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Colchón de doble raya

yerba que procedimos a mirar con respeto numinoso. Con una torpeza total –que advertí luego, cuando tuve amigos capaces de forjar un impecable churro en segundos con dos dedos– el Cartujo confeccionó dos tubitos contrahechos. Luego explicó cómo succionar muy a fondo, guardar el humo hasta que chillaran los pulmones y luego dejarlo salir haciendo ¡uuuuf!

Yo estaba nervioso, pero emocionado. Pensé que la ancestral hierba sagrada me iba a tomar de la mano y me iba a llevar a conocer la otra cara del ser, que me metería a un espectáculo sensorial opulento, que vería al lobo estepario, que iba a ver fulgurar cada hoja de cada árbol y, al mismo tiempo, el bosque (aunque no hubiera bosque) y que, en suma, las puertas de la percepción se me abrirían de una vez y para siempre.

Y fumé y aguanté la respiración como un buen buzo.

Allá abajo estaba Monterrey, abajo de su colcha de aire anaranjado. De la bocina del carro salía una canción babosa que se llamaba “In-AGadda-Da-Vida”.

Y entonces hice uff y no pasó nada.

Lo único que pasó fue que ingresé a un asombroso proceso psíquico-fsiológico que en la terminología científca especializada se conoce como “la voladora”. Como su nombre lo indica, la voladora consiste en la erradicación total del concepto burgués de lo que es arriba y lo que es abajo, fenómeno que acarrea como consecuencia la sensación de maromear hacia atrás y hacia adelante al mismo tiempo. No es agradable. Una sincera regurgitación, bastante psicodélica, rubricó mi llegada a la era de Acuario que, sin la menor conmiseración, me puso en la frente un letrero de rechazado.

Mala onda.

COLCHÓN DE DOBLE RAYA

Por las escaleras del edifcio unos hombres bajan laboriosamente un enorme colchón difunto. Es un colchón de los de antes, de aquellos que parecían traer puesta la piyama o que acababan de fugarse

de la cárcel. Lo llevaban en hombros, como a un guerrero peligroso. Traía las vergüenzas de fuera, pero con un gesto altanero, como de deber cumplido.

Tuve el impulso de buscar a los vecinos para ofrecerles mi más sentido pésame. Es un momento secretamente temido por la gente, la muerte del colchón patriarca, luego de una prolongada agonía, rodeado de su familia y con la bendición papal. Ensayo de ataúd, cuna de borra, la familia lo observa con estupefacción idiota, rozada por un pequeño apocalipsis. Las rayas del colchón son los renglones en los que está escrita la saga familiar; es un pariente raro que se sabe todos los secretos, pero que felizmente es mudo; es el registro civil casero, un notario público que entre gemidos, ayes y zarandeos, da fe de la muerte y del parto, de la tristeza y la concupiscencia. (Colchón: tenemos un problema. Es palabra fea, con esa brusquedad de las palabras-herramienta, golpeada por esa horrible doble o, y por ese chón de timbal, proporcional al tamaño del colchón. La palabra es lo más opuesto a la de su origen, culcita, tan dulce y femenina, esa colchoneta romana que comió de más y se convirtió en un macho bonachón. Podría haberse quedado colchona: diosa rectangular, cuna y catafalco, hospedería de Eros y Tanatos. Es mejor en inglés y francés y alemán y holandés y catalán y en todos los idiomas que al colchón le dicen mattres y matelas y matalás, palabras paridas por la vieja matr, la sílaba sánscrita que es la madre de la gente y de las demás sílabas).

Y sin embargo, a pesar de su fealdad, algunos poetas potentes dignifcaron al colchón. No muchos, me temo, pocos para una conjetural Antología de la poesía acostada, con prólogo del profesor Relevante. La presidiría naturalmente Baudelaire, que parece odiarlos porque están llenos de “agujas”. Su Vampira atroz, que sabe mucho de colchones, le dice ser a tal grado “sabia en voluptuosidades” que cuando despliega sus pechos “tímidos y libertinos” sobre el colchón, los hombres se desmayan “y los ángeles mismos, vulnerables, optarían por condenarse”. Y que conste: no es ni cama ni lecho, pues si hay lujuria de por medio se llama colchón y punto.

Estaría el Neruda obligatorio, el que dice que “la muerte está en los catres: en los colchones lentos”, que es exacto: la blandura es lentitud,