Cuentos para el Andén Nº73

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NĂşmero 73| diciembrenero 2018/2019


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nº73

diciembre2018enero2019

elmuro [3] andénuno [5]

Tres microrrelatos de Ángel Zapata andéndos [8]

Dos microrrelatos de Juan Gaitán andéntres [11]

Dios y los pájaros, Ana Medina brevemente [18]

Relatos en cadena dindondin [22] decamino [23] entrecocheyandén [24]

novedades

El regreso de Pierre, María Sánchez

Este número tiene mucho (todo) de especial, pero no es un número especial. Es el 73, el de los 7 años y 3 meses de vida de esta revista. El último (de la primera era) de CpA. El punto y aparte de esta aventura llamada Cuentos para el Andén. Vendrán nuevos párrafos. Por eso no es un número especial. Pero lo es.

Edita: vuelaAlto C/ Sto. Domingo de Silos, 5 - ático - 28036 Madrid | edicion@cuentosanden.com | www.cuentosanden.com

Comité editorial: Alejandro Moreno, Víctor García Antón, Leticia Esteban | Editora: Natalia Muñoz. Asesores de contenidos: Sergi Bellver y Juan Carlos Márquez (España), Juan Martini y Mónica Pano (Argentina), Mª Luz Carrillo (México) Publicidad: marketing@cuentosanden.com | Diseño: www.jastenfrojen.com

Ilustración: Coordinación: www.leticiaestebanilustracion.com Ilustración portada e interior: Anais Tonelli | e-mail: anais.tonelli@gmail.com | blog: anaistonelli.blogspot.it

Con la colaboración de:

ISSN: 2605-1710


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elmuro

Tema: A pie de calle

Ganador: Carros, Íñigo Martín. Vitoria-Gasteiz (España)

Finalistas: < < <

Te escuchamos:

Cuentos para el Andén

@cuentosanden

lector@cuentosanden.com

www.cuentosanden.com

En Marcha, Enrique Pérez. Madrid (España) Pedales por los suelos, Ninano (Trinidad Pinazo). Toulouse (Francia) Sin título, Ángel Téllez. Mineral de la Reforma (México)

Desde la planta 73 de Cuentos para el Andén sentimos aires nuevos, diferentes, híbridos. Gracias a la pluma de Ángel Zapata veremos, allá en el horizonte, refulgir una luz de tormenta; Juan Gaitán nos enseñará a mantenernos, como equilibristas, a caballo entre la prosa y el verso, y con Ana Medina podremos tocar, desde aquí arriba, a Dios y los pájaros. También divisaremos desde esta planta 73 horizontes inexplorados y, para poder tocarlos, alzaremos el vuelo con las alas que nos dan estos 7 años y 3 meses de hermosa historia. No te quitamos más tiempo, esperamos que lo disfrutes.

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Tres microrrelatos de Ángel Zapata

El agua misteriosa HACE unos años, por la época en que perdí a mi madre, escribí al obispado pidiendo por amor de Dios dos patas traseras de cualquier cuadrúpedo. «Siempre que las dos patas sean traseras, no tengo preferencia por ningún tipo de cuadrúpedo», decía en la carta. No me contestaron explícitamente. A través de terceras personas, el obispado me hizo llegar un frasco, ni pequeño ni grande, donde nadaba una pareja de caballos de mar.<

La transparencia viaja EN un rincón de su consulta, mi psicoanalista ha reunido varios objetos africanos; unos parecen herramientas, otros recuerdan a instrumentos musicales. Como los miro con curiosidad, me explica que muy pronto va a retirarse, y que los años que le queden quisiera dedicarlos a escuchar al viento.<

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andénuno

No más distancia UN martillo gigante aparece en la plaza (lentamente: primero el mango de madera, después la cabeza de hierro), y la gente se acerca y le quita importancia, y en cuestión de unas horas se han convencido unos a otros de que se trata de una variedad de granizo y nada más: —¡Un nubarrón de granizo! —dicen. Pero al caer la noche —y aunque ningún indicio haga pensar que el martillo gigante respira—, una extraña mujer de cristal llega a la plaza, y acaricia triste, desconsoladamente, el mango, como si acariciara el lomo de un cachalote, moribundo en la arena.<

tw Del libro Luz de tormenta. Ed. Páginas de Espuma, 2018.

Ángel Zapata (Madrid, 1961). Profesor en la Escuela de Escritores, es autor de La práctica del relato (1997), Las buenas intenciones y otros cuentos (2001), El vacío y el centro. Tres lecturas en torno al cuento breve (2002), La vida ausente (2006), y Materia oscura (2015). Su trabajo como cuentista ha formado parte de varias antologías. Desde 2008 es miembro del Grupo Surrealista de Madrid.

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andĂŠndos

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Dos microrrelatos de Juan Gaitán

Cualquier tiempo pasado Cuánto presto se va el placer/ Cómo después de acordado/ da olor Cómo, a nuestro parecer/ Cualquier tiempo pasado/ fue mejor Jorge Manrique

EL hombre recuerda que eran horas de quebrados, de bostezos camuflados tras el morse aritmético de la tiza en la pizarra. Por la ventana de un aula humilde que olía a humedad se colaba el terral secando el tiempo. El hombre ha olvidado los nombres de los niños que fueron niños con él y también sus caras. Pero no al maestro, ni su porte erguido, ni el golpe severo de la regla en las mártires palmas. Era por san Juan y el calor ahogaba el aliento. El solsticio traía la inmortalidad de las tardes y el fin de las clases. Sólo hacía falta saber que mañana era dentro de tres meses y que había por delante un recreo de cien soles.

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El hombre ha deseado volver a sentir el tacto fresco del mármol sobre la espalda, la penumbra serena del portal, los juegos, las risas. Pero de aquello no queda nada más que la memoria y el terral, que no se hace viejo, que se le ha echado encima como entonces, con su soplo de volcán, con su costumbre de secar el tiempo y volverlo tan amarillo e inservible como el periódico de ayer.<

Malas noticias EL hombre recuerda una tarde de viento —quizás levante, como ahora—, una tarde recogida entre las paredes húmedas del aula, con la atmósfera cargada de respiraciones y olores infantiles. El vaso de agua, inicio siempre de la liturgia de la narración, y la voz algo impostada, un tanto campanuda del maestro, que comenzaba su historia. Luego supo el hombre que el maestro gastó su vida llenando cuartillas sobre el velador de un café. Y allí fue a buscarlo una mañana. Lo encontró con la misma voz pero ya menos campanuda, y hablaron de veinticinco años atrás, de aquel colegio, como quien repasa una lección de historia. Y luego, un día —quizás un día como este, quizás hoy—, al hombre le cuentan que el maestro ha muerto. Y la memoria, que es un perrillo herido, se le vuelve agua, se le derrama y le inunda queriendo llenarle la tarde, ocuparle el tiempo, ocultarle, con los retales del cuento olvidado, la cotidiana fealdad de las malas noticias.< tw Del libro Memorias de un equilibrista. Ed. Traspiés, 2005.

Juan Gaitán Cabrera nació en Málaga en 1966. Es periodista y escritor, colaborador del diario La opinión de Málaga y del semanario Tiempo. Ha publicado las novelas Hombres de luz y El Columbario, así como el libro de relatos breves Angélicas y diabólicas. Ha sido galardonado con el Premio José María Pemán de artículos periodísticos.

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andéntres

Dios y los pájaros Ana Medina

A medida que la vida interior de los prisioneros se hacía más intensa, sentíamos también la belleza del arte y la naturaleza como nunca hasta entonces. Bajo su influencia llegábamos a olvidarnos de nuestras terribles circunstancias Viktor Frankl A Sofía, estrella de la mañana

EL silencio había comenzado a llenar los ojos de los hombres. Y eso sucedía porque el canto de los pájaros había cesado. Olivier supo entonces que el mundo se moría. El traqueteo del tren los mecía como una cuna desvencijada hacia un destino desconocido. Todos eran prisioneros. Vestidos con uniformes harapientos de lo que en otro tiempo fue un ejército de hombres firmes, pero que ahora se había transformado en algo usado, unas caras sin una meta más elevada que respirar. Allí sentado, sujeto entre dos hombres y su olor a trinchera, Olivier intentaba regular su corazón al ritmo del lento girar de las ruedas. Eso impulsaba su sangre, el ritmo. Respiraba el frío que se colaba entre los barrotes del respiradero del vagón y se decía: «Me llamo Olivier Messiaen. Soy músico». Y lo repetía una y otra vez. Porque hacía días que, al despertar en ese lugar atestado de hombres enfermos, tiritando y con la piel arrasada de picaduras, sentía cómo esas palabras se estaban descomponiendo en letras que ya no lograba combinar. Luego sacaba con dedos suaves la partitura que había salvado a 11


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escondidas. Con un lápiz pequeño, intentaba ser fiel a los compases que venían a su cabeza una y otra vez. Su mejor obra. Todavía no había terminado de escribirla, pero estaba seguro de encontrarla dentro de él. Cerraba los ojos y el movimiento del tren desaparecía. El frío se atenuaba y los gemidos de los más débiles parecían disolverse. Solo oía pájaros. Los pájaros eran los mejores músicos del mundo, pensaba Olivier. La más perfecta creación de Dios. Únicamente compartían con los ángeles las alas emplumadas. Nada podía igualar la armonía del canto de los pájaros. El sonido del piano de Olivier solo conseguía rozar la belleza cuando intentaba imitarlos. Dedicaba la vida a encerrar su canto en un pentagrama, para poder sentir a Dios. Luego empezó la guerra, y el silencio creció en su interior. Por eso supo que el mundo se moría. Porque allí donde iba, el canto de los pájaros había cesado de repente. El piano se había quedado mudo de gorjeos. Dios se había enredado entre las ramas de los árboles, cubierto por la espesura del bosque. Para no ver lo que esos hijos de hierro estaban haciendo a su creación. Antes de que el ángel justiciero tocara la trompeta y la música cesara, casi en otra vida, Olivier se sentaba apoyado en el muro de su casa. Cada día. La noche no había terminado y él esperaba la luz de cara al bosque. Sintiendo la rugosidad de la pared clavándose en su espalda, escribía con el aire frío del amanecer impulsando su mano sobre el cuaderno de música. Cerraba los ojos (que poco le servían sin unas gafas gruesas que le desvelaran el color de la realidad) y esperaba que los primeros trinos de los pájaros rompieran el alba. Los arpegios que llegaban se teñían de colores en su cabeza. Había cantos de petirrojos de color malva, pardillos que se atrevían a gritar en color anaranjado y herrerillos que suavizaban las brumas con un color azul tornasolado. De repente, el mundo renacía. Esa y no otra era la música del universo. Con un nuevo color y una armonía capaces de componer las par12


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tes de la Tierra que se habían deshecho por la noche. Un sonido alto, entre trino y gorjeo, le devolvió al ritmo y chirrío de las ruedas del vagón de mercancías. El aire olía a nieve. Se ajustó las gafas para poder enfocar la vista mejor en la oscuridad del interior. Los hombres callaban y se apretaban más unos contra otros en busca de calor. Los uniformes de paño, que antes parecían tan pesados, ahora se habían trasformado en un papel fino y permeable a la humedad. Un hombre de piel morena y nariz ancha acariciaba con los dedos un clarinete viejo. A veces apoyaba los labios finos en la boquilla y la caña, pero no siempre soplaba. Olivier imaginó que quería cuidar la última caña que guardaba en los bolsillos. Se levantó del suelo, se acercó a él, sacó las hojas de papel pautado que guardaba en su chaqueta y se las enseñó. —Los pájaros son los mejores intérpretes, pero, si quisieras, tu clarinete podría convertirse en uno. El hombre de nariz ancha estudió la partitura durante unos minutos. Se quitó la chaqueta, ajeno al aire helado y, acercando los labios a la caña, arrancó las primeras notas. Dentro del tren se elevó un sonido lento y largo, después vino un gorjeo, saltarín y alegre. Los ojos del hombre del clarinete brillaron, y con una sonrisa le estrechó la mano a Olivier. —Me llamo Henri Akoka. El tren los llevó a recorrer Europa, dejando atrás tierras de hierro y humo. Al llegar al campo, durante el registro, a Olivier le quitaron las partituras y el lápiz. Todavía desnudo, con el olor del desinfectante ardiendo en la piel, y la cabeza rodeada de viento, se tendió bocarriba en la litera que le habían asignado. Miraba el techo sin las gafas puestas mientras escuchaba las toses incesantes de los más enfermos. No hacía falta ver nada en ese lugar. El barracón estaba lleno de hombres que tosían y susurraban intentando trapichear con los objetos valiosos que hubieran podido salvar para poder conseguir comida. Hasta Olivier llegaban los gritos de los oficiales con13


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andéntres

duciendo a los nuevos prisioneros hacia sus nuevos huecos. Los gritos se colaban en su litera para impedirle pensar. Necesitaba silencio. Cerró los ojos y hasta él llegó el sonido de los pájaros abalanzándose sobre la mañana. Aún le quedaba un poco de música en sus venas. Aún le quedaba Dios. Los días transcurrían en el campo siguiendo una órbita sin tiempo. Para Olivier, la realidad solo existía cuando le dejaban acercase al piano destartalado de la cantina de oficiales. Entonces, el tiempo volvía a medirse a ritmo de corchea. El alcohol que bebían los oficiales en copas robadas a los prisioneros calentaba el lugar y arrancaba promesas de lealtad a un futuro que de seguro solo recordaría sus nombres. El verano colgaba sudor y se escurría entre los dedos de Olivier mientras tocaba las teclas del piano, buscando el canto que había guardado en su cabeza. Los guardias se sentaban en la sala para escucharle. Apoyaban los rifles en el respaldo de las sillas y se encendían los cigarros de contrabando. Les gustaba recordar su vida en los cafés de Berlín. Antes de ser enviados a ese destierro de fantasmas. Por eso querían más. Le llevaron a Olivier un violín y un violonchelo con las cuerdas destensadas. Con las claves apenas útiles para poder afinarlas. Querían escuchar una orquesta, dijeron. Música para recordar a la patria. El sonido les nacía débil y algo áspero. Pero sonaba. Alejaba el silencio. El joven Étienne Pasquier, pálido y con la tos húmeda fortalecida por el hambre del campo, había recuperado el chelo para la pequeña orquesta de Olivier. Cuando la alambrada reflejó el amarillo de los árboles que vivían más allá de ese lugar, un oficial que había estudiado música en Leipzig le ofreció a Olivier un lápiz y un cuaderno usado de papel de estraza. Mientras transportaba las piedras o cavaba zanjas de tierra durante el día, los arpegios se arremolinaban y descendían por su garganta. Entonces Olivier volvió a canjear sus cigarrillos por comida. La palabra o la música tenían que hacerse carne. Y habitar entre las sombras 14


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en que se habían convertido. Al acabar la jornada, tendido bocabajo en la litera, escribía el «Abismo de los pájaros». Porque los pájaros eran lo opuesto al tiempo. Su canto tenía que anunciar el final. Las notas avanzaban su camino en el pentagrama. Los copos de nieve caían pesados y calaban los pijamas de los prisioneros del bloque. Se habían posado casi invisibles por la noche, hasta crear un nuevo manto blanco y gris sobre la tierra. La estufa se había apagado hacía horas. En el mundo real, era enero. Olivier Messiaen sentía cómo sus dedos se deshelaban a medida que tocaba el piano. El tiempo apremiaba. El ángel le rozaba el hombro con sus alas. Ajustaba su boca al oído de Olivier y susurraba: «Ya llega, ya llega». Había comenzado a verle en la trinchera, después de una explosión, con sus ojos negros furiosos. El sonido de la trompeta del ángel disolvía los acordes que bullían dentro de su cabeza. Le molestaba. Olivier entonces tomaba de nuevo el lápiz y escribía rápido. La banqueta de la cantina crujía con su peso. Elevaba los ojos y miraba los del ángel, que se apoyaba en la barra con los brazos cruzados. Invisible entre los soldados borrachos, con las solapas manchadas de wiski. Olivier decía para sí: «Piano, piano». Y el ángel sonreía señalándole el humo de las chimeneas. El día de juicio final, Olivier se abotonó la camisa de prisionero con el cuidado que ponía en otro tiempo al ponerse un frac. Junto a él, solo existían Henri Akoka y su clarinete, Étienne Pasquier inclinado sobre su violonchelo de dos cuerdas mal afinadas, y Jean Le Boulaire, un sindicalista de las minas con un violín apoyado en su cuello. Frente a ellos se arremolinaban más de cuatrocientos hombres. Prisioneros y guardias. Y un ángel. ¿El suyo? Estaba sentado en primera fila con un reloj de arena en la mano. Olivier se levantó de la silla, aferrando las partituras contra su pecho. Contempló las caras vacías, los ojos que miraban otros lugares. Unos miembros flácidos caían 16


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a ambos lados del cuerpo, sin orden alguna que seguir. Como si fuera la sala de cámara del conservatorio donde solía enseñar, Olivier exclamó: «Hoy tocaremos el “Cuarteto para el fin del tiempo”». El silencio trepó hasta el techo y aguardó. El ángel de ojos negros dio vuelta al reloj, y la arena comenzó a caer. El cálido sonido del clarinete se arrastró por el suelo del barracón hasta alcanzar los pies de los fantasmas. Penetró en su sangre y se extendió a pesar de las resistencias por todo el cuerpo. El chelo tensaba las cuerdas buscando la esperanza en el vibrato, dispersando a los pájaros para que sobrevolaran esas cabezas rapadas y los llevaran a un cielo con nubes, siempre abierto. Olivier se perdió en su piano y volvió a recostarse en el muro de su casa, al lado del bosque. El rojo y el azul viajaban de nuevo en la música. Incluso llegó a escuchar a Dios en el gorjeo del herrerillo. Cuarenta y cinco minutos después, una nota aguda se apagó en el silencio del barracón. Olivier levantó los ojos del teclado. El ángel de ojos negros tiró el reloj al suelo, y la arena se dispersó dibujando un desierto de granos irregulares. Luego elevó las alas y salió volando por la ventana, en busca de sus hermanos, los otros pájaros. En busca de Dios. Al otro lado del escenario, en pie, aplaudían hombres de ojos oscuros cuyos brazos se habían cubierto de plumaje. Ahora abrían sus picos, cantando al universo. Olivier se ajustó las gafas y contempló cómo alzaban, por unos segundos, el vuelo. <

tw Ana Medina Reina: ser humano que pensó que la enfermería era el mejor camino para

intentar comprender el mundo. Con el fin de conseguirlo, he emprendido algunas aventuras como cooperante y voluntaria. Estas experiencias lograron enseñarme que la dificultad estaba no solo en aceptar y apreciar el maravilloso tapiz cultural del que se compone el mundo, sino en comprenderme a mí misma. Por esta razón intento seguir aprendiendo sobre la vida a través del humanismo y la escritura.

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brevemente

Zoológico

Semana 10 concurso: 3 de diciembre de 2018 Ganadora: Trinidad Noguera Gracia Intuyo que los científicos irán desapareciendo, igual que desaparecieron los escritores y los músicos. Las especies más frágiles se extinguen antes. Por eso yo he conservado en mi colección un ejemplar de cada una, incluso les he creado un hábitat adaptado a sus necesidades: al poeta le echo libros frescos cada día y al violinista le he puesto junto al comedero un Stradivarius que me costó bastante caro. El astrónomo ahora quiere un telescopio; le he dicho que no sea imbécil y mire por la escotilla de la nave. Estos bichos dan mucho trabajo, pero es curioso observarlos. Lo sé, soy un nostálgico. <

Delicatessen

Semana 11 concurso: 10 de diciembre de 2018 Ganadora: Nuria Rozas Álvarez —Lo sé, soy un nostálgico —le susurró el príncipe a la princesa mientras le guiñaba un ojo. Entretanto, ella miraba, con angustia, a los comensales de ambos lados de la mesa, y pedía al cielo que nadie hubiera visto a su marido atrapar a la fastidiosa mosquita con su lengua veloz. <

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brevemente

La mano de la princesa

Semana 12 de concurso: 17 de diciembre de 2018 Ganador: Victor Manuel Sanguino Mateos —La fastidiosa mosquita con su lengua veloz… —dijo el visir. —… dejó en la comida un rastro atroz —contestó el caballero. —Enhorabuena —dijo el califa —Puede ser la peor rima de todas las que han presentado los candidatos. ¡Guardias, el tratamiento habitual! —«Maldita sea, éste era mono» —pensó la princesa—. «¿No ha de haber un caballero con algo de cultura en todo el orbe? ¿Por qué no tuve un padre amante de los combates?» —se lamentó, mientras contemplaba cómo llevaban al cadalso al último candidato.<

Semper Fidelis

Semana 13 concurso: 24 de diciembre de 2018 Ganador: Agustín Frago Fernández Mientras contemplaba cómo llevaban al cadalso al último candidato, el rey se dio cuenta de que necesitaría otra prueba más para elegir a su nuevo verdugo. Acreditada su destreza, tendrían que demostrar algo más importante: su lealtad. «Tráiganme a los primogénitos de cada uno», ordenó sin pestañear.<

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brevemente

Perseidas

Semana 14 de concurso: 7 de enero de 2019 Ganadora: Patricia Collazo Ordenó sin pestañear que no pestañeara. —Eso es imposible, papá. Tarde o temprano, se nos cerrarán los ojos —dije mientras los abría mucho para seguirle el juego. Estábamos mirando las estrellas recostados en el prado de la casa del pueblo. Era verano. —Si los mantenemos abiertos, este momento durará para siempre —aseveró enigmático. Entonces no lo comprendí. Hoy, mirando su nombre en la lápida recién estrenada, quisiera poder pestañear y borrarlo. Pestañear para regresar a aquella noche de verano en que con su brazo bajo la cabeza, me quedé dormido hilvanando constelaciones.<

Callo en el corazón

Semana 15 concurso: 14 de enero de 2018 Ganadora: Almudena López Molina «Me quedé dormido hilvanando constelaciones», dictó el profesor para que los alumnos practicaran el análisis morfosintáctico. Era una de aquellas clases de educación para adultos y, mientras anotaba despacio, minuciosa, la anciana sintió el callo en el dedo corazón por su eterna negativa a usar dedal. Se preguntó si el autor de aquella frase, si alguno de esos literatos que vierten su mirada poética al mundo desde la distancia de una constelación, habría cogido alguna vez un hilván.<

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brevemente

Puntadas sin hilo

Semana 16 de concurso: 21 de enero de 2019 Ganador: Miguel Ángel Flores Habría cogido alguna vez un hilván de pespuntes perfectos si le hubieran dejado. Se embelesaba observando cómo daban puntadas en la tela. Le serpenteaba la lengua entre los labios intentado conducir las agujas en sus manos. «Venga, vete un rato a darle patadas a un balón», soltaba cualquiera de las vecinas. Entonces bajaba la cabeza y era ella la que contestaba: «no, es que no se encuentra hoy muy bien para irse a correr». Y sabía que eso era todo lo que su madre podía hacer por él. Eso y dejar el costurero a su alcance cuando se ausentaba de casa.<

tw Relatos ganadores de diciembre de 2018 y enero de 2019 del concurso Relatos en Cadena, organizado por la Cadena SER y Escuela de Escritores. Puedes leer todos los seleccionados en www.escueladeescritores.com o www.cadenaser.com.

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dindondin

XVIII Bienal de Fotografía De miércoles a domingo de 12 a 19 horas Centro de la Imagen. Plaza de la Ciudadela 2 Centro. México, DF. Entrada gratuita www.timeoutmexico.mx

XIV Concurso de relatos cortos para contar en tres minutos "Luis del Val" Premio: 700€ y diploma. Convoca el Ayuntamiento de Sallent (Huesca) Fecha de entrega originales: 22 de marzo www.escritores.org

Taller de poesía dirigido por Vicente Zaragoza 13 de febrero Biblioteca Pública Municipal Ángel González (Madrid) Entrada gratuita www.comiendopipas.com

Conoce el Museo de la Real Academia de la Farmacia De lunes a viernes de 17 a 21 horas Calle Farmacia, 11 Madrid www.comiendopipas.com

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decamino

El Jardín de las Letras www.jardindelasletras.es

El Jardín de las Letras es un rincón tranquilo de Madrid en pleno barrio de Chamberí. Es un remanso para todos los amantes de la lectura y la escritura creativa. En este jardín podrás encontrar una selección de libros de segunda mano, tanto a la venta como para intercambio. También ofrece corrección de textos, clases de apoyo de redacción y lectura comprensiva y, por supuesto, talleres de escritura creativa. Los talleres («Biografía» «Novela romántica» e «Iniciación a la escritura creativa») duran tres meses y se desarrollan en clases particulares o en grupos pequeños, siempre con atención personalizada y materiales teóricos y prácticos incluidos.

tw Pronto florecerán otras actividades en este espacio, siempre en torno al mundo de la literatura, como charlas con escritores o profesionales del medio editorial, presentaciones de libros y club de lectura. Las temáticas de sus talleres de escritura creativa prometen también hacer crecer nuevos brotes en forma de poesía, de novela negra, infantil y juvenil…

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El regreso de Pierre María Sánchez

Alumna de Ítaca Escuela de Escritura

AQUEL iba a ser tu día de suerte. Te habías puesto un vestido sencillo y te habías recogido el pelo en una trenza perfecta. Ningún maquillaje estropeaba la luz de tu piel. Estabas vacía por tanta guerra, por tantos muertos, por tanta sangre resbaladiza y, dar tregua a esa angustia tuya era ahora lo único que te mantenía en pie. Casi cien días como enfermera en un hospital de campaña intentando remendar los destrozos del infierno habían podido contigo. Podríamos contar de mil maneras lo que hemos visto en la guerra. Uno de nosotros ha resistido bien los embistes asesinos. No diremos cuál. El otro se ha quebrado como un junco del río que no puede con la corriente. No estamos bien. Nos reprocharán que hayamos sido cobardes. Si lo dicen les haremos tragarse las palabras. Ahora tendríamos que comenzar una vida distinta que nos haga olvidar lo de las piernas que hemos amputado y lo de los agujeros de bala en los cascos. Porque nunca nos dejarán volver al frente. Nunca. Llevamos un papel del médico que nos lo impide. Desabrochaste el cuello de tu abrigo y te permitiste lanzar un pequeño y femenino suspiro. Sin ninguna intención. O quizás sí, porque aquello pareció despertar al hermoso soldado que dormitaba como tu único acompañante en el compartimento del tren de camino a París. No era un soldado alemán, y eso era bueno. Los soldados franceses son justos y defienden a su país. A tu país. En este tren hace un calor tan sofocante que no podemos conciliar el sueño aunque cerremos los ojos. Y esta enfermera que nos mira desde el asiento de enfrente como si no nos diéramos cuenta no hace

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más que lanzar ridículos suspiros que estallan en nuestros oídos como martillos de acero. Los cascos alemanes no son de acero. Son delgados y endebles y no aguantan nada. Las cabezas se abren como melones podridos con una facilidad que asombra. Hemos visto muchas cabezas así. Uno de nosotros, no queremos decir cuál, incluso arrancó un casco para poder ver lo que había dentro de la sesera de un alemán. Solo había sangre. Roja como la nuestra. No deberíamos haber mirado debajo del casco. Ahora si nos vamos a dormir solo vemos los sesos y ya nunca descansamos bien. Bajaste la mirada algo ruborizada y pensaste ilusionada que sería bonito que él te hablara. Porque era guapo y en su rostro aún latía la inocencia. Podría acompañarte en esos días de asueto por las calles de París. A lo mejor podríais llegar a enamoraros. La idea de tan solo compartir una tórrida aventura hizo que tus mejillas aún se ruborizasen más y no pudiste evitar sonreír nerviosa. Nuestra madre se avergonzará de nosotros y dirá que hemos sido unos asesinos. Abrimos los ojos y nos encontramos con los de esta enfermera camino de París. ¿Por qué sonríe? ¿Por qué se ruboriza? Parece inocente. Pero sabemos que no lo es. Sabemos que baja la mirada porque nos juzga. Está pensando que venimos de matar alemanes sin entender que lo hacemos por ella y por mamá. Con sus guantes retorcidos en el regazo. Sabemos qué tipo de persona es, aunque se esconda debajo de esa trenza de niña. Podríamos arrancársela de un tajo si quisiéramos. Tenemos un cuchillo. Pero no lo haremos. Uno de nosotros no quiere. No sabríamos decir cuál. Pero no nos considera dignos y no nos mira a los ojos porque nos desprecia. Hemos sentido antes ese desprecio en otra gente. Pero todos son lo mismo. El tren silba a su paso por un puente y nos morimos de dolor. Siempre la cabeza. A pesar de no levantar los ojos de tus guantes de piel pudiste notar los suyos clavados en ti. Entre vosotros dos empezaba a nacer una especie de cómoda familiaridad. Allí solos. Pero no decía nada

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y eso te hizo incomodarte en tu asiento. Sabías que no sería decoroso que tú comenzases la conversación. Así lo habías aprendido de tu familia. Viste el reflejo del tren en el río mientras cruzaba el puente. Su silbido cantarín te sobresaltó y sonreíste algo asustada. Por fin el silencio llegó a su fin con una sencilla frase del soldado. —Yo te conozco— le dijimos en voz baja. «Muy pocas veces he visto algo así. Nunca en todos los años que llevo trabajando como comisario por los viejos barrios de París. No había rastro de violencia o de lucha en aquel vagón de tren. Aparentemente. Quedaba el cuerpo helado de la pequeña enfermera con unas marcas violáceas en el cuello y la trenza limpiamente cortada depositada en su regazo con mimo. El soldado no era mucho mayor que ella y debía de haber pasado la mayor parte del trayecto con la chica muerta delante de él a juzgar por la temperatura del cadáver. Aún ahora mantenía el rostro oculto entre las manos. Estaba llorando con los balbuceos de un niño y el revisor me miraba tan sorprendido que la situación rayaba lo cómico. La escena de muerte era un manojo de insensateces. Nada parecía tener sentido. Cerré la puerta a mi espalda y tuve la certeza de que había alguien más con nosotros en el compartimento. El soldado apartó las manos de su cara y se limpió pueril la nariz con la manga del uniforme. Reconocí en él la cara de Pierre, el hijo de la panadera viuda de mi pueblo y un frío casi doloroso me recorrió el cuerpo por completo. Comprendí que allí entre nosotros se encontraba también la Guerra. Le miré con toda la compasión que me quedaba en la conciencia y le puse la mano en el hombro. —Yo te conozco —me dijo con su voz de niño.»<

tw María Sánchez: aunque llevo desde siempre haciéndolo, he comenzado a escribir con los cinco sentidos y alguno más ahora que todo me llega a destiempo. Y es porque he terminado aceptando que soy escritora antes que cualquier otra cosa. No persigo ningún sueño, como hacen los escritores que hay que tener en cuenta. Así que probablemente no llegaré nunca a poder vivir del cuento. Pero a mí me salva la vida.

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