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Un encuentro

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Óscar, un escritor mexicano del que nunca había oído hablar, me contactó por internet para que nos viéramos. Solo me precisó que el motivo del encuentro tenía que ver con mi padre. Me quedé intrigado, pues este había fallecido hacía más de veinte años. Nos vimos en la esquina de la rue du Temple y la rue Dupetit-Thouars. Me entregó cuatro páginas mecanografiadas que sacó de una cartera de cuero. «Tenga –‌me dijo–, he escrito este artículo basándome en los archivos de la pintora mexicana Frida Kahlo. En ellos he descubierto que su padre mantuvo una relación sentimental con la artista cuando visitó París en 1939.» Sabía que se habían conocido y que ella le había regalado un cuadro titulado El Corazón, pero mi padre nunca mencionó que hubieran tenido una relación. Hoy se considera a Frida Kahlo una de las artistas más importantes del siglo xx, es un auténtico icono en México, por lo que no podía hacer caso omiso de lo que me decía Óscar. ¿Qué ocurrió realmente entre mi padre y ella? El texto de Óscar daba algunas indicaciones sobre cómo se habían conocido los amantes, las 11

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tres semanas que habían pasado juntos y sobre unas cartas que había escrito mi padre tras la marcha de la artista. No hablo español, por lo que no lo entendía todo, pero sentía que el autor había exagerado, especulando, a partir de elementos escasos, sobre la intensidad de la relación. Lo que de verdad vivieron nadie lo sabrá nunca probablemente, no obstante parece evidente que su vínculo fue lo bastante fuerte o singular como para justificar por parte de Frida Kahlo el obsequio de una de sus obras. Volví a ver a Óscar antes de irme a México. Habíamos quedado en el café Zimmer, en la place du Châtelet. Le pregunté por qué le interesaba mi padre. Esa historia de amor lo divertía, y quería saber más sobre la estancia de la artista en París en 1939, me explicó. Estaba convencido de que mi padre había recibido cartas de Frida Kahlo, y esperaba que yo se las enseñara. Pero no, yo no había encontrado nada aparte de un telegrama, enviado desde el transatlántico Normandie tras zarpar de El Havre, en el que le decía: «Pienso en ti, Michel.» Óscar me contagió su curiosidad, y me lancé a mi vez a explorar la vida de los amantes. Cuando conoce a la artista mexicana, en 1939, mi padre tiene veintinueve años, y ella, treinta y dos. Él es etnólogo, ingeniero agrónomo, militante de izquierdas y periodista, y frecuenta el ambiente artístico parisino y los círculos munda12

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nos. Entre su historia de amor y mi nacimiento transcurren doce años, de los cuales cinco de guerra. Al estudiar el pasado de mi padre me dispongo a descubrir a otra persona, muy distinta de la que yo conocí, más joven, claro, y con deseos, puntos de vista, preocupaciones y compromisos del todo acordes a su edad, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. En sus memorias, Claude Mauriac lo describe en esa época como un «campesino risueño» de rostro mofletudo, divertido y encantador. El hombre al que yo conocí era desde luego encantador y elegante, pero también un poco deprimido y no muy divertido que digamos. Recorrí los libros que versan sobre la vida y la obra de Frida Kahlo, en busca de lo que se sabe de su estancia en París. Las principales biografías que consulté no le dan importancia a ese episodio parisino: dieciséis páginas, por ejemplo, en el libro de Hayden Herrera, que tiene más de setecientas y que es, hoy por hoy, la obra más documentada. Por otra parte, distintos autores han descrito el paso de Frida por París basándose exclusivamente en las tres cartas que envió a Nickolas Muray y a unos amigos, en las que despotrica de los franceses, que le parecieron aburridos y pretenciosos, sin duda con razón. Estos escasos datos me saben a poco. Recuerdo que, cuando era niño, el cuadro El Corazón estaba colgado en la pared del salón. Pe13

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queño, enmarcado en terciopelo rojo desgastado, llamaba la atención. Me perturbó durante mucho tiempo esa imagen, que mostraba con crudeza un enorme corazón sanguinolento que yacía sobre la arena y una mujer sin manos, con el cuerpo atravesado por una vara de metal y una mirada que parecía observarme fijamente. Sentía como un vértigo cuando la miraba largo rato: temía caer dentro de ese universo aterrador. No fue hasta más tarde, de adolescente, cuando asocié esa obra a las rarezas de los surrealistas, a los que ya entonces empezaba a apreciar. Cuando le pregunté a mi padre qué significaba ese cuadro, me dijo lo que ella le había contado. La obra tiene dos títulos: Memoria y El Corazón, y representa la transformación de Frida Kahlo. A los diecisiete años sufrió un grave accidente que la dejó tullida. A la izquierda del cuadro se ve la ropa que llevaba en su adolescencia; en el centro, el atuendo europeo que vestía en el momento del accidente, y a la derecha, el traje tradicional de las indias de México, que más tarde hizo suyo: una falda larga y ancha que ocultaba su pierna lisiada. Cuando me hablaba de ella, su tono de voz traducía respeto y admiración, pero también cierta reserva. Tal vez prefería no contar demasiado para preservar el misterio de su pasión. ¿Quiso ella regalarle ese cuadro en concreto, o lo escogió él entre otros? Sea como fuere, El Corazón selló su idilio. 14

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Si se observa con atención, el lienzo parece más complejo y dramático de lo que decía mi padre: el marco de terciopelo color magenta evoca un exvoto mexicano. En el costado izquierdo del personaje femenino –‌que representa a Frida Kahlo– y en el centro de la composición hay un agujero en el lugar del corazón. Una fina barra de metal dorado atraviesa ese vacío en diagonal. Unos ángeles minúsculos sentados a horcajadas en los extremos juegan a columpiarse. Del rostro grave, que mira fijamente al observador, resbalan lagrimones. No tiene manos, y sobre el mar, semejante a un barco, descansa uno de los pies, herido. El cuerpo está situado en la intersección de un trasfondo dividido de manera simétrica: en la mitad superior, un cielo azul cargado de nubes inquietantes. La parte inferior está a su vez dividida en dos superficies iguales: a la izquierda, un paisaje desértico recuerda el trasfondo de la Gioconda. Un corazón enorme ocupa ese paisaje. La sangre, que brota de las arterias seccionadas, fluye por un lado hacia el mar y por otro hacia unas montañas lejanas. La parte inferior derecha representa un mar incierto. A la izquierda y en segundo plano, del borde superior del marco cae un hilo rojo atado a una percha de la que cuelga un atuendo escolar, camisa blanca y falda azul. Un brazo desnudo, curiosamente el único miembro superior, está tendido hacia el personaje central. A la derecha del retrato de Frida Kahlo cuelga otro atuendo de la 15

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misma forma, un bolero rojo con un estampado dorado, una falda verde y larga festoneada de blanco. El único brazo que sale del atuendo se apoya sobre el brazo sin mano de Frida Kahlo. Esta imagen sugiere que ha ocurrido un drama: hay sangre, nada está en su sitio, todo es confuso. El rostro de la artista expresa a la vez una aceptación de la situación y una conciencia distanciada del acontecimiento. El rigor de la composición refuerza el sentimiento de que todo está fijo, bloqueado. Los atuendos cuelgan como los de los mineros del carbón en el vestuario. La intensidad del dolor crea una desrealización y un desmembramiento de la persona: las manos ya no le pertenecen, el corazón, órgano vital habitualmente oculto y sede simbólica de las emociones, está crudamente expuesto a las miradas ajenas y desconectado de su ser. ¿Qué sabía mi padre de Frida Kahlo cuando la conoció? Probablemente no mucho, como la mayoría de los parisinos en esa época. Entonces no se la conocía como artista en Europa. Para todo el mundo, Frida de Rivera era la esposa del muralista de fama internacional Diego Rivera; era «la mujer del artista». Cuando se casaron en 1929, ella tenía dieciocho años, y él veinte más que ella. Con sus ciento cincuenta kilos, su metro ochenta y cinco, su rostro intenso de ojos saltones y su comportamiento apasionado e imprevisible, «el Ogro» era tan se16

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ductor como aterrador. Su relación fue tumultuosa, pasional, grandiosa y dolorosa, pero, en todas circunstancias, para Frida, Diego siempre estuvo por encima de todo, y tuvo por él una admiración y un amor sin límites hasta el final de sus días. En 1933 descubrió que Diego mantenía una relación amorosa –‌probablemente desde hacía ya dos años– con su hermana Cristina, a la que Frida estaba muy unida. Esta primera infidelidad de su esposo, seguida de tantas otras, socavó profundamente su confianza. Devastada de dolor, se marchó a Nueva York, se cortó el pelo y sustituyó su ropa tradicional mexicana, que tanto gustaba a Diego, para adoptar la moda occidental. Marcó así su ruptura y su independencia. En El Corazón evoca tres épocas de su vida: a la izquierda del lienzo cuelga del cielo la falda azul y la blusa blanca de colegiala que vestía al conocer a Diego. En el centro, la figura de Frida con el cabello corto y un atuendo moderno la representa en su edad adulta, cuando descubre que Diego la engaña con Cristina. A la derecha, el traje de tehuana que caracteriza a la esposa apegada a su identidad mexicana. El corazón, arrancado y sangrante, que yace en el suelo, expresa su sufrimiento. El barco evoca el zapato ortopédico que llevaba desde su juventud como secuela de la polio; la barra de metal representa la vara que la empaló en su accidente de tranvía. Sin embargo, el cuadro también puede leerse como una suerte 17

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de perdón, pues la Frida vestida con el traje mexicano, a gusto de Diego, le da el brazo a la Frida europeizada y enojada. El Corazón reúne los elementos de los grandes dramas de la vida de la artista: la polio contraída en la infancia, el terrible accidente y la infidelidad crónica de Diego. Buscando algún rastro de Frida Kahlo, encuentro en el sótano una caja de cartón con cartas y papeles reunidos tras la muerte de mi padre en 1993. En vano espero hallar entre ellos alguna misiva suya. Sobre todo se trata de correspondencia acerca de entrevistas que concedió a historiadores de arte y conservadores de museos extranjeros a los que prestó el cuadro. Ordeno las páginas por fecha para establecer una cronología de la historia del cuadro. Escribo a todos aquellos que contactaron con mi padre, con la esperanza de obtener más información. Caigo en la cuenta de que en realidad no sé gran cosa de la vida de mi padre. ¿Existe en alguna parte un lugar donde estén reunidos los recuerdos de todas las personas desaparecidas? Podríamos así recordar lo que nosotros no vivimos pero otros sí. La hipótesis de esa cantera de la memoria me ayudaría a esbozar la imagen de ese padre del pasado. A falta de algo así, solo me queda imaginar las cosas a partir de hechos, testimonios, retazos y recuerdos, para 18

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evocar, con total libertad, un personaje semejante quizá al que existió de verdad. Veo a mi padre de joven en una habitación, sentado en mangas de camisa en el borde de una cama, observando El Corazón a la luz de una lamparita de noche. A continuación escribe una de las cartas que Óscar encontrará en los archivos de la artista en México: «7 de abril de 1939. París está triste, el buen tiempo ha hecho varios intentos de instalarse, sin éxito. El ambiente es pésimo, huele a guerra por todas partes, hasta mi optimismo empieza a flaquear. No te olvido, todavía me quedo largo rato contemplando tu cuadro. No entiendo cómo has podido ser tan buena conmigo, que no soy más que un pobre tipo corriente. Te beso con la misma intensidad con la que te quiero. Michel.»

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