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SIN REGRESO (Nunca vuelvas atrás) Traducción de

v. m. garcía de isusi

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Título original inglés: Never go back. © Lee Child, 2013. © de la traducción: V. M. García de Isusi, 2016. © de esta edición: RBA Libros, S.A., 2016. Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona. rbalibros.com Editado por RBA Editores México, S. de R.L. de C.V. Av. Patriotismo 29 piso 8 - Col. San Pedro de los Pinos 03800 - Del. Benito Juárez, Ciudad de México

Primera edición: noviembre de 2016 isbn: 978-84-9056-775-3 anglofort, s. a. • preimpresión Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, almacenada en soporte informático o transmitida por medio alguno mecánico o electrónico, fotocopiada, grabada, ni difundida por cualquier otro procedimiento, sin autorización escrita del editor.

Impreso en los talleres de Litog´rafica Ingramex, S.A. de C.V. Centeno 162 - 1, Col. Granjas Esmeralda 09810, Ciudad de México Impreso en México - Printed in Mexico

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para mis lectores, con mi mayor agradecimiento

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Al final, metieron a Reacher en un coche y lo llevaron a un motel que estaba a kilómetro y medio. El recepcionista del turno de noche le dio una habitación, que tenía todas las características que Reacher esperaba de un sitio así, porque había estado en habitaciones como aquella miles de veces. Había uno de esos calefactores que atraviesan la pared y que hacen tanto ruido que no te dejan pegar ojo, por lo que el dueño se ahorra una pasta en electricidad. Las bombillas eran de esas de pocos vatios. La moqueta era de esas de pelo corto que se secan en muy poco tiempo, por lo que la habitación podía alquilarse el mismo día. Aunque no se podía decir que esa moqueta la lavasen a menudo. Era oscura y estampada, ideal para esconder las manchas. Como la colcha. Seguro que la ducha era de esas de las que salía poca agua y con poca fuerza, que las toallas eran delgadas, que la pastilla de jabón era pequeña y el champú, de los baratos. El mobiliario era de madera oscura y estaba lleno de arañazos y golpes, la televisión era pequeña y vieja, y las cortinas tenían tanta mugre que habían adquirido un color gris. Lo que cabía esperar. Nada que no hubiera visto en mil y una ocasiones. Aun así, seguía pareciéndole deprimente. Y por eso, antes de guardar la llave en el bolsillo, dio media vuelta y volvió al aparcamiento. Corría un viento frío y hacía un poco de humedad. En plena noche, en pleno invierno, en un rincón del noroeste de Virginia. El lento Potomac no estaba lejos. 9

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Más allá, al este, el fulgor de D. C. iluminaba las nubes. La capital de la nación, donde estaría sucediendo de todo. El coche que lo había llevado allí ya se marchaba. Observó cómo la niebla iba difuminando sus luces traseras. Poco después, desapareció por completo y el mundo se quedó en el más absoluto silencio. Solo durante un minuto. Entonces, apareció otro coche, avanzando con confianza y a buena velocidad, como si supiera adónde iba. Entró en el aparcamiento. Era un sedán de lo más normal, de color oscuro. Lo más seguro es que se tratase de un coche gubernamental. Se dirigía a la recepción pero, al alumbrar la forma inmóvil de Reacher, cambió de dirección para ir directo hacia él. Visitantes. Propósito desconocido, pero las noticias que traían eran buenas o malas. El coche se detuvo en paralelo con el edificio, frente a Reacher, y a la misma distancia de la que estaba él de su habitación, lo que lo dejaba en mitad de un espacio que tendría las dimensiones de un cuadrilátero de boxeo. Del coche salieron dos hombres. A pesar del frío, iban en camiseta, ceñida y blanca, y con esos pantalones de chándal amplios que se quitan los corredores de atletismo segundos antes de la carrera. Ambos parecían estar por encima del metro ochenta y los noventa kilos. Más pequeños que Reacher, pero no mucho. Militares, estaba claro. No había más que ver su corte de pelo. Ningún peluquero civil podía ser tan pragmático o tan brutal. El mercado no lo permitiría. El copiloto rodeó el capó y se puso en formación junto al conductor. Se quedaron allí, uno al lado del otro. Llevaban zapatillas de deporte, grandes, blancas y anodinas. No habían estado en Oriente Medio recientemente. Ni quemaduras solares, ni patas de gallo o rastro de cansancio alrededor de los ojos. Eran jóvenes, algo menos de treinta. Por edad, Reacher podría ser su padre. Supuso que serían suboficiales. Probablemente especialistas, no sargentos. No tenían pinta de sargentos. No parecían avispados. De hecho, aparentaban todo lo contrario. Tenían una cara gris e inexpresiva. 10

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El del asiento del copiloto dijo: —¿Es usted Jack Reacher? —¿Quién lo pregunta? —Nosotros. —¿Y quiénes sois vosotros? —Sus consejeros legales. Algo que, como era evidente, no eran. Eso estaba claro. Los abogados del ejército no viajan en pareja ni respiran por la boca. Eran otra cosa. Malas noticias, no buenas. Y en ese caso, actuar de inmediato es siempre la mejor opción. Era sencillo simular que les habías creído, acercarte con brío y la mano levantada en señal de saludo. También era sencillo aprovechar el brío con el que te aproximabas a ellos para convertirlo en un impulso imparable y hacer de la mano alzada una guadaña que cayera con fuerza en la cara del de la izquierda, seguido de un pisotón en el pie derecho, como si fuera un ejercicio para matar una cucaracha imaginaria, tras lo que el rebote del pisotón te serviría para llevar hacia atrás el mismo codo y estampárselo al de la derecha en el cuello. Un, dos, tres, golpe, pisotón, golpe, fin de la partida. Así de fácil. Y, siempre, la mejor opción. Su mantra: lo primero, la represalia. En especial, cuando eran dos contra uno y esos dos eran jóvenes y llenos de energía. Pero. No estaba seguro. No del todo. Todavía no. Y no podía permitirse cometer un error de ese calibre. No en aquella situación. No en aquellas circunstancias. Se sentía cohibido. Dejó que el momento pasara. —¿Y cuál es el consejo legal que me dais? —Conducta impropia. Ha desprestigiado usted la unidad. Un consejo de guerra sería malo para todas las partes. Así que debería largarse de la ciudad con viento fresco. Ahora mismo. Y no vuelva nunca. —Nadie me había hablado de ningún consejo de guerra. —Todavía no, pero lo habrá. Así que no se quede a esperar que le citen. 11

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—Tengo órdenes. —No podían dar con usted, seguro que puede desaparecer de nuevo. El ejército no contrata rastreadores. Además, nadie conseguiría encontrarle. No, dada la manera en la que vive. Reacher no dijo nada. —Ese es nuestro consejo legal. —Entendido. —Con entenderlo no es suficiente. —¿No? —Vamos a ofrecerle un incentivo. —¿De qué tipo? —Vamos a venir cada noche y cada vez que lo encontremos aquí vamos a patearle el culo. —¿Ah, sí? —Y empezaremos hoy. Así, se formará una idea de qué es lo que debería hacer. —¿Habéis comprado alguna vez un electrodoméstico? —¿A qué coño viene eso? —En una ocasión vi uno en una tienda. Tenía un adhesivo amarillo por detrás. Ponía que si intentabas abrirle las tripas corrías el riesgo de sufrir daños graves e incluso morir. —¿Y qué? —Considerad que llevo el mismo adhesivo. —No nos das ningún miedo, anciano. Anciano. Aquello le hizo pensar en su padre. En un lugar soleado. Okinawa, lo más probable. Stan Reacher, nacido en Laconia, New Hampshire, capitán de los Marines que sirvió en Japón, con su esposa y sus dos hijos adolescentes. Su hermano y él se referían a él como «el anciano», y aunque, desde luego, parecía mayor, en aquella imagen que le había venido a la cabeza, sería unos diez años más joven que el propio Jack. —Dad la vuelta. Volved allí de donde vengáis. Esto os supera. —Pues no nos lo parece. 12

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—Me ganaba la vida con esto, pero eso ya lo sabéis, ¿verdad? No hubo respuesta. —Sé cada uno de los movimientos. Algunos los he inventado yo. Nada, ni caso. Aún tenía la llave en la mano. Regla básica: nunca ataques a alguien que acaba de salir por una puerta con cerradura. Un manojo de llaves es mejor, pero una sola es una buena arma de por sí. Apoya la cabeza contra la palma, mete la paleta entre el índice y el corazón y tienes un puño de hierro bastante bueno. Pero. No eran más que unos niñatos. Tampoco había por qué disparar todos los cañones en la misma andanada. No era necesario hacerles heridas y romperles huesos. Reacher guardó la llave en el bolsillo. Que llevaran deportivas significaba que no tenían intención de sacarlo de allí a patadas. Nadie se pone a pegar patadas con unas zapatillas blandas de ir a correr. No sirve de nada. A menos que su intención fuera la de darlas solo en puntos vitales. Como en el caso de alguna de esas artes marciales raras que tienen nombres como los platos que salen en las cartas de los restaurantes chinos. Taekwondo y demás. Muy bonitos para verlos por la tele en los Juegos Olímpicos. Si levantas la pierna como un perro junto a una boca de riego no haces más que pedir que te machaquen. Que te tiren al suelo y te pateen la cabeza hasta dejarte inconsciente. ¿Lo sabrían aquellos dos? ¿Le habrían mirado los pies? Él llevaba un par de botas pesadas. Cómodas y resistentes. Se las había comprado en Dakota del Sur y planeaba llevarlas todo el invierno. —Me voy a la habitación. No hubo respuesta. —Buenas noches. No hubo respuesta. Reacher se volvió solo un poco y dio un paso hacia atrás, hacia la puerta, un fluido cuarto de vuelta, con los hombros y todo, y, tal 13

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y como sabía que harían, los otros dos fueron a por él a mayor velocidad de la que él se movía, improvisando y sin pensar, preparándose para agarrarlo. Reacher siguió moviéndose el tiempo suficiente para dejarles que cogieran impulso, tras lo cual se movió hacia ellos como un latigazo, deshaciendo el cuarto de vuelta que había dado; llevaba la misma velocidad que ellos, ciento diez kilos a punto de estrellarse de frente contra ciento ochenta, pero siguió girando y le lanzó un gancho largo de izquierda al de la izquierda. Le acertó justo como quería, con mucha fuerza y en la oreja. La cabeza del tipo rebotó contra el hombro de su compañero, a quien Reacher ya estaba a punto de atizarle un gancho de derecha en la mandíbula. Le alcanzó como en un manual de instrucciones y la cabeza del tipo salió rebotando como la del primero y casi en el mismo segundo. Como si fueran marionetas y el marionetista acabara de estornudar. Ambos permanecieron de pie. El de la izquierda se bamboleaba como si fuera en barco y el de la derecha se tambaleaba hacia atrás. El de la izquierda apenas se tenía en pie y tenía el centro de gravedad desprotegido. Reacher le metió un puñetazo en el plexo solar con la diestra, lo suficientemente fuerte como para dejarle sin aire, pero no durante el tiempo suficiente como para que le quedaran secuelas neurológicas. El tipo se dobló y se agarró las rodillas. Reacher lo dejó a un lado y fue a por el de la derecha, que le vio venir y le lanzó un derechazo muy flojo. Reacher lo desvió con el antebrazo izquierdo y repitió el mazazo con la diestra en el plexo solar. El tipo se dobló, igual que el otro. Después, le resultó sencillo darles la vuelta y pegarles una patada en el culo en dirección al coche. Primero a uno y luego al otro. Sus cabezas golpearon el coche con bastante fuerza y se desplomaron. Abollaron las puertas. Permanecieron en el suelo, jadeando pero conscientes. 14

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Tendrían que explicar lo de las abolladuras del coche y sufrirían un fuerte dolor de cabeza por la mañana. Con eso bastaba. Sería compasivo, dadas las circunstancias. Benevolente. Considerado. Suave, incluso. Anciano. Lo suficientemente viejo como para ser su padre. En aquel momento, Reacher llevaba menos de tres horas en Virginia.

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