La cicatriz del árbol La herencia de don Rodolfo Cambio en los ojos de Luz Camila Boda de Felisardo y Daviana Un arbusto de avellana Un viento de azahares Felisardo y Miranda prueban la naranja El fulgor de la pepita


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Cuatro soldados de amarillo Cautiverio de la pelirroja Miranda El juicio Una flor rara y bella El yermo y la tormenta El náufrago del aire El hada de las naranjas Una isla sin naranjos ni naranjas El ángel redentor La risa de don Aurelio La locura del castañar Salto y caída de don Aurelio La reina de las abejas Rotura de aguas y de tierra Un barril de pepitas de naranja


Mónica Rodríguez

Escritora

Hay libros, hay cuentos y poemas que no se acaban nunca porque siguen viviendo dentro de nosotros. Esas historias forman ya parte de lo que somos, de lo que hemos vivido. Eso es lo que me ha sucedido con algunos de los cuentos a los que hago homenaje en este libro. En él he querido explorar el mundo de lo mágico, del pensamiento mágico, del realismo dotado de esa luz de lo imposible. Los cuentos que están debajo o delante de esta novela hacen que el mundo alrededor del naranjo asombroso sea un mundo posible, sostenido por lo que otros antes han imaginado, por ese río que la literatura forma y que nos empuja. Espero que cuando tú, lector, entres en esta isla la encuentres nueva y a la vez conocida y que hagas de ella un lugar para habitar unos días. Un lugar que, ojalá, no se acabe nunca porque vive ya dentro de ti.

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Mariana Alcántara

Ilustradora

En cada semilla vive un árbol genealógico que despliega raíces milenarias y que también es una posibilidad, es como decir: “dame una semilla y crearé un mundo”. Dibujar estas ideas me abrumaba a pesar de que conversé con el naranjo que vive en mi ventana. Aterricé en España con esta duda y llegué a La Alhambra en Granada. Me invadió el silencio y la geometría. Encontré formas que se repetían, giraban y se unían para construir magia. Fue la misma emoción que siento cuando veo a detalle las líneas de una hojita o los gajos de una naranja: pienso en el infinito y me siento pequeña. Entonces entendí que estaba dentro de una semilla. El olor de ese verano y los mantos de semillas geométricas blancas, azul añil y terracota, siguieron flotando en mi cabeza mientras ilustré esta novela junto a mi árbol, que reconocí a mi regreso, más grande y más pequeño, más sabio y también más perfumado.

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colección ecos de tinta

Para jóvenes lectores

Dido para Eneas María García Esperón

Mary Jo Ana Pessoa

Para Nina. Un diario sobre la identidad sexual Javier Malpica

El fantasma de la casa del lago Ana Romero


colección ecos de tinta

Para jóvenes lectores

Hermano Lobo Carla Maia de Almeida

El velo de Helena María García Esperón

Tristania Andrés Acosta

La guarida de las Lechuzas Antonio Ramos Revillas


colección ecos de tinta

Para jóvenes lectores

Sin saberlo, Miranda es la heredera de este asombroso naranjo que habita desde varias generaciones en la isla. Sus jugosos frutos y la bonanza que le han otorgado al lugar desatará la codicia de varios de los habitantes llevándolos, en ocasiones, al borde los más grandes disparates.

Mónica Rodríguez nació en Oviedo (1969) y reside en Madrid desde 1993. Tiene publicados más de cuarenta libros de literatura infantil y juvenil. Ha obtenido numerosos premios y reconocimientos. En 2018 le concedieron el premio Cervantes Chico por el conjunto de su obra. En El Naranjo también publicó El viaje de Malka. Mariana Alcántara nació en la Ciudad de México, en 1991. Fue ganadora del xxxix Catálogo de Ilustradores de la Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil, del Encuentro Valladolid Ilustrado de 2019, en España y del 3er lugar en Sharjah Children’s Reading Festival de 2018. Su trabajo forma parte del Catálogo White Ravens y ha sido seleccionado en China, Londres, Italia y Argentina. La isla del naranjo asombroso es su primer libro ilustrado en El Naranjo.

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