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EL MENSAJE DE LAS ESTRELLAS

maria guasch con ilustraciones de

Esther sanz

Primera edición: mayo de 2022

Diseño de la portada y del interior: Laura Zucotti

Maquetación: Endoradisseny

© 2022, Esther Sanz, por el texto

© 2022, Maria Guasch, por las ilustraciones

© 2022, la Galera, SAU Editorial, por esta edición

Dirección editorial: Pema Maymó

La Galera es un sello de Grup Enciclopèdia

Josep Pla, 95 08019 Barcelona

www.lagaleraeditorial.com

Impreso en Límpergraf

Depósito legal: B-690-2022

ISBN: 978-84-246-7038-2

Impreso en la UE

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra queda rigurosamente prohibida y estará sometida a las sanciones establecidas por la ley. El editor faculta al CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) para que pueda autorizar la fotocopia o el escaneado de algún fragmento a las personas que estén interesadas en ello.

1 MALDITAS NAVIDADES

Nunca pensé que pronunciaría estas tres palabras, pero… ODIO LAS NAVIDADES. Si me hubierais preguntado el año pasado, o el anterior, o cualquier otro antes de este, os habría dicho que me encantan estas fechas. Sobre todo, cuando nieva, como este año, y hay risas y muñecos con nariz de zanahoria y bufanda adornando los jardines; y la gente se lanza bolas heladas y se tumba en el suelo blanco para hacer ángeles, aleteando los brazos.

Eso sin mencionar los regalos bajo el árbol, las luces que adornan las calles y los rollitos de canela de

mi madre. Son mi dulce favorito del mundo y que ella solo prepara en Navidad, porque es nuestra tradición y porque el hecho de reservarlo solo a este momento, como ella dice, «lo hace más especial».

En todas esas Navidades maravillosas, anteriores a esta, mi madre y yo teníamos mucho tiempo para hacer cosas juntas, como ir de compras o ver pelis y series cursis, mientras compartíamos mantita y sofá, y devorábamos sus famosos rollitos de canela.

Pero en estas fiestas todo ha sido distinto. Empezando por los rollitos de canela: mi madre decidió encargárselos a la abuela de Pol. Y aunque estaban deliciosos, con el punto justo de canela y azúcar, tan tiernos que te hacían suspirar entre bocado y bocado… ¡No eran los tuyos, mamá! ¿Me puedes explicar qué tienen de especial nuestros rollitos si no los haces tú?

Cuando se lo pregunté me soltó un discursito sobre adaptarse a los cambios y abrirse a nuevas tradiciones.

Se refería a Max, claro.

Pero yo no quiero que las cosas cambien.

Quiero que todo vuelva a ser como antes. Como cuando mi madre no tenía novio. Y, lógicamente, ese novio inexistente no tenía un hijo odioso, empeñado en hacerme la vida imposible.

Lo sé. No sabíais que Max tuviera un hijo.

Yo tampoco.

Y aunque según mi madre ha sido un inesperado

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«regalo navideño», os puedo asegurar que Adri es cualquier cosa menos un «regalo».

Pero eso os lo cuento luego.

Ahora estoy esperando a Pol, en nuestra esquina de siempre, junto a la farola. Hoy empiezan de nuevo las clases en el Universal y hemos quedado para ir juntos.

Aunque somos vecinos, apenas nos hemos visto desde el día de Navidad, cuando comimos todos en mi casa. Creo que ha estado muy ocupado con su madre. Los he visto varias veces, desde mi ventana, entrar y salir de su casa. Después de haber pasado tantos años separados, imagino que necesitaban ponerse al día.

Veo cómo Pol se acerca a mí con paso sigiloso mientras me sonríe. Cuando me alcanza, mira algo nervioso en dirección a su puerta y me obliga a acelerar el paso, como si estuviéramos huyendo de algo.

—Yo también me alegro de verte —le digo cuando me agarra del brazo y me impulsa a ir más rápido, sin tan siquiera saludarme.

Él sigue caminando deprisa hasta que doblamos la esquina. Luego se gira hacia mí y se disculpa:

—Perdona, Luna, es que no quería que mi madre me viera.

Ya no hay nieve en la calle, pero sigue haciendo mucho frío, y nuestro aliento se transforma en humo cada vez que hablamos.

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—¿No querías que tu madre te viera conmigo? —le pregunto sorprendida.

Él me mira extrañado durante un segundo, como si no comprendiera mi pregunta.

—¡Claro que no! No quería que me viera a mí. Ahora soy yo quien no entiende nada.

—¡Mi madre quería venir al Universal! Conmigo. Empiezo a entender.

Ningún chico de tercero dejaría que su madre lo acompañara al instituto.

—Mi madre es genial —se excusa—, y me encanta que haya vuelto y todo eso. La quiero mucho…, pero ¡no todo el rato! No sabes lo que es tener a tu madre pegada a ti siempre.

No, no lo sé. Al menos, no últimamente.

—El otro día quiso que fuéramos a patinar, a PlanZ. He oído hablar de PlanZ. Sé que es un sitio guay, a las afueras de la ciudad, con bolera, recreativos y pista de patinaje, donde queda mucha gente del insti… Me lo contó Olivia. Aunque ninguna de las dos hemos ido allí todavía.

—Se empeñó en que patináramos juntos —continúa Pol—. Me llamó «mi chiquitín» y me dio un beso en mitad de la pista. ¿Te lo puedes creer?

Tengo que hacer un esfuerzo para no soltar una carcajada.

—Espero que no te viera mucha gente.

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—Mucha no, TODA. El Universal al completo estaba allí.

Ahora sí me río.

Y él conmigo.

Pol es un chico guay.

Tan guay como para ir con su madre a PlanZ y dejar que lo bese en mitad de la pista. Me encanta que seamos amigos. Y que las cosas estén ahora claras entre nosotros. No voy a negar que todavía siento algo cuando me mira y me sonríe, porque me gusta como es y porque es guapo que te mueres. Pero, para ser sincera, no es en él en quien he pensado mucho estas Navidades, sino en Bruno. Y en el beso que compartimos el día de la función. Y ahora que estoy a punto de verlo en clase, empiezo a ponerme nerviosa. ¿Qué nos diremos

cuándo nos veamos? ¿Y después?

Sé que ha pasado estas fiestas con sus padres en Finlandia, visitando Laponia y la casa de Santa Claus, entre Auroras Boreales y excursiones con raquetas y motos de nieve. Me lo dijo él mismo justo antes de salir de viaje. Parecía feliz. Y no me extraña. Después de la aparición estelar de su padre, el día de la función, cuando se le declaró a su madre delante de todo el Universal, su familia vuelve a estar unida.

—Por cierto, también estaban Olivia y Greta —dice ahora Pol, sin dejar de caminar.

Mi mente regresa a la conversación, y siento un pe-

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llizquito de celos en el estómago al entender lo que eso significa. Mi mejor amiga no solo ha pasado de mí estas fiestas, sino que ha quedado con Greta, para ir a un sitio guay al que se suponía que teníamos que ir juntas.

—¿En PlanZ? —pregunto, aunque sé la respuesta.

—Sí.

Supongo que mi cara refleja mi decepción, porque rápidamente añade:

—Igual se encontraron allí por casualidad. Me convenzo de que pudo ser así para no sentirme peor.

—A mí también me invitaron —miento—, pero no pude ir porque tenía otros planes. Ya sabes, con mi madre, Max y…

El nombre de Adri se me queda atascado en la garganta.

—Adri. —Él acaba mi frase y me mira divertido al ver cómo pongo los ojos en blanco—. ¿Qué tal van las cosas con tu hermanastro?

¿Hermanastro?

—No digas eso ni de broma.

Ahora es él quien hace un esfuerzo por no reírse.

—El día de Navidad, en tu casa… me pareció que pasaba algo raro entre vosotros.

«Algo raro» define bastante bien nuestra «relación».

Quiero contarle a Pol lo que ocurre entre Adri y yo, pero ya estamos casi llegando al Universal, y necesito

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tiempo para explicárselo con calma. ¿Por qué será que solo con pensar en él ya me pongo de mal humor?

—No nos caemos bien —resumo de momento.

Para explicárselo bien a Pol, tendría que empezar por el momento en que Adri y yo nos conocimos, dos días antes de Navidad, cuando Max se presentó en casa, con un enorme árbol que parecía caminar solo. Me di cuenta de que había un chico detrás cuando fui a cerrar la puerta y oí un grito tras las ramas.

Yo también grité. Por el susto.

Su grito, en cambio, fue de dolor. Creo que le pillé dos dedos con la puerta y le hice bastante daño… Aunque me disculpé en seguida, el chico del árbol me fulminó con la mirada.

No me importó mucho. Pensé que Max le daría una propina, por haberlo ayudado a cargar con ese enorme abeto, y ya no volvería a verlo más. Me equivoqué.

—Luna, este es Adri… Mi hijo —me dijo Max frotándose el pelo—. Tu madre y yo tenemos que hacer algunas compras, y hemos pensado que estaría bien que vosotros dos decorarais el árbol juntos… ¿Qué te parece?

Mal.

¿Mi madre sabía que Max tenía un hijo y no me lo había dicho? ¿Y a qué venía traerlo a casa para que nos hiciéramos amiguitos? ¿No había quedado claro que yo elegía a mis propios amigos, mamá?

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—Bien… Supongo —dije finalmente a Max.

La expresión de fastidio de Adri me confirmó que decorar el árbol conmigo tampoco era un planazo para él.

Mi madre apareció en ese momento con la enorme caja de adornos navideños, que ella y yo, juntas, abrimos cada año para decorar nuestro árbol. Otra de nuestras tradiciones traicionada.

Aunque no dije nada, mi madre interpretó mi mirada de hija borde a la perfección, y me pidió que la acompañara un momento a la cocina para tener una de esas charlas «de madre a hija».

Quería decirle muchas cosas, pero estaba enfadada, así que me limité a mirarla en silencio, con los labios apretados.

—¿No te parece genial que Max tenga un hijo solo un año mayor que tú?

—No.

—¡Venga, ya!, es el regalo que querías.

—No recuerdo haberte pedido un hermanito desde que tenía cuatro años —dije en el tono más impertinente que fui capaz de pronunciar.

Mi madre soltó una carcajada que hizo que me enfureciese todavía más.

—Justo ayer te quejabas de que te sentías sola.

Sí, mamá, porque últimamente siempre estás con Max, o hablando de Max, y parece que se te ha olvidado que tienes una hija.

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—¿De verdad, mamá?

—Max me gusta mucho, Luna —continuó mi madre, con voz lastimera—. Y Adri acaba de llegar… No conoce a nadie aquí. ¿No podrías ser simplemente amable con él?

Mi madre me explicó brevemente que el hijo de Max había vivido hasta el momento con su madre, en otra ciudad, y que ahora se instalaría con su padre durante una temporada.

—Tú sabes lo que es llegar a un sitio nuevo y no conocer a nadie…

Mi madre tenía razón, como siempre.

Tras un largo suspiro de resignación, salí al salón con el propósito de pasar la tarde con aquel chico y hacer que se sintiese un poco menos solo. Yo había estado en su lugar tres meses atrás, antes de que Pol, Bruno y Olivia fueran mis amigos.

Quizás podía intentarlo con Adri…

—Es un árbol bonito —le dije cuando mi madre y Max se fueron por fin y yo me dispuse a abrir la caja de los adornos.

Él seguía de pie, junto a la puerta, con los brazos cruzados y el abrigo puesto, aunque la chimenea del salón estaba encendida, como si no pensara quedarse mucho rato.

—Es una mierda de árbol.

Su tono de fastidio me dejó claro que no bromeaba.

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—Y no pienso ayudarte a llenarlo con toda esa porquería.

¿Pero qué le pasaba a ese chico?

—¡No son porquerías!

Nos miramos durante un segundo y pude sentir su rabia y su enfado, y cómo yo misma me contagiaba de su emoción con solo mirarlo. Creo que lo que sucedió en aquel momento fue algo así como un flechazo, pero a la inversa, un «odio a primera vista» o un instahate, si es que esa palabra existe. Nunca antes me había pasado algo así con nadie.

Adri se acercó a la caja y sacó mi adorno favorito. Es un pingüino que lleva gafas de sol y un gorro de Papá Noel. Está descolorido y le falta un trozo de pico, porque de pequeña me gustaba mordisquearlo, pero me encanta porque fue el primero. Me lo compró mi abuela en un mercadillo navideño cuando tenía dos años. Después, mi madre y yo continuamos la tradición de ir incorporando un adorno nuevo cada año, hasta lograr una colección muy variada: desde delicadas bolas de cristal, hasta muñecos de plástico del bazar chino. La magia se produce cuando, al encender las luces, cada pieza cobra un sentido y todo parece ocupar el lugar que le corresponde.

—¿De verdad? —me preguntó mientras hacía girar al pingüino entre sus dedos—. Pues este lo disimula muy bien. ¡Es horrible!

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