Un día para los recuerdos

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UN DÍA PARA LOS RECUERDOS DE NUESTROS MAYORES


UN HOMBRE CORRIENTE Me llamo Antonio y soy un hombre corriente, como otro cualquiera, pero mi vida no ha sido nada fácil. Siempre viví en La Puebla de Cazalla junto con mi familia, incluso después de casado. De pequeño, ya con 8 años, me tuve que dedicar al campo pues no había dinero y no era una etapa fácil. Antes, aunque también había instituto, la mayoría, que éramos pobres o muy pobres, trabajábamos como yo y no podíamos estudiar. Tampoco lo hicieron los que se fueron a combatir al frente. Algunos de ellos no volvieron, murieron en la guerra muy jóvenes. El Viernes Santo de 1942 (de eso hace ya muchos años) conocí a la que sería mi mujer. La había visto en algunas ocasiones pero ese día decidí pedirle que saliera conmigo. Ella me aceptó y nos casamos con 35 años a nuestras espaldas. Desde que la conocí fuimos muy felices; y fruto de esa felicidad fueron nuestros dos hijos. Tuvimos que trabajar mucho, pero la vida de antes era menos costosa que la de ahora, sobre todo porque teníamos, las pesetas y abastecernos de lo necesario no era tan complicado como con los euros. Tras una dura vida de trabajo me jubilé con 55 años. Mi vida laboral había sido dura pero también tuve grandes alegrías y conocí a muchas personas buenas de las que aún sigo siendo amigo, aunque sea en la distancia. Entre los recuerdos más tristes que guardo, uno es la muerte de mi hijo; sí es el recuerdo más triste de todos porque los padres no deberían enterrar a sus hijos nunca, esto no debería ocurrir jamás. Murió con 22 años en un accidente de tráfico, cuando tenía toda una vida por delante. A mi mujer y a mí nos afectó bastante pero con el cariño que nos teníamos el uno al otro y con la felicidad que nos aportó nuestra hija pudimos soportar el dolor y superarlo. Llevo un año en la residencia con ella, con Sofía, mi mujer, la mujer de mi vida y la madre de mis hijos. Ella apenas me conoce porque va perdiendo la memoria y la realidad cada vez más se va nublando en su mente, sin embargo me siento muy feliz a su lado. De tarde en tarde vienen a visitarnos nuestros familiares, mis cuatro hermanos, que son también mayores, aunque se conservan muy bien; y mi hija, cuando llegan las vacaciones, porque vive lejos debido a su trabajo. Siempre fui un hombre sencillo y no me gustaron los líos, por eso nunca tuve enemigos, al menos que yo conociera; todos los que se arrimaban a mí se hacían mis amigos. Y aquí los conocimos a todos, en La Puebla, en la tranquilidad de este pueblo, en sus callejas blanca. Nunca tuve espíritu viajero, lo más lejos que he salido ha sido a Sevilla y eso no me ha hecho más infeliz. Ahora la vida es más fácil, pero no mejor, ya que hay de todo; pero tener de todo no significa ser más feliz. Antes no teníamos casi de nada y tampoco lo necesitábamos, éramos felices con las pequeñas cosas. No necesitábamos ni tantos móviles, ni tantas máquinas. Ahora, eso sí, la gente se entretiene más o de otra manera, con la tele, los videojuegos o los móviles, que los llevan todo el tiempo en la mano. Está la gente más consentida y siempre quiere más y más aunque ya tengan de todo. Pero yo sigo feliz así con mis numerosos amigos y con lo poco que tengo. Daniel Rivero y Juan Manuel Macías


UNA VIDA MARCADA José es un magnífico hombre. A pesar de sus 98 años, seguía recordando sus historias de joven. Nos fuimos para la sombra, debajo del naranjo, y nos contó algunos momentos de su vida, que, según nos insistía, no había sido muy sencilla ya que gran parte de ella la había pasado trabajando. Además, la época de la Guerra Civil marcó con mucha tristeza su juventud. Tenía aproximadamente unos 24 años cuando tuvo que huir del ejército de Franco. Fueron unas semanas de terror y desaliento que se han quedado grabadas en su memoria a fuego. Después de esas semanas de un lado a otro, en la sierra, en casa de algunos familiares, aquí y allá, lo cogieron prisionero. Lo llevaron a la cárcel de Sevilla, donde se le hacían los días eternos y las noches se las pasaba en vela escuchando el llanto de muchos de sus compañeros. Allí pasó once meses de auténtico calvario. Las únicas salidas que hacía era al campo para trabajar para el régimen. Y el miedo, el miedo a no saber de tu gente, a no saber tu futuro, a no volver a ver a tus amigos, ese miedo no se le quitaba del cuerpo. A esa angustia se unía el poco alimento que le daban cada día, un bollito de pan duro. Se puede decir que estaban peor que los perros de la actualidad. Aunque se llevó más de una hora contándonos esta historia, se sintió mál con estos recuerdos y los dejó aparcados. A partir de ahí, poco más nos contó de su vida, porque lo demás ya entraba dentro de la normalidad: su trabajo en los hoteles de Ibiza, su matrimonio, sus hijos… Álvaro Copete y Juan Carlos Arraz


JUAN OLVIDO A pesar de mis 78 años aún recuerdo cómo era mi infancia: me gustaba bañarme en el río, adonde iba con mis amigos. Un día de los que estuve allí vi a un niño pequeño de unos 9 años que se estaba ahogando, y yo, sin pensarlo dos veces, me lancé al agua como alma que lleva el diablo, y lo salvé. Es algo que siempre recordaré. Y desde entonces ese niño fue mi amigo. Me gustaba ir al circo Me colé todas las veces que pude, ya que no tenía suficiente dinero para el ticket. Lo que más me gustaba eran los payasos, como caían, como contaban historias, como nos hacían reír a carcajadas. Un día trajeron al circo un león y me dio mucho miedo, pero lo único que hizo fue rugir dos veces y poco más; se ve que estaba viejo o enfermo, o la suma de las dos cosas. Con solo 16 años empecé a trabajar, me dedicaba a la agricultura. A los pocos años, tendría unos veinte, me enamoré de una chica que apenas salía de su casa. Era una mujer amante de las tareas del hogar, siempre ayudando a su madre en la cocina, en la limpieza, o en la costura. Cuando cumplí los 27 años nos casamos, y después de 4 meses, ella se quedó embarazada. Solo tuvimos un niño, ya que no teníamos dinero para más. La situación económica nos impidió darle uno a más hermanos a mi Juanillo. Uno de los días más tristes en mi vida fue el día que murió Mercedes, mi mujer y mi vida. El cáncer se la llevó como se lleva a tantas otras, pero esta vez la lotería negra me tocaba a mí. Al poco tiempo, mi hijo, que ocupaba parte del día en el trabajo y no podía atenderme, decidió llevarme a la residencia. Al principio pensé que estaría mal, pero las casualidades de la vida hicieron que allí se encontrara aquel niño que yo había salvado, mi gran amigo. Y desde entonces somos inseparables y, gracias a su apoyo y compañía, me encuentro mucho mejor. Cuando falte mi amigo quiero regresar a mi casa, estar con mi hijo y vivir con él mis últimos días, porque, aunque no me siento solo, la verdadera felicidad de la semana me la aporta mi familia todos los sábados con sus visitas. Natalia y Nekane


BLANCA ARJONA VALENTE Nací el 14 de septiembre de 1927, en una tarde calurosa de verano. Mis padres me llamaron Blanca porque el color de mi piel era casi transparente. Vivíamos en la Puebla de Cazalla, en la calle Victoria, una de las más amplias y transitadas de esa localidad. Las tardes allí, a pesar de que hacía mucho calor, eran agradables y casi no me dejaban salir. Eran muy estrictos y me controlaban la vida demasiado, más de lo era normal en aquella época. Me acuerdo como si fuera ayer de mi primera comunión. Fue el día 24 de mayo de 1934. Yo iba tan bonita, con mi vestido beige, mis zapatitos a juego, un tocado con velo largo que me llegaba a media espalda. Hacía volar el traje como si fuera una peonza. Jamás me había sentido tan feliz. Mis padres me llevaron a Osuna a retratarme, en blanco y negro, porque aún no había fotos en color, y después colgaron la foto en el salón de mi casa, donde estuvo hasta que vendimos aquella casa y yo lo guardé entre mis recuerdos más queridos. Había sido hija única durante muchos años, pero después de 11 años sin hermanos y muy feliz, mi madre tuvo 4 hijos/as. Pasé de ser princesa a ser niñera: el cambio no era muy de mi agrado, pero la vida es así. Una tarde de invierno fría me dijo mi padre que nos teníamos que mudar a Sevilla, que le había salido un trabajo mejor para mantener a nuestra gran familia. Yo tenía por aquel entonces 22 años y muy pocas ganas de marcharme del pueblo que me había visto nacer y crecer. Pero la mudanza, como me advirtió mi padre, no era para un año o dos, era para toda la vida, con muebles, ropa, cortinas y todo lo que nos podemos imaginar. Un día de primavera, un amigo de mi padre, que era maestro, me trajo un ramo de flores rojas y blancas con una nota que ponía: “Como las flores florecen, nuestro amor florece cada día más...” Ha sido el amor de mi vida. Nora y Claudia


SOLO HASTA LA MUERTE La historia que os voy a contar es un tanto especial, es mi historia. Corría el año 1937, era una noche de frío invierno, el viento rompía contra las ventanas, Madre rompió aguas y por la gran nevada tuvo que dar a luz en su casa a un niño llamado Manuel Garcés: ese era yo. Pasaban los días, a Madre le costaba alimentarme ya que Padre estaba luchando contra el ejército de Franco. Pasaron los años, yo empezaba a andar y Padre regresó manco, con un solo brazo, y sin el ojo derecho; fue algo muy angustioso para Madre. Al año siguiente mi madre tuvo gemelos. Apenas comían, poca era la leche que les daba alimentaba y murieron antes de cumplir el año, ninguno sobrevivió. Yo tuve que trabajar en el campo desde los ocho años: hacía todo lo que podía, era inocente y vulnerable. A los 9 años, mientras podaba los olivos del cortijo del señorito Juan, conocí a Elena: pelo negro de ébano, como un pedazo de noche, ojos marrones, labios rojo fuego y sus manos blancas como las azucenas. Era la hija del capataz, el jefe de mi padre y más tarde mi jefe. Quedábamos todos los días sobre las seis y media. Pasaban los años y cada día me gustaba más, le regalaba las flores más bonitas que había en la cima de una montaña. A los 16 años le pedí al padre si podía ser el novio de su hija, pero él se negó rotundamente; así que quedábamos menos de lo habitual, aunque yo dejaba cada día esa flor frente a su puerta. Una noche se acercó a mi casa, entró por la ventana de atrás y me despertó. Salí de la cama en paños menores y nos alejamos corriendo. Paramos en seco en cuanto llegamos a un valle, rodeado de montañas que se reflejaban a través de la luna en un gran lago. Me cogió de la mano, yo la cogí de la cintura y seguidamente la besé. Esa noche consumimos nuestro amor en ese valle florido. Al despertarme por la mañana los rayos de sol, tenía atado en el cuello un anillo de plata con un “Te quiero”. Ella ya no estaba, pensé que era para que el padre no sospechara. Corrí hacia mi casa rápidamente para vestirme e irme a trabajar. Padre estaba algo más viejo y le ayudaba a todo lo que me pedía. Pero las cosas bonitas no son para siempre, todo se marchita, y Padre, después de trabajar, me dijo que por la mañana Elena se había ido junto con su familia a Galicia; nunca la pude ver más. Fue única chica a la que amé de verdad y su marcha me provocó una tristeza tan honda que tardé mucho tiempo en arrancarla de mi corazón. Años después, Padre enfermó y murió. A partir de ese día viví solo toda mi vida y hace pocos años me vine a esta residencia. Ahora vivo de mis recuerdos y os voy a enseñas el anillo de plata que me regaló Elena. Aún lo conservo y lo rozo todos los días con mis dedos, como si la rozara a ella con mis pensamientos. Sinceramente me gustaría volver a verla, darle un último adiós o último beso. Pero la realidad es la realidad, nunca volveré a verla. Quizás en el más allá; quién sabe… Esta es mi historia. Adrián Alonso y Lidia Fernández


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