Pensadores Griegos I - T. Gomperz

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con la observación de otros seres vivientes. En realidad, manifestaciones de toda suerte han estado tan a menudo entretejidas en nuestra mente con una voluntad intencional, que cuando hemos encontrado un miembro de la

pareja, 44 esperamos también ver aparecer el otro componente de la misma; una presunción cuya amplitud se ve restringida paulati-mente por distintas experiencias, sobre todo por el dominio progresivo de la naturaleza. Pero, cuando el poder asocia-dor de las representaciones se ve aumentado por fuertes emociones o no encuentra un freno adecuado en específicas experiencias opuestas o cuando la susodicha tendencia se halla reforzada por el otro principio de la asociación, la similitud (aquí la de un hecho accidental con otro intencional), ocasionalmente arrasa con todos los diques y reduce al hombre civilizado, por lo menos durante breves instantes, al nivel del primitivo. Estos son los casos que nos permiten comprobar la veracidad de aquella interpretación básica de un modo, por así decirlo, experimental. Por cierto ya no estamos dispuestos como el aborigen a recurrir a una explicación como la citada cuando se nos aparece un fenómeno que no acostumbramos a ver, y así tomar un mecanismo que nos es desconocido, ya sea un reloj o un cañón, por un ser animado. Tampoco consideramos sin más ni más al rayo y al trueno, a una epidemia o a una erupción volcánica, como efectos de la acción de tales seres animados. Sin embargo, toda vez que nos alcanza en forma repentina con toda su fuerza un golpe inaudito de la suerte o un desastre sin precedentes, máxime cuando las causas conocidas del acontecimiento no parecen guardar proporción con el resultado que determinan, y hasta cuando el suceso en sí es de relativa importancia, pero se sustrae a todo cálculo (como por ejemplo las incidencias singulares de un juego de azar), en estos casos y en otros similares, hasta a la persona de espíritu científico se le impone, por lo menos momentáneamente, la idea de un flujo intencional, por más que no logre concretar en modo alguno una impresión definida del poder influyente cuya intervención cree haber notado. Estos estados anímicos no tienen nada que ver con la fe religiosa tal como hoy día la profesan los pueblos del mundo civilizado. Pues no sólo el infiel es presa de los mismos, sino que también acosan al creyente quien casi nunca podrá lograr una armonía entre dichos presentimientos que cruzan por su mente y las nociones que ha adquirido en un proceso educativo o que ha heredado de otros, respecto a la naturaleza y a las actitudes de un poder supremo y rector del universo.

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Por lo tanto, puede considerarse esta "flor de la superstición", que ocasionalmente hace su aparición en el pecho de todos, como una supervivencia desteñida y ya extenuada de la todopoderosa madre


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