Nanawa

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NANAWA Suele ser la guerra terreno fertilísimo para toda suerte de leyendas y anécdotas. Las hay que se forjan en el agitado medio de la acción, en pleno campo de batalla, como un desahogo comprensible de la imaginación enardecida por tantas y tan intensas emociones, infinitas en su variedad de matices y colotes. Es una de las manifestaciones —la más inofensiva quizá — de aquel estado de ánimo especialísimo que los franceses llaman "cafard". Otras aparecen entre la gente de retaguardia y son el producto de fantasías y de imaginaciones, alentadas muchas veces por ese apasionado afán de aparecer sabiendo cosas que los demás mortales ignoran. Nanawa no escapó a esta regla. Dióse en decir que el fortín histórico estaba constituido por una imponente red de fortificaciones, con todos los recursos de la ingeniería militar y de la ciencia moderna, aplicadas a las necesidades de la defensa. Se hablaba de reductos y de atrincheramientos inexpugnables, de alambradas de púa de impresionante extensión y solidez, de pozos de lobo y minas subterráneas. El enemigo llegó hasta afirmar que había allí obras de cemento armado y blindaje de acero, llevadas a cabo con anterioridad a la guerra. Y lo cierto es que las pobres y desaliñadas trincheras de Nanawa nada tenían de ponderable, consideradas como trabajos de fortificación: no eran sino excavaciones vulgares hechas a todo correr, bajo la apremiosa exigencia del momento, sin otro plan que las necesidades de la hora y la situación variable en cada sector, ni otras herramientas o materiales que las muy escasas y rudimentarias a que se podía echar mano sobre el propio terreno. Aquellos fosos, construidos sin otros útiles que la pala y el machete, no tenían obras de desagüe ni revestimientos, ni parapetos reforzados; carecían de abrigos adecuados y en número suficiente para el personal y el material. En punto a lo que en la jerga militar se llaman defensas accesorias, no existía nada. En Nanawa, como en otros sitios, no fueron las trincheras las que detuvieron al enemigo, sino el valor del soldado paraguayo, su espíritu indómito y su energía, tanto física como moral, para soportar adversidades y penurias. Es preciso repetirlo hasta el fastidio, cien veces, y hasta mil. No anduvo muy errado el general Kundt cuando eligió a Nanawa para lanzar sobre ella la más poderosa de sus ofensivas. Aparte del reducido número de tropas que la defendía y su relativo aislamiento, de los otros sectores, las líneas de comunicación eran extensas y arriesgadas, expuestas algunas de ellas a frecuentes incursiones por par­ te de pequeñas grandes fracciones enemigas. Recuérdese que de Nanawa a Concepción hay sesenta y dos leguas ­algo más de 300 kilómetros­ y que durante buena parte del año ese camino es intransitable para vehículos de tracción mecánica, a causa del agua que inunda por completo el trayecto en casi toda su extensión. Por otro lado, Nanawa ocupaba dentro de nuestro Orden de Batalla, una situación estratégica privilegiada, como puede verificarse con sólo echar una ojeada sobre la carta: su captura por el enemigo abriría para éste los caminos de acceso a otros sectores vitales, y casi todo nuestro frente se hubiera encontrado ante el dilema de un repliegue general, o de un envolvimiento de gravísimas consecuencias. Con Nanawa en poder del enemigo, corrían serio peligro Falcón, Arce, Herrera y hasta Isla Poí. Gondra, desde luego, se haría insostenible. Cierto que la plaza como tal no tenía ninguna importancia militar, táctica o estratégica: del primitivo fortín —si es que alguna vez mereció esta denominación­ quedaba apenas un montón de escombros, un conjunto de casuchas derruidas e incendiadas por el fuego de la artillería. Lo que tenía importancia no era, pues, el fortín, ni tampoco las tan traídas OBRAS DE FORTIFICACIÓN, improvisadas y endebles, sino el terreno en sí, vale decir, la conjunción de caminos que de allí arrancan con dirección a importantes nudos de nuestro sistema defensivo general. También las tropas de la defensa constituían una codiciada presa, por cuanto, imposibilitadas de maniobrar en retirada ante una presión o un envolvimiento, no les quedaba otro recurso que hacerse matar en su puesto, o deponer las armas, rendidas


por el hambre, y, sobre todo, por la sed. Cualquiera hubiese sido el procedimiento optado, el resultado sería el mismo: un Cuerpo de Ejército totalmente puesto fuera de acción. Y aún cuando, por un esfuerzo sobrehumano o un milagro de la Providencia, pudieran esas tropas desprenderse con éxito del asedio, todo su material de guerra, incluso medios de comunicación y de transporte, pasarían a poder del enemigo. Kundt, que sin ser un genio no era un mentecato, sabía de sobra todo esto, y de allí su porfiada insistencia en capturar Nanawa. Puede que para la imaginación de nuestro pueblo, de aquel que contemplaba la lucha río de por medio, aquella posición tan tenazmente defendida solo tuviera un valor sentimental, derivado de su nombre aborigen de tan exótica resonancia; para los que allá estábamos tenía, además de su valor militar muy auténtico, otro de elevado simbolismo, como que Nanawa no era solamente la piedra angular de nuestro frente y el centro de gravedad de nuestra línea, sino el baluarte moral de nuestra causa. En Nanawa no se tuvo nunca exceso de armamento ni suficiencia de medios. Las unidades ocupaban frentes extensísimos, fuera de toda proporción con sus efectivos reales. Había cientos de metros de trincheras desguardadas, o guarnecidas por grupos aislados, insignificantes. La famosa Isla No. 1 —famosa por más de una razón— contaba con una sola pieza Colt para la defensa del punto más culminante y expuesto de nuestro flanco derecho. Entre una mitad y la siguiente, en sentido longitudinal, existían grandes claros que se cubrían por la noche mediante patrullas fijas y puestos de observación. No había reservas generales ni parciales, porque no se puede dar ese nombre a las agrupaciones accidentales que se constituían al empuje de las necesidades con la resaca de los contingentes. Un visitante amigo, llegado a Nanawa pocos días antes de la segunda gran ofensiva, recorría una noche un sector de la defensa, y ya llevaba andando un buen trecho de las zanjas sin hallar un alma, cuando de pronto, volviéndose a su acompañante, le preguntó todo azorado: "¿Pero dónde están los soldados de Nanawa?". A la verdad, ¡eso mismo nos veníamos preguntando nosotros desde hacía cinco meses! Dos golpes de maza tremendos descargó el general Kundt sobre Nanawa: el primero, en enero de 1933, y el segundo, en julio del mismo año. Son dos fases distintas de una misma batalla, dos ofensivas con idéntico objetivo. Cuando el golpe a que se refiere la primera de las fechas indicadas, nuestra guarnición estaba constituida por un reducido contingente, sin artillería, huérfana en su aislamiento, y con un servicio de transportes inadecuado hasta la indigencia. Nuestras tropas no tenían siquiera munición, o las tenían muy escasas. Un día hubo, de impresionante memoria, en que las tropas de las trincheras no disponían ya de un solo cartucho, luego de haber rechazado varios ataques. Habíase consumido toda la existencia, vaciando las cartucheras de los muertos, de los heridos, y recogiendo cuanto proyectil suelto podía hallarse en poder de telefonistas, ordenanzas, choferes y enfermos. Los aviones que debían traer unas pocas cajas no llegaron. La defensa estaba inerme. El jefe de las tropas, acompañado de sus ayudantes —entre ellos aquel caballero de Chile, Gonzalo Montt Rivas— esperaba en una zanja, pistola en mano, el final inevitable y trágico. Pero ese día el enemigo no atacó! "Si lo supieran!" fue la exclamación que salió de todos los pechos en el curso de aquel día de negros presentimientos. Cuando se reanudó el ataque,­al día siguiente, ya habían llegado algunos miles de proyectiles. Y pocos días más tarde, acudían los refuerzos dando al traste con la esperanza boliviana que, por momentos, estuvo pendiente de una hebra de seda. Cuesta trabajo encontrar la razón que justifique o explique aquella obstinación enemiga, aquel empeño tantas veces frustrado, de atacar nuestras posiciones por el frente, cuando tan factible hubiera resultado efectuar un rodeo por "cañadones" y bosques, desguarnecidos y desiertos. Hay en ello una evidente falta de agilidad mental, la embestida de toro del germano, que golpea contra el muro hasta que le salten los sesos. Pero aquí no se hace historia militar sino un simple relato de cosas vistas y vividas. El 4 de julio comenzó la segunda ofensiva. Justo es recordar que para entonces la defensa había sido considerablemente reforzada con más tropas y mejor material, aunque ni aquellas ni éste estuvieron nunca en número necesario. En Nanawa nos dábamos demasiado a las aventuras. Y en la guerra, si es lícito recurrir a veces a la auda­ cia, no se debe llegar nunca a la aventura, pura y simple.


Pero si la defensa estuvo vigorizada para este segundo golpe, no es menos cierto que el empuje del adversario fue mucho más recio que el primero, y realizado con mayores elementos, algunos de los cuales —como los tanques y los lanzallamas— entraban en acción por primera vez en la Guerra del Chaco. Pero Nanawa no cayó. Con sus dos flancos en el aire, sin reservas apropiadas ni suficientes, la defensa se sostuvo. Ochenta bombas de avión y más de tres mil granadas de artillería arrojó Kundt sobre Nanawa aquel 4 de julio; sus tropas de choque ­las más valerosas y mejor adiestradas— irrumpieron incontenibles en una parte vital de nuestro frente, y poco, poquísimo faltó para que una de nuestras divisiones no quedara envuelta y encerrada en un círculo de fuego. Los brazos de la tenaza se aproximaron tanto que uno de nuestros regimientos comenzó a sentir en sus espaldas el fuego enemigo. Y esto es algo muy terrible para la moral. Pero la defensa no se abatió. La Línea, doblada hacia adentro por una tremenda presión, fue enderezada y las trincheras perdi­ das fueron reconquistadas al día siguiente merced a un resuelto contra­ataque; los claros abiertos por el alud de los batallones bolivianos tuvieron que ser llenados apresuradamente con reservas improvisadas, lanzando a la línea de fuego cuanto ser humano era capaz de cargar con un fusil. Nanawa se había salvado una vez más, salvando a todo el resto de nuestro frente del Chaco, mediante el coraje del combatiente de todas las jerarquías, obligados a hacer malabares con sus escasas y agotadas reservas. Por eso, aunque no sea más que por eso, los defensores de Nanawa algún derecho tienen de vivir en la consideración y en el recuerdo de sus conciudadanos. Entre una y otra fecha, entre enero y julio, hubo una pausa que llenaron las enfermedades. La estación de las lluvias borró el camino a Puerto Militar, por Orihuela, y una inmensa sábana de agua y lodo, con una extensión interminable de leguas y más leguas, hizo imposible el tránsito para todo género de vehículos que no fueran las clásicas carretas, tiradas por cuatro y hasta cinco yuntas de bueyes. El Trayecto de Nanawa a Puerto Militar, frente a la ciudad de Concepción, se hacía en un viaje azaroso de veinte días, veinte días de NAVEGACIÓN en pleno mar de agua barrosa, al cabo de los cuales los bueyes llegaban a destino inutilizados, con las pezuñas deshechas por tan prolongada permanencia en el agua. La estación trajo su obligado cortejo de epidemias. Y el tifus hizo estragos en Nanawa. Rebosaban de enfermos los hospitales, sin posibilidad de evacuarlos sino en cantidades irrisorias, y la mortandad llegó a asumir caracteres pavorosos. El invierno crudísimo del Chaco y la falta de abrigos para la tropa trajeron la pulmonía, que hizo muchas víctimas, menos quizá de los que cabía esperar, pero mucho más de lo que podían soportar nuestros ya raleados efectivos. En aquellas noches crueles de duras "heladas", nuestro soldado no tenía para abrigarse sino su raída mantita de criatura de pecho, y una camiseta de algodón que se entregó a la tropa allá por fines de junio. Ateríanse de frío los centinelas en sus puestos, y una vez relevados había que darles una fuerte y prolongada fricción en las extremedidas para devolverles el calor y el movimiento. Modos de herir le sobraban a la Muerte. Cuando las ametralladoras enemigas no daban en el blanco, lo hacían el tifus o la disentería. Lo mismo daba lo uno que lo otro para la voracidad del dragón. Lo mismo era irse de esta vida con media pulgada de acero niquelado en la masa sncefálica, que perecer consumido por la fiebre, echado sobre una pobre angarilla en los Puestos de Socorro. Después del fracaso de su gran ofensiva de julio, el Comando enemigo volvió a tentar fortuna en el transcurso del siguiente mes: el 4 de agosto en Pirizal, y el 24 del mismo mes en Rancho Ocho. Kundt quería probar también la puerta cochera. Pirizal y Rancho Ocho eran los respiraderos de Nanawa, y los puntales de nuestras posiciones en Gondra. Cuando Nanawa no podía respirar por la vía natural y lógica de sus pulmones —la línea Orihuela­Concepción— lo hacía por medio de una incisión en su costado derecho, que cortaba por Falcón y Arce; pero era aquella una respiración artificial, precaria, circunstancial y forzada. Allá también fue la defensa improvisada, las reservas reunidas y transportadas al calor del instante, la angustia de efectivos, la hoja de acero que se dobla hasta el límite mismo de su templada flexibilidad; allá también aparecieron los tanques y los lanzallamas, y la preparación de artillería, sostenida y certera. Sin medios de información, sin caballería ni aviones, la iniciativa enemiga nos tomaba casi


siempre de sorpresa. En Pirizal fue cuestión de segundos y de metros el envolvimiento completo; se refiere que en el momento más crítico de la lucha, cuando ya todo parecía perdido zozobrando sin remedio, sólo quedaron en el Puesto de Comando el Jefe de la defensa y el director de banda de uno de nuestros regimientos de infantería, haciendo éste de ayudante, de telefonista, de centinela y hasta de enfermero improvisado; el resto de la Plana Mayor habíase enviado a la línea de fuego como último recurso. En Rancho Ocho se combatió en proporción de uno contra diez: un escuadrón nuestro —escuadrón sin caballos— contra un regimiento boliviano de mil hombres. El escuadrón se sostuvo hasta que llegaron los socorros, entre apuros y quebrantos. Ni Pirizal ni Rancho Ocho cayeron en poder del enemigo. ¡Pero ya se ha olvidado todo aquello! ¡Todo aquello y mucho más! El soldado paraguayo, ponderado artífice de todo lo que su Patria tiene de grande y de bueno, fue el denominador común de los diversos factores que hicieron posible aquella asombrosa capacidad de resistencia. Enfermo y desgastado, maltrecho por las continuas marchas y contramarchas, sobriamente alimentado y sin abrigos, nuestro humilde campesino no cedió en sus trincheras, y en esa resistencia, que va de lo físico a lo moral para volver a su rumbo de partida, está todo el secreto de los triunfos posteriores de la campaña del Chaco. Y cuando se nombra al soldado, no hay porqué olvidar —como nadie olvida­ a sus conductores inmediatos, a los jefes de modesta graduación que con él vivían, sufrían, luchaban y morían, juntos y unidos en la senda fecunda del sacrificio oscuro. En esta feliz concurrencia de conductor y conducido está la incógnita de nuestros triunfos, que es incógnita tan sólo para quienes se empeñan en buscar el fenómeno de la feria por las regiones de una divagación sin fronteras. Sin aquellas resistencias de Nanawa, de Toledo, de Herrera y otras, no se hubiera producido jamás Campo Vía, ni Cañada el Carmen, ni lo que vino después. Sin el desgaste que sufrió el ejército boliviano en aquellos diez meses de fracasadas tentativas, de tan espantoso costo para su moral, no se hubiera quebrado con tanta facilidad su espíritu combativo para aquellas rendiciones que se vieron después. La ímproba labor de nuestros titulados Estados Mayores —simples ayudantías en el mejor de los casos­ de nada hubiera servido si el hombre de las trincheras no se hubiese quemado las manos sobre el cañón de su fusil calentado al rojo por defender su metro cuadrado de terreno. Francia otorgó a Verdún la Medalla Militar, entre todas la más alta y más preciada recompensa de guerra, y el generalísimo de sus ejércitos prendió la insignia de bronce al pendón del Ayuntamiento que sostenía el Alcalde. Nanawa no tiene pendón ni tiene Alcalde. Pero en el centro mismo de lo que fue el fortín, entre ruinas y recuerdos, se alza un asta de bandera, vertical y desnudo urundey, ennegrecido por el fuego de los combates. Hasta aquel signo exterior de nuestra soberanía, cargado de simbolismo como una vieja lanza que el guerrero abandonó sobre el campo de batalla, solían llegarse nuestros soldados en los momentos más críticos de la lucha, para izar en su tope un banderín de tres colores, en son de reto y provocación al enemigo. Guardando las debidas proporciones —porque Nanawa no es Verdún— acaso un día, recobradas las bienandanzas de una paz estable, llegue también allí la gratitud nacional para atar a ese madero la Cruz del Chaco, como un tardío homenaje a Ja memoria de los que a su sombra perecieron para que el Paraguay fuera algo más que la simple expresión de un vocablo. Justicia y reconocimiento al valor de los nuestros. Y al de los otros también. ¿Por qué no?

Nota del Editor: El entonces Tte. Cnel. Arturo Bray, Comandante de la IV División de Infantería, fue condecorado con la Cruz del Chaco, categoría citación de Cuerpo de Ejército, por su actuación en la Batalla de Pirizal el 4 de agosto de 1933.


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