Cuentos para el Andén Nº71

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octubre2018

elmuro [3] andénuno [5]

Hambre, David Roas andéndos [10]

Gamunia, Mónica Crespo andéntres [14]

Donde el corazón te lleve, Amado Storni brevemente [18]

Relatos en cadena dindondin [20] decamino [21] entrecocheyandén [23]

Rapto, Pablo Pelayo próximaestación [CpA 72] • andénuno: Benjamín Prado • andéndos: Fernando Clemot • andéntres: Paloma Ulloa • entrecocheyandén: Escuela de Escritores

Edita: vuelaAlto C/ Sto. Domingo de Silos, 5 - ático - 28036 Madrid | edicion@cuentosanden.com | www.cuentosanden.com

Comité editorial: Alejandro Moreno, Víctor García Antón, Leticia Esteban | Editora: Natalia Muñoz. Asesores de contenidos: Sergi Bellver y Juan Carlos Márquez (España), Juan Martini y Mónica Pano (Argentina), Mª Luz Carrillo (México) Publicidad: marketing@cuentosanden.com | Diseño: www.jastenfrojen.com

Ilustración: Coordinación: www.leticiaestebanilustracion.com Ilustración portada e interior: Silke de Vivo | www.silkedevivo.com

Con la colaboración de:

ISSN: 2605-1710


elmuro

Tema: Caminantes

Ganador: Caminantes en el ocaso, Artur Folch. Valencia (España) Finalistas: <

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Al atardecer, Juan Vaquero. Aranjuez (España) Aquí te espero, Macarena Fernández. Sevilla (España) Caminantes, Camilo Peña. Viveiro (España)

Concurso de fotografía Participa enviando tus fotos a lector@cuentosanden.com Consulta las bases en cuentosanden.com Tema del próximo concurso: En tren

Te escuchamos:

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Este número 71 de Cuentos para el Andén viene dispuesto a abrirnos el apetito: como entrante tenemos un plato fantástico, aunque algo indigesto, de los fogones de David Roas; de primero degustaremos un incierto bocado en pleno corazón de África, al estilo de Mónica Crespo, y de segundo viviremos algunas magistrales clases de cocina de la pluma de Amado Storni. Recorreremos con Yoseba MP algunas fachadas llenas de magia rural. Y más cosas. No te quitamos más tiempo, esperamos que lo disfrutes.

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Hambre David Roas

TENGO hambre. Cinco días sin comer son ya demasiados. Cinco días atrapado esperando que alguien venga a rescatarme. Me siento débil. Y el calor no ayuda. Aunque he tenido suerte: si llego a ir al baño un minuto más tarde, no lo cuento. Al menos tengo agua y luz (por lo que se ve, el derrumbe no ha afectado a las tuberías ni a la instalación eléctrica). Y puedo usar el váter, algo también importante. Claro que no todo es perfecto: el cuarto de baño no mide más de 2 x 2 metros, la puerta está bloqueada, no hay ventilación y el calor es sofocante incluso por la noche. Resulta irónico comprobar que «morir de éxito» puede ser algo más que una frase hecha. Nadie daba un euro por El código de la catedral del viento cuando decidí publicarla. Ni siquiera mis propios empleados, que no dejaron de insistir en que estaba cometiendo un error, que era mejor apostar por otro tipo de historias: novelas de crímenes en ambientes gélidos, relatos vampíricos en la ESO… El autor, un novato, tampoco era un elemento que jugase a nuestro favor. Se equivocaron. Aunque ni yo mismo esperaba un éxito semejante. En pocas semanas la primera edición se había convertido en una segunda, después en una tercera. Antes de irnos de vacaciones, hemos dejado impresa la quinta. Cinco mil ejemplares listos para ser distribuidos en septiembre. Y esta vez en tapa dura. Todo un récord para nuestra pequeña editorial.

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Paco, el encargado del almacén, me lo había advertido en varias ocasiones. Demasiado peso. Demasiados libros amontonados en aquel espacio tan pequeño. Pero no le hice caso. Para tranquilizarlo le dije que a la vuelta del verano tenía pensado alquilar un almacén mayor. Estaba seguro de colocar esa quinta edición, y algunas más. Me relamía solo de pensarlo. Gritar es inútil, rodeado de libros que insonorizan el baño. Tampoco tengo forma de comunicarme con el exterior. El móvil está (aplastado, imagino) en mi chaqueta, que dejé, como siempre, colgada del respaldo de la silla de mi despacho. Nadie puede oírme. Además, las empresas que ocupan las naves vecinas están de vacaciones. Mis empleados tienen tres semanas libres por delante en las que —estoy seguro— no darán señales de vida. Ni tampoco mi familia: mi exmujer se ha llevado de veraneo a mi hijo (este año le tocaba a ella) y quedamos en que yo no vería a Luisito hasta el día 1 de septiembre. Y mi hijo sé que no me llamará, salvo que ocurra algo grave. A sus quince años bastante ocupado estará entre la playa y la discoteca como para pensar en su pobre padre. Nadie se extrañará de mi ausencia ni de mi silencio. He intentado abrir un hueco en el muro de libros que ha sustituido a la pared que hacía de frontera con mi (ahora) derruida oficina. Pero por más ejemplares que aparto, siempre aparecen otros nuevos. Enseguida he dejado de excavar: no es buena idea seguir metiendo libros en mi reducido habitáculo. Me siento como un minero atrapado en una galería subterránea. Luz artificial, calor sofocante, espacio limitado. Quizá alguien que pase cerca del almacén vea lo que ha ocurrido y avise a los servicios de emergencia. Aunque la gente no suele venir a pasear por este polígono perdido en el campo. Y, ahora se me ocurre, puede que el derrumbe solo haya afectado al interior del edificio, que por fuera todo siga igual. Tengo mucha hambre. ¿Cómo voy a aguantar tantos días sin comer? Pensar en ello me trae la imagen de la máquina de chocolatinas que hay al otro lado de la puerta, en el pequeño recibidor de

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la oficina. Suculentos Kit Kat, deliciosos M&M’s, empalagosas barritas de Twix, crujientes y onduladas Matutano, aromáticas bolitas de Cheetos, Bocabits de sabor indescifrable… Manjares que también estarán aplastados bajo cientos de ejemplares de El código de la catedral del viento. Cada vez estoy más débil. El calor resulta agobiante. Hace días me quité la ropa y ya no he vuelto a vestirme. ¿Qué más da? Paso las horas tumbado sobre la cama que me he fabricado con un montón de ejemplares de la maldita novela. Mejor que acostarse en el suelo. Aunque la edición en tapa dura le resta algo de comodidad a mi improvisado lecho. Si fueran ejemplares de bolsillo. Me siento el Conde de Montecristo. Cuento los días de mi encierro marcando rayitas en la pared. El reloj es de poca ayuda. Si al menos fuera digital, con sus a. m. y p. m. Los cambios en la temperatura son el mejor registro del paso del tiempo: cuando el calor se atenúa, sé que es de noche. Pero aquí nunca refresca de verdad. Por suerte, la claustrofobia sigue sin aparecer, pero me aburro mortalmente. Después de un segundo y —de nuevo— fracasado intento de excavar un túnel (mi desesperación se ha impuesto durante unos minutos), no tengo nada que hacer. Aunque duermo mucho —el efecto conjunto del calor y la debilidad—, las horas que permanezco despierto son demasiado largas. Resulta irónico estar rodeado de libros y que todos sean el mismo, que, evidentemente, ya he leído. Pero abro El código de la catedral del viento y vuelvo a leer. Sus setecientas cincuenta y seis páginas me entretendrán una buena cantidad de horas. Sé que el cuerpo humano puede aguantar muchos días sin comer. Alrededor de un mes. Y antes de que ese periodo pase, alguien aparecerá por aquí. Y me salvará. Suerte que el grifo sigue funcionando, porque más de tres días sin beber significa una muerte segura. Aunque no puedo dejar de imaginar mi agonía ni la ridícula escena cuando lleguen los servicios de rescate y encuentren mi escuálido cadáver yaciendo desnudo sobre un montón de ejemplares de El código de la catedral del viento.

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Algún romántico gilipollas pensará que ese es el deseo secreto de todo editor: morir rodeado de tus libros. Una mierda. Yo quiero salir de aquí, como sea. Aunque tenga que comerme toda la puta quinta edición. La novela es una auténtica porquería. Un pestiño indigerible. Nueva idea terrorífica: espero que la bombilla no se funda. Podría apagarla un rato cada día para que su filamento se refresque, pero me da miedo hacerlo y que después no vuelva a encenderse. Hoy mi estómago ha dejado de rugir, pero sigo sintiendo un hambre atroz. Sin darme cuenta, cojo uno de los ejemplares que me sirve de almohada, arranco una hoja, la rompo en pedazos y me los meto en la boca. Mastico despacio. No tiene mal sabor. Me como dos más. Enseguida experimento una agradable sensación de saciedad. La conjunción de papel, tinta y agua debe de tener un efecto parecido al de la fibra. Aunque no tardo en comprobar que la digestión es muy pesada. Y soporífera. Me siento como un koala después de darse un atracón de hojas de eucalipto. Despierto y me como un par de hojas más. Nueva duda: ¿cuánto papel impreso puede ingerir un humano antes de morir envenenado? A diferencia de algunas editoriales, nosotros utilizamos papel libre de cloro. Seguro que no me hará daño. Y algo de celulosa todavía contendrá. Ricas vitaminas vegetales y fibra. Este pensamiento me anima. Según las rayitas de la pared, faltan solo diez días para el uno de septiembre. Tengo libros suficientes. Y agua de sobra para tragarlos.<

tw De libro Invasión. Ed. Páginas de Espuma, 2018.

David Roas (Barcelona, 1965) es profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad Autónoma de Barcelona. Es autor, entre otros, de los libros de cuentos y microrrelatos Los dichos de un necio (1996), Horrores cotidianos (2007), Intuiciones y delirios (2002 y 2017), Distorsiones (2010), que mereció el VIII Premio Setenil al mejor libro de cuentos del año, Bienvenidos a Incaland® (2014) y La casa ciega y otros cuentos fantásticos (2018).

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Gamunia

Mónica Crespo

PUEDE ser que fuera un miedo cerval a la soledad lo que prendió en ella, un instinto equivocado, tan fuerte; lo suficientemente fuerte para que el hambre fuera amor y el amor deviniera en la muerte de ambos. Puede ser que él no corriera, que se parara aterrorizado frenando la huida, y puede que tal vez, algo en la leona se modificara y frenara su impulso asesino. Y entonces, los dos, leona y ciervo, se quedaran paralizados, sin saber qué hacer, ambos esperando: ella cerca de él, con una paciencia seca e incómoda; él, sin entender cómo aún no había muerto. El ciervo, una cría incapaz de valerse por sí misma, permanecía quieto, acurrucado y tembloroso; la leona a su lado. De vez en cuando lo lamía con esa lengua áspera y gruesa diseñada para la sangre. Le lamía los cuartos traseros y el lomo como un bocado que se saborea con deleite, sin decidirse aún a devorarlo. Al día siguiente, los dos se despertaron enlazados. El pequeño ciervo se elevó tembloroso sobre sus finas patas y caminó unos pasos, ella lo siguió con la mirada. Los observábamos perplejos, con horas de sueño acumuladas, esperando en cualquier momento el desenlace, entre la angustia y la duda, sin tener muy claro a quién de los dos deseábamos salvar: si al ciervo que había sobrevivido al ataque de Gamunia o a ella, que tras perder a sus crías, que tras haberse quedado exhausta por amamantarlas, que tras haber permanecido sin comer durante semanas, ahora, cobraba una presa y, aun así, no la devoraba. Pasaron los días y la debilidad de él fue en aumento ante la imposibilidad de amamantarse; cada vez se movía menos, en ocasiones, el instinto o el hambre lo sacudían y parecía intentar mor-

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disquear alguna brizna de hierba. Gamunia, tumbada, confundida en el color de la sabana, lo miraba desde sus párpados entrecerrados por el fuego de la tarde. Él se levantaba torpemente y de nuevo se tendía tembloroso sobre sus patitas de aguja y pelo. Gamunia nos preocupaba. Habían pasado cinco días y tratábamos de comprender qué operaba en ella; no sabíamos si era un juego con su presa, pues si el ciervo se movía e intentaba huir, lo perseguía, lo capturaba sin esfuerzo, lo agarraba entre sus fauces y sujetándolo, lo mordisqueaba peligrosamente, para después lamerlo y lamerlo y lamerlo, y quedarse de nuevo tranquila, con él aún encogido entre sus patas delanteras. Con el paso de los días, el ciervo aprendió a no huir, a que era en vano intentarlo y a que quizá, solo tenía que esperar junto a ella, quedarse allí quieto. Al séptimo día, Gamunia seguía sin separarse de él; inmóvil, sin cazar, sin beber. A veces, veíamos desde la distancia cómo lo lamía, con qué intensidad lo lamía, en ese límite frágil entre el amor, la obsesión y el hambre que esperábamos que de un momento a otro fuera a traspasar. Y sin embargo, todo cedía y la hierba dejaba de parecer fuego encendido a su alrededor, y su lengua de ser llama carnívora. Simplemente, se detenía y miraba para otro lado o bostezaba ojeando la estrecha línea de un horizonte amarillo. ¿Cuánto más habría que esperar? Un atardecer acudimos al lugar donde permanecían acostados desde hacía días, pero no estaban. Entre unos arbustos la tierra conservaba las huellas de sus cuerpos. Creíamos que todo había acabado pero nada se leía en la tierra o en la hierba. Caminamos en silencio, y al atardecer, no demasiado lejos, los encontramos refugiados bajo la sombra de un gran árbol warka, acostados, dormitando. La piel pegada a las costillas de Gamunia; el hocico afilado y huesudo del cervatillo, que ya no lograba

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sostenerse. En ese momento llegaron las hienas y trataron de robarle a su presa. Gamunia la defendió torpemente, pero hirió a dos o tres hienas que se alejaron con gritos estridentes y costados desgarrados. Ella volvió junto al ciervo, y se tumbó a su lado. En la novena madrugada, todo cambió. Gamunia se despertó e, inquieta, comenzó a moverse alrededor del ciervo que permanecía tumbado, con la cabeza escondida entre la hierba. Comenzó a rodearlo con un giro de patas gruesas y poderosas que mostraban y ocultaban a nuestros ojos el cuerpo del ciervo. Él levantó la cabeza de la hierba, mirando desde abajo a Gamunia, tensa, elástica, leona al fin. Lo agarró por el cuello y el ciervo pareció desfallecer entre sus fauces. Ella comenzó a trotar con el ciervo en la boca, después a correr. Sin comprender, la seguimos. Cuando llegamos a un claro, a un sendero de tierra abierto quizá por hombres, vimos cómo lo dejaba en uno de los bordes donde la maleza crecía alta y verde. No comprendíamos por qué no lo había devorado. Gamunia emprendió ese ligero trote de los leones cuando se disponen a cazar con la decisión de los de su especie, y entendimos que él ya no era su presa. Se había alejado unos tres metros de donde había dejado a su ciervo, cuando un león apareció avanzando por el sendero de tierra. Ella se giró, e impávida vio cómo el ciervo se levantaba y salía del escondite. El león, de un salto, mordió el delgado cuello y se llevó al ciervo entre sus fauces. Gamunia, inmóvil, adelantó insegura una pata delantera, débil e incapaz. Y se quedó en medio del camino, mirando largo rato cómo se alejaba. Tres hombres amhara pasaron con un trote ligero y constante. Los abalorios y cuentas de su ropa siseaban a su paso, vieron a la leona pero pasaron de largo. Avanzaron por el sendero de tierra persiguiendo a su presa.<

tw Del libro Las madres secretas. Ed. Base, 2017.

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Mónica Crespo (Bergara, 1974) es licenciada en Sociología, profesora en la UNED e imparte talleres de escritura creativa desde el año 2000 en distintas instituciones, centros culturales y en los Talleres de escritura creativa Fuentetaja en Bilbao. Las madres secretas es su primer libro de relatos.



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Donde el corazón te lleve Amado Storni

“PARA dar de comer a dos personas con un preparado de aleta de raya con alcaparras son necesarias dos aletas de raya, tres cucharadas de alcaparras, dos cucharadas de zumo de limón, cuatro cucharadas de vinagre, una cucharada de perejil picado, cuatro patatas pequeñas, una hoja de laurel, aceite de oliva virgen extra y sal”. A Malena le encanta cocinar. Siempre perfumada con el peculiar aroma de los alimentos, cocinando es realmente feliz. En la estrechez de los tres metros cuadrados de su pequeño reino culinario, Malena viaja con su imaginación a miles de sitios. Al bañar generosamente los platos con aceite de oliva, sueña con el inconfundible paisaje andaluz. Y su olfato se enriquece con el olor amargo de la oliva, y camina entre las hileras interminables de los acebuches que embellecen las lomas, y desde el suelo varea las olivas, agitando las ramas y escuchando el sonido sordo de la aceituna al caer al suelo. Y siente en su alma el frío invernal del mes de enero, y la lluvia, y la niebla, y la helada. Y una vez barrido el bancal, limpia las olivas. Cuando siente el tacto de las alcaparras, viaja con su fantasía a Asia y siente el sabor ligeramente amargo de las hojuelas pecioladas de la planta. Y al condimentar los platos, la sal la transporta a lugares exóticos como China o Indonesia. “Las aletas de raya han de estar frescas, por lo que antes de su elaboración hay que quitarles la piel y lavarlas con abundante agua fría. Después las colocamos en una cazuela grande con agua, vinagre, un poco de sal y una hoja de laurel. Una vez hervida el agua, mantenemos la cazuela a fuego suave durante unos diez minutos. Después, retiramos y dejamos reposar. Para saber si la raya está cocida separamos la carne

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en su parte más gruesa de los cartílagos; si es fácil de separar el punto de cocción es el idóneo. Procedemos a sacar las aletas y separamos la carne por ambas caras para depositarla sobre los platos. Una vez presentada la regamos con el zumo de limón, el aceite de oliva y esparcimos por encima las alcaparras previamente picadas”. Malena dice que la cocina mediterránea “es muy beneficiosa para la salud, por ser equilibrada y muy refinada. España es una despensa rica y variada, con productos frescos y elaborados, que combina tradición y modernidad y se adecua a todos los gustos y paladares“. Su delicadeza en la cocina compite en hermosura con su desbordante ingenio. Y al sentir el tacto suave y resbaladizo del pescado, lanza su caña desde el espigón para minutos más tarde encontrar atrapada en el anzuelo una hermosa raya. Malena siempre la elabora entre los meses de noviembre y abril. Dice que “en esos meses el pescado se encuentra en su mayor esplendor por ser temporada de pesca”. En Navidad, las recetas de todos sus platos se enriquecen con ella. “La raya se puede aderezar también con un refrito de cuatro aros de guindilla y cuatro dientes de ajo fileteados en seis cucharadas de aceite de oliva. Doramos los ajos y añadimos el refrito a la raya que acompañaremos con las patatas cocidas al vapor, espolvoreadas con el perejil picado”. Me aconseja que cocine con aceite de oliva: para las ensaladas, de medio grado de acidez; para cocinar, de 0,3 grados. “Y cuando quieras condimentar los platos utiliza tomate natural. En la cocina nunca han de faltar verduras frescas y legumbres. Tampoco leche”. La pasión de Malena por la cocina germinó cuando, recién cumplidos los ocho años, su madre falleció a causa de un cólico miserere; una peritonitis aguda agravada por la ingestión de metales —pequeños proyectiles de plomo, escorias de hierro y mercurio—, recetada por un médico sin escrúpulos que pretendía desanudar los intestinos de su paciente. Lucrecia, que así se llamaba la madre, murió en un par de días. Malena y su hermano Augusto, dos años menor, fueron acogidos por Angustias, su tía materna. De ella aprendió todos los secre-

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tos de la buena cocina. Y también la mesura, y la dedicación, y el respeto por las tradiciones culinarias. “La raya marida muy bien con vinos blancos frutales y aromáticos. Un ‘Albariño’, o un Sauvignon Blanc, son idóneos para regar este tipo de plato dado su aroma intensamente afrutado, con una memoria gustativa muy fina y prolongada y una acidez equilibrada y armoniosa”. Para Malena cocinar era como viajar: apartarla de su pequeño cubículo culinario era peor que amortajarla. Sus platos se aliñaban de imposibles que se hacían realidad en la boca de sus comensales cuando los degustaban. Malena nunca visitó los sitios a los que su imaginación la trasladó pero la cata de sus platos evocaba sentimientos añadidos que eclosionaban los sentidos con las sensaciones que ella había experimentado al cocinarlos. ¿En qué pensaba Malena cuando no cocinaba? No lo sé. Estaba tan inmersa en su universo particular que descuidó su vida. Y la mía. Murió un febrero bisiesto, probando un plato que ella misma había elaborado. El exceso de sal desnucó su orgullo gastronómico y acabó con su vida. Desde entonces, hace ya ocho meses, cocinamos juntos. Y todos los días la acompaño de los fogones al fregadero, y del fregadero al horno, y del horno al frigorífico. Y nuestras vidas transcurren entre las verduras y el pescado, entre la cayena y el tamarindo, entre el cardamomo y la canela. Y entre la salsa de soja y el aceite de sésamo. Sazonando y condimentando cada plato. Y en cada elaboración engaño a mi soledad tratando de huir de esta vida absurda y gris que se abotona cada noche en el ojal de mi memoria para prenderse en la solapa de su ausencia. Todas las tardes salimos a pasear, agarrados de la mano, en un intento de recuperar el tiempo perdido. Y la gente, que solo me saluda a mí, no deja de preguntarse por la extraña razón de una soledad tan bien llevada.< tw Relato inédito

Nacido en Madrid, pero alcarreño de adopción, Amado Storni es periodista musical, colabora en las revistas La Heavy, en el periódico El Heraldo del Henares, en varios blogs musicales y culturales y en el programa de radio “21 entre 11”. Ha publicado siete poemarios, dos novelas y un libro de investigación musical. “La Libertad de elegir ser esclavo” es el blog donde se recoge gran parte de su obra.

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brevemente

Gemelas

Semana 1 de concurso: 10 de septiembre de 2018 Ganador: Alberto Muñoz García El baúl de los juguetes está cada vez más vacío. Un día desapareció el yo-yo. Otro, la peonza y, luego, el xilófono. Anoche escuché el llanto de La Fea, nuestra muñeca favorita. Me levanté y vi la tapa del baúl abierta. Cada día te llevas un tesoro. Sé que eres tú, que aún andas deambulando por la casa. ¡Me vas a dejar sin nada! ¿No tienes ya bastante? ¿No te da vergüenza, hermana? ¿Por qué no descansas ya y me dejas en paz? Tú caminabas por la barandilla del balcón y si yo te empujé, que no me acuerdo, fue sin querer. ¿Me oyes?<

Ecos

Semana 2 concurso: 17 de septiembre de 2018 Ganadora: Eva García Martín ¿Me oyes?… yes… yes… yes… Su amigo inglés es el único que está siempre dispuesto a escuchar esas cosas malas que le suceden en la escuela. Por eso cada tarde se las cuenta acercándose un poquito más al borde del barranco donde se esconde.<

Un regalo del cielo

Semana 3 concurso: 24 de septiembre de 2018 Ganadora: Paula Palacios García Acercándose un poquito más al borde del barranco donde se esconde, puede verlos a lo lejos. Esta vez serán unos siete. Se parecen todos tanto, que es difícil contarlos. Aunque gigantes y macrocéfalos, son muy lentos y, por tanto, fáciles de cazar. La piel blanca no se come pero, una vez retirada, la carne es rosada y jugosa. Comparados con los alimentos del subsuelo, es lo más sabroso que han probado nunca. Cada vez llegan más y eso es bueno. El problema es qué hacer con los residuos que traen, con aquel montón de cachivaches que ponen NASA por todas partes y que comienzan a acumularse en la superficie del planeta.<

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brevemente

La otra dimensión

Semana 4 de concurso: 8 de octubre de 2018 Ganadora: María Antonia Ramos Prada Comienzan a acumularse en la superficie del planeta: negros, blancos, a cuadros, de rayas, cortos, largos… Nadie sabe por qué desde hace varios años, con un ruido ensordecedor y repentino, a veces se abre un torbellino en el cielo, escupe un calcetín y, tan misteriosamente como apareció, se cierra.<

El otro lado

Semana 5 concurso: 15 de octubre de 2018 Ganadora: Sofía de Encarnación Fernández Tan misteriosamente como apareció, se cierra, y los atónitos transeúntes palpan el muro hermético, preguntándose si se trata de un espejismo colectivo o de verdad se ha abierto la pared y han podido observar esa otra vida, sus propias vidas, en una realidad paralela y ajena a la conocida. ¿Estaríamos juntos si hubiera acudido a la cita? ¿Así sería mi vida si le hubiera dicho que no a papá? Miles de preguntas sin respuesta anidan en sus cabezas, martilleando y removiendo sueños, miedos y dudas enterradas durante años, como un enjambre después de recibir la pedrada de un niño.<

tw Relatos ganadores de septiembre y octubre de 2018 del concurso Relatos en Cadena, organizado por la Cadena SER y Escuela de Escritores. Puedes leer todos los seleccionados en www.escueladeescritores.com o www.cadenaser.com.

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dindondin

Premio Apila Primera Impresión 2019 Hasta el 15 de febrero de 2019 Álbum infaltil ilustrado Internacional www.apilaediciones.com

I Concurso Nacional de Fotografía Creativa con Playmobil Ciudad de Antequera Hasta el 28 de octubre de 2018 España www.guiadeconcursos.com

XXXII Certamen de relato breve “ÁLVAREZ TENDERO” Hasta el 28 de febrero de 2019 Internacional www.arjona.es

VIII Festival de Cortos Ciudad de Bailén Hasta el 12 de noviembre de 2018 Internacional www.ayto-bailen.com

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decamino

Fenómenos do rural

Yoseba MP @yosebamp

Las señoras del rural gallego tienen superpoderes. Yoseba MP (Joseba Muruzábal), un artista coruñés de 34 años, lo sabe desde hace tiempo. Por suerte decidió hacérnoslo saber a los demás, y lo hizo llenando lienzos, primero, y fachadas de edificios después. Sus murales son un homenaje a estas mujeres que sostienen una parte imprescindible de la economía familiar gallega con “una mentalidad de trabajo y una fuerza para ejecutarlo fuera de lo normal”. En los pinceles de Yoseba MP, las tradicionales meigas gallegas aparcaron la escoba y se transformaron en verdaderas jedi, en mutantes, en mujeres atómicas capaces de hacer levitar las bombonas de butano.

tw Los “Fenómenos do rural” saltan a las tres dimensiones: Yoseba MP ha creado a Maruxa, una muñeca fantástica inspirada en Dora, una señora muy real que ya protagonizó dos de sus cuadros. Esta superheroína ya se está reproduciendo en serie a partir de moldes y está pensada para jugar con ella.

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andĂŠndos


entrecocheyandén

Rapto

Pablo Pelayo

Alumno de Escuela de Escritura Creativa

EL niño, de unos siete años, tira de la manga de la blusa de su madre con fuerza. Me mira fijamente y grita: «¡A esa señora le salen tentáculos por la manga de la gabardina!». Rápidamente me paso la mano por detrás del moño canoso para disimular. Cuando vuelva a Alfa Centauro le voy a decir cuatro cosas a mi sastre. La madre ignora al chico y, al oír un quejido, saca de un primitivo vehículo-perchero plegable otra cría aún más pequeña a la que mira con ojos cansados, pero llenos amor. La cría menor se llama Bebé y tiene la capacidad de absorber la energía y dominar a la madre a través de unos sonidos de alta frecuencia. La hembra acalla el irritante sonido acercando la boca de Bebé a una de sus grandes mamas mientras el chico alza la mirada hacia el humano diminuto resoplando y frunciendo el ceño. La muestra humana prioritaria es la menor de las crías y, por su reducido tamaño además, será muy conveniente para la vaina de transporte. Espero a que los especímenes abandonen el área de recreo, llena de pinos y olivos, mientras alimento a las aves con migas de cereal procesado. La rotación del planeta tierra va ocultando el sol, y los árboles proyectan largas y retorcidas sombras. El grupo por fin se levanta y, cuando están a unos cincuenta metros, comienzo a seguirles. Aunque extremo el cuidado, la cría mayor vuelve la mirada hacia atrás como si notara algo, pero me oculto tras una gran farola. Activo mi prótesis auditiva al máximo alcance y escucho la conversación. —Mamá, Mamá, la vieja de los tentáculos nos está siguiendo, tengo miedo —dice el niño.

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entrecocheyandén

—Diego, no hace falta que te inventes tonterías para que te haga caso, ahora tengo que atender a tu hermanita. Además —prosigue la madre—, con tentáculos o sin tentáculos no se dice vieja, se dice señora. Desde detrás de la farola veo como Diego cambia el tono de su rostro a un rojo intenso y patea con rabia una botella de cristal abandonada que se rompe en pedazos. Su madre, como un resorte, da un azote en los glúteos de Diego y este grita: «¡Ojalá la Bebé no hubiera nacido!» Y sale corriendo. La madre nerviosa empieza a llamar al niño mirando hacia todos lados. Aprovecho la confusión para acercarme cada vez más a mi objetivo, pero la madre, paralizada por el miedo y la indecisión, no se separa del vehículo donde guarda a Bebé. Segundos más tarde, la madre localiza a Diego en medio de la carretera. Un enorme automóvil rojo se acerca al muchacho y es entonces cuando abandona el carro de Bebé y sale corriendo hacia el niño. Me planto frente a Bebé y mientras saco la vaina de transporte del interior de la gabardina, observo al sujeto del estudio. Parece dormir y su piel es suave y sonrosada, casi luminosa. Es un ser hermoso incluso para mí. Me deshago por fin de las toscas manos humanas, que caen al suelo con un sonido viscoso, y comienzo a extender mis tentáculos alrededor de la criatura. Pesará unos seis kilos. Abro la vaina y deposito con cuidado al espécimen. Su descanso no se turba. Comienzo a introducir las coordenadas en el transportador interdimensional cuando, de repente, siento un objeto largo y agudo atravesar mi espalda. El dolor es intensísimo, los ojos casi me revientan y tengo que soltar la vaina, que cae al suelo. Noto como mi fluido vital, espeso y metálico, se agolpa en la boca y empiezo a vomitar. La acera se tiñe de azul. Veo pedazos de cristal esparcidos. El objeto sale y se clava otra vez, un poco más abajo. Al tiempo, otro pinchazo más pequeño alcanza mi cola. Oigo ruidos y una voz aguda que dice: «¡Mátalo, Mamá, mátalo, mata al monstruo, mamá!». Me doy la vuelta y alzo mis tentáculos, que se agitan intentando parar las ráfagas del cristal. —¡Mecagüen la puta! ¡Ya está bien! —gritó a los malditos monos usando una expresión que según mi base de datos es apropiada para estos casos.

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entrecocheyandén

La madre humana se pone a chillar no sé qué de heteropatriarcal y me clava otra vez el arma. Yo ya me canso y, con firmeza, pero sin violencia, la aparto con mi tentáculo principal. La madre y Diego se quedan paralizados. —Pero, ¿se puede saber qué hacéis? ¿Tratáis así a todos los que son diferentes? Los primates siguen sin hablar y, al verme erguido hasta los tres metros, han dejado caer los afilados cristales. Son idiotas. Ellos mismos, al agarrar los pedazos de botella, se han cortado las manos, que chorrean sangre. Me dan ganas de llevarme a Bebé conmigo para que pueda tener una vida mejor que con estos salvajes, pero probablemente pondría a nuestra especie al borde de la extinción. Lo miro por última vez y, con tristeza, introduzco las coordenadas para mí solo. Quizás vuelva dentro de mil años, hay un uno por ciento de probabilidades de que esta especie dure tanto.<

tw Pablo Pelayo. Nacido en Santander hace 40 años. Médico especializado en psiquiatría, aprovecha

una excedencia por cuidado de la menor de sus hijos para apuntarse al taller de relato de Begoña Torregrosa en Alicante. De esta coyuntura y de su afición por el género fantástico, surge "Rapto".

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