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El hablador y el cojo GUILLERMO SHERIDAN

Este libro recoge –corregidos y aumentados– comentarios que aparecieron en el periódico El Universal de la Ciudad de México entre 2018 y 2020

Para Pilar Climent, Graciela Iturbide, María y Tolita Figueroa, Paulina Lavista, Rosalba Garza, Ana Terán, Susana e Inés Echevarría, Tatiana Bay, Celia Chávez, Olbeth Hansberg, Paulette Dieterlen, Juana Kuri, Leticia Clouthier y Amaya Ducru Ángelas guardianas, dulces compañías

ÍNDICE El hablador… I Botellas al mar Fábulas de sopa 15 La contraseña asesina 18 Una travesía nocturna 21 Mi primer muerto: ¿Y ? 23 Titubeó el titiritero 25 La mota que no era para mí 27 Colchón de doble raya 29 Los museos íntimos 31 Desoxirribunocleicizado 33 Un viaje a la semisemilla 35 Aventuras en el registro civil 37 Una novelita policiaca 39 Donde se propone una comisión especial 43 Encabronados 45 Lambisconería y anexas 47 Chafa FIFA 49 Tres poetas van al futbol 51 El bochornoso “puto” 53 II Pasiones chilangas Los ríos fantasmas 57 Escucha, hermano: hay tamales oaxaqueños 59 Esmog a la mexicana 61 Encomio de la rueda de la fortuna 62 Pequeño terrorismo ilustrado 64

¿Por qué tiembla? 66 Sismos a destiempo 69 Muertos sin chiste 71 Teoría de las luces direccionales 72 El ruido de una patria espeluznante 74 Perdido en las vacaciones 76 Un mes de basura 78 Setecientas cincuenta toneladas de “excretas” 80 Reapariciones aztecas 82 D. H. Lawrence (una charla opti/pesimista) 85 ¿Cómo nos llamamos los chilangos? 87 III Lecturas accidentales La muerte le avisa a uno 93 La hija inglesa de Moctezuma 96 Otros moctezumas europeos 98 Unos mexicanos de Jules Verne 107 El eclipse como control social 109 Salvador Dalí: su ADN y los huevos 111 Salomón y el soldado desconocido de la Selva 113 Anita y Jung en la Fontana 115 Miss Miller y el Popocatépetl 117 Coco: un más allá muy nuestro 121 El enigma y el árbol 125 Pandemia: los virus del padre Kircher 127 Ascos políticos seculares 129 IV El sonido y la feria Julián Carrillo salva a la música occidental 133 AMLO nos declara “lo mejor del mundo” 135 Armando Manzanero: somos obvios 137 El Quijote, sus crímenes y la nalga 139 Sor Juana® (marca registrada) 144 Contra ISIS (y en favor de Isis) 146 El problema de la lectura 151

El arte conceptual contra los octogenarios estallantes 164 Pichardo: su poesía 167 Sokaleando a Sokal 171 El Che Guevara: la máquina de matar bonita 173 V Santos y Funeralespecadoresdeuna mosca 177 Sentarse en la calabaza 179 Contra una sirena nacional 182 Me da uno de costilla de favor 184 Llega y se va la Virgen 186 Viaje alrededor de la concha 188 Las bestias del pesebre 193 Santitos a la vuelta de la esquina 195 Un paseo cerca de san Cosme 197 Santa Lucía: hay unos ojos 200 El inferno tan temido 202 No perder la cabeza 205 El papa llamado Francisco 207 Historia de un perdón 209 Nostalgia de las sectas 213 VI GenteGerardonormalDeniz: el misterioso poema 217 Octavio Paz poniéndose hasta atrás 219 Un día en la Ida 221 Ramón Xirau y el mirlo 223 Gabriel Zaid, aparte 226 Alma sola: Juan José Gurrola 227 Un brindis por Fernando del Paso 229 Escenas con Monsiváis 231 El silencioso Orozco 233 Pedro Friedeberg y el pavimento de cajeta 235 Brian Nissen: marca de agua 236 Graciela Iturbide: bien de ojo 238

Alejandro Magallanes: cartógrafo del caos 240 Luis Barragán: el artista como bisutería 243 … Y el cojo VII Teoría y práctica del conficto sexual La actual Dorotea futura 249 Huémac, su hija y cuatro palmos de nalgas 251 Mark Twain: el onanismo es un humanismo 255 El macho y la concubina 256 Una remota guerra de los sexos 259 La delgada línea de vello 262 Irse de risa (venirse aullando) 264 Príapo bendice a Goethe 266 Bajo la mitra: hendeduras antiguas 268 La vulva misteriosa 274 Los nombres del huevo 278 Lo que es el huevo en sí 280 Los lugartenientes del carajo vs. del dildo 282 Algunos problemas de la verga 284 Dos novelas erectas 297

EL HABLADOR…

¿Quién le pone el cascabel al gato?

Andaba la cigarra echando desmadre cuando pasó junto a ella una hormiga cargando un elote. “Vente a echar desmadre –le dijo la cigarra–, ¿adónde llevas ese pinche elote?”. “Es que me preparo para el invierno –contestó la hormiga–, y tú deberías hacer lo mismo”. Y la cigarra dijo: “Lo que es a mí, el pinche invierno me anda valiendo”. Cuando llegó el invierno la cigarra invadió el hormiguero, se madreó a las hormigas, les expropió los elotes y se pasó el invierno echando desmadre.Moraleja: hay que aumentar la producción de hormigas.

L

os ratones hicieron una asamblea popular porque estaban har tos de que el pinche gato se los comiera. Dijeron discursos y crearon un Frente Revolucionario y gritaron “los ratones uni dos jamás serán vencidos”, etcétera. Luego, un ratón astuto propuso ponerle un cascabel al gato para saber cuando se acercara. Todos lo ovacionaron.

15 I BOTELLAS AL MAR FÁBULAS DE SOPA

Pero otro ratón, con fama de sabio, dijo: “¿Y quién va a ser el guapo que le ponga el cascabel al gato?”. Los ratones se de primieron bastante cuando cayeron en la cuenta de que no existía ese guapo, así que agarraron al ratón con fama de sabio y lo lincharon y a laMoraleja:chingada.si eres ratón no seas sabio. La hormiga y la cigarra

Moraleja: los cuadros de Orozco tienen más plusvalía que los de Siqueiros.

16 EL HABLADOR Y EL COJO

Las ranas que querían un rey

Las ranas vivían en su pantano atascándose de mosquitos y eructando y cogiendo y cantando “¡Mi pantano es chinampa en un valle escondido!” y así. Un día, unas ranas con visión de futuro dijeron que necesi taban un Gran Líder que refundara el pantano. Entonces le pidieron a la Virgen de Guadalupe que les mandara un Gran Líder. Luego de mucho pensarlo, la Virgen les aventó un tronco que cayó en medio del pantano. Las ranas se impresionaron bastante, pero luego se dieron cuenta de que el Gran Líder solo era un pinche tronco y dijeron: “¡Éjele!”.

Una señorita compró leche en el establo y llenó su cántaro y luego fue a venderla al mercado. “Con lo que me den por la leche compro una gallinita que pondrá huevos; con lo que me den por los huevos compro un marranito; con la venta del marranito compro una pistola y secuestro al dueño del establo; con el rescate compro un AK-47 y asalto el banco; con lo que robe en el banco compro droga y la expor to a California, y seré muy rica y me harán un corrido y me compro un pinche cuadro de Siqueiros”. Y así le hizo y es feliz.

Las ranas se incomodaron y fueron a presentarle un recurso de inconformidad a la Virgen. Entonces la Virgen mandó una garza con visión de futuro que se comió a todas las ranas, empezando por las que tenían visión de futuro. Moraleja: la Virgen no maneja lo que es el futuro. La lechera y su cántaro

La burra, el borrego y el león

La burra, que era la lideresa del sindicato de burros, y el borrego, que era el gerente de su rebaño, hicieron un pacto de protección mutua.

Un día que andaban organizando unas elecciones se toparon con el pinche león. Cuando iba a atacarlos, la burra propuso una moción de orden y le dijo en secreto al león: “Te entrego al borrego y apoyo tu candidatura a rey”. “Ya rugiste”, rugió el león. Entonces la burra le dijo al borrego que se escondiera en un pozo, y luego llevó al león al pozo y le dijo “Órale, mi león”. El león se echó al pozo y mientras se comía al borrego la burra fue por su sindicato y fueron y sellaron el pozo y se proclamó reina. Moraleja: hay que ingresar al sindicato. El zorro y el erizo

Un zorro iba cruzando el río muy abrumado por la injusticia y la vio lencia y el neoliberalismo y todo eso cuando lo arrastró la corriente y lo aventó contra las piedras. Pero sobrevivió y logró salir del río, aunque muy madreado y lleno de raspones y con una pata rota. Y entonces se enteró de que su hijo era nini, de que se inundó su colonia y de que no se sacó el avión presidencial. Y cuando estaba en eso llegó una nube de mosquitos legisladores a chuparle la sangre. Un asco. En eso pasó un erizo que se conmovió y se puso a espantar a los mosquitos. El zorro le pidió que no lo hiciera y el erizo le preguntó por qué. Y con testó el zorro: “Porque estos pinches mosquitos legisladores ya casi se sacian, y si los espantas tomarán su sitio unos más hambrientos”. Moraleja: no cruces ríos. El sapo y el novelista

Un sapito le dijo a su papá: “Oye, papá, vi a un gran novelista”. “¿Ah, te cae? ¿Y cómo era?”, preguntó el papá sapo. “Grandioso, con laureles en la cabeza”, respondió el sapito. “Quizá sea más grandioso que yo –dijo el sapo–, pero no tanto. Yo puedo ser igual de grandioso, ira”. Entonces el sapo comenzó a infarse y a infarse y a ganar premios. “¿Era así de grande?”, preguntó. Y el sapito contestó: “¡Ay, no, mucho más

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18 EL HABLADOR Y EL COJO grande!”.

El sapo se infó más y más y las universidades gringas dieron cursos sobre su obra y las ranas escribieron tesis sobre la recepción de su obra y su ecdótica y lo deconstruyeron y todo. “¿Así de grande?”, preguntó el sapo. “No, más grande”, contestó el sapito. Así que el sapo cogió más aire y se infó más y más y más hasta que fnalmente estalló, que era justo lo que quería el sapito. Moraleja: pinche sapito hijo de la chingada. La zorra y la democracia Un día iba una zorra paseándose por el bosque cuando vio una demo cracia colgando de una rama. “¡Ah, qué rica se ve esa pinche democra cia! –dijo la zorra–, justo lo que necesito para mi sed de justicia”. En tonces brincó para alcanzar la democracia y no la alcanzó. Entonces creó el Instituto Federal Democrático (IFD) y se trepó a él, pero siguió sin alcanzarla. Y luego creó el Tribunal Federal Democrático (TFD) y lo puso arriba del IFD y se los trepó encima, pero tampoco la alcanzó. Entonces creó la Comisión de Procedimientos Democráticos (CPD) y la puso encima del IFD y del TFD, pero siguió sin alcanzarla y en fn. La cosa es que hasta la fecha ahí sigue la pinche zorra, brinque y brinque.Moraleja: no hay moraleja. LA CONTRASEÑA ASESINA ¿Cómo era antes una contraseña? Así: Ábrete, sésamo. Fácil. Ahora es Xpp4¿Zhit^^w@. ¿La tecnología facilita la vida? No, y en las contrase ñas está la prueba: son una de las muchas demostraciones de que lo único que realmente progresa es la crueldad humana. Una página de la internet pone en línea esta pregunta: “¿Le han robado a usted su contraseña?”. La categoría de los paranoides que además son tontos (esas nulidades patéticas) pensamos de inmedia to que seguramente alguien se robó nuestra contraseña, mascullamos

Las contraseñas son a las computadoras lo que a los automovilistas es el auto cerrado y con las llaves adentro: un involuntario harakiri. La gente tonta, paranoica y perezosa tiende a la manufactura de contraseñas con idénticas virtudes. Hace décadas, cuando debuté como usuario en la gaseosa cibernesia y tuve que inventar la primera, luego de pensarlo mucho logré guillermo, sintiéndome muy ufano.

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Ya que está uno sufcientemente aterrado, la página 1) recomienda conservar la calma y 2) invita a confrmar que nuestra contraseña no ha sido robada. Es bastante sencillo: basta con escribir la contraseña en una ventanita y darle enter. Hecho eso, la computadora va y explora y hace sus cosas hasta que emite un ping cristalino que signifca que tenemos suerte y que esa contraseña que acabamos de escribir no ha sido robada por… AhíChin.es cuando hay que proceder a prescindir de los servicios de esa contraseña, con mucha pena, tan amigable y de buen trato que era, amén de bien aferrada a la memoria, y enviarla al basurero de contraseñas: un remolino en el inabarcable océano virtual donde unas mangueras gordas vierten sin parar tiritas de grafsmos y guaris mos que se sumergen en la nada gritando Gollum69, KarlaMeAma o cosmosJarocho#.

Pero ¿qué es lo que ocurre cuando se quiere cambiar la con traseña? Que la computadora pide la contraseña que permite ingresar a la zona donde se cambian contraseñas. ¿Y cuál contraseña era esa? Ni idea, pero según la máquina tiene que ver con el apellido de soltera de mi madre, del que ni ella ni yo nos acordamos.

“¡ratas!” e ingresamos a la página dispuestos a librar desigual combate con esa gente cibernética descomunal y soberbia.

La página es terrorífca: entre las imágenes que muestran lo que su cede a quienes les han robado la contraseña se mira a un juez severo enviando a la cárcel a un culpable, a un cónyuge que es expulsado del hogar por una lacrimosa, a una señora que mira su estado de cuenta lleno de ceros y a un escritor que ve su obra publicada por otro.

Luego viene lo peor: urdir una nueva contraseña, tan inaudita, fres ca y virginal que nadie se la haya robado todavía y nadie la pueda presentir.

El arte de la contraseña es laboriosamente baladí pero exige una pe ricia contradictoria: asociar el caos a la efciencia. Por ejemplo: voy a tocar el teclado diez veces sin ver: ñsm7s’s’yc. Contraseña perfecta de no ser por la consecuencia, que supone memorizarla. Es imposible lograr un equilibrio adecuado entre lo inescrutable y lo memorable. Y para que sea memorable hay que anotarla en un post-it junto a la pantalla. Pero si se procede así, se pone todo en riesgo y luego hay un corte al cónyuge expulsado del hogar por lacrimosa.

Otra interrogante: ¿las contraseñas deben refejar nuestra identidad o, para disuadir atacantes, ser lo más opuesto a ella? Porque el que se ufana de ser miembro de alguna izquierda unida y pone de contraseña 18Brumario no va a durar mucho, pero si la usa un reaccionario, se hace un poco más secreta. A fn de cuentas, la contraseña es el escrito más importante en la vida de todos, siempre y cuando se conserve inédito.

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Este hardware se conecta a la computadora, luego el usuario lo pone cerca de su ojo, el aparato analiza el iris y lo digitaliza y listo. De ahí en adelante, cada vez que alguien exija contraseña basta con po nerse el aparato en el ojo y el aparato comprueba que yo soy yo y que mi casa es ya mi casa. Y lo único que hay que memorizar es cuál de los ojos es el bueno.

Como mi tutor me dijo que no, que debía personalizarla, la cambié por soyguillermo. Tampoco: para que fuese buena, la contraseña de bía ser YO72gui=lle?%-rmo. Obedecí, y al día siguiente tuve que abrir una nueva cuenta.

La buena noticia es que ya alguien inventó un aparato que sustituye a las contraseñas. Se llama Miris o algo así. Parece un pequeño ovni.

Octavio Paz famosamente dijo que el santo y seña de los mexicanos es “La chingada”. Me pregunto cuánta gente mexicana se quita de líos recurriendo a ese ábrete sésamo. Hay que reconocer que es relati vamente fácil de memorizar. Y sirve igual para las preguntas confrmatorias: ¿nombre de la tía? La chingada. ¿Mi primer coche? La chin gada. Lo que me lleva a preguntarme, ¿cuáles serían las contraseñas de los grandes escritores? Shakespeare, ¿habría puesto Tobeornottobe? Proust, seguro, habría elegido madeleine. Y la de Freud, edipito: contra seña y lapsus linguae a la vez.

21 BOTELLAS AL MAR UNA TRAVESÍA NOCTURNA

(La cantidad de luces nocturnas de la casa son como las ciudades que se mi ran desde los aviones: centinelas alertas y aburridas, estrellitas domésticas, quietas luciérnagas suplentes. Mi memoria le da enter a la veladora que, en su va sito rojo, alumbraba al Jesús que mostraba el corazón en la casa genealógica).

Porque la discordia inicia, como siempre, en el lenguaje. En esta es quina sueño, palabra tan azul y fotante; y en esta otra, vejiga, con su relente de manteca, una palabra con pujido, tan malencarada como ri ñón, su aliado en los sabotajes a mi sueño, ballena blanca con el lomo lleno de arpones.

(En el primero de los Himnos, Novalis canta lo imposible que es para nadie resistirse en la noche al amor de las felices luces “con sus colores, rayos y ondu laciones; con su gentil omnipresencia”).

Es humillante poseer una vejiga. Qué asco. Ahí escondida en su caverna, Hefestos del cuerpo, mascullando maldiciones y exigiendo

Avanzo a tientas, con el alma confundida entre el sueño moroso y la súbita vigilia mingitoria. Tropiezo con la tortuga de la pantufa, busco en la sombra la evasiva perilla. Con mi control remoto onírico procuro darle pause al sueño agradable en que me hallaba, en vano: se me ade lanta el delete y me quedo con apenas los jirones. (Entro al baño. El cepillo de los dientes eléctricos, que recarga baterías para los combates de mañana, me hipnotiza con su monóculo verde mientras meo).

Recorro en la noche la vereda titubeante que conduce al inodoro.

Me choca perder mi sueño sin poder meter las manos, atareadas ahora en disparar el chorro tartamudo, con mínima puntería, hacia el blanco de porcelana. Menos mal que no me quemo “orinando alrededor de un gemido”, verso que arrastro desde la adolescencia y que no tardará en cumplir su vaticinio. ¡Mi pobre sueño, que tanto me costó merecer, perdido para siempre! Años de engordar mi inconsciencia, de cohabi tar con mi superyó y de procesar fantasías para que acabe deshilvanado por la vejiga tirana, mandamás de la noche.

respeto. Tan frágiles y deletéreas las palabras del ámbito soñador como toscas y rasposas las de su adversario: circadiano, oniros e his tamina versus úrico, uretra y peritoneo. ¿Habrá un clasismo semántico que se ensaña con el cuerpo del sur? Sabe que la aborrezco, la estúpida vejiga vejatoria, y más en el umbral de la vejez, y se venga de los muchos años en que logré ignorarla. (Ahora veo fosfenos por todos lados. La curiosidad me hace volver a la cama acometiendo una Odisea, inventariando cíclopes eléctricos y Circes con volta je. Hay un frmamento de mercurio, un océano lleno de pececitos LED y un bosque de destellos de colores y números y letras. Supongo que ponerle luces a cualquier adminículo, explotando los remanentes cavernícolas de la devoción a lo brillante, aumenta su atractivo comercial. Pulula de farolitos que alumbran apenas: parpadean las computadoras sus blancos ojos. Los teléfo nos chupan protones colorados. El kindle y la tableta tienen sus semáforos en verde. El horno de microondas grita que son las 3:17, lo mismo que la estufa, con sus números digitales segmentados. La televisión me mira con su ciego ojo cuadrado y su ansiosa pupila roja. El módem es un ábaco insomne. La panta lla azul cobalto del sistema de seguridad inquiere si necesito una ambulancia. El aparato de sonido tiene una esquela fúnebre que anuncia su muerte a los 2:09 minutos del quinto track del CD 4. Cuento diecisiete luces: el electrocar diograma de la casa viva). Por fn vuelvo a Ítaca. Me asomo al cuarto de Telémaco y el sensor de su robot escupe un lumen. Más luces en el nuestro: el teléfono felizmente amordazado y el reloj que parpadea 3:19 a. m. Al trepar a la cama tropiezo otra vez con la pantufa, me sobresalto y despierto a Penélope. Me alegra que sus ojos luminosos no tengan luces. Ahora es ella quien se levanta. Son las 3:19. Viene otro verso, pero ahora propicio:[…]oírte orinar, en la obscuridad, en el fondo de la casa, como ver tiendo una miel delgada, trémula, argentina, obstinada […] ¿Qué demonios estaba soñando?

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Había entrado al Hospital Civil en Monterrey, el “Gonzalitos”: una caverna geométrica en la que rebotaban gritos autoritarios o adolo ridos que amplifcaban la penumbra y el calor espeso. Me perdí entre la marejada de enfermos y parientes, médicos y enfermeras; entre el tráfco de camillas y sillas de ruedas, hasta encontrar el letrero de “ INFORMES”. Más armado de resignación que de valor, enderecé hacia allí procurando ocultar el carácter clandestino de mi epopeya.

Y es que a mi madre, a quien no le bastaban sus diez hijos propios, le daba por ser voluntaria de los ajenos. Junto a una decena de señoras –todas extran jeras, por cierto–, acudía semanal con su bata rosa al pabellón pediátrico y atendía a niños averiados, sobre todo por quemaduras, y ayudaba a curarlos, o les llevaba el juguete, los lavaba y les cortaba el pelo, les contaba cuentos y luego regresaba a la casa llore y llore.

Tres mujeres se apertrechaban tras el mostrador. Cuando llegó mi turno, de acuerdo con mis instrucciones, dije la clave sigilosamente: “Busco a Virgilio Morán”. Las mujeres me miraron con huraña picardía. Manchada de varicela, la primera se lamió coquetamente la den tadura; la otra, muy gorda y con una melena peroxidada, masticó la risita irónica; la última, con cara de loba, me pidió mis papeles, que se reducían a un sobre dentro del que había un billete intermediario.

MI PRIMER MUERTO: ¿Y?

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Mi primer muerto era una bolsa amoratada sobre la plancha de la mor gue, la cabeza desvencijada y una enorme y griega que lo zurcía desde las clavículas hasta el bajo vientre. Desde mis dieciséis años, ese despo jo tiene derecho de piso en mi memoria.

La loba lo husmeó, cogió el teléfono y ladró: “Aquí buscan a Virgilio”. Luego me señaló una columna y dijo: “Esperatiai”.

Y sucedió en ese tiempo que descubrieron que a una hermanita mía –de la que podría haberse dicho aquello de Amado Nervo, “tan rubia es la niña que / cuando hay sol no se la ve”– le descubrieron que no le funcionaba la pituitaria y no crecería comilfó. Y como aún no existían las hormonas sintéticas, resultó que se necesitaban glándulas humanas frescas para convertirlas en sustancia inyectable. Y podéis creerme: la pituitaria fresca no es algo que se consiga en cualquier parte…

Los ojos rojizos de Cuarón me evaluaron con hartazgo: “¿Tonseres hijue doña Teresita?”, dijo. “Sí –le contesté–, ella no pudo venir”. Lo seguí casi a tientas hasta una puerta negra, junto a la que había un vie jo escritorio. Tenía en la superfcie un plato de peltre untado de fdeos, un vaso de plástico y unas tortillas resignadas. De uno de sus cajones sacó un llavero con una sola llave. Y es que un hermano de mi madre, que era médico en Chicago, consiguió que la niña formase parte de una investigación dedicada a su problema, pero se necesitaban pituitarias para extraerles la hormona y era difícil conseguirlas, y más en Estados Unidos, así que todo dependía de…

Pues mi madre habló con el director del Gonzalitos, muy amable, y como era ahí que se hacían las autopsias y se daban las lecciones de anatomía de la facultad de medicina, y como entonces no había donación de órganos y no había ni leyes ni nada y, sobre todo, como extraer la pituitaria del cráneo no es difícil, y menos si se hace así a la mexicana, mi madre le contó al direc tor el asunto de mi hermanita y le preguntó si no habría modo de…

Esperé junto a la columna un largo rato, mirando la romería de humanidad castigada. Me sacó de mi sopor de verano y sueño un hom bre que apareció junto a mí, tan callado que dudé si estaba vivo: “¿Es usted Virgilio…?”. Asintió con gesto triste y con un gesto me ordenó que lo siguiera. Ante una puerta que decía “PROHIBIDO EL PASO” me hizo valer ante la encargada vigilante: “Doña Esperanza –dijo–, deje pasar a este joven, que va con el señor Cuarón”. Y luego se fue.

Cuarón abrió la puerta negra y me hizo entrar a un cuarto iluminado apenas por la luz temblorosa de unos focos tricolores en un altarci to a la Virgen de Guadalupe. Entonces prendió una luz potente que

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La señora Esperanza dijo: “Sigueteste corredor y bajas las escaleras, onde veas que siacaban aitesperas”. Y bajé y bajé hasta llegar a un pa sillo anegado por una horrible agua opaca. No tardó en manifestarse el tal Cuarón, viejo y correoso, sin camisa y con los pies metidos en unas botas de hule. Su voz de latón rebotó en el laberinto: “Éngasi poracá”. Crucé con náuseas la laguna. Las paredes amarillentas se descarapela ban bajo un solitario tubo fuorescente. La temperatura había bajado una decena de centígrados. Un olor cuajado de grasa y desinfectante, sólido como una manta, lo cubría todo.

del desmayo estaba en el suelo. Salí arrastrándome, con los ojos cerrados. El viejo Cuarón se atareaba con su plato de fdeos. Repitió su sonrisa de navaja, extendió la mano y, algo repuesto, le di el sobre adecuado. Envolvió el frasquito con papel periódico y al dár melo me dijo: “Cuando salgas ya no voltiés patrás”. ¿Y? TITUBEÓ EL TITIRITERO

Pues bien: la correría la propició mi profesor Huberto Batis, que me había diagnosticado ingenuidad. El remedio que propuso era peregrinar hacia lo que flológicamente llamó un encueradero, lo que a su juicio bastaría para craquelar mi moral provinciana y me haría comprender mejor la poesía de Baudelaire.

Hicimos fla mientras la chicharra del gas neón tomaba fotos verdes y rojas. Pasada la taquilla, salvamos la adversidad de mi edad inadecuada con un par de billetes que me envejecieron un par de años e ingresamos por fn al más allá. Con algo de bodega y gallinero, atisbé entre la humareda a un centenar de caballeros ávidos de iniciación espiritual. Silenciosos en los precarios tablones, en una atmósfera

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Que se llamase “El Inferno”, “El Purgatorio” o “El Paraíso” carece de importancia: su mercancía era adecuada para los tres mundos: un bur lesque que le habrá parecido a la plural clientela celestial, o infernal o purgatorial, o todas a la vez.

¿Deberé agregar –como López Velarde– que yo era muchacho y conocía la o por lo redondo? No voy a estorbar con obviedades: digamos que ocurrió por el año setenta, en tiempos en que la piel en general aún era clandestina y aún tenían sentido la rima y olfato.

iluminó la morgue y ahí sobre la plancha, “donde la ciencia sus límites ensancha”, miré a mi primer muerto con su Y escrita con bisturí en el Cuandopecho.salí

El sitio aquel se ubicaba en un callejón pringoso del centro de la ciu dad. (No voy a detenerme describiendo el farol opaco ni el hediondo arroyo). El nombre se me escapa, pero emparentaba con el más allá.

reverencial casi religiosa, aguardamos a que el velo se levantara para atestiguar el desfle de diosas accesibles.

El espectáculo consistía en un desfle de señoras que se iban alter nando el escenario y se zangoloteaban con variable entusiasmo, des pojándose de sus ropajes hasta quedar en las tres prendas que, en aquel tiempo, autorizaba el largo brazo de la ley: la braguita rutilante y en la punta de cada teta la llamada “pezonera”: un gorrito de diamantina con tiritas que, si se lograba hacer girar en sentidos opuestos, como unos molinos antagonistas, ameritaban posgrado en burlesque y ova ción summa cum laude.

Bismuto y Antimonio entonaron un jazz más maullado que melifuo, el titiritero levantó sus crucetas y la muñeca se irguió airosamente, como se habrá erguido Eva al escapar de la cárcel de huesos de Adán.

Sucedió entonces que entre los vitoreados estriptís frescamente en tró a escena un atildado cuyo género masculino bastó para suscitar el rechazo del respetable. Traía una maleta de la que procedió a extraer a una exótica de un metro de altura y curvilínea como un diábolo.

¿Por qué? Una ira tajante contra el titiritero tirano: cada vez que la

Vestida de largo en rojo elegante, la marioneta comenzó unos conto neos algo neoyorquinos y se despojó ella solita de la primera prenda, con una pericia que nada le envidiaba a las humanas precedentes. La maestría del señor humano que movía los hilos era tan encomiable como la de la pequeña mujer hechiza.

El público, estupefacto al principio, comenzó a enojarse. Y mucho.

Un ensamble de dos virtuosos, Bismuto en los tambores y Anti monio en la trompeta, atacaron una fanfarria de latón asmático. Se corrió el telón y reveló un más o menos Olimpo de cartulina. El maestro de ceremonias, metido en un frac con demasiada experiencia, ofreció la bienvenida a ese que llamó “el templo de Venus”. Lue go de advertir que la noche sería inolvidable, dio por iniciado el espectáculo y ordenó al refector evidenciar a la primera artista de la noche: una simbiosis de volován y duquesa que arremetió un tre pidante chachachá. (Pero tampoco voy a molestar describiendo los vestuarios, ni las nalgas jamonas, ni los muslos de galantina entre las prótesis de los ligueros).

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No sé qué ocurrió, pero no voy a convocar a Pirandello ni masticaré teorías sobre el fetiche o los sospechosos aunque atávicos contratos entre la imaginación y la realidad, ni denunciaré sexismo (palabra que, por otro lado, aún no existía) ni tampoco habré de referirme a cómo aquel facsimilar de eterno femenino, pequeña golem curvácea, merecía más deferencia que sus carnalas carnales.

No sé qué ocurrió: algún conficto en la supercarretera neurológica, o un bloqueo de células descontentas en la retorta sináptica, o un temperamental triquitraque en la psique nebulosa; en fn, no lo sé, pero algo hubo que me impidió fumar mota como la gente decente.

LA MOTA QUE NO ERA PARA MÍ

Entre los gritos y los proyectiles, el maestro de ceremonias entró por fn al quite y le forzó el mutis al titiritero. Llevaba en el rostro una pena de apóstol maltrecho y un gesto altivo de ironía mefstofélica.

Recogió el tiradero de prenditas, las echó a la maleta y caminó ha cia las bambalinas arrastrando a su desguangada marioneta. Y con su sonrisa petrifcada y sus intimidades al desgaire, la pequeña diosa se dejaba arrastrar, más que por sus hilos enredados, por las miradas inclementes de los hombres.

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muñeca se quitaba una prenda la platea enfurecía más y más, hasta que su vapor tronó en voces unánimes: “¡perverso!”, gritaban estos; “¡degenerado!”, aullaban aquellos, “¡puto!” gritaban al unísono. El artista de los hilos los ignoraba, concentrado en su coreografía suspensoria, y la pequeña Eva con su sonrisa congelada meneaba sus cur vas de esponja indiferente. No tardó en volar el naranjazo. Pero cuando cruzó el aire un zapato fscal, fnalmente titubeó el titiritero. El pueblo había hablado: quien movía los hilos abusaba de la muñeca, propietaria de un particular pudor, el mismo que el público, súbitamente moralista, le regateaba a las auténticas vedettes de carne y carne. Era obvio que el catrín había cruzado una frontera inexplicable, un muro misterioso de esos que solo aprecian los psicosociólogos audaces.

En todo eso –y las modas, y el rock, y el culto de la rebelión y las estentóreas hablas urbanas y todo lo demás de que ya dio cuenta una inabarcable literatura y una sociología fatigosa– estaba esta idea de que la mota era una suerte de ultrachamana sabelotodo a la que era menester venerar si realmente uno quería constancia de membresía en “los tiempos que están cambiando”, como berreaba Bob Dylan con su voz de espantasuegra. Yo vivía en Monterrey, que era a todas luces un callejoncito lamenta ble en la urbe de la contracultura mundial. Una pequeña pantomima de la copia chilanga que, a su vez, era un conmovedor meme de la onda que exaltaba a san Francisco o a Londres. Los afanes por hacerse de un papelito aunque fuera de extra en ese escenario peace and love no pasaron en Monterrey de una discoteca psicodélica que duró dos meses, unos pocos fecos beatles, los pantalones de campana y una tre pidante lectura colectiva del Howl de Allen Ginsberg a la que asistimos cuatro aullantes. Y fue entonces cuando un compañero apodado el Cartujo nos anun ció, no sin un previo y solemne juramento de silencio, que se hallaba en posesión de una importante mariguana. La tarde en que nos íbamos a tronar esa tal mariguana, trepamos el cerro circunvecino en el carro de un amigo ricachón que se apellidaba Cueva. Cuando llegamos hasta donde lo permitió la brecha, revisamos cuidadosamente que no hubiese nadie ni en la cercanía ni en la lejanía. Luego, el Cartujo extrajo ceremonialmente el paquetito. Extendió en el cofre del carro un pañuelo sobre el que acomodó la

28 EL HABLADOR Y EL COJO

Por destino generacional, estaba predestinado a ser un efciente consumidor de cuanto estímulo natural o artifcial se hubiere puesto en mi camino, oriundo como soy de 1950, año cintura del siglo pasado, principal vertedero de la legendaria “generación de los sesentas”, que hoy en día practica el deporte extremo de ir lentamente caducando, sin milagros mas con melancolías. En la década de los años sesenta, quienes éramos jóvenes deveras llegamos a calcular que por alguna razón inescrutable –una alineación inusitada de planetas propicios, o una hendedura en el continuum– se nos había otorgado dispensa especial y fotaríamos, forever young, en un perpetuo nirvana.

uff y no pasó nada.

29 BOTELLAS AL MAR

Lo único que pasó fue que ingresé a un asombroso proceso psíqui co-fsiológico que en la terminología científca especializada se conoce como “la voladora”. Como su nombre lo indica, la voladora consiste en la erradicación total del concepto burgués de lo que es arriba y lo que es abajo, fenómeno que acarrea como consecuencia la sensación de maromear hacia atrás y hacia adelante al mismo tiempo. No es agradable.

yerba que procedimos a mirar con respeto numinoso. Con una torpeza total –que advertí luego, cuando tuve amigos capaces de forjar un impecable churro en segundos con dos dedos– el Cartujo confeccionó dos tubitos contrahechos. Luego explicó cómo succionar muy a fondo, guardar el humo hasta que chillaran los pulmones y luego dejarlo salir haciendo ¡uuuuf! Yo estaba nervioso, pero emocionado. Pensé que la ancestral hier ba sagrada me iba a tomar de la mano y me iba a llevar a conocer la otra cara del ser, que me metería a un espectáculo sensorial opulento, que vería al lobo estepario, que iba a ver fulgurar cada hoja de cada árbol y, al mismo tiempo, el bosque (aunque no hubiera bosque) y que, en suma, las puertas de la percepción se me abrirían de una vez y para siempre.

Y fumé y aguanté la respiración como un buen buzo. Allá abajo estaba Monterrey, abajo de su colcha de aire anaranjado.

Mala onda. COLCHÓN DE DOBLE RAYA

De la bocina del carro salía una canción babosa que se llamaba “In-AGadda-Da-Vida”.Yentonceshice

Por las escaleras del edifcio unos hombres bajan laboriosamente un enorme colchón difunto. Es un colchón de los de antes, de aque llos que parecían traer puesta la piyama o que acababan de fugarse

Una sincera regurgitación, bastante psicodélica, rubricó mi llegada a la era de Acuario que, sin la menor conmiseración, me puso en la frente un letrero de rechazado.

Y sin embargo, a pesar de su fealdad, algunos poetas potentes dig nifcaron al colchón. No muchos, me temo, pocos para una conjetural Antología de la poesía acostada, con prólogo del profesor Relevante. La presidiría naturalmente Baudelaire, que parece odiarlos porque están llenos de “agujas”. Su Vampira atroz, que sabe mucho de colchones, le dice ser a tal grado “sabia en voluptuosidades” que cuando despliega sus pechos “tímidos y libertinos” sobre el colchón, los hombres se des mayan “y los ángeles mismos, vulnerables, optarían por condenarse”. Y que conste: no es ni cama ni lecho, pues si hay lujuria de por medio se llama colchón y punto. Estaría el Neruda obligatorio, el que dice que “la muerte está en los catres: en los colchones lentos”, que es exacto: la blandura es lentitud,

(Colchón: tenemos un problema. Es palabra fea, con esa brusquedad de las palabras-herramienta, golpeada por esa horrible doble o, y por ese chón de timbal, proporcional al tamaño del colchón. La palabra es lo más opuesto a la de su origen, culcita, tan dulce y femenina, esa colchoneta romana que comió de más y se convirtió en un macho bo nachón. Podría haberse quedado colchona: diosa rectangular, cuna y catafalco, hospedería de Eros y Tanatos. Es mejor en inglés y francés y alemán y holandés y catalán y en todos los idiomas que al colchón le dicen mattres y matelas y matalás, palabras paridas por la vieja matr, la sílaba sánscrita que es la madre de la gente y de las demás sílabas).

30 EL HABLADOR Y EL COJO de la cárcel. Lo llevaban en hombros, como a un guerrero peligroso. Traía las vergüenzas de fuera, pero con un gesto altanero, como de deberTuvecumplido.elimpulso de buscar a los vecinos para ofrecerles mi más sentido pésame. Es un momento secretamente temido por la gente, la muerte del colchón patriarca, luego de una prolongada agonía, rodeado de su familia y con la bendición papal. Ensayo de ataúd, cuna de borra, la familia lo observa con estupefacción idiota, rozada por un pequeño apocalipsis. Las rayas del colchón son los renglones en los que está escrita la saga familiar; es un pariente raro que se sabe todos los secretos, pero que felizmente es mudo; es el registro civil casero, un notario público que entre gemidos, ayes y zarandeos, da fe de la muerte y del parto, de la tristeza y la concupiscencia.

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