Fedro

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SÓC. — ¿Quién es ése? FED. — El bello Isócrates. ¿Qué le anunciarás, Sócrates? ¿Qué diremos que es? SÓC. — Aún es joven Isócrates, Fedro. Pero estoy dispuesto a decir lo que auguro. FED. — ¿Y qué es? SÓC. — Me parece que, por dotes naturales, es mucho mejor para los discursos que Lisias, y la mezcla de su carácter es mucho más noble, de modo que no tendría nada de extraño si, con más edad, y con estos mismos discursos en los que ahora se ocupa, va a hacer que parezcan niños todos aquellos que alguna vez se hayan dedicado a las palabras. Más aún, si esto no le pareciera suficiente, un impulso divino le llevaría a cosas mayores. Porque, por naturaleza, hay una cierta filosofía en el pensamiento de este hombre. Así que esto es lo que yo, en nombre de estas divinidades, anunciaré a Isócrates, mi amado, y tú, al tuyo, Lisias, aquellas otras cosas. FED. — Así será. Pero vámonos yendo, ya que el calor se ha mitigado. SÓC. — ¿Y no es propio que los que se van a poner en camino hagan una plegaria? FED. — ¿Por qué no? SÓC. — Oh querido Pan, y todos los otros dioses que aquí habitéis, concededme que llegue a ser bello por dentro, y todo lo que tengo por fuera se enlace en amistad con lo de dentro; que considere rico al sabio; que todo el dinero que tenga sólo sea el que puede llevar y transportar consigo un hombre sensato, y no otro. ¿Necesitamos de alguna otra cosa, Fedro? A mí me basta con lo que he pedido. FED. — Pide todo esto también para mí, ya que son comunes las cosas de los amigos. SÓC. — Vayámonos.

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