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EL LIBRO DE LAS ALMAS James Oswald



EL LIBRO DE LAS ALMAS James Oswald


Edición: Martín Solares Imagen de portada: Manuel Monroy Diseño de portada: Diego Álvarez y Roxana Deneb El libro de las almas Título original: The Book of Souls Traducción: Rosario Solares © 2013, James Oswald D. R. © 2016, Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Eugenio Sue 55, Col. Polanco Chapultepec Del. Miguel Hidalgo, C.P. 11560, México, D.F. Tel. (55) 9178 5100 • info@oceano.com.mx Primera edición: 2016 ISBN: 978-607-735-936-4 Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita del editor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprograf ía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. ¿Necesitas reproducir una parte de esta obra? Solicita el permiso en info@cempro.org.mx

Impreso en México / Printed in Mexico


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Las calles están vacías. Un silencio antinatural se extiende sobre el extremo norte de la ciudad, como si las festividades en Princes Street la hubieran despojado de todo sonido. Sólo algún taxi esporádico rompe la calma, mientras deja que sus pies lo guíen sin saber a dónde. Lejos de las multitudes, lejos del alboroto, lejos del regocijo. Ha estado vagando por horas, buscando, aunque en su corazón sabe que es demasiado tarde. ¿Ha estado aquí antes? Todo le parece terriblemente familiar: los brazos del reloj de la torre se mueven hacia la medianoche y hacia el inicio de un nuevo milenio; las calles empedradas brillan con la lluvia resbaladiza; el resplandor anaranjado contra la cálida arenisca lo pinta todo con una luz demoniaca. Sus pies lo llevan hacia abajo, a través de los nueve círculos,1 mientras que la desesperanza crece con cada pisada amortiguada. ¿Qué es lo que lo hace detenerse en el puente? Un sonido imposible, tal vez. El eco de un grito emitido hace años. O quizás es el silencio repentino de la ciudad que contiene el aliento, mientras hace la cuenta regresiva de esos últimos segundos para un nuevo amanecer. No puede compartir su entusiasmo, no puede hacer que le importe. Si pudiera detener el tiempo, regresarlo, haría las cosas de manera tan distinta. Pero éste es sólo un momento, y seguirá otro. Y otro más después. Y así progresivamente hasta el infinito. Se apoya en el frío parapeto de piedra, mira desde lo alto el torrente de agua oscura allá abajo. Algo lo ha traído aquí, lejos del mundo de las celebraciones y el júbilo festivo. 1 Referencia a los nueve círculos del Infierno, de la Divina Comedia de Dante Alighieri. (N. de la t.)


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Una fuerte explosión marca el final de lo viejo y el inicio de lo nuevo. Fuegos artificiales vienen en rápida sucesión, elevándose por encima de los altos edificios e iluminando el cielo. Un millón de estrellas nuevas llenan los cielos, ahuyentan a las sombras, se reflejan en el agua negra, revelan su terrible secreto. Un destello, y el agua resplandece con formas extrañas que se desvanecen como el fulgor en el fondo del ojo. Un destello, y los peces sobresaltados se alejan rápidamente de los dedos flotantes que han estado mordisqueando. Un destello, y su largo cabello negro tironea con reflejos brillantes en la corriente, como algas marinas en la marea. Un destello, y la fuerza acumulada de una semana de lluvia la conduce a través del último obstáculo, y la arrastra lentamente hacia el mar, haciéndola rodar una y otra vez a medida que avanza. Un destello, y un rostro blanco y fantasmal lo mira con ojos suplicantes y muertos. Un destello…


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—¡Ah, por Dios! ¿Es una rata? —Baje la voz, agente. —Pero sargento, me pasó por encima del pie. Debe haber sido del tamaño de un maldito tejón. —No me importa si era tan grande como mi flamante trasero. Permanezca en silencio hasta que nos den la señal. Un silencio malhumorado cayó sobre la calle oscura, mientras el pequeño grupo de oficiales de policía se agazapaba entre bolsas de basura acumuladas afuera de un edificio de apartamentos sin señales de vida. El rugido tranquilo y constante de la ciudad a su alrededor resaltaba la inmovilidad, el brillo insuficiente de la única farola encendida cubría todo con una sombra crepuscular. Era temprano por la mañana y era un hecho que los nativos de esta parte de la ciudad estarían dormidos o inconscientes por la droga. Dos clics en un aparato de radio, seguidos por una voz metálica en un auricular. —Todo despejado en la parte de atrás. Pueden moverse. Los cuerpos cambiaron de lugar, limitados por la basura que los rodeaba. —Listos. A mi señal. Tres… dos… uno… Un estruendo de madera astillándose cortó el aire, seguido inmediatamente por un grito. —¡Arg! La maldita puerta ni siquiera estaba cerrada con llave —y después—: ¡Por Dios, el piso está lleno de porquerías! El inspector criminalista, Anthony McLean, suspiró y encendió su linterna. Frente a él sólo podía vislumbrar la figura vestida de negro del


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oficial Jones, que luchaba por liberarse de una pila de bolsas de basura adentro del pasillo del edificio de departamentos. —¿Qué?, ¿no le enseñaron en Tulliallan a revisar eso primero? Se abrió paso más allá del agente que seguía forcejeando, hasta el interior del edificio frío y húmedo, mientras olfateaba el aire e intentaba controlar las ganas de vomitar. Basura en descomposición mezclada con orines y moho, el aroma común de los barrios bajos de Edimburgo. Sin embargo, por lo general no era tan fétido y eso no era un buen presagio para el objetivo de su presencia ahí. —Bob, encárgate de la planta baja. Jones, ayúdale —McLean se volvió hacia el último miembro del grupo, un joven agente criminalista con cara de niño, que había tenido la mala suerte de estar en la cafetería de la estación de policía una hora antes, como si no tuviera nada mejor qué hacer. Eso es lo que saca uno por ser diligente—. Vamos pues, MacBride. Veamos si hay algo aquí por lo que valga la pena echar abajo una puerta sin seguro.

El edificio tenía tres pisos, con dos departamentos diminutos en cada uno. Ninguna de las puertas estaba cerrada con llave, y el grafiti garabateado libremente sobre cada superficie disponible revelaba cuando menos, dos generaciones de ocupantes ilegales. McLean caminó con cuidado, de una habitación a otra, mientras el rayo de luz de su linterna iluminaba muebles rotos, cableados eléctricos arrancados y una que otra rata muerta. El detective criminalista MacBride nunca se alejó de su lado, merodeando como un obediente perro labrador, tan cerca que casi rayaba en la incomodidad. O quizá sólo se debía a que no quería tocar nada. No podía culparlo, de hecho. Llevaría semanas deshacerse del hedor del lugar. —Parece otro maldito desperdicio de tiempo —dijo McLean cuando salieron del último departamento y se detuvieron en el descanso en la parte superior de las escaleras. Todo el cristal había desaparecido, hacía mucho tiempo, de la ventana que daba a los jardines de la parte de atrás. Al menos eso significaba que un viento frío podría llevarse una gran parte del olor. —Mmm… ¿por qué vinimos, señor? —la pregunta se atoró en la garganta de MacBride, como si hubiera intentado contenerse de hacerla hasta el último minuto.


—Es una muy buena pregunta, agente —McLean dirigió su linterna hacia abajo, al cubo de la escalera vacío, después hacia arriba, en dirección al techo, con su línea angular y su tragaluz de cristal reforzado. Éste estaba lejos del alcance de los vándalos, y era lo suficientemente resistente para soportar los misiles que se le arrojaran, pero, a pesar de eso, un par de paneles estaban cuarteados y caídos—. Un informante. Un soplón. ¿Cómo es que los llaman hoy en día? ¿Una fuente encubierta de inteligencia humana? —con los dedos hizo pequeñas orejas de conejo a modo de comas invertidas, de manera que la luz de su linterna rebotó arriba y abajo mientras lo hacía—. ¡Que se jodan! El mío es un drogadicto llamado Izzy y es un pendejo inútil. Me inventó un montón de mierda para deshacerse de mí, no lo dudo. Me dijo que este lugar se usaba como centro de distribución. Fue mi culpa por creerle, supongo. Más luces que titilaban en la oscuridad, allá abajo, provenían del sargento Bob Laird y el oficial Taffy Jones, quienes avanzaban como podían entre las bolsas de basura en el pasillo. Si hubieran encontrado algo habrían gritado, así que parecía que el episodio completo era una absoluta pérdida de tiempo. Justo como en una de cada dos malditas redadas. Maravilloso. Seguramente Dagwood iba a estar muy satisfecho. —Vamos, pues. Probablemente sea mejor que no hagamos que Bob el Gruñón suba hasta acá. Regresemos al calor y la comodidad de la cafetería —McLean empezó a bajar las escaleras, y no se dio cuenta de que no lo seguían, hasta que estuvo a medio camino hacia el siguiente piso. Miró atrás y vio la linterna de MacBride dirigida a un espacio por arriba del montante de abanico sobre una de las puertas del departamento. Una pequeña portezuela daba acceso al espacio del ático del edificio. Se veía casi común y corriente, a excepción del brillante pasador nuevo para candado atornillado en ella. —¿Usted cree que pueda haber algo ahí, señor? —preguntó MacBride cuando McLean se reunió con él en el descanso. —Sólo hay una manera de averiguarlo. Deme un punto de apoyo. McLean se metió la linterna en la boca y pisó con cuidado en el hueco formado por los dedos entrelazados del agente. No había nada de qué sujetarse a excepción de una pequeña protuberancia debajo de la portezuela y tuvo que estirar su otra pierna hasta el barandal tambaleante antes de poder estirar una mano y abrir el pasador. Relucía donde, hasta hacía poco, había colgado un candado.

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—Aguante sin moverse —McLean empujó la portezuela. Ésta resistió ligeramente, y entonces giró sobre sus goznes bastante desgastados. Más allá había una oscuridad diferente, y un almizcle dulce que contrastaba con el olor fétido que se elevaba desde abajo. Giró la cabeza hasta que su linterna se dirigió a través de la abertura, vio papel aluminio sobre las vigas, bancas bajas de madera, iluminación fluorescente. —No puedo aguantar mucho más, señor —la voz de MacBride tembló con el esfuerzo de soportar los setenta y seis kilos del inspector criminalista. Bueno, tal vez ochenta y dos. McLean transfirió su peso al barandal, tanto como pudo, se dio vuelta y se dejó caer de regreso al descanso de piedra. El agente lo miró con preocupación, como si esperara que le recriminaran por su debilidad. McLean sólo sonrió. —Llame por radio —dijo—. Creo que vamos a necesitar un equipo de Servicios Periciales aquí, tan pronto como se pueda.

Retirar las bolsas de basura había ayudado a despejar el ambiente, pero el piso de baldosas estaba pegajoso y resbaloso, con fluidos en los que más valía no enfocarse demasiado. McLean observó la hilera de oficiales de Servicios Periciales, vestidos con trajes blancos a medida, que salían de su camioneta, pasaban por el corredor y subían las escaleras acarreando estuches maltratados de aluminio llenos de equipo caro. —Me da lástima el pobre desgraciado que va a tener que revisar todo eso —Bob el Gruñón señaló con la cabeza la pila de bolsas de basura, cada una de las cuales ahora llevaba la etiqueta de Evidencia policial y esperaba a la mitad de la calle a que una camioneta viniera y se la llevara. —Da la casualidad de que soy yo. ¿Quién es el oficial a cargo aquí? —una figura vestida de blanco se detuvo a medio corredor, mientras se quitaba un gorro, con lo cual puso al descubierto una mata rebelde de pelo negro peinado en forma de picos. Emma Baird estaba saliendo o no con McLean, dependiendo de con qué chismoso de la estación hablaras. No la había visto en un par de semanas: por culpa de un curso de entrenamiento en el norte. Mientras ella fruncía el ceño en la penumbra, él deseó que su reunión hubiera sido en mejores circunstancias. Dirigió una mirada a Bob el Gruñón quien, con un elocuente encogimiento de hombros, se rehusó a asumir cualquier responsabilidad.


—Hola, Em —McLean salió de entre las sombras para que pudiera verlo—. Creí que todavía estabas en Aberdeen. —Estoy empezando a desear haberme quedado ahí —miró la creciente pila de basura—. Sabes que nadie ha tocado ese ático en varios meses, ¿verdad? —Mierda —otro callejón sin salida. Y todo parecía tan prometedor. —Exactamente, mierda. Veintitrés bolsas negras de basura apestosas, llenas justo de eso. Y voy a tener que revisar cada una, a sabiendas de que no voy a encontrar nada que sirva para tu investigación. A menos que decidas que no es necesario… —su voz se fue apagando, los miró a ambos, con sus ojos moviéndose a ambos lados como si no estuviera segura de a quién debía dirigirse. —Si pudiera, lo haría, Em —McLean intentó una sonrisa, aunque sabía que se vería más como una mueca—. Pero conoces a Dagwood. —Oh, mierda. No está a cargo, ¿o sí? —Emma estrujó el gorro entre sus manos enguantadas, lo metió en un bolsillo del overol, se dio vuelta y le gritó al grupo de Servicios Periciales, que se había reunido—. Vamos, todos ustedes. Mientras más pronto empecemos, más pronto podremos darnos una ducha —y se marchó con paso airado, sin emitir otra palabra.

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Una lluvia helada azota el cementerio y transforma la nieve invernal en aguanieve color gris sal. El cielo es plomizo, con nubes asentándose sobre el pequeño grupo como una ola dispuesta a ahogarlos. Él está de pie al borde de la tumba, mirando a la negrura mientras, en la cercanía, un ministro murmura clichés sin sentido. Hay algo de movimiento, y hombres fuertes sujetan los cordeles de seda deslizados por debajo del ataúd. Ella está adentro, yace inmóvil y fría en el vestido favorito de su madre. Su vestido favorito. No le sirve a nadie ahora. Él quiere forzar la tapa y mirar su rostro una vez más. Quiere acunarla en sus brazos y lograr, a base de fuerza de voluntad, que el pasado se desvanezca. Que las cosas malas nunca hubieran ocurrido. ¿Qué daría él por retroceder tan sólo un par de meses? ¿Su alma? Por supuesto. Traigan el contrato y la pluma fuente con la punta remojada en sangre. No necesita un alma ahora que ella se ha ido. Pero él no se mueve. No puede hacerlo. Debería estar ayudando a los hombres fuertes a hacerla descender hasta la tierra, pero no puede. Todo lo que puede hacer es permanecer de pie. Una mano toca su brazo. Al voltearse ve a una mujer vestida completamente de negro. Las lágrimas corren por su rostro pintado de blanco, pero sus ojos están llenos de un odio furioso. Lo miran acusatorios. Es su culpa que todo esto haya sucedido. Es su culpa que su nenita, su única alegría, esté siendo lentamente cubierta por paladas de tierra. Comida para gusanos. Muerta. Él no puede negar la verdad en esos ojos. Tienen razón. Es su culpa. Es mejor que ella lo empuje hacia el interior de la tumba ahora. No va


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a detenerla. Con gusto yacería sobre ese ataúd mientras arrojan tierra sobre él. Cualquier cosa sería mejor que intentar vivir sin ella. Pero él sabe que eso es lo que hará.


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Apenas había pasado el mediodía y el sol del otoño tardío ya se estaba yendo a la cama. McLean miró hacia arriba, en dirección a las nubes que colgaban en el cielo aborregado en lo alto de Salisbury Crags, y tembló al pensar en el invierno inminente. El gran bloque de concreto de la estación se lo tragaría muy pronto, hasta llevarlo a un mundo de luz artificial y ventanas polarizadas. Por ahora sólo quería sentir el viento en su rostro. Estar en cualquier lugar, menos adentro. —¿Va a estar aquí afuera todo el día, señor? Lo que pasa es que hay una taza de té con mi nombre allá adentro —Bob el Gruñón cerró de un golpe la puerta del auto de flotilla y se dirigió hacia la puerta trasera de la estación, en el lado opuesto del estacionamiento. No había avanzado más de media docena de pasos cuando el estruendo de unos claxonazos lo hizo retroceder de un brinco, sobresaltado. Los frenos rechinaron y una flamante camioneta Jaguar nueva, se detuvo en la rampa que llevaba al almacén de seguridad, debajo de la estación. Una figura alta abrió de un empujón la puerta del conductor, antes de salir con esfuerzo, mientras cojeaba para rodear el frente de la camioneta. —Discúlpame, Bob. No te vi por la luz del sol. —Por Dios, Needy. Casi me matas —Bob el Gruñón puso una mano teatral sobre su pecho, mientras con la otra daba palmaditas al cofre de la camioneta—. Bonito auto, por cierto. Me debo haber perdido las novedades sobre la paga de los sargentos. —Ya, ya, Bob. Sólo porque te gastas todo tu dinero en cerveza y mujeres fáciles —McLean dirigió una mirada a Needy, o sargento John Needham para los que no lo conocían bien. Rey de las profundidades subterráneas de la estación, del casillero de evidencias y la madriguera


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laberíntica de archivos y almacenes. Normalmente se podía contar con que le diera un toque de humor a cualquier situación. Ahora, sin embargo, se veía tenso, pálido y cansado. —Buenas tardes, señor —Needy se movió con rigidez para dirigirse a McLean, era obvio que su pierna lastimada le estaba dando más molestias de lo normal. McLean recordó al atlético sargento que lo había tomado bajo su protección hacía muchos años. De no haber sido por un desafortunado encuentro con un maleante ebrio que empuñaba una botella, habría sido más probable que Needy estuviera a cargo de la investigación y McLean fuera quien lo llamara señor. —Buenas tardes, Needy —McLean señaló con la cabeza en dirección a Bob el Gruñón—. Aunque tiene razón, es un bonito auto. ¿Decidiste comprarte un regalo por tu jubilación? No debe faltar mucho. —En febrero —Needy no se veía muy feliz ante el prospecto—. Sólo necesito dejar atrás Navidad y el Año Nuevo, y entonces le diré adiós a todo esto —levantó las manos como si rezara en dirección al patio y a las paredes amenazantes. O como si recibiera el aplauso de las ventanas silenciosas—. Había Needhams trabajando en la antigua estación aún antes de que construyeran este lugar. Calculo que alrededor de cien años de servicio, considerándolo todo. Y soy el último. —¿Cómo está el viejo, por cierto? —preguntó McLean. Tom Needham, policía de a pie por cuarenta años, hombre y niño. Había pasado un buen tiempo desde la última vez que visitó la estación, en la que caminó por todos lados como si fuera el dueño del lugar y metió su bastón nudoso en los asuntos de todos. No importó que se hubiera retirado tiempo atrás y no tuviera autorización, no hubo un oficial de alto rango en el distrito que se atreviera a decirle que se fuera a casa. Una sombra cruzó el rostro de Needy y empezó el laborioso proceso de meterse de nuevo en su auto. —Está en el hospital otra vez. Iba camino a verlo. —Bien, dale mis saludos —dijo McLean—. Y no nos dejes entretenerte. —Sí, no lo haré —dijo Needy—. Quiero estar tan lejos de aquí como sea posible, cuando Dagwood se entere de su redada de esta mañana. —¿Cómo es posible que sepas sobre eso? —preguntó McLean, pero Needy sólo sonrió, jaló la puerta hasta cerrarla y se alejó manejando.


La tensión crecía a medida que subías las escaleras desde el vestíbulo trasero en dirección al corazón oscuro de la estación. McLean podía sentirla como una quietud en el aire, una carga pesada sobre sus hombros, una presión en los senos paranasales. Y además, estaba el olor a miedo que impregnaba los corredores. Era eso o alguno de los agentes más jóvenes necesitaba darse un baño. La sala de investigaciones de mayor tamaño en el edificio ocupaba una buena parte del frente del primer piso; sus largas ventanas dominaban la ajetreada ruta suburbana que canalizaba el tráfico de Borders hasta el centro de la ciudad. McLean permaneció merodeando en la entrada doble, mientras realizaba un estudio de niveles de ajetreo. Agentes uniformados y sargentos se movían rápidamente, de un lado al otro, entre un banco de pantallas de computadoras, un pizarrón blanco del largo de la sala y un mapa de la ciudad que ocupaba una pared completa del fondo. Dos docenas de voces diferentes parloteaban en los auriculares, mientras que aún más personal desaparecía en el presupuesto, cada vez más creciente, de tiempo extra. ¿Y todo para qué? Un soplón de mierda los había llevado a un lugar abandonado tiempo atrás, que probablemente no tenía nada que ver con su investigación actual. —Bien, bien, bien. Miren lo que trajo el gato. Estaba empezando a preguntarme qué le había pasado. McLean se enfrentó a su acusador, agradecido al menos de poder darle las noticias a alguien que no lo masticaría y lo escupiría. El inspector criminalista, Langley, estaba bien en realidad, considerando cómo eran los inspectores del equipo antidrogas. Técnicamente, toda esta investigación tendría que estar bajo su mando, con McLean dando apoyo de logística, sea lo que fuere que eso significaba. Pero ambos habían sido forzados a tomar un rol diferente por la interferencia constante de cierto inspector criminalista en jefe, quien, afortunadamente para McLean, no parecía estar por ahí en ese momento. —Entonces, ¿qué tal estuvo? —preguntó Langley, con una expresión en su rostro que casi convenció a McLean de que no lo sabía ya. Se encogió de hombros. —Demasiado pronto para saberlo. Es posible que el equipo forense encuentre algo. Ciertamente les dejamos bastante con qué trabajar. —Sí, ya me enteré —Langley se rascó la nariz y miró detenidamente la punta de su dedo como ponderando si lo metería en su boca o no.

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Decidió finalmente restregarlo contra el lado de su chaqueta—. Al igual que el jefe —y movió su mirada más allá del hombro de McLean, en dirección a la puerta abierta detrás, al mismo tiempo que McLean percibía cómo bajaba la temperatura y el barullo descendía hasta convertirse en silencio. —¿Dónde demonios ha estado, McLean? Lo he estado buscando todo el día. McLean se dio vuelta y vio la alta figura de su colega menos favorito cruzar las puertas a zancadas, el inspector criminalista en jefe, Charles Duguid, o Dagwood para cualquiera que no estuviera al alcance del oído. Debe haber sido una semana de traje café, y la mezcla de poliéster descolorido de este modelito en particular se había deshilachado en los puños, y se había vuelto lustrosa en los codos. Parecía más un maestro de escuela que un detective, el tipo de profesor que encuentra un gran placer en molestar a los chicos lentos y cuyo comportamiento estimula a sus pupilos a insubordinarse. Desde su ralo cabello pelirrojo, canoso y desaliñado; su rostro blanco manchado, que podía volverse rojo de ira al mínimo indicio de una excusa, hasta su complexión desgarbada y sus manos excesivamente grandes, con dedos largos y bulbosos nudillos huesudos, le hacían pensar a McLean en un orangután con traje, sólo que menos amigable. Intenta ser razonable. Por lo menos. —Si recuerda, señor, le dije que iba a seguir una pista potencial de uno de mis informantes. Usted sabe lo difícil que ha sido atrapar a este grupo. Se me ocurrió dar un golpe rápido, llegar ahí antes de que se escaparan. —¿Así que la investigación ahora está llegando a su fin? Tenemos a todos los criminales cocinándose en su propio jugo en las celdas en estos momentos, y la ciudad está libre de nuevo de la amenaza de esta cannabis de invernadero —se burló Duguid—. ¿Qué no era sólo un sargento el mes pasado? —Ya ha pasado casi un año, y no veo qué tenga que ver eso con… —Algunos de nosotros tenemos un poco más de experiencia llevando a cabo una investigación que usted, McLean. Incluso Langley, aquí presente, ha puesto tras las rejas a algunos traficantes en su momento. Y usted sabe cuál es el aspecto más importante de cualquier equipo de investigación, ¿eh? ¿Lo recuerda de su entrenamiento, eh?


Con cada ¿eh?, Duguid se acercaba más y más, alzándose amenazador sobre McLean, aprovechando al máximo su altura adicional. —Es esa pequeña palabra, McLean —y ahora Duguid lo golpeaba con un dedo huesudo, la uña agrietada y amarillenta por la proximidad de toda una vida a los cigarrillos—. Equipo. e-q-u-i-p-o. Uno no se larga a hacer una redada al amanecer sin coordinarla con todos los demás primero. ¿Qué hizo? ¿Agarró los primeros uniformados que pudo conseguir y entró con las armas desenfundadas? McLean iba a protestar, incluso llegó a abrir la boca un poco, pero la cerró de nuevo cuando reconoció el irritante elemento de verdad en las palabras del inspector en jefe. No había olvidado completamente la estructura del equipo, el inspector Langley había estado presente en la corta reunión informativa que había organizado a las seis, esa mañana. Hubiera sido amable de su parte acudir en su ayuda ahora, en lugar de escabullirse en dirección a las computadoras, alineadas en medio de la sala, simulando estar muy interesado en las últimas acciones inútiles que estaban realizando. —Bien, ¿qué tiene que decir en su defensa? —preguntó Duguid, mientras metía sus manos impacientes en los bolsillos de su saco, las movía un poco de un lado a otro y las sacaba con un dulce de menta ligeramente amarillento. Lo frotó para quitarle algunas migajas de lo que McLean tenía la esperanza de que fuera tabaco de liar antes de echárselo en la boca. —Encontramos luces de alto poder y equipo de hidroponía en el desván del edificio de departamentos que señaló mi informante —dijo, y después prosiguió a poner al corriente al inspector en jefe sobre las actividades de la mañana. Por primera vez, Duguid no interrumpió, tal vez porque estaba demasiado ocupado, disfrutando su menta enriquecida con sabor a nicotina. Finalmente se escarbó los dientes amarillos y echó un vistazo a lo que encontró alojado debajo de una uña amarilla y agrietada. —¿Así que ahora el equipo de Servicios Periciales está revisando dos docenas de bolsas de basura podridas, llenas de mierda, y usted dice que este lugar se veía como si no hubiera sido usado por un buen tiempo? McLean hizo una mueca. —Al menos sabemos que estuvieron ahí. —Sabemos dónde han estado, McLean. Tenemos media docena de ubicaciones por toda la ciudad —Duguid movió una mano demasiado

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grande en dirección a las computadoras y a los diligentes oficiales que picoteaban los teclados y miraban las pantallas de cerca—. Tenemos demasiado trabajo para investigar dónde han estado. Necesito saber dónde están ahora. —Lo sé, señor, pero… —No quiero escucharlo. De verdad que no. Es bastante malo tener que escuchar al maldito Langley gimoteando todo el día como una oveja constipada. Lo incluí a usted en esta investigación porque la superintendente en jefe, McIntyre, pensó que era una buena idea —Duguid hizo una mueca al mencionar a su superior, como si sólo pensar en ella fuera suficiente para ponerlo de mal humor—. Obviamente la engañó su encantadora sonrisa, pero eso no funciona conmigo. —Si no quiere mi ayuda, señor, tengo bastantes cosas en qué ocuparme. Todavía no sabemos quién ha estado prendiendo fuego a esos edificios antiguos, para empezar —McLean pudo escuchar el tono de colegial petulante en su voz, pero era demasiado tarde para retirar sus palabras. Duguid se enfureció, y la cara se le puso roja, como si fuera un pulpo sobresaltado. —Lárguese, McLean —el tono y volumen de su voz se elevaron—. Vaya a perseguir a su pequeño pirómano. Deje el trabajo policiaco de verdad para aquellos que sabemos lo que estamos haciendo.


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—Dios Todopoderoso. ¡Qué casa! Se para en el enorme vestíbulo de una mansión palaciega y mira hacia arriba, en dirección a la amplia escalera que sube dando vueltas a lo largo de tres paredes, hacia un tragaluz inmenso en la parte superior. Al conducir por la calle interior, asumió que la casa estaba dividida en departamentos, pero ahora parece que pertenece por completo a un solo hombre. —Toma un poco acostumbrarse, ¿no es así, muchacho? —el inspector Malcolm “Mac” Duff se está quitando el abrigo. El sargento Needham ya arrojó el suyo sobre una silla vieja junto a la puerta. —Bienvenidos a mi no tan humilde morada —dice Needham—. O debería decir, la de mi padre. —No pensé que les pagaran tanto a los sargentos de guardia. Needham ríe. —No se haga ideas, agente. No es así. Este lugar ha sido de la familia por generaciones. Vengan, déjenme darles el tour de dos centavos. Le recuerda a la casa de su abuela, allá en Braid Hills, aunque a decir verdad ésta hace que la otra parezca pequeña en comparación. Sin embargo, tiene ese aire de un hogar en espera de que alguien lo llene. La mayoría de las habitaciones son frías, húmedas, en desuso. Sólo la cocina, con su enorme horno y estufa y larga mesa de madera, tiene algo de calidez real. El tour termina ahí con las inevitables tazas de té. —Te preguntarás por qué vinimos aquí, muchacho. Duff se ha apoderado de la cabecera de la mesa, aunque no es su casa. —Needy tiene el espacio, y no hay esposas o niños a quien incomodemos. Tú sabes cómo puede ponerse la estación; tan ajetreada que apenas


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puedes escuchar tus propios pensamientos algunas veces. Así que usamos este lugar como una especie de sala de investigación no oficial. —¿Para qué? —hace la pregunta, aunque sospecha saber la respuesta. —El Asesino de Navidad, muchacho —Needham lo mira fijamente con intensidad inusual—. Hemos tratado de atrapar al maldito bastardo por ocho años. Impresionaste a todos con la manera en que resolviste el caso Probert. Ahora es tu oportunidad de probar con algo realmente difícil.



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