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La retórica de la cita

Que no se diga que yo no he dicho nada nuevo: la disposición de los temas es nueva. Cuando se juega a la pelota ambos jugadores usan la misma pelota, pero uno la coloca mejor que el otro. Blaise Pascal

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na serie de grabados representa al dramaturgo irlandés George Bernard Shaw llegando al monte de piedad para empeñar su ropa. —Oiga –le dice el empleado que lo recibe–. Estos pantalones son de Ibsen. —Pues sí –contesta el escritor, mientras el anciano de la casa de empeño sigue separando la ropa. —Veo también que el saco es de Nietzsche. —Sí, así es –dice Bernard Shaw. —Además, oiga, el chaleco es de Schopenhauer. —Bueno –le contesta el dramaturgo–, pero fíjese usted en la combinación. Esta anécdota aparece en una entrevista que una vez le hizo a Leonardo Sciascia el crítico francés James Dauphiné.

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Sciascia explicaba cómo en su novela Cándido o un sueño siciliano, parodia del libro más conocido de Voltaire, se entregó con toda libertad y ligereza al juego de las citas, las referencias y las alusiones. Y es que en la actualidad, decía, así sucede con la literatura: «Tomamos los calzones de uno, el saco de otro, el chaleco de un tercero y procedemos a coser». No hacemos sino escribir lo que ya ha sido escrito. Valdría la pena recordar este incidente cuando con demasiada suspicacia se acusa a alguien de plagio, como si la imitación literaria fuera posible. Lo que se discute a veces entre escritores es que siempre ha habido una ambigüedad entre la obligación de citar entre comillas una frase ajena y lo que suele entenderse por plagio. Para unos el uso de las citas, o más bien su abuso, es un subterfugio para llamar la atención, quedar bien con alguien o disimular la ignorancia. Hay escritores que citan y escritores que no citan, acaso porque sienten que citar es una humillación o una cortesía servil o un homenaje que no merece nadie. Esta arte combinatoria quiere poner en relación a unos autores con otros, entablar conversaciones entre autores muertos y autores vivos. No es imposible propiciar un diálogo entre escritores muertos y de otras lenguas con escritores vivos o también muertos pero de otros países y de otras lenguas y de diferentes tiempos: uno del siglo xvi con otro de finales del xx. Junto a Aristóteles puede comparecer el filósofo Wittgenstein. A un pensamiento de Kant puede arrimársele una idea de Bertrand Russell. De esa manera continúa la tertulia literaria entre los personajes que uno escoge. Y esta conversación –el acto de leer es una conversación diferida, dice Gabriel Zaid– es una prueba más de 14

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que todos estamos escribiendo el gran libro universal de toda la humanidad. Ricciarda Ricorda, maestra de literatura italiana moderna y contemporánea en Venecia, ha escrito un ensayo sobre «Sciascia ovvero la retorica della citazione»: la retórica de la cita. Un texto con una cita añadida se vuelve otro decir. En algo aumenta la producción de sentido. Y no es fácil acertar con una buena cita que embone bien con la idea apenas esbozada en otro párrafo y venga, de rebote, a enriquecerlo. Por eso es un arte. Una conexión secreta.

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El fantasma del padre

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l tema de las relaciones entre padres e hijos aparece de manera latente en muchos novelistas, no de modo explícito por las restricciones que imponen el pudor y el respeto a las personas reales y sus nombres y, sobre todo, porque se consigue profundizar más a través de la transfiguración literaria. Lo que presupone bien el narrador es que cuando habla de sus propios padres está aludiendo a la madre y el padre del lector, y el lector lo sabe. ¿Cómo juzgan los hijos a sus padres? ¿De qué manera cada uno se los inventa, de tal modo que cada uno de los hermanos termina por haber tenido un padre distinto: el de su subjetividad, el de su invención? Y si realmente hay un fantasma –ya lo sabía Shakespeare desde la primera página de Hamlet– ése es el del padre, que siempre traemos en el hombro como perico de pirata. No es algo distinto lo que quiere contar Paul Auster en La invención de la soledad: la enigmática frialdad de su padre, su desamor, su infelicidad radical. En segunda persona, desde la «pureza amoral de la adolescencia», Adelaida García Morales elabora en El sur un yo narrador que le habla a su padre, lo ama, lo recrea en la memoria. «Mañana en cuanto amanezca iré a visitar tu

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tumba, papá... Decían que eras tan raro. Pero a mí nunca me extrañó. Pensaba entonces que tú eras un mago y que los magos eran siempre grandes solitarios». También Barry Gifford se pone a investigar el rastro de su infancia en El padre fantasma porque realmente, como nos sucede a muchos, nunca supo mucho sobre su padre, a pesar de que allí lo tenía. Escribe «como si fuese un detective contratado para seguirse a sí mismo», dice Benjamín Pardo. Cuando perdió a su padre en 1958 sintió que también había perdido su pasado, y se pone a reconstruirlo o... a inventarlo. Para el angelino James Ellroy el fantasma es más bien su madre que fue asesinada cuando él tenía diez años. Siempre la tenía presente en sus novelas –en La Dalia Negra, por ejemplo–, pero sólo en Mis rincones oscuros realiza una auténtica investigación policiaca retrospectiva con la ayuda de un detective amigo. En el fondo, lo que ha hecho es escribir su autobiografía «para que yo conociera mejor a mi madre y aprendiera a quererla». «Hasta entonces, supongo que su ausencia, su sórdida muerte y el hecho de que nunca cogieran a su asesino, me habían llevado a convertirla en personaje, tal vez porque considerarla un ser de carne y hueso y una madre de familia me habría hecho mucho daño. Después de escribir el libro, mi madre no ha dejado de ser un personaje literario, pero puede volver a ser un ser humano a secas sin que a mí me haga daño.» Ingmar Bergman y Franz Kafka, Raymond Carver y Sam Shepard evocan obsesivamente la figura del padre alcohólico. Baste recordar la Carta al padre del praguense que, como se ha venido a saber, en realidad no se llevaba tan mal con su padre. Bergman, novelista en su madurez, por duro e 18

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implacable, no deja de honrar a su madre y a su padre en Las mejores intenciones: «Aquí podía terminar el juego, todo final y todo principio tienen que ser arbitrarios, puesto que lo que cuento es un trozo de vida, no una invención». Los novelistas, pues, asumen la referencia a sus padres a partir de la proliferante ambigüedad del lenguaje y no sabe uno si la madre de Peter Handke en Desgracia impeorable es la misma que se suicidó. Uno siente que sí, pero se queda con la duda. Por el mero hecho de haber sido contada, la historia de la madre termina felizmente desfigurada por la literatura. También Albert Cohen entra directo desde el dolor a componer una bella historia de amor en El libro de mi madre. El autor de Bella del Señor, para «mitigar el sufrimiento y como rebelión ante la muerte», construye un personaje único de resonancias universales refiriéndose a su madre real pero mediante el tamiz de la invención y la memoria. Estos autores –y no menos que Ingmar Bergman, Franz Kafka, Adelaida García Morales, Paul Auster, James Ellroy y Barry Gifford– utilizan su propia, desgarradora experiencia filial para inventar a sus propios padres y para contarse a sí mismos. Pero su sabiduría narrativa sale muy airosa al final porque se atreven a deformar la realidad, a cambiar nombres y situaciones, y a descreer de las anécdotas «verdaderas» tal y como sucedieron. Su trabajo creador empieza justamente allí donde esos supuestos anecdóticos desaparecen, según observa Juan José Saer: «Narrar no consiste en copiar lo real sino en inventarlo. Lo que distingue a la biografía de la narración es que la narración, indiferente a los hechos, es sobre todo crítica. La biografía, en cambio, más obediente por necesidad a la apariencia, trabaja con una noción incuestionada de la realidad.» 19

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El padre alcohólico

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a edición original en inglés de Cruzando el paraíso, que reúne varios relatos de Sam Shepard, tiene en la portada una fotografía de Manuel Álvarez Bravo («Bicicletas en domingo») y un epígrafe de Juan Rulfo, que marca uno de los asuntos más recurrentes en la narrativa y el teatro del conocido autor y actor norteamericano nacido en 1943: la relación con el padre. «Y el muchacho se quitó el sombrero. Era igualito a mí y con algo de maldad en la mirada. Algo de eso tenía que haber sacado de su padre», dice el incierto narrador de «El Llano en llamas» que encabeza el libro de Shepard. Pero los cuentos de Sam Shepard no incorporan la figura del padre como un punto de referencia relativo a la consabida identificación masculina, que sería el tema clásico de la búsqueda del padre en Pedro Páramo, en The Letter Left to Me, de Joseph McElroy, y en la Carta al padre, de Franz Kafka, que según la crítica más reciente esconde una de las claves hermenéuticas más solventes e importantes para la interpretación del tema del poder en la obra del autor de El proceso. No. En Sam Shepard, como en Frank McCourt y Raymond Carver, de lo que se trata concretamente es del padre alcohólico. El tratamiento del personaje, por lo que en los tres casos

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tiene de autobiográfico y de entrañable, resulta una prueba de la madurez narrativa de cada autor. Resulta extremadamente difícil porque no es imposible caer en el sentimentalismo y en evocaciones en exceso patéticas, cuando no en la autoconmiseración menos plausible. Aparte del atractivo que para nosotros puede tener la región de sus historias (el desierto, los moteles, el suroeste norteamericano, el cruce de la frontera con México, como en las novelas de Cormac McCarthy), agrada también el tacto, la discreción con que –entre vaqueros, actores, seres que siempre andan de paso, de un pueblo a otro– irrumpe el padre «sentado en la destartalada mecedora que le había regalado años atrás, inclinado sobre sus cigarrillos liados a mano, escuchando polcas mexicanas». «Me lanzaba todo tipo de insultos. Insultos mexicanos. Y después me tiraba cosas, sus botas, o latas de cerveza. Si trataba de ponerlo en pie, me maldecía en español, me llamaba cabrón y cosas por el estilo. Sabía que era el alcohol lo que provocaba ese comportamiento, así que nunca me lo tomé como una cosa personal, a pesar de que en ocasiones hería mis sentimientos.» En Las cenizas de Ángela el irlandés Frank McCourt tiende como un hilo subterráneo, constante a lo largo de toda la novela, el drama insuperado del abandono, la oquedad que deja el padre, y a la que parece no haberse resignado nunca. Sin embargo, la maestría está en nuestro gran cuentista de finales de siglo: Raymond Carver. En los tres escritores es común la implicación personal en el tema. No pueden, ni lo desean tanto, disimularlo, porque pertenecen a esa estirpe de narradores que sólo escriben de lo que les duele, como si les fuera la vida de por medio 22

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y no tuviera sentido escribir de cosas ajenas. También la ambigüedad entre realidad y ficción les es propia a los tres. Nunca alcanza el lector a discernir el hecho biográfico de la mera invención literaria. Si alguien le dijo algún a vez a Raymond Carver –en el taller literario de John Gardner, al que asistió, por ejemplo– que escribiera sobre su padre, me imagino que de pronto tomó la pluma y se fue al relato que le improvisaría a un amigo en una cantina. «Fue en esa breve estadía en Arkansas, en un pueblo llamado Leola, cuando mi madre se encontró con papá en la acera, cuando él salía de una taberna. Estaba borracho, contaba. No sé por qué le dejé que me hablara. Tenía los ojos chispeantes. Ojalá hubiera tenido una bola de cristal.» Seca, tal vez fríamente, Carver cuenta sin divagaciones ni interpretaciones lo que fue. Nada desliza que pueda tomarse como un juicio o un matiz de la piedad. «Estaba borracho y sentíamos que la casa se estremecía cuando sacudía la puerta. Cuando logró forzar una ventana, ella lo golpeó en la frente con un colador y lo noqueó.» El padre vivía luego en un tráiler. «No lo reconocí de inmediato. Creo que por un momento no quise reconocerlo. Estaba flaco y pálido y parecía aturdido. Los pantalones se le caían. No parecía mi papá.» En una fotografía el padre, frente a un Ford 1934, sostenía una cerveza y una ristra de pescados. «Perdí la fotografía. Traté de recordarla y pensé que en ciertos aspectos importantes nos parecíamos. Escribí un poema, en un momento en que yo también, como mi papá, estaba teniendo problemas con el alcohol. El poema era una manera de tratar de conectarme con él.» 23

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Padre y memoria

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esis sin pruebas, el ensayo literario propone, sugiere, insinúa; aspira a la persuasión y sólo puede encomendarse a las pautas que aconseja la retórica en su parte más inventiva: la argumentación. Preguntarse cuál es el papel de la memoria en la invención literaria –en el proceso creador de la literatura– supone entender de qué manera en cualquier ser humano –y no sólo en el escritor– el pasado informa al presente no menos que el presente informa al pasado, en el juego de una doble perspectiva. Tanto en la autobiografía como en la novela la memoria es el revés de la trama, el otro lado de la Luna. Ya en 1932 el inglés Frederic Bartlett, en un análisis sobre La imaginación de Shakespeare y adelantándose a los estudios de la neurobiología actual, vislumbraba que el movimiento perpetuo de la memoria supone una reconstrucción imaginativa de la materia recordada. Marcel Proust intuía que al recordar uno incorpora un factor añadido a la cosa real, a la experiencia resucitada a través de la imaginación, como si la memoria tuviera el papel de inventar otra »realidad», aparente o imaginada, que se empalma con cualquier instante del pasado. En esta transfiguración cuenta de modo significativo el componente

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emocional, puesto que ni la conciencia ni la memoria reviven sin los tintes de la emoción. «Hay una gran diferencia entre la verdadera impresión que hemos tenido de una cosa y la impresión ficticia que nos damos cuando intentamos voluntariamente representárnosla», dice Marcel el narrador al final de El tiempo recobrado. No la memoria buscada intencionalmente, con los recursos de la inteligencia, sino la memoria involuntaria es la única que nos hace disfrutar de la misma sensación en una circunstancia totalmente distinta: «La liberan de toda contingencia, nos transmiten la esencia extratemporal, la que constituye precisamente el contenido del estilo elevado, de esa verdad general y necesaria que sólo la elevación del estilo es capaz de reflejar». La memoria voluntaria (una memoria de la inteligencia y de los ojos) no nos da el pasado sino rostros desprovistos de verdad. Pero si un olor, un sabor, recobrados en una circunstancia totalmente distinta, despiertan en nosotros, a nuestro pesar, el pasado, notamos cuán distinto era ese pasado de lo que creíamos recordar, pasado que nuestra memoria voluntaria pintaba con colores carentes de verdad. Así, para Proust sólo de los recuerdos involuntarios debería extraer el artista la materia prima de su obra. En primer lugar, precisamente porque son involuntarios –porque se forman de sí mismos, atraídos por la semejanza de un minuto idéntico– esos recuerdos «son los únicos que poseen una impronta de autenticidad. Además, nos devuelven las cosas con exacta dosificación de memoria y olvido». Lo que a Vladimir Nabokov le cautiva es el uso que la 26

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memoria hace de ciertas armonías cuando ella, la memoria, despliega las erráticas tonalidades del pasado. Como Proust, Nabokov y otros, podría pensarse en la música como una metáfora de la habilidad que la memoria tiene de reagrupar, desde el flujo del tiempo, cualquier cantidad de imágenes y hechos que, por triviales que sean, secretan una coloración emocional que los relaciona entre sí. La memoria, dice Patricia Hampl, tiene que escribirse porque cada uno de nosotros tiene que tener una versión creada del pasado: «Creada: es decir, real, tangible, hecha de la materia de una vida vivida en un lugar concreto y en la historia». A Toni Morrison la memoria le ha importado en la creación de su obra novelística porque «enciende un proceso de invención», y porque ella, Toni Morrison, no se puede atener a que la sociología o la literatura de otros autores la encaminen a conocer la verdad de sus propias fuentes culturales. En Eudora Welty la experiencia de la memoria tiene otros matices: «A medida que vamos descubriendo algo, recordamos. Al recordar, descubrimos. Y esto lo experimentamos con mayor intensidad cuando nuestros viajes interiores confluyen. ”En esos puntos de confluencia, nuestra experiencia vital es uno de los terrenos más dramáticos en los que vive la ficción. ”Y la mayor confluencia de todas es la que posibilita la existencia de la memoria humana e individual. ”La memoria que yo tengo es mi tesoro más preciado, tanto en mi vida como en mi obra de escritora. ”Aquí, el tiempo es también objeto de una confluencia. 27

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”La memoria es algo vivo, algo que está en tránsito. Y mientras dura su instante, todo lo que se recuerda se junta y vive: lo viejo y lo nuevo, el pasado y el presente, los vivos y los muertos.» Si por lo menos en Sam Shepard, Raymond Carver y Paul Auster es perceptible la figura del padre, y en los dos primeros la del padre alcohólico, sólo de manera muy tenue y no deliberada (no consciente) pueden discernirse los lazos entre la memoria y el fantasma del padre. Esta asociación es menos evidente en Sam Shepard, el menos especulativo de los tres, pero tanto en Shepard como en Carver y Auster la referencia al padre es más que recurrente: es un motivo de señalamiento constante, un cable a tierra, a veces una obsesión emparentada con ese centro de irradiación proliferante que representa el padre en la obra de Franz Kafka y Juan Rulfo: la condena y la opresión en el primero, la muerte en el segundo. En Crónicas de motel –paisajes y retratos ubicados en el suroeste norteamericano, entre Nuevo México, Arizona y California– Shepard se constriñe a lo indispensable descriptivo, a historias apenas esbozadas, fragmentos de autoficción intencionadamente truncos. Por ahí aparece el padre en persona y en personaje, con chamarra de aviador de la segunda guerra y sus pantalones khakis y su herida de guerra en la nuca y su botella de whisky. Todo en el viejo bombardero de B54 sugiere la proyección de la mirada filial. Nombrar al padre es quererlo: percibir su ternura, no juzgar su alcoholismo, sonreír. El viejo acumula memoria en su colección de discos que guarda alineada, «coleccionando polvo de Nuevo México». «Mi Papá 28

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tiene una foto de una señorita española completamente cubierta de nata batida.» La memoria está en todas partes, en las paredes cubiertas de imágenes, de pasado, en recortes de revistas, en la concreción por excelencia del tiempo detenido: la fotografía. Y su colección de bachas de cigarro metidas en una caja de café Yuban habla asimismo de un modo de estar en la última edad. «Se gastó en Bourbon todo lo que le di para comida. Llenó el refrigerador de botellas. Se hizo cortar el pelo a la cepillo, como un piloto de caza de la Segunda Guerra Mundial. Sonreía satisfecho cada vez que se pasaba la mano por los tiesos pelos. Dijo que se lo cortaban así para que les encajasen bien los cascos. Me enseñó las cicatrices de la metralla, que aún se le notan en la base del cuello.» «Siempre que oía pasar un avión por encima de nuestras tierras mi papá tenía la costumbre de pasarse los dedos por la cicatriz de la metralla que tenía en la nuca.» «Mencionaba los B54 en un tono sombrío, casi religioso. Sólo decía el nombre abreviado, una letra y un número: B54.» Es la memoria del padre, no del hijo. Sin embargo, el narrador desliza un comentario: «Me sorprende la nostalgia que siento por épocas que apenas si recuerdo bien. Nunca pienso en mi experiencia de los años cuarenta. Los años cuarenta están reservados para la generación de mis padres y para pilotos con chamarra de cuero y cuello de piel, que sonríen desde la cabina de sus aviones.» En los cuentos de Cruzando el paraíso, uno se topa con un epígrafe de Juan Rulfo, unas líneas de «El Llano en llamas» 29

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alusivas a la paternidad, aquel famoso diálogo sobre el reconocimiento de un hijo, el Pichón. Ahora sí, transmutado en personaje, transferido de criatura a personaje, el padre no es el de la autoficción sino el de la mentira literaria, un padre alcohólico cuyos desfiguros van estableciendo su condición patética. O al menos es ésa la imagen del padre que está en «El auténtico Gabby Hayes», «Cruzando el paraíso» y «Un pequeño círculo de amigos». El padre que dispara con una 22 a unas latas de cerveza en el desierto, el padre que destroza una habitación, el padre que muere carbonizado en una cama de hotel. La relación de odio y amor entre padre e hijo tal vez esté más clara en una obra de teatro, donde Shepard se emplea más a fondo, como Mentiras de la mente, donde Jake pretende que su madre extraiga literalmente la urna con las cenizas de su padre, rehabilitándolo grotescamente e imponiendo su presencia espectral e incancelable. «En Locos de amor», dice Claudio Gorlier, «el padre se asoma con creciente urgencia, demiurgo implacable e invisible titiritero, que reaparece transformado en objeto insuprimible de la memoria». Probablemente en ninguna otra obra de Shepard el padre encarnado comparezca con tanta gravedad, hablando desde el más allá de la muerte, como entre sueños. Dado que en el teatro de Shepard el espacio es más emocional que físico, los planos se rompen, «Locos de amor va teniendo lugar tanto dentro de los sentimientos de los personajes como en los confines del escenario. Las escenas con el padre, por ejemplo, no son repentinos brincos a la fantasía (como si fueran secuencias de sueños) sino que están presentes en el espacio tanto como lo están en el tiempo», escribe Ross Wetzsteon. 30

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Como Sam Shepard, Raymond Carver nunca se asumió como un intelectual sino simplemente como un contador de historias, como un escritor de ficción poco preocupado por las disquisiciones teóricas. Cuando por alguna razón incidental, un artículo de encargo o una entrevista, se ponía a pensar y compartía algunas percepciones sobre su propio oficio de cuentista, dejaba ver casi sin quererlo la importancia que tuvo su padre en su decisión de ser escritor. Porque de su padre, gran lector de Zane Gray, escuchaba siempre, de niño, involuntarias historias, es decir, relatos sin intenciones literarias pero embelesadoras. ¿Qué le hizo desear escribir? «La única explicación que puedo encontrar es que mi papá me contaba muchísimas historias de cuando él era chico, y de su papá, y de su abuelo, que había combatido en la Guerra Civil, en ambos bandos. ”Me encantaba escuchar sus relatos. De vez en cuando me leía algo de lo que estaba leyendo. En realidad me contaba anécdotas, sin nada moral en ellas, acerca de los vagabundos por el bosque.» Recuerda a su padre cuando lo esperaba en la parada de los autobuses y el papá no llegaba porque se había ido a beber con sus amigos del aserradero. «Yo solía quedarme dando vueltas para esperar el siguiente autobús, pero ya sabía que tampoco vendría en ése.» Aquí y allá, de vez en cuando, sin que tampoco le obsesionara, Carver se asumía como un ser disperso. Reconocía su ansiosa incapacidad para concentrarse en cualquier cosa por periodos prolongados. Tal vez por eso se concentró o se especializó en el cuento, no en la novela. Y en el poema. 31

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Tenía mala memoria, o no tenía muy bien cierta clase de memoria en la que uno se pone a pescar con los anzuelos de la voluntad y la inteligencia intelectual. Olvidaba mucho de lo que le había pasado en la vida, según confesión propia, lo cual no dejaba de ser una bendición. «Paso por largos periodos en los que no puedo recuperar ni dar cuenta de ciudades y pueblos en que he vivido, nombres de personas, las personas mismas. Grandes vacíos.» Carver no podía traer a la memoria conversaciones enteras, y por eso tenía que inventar las conversaciones de sus cuentos. Las cosas que cuenta nunca sucedieron, pero tienen un parecido con ciertas ocurrencias o situaciones de la vida. Cuando trata de recordar se siente perdido. Tiene que inventar, inventa lo que dicen, aunque en algún diálogo pueda haber una frase real. Cuenta por ejemplo que antes de escribir su poema «Prosser» despertó una mañana pensando en su padre. «Había muerto dos años atrás, pero esa noche se había aparecido en los márgenes de un sueño que tuve. Traté de atrapar algo del sueño, pero no pude. Pero esa mañana empecé a pensar en él y a recordar algunas cacerías en las que anduvimos juntos. Luego de manera muy clara recordé los campos de trigo sobre lo que habíamos cazado, y me acordé del pueblo de Prosser, un lugarcillo donde a veces nos deteníamos a comer algo en la noche cuando terminábamos la caza. Era el primer pueblo que encontrábamos después de los trigales, de repente recordé cómo las luces aparecían de noche ante nosotros, tal y como aparecen en el poema.» Con todo, sí podía recordar algunas cosas. Pequeñeces: alguien que dice algo de una manera determinada; la risa 32

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estrepitosa o sofocada, nerviosa; un paisaje; una expresión de tristeza o de perplejidad en la cara de alguien. La emoción cuenta mucho en el despertar de su memoria. No puede evitar recordar aquellas cosas que estuvieron insertas en un contexto emocional: «Puedo recordar algunas cosas dramáticas, a alguien que empuña un cuchillo y se vuelve colérico contra mí, u oír mi propia voz cuando amenaza a alguien. Ver a alguien que rompe una puerta o que cae por una escalera. Algunos de esos tipos de memoria más dramáticos los puedo recuperar cuando los necesito.» Sea como haya sido, lo cierto es que el retrato más explícito que escribió sobre su progenitor es «La vida de mi padre». Podría ser de pura invención literaria, pero asimismo autobiografía o autoficción puras. El cuento es de una simpleza aterradora en su confección. Lo que más llama la atención es su poder evocativo, su naturalidad –espontánea o trabajada– para hacer presentes a personajes absolutamente desprovistos de alguna importancia social, como recomendaba Chéjov. Seres comunes y corrientes. Simples y complejos seres humanos. Nada heroicos. Parecería frialdad, desapego, el tono narrativo que evidentemente está en boca del hijo. Lo que dijo conscientemente lo lleva a la práctica: «Lo que crea tensión en un escrito literario es en parte la manera como las palabras concretas se enlazan para conformar la parte visible del cuento. Pero son también las cosas que se dejan fuera, las que están implícitas, el paisaje detrás de la chata pero a veces quebrada y precaria superficie de las cosas». En «La vida de mi padre» consigue, a partir de un lenguaje común y corriente, casi trivial, «crear un poder inmenso, 33

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casi perturbador […], producir un escalofrío en la espina dorsal del lector». De donde se desprende el drama es del conjunto y del efecto que la totalidad de la historia propicia en quien lo lee. Pinta a su padre. Lo ubica en el pasado y lo ve con sus ojos de niño, con sus ojos de adulto, con sus ojos de huérfano. Porque más que la vida de su padre lo que tiene lugar, como momento cumbre, es la muerte de su padre. Perdía un trabajo tras otro. Por fin se colocó en un aserradero, en Clatskanie, Oregon. Todo depende de un hilo, decía en una carta escrita a lápiz. Una postal anónima trajo la noticia de que estaba enfermo, que se había cortado con una sierra, que tal vez una pizca de acero le había quedado en la sangre, que bebía un «whisky rudo». «No lo reconocí de inmediato. Creo que por un momento no quise reconocerlo. Estaba flaco y pálido y parecía aturdido. Los pantalones se le caían. No parecía mi papá.» Pero lo más curioso es que cuando pierde la fotografía, cuando carece de todo punto de referencia material, se desata el trabajo de la memoria. «Fue entonces cuando traté de recordarla e intenté al mismo tiempo decir algo sobre mi papá, y por qué pensaba que en ciertos aspectos importantes nos parecíamos.» Carver escribió un poema en momentos en que él también estaba teniendo problemas con el alcohol. Lo fechó literariamente en octubre y no en junio, cuando murió su padre. Literariamente junio «no era el mes en que moría el padre de uno». Octubre en cambio, el mes inventado, era un mes «de días cortos y de luz declinante, humo en el aire, cosas que perecen». 34

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Pensó que recordaría todo lo que se dijo en el funeral y que podría contarlo alguna vez. «Pero no. Lo olvidé todo, o casi todo. Lo que recuerdo es que esa tarde nuestros nombres se escucharon mucho, el nombre de papá y el mío.» Raymond. Raymond. Raymond Carver.

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