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Edición en formato digital: julio de 2013

© David Trueba, 1999 © EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1999 Pedró de la Creu, 58 08034 Barcelona ISBN: 978-84-339-2790-3 Conversión a formato digital: Newcomlab, S.L. anagrama@anagrama-ed.es www.anagrama-ed.es


A Eduardo Terán, por acogerme en la mejor compañía


Amor mío, amor mío. Y la palabra suena en el vacío. Y se está solo. VICENTE ALEIXANDRE


Primera parte Veinte mil leguas de viaje subnormal


1 Siempre he sospechado que la amistad está sobrevalorada. Como los estudios universitarios, la muerte o las pollas largas. Los seres humanos elevamos ciertos tópicos a las alturas para esquivar la poca importancia de nuestras vidas. De ahí que la amistad aparezca representada por pactos de sangre, lealtades eternas e incluso mitificada como una variante del amor más profunda que el vulgar afecto de las parejas. No debe de ser tan sólido el vínculo cuando la lista de amigos perdidos es siempre mayor que la de amigos conservados. El padre de Blas solía decirnos que la confianza en los otros era un rasgo del débil, pero claro, cualquier asomo de humanidad era para él poco menos que una mariconada. Coronel en la reserva de consentida inclinación nazi, no concedíamos demasiado valor a sus opiniones. En el fondo sonaba más sabio lo que un tirado en una taberna nos gritó un día: «Yo a mis amigos no les cuento mis penas; que los divierta su puta madre.» La amistad siempre me ha parecido una cerilla que es mejor soplar antes de que te queme los dedos y, sin embargo, aquel verano no habría podido concebir los días sin Blas, sin Claudio, sin Raúl. Mis amigos. A Claudio lo esperábamos desde hacía más de una hora en El Maño y aunque en principio habíamos optado por la prudencia (una Coca-Cola y dos aguas), un rato después ya se alineaban los vasos de cañas vacíos y habíamos dado cuenta de tantas raciones de alitas de pollo que en cualquier instante seríamos capaces de echar a volar. Un día lo calculamos y llegamos a la conclusión de que pasábamos más tiempo esperando a Claudio que con él. Esperar a Claudio era una parte fundamental de la relación con Claudio. Esperar a Claudio era nuestro modo más habitual de estar con Claudio. –Yo nunca llego tarde porque el rato que la gente emplea en esperarte lo dedica a pensar en ti y seguro que te descubren todos los defectos. A lo mejor cuando llegas han preferido largarse. –Raúl, tan inseguro como puntual, era el más cabreado por el retraso. Alto, pelo moreno con entradas que ocultaba gracias al esmerado desorden de su peinado, ojos oscuros como la pizarra agazapados detrás de sus gafas negras de pasta que se caló una vez más con gesto nervioso. Arrugó la nariz desde la cima de su casi metro noventa de huesos finos y desordenados que se sostenían


aparentemente con la misma solidez que una torre de palillos. Dio una patada a su desmesurada bolsa de equipaje, que ocupaba cinco o seis veces más que la mía y la de Blas juntas. –¿Qué llevas ahí, la casa entera? –le pregunté. –Lo imprescindible, sólo lo imprescindible. –Lo imprescindible no puede ocupar tanto –aseguró Blas. –Si supiéramos adónde vamos –se explicó Raúl–, podría haber elegido entre ropa de invierno y ropa de verano, pero claro, como a vosotros os gusta la aventura... –Si supiéramos adónde vamos no tendría gracia el viaje. –Estamos en agosto, ¿para qué coño quieres ropa de invierno? –le interrogó Blas. –Depende de los sitios, por la noche refresca. Blas y yo intercambiamos una mirada temerosos de aventurar lo que habría dentro de la bolsa de Raúl, cerrada a duras penas, con la cremallera a punto de estallar como la bragueta de un actor porno. Y Claudio sin venir. Se suponía que todos debíamos de estar ansiosos por arrancar con nuestro viaje. Lo habíamos planeado tanto, nosotros que odiábamos los planes, como para terminar por convertirlo en una cita cualquiera a la que uno se permite llegar tarde. Pero ésa era la gran virtud de Claudio. Jamás concederle importancia a nada. Al menos en apariencia. Así se evitaba sufrimientos. Claudio había sido el cerebro del invento, incluso fue él quien localizó la furgoneta en el Segunda Mano. La Nissan de un repartidor de quesos con media vuelta al mundo en el cuentakilómetros, pero que, según el olfato de Claudio para la mecánica, reventaría cinco minutos después que nosotros. Para probarla alcanzó los ciento setenta en la M-30. El dueño se me aferró a las rodillas y confesó con sudores fríos que su idea era venderla aún en vida. De vuelta a casa, con la feliz compra, Claudio y yo jugábamos a bautizar nuestra aventura: La gran ruta cochina Viaje al centro de las piernas La vuelta al culo en ochenta días Veinte mil leguas de viaje subnormal. La idea consistía en no establecer una ruta. Existía una fecha de salida, pero no de regreso. Fantaseábamos con que el final del viaje sólo sucedería cuando los cuatro, vencidos por la fatiga, nos rindiéramos al grito de: basta ya, no podemos pasárnoslo mejor. Éramos conscientes de la trampa, disponíamos tan sólo de los quince últimos días de agosto para llegar a tal estado, pero quince


días juntos, en especial sus quince noches, se nos antojaban una eternidad. Los únicos límites eran el planeta y nuestra resistencia. Cuando enseñamos a Raúl y Blas nuestra recién comprada furgoneta ambos reaccionaron como se esperaba de ellos. Blas se encogió de hombros, acostumbrado a aceptar todo aquello que no le exigiera tomar una decisión. Su calmoso conformismo era la causa de que hubiera rebasado los ciento veinte kilos de peso sin apenas esfuerzo. Su pronta pérdida de pelo no se debía, bajo ningún concepto, al estrés. Como el saco de arena de un gimnasio, buen encajador, su escogida manera de enfrentarse a las cosas consistía precisamente en no enfrentarse a nada. Raúl, por contra, frío y desapasionado, se asomó al interior de la furgoneta y se tapó la nariz con dos dedos. –Huele a queso –observó. –Claro que huele a queso, se la hemos comprado a un quesero... –O sea que queréis que nos pasemos el verano oliendo a queso. –Eso ya es una mejora en tu olor habitual –le espetó Claudio. –Cuando se nos olvide dónde la hemos aparcado podemos encontrarla por el olor –tercié yo. –La verdad es que huele un huevo –interrumpió Blas tras olisquear la parte trasera. –Habrá que desinfectarla. A mí el queso me da ganas de vomitar –insistió Raúl–. Ya sabéis que soy alérgico a los lácteos. –Pues la lavas tú, que eres el único que no ha puesto dinero. A Claudio le cabreaba que en lugar de subirse en marcha, como él, al tren de la aventura, Raúl encontrara siempre el resquicio para ver el lado vulgar de las cosas. Huele a queso. Muy suyo. De haber sido el primer astronauta que pisaba la luna, Raúl seguramente se habría limitado a decir: aquí no hay un puto árbol. Por eso Claudio le hizo callar con la excusa del dinero. Raúl no había contribuido a la compra porque suficientes obstáculos había vencido para conseguir venir. Tenía dos gemelos de siete meses y su mujer había dado por supuesto que pasarían el verano en familia. A Elena, nuestra aventura entre amigos le olía tan mal, y no precisamente a queso, que hasta el último instante confió en disuadir a Raúl. La cuestión acabó por prender la mecha de una modélica pelea de matrimonio. Elena cargó con los gemelos y se marchó al pueblo de sus padres. Raúl peregrinó hasta allí, se transformó en felpudo humano durante tres días con sus tres noches plenas de lloros infantiles y biberones y logró permiso para el viaje después de recitar las coartadas


ensayadas mil veces ante nosotros y que llevaba anotadas en la palma de la mano: un respiro sería positivo para la pareja hay que oxigenar la relación hay que enfocarlo con nuevas perspectivas echarse de menos es maravilloso la distancia engrandece el amor Después del verano regresarían juntos para cimentar una convivencia perfecta, como si alguna vez lo hubiera sido. Los últimos meses de Raúl habían cambiado su carácter, él mismo lo explicaba: «Es como si vas al cine porque has visto el anuncio cojonudo de una película y cuando llevas una hora sentado en la butaca te das cuenta de que no es lo que esperabas, vamos que te han engañado como a un idiota.» Con esa manía por la pulcritud, el orden, la educación, nosotros sabíamos el esfuerzo que le suponía reconocer sus frustraciones en público. Un año atrás Raúl nos había reunido una tarde para informarnos: «Elena está embarazada», y había malinterpretado nuestro rotundo silencio, porque añadió con una sonrisa: «De mí.» Supongo que demostramos nuestra torpeza al quedarnos con cara de final de segundo acto de drama. A Raúl sólo le faltó pintar de colores las paredes y comenzar a cantar a voces para persuadirnos de lo feliz que era al adentrarse en el Maravilloso Mundo de la Paternidad. Al día siguiente, de acuerdo entre los tres, reunimos el dinero suficiente para pagarle un aborto a Elena. «¿Estáis locos? Yo quiero tener ese hijo.» Despreció el dinero y nos retiró el saludo. Lo siguiente que supimos de él fue la fecha de su boda, a la que acudimos sumisos y en la que ejercimos de amigos. Tres días más tarde se incorporaba a trabajar en la empresa de comida a domicilio de su suegro con el apasionante desafío de informatizar los albaranes. Tres meses después inauguraba piso pagado por sus suegros con una habitación para el niño llena de artefactos que colgaban del techo y que según nos explicó dispararían la inteligencia del bebé. Poco después lo emborrachamos para que tratara de superar el diagnóstico de la ecografía que le convertía en padre de gemelos o más bien de ¡gemelos!, como entonaba él. Cuando apesadumbrado nos ilustraba sobre los cambios que iba a experimentar su hasta ese día deliciosa existencia de soltero y solo en la vida, le contestábamos lo que desde entonces se convirtió en nuestra sola respuesta a todos sus lamentos: «Haber cogido el dinero.» –Ya sabía yo que lo de mi parte del dinero me lo acabaríais echando en cara – se quejaba Raúl, al pie de la furgoneta. –Si es que siempre tienes que ser tú el que pone pegas.


–No he abandonado a Elena y a los gemelos para pasarme quince días oliendo a queso. Lo siento, id vosotros solos. Yo paso. Blas, un auténtico especialista en reconciliaciones, corrió tras él con la misión de elevarle la autoestima: «Sin ti no vamos a ninguna parte, no puedes abandonarnos ahora, tú eres el alma de este viaje.» –Si yo soy el que más necesita las putas vacaciones, joder –explicaba Raúl–. Si estoy de los gemelos hasta el culo y de Elena que se ha vuelto una histérica y de su padre y los albaranes... Y la lista de agravios amenazaba con prolongarse hasta el amanecer si alguno de nosotros no lo atajaba a tiempo: «Raúl, ¿sabes qué? Haber cogido el dinero.» Nadie respondía al teléfono en casa de Claudio. Nuestro viaje al centro de las piernas, nuestra ruta cochina, nuestras veinte mil leguas de viaje subnormal no podían empezar peor. Él debía traer la furgoneta con las tiendas de campaña. De no ser Claudio el culpable del retraso nos habríamos inquietado, pero sabíamos que ésa era su manera de poner a prueba nuestra fidelidad, de demostrarnos el valor de su compañía. A Blas se le cerraban los ojos. Había pasado la noche sin dormir. Para matar el rato nos contaba las diferentes etapas de su última epopeya mujeriega que acababa, como todas las suyas, cinco minutos antes de disponerse a follar. La víctima en esta ocasión había sido una tal Anabel que según Blas todos conocíamos porque era camarera en un bar en el que habíamos parado mil veces, pero ni Raúl ni yo recordábamos el bar o la chica que nos describía con lujuriosos detalles. –No exagero nada si os digo que casi me la follo –explicaba. Y la tal Anabel dibujada por Blas se nos presentaba como uno de los repartos de carne más sensuales del planeta. Piernas largas, ojos enormes, por no mencionar los pechos y el culo que Blas sólo acertaba a describir agitando los brazos como aspas al tiempo que pestañeaba aún incrédulo. Para coronar la estampa nos confesó–: Y me saca dos cabezas. Por esos accidentes que provoca la noche, Blas y Anabel se encontraron a última hora haciéndose compañía en el bar donde ella servía las copas. Blas desplegó su estrategia mutante hasta transformarse en una inmensa y acogedora oreja, amable, comprensiva, un gordo y callado escuchador de desgracias ajenas que en este caso iban desde una infancia desdichada y rota hasta el reciente naufragio de su amor por un adicto a la cocaína. Blas, como un muro de lamentaciones con ojos, escuchaba y se frotaba las manos ante la perspectiva de un revolcón cariñoso y rápido mientras la chica te llora en el hombro. El llamado


polvo de consuelo, cuyo mérito consiste en depredar al otro en el momento más bajo de su autoestima. –Una tía encantadora –continuaba Blas–. Cuando cerró el bar eran casi las seis de la mañana y la acompañé andando hasta su casa. Llegamos al portal y yo estaba seguro de que me iba a invitar a subir. –Pero no –me adelanté yo–. Te dio un besito en la frente y te dijo que se subía a follar con el cocainómano, que es un cabrón, pero que es más guapo y está menos gordo que tú. –Me invitó a subir, para que te enteres... –¿Y subiste? Éste es capaz de decir que no. –Raúl tampoco confiaba excesivamente en Blas. –¿Me dejáis contarlo? –Blas cruzó los brazos sobre su tripa a la espera de que aparcáramos nuestra impaciencia–. Me invitó a subir, pero cuando iba a abrir resulta que se había olvidado las llaves de su casa en el bar. –¿Te la llevaste a un hotel? ¿Te la follaste en la calle? ¿Contra un coche? – Raúl cometía el error de suponerse en el lugar de Blas. Nada más lejos de la realidad. Eran dos personas tan diferentes la una de la otra, tan absolutamente dispares que no les había quedado más remedio que hacerse amigos. –No, joder. No quería forzar la cosa. Es de la clase de tías con las que si inviertes un poco de tiempo luego puedes conseguir una relación de lo más bonita... –¿Qué clase de tías son ésas? –La acompañé en un taxi a casa de una amiga. –Eso te dijo ella. Te juego mil pelas a que se fue a casa del cocainómano –le desafié. –Imposible. Ha roto con él y lo está pasando fatal. En general, la vida sexual de Blas, con sus kilos de más y su bigote que uno no sabe si es un olvido al afeitarse o un proyecto de futuro pero que le suma quince o veinte años a sus mal llevados veintisiete, nos provocaba el mayor de los escepticismos. Nunca había vuelto a tener pareja estable desde la ruptura con su novia de toda la vida, y cuando digo de toda la vida hablo literalmente. Salía con ella desde los tres años. Eran vecinos en el barrio de viviendas militares y fue tal la decepción de la chica cuando Blas no se inclinó por la carrera castrense como su padre y antes su abuelo y antes la familia en pleno, cuyo árbol genealógico se asemejaba más bien a un regimiento, que lo abandonó y aún hoy, al cruzarse por la calle, cosa que sucede casi a diario, ella finge no conocerlo. El parte de guerra de su noviazgo de casi veinte años no pasaba del millar de besos


sin lengua y tres pajas liquidadas con marcialidad y a regañadientes en un portal vecino. En su propia familia no fue menor el disgusto cuando Blas se decantó por una cobarde y gris licenciatura en Filología Inglesa. A partir de la humillante derrota de aquella historia de amor nacida para ser eterna, Blas se atrincheró detrás de lo imposible. Se enamoraba de chicas inalcanzables para él y de ese modo, al menos, su fracaso resultaba perdonable y justificado. Blas le había comentado a Anabel que al día siguiente partía de viaje con sus tres mejores amigos, ansiosos de aventuras, y a buen seguro le pintó un panorama entre lírico y beatnik porque, según nos confió, la chica se atrevió a susurrarle con lágrimas en los ojos: «Qué suerte. Ojalá yo tuviera amigos así.» –A saber qué le contaste. –No, nada... –No la invitarías a venir, que te conozco –apostó Raúl. –No, hombre, no. No exactamente. –Dijimos que sin chicas, sólo los cuatro –recordé. –Bueno... Le di el teléfono del móvil de Raúl, por si acaso se nos quería unir en algún lado, pero, vamos, no viene... –¿Qué? –A Raúl le invadió una oleada de indignación–. El móvil os dije que era sólo para hablar con Elena. Ya os lo advertí. Lo paga la empresa de mi suegro y luego no quiero líos. Así que olvidaos de eso de que el móvil es de todos, de eso nada, ¿eh? –Si no va a llamar –aseguró Blas–. Lo dije por ser amable. Me contó que tenía planes y quería descansar y estar sola. –No sé cómo lo haces, pero todas las chicas que conoces siempre prefieren estar solas –le dije. –Del teléfono nada, ¿entendido? –seguía repitiendo Raúl. –Qué gracioso –se me encaró Blas, sin convicción–. Te advierto que al despedirse me dio un beso casi en los labios, porque el hijo puta del taxista movió un poco el coche justo en el momento, que si no... –Casi un beso en los labios, casi te la follas. Eres casi un seductor. –Iros todos a tomar por culo, no sé para qué os cuento nada. –Porque si no nos lo cuentas a nosotros es como si no te pasara. Era verdad. Supongo que los cuatro guardábamos una zona reservada, pero el territorio real de nuestras vidas era el que compartíamos. El resto, esa parcela privada que cada uno sufre en silencio, existía, claro que existía, pero para verla era preciso asomarse al interior, ¿y quién quiere hacerlo? Yo escondía la mía arrinconada tras la desorbitada importancia del viaje entre amigos, aplacada bajo


las cervezas o quizá me había pedido el primer whisky del día sólo para acallarla al notar que pugnaba por aparecer. Da igual. Ellos también la ocultaban. Con la escrupulosa desinfección sentimental que preside una sana amistad. Cosas de las que no se habla. Casi nunca. El viaje significaba vivir, gozar de la sensación cada vez más rara de respirar, de moverse por uno mismo, creerse dueño de su destino. Esa necesidad de abandonar las obligaciones, arrinconarlas. Para Raúl era evadirse del último año que había puesto su vida cabeza abajo. No quedaba rastro del dibujante que aspiraba a ser pintor, ahora convertido en esposo, padre y contable. Ya habría ratos para la pintura cuando llegara la jubilación, ¿no? Blas nunca disfrutaba tanto de su fracaso profesional y sentimental como cuando permitía que nos riéramos de ello. Quizá eso otorgaba sentido a sus escaramuzas sexuales más que relaciones, a los diez años empleados en estudiar su carrera, a falta de una asignatura para licenciarse de la que había de examinarse en un mes. Para él, con sus propias palabras, las horas sólo tenían sesenta minutos cuando estábamos los cuatro juntos. Y lo decía en serio. Poseía la envidiable capacidad de moldear el suceso más nimio con un regusto a leyenda, mitificaba las aventuras entre amigos, las mismas que otro no consideraría más que sosos pasatiempos. Para Claudio el viaje suponía resucitar el placer de saberse líder, respetado, dueño y señor de las decisiones, un paréntesis a sus tumbos de trabajo en trabajo para pagarse un piso que era una habitación con váter pero que él consideraba la infranqueable fortaleza de su independencia. Y para mí..., bueno, yo a veces me sentía culpable por no dejarme remolcar en esa ola perfecta, por observar desde la orilla, por perseguir lo que quería ser a costa de despreciar lo que era, por ver en los demás, en mis amigos sobre todo, la realidad y no la leyenda que Blas te narraba por enésima vez aunque ya no le encontraras la gracia. –Huele a queso –anunció Raúl, y vimos a Claudio bajar de la furgoneta que había aparcado encima de la acera. Cuando empujó la puerta del bar nos invadió el calor del mediodía en Madrid, que convertía el asfalto en arenas movedizas. Calor que no parecía afectarle a él, que se acercaba fresco, con el pelo rubio mojado como si acabara de salir de la ducha o quizá es que hasta el sudor le sentara bien a su presencia insultantemente atractiva. El tabaco escondido en la manga de su camiseta, al filo de sus músculos bronceados. Raúl le apuntó con el dedo, pero Claudio no le dio tiempo a recriminaciones. –Joder, qué cabrones. Aquí os estáis llenando la panza de cerveza mientras yo me pateo la ciudad. Hubo varias tentativas de asesinato. Yo mismo amenacé con romperle un vaso


en la cabeza, pero me pareció poco contundente. –He discutido con Lorena y la muy hija de puta no ha querido quedarse con Sánchez –se disculpó Claudio mientras se bebía la cerveza de Blas–. Me he pasado la mañana buscándole un hogar. Sánchez era el perro de Claudio. Un viejo y maltrecho gos d’atura al que Claudio sólo tenía tiempo para pasear durante sus trasnoches. Se tumbaba obediente a la puerta de los locales de copas y recibía patadas y vomitonas mientras su dueño despellejaba la diversión hasta el amanecer. En las horas de trabajo, Sánchez permanecía en casa, sobre la cama de Claudio como un peluche gastado, con el mismo disco de Los Ramones sonando de la primera a la última canción y luego vuelta a empezar, hasta que el amo regresaba al hogar. «Es lo único que le calma, su música», nos aseguraba Claudio cuando subíamos por la escalera y ya se alcanzaba a oír el guitarreo atronador procedente de la casa. Todos sabíamos que Sánchez era prácticamente sordo, jamás respondía por su nombre ni a los silbidos ni a los chasquidos de dedos. Para Claudio éstos eran inequívocos signos de inteligencia. Sánchez no era un perro solícito y faldero que acudiera a cualquier llamada vulgar. Además, muestra de su perfecta educación era que llegado el momento de satisfacer sus necesidades, él mismo saltaba dentro de la media bañera de Claudio y se aliviaba allí. De este modo tan civilizado, su dueño sólo debía, al llegar, limpiar la mierda antes de darse una ducha. Sánchez era el mejor aliado de los retrasos de Claudio. Cinco minutos equivalían al obligado paseíto con Sánchez, media hora que el perro se le había perdido, una hora que le había matado el gato a una vecina, dos horas que había mordido al cartero. El retraso en iniciar nuestro viaje era, por supuesto, culpa de Sánchez. Abrimos la puerta trasera de la furgoneta y nos recibió la tos seca de un moribundo. Era el ladrido de Sánchez. –No pensarás que el perro va a venir al viaje. –Ya os he dicho que Lorena me ha dejado tirado. –Ni una mierda. El perro no viene –se negó Raúl enérgico. –Dijimos que nada de chicas, eso no incluye perros. –Ni hablar. –Los tres estábamos de acuerdo. Sánchez nos miraba desde el interior, tumbado sobre las tiendas de campaña y los sacos de dormir, rascándose un pelotón de pulgas sobre su despeluchado lomo. Tenía los ojos llorosos, no porque le conmoviera nuestro hosco rechazo a su presencia, sino porque desde hacía meses sufría el inicio de una catarata. –¿Y qué queréis que haga con él? ¿Que lo mate?


–Le harías un favor. –No seáis cabrones. Si no da un ruido. –Que no, Claudio, que no. Que el perro no viene. –Raúl cerró la puerta de la furgoneta. –Coño, parece que no conocéis a Sánchez. Es el perfecto perro de compañía... –El perro nos limita un huevo –traté de explicar. Nada bueno podía esperarse al ver llegar a cuatro desarrapados y un perro viejo–. ¿Qué vamos a hacer con él, dejarlo todo el puto día encerrado en la furgoneta? –Si yo no quería traerlo, pero todos los amigos que me deben un favor se han ido de vacaciones. Blas fue el único que logró desatascar la situación. –¿Por qué no se lo dejamos a mis padres? El padre de Blas nos recibió en calzoncillos y camiseta, su indumentaria habitual en agosto, de un blanco salteado de lamparones. Se encontraba en plena sesión de gimnasia, por lo que la madre había apartado los miles de objetos de cerámica apiñados en el salón para que su marido al hacer la bicicleta o ejecutar el molinillo con los brazos extendidos le rompiera el mínimo de cosas posible. Se mostró encantado ante la sugerencia de ocuparse del perro. –Desde la muerte de Klaus echo de menos la compañía de un perro. Entre nosotros, para mí era mucho más de la familia que mi mujer o Blasín. Y señaló a éstos. Blas se encogió de hombros. Al dobermann del padre hubo que matarlo cuando con los años se le comprimió el cerebro y atacó a tres o cuatro vecinos. Resultaba obvio que al padre también se le estaba comprimiendo el cerebro entrenado para matar, pero contaba con la ventaja de que a un militar en la reserva se le guarda algo más de respeto que a un perro viejo. Pese a los intentos por negar el ofrecimiento de la madre fuimos coaccionados para aceptar unos filetes con ensalada. En el comedor envuelto en olor a fritanga me correspondió sentarme frente a la bandera española preconstitucional que presidía la sala. Bandera que durante su infancia Blas había de besar al entrar o salir de casa. Su padre lo arrastraba a campos de entrenamiento militar los fines de semana y si alguna vez lo cazaba en una mentira o suspendía en el colegio era invitado a arrodillarse frente a lo más sagrado, la enseña nacional, y pedir perdón con arrepentimiento de corazón. Durante la comida, el padre regalaba de vez en cuando feroces caricias a Sánchez que le arrancaban mechones de pelo. No se mostraba en exceso contento del nombre del animal. Los nombres eran una de sus fijaciones. El


nombre de pila de Blas era el sentido homenaje a un notario y notorio líder de la ultraderecha, pero resultaba discreto si se tenía en cuenta que su hermana cargó con el de «España» durante toda su existencia. Nos explicó que los perros de raza sólo atendían al alemán, idioma en el que nos hizo una demostración, recitando alguna estrofa de Deutschland Über Alles, el himno alemán a la modestia. Sánchez rehuía a su nuevo Führer parapetado entre las piernas de Claudio. El padre de Blas, empeñado en ganarse los favores del animal, le lanzaba al aire los desechos del filete y pretendía que Sánchez, felino, los atrapara al vuelo. El perro se limitaba a observarlos caer sobre el parquet y engullirlos con un lametazo, como si los enfervorecidos gritos de «salta, salta, campeón» no fueran con él. Campeón era una palabra que de seguro llevaba años sin escuchar, si es que alguna vez le había sido aplicada, cosa harto dudosa. –A este perro lo que le falta es entrenamiento –sentenció el padre de Blas–. Cuando vuelvas de vacaciones te lo voy a devolver hecho una fiera. Por el semblante de Claudio vi cruzar la idea de abrazarse a su perro y salir huyendo, pero se topó con nuestra falta de comprensión. En la despedida, Sánchez gimoteaba con la mirada implorante hacia su amo. El padre le sujetaba por el collar mientras nos aleccionaba con belicosidad. –Yo ya os he dicho que las vacaciones son para los pobres de espíritu. El trabajo es lo que hace libre al hombre. Debería suprimirse el mes de agosto y los fines de semana, por decreto. Por fortuna el ascensor no tardó en aparecer y nos precipitamos al interior. La puerta se cerró dejándonos la última desgarradora imagen del padre de Blas entregado a sus consignas y Sánchez desolado a sus pies. Claudio murmuró: «A esa hija de puta de Lorena no se lo voy a perdonar nunca.» Lorena era su novia del momento. En realidad era la novia de un analista químico con el que estaba a punto de casarse, pero dos meses atrás Claudio había irrumpido en su mundo y amenazaba con desestabilizar lo que hasta ese día era un cuento de hadas más o menos gris. Lorena gozaba entre culpabilidad y dramas de su doble vida, él nos había confiado que el aliciente de su relación estribaba en llegar al día de la boda y follar con Lorena vestida de novia. Ésas eran las batallas que entretenían a Claudio, batallas que una vez ganadas no diluían el sabor de insatisfacción que le provocaba la vida en general, como si se le hubiera quedado pequeña. El futuro que aguardaba a Sánchez hasta finales de agosto nublaba en cierta medida el rostro de Claudio mientras yo callejeaba por Madrid para dar con una salida, cualquier salida de la ciudad. En manos del padre de Blas no era atrevido


aventurar que el anciano perro atravesaría alguno de los peores momentos de su vapuleada existencia. Probablemente lo entrenaría para atacar a indigentes, judíos, negros, inmigrantes, yonquis, y si las enseñanzas surtían efecto la consecuencia más lógica sería que Sánchez se abalanzase contra Claudio nada más volverlo a ver. Blas y Raúl se habían desplomado en el asiento trasero y en el segundo semáforo ya estaban dormitando: Blas con un ligero babeo que le devolvía a sus mejores momentos de la noche anterior con la tal Anabel, recuerdos que apestaban a sexo pendiente; Raúl, con la boca abierta, relajado, quizá en alguno de sus primeros ratos de sueño en meses sin la amenaza del llanto de los gemelos. Claudio a mi lado no presentaba mejor aspecto. Caladas las gafas de sol, no faltaba mucho para que me abandonara también. Al final de los túneles emergimos en el desvío hacia la carretera de Valencia. «¿Entramos en órbita?», preguntó Claudio. Era su forma de hablar, con una especie de diccionario juvenil. Asentí con la cabeza y enfilé la carretera. El Madrid desierto quedaba detrás. «Písale fuerte. Me despiertas en el mar», Claudio se dejó caer contra la ventanilla. De no ser por el penetrante olor a queso cualquiera pensaría que el antiguo dueño de la furgoneta repartía cargamentos de Soñodor a juzgar por el efecto causado en los tres. Aceleré. Despegaba nuestro viaje sin destino, nuestra huida disfrazada de vacaciones. Ese día era mi cumpleaños. Ninguno de mis amigos se había acordado. Casi nadie se había acordado. La plana felicitación materna de rigor, cinco minutos de vaguedades por teléfono desde sus plácidas vacaciones que se me hicieron eternos hasta que uno de los dos encontró la excusa definitiva para colgar. Mejor así. Resulta cruel esa obligación de celebrar el tiempo que se escapa. Me miré en el retrovisor. Escruté mi nueva cara de veintisiete años. Seguía sin gustarme. * * * El verano es una estación triste en la que nada crece. Quién no prefiere el mes de diciembre pese a la amargura que provoca la felicidad ajena; incluso la establecida crueldad de abril es mil veces más estimulante. La canción del verano es siempre la peor canción del año. El amor de verano es un subgénero del amor, del gran amor que nunca podrá tener lugar en verano. Hablan de lecturas de verano, noches de verano, viajes de verano, bebidas de verano y con


ello queda implĂ­cito un sutil desprecio. Nuestro amor no estĂĄ hecho para el verano. Nuestro amor no conoce vacaciones. (De Escrito en servilletas)



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