Guerra Mundial Z

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La segunda parte del plan tenía que ver con la evacuación de los civiles, y no podría haber sido diseñada por nadie más que Redeker. En su mente, sólo una pequeña parte de la población podía ser evacuada hacia esa zona segura. Esas personas serían salvadas no sólo para proveer la fuerza laboral para la eventual recuperación tras la guerra, sino también para preservar la legitimidad y estabilidad del gobierno, para probarles a los que ya estaban en la zona, que el gobierno estaba “cuidando de su gente.” Había otra razón para realizar esta evacuación parcial, una razón absolutamente lógica e inherentemente oscura que, como muchos creen, le aseguró a Redeker un puesto en el pedestal más alto del panteón del infierno. Las personas que iban a ser abandonadas debían llevarse a “zonas aisladas” especiales. Serían usadas como “carnada humana,” distrayendo a los muertos vivientes y evitando que siguieran al ejército hacia la zona segura. Redeker sostuvo que estos refugiados, aislados y sanos, debían mantenerse vivos, bien defendidos, e incluso bien abastecidos de ser posible, para mantener las hordas de muertos vivientes distraídas en un solo lugar. ¿Alcanza a ver la genialidad, el horror? Esas personas serían mantenidas como prisioneros porque “cada zombie que aceche a esos sobrevivientes, será un zombie menos atacando nuestras defensas.” Ese fue el momento en que el agente afrikáner miró a Redeker, se persignó, y dijo, “que Dios se apiade de ti.” Otro dijo, “que Dios se apiade de todos nosotros.” Era el negro que parecía estar a cargo de la operación. “Ahora vamos a sacarlo de aquí.” En pocos minutos iban en helicóptero rumbo hacia Kimberley, la misma base subterránea en la que Redeker había escrito el Naranja Ochenta y Cuatro. Fue llevado a toda prisa a una reunión de los miembros sobrevivientes del gabinete presidencial, donde su informe fue leído en voz alta. Debería haber escuchado aquel escándalo, y la voz más fuerte era la del Ministro de la Defensa. Era un zulú, un hombre violento que habría preferido estar luchando en las calles, y no escondiéndose en un búnker. El vicepresidente estaba más preocupado por el posible efecto en las relaciones públicas. No quería ni imaginarse el problema que enfrentarían si los detalles de aquel plan llegaban a saberse entre el público en general. El presidente se sentía como si Redeker lo hubiese insultado personalmente. Literalmente agarró del cuello al Ministro de Seguridad Interior y exigió saber por qué habían llevado allí a aquel criminal de guerra del apartheid. El ministro alegó que no sabía por qué estaban todos tan enojados, especialmente porque la orden de buscar a Redeker había salido desde la presidencia. El presidente levantó las manos y gritó que él nunca había dado tal orden, y entonces, desde algún lugar en el salón, una suave voz dijo, “yo la dí.” Había estado sentado contra la pared del fondo; ahora estaba de pié, aunque encorvado por la edad y apoyado en dos bastones, pero con un espíritu tan fuerte y vital como siempre lo había tenido. El anciano estadista, el padre de nuestra nueva democracia, el hombre cuyo nombre en su lengua natal había sido Rolihlahla, y que algunos traducían simplemente como “El Alborotador.” Cuando se paró, todos los demás se sentaron, todos excepto Paul Traducción: m_earendil

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