HOMENAJE AL LIBRO

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HOMENAJE AL LIBRO

DÍA INTERNACIONAL DEL LIBRO 23 ABRIL 2011 1


PRIMERA PARTE:

ELOGIO DEL LIBRO, DEL LECTOR Y DE LA LECTURA

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ELOGIO DEL LIBRO, por JORGE LUIS BORGES Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros; hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua; en lo que a mí se refiere, soy incapaz de imaginar un mundo sin libros. A lo largo de la historia el hombre ha soñado y forjado un sinfín de instrumentos. Ha creado la llave, una barrita de metal que permite que alguien penetre en un vasto palacio. Ha creado la espada y el arado, prolongaciones del brazo del hombre que los usa. Ha creado el libro, que es una extensión secular de su imaginación y de su memoria. A partir de los Vedas y de las Biblias, hemos acogido la noción de libros sagrados. En cierto modo, todo libro lo es. En las páginas iniciales del Quijote, Cervantes dejó escrito que solía recoger cualquier pedazo de papel impreso que encontraba en la calle. Cualquier papel que encierra una palabra es el mensaje que un espíritu humano manda a otro espíritu. Ahora, como siempre, el inestable y precioso mundo puede perderse. Sólo pueden salvarlo los libros, que son la mejor memoria de nuestra especie. Hugo escribió que toda biblioteca es un acto de fe; Emerson, que es un gabinete donde se guardan los mejores pensamientos de los mejores; Carlyle, que la mejor Universidad de nuestra época la forma una serie de libros. Al sajón y al escandinavo les maravillaron tanto las letras que les dieron el nombre de "runas", es decir, de misterios, de cuchicheos. Pese a mis reiterados viajes, soy un modesto Alonso Quijano que no se ha atrevido a ser Don Quijote y que sigue tejiendo y destejiendo las mismas fábulas antiguas. No sé si hay otra vida; si hay otra, deseo que me esperen en su recinto los libros que he leído bajo la luna con las mismas cubiertas y las mismas ilustraciones, quizá con las mismas erratas, y los que me depara aún el futuro.

ELOGIO DEL LIBRO, por JUAN MANUEL DE PRADA Los libros, que han maquillado la indigencia de tantos sabios impostados, han servido sobre todo para cobijar las palabras que dan sentido y cuenta de nuestra vida. Pero hoy vivimos una época embarullada y devota de las novedades en la que parece que los libros, recipientes ancestrales de la escritura, van a ser sustituidos por tecnologías que agilicen el suministro de información, procurándonos una ‗apariencia de sabiduría‘, bajo el espejismo de una disponibilidad inmediata. El libro ha dejado de ser aquel objeto sagrado y excepcional, escaso y casi milagroso, de la Antigüedad; a la marea de papel impreso que nos anega, se ha sumado, además, el acopio de información que nos llega a través de la pantalla de nuestro ordenador. Apabullados por esa incesante avalancha informativa, ¿no

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corremos el peligro de sacrificar la búsqueda del verdadero conocimiento y de fiarlo todo a la mera fluencia de datos? Aquel saber costoso de antaño, aquella memoria alumbrada con pocos, pero doctos libros juntos, ¿a qué ruinas se verán reducidos por la facilidad y la molicie de esas toneladas de datos que desfilan ante nuestra mirada, velocísimos y fugaces? Ciertamente, la tecnología expande nuestras posibilidades mentales, permite a nuestro entendimiento acceder a más vastos recintos, pero ¿acaso esos ímpetus colonizadores no se logran en detrimento de la profundidad? La facilidad de acceso a una información multiforme, proteica, a menudo nimia o epidérmica, ¿no adormece el estímulo de la memoria, la capacidad de concentración, el voluntarioso esfuerzo de penetrar los cimientos mismos de la sabiduría? La modernidad, tan frívolamente materialista, ha querido entronizar una forma utilitaria de inteligencia, desestimando el conocimiento que atañe a las verdades de la naturaleza humana y al milenario acervo cultural que nos constituye como seres humanos. ¿No estaremos fiándolo todo a un conocimiento superficial, tan abrumador y meteórico que ni siquiera deja su impronta en nuestra memoria? ¿No estaremos renunciando a nuestra filiación espiritual, al conformarnos con un acopio de datos que no retenemos y que, después de usados, arrojamos a la trituradora del olvido? Al apostar por un conocimiento fragmentario como un cristal reducido a añicos, ¿no estaremos volviendo la espalda al espejo de la sabiduría, que nos ofrece la visión cabal del universo? El conocimiento verdadero no se obtiene por la mera aglomeración de datos desmenuzados, servidos bajo una apariencia de accesibilidad que nos convierte en destinatarios pasivos. El conocimiento verdadero exige que sepamos otorgar cohesión a esos datos y, sobre todo, que busquemos sus raíces originarias, para así obtener una perspectiva plenamente comprensiva. Sin esa perspectiva, sin esa capacidad para rastrear en el pasado y proyectar el fruto de nuestras indagaciones sobre el futuro, no existe verdadero conocimiento, sólo sujeción a un presente ilusorio que es fármaco venenoso para la memoria, servil adoración al becerro de oro de la actualidad. El signo de nuestra época, y también su condena, consiste en manejar información. En un mundo que se pretende cambiante, perpetuamente renovado, resulta imposible imponer los demorados ritos de la búsqueda del conocimiento, que en otro tiempo se erigían en motores de la sabiduría. Y puesto que la inmersión en un mundo huidizo y disperso nos deja huérfanos, hoy más que nunca es necesario intentar recomponer la imagen de un mundo estable, traspasado de duración y significado, un mundo en el que el tiempo vuelva a tener resonancia. Y si anhelamos el rescoldo de ese mundo donde el conocimiento y la memoria tienen su alcoba, si aún albergamos una semilla de repudio contra el caos, si aún aspiramos a derrocar la tiranía de la inmediatez, buscando un sentido vital que nos justifique, habremos de acudir a los libros. Porque en los libros, a la sombra benefactora del papel impreso, podremos abandonar el carrusel acelerado que convierte nuestros días en girándulas de artificio y banalidad, para adentrarnos en el difícil recinto donde anida la semilla inmortal del conocimiento, en las grutas subterráneas donde fluye, esbelta como el agua, la sabiduría que nace desde dentro de nosotros. Afuera quedan el ruido y la furia, pero el eco de los libros extenderá su resonancia sobre la realidad, aquietándola, pacificándola, haciéndola más habitable para siempre.

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ELOGIO DEL LIBRO, por ROMANO GUARDINI

Amáis los libros? Puesto que mis palabras se dirigen sólo a los que aman el libro, tengo que plantear esta pregunta desde el principio. De otro modo, seguramente mis palabras podrían ser recibidas como estúpidas y, con toda seguridad, como superfluas. Sin embargo, no quiero dejar nada a la suposición; por eso debemos intentar ponernos de acuerdo sobre lo que significa aquí la palabra «amar». Es decir, no sólo que en el libro se busque con gusto el pasatiempo o la distracción. Tampoco que el libro sea una fuente inagotable de conocimiento, o una cámara del tesoro, cuya profundidad y belleza de pensamientos iluminen al lector. Todo esto, es verdad, sería amor, y no pequeño. Pero este amor pasaría, por así decirlo, a través del libro. Pero como lo entendemos aquí, el amor se refiere al libro en sí mismo y como tal. Quien ama el libro, toma en la mano, con un sentimiento de pacífica familiaridad, el objeto que lleva este nombre, impreso sobre papel y encuadernado en tela, cuero o pergamino. Lo siente como si fuera una criatura, que se honra y se cuida, feliz de su concreción material. No sólo constituye para él un medio para conseguir un objetivo, aunque sea el más espiritual, sino algo plenamente perfecto en sí mismo, lleno de múltiples significados y capaz de dar en abundancia. Al verdadero amante del libro se le reconoce desde el momento en que lo coge de la estantería, lo abre, lo hojea y lo vuelve a dejar en su sitio. Por otra parte, de quien estoy hablando no es del puro bibliófilo, quien considera el libro sólo como producto estético o como objeto de colección. Éste no va más allá del hecho exterior —si bien a mí me agrada más una persona así que uno que considera el libro como puro medio para conseguir un objetivo y que provoca con su actitud una impresión similar a la que se tiene cuando un hombre trata a los animales con el único objetivo de un estudio científico o de una prueba práctica—. Lo que quiero decir se puede expresar también de otra manera: el amor por el libro lo tiene precisamente quien al caer la tarde, sentado en su habitación, rodeado de silencio —presuponiendo, obviamente, que alrededor de él haya silencio de verdad— siente, de pronto, que los libros que están a su alrededor se convierten para él en seres vivos. Particularmente vivos. Objetos

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pequeños pero, no obstante, llenos de mundo. Que están allí sin moverse y sin hacer ruido y, sin embargo, dispuestos a abrir en cualquier momento sus páginas y a comenzar un diálogo que narra el pasado, que hace mirar al futuro o que invoca la eternidad, tanto más inabarcable cuanto más sabe atraer al que se le acerca.

ELOGIO DEL LECTOR, por MÓNICA ZGUSTOVA Hace poco, Antoine Gallimard afirmó que, en el presente, Proust no encontraría editor para su novela En busca del tiempo perdido. Al decirlo, el presidente de la mítica editorial francesa que lleva su apellido se refería a lo que viene comentándose desde hace algo más que una década: que ―el panorama editorial‖ se vislumbra como ―poco atractivo y mercantilista‖ (recojo esas palabras de un artículo publicado en las páginas de Opinión de este diario). Pienso que el señor Gallimard profirió su máxima sobre Proust a modo de boutade. Evidentemente, existen editoriales -siempre han existido- especializadas en libros comerciales. Pero monsieur Antoine no pudo hablar en serio: al igual que muchas otras editoriales europeas, la que él preside sigue apostando por los nuevos talentos. ¿Es realmente poco atractivo y mercantilista el panorama editorial, según se suele afirmar? Yo no opino así. Y ello por tres razones. En primer lugar, porque en España, por circunscribirnos a nuestro país, sigue habiendo editores, decenas de ellos, que anteponen el valor literario al mero negocio. Como en toda Europa, también entre nosotros hay editores que descubren a esos autores que buscan ir más allá de lo que se ha dicho y cómo se ha dicho hasta ahora, autores que venden unos pocos miles de ejemplares de cada libro (y a veces menos de mil). Es cierto que esos editores, para equilibrar las cuentas, añaden a su catálogo de descubrimientos algún que otro libro de menor riesgo comercial. Pero no por ello renuncian a sus principios. En segundo lugar, porque por toda España subsiste un amplio tejido de librerías comprometidas con los buenos libros. Y ello tiene aún más valor en un momento en que el coste del inmobiliario hace cada vez más difícil mantener la rentabilidad exigida. Y en tercer lugar porque el número de lectores crece, como lo muestran las estadísticas, especialmente entre las mujeres y los jóvenes de entre 25 y 30 años. En la España contemporánea, un lector puede llegar a formarse una imagen bastante exacta tanto de la literatura clásica como de lo que ocurre en el presente, y no sólo en las letras occidentales. Sólo en los últimos años se han publicado, con éxito fulminante de crítica, lectores y ventas, novelas de muy alta calidad: La mujer justa, de Sándor Márai; Soldados de Salamina, de Javier

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Cercas; Vida y destino, de Vasili Grossman, y Las benévolas, de Jonathan Littell, entre otras. En todos esos casos son los lectores, con la complicidad de los libreros, quienes volcándose a comprar esas grandes novelas por decenas y centenares de miles, permiten que los editores se lancen a la aventura de publicar más libros arriesgados. Sí, en el fondo son los lectores los que hacen que el panorama literario sea más atractivo y menos mercantilista. Pero no siempre la buena literatura se vende por cientos de miles -ni la mediocre tampoco-. A muchos editores su deseo de aportar al lector lo valioso, sorprendente e innovador de la literatura les hace perder dinero y correr el peligro de derrumbarse. Los directores literarios con un gusto exigente se juegan a diario su puesto de trabajo. Pero a pesar de todo, muchos siguen arriesgándose. Ésos son, junto a los tozudos libreros que se oponen a ceder sus locales a bancos y otros negocios, los quijotes del mundo editorial que batallan no contra los molinos de viento sino contra algo mucho más peligroso: contra el poder del más fuerte. Así pues, al contrario de lo que suele comentarse, estoy convencida de que el presente del libro no es peor que en épocas anteriores. Lo de ―cualquier pasado fue mejor‖ es un lugar común que no se cumple la mayoría de las veces. Tampoco en ésta. Por mencionar algunos ejemplos, de su libro De l‘amour, Stendhal vendió veinte ejemplares ¡en diez años!; Proust tuvo que pagar de su bolsillo la edición del primer volumen de A la búsqueda del tiempo perdido; Joyce publicó su Ulises en París porque no encontraba editor en Inglaterra, y Kafka, en vida, no pasó de los 800 ejemplares vendidos. Hoy, al contrario, cualquiera puede, como mínimo, colgar su novela en Internet. De todos los campos de la creación, el del libro es el más dinámico y diversificado: ni las artes plásticas, ni la música o el cine pueden ofrecer anualmente tanta riqueza de nuevos talentos como lo hace el mundo del libro. Aunque quedan muchos libros sin publicar, y sin duda algunos de ellos lo merecen, pero ya quisieran los pintores, los cineastas y los músicos tener las mismas oportunidades que brinda el mundo editorial. Y, además, cada año aparecen, como contrapeso a los grandes grupos editoriales que siguen afianzándose, varias nuevas editoriales privadas que buscan a autores de valor literario y encuentran a sus lectores. Y toda esa efervescencia es posible gracias, finalmente, al lector que, en la soledad, sigue dispuesto a descubrir tanto a los clásicos como los nuevos autores. Celebrémoslo, pues, y que sea por muchos años.

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ELOGIO DE LA LECTURA Y LA FICCIÓN (fragmentos) por MARIO VARGAS LLOSA

Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.‖ `[...] Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la LIBERTAD que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real‖. [...] Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quiense entrega a un vicio inconfensable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa‖. [...]

ELOGIO DE LA LECTURA, por JOSÉ ANTONIO MARINA

Me sería muy fácil hacer un apasionado elogio de la lectura. Contar y cantar sus maravillas. Caí bajo su hechizo cuando era adolescente, y aún continúo gozosamente sometido a su influjo. Pero no voy a hacer una alocución

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para los convencidos. No voy a animar a la lectura a los que ya son lectores. No me dirijo a alumnos, ni a padres, ni a docentes, sino a los ciudadanos.. Hoy me gustaría convocarles a una gran movilización en favor de la lectura. Y hacerlo seriamente, dramáticamente incluso, porque leer no es un lujo ni una satisfacción privada. Es ante todo, una necesidad social, de la que va depender la calidad de nuestra vida y de nuestra convivencia. Ya sé que vivimos en tiempos de nuevas tecnologías, que ponen al mundo entero al alcance de un click. Pero esas maravillosas posibilidades resultarán inútiles si no sabemos aprovecharlas. Un burro conectado a internet sigue siendo un burro y, por ello, lo que necesitamos es que delante de las pantallas de los ordenadores haya gente ilustrada, culta, lectora, capaz de internarse animosamente por los espléndidos caminos del lenguaje, da lo mismo que sea a través de las líneas electrónicas o de las líneas de un libro. La lectura nos permite acceder a la cultura, que no es otra cosa que la experiencia de la humanidad, sin la cual caeríamos en un primitivismo zafio. Pero, además, es la gran herramienta para mejorar nuestra relación con el lenguaje. Y este es un asunto de gran envergadura, porque nuestra inteligencia es lingüística. Pensamos con palabras, nos entendemos con palabras, hacemos proyectos con palabras. No solo hablamos con los demás, sino que continuamente hablamos con nosotros mismos, nos explicamos nuestra vida, comentamos lo que nos pasa, gestionamos nuestra memoria haciéndonos preguntas. Mantenemos un permanente diálogo con nosotros mismos, hostil o amistoso, y sería bueno que no fuera destructivo ni deprimente, sino que nos diera fuerza y claridad. Todavía hay más: También nuestra convivencia es lingüística. Vivimos entre palabras, nos entendemos o mal entendemos gracias a ella. Necesitamos saber expresar nuestros sentimientos, defender nuestros puntos de vista, comprender a los demás. Cuando el lenguaje falla, la violencia aparece. Y no hay mejor medio que la lectura para adquirir esos mecanismos lingüísticos que son imprescindibles para una vida verdaderamente humana. Por último, la calidad de la democracia también depende de la lectura. Lo primero que hacen los dictadores es censurarla, prohibirla o, al menos, disuadir de ella, porque saben muy bien que la lectura es el gran enemigo de la tiranía. Cuando no se sabe comprender un argumento, o se siente la pereza de buscar información, o se vive pegado al televisor, se acaba sometido a la sugestión del grito, la consigna, el clip publicitario, el convencimiento fácil, el insulto. Y todo esto es la antesala de la sumisión. Por eso mi llamada a los ciudadanos.., no quiere limitarse a recordar que leer es un placer que estimulará la fantasía, que les permitirá hacer navegable su alma, sino que aspira a hacerle reflexionar sobre la trascendencia social de la lectura. Necesitamos una democracia de lectores, necesitamos mayorías ilustradas, necesitamos recuperar la sabiduría de vivir, el sentido de la historia, la

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comprensión de nosotros mismos y de nuestros sentimientos, cosas que sólo los libros nos proporcionan. Las imágenes son emocionantes, conmovedoras, pero mudas. Sólo las palabras, el discurso, permite captar su sentido, serenar la pasión mediante la idea, encontrar un acuerdo que no sea una rendición, iluminar el mundo y su memoria. La lectura es la vanguardia de la libertad. Por eso le dedico este elogio apasionado.

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SEGUNDA PARTE:

(IN) CERTIDUMBRES

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AGONÍA Y RESURRECCIÓN DEL LIBRO, por FERNANDO SAVATER Queridas amigas, queridos amigos: En primer lugar, quiero agradecer la invitación del Fondo de Cultura Económica, una editorial, una empresa cultural, un punto de referencia tan importante para tantos y, desde luego, para toda la gente de mi generación, que no teníamos en nuestro país posibilidad de leer en castellano obras fundamentales, nuevas, críticas, y gracias al Fondo muchos de nosotros pudimos, si no salir del todo de la ignorancia, por lo menos ser un poco menos ignorantes. Esto es lo que habríamos sido si no hubiera existido el Fondo. Yo digo que agradezco, por supuesto, la invitación a esta semana y también considero, con mucho agradecimiento, un error muy generoso el haber sido yo el encargado de cerrar esta semana, porque aquí ha habido gente muy importante, expertos de muy alto nivel, y yo en realidad no puedo venir más que como lector. No soy un experto en el mundo de la edición y mucho menos en el mundo de Internet, del e-book, de todas estas grandes novedades. Supongo que si alguien ha generosamente preferido que yo cerrara esta semana, estos días, habrá sido simplemente por eso, precisamente porque soy un poco el punto cero, en el sentido de que soy simplemente un lector. Al igual que ustedes, que fundamentalmente, antes que nada, son lectores –aunque sean, por supuesto, escritores, editores, etcétera–, soy un lector y quizá por eso se habrá preferido que sea un lector quien se dirija a otros lectores después de haber estado reflexionando en torno al libro unos días. El libro, como saben ustedes, es una realidad singular, quizá una realidad no meramente técnica, no meramente. No es un invento, sino que es algo que surge de nosotros, que es un atributo casi de la humanidad. Puede que Borges, que tanto ha escrito sobre los libros y la lectura, sea uno de los que lo han expresado con más claridad. Dice: ―De todos los instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones del brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y la imaginación‖. Es decir, los demás instrumentos prolongan nuestro cuerpo y el libro es un instrumento que prolonga el espíritu, que prolonga nuestro espíritu, y eso hace que sea especialmente importante, especialmente singular. Por supuesto, aunque el libro se define como ese conjunto de hojas, con un volumen y un tamaño determinados, nosotros sabemos perfectamente que los libros anteceden en el tiempo al formato que hoy conocemos. Hubo, por supuesto, épocas en que hombres cultísimos y que forman la base de nuestra cultura nunca tuvieron en las manos un libro en el sentido moderno. Aristóteles no tuvo un libro, Séneca y otros autores no conocieron lo que es el libro en el sentido moderno del término, de modo que tampoco tenemos que

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escandalizarnos si futuros eruditos, si futuros escritores, si futuros creadores no tienen exactamente un libro como los que tenemos nosotros. Es evidente que para algunos de nosotros el libro es ese objeto precioso, ese objeto necesario, ese algo que nos sirve de decoración, de compañía, de vicio. Pero, en fin, no hay más remedio que admitir que si tantos grandes creadores y grandes pensadores y grandes literatos del pasado no tuvieron nunca un libro en las manos, es perfectamente posible que, sin perder la creación y sin perder la relación lector-escritor, que es la importante, haya un momento en que los futuros lectores, los futuros creadores utilicen otros soportes que no sean propiamente el libro. A mí el libro como soporte me parece muy bien; es decir, yo tengo un amigo que trabaja con ordenadores y que siempre me dice: ―Yo estoy seguro de que si el libro se hubiera inventado después de la computadora, todo el mundo lo habría considerado un gran progreso‖. Porque realmente el libro es algo bien pensado, es algo cuyo motor es nuestra propia atención y no algún otro mecanismo. Es decir, ustedes habrán visto, sobre todo, en países anglosajones, cuando llegas a un hotel y entras a la habitación, el camarero o el conserje que te acompaña te enseña la habitación, el mini bar, y te enciende la televisión. Yo siempre me quedo un poco sorprendido porque digo: ―¿Se va a quedar usted aquí conmigo a ver la televisión? Yo no la voy a ver; si usted quiere, nos quedamos los dos a ver el programa de televisión‖. Es verdad que la televisión puede estar funcionando y quedarse ahí funcionando sin que nadie la vea. La televisión se alimenta a sí misma, funciona y se da cuerda por sí misma. En cambio, un libro no se puede quedar leyéndose solo: el libro siempre está esperando el complemento que le ponemos nosotros. La sangre del libro, lo mismo que esa sangre que vierte en un momento determinado Ulises cuando desciende al averno, esa sangre que vierte para atraer el espíritu de los muertos y poder hablar con ellos, es nuestra sangre, la que nosotros vertemos para que los muertos, los escritores, los que han creado toda esa gran tradición, vengan a encontrarse y hablar con nosotros. Por supuesto, el libro poco a poco se va convirtiendo, a lo largo de la historia, también él mismo en protagonista de los propios libros. En el Orlando furioso hay un momento, que quizás ustedes recuerden, en que el mago Atlante lucha con Bradamante. Bradamante se presenta completamente con todas sus armas y todo de blanco; el mago Atlante solamente se presenta con un libro en las manos. Y entonces, cuando el otro se arroja sobre él, el mago va leyendo en voz alta los golpes de una batalla descrita en el libro y todos esos golpes le van cayendo constantemente a Bradamante mientras Atlante los va leyendo, de tal manera que al final, aunque parezca paradójico, la batalla se inclina del lado del mago y no de Bradamante. Finalmente éste hace un truco y logra vencer al mago, pero no les cuento qué truco para que tengan que leer Orlando furioso de nuevo, si no se acuerdan del truco. Uno que escribió cosas muy hermosas sobre los libros, es decir, no sobre el libro, sino sobre la relación que el libro establece entre el autor y el lector, fue Montaigne en su ensayo sobre los libros, que es donde precisamente dice esa tan hermosa frase de ―yo no hago nada sin alegría‖. Montaigne habla de eso, de la alegría que a él le produce leer, y también de que él exige el placer, exige la alegría en la lectura, y de que la lectura sustituye a la memoria que a veces nos falta. La lectura no hace falta que sea puntualmente recordada: nuestro cuerpo, nuestro inconsciente recuerda lo que hemos leído. Estamos hechos de libros, de

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personajes, de situaciones: la lectura nos transforma. No hace falta que la recordemos. Probablemente todos nosotros hemos olvidado mucho más de lo que recordamos de cuanto hemos leído, pero eso que hemos leído, en su momento, nos ha ido transformando. Somos nosotros gracias a esas cosas que hemos leído, gracias por lo menos a esa atención que hemos prestado, a esa aventura de la lectura. Es verdad que la lectura es un acto de intimidad entre dos sujetos, que pertenece al mundo simbólico, y es un acto de intimidad que desafía al tiempo y desafía a la distancia. Recuerdan ustedes a Quevedo, pero también Maquiavelo, por ejemplo, cuando habla de cómo leía los clásicos; muchos lectores insisten en que leer es hablar o relacionarse con los muertos, por lo que tiene una cierta dimensión de espiritismo. Es verdad que también leemos a nuestros contemporáneos, pero la singularidad que tiene el hecho de que nosotros no simplemente rindamos culto a los muertos y los veneremos y los enterremos y les levantemos monumentos, es que todavía podemos convocarlos y entrar en relación íntima con ellos, en una relación que no se corresponde a una descripción fotográfica de lo real, sino de lo que alguien ha sentido como real desde su intimidad.

LA ISLA DEL LIBRO Y EL LIBRO DEL TESORO, por JUAN MARSÉ Veo sentada ante mí, en casa, a la joven estudiante de robustas rodillas y nervioso bolígrafo que me visita para anotar en su cuaderno gravísimos datos sobre mis novelas con destino a su tesina; la veo parpadear, confusa, ante mis delgadas respuestas (que no encajan en su vasto y complicado plan de estudios: le digo, por ejemplo, que el Pijoaparte jamás se propuso desenmascarar a la burguesía catalana, sino simplemente enamorar a Teresa), la veo cotejar notas, alterar esquemas, rectificar planteamientos, desorientada, y yo, algo entristecido, me pregunto quién la ha desorientado, cuándo y cómo ha perdido esa muchacha el placer de leer. Afirma que la novela le gustó, pero se nota que no lo pasó bien leyéndola, y lo que es peor, ya no considera importante el pasárselo bien leyendo novelas. Entonces, ¿quién o quiénes le quitaron a esa chica el deseo de disfrutar con un libro, dejándole sólo la obligación de aprender? ¿Aprender qué, además? ¿Sociología, semiótica y semiología, estructuralismo, sentido y forma, relaciones metalingüísticas, perspectiva exógena y estructura interna? Por un breve instante, horribles fantasmas de posibles tesinas pasadas y futuras desfilan por mi mente con extravagantes títulos: El significado de los toros y de la humilde patata en la poesía de Miguel Hernández - Estructura, calor y sabor de las magdalenas en la obra de Proust - El Pijoaparte hijo natural semiótico de Henry James, con permiso de Félix de Azúa - Los silencios de Moby Dick y su relación metalingüística con la pata de palo de John Silver y con el mezcal y los

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barrancos de la prosa de Malcolm Lowry - Madame Flaubert soy yo, dijo Federico García Lorca. ¡Maldición, estamos rodeados! Así es imposible leer, hay que saber demasiadas cosas, hay que amueblar la mente de bidets teóricos, hay que ser experto en demasiadas chorradas -le digo a la desilusionada estudiante de graves rodillas y afanoso bolígrafo. Se han empeñado ellos, los malditos tambores de las cátedras y de los institutos, los avinagrados columnistas de diarios de provincias, los rastreadores de estilos y figuras de la alfombra, los rebuznos de la crítica trascendente y los cuarenta años de incultura franquista, en convertir la lectura de un libro en cualquier cosa menos en un placer, un acto libre y espontáneo, una aventura personal con la imaginación. ¿Quieres un consejo? Tira por la borda ese cuaderno y ese bolígrafo y ponte a leer, sobre estas rodillas sojuzgadas de estudiante aplicada, y con ojos infantiles a ser posible, renovada la capacidad de asombro, el sentido de la vida y la imaginación penetrante, otra vez, La isla del tesoro. Callarán los bobos tambores eruditos y recobrarás el tesoro de leer.

¿LEER SIRVE PARA ALGO BUENO? , por LUISGÉ MARTÍN La ópera ha sido considerada siempre el espectáculo artístico más completo y refinado. Aúna música, literatura y teatro. Para disfrutarla hay que ser una persona cultivada y tener educadas todas las capacidades estéticas. Es necesario, además, poseer una sensibilidad especial. Podríamos decir, por lo tanto, que los amantes de la ópera forman parte de un linaje extraordinario. De una quintaesencia humana. En febrero de 2001, sin embargo, los socios del Círculo del Liceo de Barcelona -quintaesencia de la quintaesencia- decidieron rechazar el ingreso en el club operístico de las diez mujeres que, después de siglo y medio de absoluta hegemonía masculina abolida en unos nuevos estatutos, habían solicitado la admisión. Entre esas mujeres -por si alguien duda de sus méritos- estaba Montserrat Caballé. Es decir, los seres más sensibles, los que se conmovían hasta el retorcimiento del alma con la música de Verdi, con la voz doliente de María Callas o con las quejas de amor de Madame Butterfly, se comportaban en la vida real como gañanes de taberna. Este suceso, excesivo y paradigmático, es un exordio vistoso, pero resulta fácil encontrar diariamente muchos otros ejemplos que nos obligan a plantearnos si la cultura contribuye a iluminar las ideas o si, por el contrario, sirve sólo para empachar las mentes y emponzoñar los ánimos. Uno de nuestros novelistas jóvenes más eximios, a quien se le debió de aparecer una virgen en algún camino de Damasco, como a Fernando Arrabal, escribe cada semana en los periódicos sesudos y floridos artículos en los que igual pone en cuestión la teoría de la evolución -"siempre me ha llamado la atención la rotundidad con que se

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suele negar la intervención del misterio cuando se trata de explicar el origen del hombre; pero lo cierto es que, si existe un momento en la historia del universo en que parece más que probable la intervención del misterio, es precisamente el momento en que el hombre irrumpe en el mundo"- que describe con extraño discernimiento las sociedades modernas -"matrimonios deshechos porque sí a velocidad exprés, hogares desbaratados con el menor pretexto o sin pretexto alguno, hijos desparramados y convertidos en carne de psiquiatra, abortos a mansalva, nuevas fórmulas combinatorias humanas negadas a la transmisión de la vida, etcétera"-. A algunos otros escritores, no menos eximios, les vemos participar en tertulias televisivas diciendo disparates y simplezas que sólo mejoran las de los invitados de Salsa rosa en el rigor de la gramática y en la riqueza del vocabulario. Y aquellos a los que no se les ha aparecido ninguna virgen ni han sido invitados a ninguna tertulia no pueden tirar tampoco la primera piedra. En el sector editorial y en el mundo literario -un castillo de hombres cultos, de cultivadores de ese gran bien espiritual que es la lectura- se encuentra la mayor concentración de individuos biliosos, marrulleros, hipócritas, envanecidos, desequilibrados y tortuosos que conozco. Incluyéndome, por supuesto, a mí mismo. La gran obra de la literatura española cuenta la historia de un pobre hombre que, empachado de libros, salió a recorrer el mundo escudado por un analfabeto que no había leído ninguno. Todos conocemos las peripecias que les ocurrieron. Todos sabemos quién creaba los problemas y quién los resolvía luego; quién era soberbio y quién humilde; quien contemplaba la realidad y quién veía únicamente sus propias fantasías y vanaglorias. Que cada cual elija un modelo, pero que no haya excusas: todos los libros son de caballerías. No quiero hacer menosprecio de corte y alabanza de aldea, y ni siquiera estoy seguro de si soy abogado de dios o del diablo, pero desde hace años tengo la sospecha de que la lectura es menos benéfica de lo que se proclama continuamente con altavoces y pregoneros. O incluso que es dañina, que resabia. Hay dos virtudes que nadie le puede negar: su ejercicio produce un placer estético que sólo es superado por los que producen los de la música y la sexualidad; y desarrolla, instrumentalmente, las capacidades de comprensión y de construcción textual, que sirven para leer el prospecto de un medicamento, para redactar una carta o una reclamación, o para poder estudiar mecánica de automóviles o mecánica cuántica. Es decir, la lectura tiene una utilidad sensorial -si hay utilidades así- y una utilidad práctica -valga el pleonasmo-, pero tal vez no tenga ninguna utilidad ética, que es la que más se pregona. "Los libros nos hacen libres", decía uno de los eslóganes publicitarios con los que el Ministerio de Cultura trataba de concienciarnos de los beneficios de leer. "El nacionalismo se cura viajando y leyendo", proclamaba Juan María Bandrés en aquellos años en los que se pensaba aún que las barbaridades de ETA eran cometidas sólo por ignorantes sin formación. Como Sócrates, en suma: "No hay hombres malos, sólo hay hombres ignorantes". Y continuamente escuchamos hablar con desprecio o conmiseración de aquellos que no leen o que leen productos como El código Da Vinci o La catedral del mar y no a Borges, a Paul Auster o a Vasili Grossman, que son algunos de los autores que al parecer nos hacen más libres y menos abertzales.

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Es decir, los apóstoles de la lectura hemos creído siempre que a través de ella se crearía un mundo más justo, más tolerante, más inteligente y más pacífico. Más humano, en suma. Hemos creído que alguien que se conmoviera con las desdichas adulterinas de Anna Karenina y el Conde Vronski no podría luego, por ejemplo, llamar alimañas a quienes cometen una infidelidad o se divorcian. Que quien se emocionara sumergiéndose en el alma insatisfecha de Emma Bovary no sería capaz de pegarle una paliza a su mujer o de negarle el ingreso en el Círculo del Liceo a Montserrat Caballé. Que aquel que se estremeciera al conocer la vida de Primo Levi en Auschwitz o la de Anna Frank en Ámsterdam no tendría ya nunca la desvergüenza de -pongo por caso- votar a Batasuna, apoyar la guerra de Irak, defender Guantánamo o enmascarar con palabrería libertaria la dictadura cubana. Hemos creído siempre, en fin, que los libros eran el manual de instrucciones de la naturaleza humana y que quien leía terminaba descifrando sus mecanismos y mejorando su rendimiento. Pero a la vista está que hemos creído mal. A los niños y a los adolescentes les instigamos casi enfermizamente a que lean, anunciándoles las siete plagas si no lo hacen. Pero habría que preguntarse si esa obsesión está justificada por tantas plagas como decimos. ¿Son menos corruptos los que leen? ¿Son menos despóticos en sus trabajos o en sus casas? ¿Respetan más las señales de tráfico? ¿Sienten menos cólera, saben dominarla mejor? ¿Tienen mayor clarividencia política? ¿Son menos violentos? Hace años leí un artículo -seguramente de algún norteamericano extravagante- en el que se sostenía que entre los individuos de mayor nivel cultural estaban más extendidas las prácticas sadomasoquistas. No quiero poner de ejemplo a Hannibal Lecter, pero creo que la duda es razonable. Son no obstante los razonamientos desvariados de este texto, sin duda, la mejor prueba de que leer -lo hago mucho- no siempre trae provecho. -

LEER: CÓMO SE HACE, PARA QUÉ, por ANDRÉS IBÁÑEZ Ahora, querido lector, querida lectora, estás leyendo. ¿Crees que tus ojos «se deslizan» por las líneas como una especie de góndola a lo largo de un canal? Te equivocas. Los ojos humanos no se deslizan, sino que saltan por la línea escrita. Saltan, se detienen una centésima de segundo, leen las palabras que hay antes y después, vuelven a saltar de nuevo, y así hasta llegar al final de la línea: entre tres y seis saltos por línea, según lo apretadas que estén las palabras o la atención con que se lee. Tampoco nuestra atención se desliza, sino que salta. Aunque leamos con atención, no leemos todas las palabras: nos distraemos continuamente. Nuestra atención no está preparada para leer un chorro continuo de palabras únicas y esenciales, y los textos en los que uno no se puede perder ni una palabra (por ejemplo, ciertos textos de filosofía) tenemos que leerlos una y otra vez para entenderlos. Los textos bien escritos (como este, por ejemplo) consisten en continuas reelaboraciones de lo mismo, en variaciones y variaciones de un tema. Es necesario decir las cosas muchas veces para que el lector las

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entienda. Es necesario, digámoslo así, dar muchos ejemplos. La literatura es, en cierto modo, el arte de poner ejemplos. Cervantes dice en un par de frases que Don Quijote se volvió loco: a continuación, se dedica, a lo largo de cientos y cientos de páginas, a poner ejemplos. «Diferir» significa dos cosas: (1) decir algo diferente de lo que dice otro, y (2) postergar, es decir, retrasar en el tiempo. Todas las frases que existen, desde la primera que se escribió al principio de los tiempos, comparten esas dos cualidades. Difieren y se difieren. Diga usted algo, cualquier cosa. En seguida notará que es imposible decir eso «completamente», y que necesita añadir otra frase más para aclarar la primera. La segunda frase aporta precisión y acota el campo de significado de la primera, pero también introduce significados nuevos, nuevas cosas que hay que aclarar. Aparece así una tercera frase, que pretende dejar perfectamente claras la primera y la segunda. El «significado», pues, esa perla perfecta, esa flor azul inconcebible, difiere: se retrasa. Y también difiere en el otro sentido, se hace cada vez más diferente. Así surge la literatura: por la imposibilidad de decir nada completamente, de decir nada definitivamente. Antiguamente, leer se percibía como algo semejante a hablar. Esa es la razón de que en las inscripciones romanas, por ejemplo, las letras estén tan juntas: sólo se entiende dónde empiezan y terminan las palabras si se leen en voz alta. Fue San Agustín el primero que describe a una persona leyendo en silencio, es decir, leyendo con los ojos. A partir de entonces comienza el proceso que llevará a la lectura moderna, que percibimos no como algo semejante a hablar, sino como algo semejante a mirar. Leemos con los ojos, excepto los ciegos, que leen con los dedos: claro que los ciegos también ven con los dedos. Pero ¿qué es lo que vemos? Cuando leemos literatura, no vemos las letras. Ni siquiera vemos la página. Es posible que al principio, por espacio de unas frases, veamos la página, pero luego, si la magia de la literatura se produce de verdad, los ojos comienzan a ver cosas que no están físicamente presentes. Entonces leer ya no se parece ni a hablar, ni a mirar, sino a recordar. ¿Por qué los libros suelen estar escritos en pasado, si nos cuentan cosas que sentimos como presentes? Sin duda el origen está en los aedos que contaban las hazañas épicas sucedidas siempre mucho tiempo atrás, pero esa convención bien podría haber caído en desuso como tantas otras. No, los libros están escritos en pasado porque son algo así como recuerdos inducidos. Leer es una creación, y todo el que lee es creador. El buen lector lee sin prisa, lee sin expectativas. El buen lector no desea aprender nada ni convertirse en una persona mejor: desea vivir más, tener experiencias reales. El buen lector no va en busca de diversión, sino de alimento. Claro que, ¿quién desea alimentarse de una sustancia que no resulte deliciosa? El buen lector sabe que cuando entra en los caminos de un libro entra también en su propio interior, y que las cosas que encuentra en esos caminos, dragones o rosas, estatuas o ratas, están también dentro de él. Leer es viajar por dimensiones inexploradas del palacio de la imaginación; quiero decir, visitar cuartos de la propia casa mental que de otra forma estarían siempre cerrados. Leer es viajar, leer es descubrir, leer es construir en el espacio interior una casa, una resistencia. Leer es construir una casa para el alma. Leer es construirse un alma.

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BIBLIOFICCIONES, por ANDRÉS TRAPIELLO Suceden con los libros cosas extrañísimas y paradójicas. Según las estadísticas, cada día se editan y se compran más libros y cada día se lee menos, porque los jóvenes prefieren las imágenes, pero al mismo tiempo todo el mundo está fascinado con que desde nuestros ordenadores pueda accederse a las grandes bibliotecas del planeta. Para unos el libro dejará de existir tarde o temprano tal como lo conocemos, o sea, en papel, y acabaremos leyendo en las pantallas de nuestros portátiles cualquier página que se haya escrito no importa por quién ni en qué siglo o país, mientras que otros se empeñan en lo contrario, hasta que llegue ese día, editando millones de libros que nadie leerá. La síntesis de ambas posturas la han encontrado quienes sueñan en implantar en el cerebro humano microchips con todos esos libros, que llegarían así a saberse como por ciencia infusa, sin haberlo leído, decorándonos mucho. Cuando en los años sesenta el hombre empezó a viajar por el espacio, llegó a vaticinarse que en el año 2000 nos alimentaríamos todos como los cosmonautas, con píldoras y nutrientes liofilizados. De manera que todas esas biblioficciones a lo Julio Verne, a uno, que no tiene la menor intención de vivir ciento ochenta años, le dejan indiferente. De todos los grandes libros que se han escrito existen ejemplares en papel. La mayor parte incluso puede tenerlos cualquiera en su casa por muy poco dinero. Como decía un amigo en frase que gusta uno repetir: los libros que han cambiado nuestra vida se compran en los quioscos, si acaso no los regalan con el periódico del día. Por otro lado es cosa probadísima que ninguno de nosotros, ni siquiera los que lleguen a ciento ochenta años, vivirá lo suficiente para leer ni siquiera la mitad de lo que querría leer o releer. Amigo Mallarmé, ni la carne es triste ni ha leído uno todos los libros. Por tanto, en lo que se refiere al caso que nos ocupa, por uno pueden irse al infierno todos los ordenadores en un apagón informático universal. A la gran literatura, de la que el 99% se escribió cuando ni siquiera se había inventado la bombilla, o le sucedería absolutamente nada. Si nos privaran de las bombillas sería, en cambio, una catástrofe; ahora, sin electrónica, la biblioteca de una seguiría teniendo ese aspecto medieval y romántico de monasterio que en absoluto es incompatible con la modernidad. No podríamos decir otro tanto de los ordenadores. En veinte años ha tenido uno seis, y la información que guardaba en los primeros ya no puede trasegarla a los últimos, por haberse quedad aquéllos antiguos y obsoletos. No sabemos si dentro de unos años inventarán el libro informático, ese que en sus bodegas podrá almacenar veinte mil volúmenes. Eso son veinte veces más de los que necesita nadie para ser culto. Decía JRJ: ―Para leer mucho comprar poco‖. Qué duda cabe que el ordenador nos ha facilitado a todos mucho las cosas, permitiéndonos consultar cómodamente desde casa millones de datos que antes nos llevaba días, incluso semanas, pesquisar. Ahora bien, leer, lo que se dice leer, seguirá haciéndolo uno con un libro en la mano, un viejo libro de viejo, uno de ese 99%, alguno de los que encierran en sus páginas amarillentas ―el dolorido sentir‖ que nos importa, uno de esos libros que ni siquiera entran en las estadísticas.

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TERCERA PARTE:

CITAS SOBRE EL LIBRO, LOS LECTORES Y LA LECTURA

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―Todos somos lectores. Y qué es un lector, qué es la vida de un lector. Porque leer no es solamente poner los ojos sobre un libro. Con la lectura a uno le pasan muchas cosas, y le pueden pasar grandes cosas en el encuentro con ciertos libros y ciertos autores; uno puede llegar a tener dentro de su autobiografía o sus memorias, además de una vida conyugal o laboral, una vida de lector. Leer no es una operación inocente ni culpable, es una experiencia de vida… Hay encuentros que marcan una vida y hay autores que marcan una vida‖. THOMAS ABRAHAM (1947- ), Argentina. Filósofo y escritor. "El lector que no admira un libro bueno es que lo ha leído mal, y se le pueden citar pasajes admirables que, indudablemente, desconoce". ALAIN (Emile Chartier) (1879-1955), Francia. Filósofo y ensayista.

―Vivir ensimismada. Leer. A través de la lectura, dialogar, en silencio con hombres y mujeres contemporáneos y con hombres y mujeres que hace años, quizá siglos, dejaron su mensaje en un libro para que yo lo leyera y lo encontrara en una búsqueda de respuestas a mis preguntas. Y el descubrimiento fascinante de afinidades, respuestas, sugerencias. Leer y leer, clásicos y modernos; libros en español, en otros idiomas…‖ JOSEFINA ALDECOA (1926-2011), España. Escritora. ―Los libros son, entre mis consejeros, los que más me agradan, porque ni el temor ni la esperanza les impiden decirme lo que debo hacer‖. ALFONSO V EL MAGNÁNIMO (1396-1458, España. Rey de Aragón. ―Bien y lealmente deben los maestros mostrar sus saberes a los escolares leyéndoles libros‖. ALFONSO X EL SABIO (1221-1284), España. Rey de Castilla.

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―La literatura es esencialmente soledad. Se escribe en soledad, se lee en soledad y, pese a todo, el acto de la lectura permite una comunicación profunda entre los seres humanos‖. PAUL AUSTER (1947- ), Estados Unidos. Novelista. "Cuando oigo que un hombre tiene el hábito de la lectura, estoy predispuesto a pensar bien de él". NICOLÁS DE AVELLANEDA (1837-1885), Argentina. Estadista. ―La lectura hace al hombre completo; la conversación, ágil, y el escribir, preciso‖. FRANCIS BACON (1561-1626), Inglaterra. Filósofo.

―La lectura es como el alimento; el provecho no está en proporción de lo que se come, sino de lo que se digiere‖. JAIME BALMES (1810-1848), España. Filósofo. "Los libros son como los amigos, no siempre es el mejor el que más nos gusta". PÍO BAROJA (1872-1956), España. Novelista. ―No hay ninguna lectura peligrosa. El mal no entra nunca por la inteligencia cuando el corazón está sano‖. JACINTO BENAVENTE (1866-1954), España. Dramaturgo. ―La enfermedad de leer tiene sus ventajas. Otorga silencio, consuelo, oscuridad, compasión y dulce cansancio. Si hay que hacer campaña, hágase de esto. Leer para estar en silencio. Leer para aceptar la muerte, la soledad, la herida y el consuelo‖. CONSTANTINO BÉRTOLO (1946-

), España. Editor y escritor.

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"Creo que parte de mi amor a la vida se lo debo a mi amor a los libros". ―Creo que vale la pena leer porque los libros ocultan países maravillosos que ignoramos, contienen experiencias que no hemos vivido jamás. Uno es indudablemente más rico después de la lectura‖. ―Leer es añadir un cuarto a la casa de la vida‖. ADOLFO BIOY CASARES (1914-1999), Argentina. Escritor.

"Estar a solas con un buen libro es ser capaz de comprenderte más a ti mismo". HAROLD BLOOM (1930-

), Estados Unidos. Crítico y teórico literario.

―Uno nunca termina de leer, aunque los libros se acaben‖. ROBERTO BOLAÑO (1953-2003), Chile. Novelista. ―El libro es una de las posibilidades de felicidad que tenemos los hombres‖. ―Leer es para mí, lo que para Samuel Johnson: ‗Todo lo que nos hace olvidar el aquí y el ahora, todo lo que nos aleja de nuestra circunstancia personal, todo lo que nos ennoblece, todo lo que nos mejora‘. Y el placer privado de poseer un libro‖. ―Los profesores, que son los que dispensan la fama, se interesan menos en la belleza que en los vaivenes y en las fechas de la literatura y en el prolijo análisis de libros que se han escrito para ese análisis, no para el goce del lector‖. ―Ordenar bibliotecas es ejercer de un modo silencioso el arte de la crítica‖.

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―Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído‖. ―Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca‖. "Todas las cosas del mundo llevan a una cita o a un libro". "Yo he dedicado una parte de mi vida a las letras, y creo que una forma de felicidad es la lectura; otra forma de felicidad menor es la creación poética, o lo que llamamos creación, que es una mezcla de olvido y recuerdo de lo que hemos leído‖. JORGE LUIS BORGES (1899-1986), Argentina. Escritor.

―En Egipto se llamaban las bibliotecas el tesoro de los remedios del alma. En efecto, curábase en ellas de la ignorancia, la más peligrosa de las enfermedades y el origen de todas las demás‖. JACQUES BENIGNE BOSSUET (1627-1704), Francia. Predicador y escritor. "Creo que no leer libros es peor que quemarlos" . JOSEPH BRODSKY (1940-1996), Rusia-Estados Unidos. Poeta ―Es un buen libro aquel que se abre con expectación y se cierra con provecho‖. AMOS BRONSON ALCOTT (1799-1888), Estados Unidos. Pedagogo y escritor. ―Los buenos libros son siempre campos magnéticos de cuya atracción no se puede huir‖ ITALO CALVINO (1923-1985), Italia. Escritor. ―La lectura adelanta el tiempo de la vida y, paradójicamente, aleja el de la muerte. Leer es buscar otras realidades para comprender mejor esta realidad‖. FABRICIO CAIVANO, España. Periodista y pedagogo.

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―El futuro de la lectura es incierto; sin embargo, muchos seguimos convencidos de su poder, de su utilidad en la hora presente y del inmenso paraíso que aguarda tras la verja de sus símbolos a quien se atreva a cruzarla. Escribir y leer son probablemente el invento humano que más ha transformado a su propio inventor. (...) En la escritura habita el pensamiento y la lectura es el soplo que lo difunde. Por eso, decía, es un imperativo pedagógico enseñarla, cuidarla y propagarla. Si en el siglo XVIII, el filósofo Inmanuel Kant propuso como lema de la ilustración sapere aude, atrévete a pensar; nosotros proponemos este otro para el siglo XXI: legere aude, atrévete a leer. Porque leer, hoy, es una decisión para la que se necesita cierta audacia, pero podemos asegurar que quien se arriesgue a ello no se arrepentirá jamás‖. ELIACER CANSINO (1954- ), España. Profesor y escritor.

"La verdadera universidad de hoy en día es una colección de libros". THOMAS CARLYLE (1795-1881), Inglaterra. Pensador y ensayista. ―Es la sociedad la que aún considera que la lectura de una novela es una pérdida de tiempo. ¿Cómo se convence a un padre (o a un profesor), de que la lectura de una novela vale muchísimo más que la acumulación acrítica de montañas de información?‖ JOSÉ MIGUEL CASO (1928-1995), España. Historiador de la Literatura. "El ver mucho y el leer mucho avivan los ingenios de los hombres". "No hay libro tan malo que no contenga algo bueno". MIGUEL DE CERVANTES (1547-1616), España, Escritor. "Pon a un lado el mejor libro cuando puedas tener la mejor compañía". LORD CHESTERFIELD (1694-1773) , Inglaterra., Político y escritor.

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"Nada hace a un hombre más respetuoso que una biblioteca". WINSTON CHURCHILL (1874-1965), Inglaterra. Político y escritor. "Los malos libros provocan malas costumbres, y las malas costumbres provocan buenos libros" . RENÉ DESCARTES (1596-1650), Francia. Filósofo.

―Para viajar lejos, no hay mejor nave que un libro‖. EMILY DICKINSON(1830-1886), Estados Unidos. Poetisa. "Nunca escribo mi nombre en los libros que compro hasta después de haberlos leído, porque sólo entonces puedo llamarlos míos". CARLO DOSSI (1849-1910), Italia. Escritor. "Los libros siempre hablan de otros libros y cada historia cuenta una historia que ya se ha contado". ―No, no es por el éxito por lo que hay que leer. Es para vivir más. De todas maneras, no se dejen amedrentar por los que dicen que hay que leer sólo libros importantes. Tengo recuerdos intensos y muy hermosos de libros quizá insulsos, pero que alimentaron largas tardes de excitación‖. UMBERTO ECO (1932-

) Italia. Novelista y ensayista.

"En muchas ocasiones la lectura de un libro ha hecho la fortuna de un hombre, decidiendo el curso de su vida". RALPH WALDO EMERSON (1803-1882), Estados Unidos. Pensador y escritor. "Tuve la fortuna de topar con libros que no eran demasiado puntillosos con el rigor lógico, pero que en cambio hacían resaltar con claridad las ideas principales". ALBERT EINSTEIN (1879-1955) , Alemania-Estados Unidos. Matemático y científico.

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"Gastar dinero en los libros es una inversión que rinde buen interés". BENJAMIN FRANKLIN (1706-1790) , Estados Unidos. Inventor, científico y estadista. ―Un curso de literatura no debería ser mucho más que una buena guía de lecturas‖. GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927- ), Colombia. Periodista y novelista.

"Ante ciertos libros, uno se pregunta: ¿quién los leerá? Y ante ciertas personas uno se pregunta: ¿qué leerán? Y al fin, libros y personas se encuentran". ANDRÉ GIDE (1859-1951) , Francia. Escritor. ―El Quijote, como el Lazarillo, es un libro que a esa edad nadie debería leer, si lo lees a esa edad es difícil que lo aprecies. Es mejor descubrirlo a los veinticinco. Como el Persiles. Empezar por los clásicos, salvo casos especiales, es muy difícil para un adolescente‖. PERE GIMFERRER (1945- ), España. Crítico literario y poeta. "Lo mejor de mí se lo debo a los libros". MÁXIMO GORKI (1868-1936), Rusia. Novelista "Nuestra vida está más hecha por los libros que leemos que por la gente que conocemos". GRAHAM GREENE (1904-1991), Inglaterra. Novelista "La sabiduría no está en los hombres canos, sino en los libros viejos". FRAY ANTONIO DE GUEVARA (1480-1545) , España. Escritor y eclesiástico.

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―¿Cómo se puede estar frustrado, insatisfecho, nada feliz, teniendo los libros que se tienen? ¿Cómo he de estar frustrado, con unos libros junto a la cama y ganas de leerlos?‖ PETER HANDKE (1942- ), Alemania. Escritor. "Allí donde se queman los libros, se acaba por quemar a los hombres". HEINRICH HEINE (1797-1856) , Alemania. Poeta.

"Todos los buenos libros tienen en común que son más verdaderos que si hubieran sucedido realmente". ERNEST HEMINGWAY (1896-1961) , Estados Unidos, Escritor. "Los libros sólo tienen valor cuando conducen a la vida y le son útiles". HERMANN HESSE (1877-1962), Alemania-Suiza. Escritor "Mediante la lectura nos hacemos contemporáneos de todos los hombres y ciudadanos de todos los países". ANTOINE HOUDAR DE LA MOTTE (1672-1731), Francia.Escritor. "No se debería leer más que los libros que nos pican y nos muerden", recomendaba porque si el libro que leemos no nos despierta con un puñetazo en el cráneo, ¿para qué leerlo?". FRANZ KAFKA (1883-1924), Checoslovaquia. Escritor. ―Amar la lectura es trocar horas de hastío por horas de inefable y deliciosa compañía‖. JOHN F. KENNEDY (1917-1963), Estados Unidos. Estadista.

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―Leer es un acto lúdico, dijo alguien, y esa majadería se acató como dogma… Manuel cree más bien que la lectura , a menudo, es un placer que cuesta, aunque sólo sea porque supone aislamiento, concentración, esfuerzo, además de esclarecer o asumir incertidumbres, cosa que siendo placentera es también problemática, como cualquier actividad donde la mente y los sentidos han de estar alerta y a veces en tensión‖. ―Mis clases son muy sencillas: leemos y comentamos lo que leemos. En casa, los alumnos leen libros amenos y más o menos fáciles (jamás se me ha ocurrido dejar a solas una tarde de domingo a un adolescente con La Celestina, por ejemplo)‖. LUIS LANDERO (1948- ), España. Novelista.

"El amor por la lectura es algo que se aprende pero no se enseña. De la misma forma que nadie puede obligarnos a enamorarnos, nadie puede obligarnos a amar un libro. Son cosas que ocurren por razones misteriosas, pero de lo que sí estoy convencido es que a cada uno de nosotros hay un libro que nos espera. En algún lugar de la biblioteca hay una página que ha sido escrita para nosotros". ―Soy un lector compulsivo. No puedo estar sin leer. Es puro placer, pero no comparto esas supersticiones que existen en torno a la lectura, como la de tener que acabar un libro o leer libros llamados importantes, la de leer uno solo a la vez, la de no escribir en ellos. Un verdadero lector no se cree esas cosas‖. ―Todos nos leemos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea para poder vislumbrar qué somos y dónde vamos. Leemos para entender, o para empezar a entender. No tenemos otro remedio que leer. Leer, casi tanto como respirar, es nuestra función esencial‖. ―Un libro que no abres es condenarlo a una especie de purgatorio esperando que alguien le dé vida‖. ALBERTO MANGUEL (1948- ), Argentina. Crítico y escritor.

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―Cada lector lee con su propia llave, que es como decir con su experiencia de lector, con sus vivencias, con sus gustos personales,… hay que leer a un autor para conocerse a sí mismo. Lo que me maravilla de los libros que me gustan es que me abren puertas, que me muestran rincones que yo no conocía de mí o que tenía miedo de explorar‖. ANTONIO LOBO ANTUNES (1942- ), Portugal. Novelista. ―La lectura de un buen libro es un diálogo incesante en que el libro habla y el alma contesta‖. "Un libro es un regalo estupendo, porque muchas personas sólo leen para no tener que pensar". ANDRÉ MAUROIS (1885-1967) , Francia. Novelista y ensayista.

―Sería más fructífero, desde la perspectiva de la edad del alumnado y de su formación en la materia de literatura, que un centro educativo sea, sobre todo, un taller de lectura. Pues solamente leyendo se aprende a escribir‖. JOSÉ MARÍA MERINO (1941- ), España. Escritor. ―Hacer leer, como se come, todos los días, hasta que la lectura sea, como el mirar, ejercicio natural, pero gozoso siempre. El hábito leer no se adquiere si él no promete y cumple placer‖. GABRIELA MISTRAL (1889-1957), Chile. Poetisa. ―Leer novelas juveniles hoy día, cuando los alumnos no quieren leer ni un código de barras, se me antoja un ejercicio generoso de vocación docente; es leer pensando en el otro, con la esperanza de que los libros seleccionados proporcionen placer a los alumnos‖. JULIÁN MONTESINOS (1962- ), España. Profesor de Literatura y escritor.

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―El oficio de lector sin duda es más placentero y confortable que el de escritor, dado que escribir tiene mucho de trabajo, mientras que la lectura es una culminación de la pereza. A mí Cervantes y los tebeos del Capitán Trueno me hicieron lector, pero seguramente no escribiría libros si no fuera por Julio Verne‖. ―El lector vicioso es entusiasta y apasionado, pero no es arrogante, porque lo último que haría es exhibir el número de sus lecturas o pavonearse de ellas y mirar desde arriba a quienes no las comparten. Uno quiere transmitir sus entusiasmos, no ejercitar el desprecio, y menos todavía condecorarse con el mérito de lo que ha leído, o, peor aún, convertirse en un impostor o en un comisario político, o ponerse por encima de los que no pertenecen a su cofradía‖. ―La lectura es una ventana y también un espejo‖. ANTONIO MUÑOZ MOLINA (1956-

), España. Novelista.

―Mala cosa fomentar la afición a la lectura entre niños. Cuando los jóvenes lectores sean mayores estarán indefensos ante la vida, que es ágrafa, analfabeta y audiovisual‖. JUAN CARLOS ONETTI (1909-1994), Uruguay. Novelista. "La vida es muy traicionera, y cada uno se las ingenia como puede para mantener a raya el horror, la tristeza y la soledad. Yo lo hago con mis libros". ARTURO PÉREZ REVERTE (1951- ), España. Periodista y novelista. "Cuando era joven leía casi siempre para aprender; hoy, a veces, leo para olvidar". GIOVANNI PAPINI (1881-1956) , Italia. Escritor. "La enorme multiplicación de libros, de todas las ramas del conocimiento, es uno de los mayores males de nuestra época". EDGAR ALLAN POE (1809-1849), Estados Unidos. Escritor.

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"Los libros nos da consejos que no se atreverían a darnos nuestros amigos". NUMA POMPILIO (715 a. C. – 676 ó 672 a. C). Segundo rey de Roma. "El hallazgo afortunado de un buen libro puede cambiar el destino de un alma". MARCEL PRÉVOST (1862-1941), Francia. Escritor.

"Libros, caminos y días dan al hombre sabiduría". Proverbio árabe ―Un libro abierto es un cerebro que habla; cerrado, un amigo que espera; olvidado, un alma que perdona; destruido, un corazón que llora‖. Proverbio hindú. ―Un libro es como un jardín que se lleva en el bolsillo‖. Proverbio árabe. "Estamos tejidos de la sustancia de los libros mucho más de lo que a simple vista parece. Aun los rasgos más espontáneos de nuestra conducta y nuestras más humildes palabras tienen detrás, sepámoslo o no, una larga tradición literaria que viene empujándonos y gobernándonos". ALFONSO REYES (1889-1959), Méjico. Ensayista y poeta. ―Un libro es para mí el cruce de una frontera que carece de guardias al servicio del poder de turno y de burócratas aplicados que solicitan papeles inhallables. Me siento en un sillón que respeta mis fatigas y abro un libro que elegí. Y estoy, ya, en el mundo de la libertad‖. ANDRÉS RIVERA (Marcos Ribak) (1928- ), Argentina. Novelista.

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"Todos los libros pueden dividirse en dos clases: libros del momento y libros de todo momento". "Un buen libro no sólo se escribe para multiplicar y transmitir la voz, sino también para perpetuarla". JOHN RUSKIN (1819-1900), Inglaterra. Crítico y escrito). ―¿Habéis navegado alguna vez en un velero a lo largo de la costa, movidos por una suave brisa que susurra en las velas, y viendo a poca distancia cómo van apareciendo y quedando atrás lo detalles del litoral? (…) Esa navegación en la librería, (…), y esa conquista fácil de otros mundos, de otras vidas, que nunca conocería sin el libro es la fuerza, la magia, la salvadora vivencia de la lectura. (…) Mientras yo no pierda los ojos ni la razón, la lectura llenará mis deseos, provocará otros y me descubrirá lo que no sospecho dando a mi limitada vida física perspectivas innumerables. ¡Desdichados los que se privan de estas navegaciones insustituibles, indispensables, enriquecedoras! ¡Abramos sus ojos a la lectura!‖ JOSÉ LUIS SAMPEDRO (1917- ) España. Escritor.

―En mi caso, el goce esencial es leer. ¡Ah, si leer estuviese convenientemente retribuido! ¡Si algún Estado realmente filantrópico pagase por página leída y automáticamente la cuenta bancaria se engrosara tras cada novela policíaca o cada tratado de metafísica que concluimos! Yo sería hoy mucho más rico y creo que habría vivido desde la niñez más contento: probablemente nunca me habría molestado en hacer otra cosa‖. ―Me resisto a considerar el afán de leer una simple ‗afición‘ entre otras: es una pasión, aún más, una forma de vida‖. ―Yo leía, leía muchísimo, leía sin parar: ¡pensar que ahora hay chicos y chicas que no leen en verano ‗porque están de vacaciones!‘‖. FERNANDO SAVATER (1947- ), España. Filósofo y escritor.

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―Porque de eso se trata: lo primero que hace la literatura es dilatar nuestra retina, ampliar nuestra capacidad de visión, mostrarnos múltiples maneras nuevas de contemplar las cosas, sacarnos de nuestras casillas y acercarnos a otras formas de vida posibles, a otros modos de amar, de vivir, de sentir. Gracias a la literatura, nuestro mundo mental se ensancha prodigiosamente. Los libros nos permiten emigrar a otros lugares y a otros tiempos, conocer las experiencias, los estados de ánimo, los sueños, las venturas y desventuras en que se forjaron miles de seres humanos –reales o de ficción—de otros ámbitos y tal vez de épocas remotas a los que, salvando las barreras del tiempo y del espacio, podemos acercarnos como a viejos amigos y maestros del vivir. No existe instrumento de comunicación ni vínculo de solidaridad más formidable‖. RICARDO SENABRE, España. Crítico literario.

"No es preciso tener muchos libros, sino tenerlos buenos". SÉNECA (2 AC-65), Filósofo latino. ―En la tranquila vida que nos ha tocado en suerte a la mayoría de nosotros, el espíritu de aventura es difícil de satisfacer de otra forma que leyendo‖. W. SOMERSET MAUGHAM (1874-1965), Inglaterra. Escritor. ―Por el grosor del polvo en los libros de una biblioteca pública, puede medirse la cultura de un pueblo‖. John Ernest Steinbeck. JOHN E. STEINBECK (1902-1968), Estados Unidos. Novelista. ―Lee y conducirás, no leas y serás conducido‖. SANTA TERESA DE JESÚS (1515-1582), España. Mística y escritora.

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―Junto con los libros debiera venderse el tiempo suficiente para leerlos‖. ARTHUR SHOPENHAUER (1768-1860), Alemania. Filósofo. ―La lectura es a la inteligencia lo que el ejercicio es al cuerpo‖. RICHARD STEELE (1672-1729), Inglaterra. Ensayista. ―El hombre que no lee buenos libros no tiene ninguna ventaja sobre el hombre que no sabe leerlos.‖ MARK TWAIN (1835-1910), Estados Unidos. escritor.

"¿De cuándo acá ha de ser el autor de un libro el que mejor lo entienda?" MIGUEL DE UNAMUNO (1864-1936) , España. Filósofo y escritor. "Los libros tienen los mismos enemigos que el hombre: el fuego, la humedad, los bichos, el tiempo, y su propio contenido" . PAUL VALÉRY (1871-1945), Francia. Poeta. ―Los libros ofrecen mayor intensidad vital, emociones más profundas y, sobre todo, una conciencia más cabal de las miserias e imperfecciones del mundo real, que siempre resulta pobre, confuso y mezquino, comparado con los hermosos, magníficos y coherentes mundos que crea la ficción. Sospecho que de esta manera la literatura contribuye no a hacer más felices, pero sí menos resignados y más libres a los seres humanos‖. MARIO VARGAS LLOSA (1936- ), Perú. Escritor.

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CUARTA PARTE:

LOS LIBROS EN LOS LIBROS

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DON QUIJOTE DE LA MANCHA, por MIGUEL DE CERVANTES Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso —que eran los más del año—, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer , y, así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y, de todos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura». Y también cuando leía: «Los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza...»

Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para solo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianís daba y recebía, porque se imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, con todo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar —que era hombre docto, graduado en Cigüenza—sobre cuál había sido mejor caballero: Palmerín de Ingalaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mesmo pueblo, decía que ninguno llegaba al Caballero del

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Febo, y que si alguno se le podía comparar era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo, que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga. En resolución, él se enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo . Decía él que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el Caballero de la Ardiente Espada, que de solo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles había muerto a Roldán, el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser de aquella generación gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien criado. Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en allende robó aquel ídolo de Mahoma que era todo de oro, según dice su historia. Diera él, por dar una mano de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía, y aun a su sobrina de añadidura.

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SONETO, por FRANCISCO DE QUEVEDO

Retirado en la paz de estos desiertos, con pocos, pero doctos libros juntos, vivo en conversación con los difuntos, y escucho con mis ojos a los muertos. Si no siempre entendidos, siempre abiertos, o enmiendan, o fecundan mis asuntos; y en músicos callados contrapuntos al sueño de la vida hablan despiertos. Las grandes almas que la muerte ausenta, de injurias de los años vengadora, libra, ¡oh gran don Joseph!, docta la imprenta. En fuga irrevocable huye la hora; pero aquélla el mejor cálculo cuenta, que en la lección y estudios nos mejora.

UNA HABITACIÓN EN BABEL, por ELIACER CANSINO

"La

biblioteca

está,

como

casi

siempre,

cerrada.

Últimamente, los profesores no saben qué hacer con ella. Falta espacio en el centro y sobran libros. Ángel ha intentado abrirla, establecer unos turnos de guardia, pero parece que lucha contra gigantes: que si ya verás que no sirve de nada, que si antes que estar cuidando la biblioteca hay que vigilar los pasillos, que para qué abrirla si acuden solo para comer y charlar, que van a robar los vídeos, que si no hay ningún vigilante mejor que no entren, que las vitrinas tienen que estar cerradas con llave, que es preferible que

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bajen allí los castigados que merodean por todo el instituto y no sabemos dónde meterlos... Unos por convicción de que el orden bibliotecario es la manera que tienen de vivir los libros y que es preferible no abrir a desordenar, y otros porque están cansados, aburridos de intentarlo; los unos por los otros, la casa sin barrer. En realidad la biblioteca es el calabozo de los libros. Se les oye gritar, removerse en los estantes, golpear los cristales de las vitrinas, quieren salir, quieren que alguien los lea. Sus historias no avanzan sin los lectores. En el estante de de novela española alguien tomó Tiempo de silencio y no prosiguió su lectura, dejó al Muecas con el ratón mordiéndole en la mano, ahí se detuvo, dejó de leer y no volvió. El Muecas sigue con esa mordedura infinita, inacabable y se le oye gritar, en su lengua resuelta y clara, sin puntos ni comas, que alguien lea por favor, que alguien siga adelante hasta donde ese ratón suelta su dedo. En la sección de teatro, Luces de bohemia ha quedado con un separador en la escena del cementerio: Rubén y el Marqués mantienen una disputa eterna sobre si cementerio o camposanto, sobre si oscuridad o luz. Y nadie los saca de ese reciento de muerte. Espera Melibea la llegada de Calixto y el alba se ha detenido como una flor enferma, en la que Calixto no aparecerá si otro joven enamorado del amor no entra, toma el libro y lee; detenidas las mariposas blancas en Platero, el guardia de los consumos no sabe si dejarlo o no pasar y Juanra no termina de decir que es solo alimento ideal lo que llevan; lo intenta, no obstante, tartamudea, se le oye como un fantasma que quisiera hablar y olvidó la lengua, la lengua que fue su médula, Juanra sin médula, transparente y atrapado. No todos los oyen. La mayoría pasa y no escucha el griterío, el dilema de Hamlet, las razones de la sinrazón de don Quijote, las blasfemias de don Juan, las humildes palabras con que Juan de la Cruz agradece el amor... Pero Ángel sí los escucha, oye la algarabía, la confesión, la amenaza, la orden, la inmodestia, el ¡ay, infelice!, ¡la botella de ron!, el vivo sin vivir en mí...y no puede soportarlo, introduce la llave, abre la puerta de la biblioteca y con el espanto contenido de verse venir contra él el tropel de ese ejército anárquico y ucrónico, ve en cambio que se hace el silencio. Un silencio sepulcral, de cementerio, bueno, no, de camposanto, mejor de camposanto que tiene una lámpara -insiste solo la voz de Rubén que no se calla ni debajo del agua-, silencio porque no quieren asustar a nadie y porque conocen la regla del juego, la ley profundísima que rige desde siempre la naturaleza de los libros, como un precepto mayor, inviolable: son los

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lectores quienes eligen, la libertad de ellos es nuestra libertad. Y esperan, eso sí, cada uno en su temblor, la mano de nieve que venga a salvarlos."

FARENHEIT 451, por RAY BRADBURY( Beatty chupó su pipa. -Tarde o temprano, a todo bombero le ocurre esto, Sólo necesita comprensión, saber cómo funcionan ruedas. Necesitan conocer la historia de nuestra misión. Ahora, no se la cuentan a los niños como hacían antes. Es una vergüenza. -Exhaló una bocanada-. Sólo los jefes de bomberos la recuerdan ahora. -Otra bocanada-. Voy a contártela. (...) Beatty tardó un minuto en acomodarse y meditar sobre lo que quería decir. -Me preguntarás, ¿cuándo empezó nuestra labor cómo fue implantada, dónde, cómo? Bueno, yo diría que, en realidad, se inició aproximadamente con el acontecimiento llamado la Guerra Civil. Pese a que nuestros reglamentos afirman que fue fundada antes. En realidad es que no anduvimos muy bien hasta que la fotografía se implantó. Después las películas, a principios del siglo XX. Radio. Televisión. Las cosas empezaron a adquirir masa. (...) Y como tenían masa, se hicieron más sencillos -prosiguió diciendo Beatty-. En cierta época, los libros atraían a alguna gente, aquí, allí, por doquier. Podían permitirse ser diferentes. El mundo era ancho Pero, luego, el mundo se llenó de ojos, de codos Y bocas. Población doble, triple, cuádruple. Films y dios, revistas, libros, fueron adquiriendo un bajo nivel, una especie de vulgar uniformidad. (...) Imagínalo. El hombre del siglo XIX con sus caballos, sus perros, sus coches, sus lentos desplazamientos Luego, en el siglo XX, acelera la cámara. Los más breves, condensaciones. Resúmenes. Todo se reduce a la anécdota, al final brusco. (...) Los clásicos reducidos a una emisión radiofónica de quince minutos. Después,

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vueltos a reducir para llenar una lectura de dos minutos. Por fin, convertidos en diez o doce líneas en un diccionario. Claro está, exagero. Los diccionarios únicamente servían para buscar referencias. Pero eran muchos los que sólo sabían de Hamlet (estoy seguro de que conocerás el título, Montag. Es probable que, para usted, sólo constituya una especie de rumor. Mrs. Montag), sólo sabían, como digo, de Hamlet lo que había en una condensación de una página en un libro que afirmaba: Ahora, podrá leer por fin todos los clásicos. Manténgase al mismo nivel que sus vecinos. ¿Te das cuenta? Salir de la guardería infantil para ir a la Universidad y regresar a la guardería. Ésta ha sido la formación intelectual durante los últimos cinco siglos o más. (...) Acelera la proyección, Montag, aprisa, ¿Clic? ¿Película? Mira, Ojo, Ahora, Adelante, Aquí, Allí, A Prisa, Ritmo, Arriba, Abajo, Dentro, Fuera, Por qué, Cómo, Quién, Qué, Dónde, ¿Eh? , ¡Oh ¡Bang!, ¡Zas!, Golpe, Bing, Bong, ¡Bum! Selecciones de selecciones. ¿Política? ¡Una columna, dos frases, un titular! Luego, en pleno aire, todo desaparece. La mente del hombre gira tan aprisa a impulsos de los editores, explotadores, locutores, que la fuerza centrífuga elimina todo pensamiento innecesario, origen de una pérdida de valioso tiempo. (...) Los años de Universidad se acortan, la disciplina se relaja, la Filosofía, la Historia y el lenguaje se abandonan, el idioma y su pronunciación son gradualmente descuidados. Por último, casi completamente ignorado La vida es inmediata, el empleo cuenta, el placer domina todo después del trabajo. ¿Por qué aprender algo, excepto apretar botones, enchufar conmutadores, encajar tornillos y tuercas? (...)

LA BIBLIOTECA DE BABEL, por JORGE LUIS BORGES Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de

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las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero. También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada. A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.

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Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos. También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre - ¡uno solo, aunque sea, hace miles de años! - lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.

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CONTINUIDAD DE LOS PARQUES, por JULIO CORTÁZAR Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

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Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

LA HISTORIA INTERMINABLE, por MICHAEL ENDE La pasión de Bastián Baltasar Bux eran los libros. Quien no haya pasado nunca tardes enteras delante de un libro, con las orejas ardiéndole y el pelo caído por la cara, leyendo y leyendo, olvidado del mundo y sin darse cuenta de que tenía hambre o se estaba quedando helado... Quien nunca haya leído en secreto a la luz de una linterna, bajo la manta, porque Papá o Mamá o alguna otra persona solícita le ha apagado la luz con el argumento bien intencionado de que tiene que dormir, porque mañana hay que levantarse tempranito... Quien nunca haya llorado abierta o disimuladamente lágrimas amargas, porque una historia maravillosa acababa y había que decir adiós a personajes con los que había corrido tantas aventuras, a los que quería y admiraba, por los que había temido y rezado, y sin cuya compañía la vida le parecería vacía y sin sentido... Quien no conozca todo eso por propia experiencia, no podrá comprender probablemente lo que Bastián hizo entonces.

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LA SOMBRA DEL VIENTO, por CARLOS RUÍZ ZAFÓN

"Bienvenido al Cementerio de los Libros Olvidados. Este lugar es un misterio, Daniel, es un santuario. Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con él. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien desliza la mirada por sus páginas, su espíritu crece y se hace fuerte. Hace ya muchos años, cuando mi padre me trajo por primera vez aquí, este lugar ya era viejo. Quizá tan viejo como la misma ciudad. Nadie sabe a ciencia cierta desde cuándo existe, o quiénes lo crearon. Te diré lo que mi padre me dijo a mí. Cuando una biblioteca desaparece, cuando una librería cierra sus puertas, cuando un libro se pierde en el olvido, los que conocemos este lugar, los guardianes, nos aseguramos de que llegue aquí. En este lugar, los libros que ya nadie recuerda, los libros que se han perdido en el tiempo, viven para siempre, esperando llegar algún día a las manos de un nuevo lector, de un nuevo espíritu. En la tienda nosotros los vendemos y los compramos, pero en realidad los libros no tienen dueño. Cada libro que ves aquí ha sido el mejor amigo de alguien. Ahora sólo nos tienen a nosotros, Daniel. ¿Crees que vas a poder guardar este secreto?‖

ODA AL LIBRO, por PABLO NERUDA y nocturno, cereal, oceánico, en tus antiguas páginas cazadores de osos, fogatas cerca del Mississippi, canoas en las islas, más tarde caminos

LIBRO hermoso, libro, mínimo bosque, hoja tras hoja, huele tu papel a elemento, eres matutino

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y caminos, revelaciones, pueblos insurgentes, Rimbaud como un herido pez sangriento palpitando en el lodo, y la hermosura de la fraternidad, piedra por piedra sube el castillo humano, dolores que entretejen la firmeza, acciones solidarias, libro oculto de bolsillo en bolsillo, lámpara clandestina, estrella roja.

no sólo tiene luz, no sólo tiene sombra, se apaga, se deshoja, se pierde entre las calles, se desploma en la tierra. Libro de poesía de mañana, otra vez vuelve a tener nieve o musgo en tus páginas para que las pisadas o los ojos vayan grabando huellas: de nuevo descríbenos el mundo los manantiales entre la espesura, las altas arboledas, los planetas polares, y el hombre en los caminos, en los nuevos caminos, avanzando en la selva, en el agua, en el cielo, en la desnuda soledad marina, el hombre descubriendo los últimos secretos, el hombre regresando con un libro, el cazador de vuelta con un libro, el campesino arando con un libro.

Nosotros los poetas caminantes exploramos el mundo, en cada puerta nos recibió la vida, participamos en la lucha terrestre. Cuál fue nuestra victoria? Un libro, un libro lleno de contactos humanos, de camisas, un libro sin soledad, con hombres y herramientas, un libro es la victoria. Vive y cae como todos los frutos,

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LECTORES, por JORGE LUIS BORGES De aquel hidalgo de cetrina y seca tez y de heroico afán se conjetura que, en víspera perpetua de aventura, no salió nunca de su biblioteca. La crónica puntual que sus empeños narra y sus tragicómicos desplantes fue soñada por él, no por Cervantes, y no es más que una crónica de sueños. Tal es también mi suerte. Sé que hay algo inmortal y esencial que he sepultado en esa biblioteca del pasado en que leí la historia del hidalgo. Las lentas hojas vuelve un niño y grave sueña con vagas cosas que no sabe.

UN LECTOR, por JORGE LUIS BORGES Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído. No habré sido un filólogo, no habré inquirido las declinaciones, los modos, la laboriosa mutación de las letras, la de que se endurece en te, la equivalencia de la ge y de la ka, pero a lo largo de mis años he profesado la pasión del lenguaje. Mis noches están llenas de Virgilio; haber sabido y haber olvidado el latín es una posesión, porque el olvido es una de las formas de la memoria, su vago sótano,

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la otra cara secreta de la moneda. Cuando en mis ojos se borraron las vanas apariencias queridas, los rostros y la página, me di al estudio del lenguaje de hierro que usaron mis mayores para cantar espadas y soledades, y ahora, a través de siete siglos, desde la Última Thule, tu voz me llega, Snorri Sturluson. El joven, ante el libro, se impone una disciplina precisa y lo hace en pos de un conocimiento preciso; a mis años, toda empresa es una aventura que linda con la noche. No acabaré de descifrar las antiguas lenguas del Norte, no hundiré las manos ansiosas en el oro de Sigurd; la tarea que emprendo es ilimitada y ha de acompañarme hasta el fin, no menos misteriosa que el universo y que yo, el aprendiz.

CADA DÍA QUE PASA por ALFONSO LÓPEZ GRADOLÍ Cada día que pasa, estos libros, la ventana, por mí son más amados. Sillón para leer, tener recuerdos, comprobar que pasaron primaveras y los veranos, sol rojoponiente, lentísimos los grises de las tardes. Los viajes me devuelven transeúnte al lugar preferido de la casa con horas que yo le di, alegres para soñar y meditar poemas, llegar a otras vidas con la mía. Temo a otros años con desorden que podían dañar estos instantes; del mismo corazón unos y otros, del mismo hombre que aquí remira soledad de alineados libros‖

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A LOS LIBROS DE MI BIBLIOTECA, por ANTONIO MARTÍNEZ SARRIÓN Durarán más que tú, pero nadie posará con más gusto su mirada, aspirará su olor a papel viejo preferible al perfume más sutil, recorrerá sus lomos, los abrirá con igual mimo, descubriendo tesoros olvidados, textos, recortes que los complementan, volviendo a colocarlos con amor en el sitio cabal, para encontrarlos -milicia silenciosa y no violentano en más de tres minutos. Habrá de pasar tiempo, dejadme imaginarlo, hasta que se acostumbren a otras manos: ojalá no sean ásperas con ellos.

RIMA XXIX, por GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER La bocca mi bacciò tutto tremante..

Sobre la falda tenía el libro abierto, en mi mejilla tocaban sus rizos negros, no veíamos las letras ninguno, creo, mas guardábamos ambos hondo silencio. ¿Cuánto duró? Ni aun entonces pude saberlo.

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Sólo sé que no se oía más que el aliento que apresurado escapaba del labio seco. Sólo sé que nos volvimos los dos a un tiempo, y nuestros ojos se hallaron y sonó un beso. ……………………. …………………….. Creación de Dante era el libro, era su Infierno. Cuando a él bajamos los ojos, yo dije trémulo: ¿Comprendes ya que un poema cabe en un verso? Y ella respondió encendida: -¡Ya lo comprendo!

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DÍA DEL LIBRO - 23 ABRIL 2011

IES "LA SERNA" - FUENLABRADA __________________________ HOMENAJE AL LIBRO DEL DPTO. DE LENGUA Y LITERATURA Idea, selección y recopilación de documentos, diseño y realización de José Manuel Asensio Villar

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