El anillo de César

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El anillo de César

María García Esperón Ilustración Sr. No Quiero



El anillo de CĂŠsar


A Jan van Friesland, que ha vuelto a encender la luz de César. A mi padre, Alan Grishman. María García Esperón

Dirección editorial Ana Laura Delgado Cuidado de la edición Angélica Antonio Revisión del texto Ana María Carbonell Diseño Ana Laura Delgado Javier Morales Soto © 2012. María García Esperón, por el texto © 2012. Miguel Felipe Rodríguez Ortiz, por las ilustraciones Primera edición, junio de 2012 D.R. © 2012. Ediciones El Naranjo, S. A. de C. V. Cerrada Nicolás Bravo núm. 21-1, Col. San Jerónimo Lídice, 10200, México, D. F. Tel/fax: + 52 (55) 56 52 1974 elnaranjo@edicioneselnaranjo.com.mx www.edicioneselnaranjo.com.mx

ISBN 978-607-7661-39-9 Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, sin el permiso por escrito de los titulares de los derechos. Impreso en México • Printed in Mexico


Mar铆a Garc铆a Esper贸n Ilustraci贸n Sr. No Quiero



—¿Y la sortija? —pregunté. —Se perdió, según la costumbre de los objetos mágicos. (Jorge Luis Borges. La memoria de Shakespeare.) Los hombres mueren porque no son capaces de unir el comienzo con el fin. (Alcmeón de Crotona, médico.) Nadie es verdad más que los muertos a pesar de sus siglos. (Aurelio González Ovies. Vengo del Norte.)



XXIV

El anillo había rodado por el suelo. Se escapó de sus dedos temblorosos. Antonio lo recogió y lo deslizó en su dedo meñique. Antes le había echado una rápida ojeada. Venus in armis. Recordó la víspera de la batalla de Farsalia. César rodeaba sus hombros con afecto. La voz se levantó en su memoria: “Sólo los reyes de hombres pueden llamarse con toda propiedad ‘señores del anillo’. ¿Te asusta la palabra ‘rey’ como a los viejos romanos timoratos? A mí, no. No tengo miedo a las palabras. Te aconsejo que tú tampoco les temas. Sírvelas. Sírvete de ellas para narrarte a ti mismo, para narrar tus hechos, para convencer a los dubitativos, oscilantes patres que se sientan en el Senado, para narrar la Historia. Agamenón, Príamo, Alejandro, Eneas —el antepasado de la familia Julia, a la que tú también perteneces—, nuestro Rómulo, todos fueron reyes de hombres, señores del anillo… Así manifestaron su filiación con Prometeo, encadenado al Cáucaso, por rebelarse contra Júpiter y aspirar al poder supremo. Este anillo mío debiera tener incrustado un fragmento de roca del Cáucaso. Por lo menos no es de oro. Un anillo de oro delataría al déspota. El mío, de plata, que lo tengo desde adolescente, 9


es en cambio el signo de mi vinculación con Venus Genetrix. Venus, la madre de Eneas, de cuyo hijo Iulo descendemos los Julios. Como la familia Antonia desciende de Hércules…” En ese entonces, Antonio no sabía si César bromeaba. Él tenía treinta años, César había sobrepasado la cincuentena, había roto con el Senado y estaba a punto de entablar la gran batalla contra Pompeyo. Venus in armis. Le dio vuelta al anillo. Un escalofrío lo recorrió cuando un pensamiento le reveló que estaba a punto de ponerlo en su mano. Los dedos de César eran finos, los de Antonio, bastos. Tal vez, a pesar de que nadie creía en los dioses, el anillo se lo había entregado a César la propia Venus, su madre divina. Por eso no le tenía miedo a la palabra rey. Por eso había querido el poder todo. Por eso estaba muerto. Y él, Antonio, se mordió los labios. Porque en los primeros momentos del vacío de César, con su cuerpo aún tibio y ensangrentado en la Curia de Pompeyo, Antonio, temeroso, se había escondido, arrojando lejos sus vestiduras de cónsul. El hecho consumado era demasiado grande, era insoportable el vacío. ¿Qué haría sin César? ¿Qué haría Roma? ¿Qué haría el Universo entero, habituado a despertar con él y con él dormir? ¿Valdría la pena seguir viviendo, llamarse hombre, romano, Antonio? Después del primer momento de negación de la muerte, esa negación suprema, Antonio recogió sus vestidos de cón10


sul y se marchó a la casa de César. Ahí habían llevado el cuerpo, sobre una angarilla, y se lo habían devuelto a Calpurnia, que supo en sueños la noche anterior que ese día moriría su esposo. (En una villa romana otra mujer, que era la reina de Egipto, mordía una almohada para que nadie escuchara sus sollozos desgarrados por la pérdida del hombre que era el padre de su hijo y la garantía de su ambición, de su sueño). Lo habían llevado ensangrentado, con los brazos colgando, con el anillo rozando el suelo. Lo vieron los romanos que sabían de la conspiración y los que no sabían, los esclavos y los libertos, los culpables senadores, los cobardes y los valientes. Lo vieron las mujeres y los niños, y se cubrieron los ojos, pero la imagen estaba ahí, detrás de los párpados, grabada a fuego lento, hincada para siempre en la memoria de Roma. Calpurnia lo vio llegar con los ojos de la mente antes de verlo con los ojos del cuerpo. Lo había soñado ensangrentado y ensangrentado se lo devolvían. Había temido por su vida y su terror se confirmaba. Su pesadilla era piadosa en comparación con la realidad. Su esposo, el Primer hombre de Roma, el Dictador perpetuo, el Sumo Pontífice, el Rey fuera del límite de la urbs (porque en la urbs no podía pronunciarse esa palabra), el Salvador del género humano, el Divino Julio… estaba muerto. Calpurnia le había entregado el anillo, mascullando vagamente que César se lo habría dado a él de todos modos. Antonio no estaba seguro, pero lo aceptó en silencio. 11


Venus in armis. Después de todo, César ya sabía que iba a morir. ¿No había dicho la noche anterior en casa de Lépido que la mejor muerte es la repentina, la inesperada? ¿No estaba en la cumbre de su gloria, lleno de ideas, de proyectos? “Abramos el istmo de Corinto —le había dicho a Antonio hacía poco, después de una cena en la villa donde albergaba a la reina de Egipto—. El tránsito de productos, pero sobre todo el de ideas, será más expedito. Desequemos las insalubres Lagunas Pontinas. Y edifiquemos. Los pueblos que edifican canalizan sus rebeldes energías en proyectos que causan admiración a los venideros. Te he contado de las pirámides… Hagamos en el Campo de Marte un templo al dios, uno magnífico. ¡Un teatro en el Campo de Marte! Y una gran biblioteca pública, Asinio Polión está entusiasmado, creemos el ambiente idóneo para que los magistrados, los mejores, codifiquen las leyes vigentes…” En la memoria de Antonio la voz de César se convirtió en un murmullo, un torrente que se apaga, venas sin sangre porque toda la sangre de César se había derramado en la Curia de Pompeyo en el Senado, al pie de la estatua de ese grande que había sido su amigo, su enemigo, el esposo de su amada hija Julia, su vencido en Farsalia, su fugitivo… y que lo había antecedido en su camino al Hades o en su ruta hacia las estrellas, inconmovibles y eternas.

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Para jóvenes lectores

Ista quidem vis est? (¿Qué violencia es ésta?), reclamó César. Vino después la puñalada temblorosa de Servilio Casca, quien apenas alcanzó a herirlo en el hombro, le siguió la herida de Casio Longino, lo demás fue un remolino de ceguera para César; rodeado de los conjurados con los puñales al desnudo, quienes contagiados de un extraño temor, confundidos, empezaron a herirse entre sí, a mezclar sus sangres con la del hombre que estaban asesinando. La estatua de Pompeyo fue testigo de las veintitrés puñaladas que acabaron con la vida del Imperator, del Dictator, del Pontifex Maximus, del Rex. El anillo de César rodó por el suelo ensangrentado… y su tintineo resuena en las páginas de este libro para que tú, lector, logres unir el fin con el principio de Cayo Julio César.

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9 786077 661399


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