La tierra pródiga. Siete escritores jalicienses

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dewey: 863.08 lc: pq7295 La tierra pródiga : siete narradores jaliscienses / José López Portillo y Rojas … [et. al.] ; pról. y selección Luis Felipe Lomelí. -- 1a ed. -México : Instituto Nacional de Bellas Artes, 2011. 79 p. : fot. byn. 1. CUENTOS MEXICANOS - SIGLO XX -- ANTOLOGÍAS 2. NARRADORES MEXICANOS - JALISCO - SIGLO XX -CUENTOS I. López Portillo y Rojas, José II. Lomelí, Luis Felipe, pról.

La tierra pródiga. Siete narradores jaliscienses Los textos que no son de dominio público, son reproducidos con autorización expresa de los titulares de los derechos de autor. D. R. ©Instituto Nacional de Bellas Artes Reforma y Campo Marte s|n Col. Chapultepec Polanco Del. Miguel Hidalgo 11560, México, D. F.

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López Portillo y Rojas • Azuela • Rojas González Yáñez • Arreola • Dueñas • Leñero

prólogo y selección

Luis Felipe Lomelí


La ceniza roja de una fogata grande

por Luis Felipe LomelĂ­


Jalisco es México Eso han dicho las placas de la matrícula vehicular del Estado. Pero los símbolos de Jalisco han dejado de ser de Jalisco para ser nacionales, para ir allende esos cerros y transformarse, y ser la imagen de México en la “Plaza Garibaldi” de Bogotá, en la “Catena Zapata” de Hsinchu, Taiwán, o en los restaurantes mexicanos de empresarios salvadoreños en Washington. El tequila, el charro, el mariachi… son de Jalisco; pero son de todos. Y cada uno, en cada lugar, los ha ido adaptando para sí mismo: para ser un “mero macho”, como dicen los chilenos. De igual forma, los grandes narradores jaliscienses son nuestros y son de cualquier lector en cualquier lugar del mundo. Sus novelas y cuentos cambian según el entorno, entonces los personajes de Juan Rulfo o Agustín Yáñez son campesinos oaxaqueños, o chinos, o polacos. Porque nuestra mejor herencia es tan nuestra que es universal. Y, como toda herencia, tiene las manos correosas del pasado y los ojos frescos de los niños. Sólo cambia el paisaje. Y es, precisamente, en estos cambios del paisaje jalisciense documentados por nuestros narradores que podemos ser testigos también de las riquezas que vamos perdiendo (nuestros árboles, bosques, sierras, llanos, selvas y desiertos) y la caballada de la tecnología y las empresas económicas que a veces se desbocan. Jalisco ha bregado siempre entre ese fenómeno que llaman “modernidad” y lo que nosotros seguimos nombrando, con cariño, “el campo” (¿será por eso que muy pocas novelas suceden en Guadalajara?). Jalisco es esta tela enhebrada con hilos antagónicos: fábricas y telares, maquiladoras. Por eso es un oleaje y serpentea, y nunca parece la misma y siempre parece la misma.

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Quien reniega del presente, no merece el porvenir

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Venga el lugar común: los escritores jaliscienses sentaron un canon. Le pusieron sus arreos, lo ensillaron, abrieron brecha entre las matas y la brecha se convirtió en autopista de muchos carriles. “Aquí cualquiera escribe de burritos y casas de adobe”, me dijo hace años un escritor tapatío que daba talleres literarios por Guadalajara. Y uno no sabe qué mosco les picó a nuestros narradores, o si cada araña iba por su hebra cuando se dieron a la tarea monumental de retratar el paisaje y horadar en la condición humana de nuestros abuelos. Lo que sí es que el pasado no pesa, más bien nos habita como nos habitan los fantasmas. El primer fantasma famoso y galán de la literatura mexicana es El ánima de Sayula, de Teófilo Pedroza. O tal vez no era tan galán este muchacho decimonónico, pues precisaba de prometer oro para conseguir sus amoríos. Lo cierto es que los fantasmas siguieron. O, más bien, las ánimas. Porque nuestros fantasmas no son esos seres del bosque congoleño ni los djinns del desierto, mucho menos los espectros terroríficos anglosajones. Tampoco son, justamente, las almas del Purgatorio ni las presencias de los altares michoacanos de Día de Muertos. Nuestros fantasmas son nuestros difuntos, cierto, pero somos nosotros mismos. Es nuestro penar en este mundo y son nuestros ancestros. Son nuestra genealogía, son quienes nos despiertan antes del alba (¡ánimas que amanezca!…), son las cenizas de mi abuelo, Yeto, que me esperan en el despacho de mi tío Luis, el ingeniero, para que vaya a platicarles cómo me ha ido. Son los que sembraron los primeros árboles en el monte de Los Pericos de José López Portillo y Rojas; son los cuetones de la feria de Zapotlán de Juan José Arreola; los hijos de las mujeres enlutadas de Al filo del agua, los mártires cristeros, el amor perdido de cualquier cacique


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y de cualquier persona (y oíamos allá abajo el rumor viviente del pueblo mientras estábamos encima de él, arriba de la loma… “suelta más hilo”); los revolucionarios de Mariano Azuela; los peregrinos a San Juan de los Lagos de Francisco Rojas González y los peregrinos que siguen andando para encontrar su parábola del tuerto; son el cadáver de un albañil en Vicente Leñero y el tequila impregnado en los alambiques, la melaza de la caña, las grullas. (Y los niños y jóvenes y todos los que salieron volando el día que se abrió la tierra en la calle de Gante un 22 de abril.) Nuestras ánimas son la frontera de dos mundos que ni sabemos si existen.

Ése es mi mero gusto Jalisco es una frontera. O muchas. Es ahí donde se quedan rondando las historias y, nomás de prestarles tantito oído, se levantan en tolvaneras, en marejadas que arremeten contra las piedras, y estallan, truenan, taladran la roca y cimbran la costa; basta estar aguzado a sus susurros para que éstos corten de tajo los llanos y abran barrancos. Jalisco no es ni el norte ni el sur. Su nomenclatura es nahua pero ahí mismo se guardaban los pueblos que más al sur llamaban chichimecas. Es tierra de alfareros y caminantes de rostros tatuados. Jalisco vivió los dos procesos de invasión que vivió México: la de los conquistadores y la de los aventureros, el sometimiento y el presidio, las alianzas. Por eso el natural de Jalisco puede clamar que antes las tierras eran suyas, antes del arrebato, pero también que siempre han sido suyas. Jalisco es la frontera entre el campo y la ciudad, entre la modernidad porfiriana y el feudalismo charro con su chaqueta de herrajes de plata; el

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liberal de levita y el conservadurismo católico (¿qué otra región de América ha dado más santos al Vaticano?). En Jalisco, Azuela hace estallar una máquina de escribir porque un escritor en serio sólo puede narrar a mano, pero también en Jalisco se escriben las dos novelas, del siglo xx, más innovadoras de habla hispana en estructura y lenguaje (y Barragán crea la primera arquitectura de vanguardia mexicana al retomar, precisamente, lo más tradicional de nuestros ranchos). En Jalisco confluyen los dos reinos biogeográficos del continente. El neártico inunda desde el norte con sus pinos por la sierra y el neotropical trepa por la costa. Jalisco es la frontera entre el jaguar de Chamela y el pitahayo de Yahualica, entre las parotas de Mismaloya y los huisaches de Arandas. Jalisco es la tierra yerma, los magueyales azules, los piélagos de caña que cubren hombres a caballo, los bosques de robles con colores verdes y arrayanes, los cocotales, las coníferas de Tapalpa, de Mascota, el encinar, la tierra roja por la que brinca el chiverío. Jalisco es un lago repleto de charales, una isla de alacranes, una ladera de obsidiana y caracoles. Jalisco es su tierra. Su nombre nombra la tierra.

¡Hojarascas, le están pegando a dar! José López Portillo y Rojas, Mariano Azuela, Francisco Rojas González, Agustín Yáñez, Juan José Arreola, Guadalupe Dueñas y Vicente Leñero son sólo siete de los mejores narradores jaliscienses. Una probadita. Un deleite. Todos ellos son culpables de ponerle sabor al caldo, de darle su manita de gato a esta estampa de nuestra tierra y nuestra gente que es la literatura. Una gota de rocío si se quiere, cada palabra de ellos, pero con todas arremolinadas se congrega la creciente del río Ameca, ésa que se


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lleva vacas y puentes y rancheros amodorrados que no aprecian su rugido. Con todas ellas se desgajan las nubes para arrancar de sopetón un chubasco fuerte, tapatío, uno de fin del mundo y de principio de los tiempos: cada gota de agua tiene las virtudes de toda el agua. La literatura jalisciense puede estudiarse de tantas formas como uno pueda imaginar. Pueden leerse las luchas del poder, los arrebatos amorosos, la locura, la miseria y la avaricia, el irrefrenable paso del tiempo que como un tren de carga hace trepidar la tierra. Podemos trazar en ella la continuidad de nuestros mitos y nuestros sueños, el jolgorio de nuestras fiestas y la perplejidad que nos causa el horizonte. Ahí están las líneas de nuestras palmas para leer el destino. Y también los senderos por los que hemos forjado nuestra identidad a través del lenguaje. Un lenguaje propio, uno que abreva de los diccionarios de la Academia y de los arrieros, desde Isabel Prieto de Landázuri o José López Portillo y Rojas. Uno que inventa sus términos y cadencia en Yáñez o en Rulfo, en las niñoserías de Dante Medina. Es nuestra forma de hablar, nuestra manera de sentir este mundo que vemos con palabras. Reunir a estos siete narradores de Jalisco es presentar un mínimo álbum de familia, un daguerrotipo tomado junto a la fuente del patio con su granado y limoneros: ahí está el abuelo, el primo, el tío que se fue a la capital y que, por lo mismo, sigue siendo más jalisciense que el tejuino. Su obra está cargada de flores como una jacaranda o una llamarada, de anécdotas en las que está nuestro pasado y nuestro porvenir. Porque son pavesas. Estos pequeños fragmentos de nuestros narradores son la ceniza roja de una fogata grande, tremenda, con todo el calor para reactivar el fuego primigenio. Son Jalisco. Son México. Son los cerros en lontananza, el paisaje que reverdece y el paisaje derruido. Son este espejo de nosotros mismos que nos hermana con cualquier ser humano en cualquier lugar del mundo.

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Jos茅 L贸pez Portillo y Rojas De La parcela


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14 Abogado, político, periodista, viajero y escritor, José López Portillo y Rojas nació en Guadalajara justo a la mitad del siglo xix. Fue diputado con Sebastián Lerdo de Tejada, gobernador del Estado de Jalisco; ministro de Relaciones Exteriores y miembro del Partido Científico. Sus novelas, Los precursores o Fuertes y terribles, muestran a un autor consumado del realismo decimonónico. En palabras de Christopher Domínguez, López Portillo y Rojas “entendió la novela como culto al paisaje”. Más aún, en La parcela, quizá la novela rural más lograda, nos encontramos ante la que probablemente sea la primera obra literaria que no sólo tiene preocupaciones ambientalistas, sino que muestra, en el manejo forestal del Monte de los Pericos, los primeros vestigios del desarrollo sustentable en México. José López Portillo y Rojas fue presidente de la Academia Mexicana y falleció el 22 de mayo de 1923.


Jos茅 L贸pez Portillo y Rojas (1850-1923) George Grantham Bain Collection | Library of Congress


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evantose aquel día don Pedro Ruiz al rayar el alba, como de costumbre. El cuidado de los negocios obligábanle a ser diligente, y por hábito, por temperamento, necesitaba madrugar. Tenía por martirio quedarse en la cama hasta después de salido el sol, y nunca le había pasado tamaño contratiempo sino por enfermedad. Gozaba sobremanera con el espectáculo matutino que le ofrecía a diario la naturaleza; y aunque era hombre sin instrucción ni refinamientos artísticos, admiraba a su modo los bellos panoramas, y soñaba delante de ellos con vaga voluptuosidad, sin desembrollar el mundo confuso de ideas, sentimientos, tristezas y anhelos que embargaban su espíritu en los instantes dulcemente melancólicos de su contemplación. Fuese aquella mañana, como las otras, al portal de la hacienda que veía al Oriente, y envuelto en el sarape de brillantes colores, y calado hasta los ojos el sombrero de anchas alas, se puso a atisbar el lejano horizonte. Aún era de noche en la extensión del cielo, brillaban todavía las estrellas en el firmamento y estaban desiertos y silenciosos los campos. Salía de todas partes ese vago rumor de arrullo que brota de la naturaleza en las horas nocturnas, cuando el susurro del viento entre las hojas, el canto del grillo escondido debajo de las piedras y la ronca voz de la cigarra en lo más espeso de los matorrales, forman un interminable ¡chiss! semejante al de las madres que velan el sueño de sus hijos. Escuchábase a lo lejos el acento del caudaloso Covianes, que bajando de la cañada bermejo de color y cargado de tierra vegetal, forma al pie del cerro una especie de torrente, rompiendo sus ondas espumosas en los pulidos y grandes cantos que le salen al paso. No era visible a aquellas horas en el seno de la oscuridad; pero su


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fragor, debilitado por la distancia, percibíase aunque confuso, a modo del zumbar indistinto de un enjambre de abejas. El valle cubierto de cañaverales, gigantes misteriosos salidos del abismo para explorar el espacio. Allá en el término postrero del cuadro, mirábase aparecer una luz tenue, que tanto podía ser anuncio del nuevo día como el fulgor de una estrella. A la espalda de don Pedro se alzaban los mil ruidos del ingenio y se veía, a través de las ventanas de la fábrica, la intensa claridad de las luces artificiales que habían ardido toda la noche. Rumor confuso de voces llegaba hasta él por oleadas, de tiempo en tiempo, y algunas veces el silbato del vapor rompía en grito estridente, semejante al prolongado lamento de un gran reptil emboscado en las tinieblas. Poco a poco fue esclareciéndose el confín del espacio. Pareció primero que una gasa luminosa hubiese sido extendida en la inmensidad por una mano invisible. La débil claridad fue dilatándose insensiblemente por todo el cielo, y, a medida que se agrandaban sus dominios e iba cubriendo con ligero cendal la faz de las estrellas, el fulgor distante hacíase más y más intenso, y la blancura de la luz comenzaba a teñirse con suaves y variados matices. Sin que el ojo pudiese apreciar el instante de la metamorfosis, apareció el color de las rosas mezclado con el albor de la lontananza. Luego saltó sobre la cumbre de la sierra gualda brillantísima, que convirtió el horizonte en océano de gloria, donde parecían nadar los espíritus de los bienaventurados; hasta que el fondo anaranjado fue extremando el matiz de sus tonos y se trocó en mar escarlata, como sangre fluida y luminosa. Rompió la contemplación de don Pedro un trote de caballos por el camino de Citala. Como hombre de campo que era, de ojo perspicaz y oído finísimo, pocos instantes de observación fuéronle bastantes para distinguir, entre las sombras crepusculares que aún ocultaban la falda de la loma cubierta de hierba, las negras siluetas de dos jinetes que avanzaban hacia la

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hacienda. Fumaban de tiempo en tiempo, y la lumbre de sus cigarros parecía en la penumbra como pasajera fosforescencia de aladas luciérnagas entre la hojarasca. Lleno de curiosidad, siguió atentamente la marcha de los jinetes, que ya se dejaban columbrar por algún claro, ya se hundían en alguna hondonada, ora mostraban tan sólo las oscuras copas de los sombreros, o bien aparecían y desaparecían rápidamente entre los troncos de los árboles, a modo de visiones fantásticas. Como la vereda hacía un agudo recodo a la llegada de la hacienda, perdiolos de vista durante unos instantes. Entretanto llevó a cabo toda su evolución la alegre aurora, y cuando los jinetes aparecieron por la puerta de la plaza cercada, frente al corredor, hizo explosión el sol allá en el fondo del paisaje, entre girones de nubes violáceas y color de oro; y caballos y caballeros se destacaron con toda distinción sobre el foco deslumbrador de la inmensa fragua. Heridos por rayos oblicuos, parecía que aquéllos y sus cabalgaduras venían orlados con fleco luminoso; o, como decía don Pedro en lengua campesina, parecía que venía chorreando luz.

� Tornose más pronunciada la pendiente poco a poco, a medida que avanzaba la comitiva. Fuese impregnando gradualmente la atmósfera de aromas agrestes; vertía en el aire la salvia su suave esencia; el cacahuite de anchas hojas fatigaba el olfato con su olor penetrante. Por todas partes, al pie de los vallados de piedra, a la orilla de los fosos, crecía el tepopote de hojas finísimas y tupidas. Las varas de san Francisco, de color morado, erguíanse aquí y allá sobre la hierba; la barbudilla extendía su ramaje profuso costeando la vereda; las hiedras desplegaban sus vistosas y delicadas corolas, como finas copas alzadas al cielo para recibir el rocío; las níveas flores de san Juan ostentábanse en artísticos ramos formados por la


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mano de la naturaleza; y por todas partes, bordando el verde tapiz con vistosísimas labores, lucían las estrellitas blancas su belleza casta y purísima. Más arriba comenzaron los robles de anchas y duras hojas a destacarse sobre el terreno, primero como centinelas avanzados, luego como tiradores dispersos, y al fin como ejército apiñado y numeroso. Vinieron después los encinos de finas hojas a mezclarse con ellos; el madroño nudoso de rojos peciolos, apareció en zona más elevada; el lustroso ciruelo, que se viste sólo en la estación de las lluvias, extendió por la ladera su verde copa cargada de tiernos frutos; el fino palosanto, de pulida forma y hojitas pequeñísimas, alternó sobriamente con los otros árboles, como aristócrata entre villanos; y ya en lo más encumbrado de la montaña, levantaron los pinos sus copas verdes de follaje erizado, saturando el ambiente de bienhechora esencia, que ensanchaba el pecho y lo llenaba de infinito bienestar. Al fin, después de varias horas de marcha, llegaron los jinetes al punto de la cita; esto es, al Arroyo de los Pinos, lindero entre el Palmar y el Chopo, a la orilla del Monte de los Pericos. No era más este monte, que una caprichosa protuberancia de la sierra; una especie de giba elevada en el lomo gigantesco de la larga montaña de cumbre casi horizontal, que cerraba el confín, vista desde el valle, a modo de muralla. En realidad, mucho distaba aquel cerro de estar aislado, según la ilusión óptica de los que lo miraban desde abajo, así como de ser el más elevado de la serranía. Detrás de él, elevábanse otros más altos, y a la espalda de ellos, mirábase asomar la cabeza de otros y otros más elevados, que se sucedían a lo lejos, como en propagación infinita, por la extensión de la cordillera y por la inmensidad del cielo. Era graciosa la forma de aquel monte casi esférico. Visto a distancia, como estaba tan poblado de árboles, tenía cierta apariencia de cabeza de negro cubierta de pelo crespo y oscuro. Como don Pedro había prohibido

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por muchos años cortar leña en aquel sitio, y aun ahora que comenzaba a explotarlo, hacíalo de modo que no se destruyese el bosque —con el propósito de conservarlo siempre hermoso y tupido— presentaba un aspecto delicioso por la profusión de los árboles, y por esa majestad peculiar a los sitios agrestes, donde la vegetación de hierbas y de plantas, hace lugar a otra más grande, severa y rumorosa. Habían alcanzado gran desarrollo las frondas; estrechábanse y confundíanse en varios puntos, como si no hubiese en el cielo bastante espacio para que pudieran extenderse a sus anchas. El sol cayendo sobre su tupido follaje, no podía penetrarlo, como si fuese la compacta techumbre de un vasto templo, y sólo a trechos lograba deslizarse hasta el suelo por pequeños intersticios, dibujando cintas y franjas de oro sobre el tapiz agreste. Aquellos enormes y verdes penachos sacudidos por el viento, constante en las alturas, formaban un rumor grave y confuso, que infundía recogimiento y respeto en el ánimo. Sobre la superficie del monte extendíase sonora alfombra de hojas secas que, desprendidas de las ramas y holladas por los caballos, gemían querellosas al sentirse resquebrajadas. Estribaba principalmente la singularidad del sitio en ser abrigadero perenne de innumerables pericos, circunstancia que le había valido el pintoresco nombre que llevaba. La proximidad de la Barranca Honda, fecunda cuna de esos ruidosos volátiles, daba origen a la aglomeración de ellos en lugar tan repuesto y ameno. Apenas traspasado el lindero del monte, y antes de llegar a él, percibíase el gárrulo coro de aquellas aves, que volaban de rama en rama poblando el aire de sus voces estridentes. Oíaseles y veíaseles revolar por todas partes. Subían en bandadas de la Barranca a posarse en las frondas, o bajaban en gran número a ella, haciendo estrépito atronador con el movimiento de sus pesadas alas. Parecía conversar entre sí constantemente lanzando gritos ásperos y destemplados; y,


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según el acomodo, encanto y absoluto sosiego con que se habían posesionado de aquella cima, no parecía sino que la naturaleza se la había otorgado en propiedad irrevocable.

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Mariano Azuela De Los de abajo


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Médico cirujano oriundo de Lagos de Moreno, nació el primer día del año de 1873. Inició su carrera literaria durante el Porfiriato y, posteriormente, se unió a las filas de Francisco I. Madero, luego a las de Francisco Villa y, en 1915, exiliado en El Paso, Texas, escribió y publicó por entregas en un periódico local la que sería considerada “la novela por antonomasia de la Revolución Mexicana”: Los de abajo. Fue miembro fundador de El Colegio Nacional y obtuvo, entre otros, el Premio Nacional de Ciencias y Artes en la rama de Literatura. Azuela escribió más de veinte obras, entre las que destacan: Mala yerba, Los caciques, La luciérnaga, Nueva burguesía y El desquite. Murió en marzo de 1952 y sus restos yacen en la Rotonda de las Personas Ilustres.


Mariano Azuela (1873-1952) Autor no identificado | Archivo fotogrรกfico CNL-INBA


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odo era sombra todavía cuando Demetrio Macías comenzó a bajar al fondo del barranco. El angosto talud de una escarpa era vereda, entre el peñascal veteado de enormes resquebrajaduras y la vertiente de centenares de metros, cortada como de un solo tajo. Descendiendo con agilidad y rapidez, pensaba: “Seguramente ahora sí van a dar con nuestro rastro los federales, y se nos vienen encima como perros. La fortuna es que no saben veredas, entradas ni salidas. Sólo que alguno de Moyahua anduviera con ellos de guía, porque los de Limón, Santa Rosa y demás ranchitos de la sierra son gente segura y nunca nos entregarían… En Moyahua está el cacique que me trae corriendo por los cerros, y éste tendría mucho gusto en verme colgado de un poste del telégrafo y con tamaña lengua de fuera…” Y llegó al fondo del barranco cuando comenzaba a clarear el alba. Se tiró entre las piedras y se quedó dormido. El río se arrastraba cantando en diminutas cascadas; los pajaritos piaban escondidos en los pitahayos, y las chicharras monorrítmicas llenaban de misterio la soledad de la montaña. Demetrio despertó sobresaltado, vadeó el río y tomó la vertiente opuesta del cañón. Como hormiga arriera ascendió la crestería, crispadas las manos en las peñas y ramazones, crispadas las plantas sobre las guijas de la vereda. Cuando escaló la cumbre, el sol bañaba la altiplanicie en un lago de oro. Hacia la barranca se veían rocas enormes rebanadas; prominencias erizadas como fantásticas cabezas africanas; los pitahayos como dedos anquilosados de coloso; árboles tendidos hacia el fondo del abismo. Y en


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la aridez de las peñas y de las ramas secas, albeaban las frescas rosas de san Juan como una blanca ofrenda al astro que comenzaba a deslizar sus hilos de oro de roca en roca. Demetrio se detuvo en la cumbre, echó su diestra hacia atrás; tiró el cuerno que pendía a su espalda, lo llevó a sus labios gruesos, y por tres veces, inflando los carrillos, sopló en él. Tres silbidos contestaron la señal, más allá de la crestería frontera. En la lejanía, de entre un cónico hacinamiento de cañas y paja podrida, salieron, unos tras otros, muchos hombres de pechos y piernas desnudos, oscuros y repulidos como viejos bronces. Vinieron presurosos al encuentro de Demetrio. —¡Me quemaron mi casa! —respondió a las miradas interrogadoras. Hubo imprecaciones, amenazas, insolencias. Demetrio los dejó desahogar; luego sacó de su camisa una botella, bebió un tanto, limpiola con el dorso de su mano y la pasó a su inmediato. La botella, en una vuelta de boca en boca, se quedó vacía. Los hombres se relamieron. —Si Dios nos da licencia —dijo Demetrio—, mañana o esta misma noche les hemos de mirar la cara otra vez a los federales. ¿Qué dicen, muchachos, los dejamos conocer estas veredas? Los hombres semidesnudos saltaron dando grandes alaridos de alegría. Y luego redoblaron las injurias, las maldiciones y las amenazas. —No sabemos cuántos serán ellos —observó Demetrio, escudriñando los semblantes—. Julián Medina, en Hostotipaquillo, con media docena de pelados y con cuchillos afilados en el metate, les hizo frente a todos los cuicos y federales del pueblo, y se los echó… —¿Qué tendrán algo los de Medina que a nosotros nos falte? —dijo uno de barba y cejas espesa y muy negras, de mirada dulzona; hombre macizo y robusto.

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—Yo sólo les sé decir —agregó— que dejo de llamarme Anastasio Montañés si mañana no soy dueño de un máuser, cartuchera, pantalones y zapatos. ¡De veras!… Mira, Codorniz, ¿voy que no me lo crees? Yo traigo media docena de plomos adentro de mi cuerpo… Ai que diga mi compadre Demetrio si no es cierto… Pero a mí me dan tanto miedo las balas, como una botella de caramelo. ¿A que no me lo crees? —¡Que viva Anastasio Montañés! —gritó el Manteca. —No —repuso aquél—; que viva Demetrio Macías, que es nuestro jefe, y que vivan Dios del cielo y María Santísima.

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—¿Por qué se esconden ustedes? —interrogó Demetrio a los prisioneros. —No nos escondemos, mi jefe; seguimos nuestra vereda. —¿Adónde? —A nuestra tierra… Nombre de Dios, Durango —¿Es éste el camino de Durango? —Por los caminos no puede transitar gente pacífica ahora. Usted lo sabe, mi jefe. —Ustedes no son pacíficos; ustedes son desertores. ¿De dónde vienen? —prosiguió Demetrio observándolos con ojo penetrante. Los prisioneros se turbaron, mirándose perplejos sin encontrar pronta respuesta. —¡Son carranclanes! —notó uno de los soldados. Aquello devolvió instantáneamente la entereza a los prisioneros. No existía más para ellos el terrible enigma que desde el principio se les había formulado con aquella tropa desconocida. —¿Carrancistas nosotros? —comentó uno de ellos con altivez—. ¡Mejor puercos!…


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—La verdad, sí somos desertores —dijo otro—; nos le cortamos a mi general Villa de este lado de Celaya, después de la cuereada que nos dieron. —¿Derrotado el general Villa?… ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!… Los soldados rieron a carcajadas. Pero a Demetrio se le contrajo la frente como si algo muy negro hubiera pasado por sus ojos. —¡No nace todavía el hijo de la… que tenga que derrotar a mi general Villa! —clamó con insolencia un veterano de cara cobriza con una cicatriz de la frente a la barba. Sin inmutarse, uno de los desertores se quedó mirándolo fijamente, y dijo: —Yo lo conozco a usted. Cuando tomamos Torreón, usted andaba con mi general Urbina. En Zacatecas venía ya con Natera y allí se juntó con los de Jalisco… ¿Miento? El efecto fue brusco y definitivo. Los prisioneros pudieron entonces dar una detallada relación de la tremenda derrota de Villa en Celaya. Se les escuchó en un silencio de estupefacción. Antes de reanudar la marcha se encendieron lumbres donde asar carne de toro. Anastasio Montañés, que buscaba leños entre los huizaches, descubrió a lo lejos y entre las rocas la cabeza tusada del caballuco de Valderrama. —¡Vente ya, loco, que al fin no hubo pozole!… —comenzó a gritar. Porque Valderrama, poeta romántico, siempre que de fusilar se hablaba, sabía perderse lejos y durante todo el día. Valderrama oyó la voz de Anastasio y debió haberse convencido de que los prisioneros habían quedado en libertad, porque momentos después estaba cerca de Venancio y de Demetrio.

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—¿Ya sabe usted las nuevas? —le dijo Venancio con mucha gravedad. —No sé nada. —¡Muy serias! ¡Un desastre! Villa derrotado en Celaya por Obregón. Carranza triunfando por todas partes. ¡Nosotros arruinados! El gesto de Valderrama fue desdeñoso y solemne como de emperador: —¿Villa?… ¿Obregón?… ¿Carranza?…¡X…Y…Z…! ¿Qué se me da a mí?… ¡Amo la Revolución como al volcán que irrumpe! ¡Al volcán porque es volcán; a la Revolución porque es Revolución!… Pero las piedras que quedan arriba o abajo, después del cataclismo, ¿qué me importan a mí?… Y como al brillo del sol de mediodía reluciera sobre su frente el reflejo de una blanca botella de tequila, volvió grupas y con el alma henchida de regocijo se lanzó hacia el portador de tamaña maravilla. —Le tengo voluntá a ese loco —dijo Demetrio sonriendo—, porque a veces dice unas cosas que lo ponen a uno a pensar. Se reanudó la marcha, y la desazón se tradujo en un silencio lúgubre. La otra catástrofe venía realizándose callada, pero indefectiblemente. Villa derrotado era un dios caído. Y los dioses caídos ni son dioses ni son nada. Cuando la Codorniz habló, sus palabras fueron fiel trasunto del sentir común: —¡Pos hora sí, muchachos… cada araña por su hebra!…

� Fue una verdadera mañana de nupcias. Había llovido la víspera toda la noche y el cielo amanecía entoldado de blancas nubes. Por la cima de la sierra trotaban potrillos brutos de crines alzadas y colas tensas, gallardos con la gallardía de los picachos que levantan su cabeza hasta besar las nubes. Los soldados caminan por el abrupto peñascal contagiados de la alegría de la mañana. Nadie piensa en la artera bala que puede estarlo esperando


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más adelante. La gran alegría de la partida estriba cabalmente en lo imprevisto. Y por eso los soldados cantan, ríen y charlan locamente. En su alma rebulle el alma de las viejas tribus nómadas. Nada importa, saber adónde van y de dónde vienen; lo necesario es caminar, caminar siempre, no estacionarse jamás; ser dueños del valle, de las planicies, de la sierra y de todo lo que la vista abarca. Árboles, cactus y helechos, todo aparece acabado de lavar. Las rocas, que muestran su ocre como el orín las viejas armaduras, vierten gruesas gotas de agua transparente. Los hombres de Macías hacen silencio un momento. Parece que han escuchado un ruido conocido: el estallar lejano de un cohete; pero pasan algunos minutos y nada se vuelve a oír. —En esta misma sierra —dice Demetrio—, yo, sólo con veinte hombres, les hice más de quinientas bajas a los federales… Y cuando Demetrio comienza a referir aquel famoso hecho de armas, la gente se da cuenta del grave peligro que va corriendo. ¿Con que si el enemigo, en vez de estar a dos días de camino todavía, les fuera resultando escondido entre las malezas de aquel formidable barranco, por cuyo fondo se han aventurado? Pero ¿quién sería capaz de revelar su miedo? ¿Cuándo los hombres de Demetrio dijeron: “Por aquí no caminamos”? Y cuando comienza un tiroteo lejano, donde va la vanguardia, ni siquiera se sorprenden ya. Los reclutas vuelven grupas en desenfrenada fuga buscando la salida del cañón. Una maldición se escapa de la garganta seca de Demetrio: ¡Fuego!… ¡Fuego sobre los que corran!…. ¡A quitarles las alturas! —ruge después como una fiera. Pero el enemigo, escondido a millaradas, desgrana sus ametralladoras, y los hombres de Demetrio caen como espigas cortadas por la hoz.

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Demetrio derrama lágrimas de rabia y de dolor cuando Anastasio resbala lentamente de su caballo, sin exhalar una queja y se queda tendido, inmóvil. Venancio cae a su lado, con el pecho horriblemente abierto por la ametralladora, y el Meco se desbarranca y rueda al fondo del abismo. De repente Demetrio se encuentra solo. Las balas zumban en sus oídos como una granizada. Desmonta, arrástrase por las rocas hasta encontrar un parapeto, coloca una piedra que le defiende la cabeza y, pecho a tierra, comienza a disparar. El enemigo se disemina, persiguiendo a los raros fugitivos que quedan ocultos entre los chaparros. Demetrio apunta y no yerra un solo tiro… ¡Paf!… ¡Paf!… ¡Paf!… Su puntería famosa lo llena de regocijo; donde pone el ojo pone la bala. Se acaba un cargador y mete otro nuevo. Y apunta… El humo de la fusilería no acaba de extinguirse. Las cigarras entonan su canto imperturbable y misterioso; las palomas cantan con dulzura en las rinconadas de las rocas; ramonean apaciblemente las vacas. La sierra está de gala; sobre sus cúspides inaccesibles cae la niebla albísima como un crespón de nieve sobre la cabeza de una novia. Y al pie de una resquebrajadura enorme y suntuosa como pórtico de vieja catedral, Demetrio Macías, con los ojos fijos para siempre, sigue apuntando con el cañón de su fusil…


Francisco Rojas Gonzรกlez De El diosero La parรกbola del joven tuerto


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Nació en Guadalajara el 10 de marzo de 1904, pero pronto se fue a La Barca a realizar sus estudios primarios. Fue etnólogo, miembro del Servicio Exterior Mexicano y escritor de dos novelas y tres volúmenes de cuentos. Francisco tuvo la agudeza y perspicacia de leer en el mundo lo que muchos pasaban por alto. Así, su primer libro de cuentos, El diosero, se convirtió desde 1960 en un referente obligado de la identidad nacional al retratar las tradiciones y vicisitudes de diversos pueblos originarios de nuestro país. Más aún, su novela La negra Angustias fue la primera obra de ficción que abordó los entresijos de la Revolución desde la perspectiva de una mujer afromexicana. Fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura y falleció en su natal Guadalajara.


Francisco Rojas Gonzรกlez (1904-1960) Autor no identificado | Archivo fotogrรกfico CNL-INBA


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…“Y

vivió feliz largos años.” Tantos, como aquéllos en que la gente no puso reparos en su falla. Él mismo no había concedido mayor importancia a la oscuridad que le arrebataba media visión. Desde pequeñuelo se advirtió el defecto; pero con filosófica resignación habíase dicho: “Teniendo uno bueno, el otro resultaba un lujo.” Y fue así como se impuso el deber de no molestarse a sí mismo, al grado de que llegó a suponer que todos veían con la propia misericordia su tacha; porque “teniendo uno bueno…”

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Mas llegó un día infausto; fue aquel cuando se le ocurrió pasar frente a la escuela, en el preciso momento en que los muchachos salían. Llevaba él su cara alta y el paso garboso, en una mano la cesta desbordante de frutas, verduras y legumbres destinadas a la vieja clientela. “Ahí va el tuerto”, dijo a sus espaldas una vocecita tipluda. La frase rodó en medio del silencio. No hubo comentarios, ni risas, ni algarada… Era que acababa de hacerse un descubrimiento. Sí, un descubrimiento que a él mismo le había sorprendido. “Ahí va el tuerto”… “el tuerto”… “tuerto”, masculló durante todo el tiempo que tardó su recorrido de puerta en puerta dejando sus “entregos”. Tuerto, sí señor, él acabó por aceptarlo: en el fondo del espejo, trémulo entre sus manos, la impar pupila se clavaba sobre un cúmulo que se interponía entre él y el sol… Sin embargo, bien podría ser que nadie diera valor al hallazgo del indiscreto escolar… ¡Andaban tantos tuertos por el mundo! Ocurriósele entonces —imprudente— poner a prueba tan optimista suposición. Así lo hizo.


francisco rojas gonzález | la parábola del joven tuerto

Pero cuando pasó frente a la escuela, un peso terrible lo hizo bajar la cara y abatir el garbo del paso. Evitó un encuentro entre su ojo huérfano y los múltiples y burlones que lo siguieron tras de la cuchufleta: “Adiós, media luz.” Detuvo la marcha y por primera vez miró como ven los tuertos: era la multitud infantil una mácula brillante en medio de la calle, algo sin perfiles, ni relieves, ni volumen. Entonces las risas y las burlas llegaron a sus oídos con acentos nuevos: empezaba a oír, como oyen los tuertos. Desde entonces la vida se le hizo ingrata. Los escolares dejaron el aula porque habían llegado las vacaciones: la muchachada se dispersó por el pueblo. Para él la zona peligrosa se había diluído: ahora era como un manchón de aceite que se extendía por todas las calles, por todas las plazas… Ya el expediente de rehuir su paso por el portón del colegio no tenía valimiento: la desazón le salía al paso, desenfrenada, agresiva. Era la parvada de rapaces que a coro le gritaban: Uno, dos tres, tuerto es… O era el mocoso que tras del parapeto de una esquina lo increpaba: “Eh, tú, prende el otro farol…” Sus reacciones fueron evolucionando: el estupor se hizo pesar, el pesar vergüenza y la vergüenza rabia, porque la broma, la sentía como injuria y la gresca como provocación. Con su estado de ánimo mudaron también sus actitudes, pero sin perder aquel aspecto ridículo, aquel aire cómico que tanto gustaba a los muchachos:

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Uno, dos tres, tuerto es…

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Y él ya no lloraba; se mordía los labios, berreaba, maldecía y amenazaba con los puños apretados. Mas la cantaleta era tozuda y la voluntad caía en resultados funestos. Un día echó mano de piedras y las lanzó una a una con endemoniada puntería contra la valla de muchachos que le cerraban el paso; la pandilla se dispersó entre carcajadas. Un nuevo mote salió en esta ocasión: “Ojo de tirador.” Desde entonces no hubo distracción mejor para la caterva que provocar al tuerto. Claro que había que buscar remedio a los males. La madre amante recurrió a la terapéutica de todas las comadres: cocimientos de renuevos de mezquite, lavatorios con agua de malva, cataplasmas de vinagre aromático. Pero la porfía no encontraba dique: Uno, dos tres, tuerto es… Pescó por una oreja al mentecato y, trémulo de sañas, le apretó el cogote, hasta hacerlo escupir la lengua. Estaban en las orillas del pueblo, sin testigos; ahí pudo erigirse la venganza, que ya surgía en espumarajos y quejidos… Pero la inopinada presencia de dos hombres vino a evitar aquello que ya palpitaba en el pecho del tuerto como un goce sublime. Fue a parar a la cárcel.


francisco rojas gonzález | la parábola del joven tuerto

Se olvidaron los remedios de la comadrería para ir en busca de las recetas del médico. Vinieron entonces pomadas, colirios y emplastos, a cambio de transformar el cúmulo en espeso nimbo. El manchón de la inquina había invadido sitios imprevistos: un día, al pasar por el billar de los portales, un vago probó la eficacia de la chirigota: “Adiós, ojo de tirador…” Y el resultado no se hizo esperar; una bofetada del ofendido determinó que el grandulón le hiciera pagar muy caros los arrestos… Y el tuerto volvió aquel día a casa sangrante y maltrecho. Buscó en el calor materno un poquito de paz y en el árnica alivio a los incontables chichones… La vieja acarició entre sus dedos la cabellera revuelta del hijo que sollozaba sobre sus piernas. Entonces se pensó en buscar por otro camino ya no remedio a los males, sino tan sólo disimulo de la gente para aquella tara que les resultaba tan fastidiosa. En falla los medios humanos, ocurrieron al conjuro de la divinidad: la madre prometió a la Virgen de San Juan de los Lagos llevar a su santuario al muchacho, quien sería portador de un ojo de plata, exvoto que dedicaban a cambio de templar la inclemencia del muchacherío. Se acordó que él no volviese a salir a la calle; la madre lo sustituiría en el deber diario de surtir las frutas, las verduras y las legumbres a los vecinos, actividad de la que dependía el sustento de ambos. Cuando todo estuvo listo para el viaje, confiaron las llaves de la puerta de su chiribitil a una vecina y, con el corazón lleno y el bolso vano, emprendieron la caminata, con el designio de llegar frente a los altares de la milagrería, precisamente por los días de la feria.

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Ya en el santuario, fueron una molécula de la muchedumbre. Él se sorprendió de que nadie señalara su tacha; gozaba de ver a la gente cara a cara, de transitar entre ella con desparpajo, confianzudo, amparado en su insignificancia. La madre lo animaba: “Es que el milagro ya empieza a obrar… ¡Alabada sea la Virgen de San Juan!” Sin embargo, él no llegó a estar muy seguro del prodigio y se conformaba tan sólo con disfrutar aquellos momentos de ventura, empañados de cuando en cuando por lo que, como un eco remotísimo, solía llegar a sus oídos: Uno, dos tres, tuerto es…

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Entonces había en su rostro pliegues de pesar, sombras de ira y resabios de suplicio. Fue la víspera del regreso; caía la tarde cuando las cofradías y las peregrinaciones asistían a las ceremonias de “despedida”. Los danzantes desempedraban el atrio con su zapateo contundente; la musiquilla y los sonajeros hermanaban ruido y melodía para elevarlos como el espíritu de una plegaria. El cielo era un incendio; millares de cohetes reventaban en escándalo de luz, al estallido de su vientre ahíto de salitre y de pólvora. En aquel instante, él seguía embobado la trayectoria de un cohetón que arrastraba como cauda una gruesa varilla… Simultáneamente al trueno, un florón de luces brotó en otro lugar del firmamento; la única pupila buscó recreo en las policromías efímeras… De pronto él sintió un golpe tremendo en su ojo sano… Siguieron la oscuridad, el dolor, los lamentos. La multitud lo rodeó.


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—La varilla de un cohetón ha dejado ciego a mi muchachito —gritó la madre, quien imploró después—: Busquen un doctor, en caridad de Dios. Retornaban. La madre hacía de lazarillo. Iban los dos trepando trabajosamente la pina falda de un cerro. Hubo de hacerse un descanso. Él gimió y maldijo su suerte… Mas ella, acariciándole la cara con sus dos manos le dijo: —Ya sabía yo, hijito, que la Virgen de San Juan no nos iba a negar un milagro… ¡Porque lo que ha hecho contigo es un milagro patente! Él puso una cara de estupefacción al escuchar aquellas palabras. —¿Milagro, madre? Pues no se lo agradezco, he perdido mi ojo bueno en las puertas de su templo. —Ése es el prodigio por el que debemos bendecirla: cuando te vean en el pueblo, todos quedarán chasqueados y no van a tener más remedio que buscarse otro tuerto de quien burlarse… Porque tú, hijo mío, ya no eres tuerto. Él permaneció silencioso algunos instantes, el gesto de amargura fue mudando lentamente hasta transformarse en una sonrisa dulce, de ciego, que le iluminó toda la cara. —¡Es verdad, madre, yo ya no soy tuerto…! —Volveremos el año que entra; sí, volveremos al santuario para agradecer las mercedes a Nuestra Señora. —Volveremos, hijo, con un par de ojos de plata. Y, lentamente, prosiguieron su camino.

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Agustín Yáñez De La tierra pródiga


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Los restos de Agustín Yáñez yacen en la Rotonda de las Personas Ilustres, en ciudad de México. Pero sus palabras resuenan en el barrio de El Santuario, en Guadalajara; entre las calles de Yahualica y las enramadas de la jungla jalisciense. Nació en 1904 y escribió más de treinta obras, como Las tierras flacas, Ojerosa y pintada, La tierra pródiga y, la que se considera la primera novela contemporánea de México, Al filo del agua. Christopher Domínguez ha dicho que la obra de Agustín “crea una suerte de topografía espiritual de la nación”, y también un paisaje íntimo que nunca deja de habitarnos: “vastos ecos para las risas… corre la rauda ristra de las espumas”. Educador y político, fue secretario de educación pública y gobernador de Jalisco. Recibió el Premio Nacional de Letras en 1973 y alcanzó a sus ancestros en enero de 1980.


Agustín Yáñez (1904-1980) Ricardo Salazar | Archivo fotográfico CNL-INBA


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odo el día fue caminar, trepar acantilados, hollar arenas húmedas, abrirse paso entre matorrales, pasar del sol vivo a la sombra sofocante de tupidos boscajes, del marasmo a la brisa. Playas dilatadas, vistas desde las alturas como vastos abanicos lentamente ondulantes, dilatados abanicos de nácar, tendidos, rematados en filigranas espumosas, lentamente ondulantes; breves, graciosas playas tenues, encajonadas en granitos escarpados; rumorosas playas al son de guijas, caracoles y conchas; abiertos mares embravecidos, bramantes; cólera de olas en vano contenidas por hostiles rocas; olas mugientes, hinchadas, abatidas en estrépito de perlas; epifanías de colores: azul profundo, verde, turquesa, azul celeste, rematados en crestas, dilatados en faldas, en holanes, en flecos de blancura burbujeante, espesada morosamente como limos de aire sobre los ocres y los oros arenosos, o sobre las fortalezas de piedra, donde queda su huella, la marca de sus niveles, pronto borrados por el rápido empate incesante; caminos del sol sobre las olas, profundos a medida de la tarde, cuando los escarlatas, bermellones, solferinos, morados, lilas, rosas, grises, hasta la solemne caída en la oscuridad, bajo el velo negro de la noche: murallas del litoral, el pecho contra la furia intermitente, a veces rotas en senos deleitosos, mansos; murallas de altas torres, cambiantes los colores de punta en punta: negro hierro, bravío bronce, rojo vivo, rosa tierno, verde seco, grises recios, distintos de punta en punta, y la tropa de accidentes en avanzada sobre el mar; enhiesto contra las marejadas poderosas: morros, alfiles o simples peones al jaque de las aguas; delgadísimas agujas de piedra, victoriosas una y otra vez, al emerger de los turbiones. Bronco, musical matrimonio de agua y piedra. Eterna sinfonía


agustín yáñez | la tierra pródiga

de olas, arenas y rocas. Olas y arenas de invicta movilidad interminable, al son del corazón submarino. Inmovilidad indómita de las rocas, en orden de batalla inacabable. —Se le ve a los ojos que le gusta, que lo entusiasma, ¿verdad que no hay nada comparable? Horadadas en la lucha de siglos, algunas rocas tragan olas a lo profundo, que luego revientan fragorosas, en cascadas invertidas, a lo alto encabritadas, pronto abatida su soberbia, deshecha en garras de colores, para comenzar a la llegada de tumbos en refuerzos incontenibles. Otras veces, en otras puntas, las aguas no alcanzan a escapar hacia arriba, y denuncian su carrera sumergida en silbatos por entre las hendiduras, como trenes de paso. Mas allá, con mansedumbre desbordada entran, se precipitan por ancha boca, parecen absorbidas para siempre por el abismo, lo atraviesan y retumban —túnel temeroso— hasta irrumpir con bárbara alegría iracundas, al otro lado de las rocas. Toros de colores, de luces coruscantes, las olas se lanzan unas contra otras, entre sí se acometen, chocan su testuz, estrellan sus cuernos, como gallos frenéticos alzan sus crestas, desgajan sus plumas de bengala, espumosas, ansiosamente saltan, se desangran, funden sus moles, como tigres de bengala ciegos de rabia lanzan zarpazos, hienden el costado enemigo, se abrazan violenta, desesperadamente, altas más y más altas, angustiosamente altas, hasta romper su pirotecnia en los acantilados, en las estrechas gargantas donde la lucha es más dramática, y el empuje, la caída brutal, o a lo largo de la playas por donde corre la rauda ristra de las espumas, resto fugaz del rudo juego, presto recomenzado por los titanes incansables, esperando por el espanto y júbilo de los ojos infatigables ante la maravilla gigantesca, iniciada en sorda calma, en gravidez lejana, creciente, avanzante; hinchazón incontenible, amenazante a medida de su cercanía; monte alto, mudo, de burilada tersura,

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henchida de luz; incontenible impulso poderoso, de terrible silencio en la inminencia del choque, alto muro verde traslúcido; alta cresta de plata, de oro, de fuego, de sol; arrogancia gozosa del apresto; primer terrible trueno; silencio nuevo de la pugna, bulto a bulto, monte a monte, muro a muro, hasta el espasmo cósmico, la ruidosa caída, los acordes retumbantes, el derrumbamiento, las astillas de agua luminosas, el jadeo sofocado, los murmullos apagados, el regreso lento de las ondas, la nueva pausa de silencio, la ondulada inmensidad sin reposo. —El mar me ha hecho inquieto: no soy hombre para estar en paz. Laberinto de brechas y veredas bajan, recorren las playas; trepan, se asoman a los balcones, hacen cornisas voladas al mar, sobre las puntas, entre la selva o entre huertos y jardines: fragancia y matices; los elevados arcos de las palmas, en gracia y majestad: sus troncos en filas interminables, altísimos, gráciles, combinados con los de las ceibas y las higueras, esculpidos por la fantasía de un rey mago, amante de jugar a los grandes estilos de la arquitectura; con los troncos colosales de ceibas e higueras, los de parotas, amapas, capomos, camichines, araucarias, habillos, rosamoradas, primaveras, jacarandas, tabachines, papelillos, tamarindos, entreverando sus frondas, tupiendo el toldo para el sol, sobresaliendo al cielo las curvadas palmeras, mecidas, estremecidas por viento y brisa; las recias nervaturas de las higueras dilatadas, encarnizadas como garras, hundidas en la tierra; la lianas, como pulpos reptando como serpientes, estrechando, asfixiando troncos y ramas, colgando como trofeos, luciendo su cándida verdura fatal, sobre los tonos profundos de la selva. —Esta sola riqueza tan cuidada bastaría; y los frutales.


agustín yáñez | la tierra pródiga

—Ustedes saben que hay quienes ahora se titulan “vendedores de paisaje”. —Muy bien, requetebién, aunque aquí venderemos tierras con riego, agua con peces, bosques con caza, desmontes, plantíos, y si se puede hasta las nubes. —Usted es capaz de industrializar el sol. —Cómo de que no. —Una ciudad lineal desde Barra de Navidad hasta Chamela, con un cinturón de granjas, tierra adentro.

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Juan José ARREOLA De La feria


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Juan José Arreola, señores, nació en Zapotlán el Grande en 1918. “Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años. Pero nosotros seguimos siendo tan pueblo que todavía le decimos Zapotlán.” Fue un escritor y editor inventivo y original como pocos. Promotor tan tenaz de la literatura que su obra ha dejado de estar en los libros para ser parte de la cultura popular: Zapotlán es La feria, la taxonomía es un Bestiario, los ingenieros sueñan con un “Baby H. P.” y en cada estación de trenes sigue habiendo un guardagujas. Entre muchos otros, obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia, el Premio Internacional Alfonso Reyes y el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo. Juan José, autodidacta consumado, fue profesor de la unam y murió en La Perla Tapatía al albear el tercer milenio.


Juan Jos茅 Arreola (1918-2001) Ricardo Vin贸s


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“¡H

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ojarascas, le están pegando a dar!” Fue todo lo que dijo y se salió de su casa para jamás volver. Pudo haber matado al otro, que estaba indefenso, o matarla a ella o matarlos a los dos. Pero nomás agarró su arpa y se fue con la música a otra parte. Mejor dicho, siguió con su música por todas las calles del pueblo y toca por lo que le dan, un cinco, un diez, una copa, un plato de caldo, un taco de birria. Toca con mucho sentimiento, sentado en una silla, enredando y desenredando las canciones en las cuerdas del arpa. —¿Te sabes el Relicario? —Hojas. —¿Y el Pajarillo? —Hojarascas. Nunca habla más. No pasa de “Hojas” y “Hojarascas”. Cuando mucho, dice “Hojas, Petra”. Y si se le suben las copas, mírenlo. Aplaude y se frota las manos como gritando en voz baja, ensimismado: “¡Hojarascas, le están pegando a dar!” Todas las gentes le dicen Hojarascas, y él contesta: “Hojas.” Está medio ido.

� —Me acuso, Padre, de que leí dos libros. —¿Cuáles? —Uno que se llama Conocimientos útiles para la vida privada y otro que se llama Historia de la prostitución. Tienen dibujos. —¿Quién te los prestó? —No. Me los hallé en el troje de mi casa. Están en un solo libro pero


juan josé arreola | la feria

son dos, con pasta colorada. —¿Son de tu papá? —No. Estaban en unas cosas de un tío que se murió. —Ah… Tráemelos mañana mismo a la sacristía. Vas a rezar cinco rosarios de penitencia…

� —¡Jaque al rey! —Óigame don Epifanio, se me hace que está temblando… —Yo le dije jaque. Usted muévase, y luego vemos si está temblando o no…

� ¿Quién empuja la puerta? ¿Quién golpea en todos los vidrios como una lluvia seca? Tengo vértigo… ¡Santo Dios! Está temblando, está temblando… ¡Está temblando! Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal… ¡Me lleva la chingada, está temblando! La campana mayor está de aquí para allá, de aquí para allá, ¡ya va a dar el golpe, ya va a dar el golpe! ¡Si la campana mayor se toca sola se acaba el mundo! Urbano se agarra de la cuerda y se levanta del suelo todavía borracho y atarantado, se cuelga del badajo vuelto loco del susto, allá arriba del campanario, y piensa que va volando por encima del pueblo, colgado de la cola del diablo… Glorifica mi alma al Señor y mi espíritu se llena de gozo… Las macetas de los patios bailan en sus columnas de barro y caen que no caen, los rodetes de humedad van quedando fuera de su lugar, las botellas chocan unas con otras en los anaqueles, los árboles del jardín y del parque se mueven sin viento, aúlla, oh puerta; dama, oh ciudad; disuelta estás toda tú, filistea… El agua chapotea en las pilas de los lavaderos y en las atarjeas del ganado, las

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olas de la laguna, unas vienen y otras van, las vacas doblan las rodillas y los perros y los gatos corren, aúllan de aquí para allá, nadie sabe qué hacer… Ya está pasando, ya está pasando… ¡Qué pasando ni qué pasando! Ahora tiembla más fuerte, de aquí para allá, de allá para acá… Tocan las trompetas, apréstase todo y las rodillas flaquean, en todos los rostros se ve la confusión porque he desencadenado mi ira contra la muchedumbre… ¡Jesucristo aplaca tu ira, tu justicia y tu rigor! ¡Ay Diosito me maté! A Layo se le tuercen los surcos de la labor, se le trenzan unos con otros… Allá está la tuza, ¡tírale, pendejo…! A Layo se le cae la escopeta de las manos y se dispara ella sola. La tuza se va corriendo y se mete en su agujero, antes de meterse voltea y le enseña los dientes. Pónganse todos debajo de la puerta, debajo de la puerta, dice un hombre idiotizado y solo a la entrada de su casa. Al contemplar la grandeza del Señor mi Salvador… Fulano de Tal se bajó de la bicicleta y anda extraviado en el jardín, dónde está mi casa, dónde está mi casa… ¡Arrodíllense, herejes! ¡Arrodíllense, malvados! Piensa en tu muerte, pecador, Zapotlán se hunde, Zapotlán se acaba… ¡Sálvanos, Señor San José, tú que todo lo puedes! Giran los tapiloles, los adobes se despegan, las tejas se desacomodan, en las paredes se abren las cuarteaduras… Envuelta en una sábana sale corriendo del baño, ¿dónde están mis hijos? ¿Muchachos, dónde están? La escuela se les cayó encima… están en el recreo, no, ya vienen por la calle, el temblor les agarró en la plaza y yo aquí corriendo envuelta en una sábana por la calle, perdóname Francisco, perdóname Dios mío, se me va a caer la sábana mejor me meto a la iglesia, me escondo en el confesionario… ¡No se salgan, coyones, yo pago las otras! Vamos niños, todos en coro, todos en coro… Dios te salve, María, llena eres de gracia… ¡ninguno se salga, el corredor se está cayendo, todos en coro, ruega por nosotros, los pecadores, ruega por nosotros. ¡Sálvese el que pueda! La recién parida que estaba sola en su cuarto


juan josé arreola | la feria

se levanta como vaca degollada con su hijo en los brazos. Don Faustino no puede ni debe rezar y se vomita, se vomita como si dijera blasfemias, mareado como en las costas de Chile cuando lo dejó solo Señor San José, y ahora está más solo en este mar de piedras, de adobes y de ladrillos que se le vienen encima como un barco en la tempestad del temblor… Zapotlán está operando con pérdida, perdónale sus deudas como don Salva perdona ¡perdona madre! las deudas a sus deudores. Don Salva está hecho piedra detrás del mostrador y no se sale de su tienda, a lo mejor alguien se aprovecha y lo roba, allí está como el capitán del barco junto a la caja registradora, mirando a Chayo. Las muchachas se salieron a media calle con los brazos en cruz, solamente Chayo se quedó cerca de don Salva, rezando en voz baja con las manos juntas sobre el pecho, cerca de don Salva que está operando con pérdida, ¿por qué no la toma en sus brazos y le dice mañana me caso contigo antes de que Odilón se me adelante y te haga un muchacho? Yo perdóname Señor les hago el favor a todas las que se dejan, yo cumplí mi palabra y doy a la iglesia todo lo que puedo, a los pobres no, porque a lo mejor son unos sinvergüenzas… El señor Cura se arrodilló al pie del altar y allí está pasando el temblor y no vio a la mujer desnuda que se escondió en el confesionario para decirse sola sus pecados, perdóname Dios mío, una vez pensé agarrar la calle allá de muchacha antes de casarme a todas se nos ocurre… La callejuela del mal desborda todas sus Magdalenas arrepentidas… pero no te hagas ilusiones, mañana esperarán al primero que pase, no tienen bálsamos, no tienen ungüentos, están muertas de miedo, sólo tienen lociones, están muertas de miedo y no son peores que otras con familia y que también tienen miedo y se les revuelven los rezos, a mí se me agarró una de las piernas, sálvame papacito, sálvame, llévame de aquí, se me abrazó desgreñada y yo no me puedo mover, no vine aquí a hacer nada malo, sólo vine a cumplir con mi trabajo porque soy del juzgado y estaba

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embargando una pianola por falta de pago de impuestos, y ahora si me muero aquí qué va a decir mi mujer… Arca de la alianza, turris eburnea, ora por nosotros, la torre se bornea… Goce el puerto el navegante y la salud los enfermos… y en el cielo ostenta luego que nos quiere socorrer, once puercos navegando en el sagú de los enfermos y en el cielo está un talego que nos quiere socorrer… ¿A quién repeino, doña Dómine? A la luz Perpetua, doña Reyes… Requiem aeternam dona ei, Domine, et lux perpetua luceat ei… Requiescat in pace… ¿De quién es el cantinface? ¿De quién es el cantinface?

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—Yo le dije jaque al rey, no se tape con el alfil, porque lo mato… Y los montes se desmoronarán y caerán las rocas y todos los muros se vendrán al suelo…


Guadalupe Dueñas De Tiene la noche un árbol La tía Carlota


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Guadalupe nació el 19 de octubre de 1920 en la ciudad de Guadalajara. Fue, en palabras de Alfonso Reyes y Emmanuel Carballo, la “cuentista poeta” de México, género en el que publicó Tiene la noche un árbol, Pasos en la escalera, No moriré del todo y Antes del silencio. Fue también escritora de telenovelas y censora en la Oficina Cinematográfica de la Secretaría de Gobernación. Su narrativa tiene, citando a Patricia Rosas Lopátegui, “un peculiar sentido del humor que desemboca en los dominios del humor negro”. Y, en voz de Emmanuel Carballo, “el mundo de Guadalupe Dueñas oscila entre la esperanza y la ternura”. Guadalupe murió el 13 de enero de 2002 en la ciudad de México.


Guadalupe Dueñas (1920-2002) Autor no identificado | Archivo fotográfico CNL-INBA


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iempre estoy sola como el viejo naranjo que sucumbe en el patio. Vago por los corredores, por la huerta, por el gallinero durante toda la mañana. Cuando me canso y voy a ver a mi tía, la vieja hermana de mi padre, que trasega en la cocina, invariablemente regreso con una tristeza nueva. Porque conmigo su lengua se hincha de palabras duras y su voz me descubre un odio incomprensible. No me quiere. Dice que traigo desgracia y me nota en los ojos sombras de mal agüero. Alta, cetrina, con ojos entrecerrados esculpidos en madera. Su boca es una línea sin sangre, insensible a la ternura. Mi tío afirma que ella no es mala. Monologa implacable como el ruido que en la noria producen los chorros de agua, siempre contra mí: —…Irse a ciudad extraña donde el mar es la perdición de todos, no tiene sentido. Cosas así no suceden en esta tierra. Y mira las consecuencias: anda dividido, con el alma partida en cuatro. Hay que verlo, frente al Cristo que está en tu pieza, llorar como lo hacía entre mis brazos cuando era pequeño. ¡Y es que no se consuela de haberle dado la espalda! Todo por culpa de ella, por esa que llamas madre. Tu padre estudiaba para cura cuando por su desdicha hizo aquel viaje funesto, único motivo para que abandonara el seminario. De haber deseado una esposa, debió elegir a Rosario Méndez, de abolengo y prima de tu padre. En tu casa ya llevan cinco criaturas y la “señora” no sabe atenderlas. Las ha repartido como a mostrencas de hospicio. A ti que no eres bonita te dejaron con nosotros.


guadalupe dueñas | la tía carlota

A tu tía Consolación le enviaron los dos muchachos. ¡A ver si con las gemelas tu madre se avispa un poco! De que era muy jovencita ya pasaron siete años. No me vengan con remilgos de que le falta experiencia. Si enredó a tu padre es que le sobra malicia… Yo no llegaré a santa, pero no he de perdonarle que habiendo bordado un alba para que la usara mi hermano en su primera misa, diga la deslenguada que se lo vuelvan ropón y pinten el tul de negro para que ella luzca un refajo… Por un momento calla. Desquita su furia en las almendras que remuele en el molcajete. Lentamente salgo, huyo a la huerta y lloro por una pena que todavía no sé cómo es de grande. Me distraen las hormigas. Un hilo ensangrentado que va más allá de la puerta. Llevan hojas sobre sus cabellos y se me figuran señoritas con sombrilla; ninguna se detiene en la frescura de una rama, ni olvida su consigna y sueña sobre una piedra. Incansables, trabajan sonámbulas cuando arrecia la noche. Atravieso el patio, aburrida me detengo junto al pozo y en el fondo la pupila de agua abre un pedazo de firmamento. Por el lomo de un ladrillo salta un renacuajo, quiebra la retina y las pestañas de musgo se bañan de azul. De rodillas, con mi cara hundida en el brocal, deletreo mi nombre y las letras se humedecen con el vaho de la tierra. Luego escupo al fondo hasta que ya no tengo saliva. Me subo al pretil y desde allí, cuando la cortina de lona que libra del calor al patio se asusta con el aire, distingo la sotana de mi tío que va de la sala a la reja. Una mole gigante que suda todo el día, mientras estornudos formidables hacen tambalear su corpulencia. Sobre sus canas, que la luz pinta de aluminio, veo claramente su enorme verruga semejante a una bola de chicle. Distingo su cara de niño

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monstruoso y sus fauces que devoran platos de cuajada y semas rellenas de nata frente a mi hambre. Hace mucho que espera su nombramiento de canónigo. Ahora es capellán de Cumato, la hacienda de los Méndez, distante cinco leguas de donde mis tíos radican. Llevo dos horas sola. De nuevo busco a mi tía. No importa lo que diga. Ha seguido hablando: —… Podría haber sido tu madre mi prima Rosario. Entonces vivirías con el lujo de su hacienda, usarías corpiños de tira bordada y no tendrías ese color. Rosario fue muy bella aunque hoy la mires clavada en un sillón… Pero todo vuelve a lo mismo. El día que llegaste al mundo se quebró como una higuera tierna. Tú apagaste su esperanza. En fin, ya nada tiene remedio… Silenciosamente me refugio en la sala. El Cristo triplica su agonía en los espejos. Es casi del alto de mi tío, pero llagado y negro, y no termina de cerrar los ojos. Respira, oigo su aliento en las paredes; no soy capaz de mirarlo. Busco la sombra del naranjo y sin querer regreso a la cocina. No encuentro a tía Carlota. La espero pensando en “su prima Rosario”: la conocí un domingo en la misa de la hacienda. Entró al oratorio, en su sillón de ruedas forrado de terciopelo, cuando principiaba la Epístola. La mantilla ensombrecía su chongo donde se apretaban los rizos igual que un racimo de uvas. No sé por qué de su cara no me acuerdo: la olvidé con las golosinas servidas en el desayuno; tampoco puse cuidado a la insistencia de sus ojos, pero algo me hace pensar que los tuvo fijos en mí. Sólo me quedó presente la muñequita china, regalo de mi padre, que tenía guardada bajo un capelo como si fuera momia. Le espié las piernas y llevaba calzones con encajitos lila.


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Mi tía vuelve y principia la tarde. La comida es en el corredor. Está lista la mesa; pero a mí nadie me llama. Cuando mi tío pronuncia la oración de gracias cambia de voz y el latín lo vuelve tartamudo. —Do do dómine… do do dómine —oigo desde la cocina. Rechino los dientes. Estoy viéndolo desde la ventana. Se adereza siete huevos en medio metro de virote, escoge el mejor filete y del platón de duraznos no deja nada. ¡Quién fuera él! Siempre dicen que estoy sin hambre porque no quiero el arroz que me da la tía con un caldo rebotado como el agua del pozo. Me consuelo cuando robo teleras y las relleno con píldoras de árnica de las que tiene mi tío en su botiquín.

65 A las siete comienza el rezo en la parroquia. Mi tía me lleva al ofrecimiento, pero no me admiten las de la Vela Perpetua. Dicen que me faltan zapatos blancos. Me siento en la banca donde las Hijas de María se acurrucan como las golondrinas en los alambres. Los acólitos cantan. Llueve y por las claraboyas se mete a rezar la lluvia. Pienso que en el patio se ahogan las hormigas. Me arrulla el susurro de las Avemarías y casi sin sentirlo pregonan el último misterio. Ése sí me gusta. Las niñas riegan agua florida. La esparcen con un clavel que hace de hisopo y después, en la letanía, ofrecen chisporroteantes pebeteros. La iglesia se llena de copal y el manto de la Virgen se oscurece. La custodia incendia su estrella de púas y se desbocan las campanillas. Un olor de pino crece en la nave arrobada. Flotan rehiletes de humo.


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Arrastro los zapatos detrás de mi tía. Como sigue la llovizna, los derrito en el agua y dejo mi rencor en el cieno de los charcos. Cuando regresamos, mi tío anuncia que ha llegado un telegrama. Al fin van a nombrarlo canónigo y me iré con ellos a México. No oigo más. Me escondo tras el naranjo. Por primera vez pienso en mis padres. Los reconstruyo mientras barnizo de lodo mis rodillas. Vinieron en Navidad. Mi padre es hermoso. Más bien esto me lo dijo la tía. Mejor que su figura recuerdo lo que habló con ella: —Esta pobrecita niña ni siquiera sacó los ojos de la madre. Y su hermana repuso: —Es caprichosa y extraña. No pide ni dulces; pero yo la he visto chupar la mesa en donde extiendo el cuero de membrillo. No vive más que en la huerta con la lengua escaldada de granos de tanto comer los dátiles que no se maduran. Los ojos de mi madre son como un trébol largo donde hubiera caído sol. La sorprendo por los vidrios de la envejecida puerta. Baila frente al espejo y no le tiene miedo al Cristo. Los volantes de su falda rozan los pies ensangrentados. La contemplo con espanto temiendo que caiga lumbre de la cruz. No sucede nada. Su alegría me asusta y sin embargo yo deseo quererla, dormirme en su regazo, preguntarle por qué es mi madre. Pero ella está de prisa. Cuando cesa de bailar sólo tiene ojos para mi padre. Lo besa con estruendo que me daña y yo quiero que muera. Ante ella mi padre se transforma. Ya no se asemeja al San Lorenzo que gime atormentado en su parrilla. Ahora se parece al arcángel de la sala y hasta puedo imaginarme que haya sido también un niño, porque su frente se aclara y en su boca lleva amor y una sonrisa que la tía Carlota no le conoce.


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Ninguno de los dos se acuerda del Cristo que me persigue con sus ojos que nunca se cierran. Los cristales agrandan sus brazos. Me alejo herida. Al irme escucho la voz de mi madre hablando entre murmullos. —¿Qué haremos con esta criatura? Heredó todo el ajenjo de tu familia… Las frases se pierden. Ya nada de ellos me importa. Paso la tarde cabalgando en el tezontle de la tapia por un camino de tejados, de nubes y tendederos, de gorriones muertos y de hojas amarillas. En la mañana mis padres se fueron sin despedirse. Mi tía me llama para la cena. Le digo que tengo frío y me voy derecho a la cama. Cuando empiezo a dormirme siento que ella pone bajo mi almohada un objeto pequeño. Lo palpo, y me sorprende la muñequita china. No puedo contenerme, descargo mis sollozos y grito: —¡A mí nadie me quiere, nunca me ha querido nadie! El canónigo se turba y mi tía llora enloquecida. Empieza a decirme palabras sin sentido. Hasta perdona que Rosario no sea mi madre. Me derrumbo sin advertir lo duro de las tablas. Ella me bendice; luego, de rodillas junto a mi cabecera, empieza habla que habla: Que tengo los ojos limpios de aquellos malos presagios. Que siempre he sido una niña muy buena, que mi color es de trigo y que hasta los propios ángeles quisieran tener mis manos. Pero por lo que más me quiere es por esa tristeza que me hace igual a mi padre. Finjo que duermo mientras sus lágrimas caen como alfileres sobre mi cara.

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Vicente Le単ero De Los alba単iles y Nacer en Guadalajara


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Vicente cambió la ingeniería civil por las letras, y con éstas ha escrito casi de todo —novela, cuento, cine, teatro, reportaje— a tal grado de pericia, que entre los rotativos lo consideran maestro del periodismo; entre los cineastas, de guión; entre los dramaturgos, un pilar del teatro mexicano; entre los narradores, un maestro de la novela, y así sucesivamente. Nació en Guadalajara en 1933 y es miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. Entre muchos otros, ha recibido el Premio Nacional de Ciencias y Artes, el Premio Xavier Villaurrutia y el Premio Biblioteca Breve por la novela Los albañiles. Los personajes de Vicente, en cualquiera de sus obras (El evangelio de Lucas Gavilán, La vida que se va, Asesinato, La ley de Herodes), exploran a fondo la condición humana. Como dijera Fabrizio Mejía Madrid, “Leñero ahí está… del lado de la vida”.


Vicente LeĂąero (1933) Autor no identificado | Archivo fotogrĂĄfico CNL-INBA


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ero sería necesario tener la edad de él, haber vivido las desgracias vividas por él, para comprender que las cosas escritas por el destino lo están para siempre. Porque Encarnación, como todas las Encarnaciones del mundo, no hicieron otra cosa que ayudarle a la maldición a encajarse más en su desgracia. Así fue. Aquel dos de febrero, cuando regresaron de las huertas, metidos ya en pleno fandango, dentro del alboroto que se estaba armando en la ruleta donde un tipo de muchos pesos acababa de perder cinco mil, Encarnación quiso subir a la rueda de la fortuna. Y subieron. Y a cada vuelta él iba diciéndole palabras de amor y agarrándole todo lo que se podía y ella se dejaba decir y agarrar. Y una vuelta y otra vuelta hasta que la rueda de la fortuna se descompuso precisamente cuando su canastilla estaba mero arriba, desde donde se podía ver a la gente entrando la iglesia, el sol cayendo detrás, todas las luces prendidas. Encarnación miraba hacia abajo cuando empezó a ponerse fría de las manos, fría de todo el cuerpo, con los ojos huyendo de él como queriendo retrasar el momento que tuvo que llegar al fin al obligarla a enfrentar sus dos rostros, el de ella con ojos súbitamente distintos —sí, iguales a los del minero de Zacatecas—, grandes pero hundidos, brillando como las luces de la feria, fijos en él mientras el cabello le caía en la frente y le cubría después toda la cara de aparecida en la que se transformó Encarnación cuyas manos lo empujaron hacia fuera de la canastilla. Reía Encarnación, a carcajadas. Se enteró de que Encarnación era la querida del hombre que manejaba la ruleta y el amor para don Jesús muchacho no era amor, ni la espera espera, ni las palabras palabras; todo formaba parte de un plan para ase-


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sinarlo. Y cuando ya la rueda de la fortuna comenzaba a funcionar de nuevo, mientras las lágrimas de Encarnación salían a chorros de sus ojos tristes, y más tarde, cuando se paró frente al hombre de la ruleta para pedirle cuentas —en ese mismo momento y más tarde, no podía precisarlo, sucedió hace mucho— comprendió que ocurría con Encarnación lo mismo que con Lorenzo: la misma fuerza robándoles el cuerpo, la sangre, el alma, el pensamiento, para convertirlos en instrumentos de una venganza preparada por el hombre de la ruleta. Por eso fue a pedirle cuentas sabiendo ya que Encarnación no se guardó las ganas y se las dio a ese hombre y tal vez a muchos más, mientras él, lejos de Salvatierra, preparaba su regreso trabajando en la pizca del algodón sin dejar de pensar un solo día en que el amor de Encarnación le cambiaría la suerte. Pero en su ausencia ella fue todo lo contrario. Con su consentimiento o sin su consentimiento, con ganas o sin ganas, luchando primero y dejando después que el hombre se le subiera encima, dejó de ser la niña morena de trenzas largas, tímida, la cabeza agachada camino del mercado y del correo para ir a poner una carta que él nunca recibió; dejó de serlo y no se lo confesó porque en el instante de hacerse de otro, por el mismo hecho, el hombre de la ruleta le envenenó la sangre y la obligó a callar, le dictó lo que tenía que hacer para dar muerte a don Jesús muchacho. Todo podía explicarse de esa manera y podía comprenderse también, aunque no justificarse, que la pobre Encarnación, vencida, se entregara a todos los hombres de Salvatierra que fueron a solicitarle sus favores sabiendo que ya se los había dado, con gusto o sin gusto, al hombre de la ruleta. Vivía cerca de la iglesia, junto a la hacienda de los Guisa. Estaba contando dinero. Un foco arriba de su cabeza. Una botella de chínguere a un lado. Un machete en el rincón. Entró y cerró la puerta. Con un golpe de vista calculó la distancia. El hombre de la ruleta alzó los ojos. Dejó los

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billetes en la mesa. Se puso de pie. Lo llamó por su nombre. Se volvió para coger la botella y se la mostró. El único ruido fue el de la botella al caer al sueño, en pedazos. No lo dejó retroceder. Comprendió que si lo hacía alcanzaría a llegar hasta el machete. Avanzó. El hombre de la ruleta sonrió y volvió a sentarse. El hombre de la ruleta cogió un fajo de billetes y lo deslizó hasta el borde de la mesa. También los billetes cayeron al suelo, pero el hombre de la ruleta permaneció impasible mientras él avanzaba, cuchillo en mano. El primer golpe quedó como suspendido en el aire y ya no hubo un segundo. Yacía en el suelo, cerca del machete, con el machete en la mano, trepado en la mesa, descargando sobre un enemigo que apareció de pronto golpes inútiles que dieron en el marco de la ventana abierta, en los vidrios, en la pared descascarada, en las cajas de madera, en los huacales, en el barril, en los costales de azúcar vaciándose heridos por los golpes de un machete que en vano buscó por todo el cuarto y afuera después, en la calle Hidalgo, al hombre de la ruleta del que sólo quedó el humo del cigarro porque ni los billetes ni el cuchillo estaban en el cuarto cuando él regresó, ni la botella rota, ni nunca estuvo, nunca vivió allí. Únicamente telarañas y polvo, mientras en el jardín Salvatierra continuaban la música y los juegos. El gritón de la lotería cercado por brazos y manos que se alzaban para protestar. Más allá: niños subiendo y bajando en los caballos de madera. Gente dando vueltas en el parque. La ruleta dando vueltas. ¿No va maaaaaás? El ocho. El siete. El cinco negro. El hombre de la ruleta recogiendo más billetes y unos minutos después sentado frente a una mesa, con una baraja en las manos, retándolo a jugarse en un albur a Encarnación. Encarnación y la vida en dos cartas: el seis de espadas contra la sota de oros. Y le fue la vida al seis de espadas contra la sota de oros. Que todo el mundo se haga para atrás; todos los que dejaron ruleta, lotería, rueda, puestos de antojitos y se dirigieron a la cantina atraídos por el rumor de lo que


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estaba sucediendo: un paso atrás, por favor. La mesa libre. En silencio. Trajeron dos vasos. La botella quedó en el centro. El hombre de la ruleta llenó los dos vasos y dijo: —Va por Encarnación. Y él dijo, también: —Va por Encarnación. Don Jesús recordaba claramente al hombre de la ruleta bebiendo el vaso hasta el fondo; la cabeza hacia arriba y el subir y bajar de la nuez en el tiempo en que el alcohol pasaba por su garganta. Recordaba que su rival, después de beber, se quitó el sombrero, lo colgó en el respaldo de la silla y sacó un pañuelo para secarse el sudor. La baraja nueva en la mesa y las miradas de todos siguiendo los ademanes al quitar la envoltura, al arrojarla al suelo, al colocarla nuevamente en la mesa para que don Jesús muchacho partiera en dos y la devolviera al hombre de la ruleta que puso las dos muestras: la sota de oros y el seis de espadas. Apostó al seis de espadas colocando el cuchillo sobre la carta. Un murmullo atravesó la cantina. El hombre de la ruleta volvió a llenar los vasos y a beber del suyo, nuevamente hasta el fin. Se limpió la boca con el dorso de la mano. Dijo: —Va Encarnación contra tu vida. Ya no le importaba Encarnación, pero tenía que jugársela porque era el único modo de averiguar si de veras estaba marcado por el destino o todo era —como le dijo el matasanos— consecuencia de ese canijo paludismo que cuando lo coge a uno lo desgracia para toda la vida. Así es la enfermedad. Que te pica un mosco, andando por Tabasco a la edad de Isidro, y ahí están las fiebres cada tres meses, como reloj. Un frío te corre por todo el cuerpo y con nada te lo quitas, de nada sirve acercarte a la lumbre, ni el tecito caliente de la vieja, nada. Y no sólo es la fiebre. Lo peor

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de todo es la de cosas que se ven estando uno todo temblando en la noche, rechinando los dientes y viendo a los aparecidos meterse por las ventanas y decirte que te van a llevar para la chingada.

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A las doce el concreto cae de uno y otro bote en los dos extremos de la trabe de cimentación. Las palas se mueven empujando la masa plástica de grava-arena-cemento-agua hacia el centro, repartiéndola en capas iguales, mientras con un trozo de varilla Jacinto la bate para impedir el fraguado prematuro, para acelerar el acomodo de la grava. El último bote arroja su carga. Humberto se limpia el sudor de la frente. Camina hasta la llave del agua. Se agacha. Con el cuello doblado, la boca formando trompa, una mano dando vuelta al volante, chupa interminablemente al mismo tiempo que un hilo de agua le escurre por la barba, por el cuello, bajo la camisa gris. Separa la boca y el chorro cae en el charco donde aún tiene puesto el pie que quita al fin y mueve hacia un lado, sacudiéndolo ligeramente. Los dedos perlados por el agua asoman por entre las correas de su huarache. Humberto mira hacia donde se oculta el sol, atrás de la barda; sigue con la vista el recorrido de las nubes y se queda quieto, con la cabeza en alto, cuando cree localizar allá muy lejos el trozo de cielo que echa su pueblo: Zimapán, Hidalgo.


Nacer en Guadalajara

M

i madre tenía 33 años cuando nací, en una casa de la calle de Coronillas, del sector Hidalgo, a unas cuantas cuadras de Catedral. El matrimonio de ella y mi padre, junto con los tres hermanos que me antecedieron, no tenía mucho tiempo de vivir allá. Vivían en ciudad de México, en un San Pedro de los Pinos que empezaba apenas a configurarse, pero los negocios de mi padre comerciante iban mal, su salud no soportaba “lo fatigoso de la capital”, y entonces decidieron buscar en la provincia aires mejores. Mi padre eligió Guadalajara, que estaba llena de parientes suyos, y allá se trasladaron. Cuenta mi madre que ella iba embarazada de lo que iba a ser yo, y que a mi padre le entusiasmaba que el cuarto de sus hijos naciera tapatío. Primero habitaron una casa de huéspedes incomodísima. Luego tomaron en Coronillas esa casa en alquiler donde planeaban pasarse buena parte de su vida si todo iba bien. La casa era soleada aunque modesta. Tenía una arquitectura muy jalisciense: con su reja y su anterreja; su jardincillo en semirectángulo, lleno de plantas, a donde miraba el enmacetado pasillo que distribuía las habitaciones interiores. Cada vez que íbamos a Guadalajara, años después, pasábamos a la casa de Coronillas; mi padre pedía permiso para mironear, y en la recámara con balconcillo a la calle me señalaba el sitio: —Aquí naciste tú. Aquí estaba la cama. Aquí la máquina de coser. Aquí teníamos un silloncito… No lo olvides nunca, tú eres de aquí. Con el tiempo la casa fue tumbada, convertida hoy en un horrible taller mecánico. De aquellos años la pequeña calle sólo conserva una casa original, vecina a donde nací, que se me antoja muy bella: por sencilla y auténtica.

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No le estaba yendo muy bien a mi padre en Guadalajara, a pesar de las recomendaciones de sus muchos parientes. Primero estuvo a punto de comprar una pequeña fábrica “expendio de refrescos embotellados en vasos” —cuenta mi madre—, situada en un punto buenísimo de los portales del centro y con mucha clientela. Era un negociazo pero el dueño, a la hora de la hora, se arrepintió de vender. Luego le ofrecieron un negocio de compra y venta de muebles, y más tarde planeó asociarse con no sé quién para instalar una empresita de mudanzas con una flotilla de tres camiones mudanceros. Nada cuajó. Tarde a tarde mi padre regresaba cariacontecido a la casa de Coronillas. Nuestra nana Victoria se quedaba a cuidar a mis hermanos y mis padres salían a caminar, ya anocheciendo. Iban a la Plaza de Armas, se sentaban a mirar en el quiosco de las cariátides semidesnudas, y luego regresaban despacio porque el embarazo de mi madre estaba muy avanzado y era fuerte el calor. —Nunca soporté el calor de Guadalajara —recordaba mi madre a los 92 años—. Qué calor. Qué terrible calor el de Guadalajara. A veces iban al Teatro Degollado, a veces a un cine de la calle Juárez, otras nada más a caminar y a volver luego a la casa, a esperar mi nacimiento. El parto fue difícil porque yo venía bien pesado y porque la partera no era mi tía Serafina que había recibido a mis hermanos, en México. Pero todo resultó bien, dice mi madre. Nacido yo, convencido mi padre de que no conseguiría establecerse en Guadalajara con un negocio promisorio, ella y él empezaron a hablar de un posible regreso. Las arcas se estaban agotando y si no volvían sería necesario vender las casitas de San Pedro de los Pinos que les proporcionaban una renta mensual.


vicente leñero | nacer en guadalajara

—Vámonos a México —insistió mi madre cuando yo estaba de meses. Y acto seguido se pusieron a empacar. Dejaron Coronillas para siempre. Sólo un año y pico habían vivido en la ciudad. Noviembre, 2011

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Índice

La ceniza roja de una fogata grande Luis Felipe Lomelí

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José López Portillo y Rojas De La parcela

13

Mariano Azuela De Los de abajo

23

Francisco Rojas González De El diosero: La parábola del joven tuerto

33

Agustín Yáñez De La tierra pródiga

43

Juan José Arreola De La Feria

51

Guadalupe Dueñas De Tiene la noche un árbol: La tía Carlota

59

Vicente Leñero De Los albañiles y Nacer en Guadalajara

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consejo nacional para la cultura y las artes Consuelo Sáizar Presidenta

instituto nacional de bellas artes Teresa Vicencio Álvarez Directora General Sergio Ramírez Cárdenas Subdirector General de Bellas Artes Stasia de la Garza Batorska Coordinadora Nacional de Literatura José Luis Gutiérrez Director de Difusión y Relaciones Públicas Héctor Orestes Aguilar Coordinador de Publicaciones


La tierra pródiga Siete narradores jaliscienses se imprimió en noviembre de 2011, en los talleres de Gráfica Creatividad y Diseño, S.A. de C.V., Plutarco Elías Calles 1321-A, col. Miravalle, Benito Juárez, México, D. F. La edición estuvo al cuidado de Gerardo de la Cruz, con el apoyo Gustavo A. García en el arte y diseño, e Iliana Vargas en la corrección de estilo, de la Coordinación Nacional de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes. El tiraje fue de 3000 ejemplares.



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