Logica para kamikazes

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Willy Laserna

logica para kamikazes


Título: Lógica para kamikazes © 2013, Willy Laserna - www.willylaserna.com © Ediciones Diazep@m Ilustración de cubierta: ©Javier Hernández Maquetación y corrección: Estudio Ullysses Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánicao, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.


Viernes. 4.34 de la tarde. —Auf — Wiedersehen, Tigre. Cuídate. Aquellas palabras revolvieron mi cabeza complicándolo todo aún más. No obstante, la despedida, sus maletas, el aeropuerto y mi estado de ánimo componían una escena demasiado ridícula para ser tomada en serio. Una familia de gilipollas embarcaba destino Cancún empujando su equipaje dentro de un carrito metálico. El diluvio de confeti nos empapaba entre pegotes con olor a estiércol. Los gilipollas (la familia, me refiero) se fotografiaban en chanclas y bermudas junto a otro tipo muy bronceado que, presuntamente, debía ser famoso; abrazados bajo el relámpago del flash celebraban cuanto glamour encerraba aquel momento. El supuesto famoso tenía aspecto de anunciar yogures por televisión, un icono sexual que gracias a la fotodepilación y gracias a la dieta Dukan conservaba su estatus V.I.P. entre la prole. (Me dolían las muelas). Helena acababa de coger un avión rumbo a Berlín y ya no valía la pena continuar dándole vueltas al asunto. Esta fue su última gran ocurrencia. ¿No encontró otra ciudad más imbécil donde fingir un secuestro Erasmus? El vuelo despegó cogiendo altura y dos trenzas de puntos suspensivos atravesaron las nubes. Los pasillos de la terminal formaban un laberinto lleno de turistas iracundos. Se trataba de una premonición o algo parecido a esas cosas que suceden sin apenas causar sorpresa. Se trataba de un ejército de maletas con ruedas y asa extraíble 4


que resbalaban por el suelo de mármol desafiando al jet-lag. Entonces, me dije que quizá había llegado el momento de abrir una cuenta en Twitter para recuperar la autoestima: buscaría nuevos followers y nos lo gozaríamos a tope cebando nuestra propia vanidad contra el vacío. Sin embargo, alcanzar la excelencia mediante el trending-topic era una asignatura que prefería dejarme suspensa hasta Junio del año próximo. Yo renegaba del amiguismo como placebo salvavidas. Tampoco confiaba en la línea ADSL ni en los jodidos iPhones con aplicaciones gratuitas. Helena se había largado. Domingo. 11.57 de la mañana. Otra vez esa extraña sensación. —No — te preocupes, Tigre. Sólo es un mal sueño. Cuarenta y cuatro horas después, Helena volvía a entrometerse en mis pesadillas como un recuerdo moribundo; masticando jirones de carne humana, tumbada sobre un diván y sometida al interrogatorio del mismo psicoanalista que le hablaba acerca de emociones reprimidas. Mientras ella practicaba el canibalismo a modo de terapia, yo me dejaba devorar escondiendo sus maletas en el caos de mi subconsciente. Las maletas huyen o se extravían pero tus malos sueños permanecen fieles durante noches y más noches. Ventajosamente, los días festivos arramblan llevándoselo todo por delante: Media Markt suprime el IVA de sus precios y los fanáticos del puto coche aparcan en zona azul sin rendirle cuentas al ayuntamiento. Feliz aniversario. Las sábanas se me enroscaban a la cintura. El lado frío de la almohada lo ocupaba otra polizonte que prefería no identificar: • Inglesa. • Universitaria. • Bipolar. • Todavía ebria. • Con un piercing atravesándole el pezón izquierdo. 5


Su nombre era Allison, creo, o Reagan, o Sullivan, o… ¿a quién coño le importaba? Los montones de ropa sucia empantanaban el suelo. “Dios bendito, Maryland, ¿cuándo demonios pretendes largarte de aquí?”. Repetí la misma frase clavando un codo en sus costillas. Ella bostezó, sonriendo, sin tan siquiera levantar los párpados; le faltaban otro par de arcadas para recuperar la cordura. Pobre María Antonieta, nadie le había dicho que mi apartamento fuera el Palacio de Versalles, más bien se trataba de su antítesis, un bunker lleno de odio que los domingos no admitía Visa ni American Express. (Ceniceros ultra-tóxicos, latas de cerveza marca Carrefour o una cepa de polvo que extendía su dominio por encima de los muebles). Me dejé caer junto a la ventana tropezando contra el mayor número de objetos imaginables. Encendí un cigarro y levanté la persiana. El desorden sembraba un caos muy poco acogedor. Los recuerdos habían caducado pero mi síndrome de Diógenes se resistía a pasar página. Allison lanzó otro gruñido desde el catre dispersando cualquier duda: respiraba y estaba a punto de echar un vómito encima del colchón. Suspiré mirando al techo. La burocracia post-coitum ralentizaba el paso de los minutos. El olor a bilis había cerrado el círculo y nuestro intercambio de monosílabos con derecho a roce no daba más tregua. Lunes. 9.51 de la mañana. Tenía cita en las oficinas de una empresa de trabajo temporal. Buscaba empleo. Aparecí con el gesto de mártir grapado a las cejas. (22 años, cuasi-licenciado, pésimos modales y nula actitud). El recepcionista de las preguntas idiotas me presentó a la supuesta psicóloga; ella se encargaría de entrevistarme. Sonreí a diestro y siniestro, tal y como recomendaban los libros de autoayuda que guardaba escondidos bajo el somier. La supuesta psicóloga me pidió que le excusase durante un par de minutos. El timbre había sonado y la hora del desayuno transformó la oficina en un páramo. Estuve esperando otros cuarenta y cinco minutos, sentado junto a una mesa de metacrilato y sosteniendo una fotocopia de mi currículum sobre las rodillas. Definitivamente, los posos del café pronosticaban un futuro tétrico. Analicé la conducta 6


del recepcionista: su oficio consistía en dar los buenos días al chorreo de desempleados que proyectaba la puerta del ascensor. La chusma en paro cabalgaba a lomos de su particular trauma maniaco-depresivo; desde cincuentones padres de familia hasta macarras poligoneros recién caídos del andamio, desde premenopáusicas con estudios superiores hasta niñas bien sin cash disponible para gastar en caprichos. Todos buscaban la misma papeleta afortunada donde el azar hubiera escrito la palabra “CONTRATAD@”. Yo tampoco era inmune al virus de la precariedad laboral pero tenía los cojones entre las piernas y estaba dispuesto a picar bordillos. Las voces que silbaban en el interior de mis oídos presagiaban otro nuevo apocalipsis. Se abrió la puerta del despacho y la psicóloga gesticuló invitándome a entrar. Perdona el retraso, dijo, estaba con un imprevisto urgente. No hay problema, respondí. (¿?). Las entrevistas de trabajo me convertían al taoísmo o cualquier otra de esas religiones que exigen paciencia y resignación. Puse encima de su escritorio la fotocopia de mi currículum. (Ahí se quedó). Enumeré mis méritos utilizando palabras timoratas. (Ahí se quedaron). Sonreí, otra vez, y procuré no parpadear en exceso. Tras un peritaje completo de la situación, descubrí que mi máscara de salud mental estaba a punto de saltar por los aires. La supuesta psicóloga analizaba la validez de mi perfil mediante bostezos encubiertos. Construí un discurso lleno de tópicos acerca del respeto a la tercera edad; le prometí que NUNCA había fantaseado con violar animales domésticos y que SIEMPRE reciclaba los tetrabricks de leche en la bolsa amarilla. Me comporté como (supuse) lo haría un cretino mononeuronal demandando su recompensa: otra nómina basura y el derecho a endeudarme con el banco hasta morir asfixiado entre facturas. Ella aplaudió mi iniciativa regalándome un gesto de aprobación. El análisis que cotejaba la calidad de mi esperma también había resultado óptimo. Crucé los dedos. Introduje la mano izquierda dentro de una urna y recogí otra papeleta… 7.42 de la tarde. Accidentalmente, terminé en algo parecido a una reunión para artistas noveles. Vagos con afán protagonista. Dramaturgos, actrices y 7


diseñadores, músicos disfrazados como el puto Elvis Costello y pintores constructivistas al servicio de la revolución por Instagram. Se pasaron la tarde masticando medias lunas rellenas de chopped y repitiendo lo mal que estaba la industria. Qué aburrimiento. También hicieron referencia al cierre de Megaupload comparándolo con cualquiera de las diez plagas bíblicas que asolaron Egipto. Casi no había chicas. Bebí cerveza e intenté provocar alguna bronca espontánea. Me sentía como un delincuente analógico cumpliendo condena en una penitenciaría digital. Alguien, no recuerdo quién, me interrogó sobre mi obra, sobre mis influencias, ¿sobre mi blog?… Yo respondí extractando una lista de todos mis plagios. Había escrito una novela: noventa y nueve folios mecanografiados en Word libres de eufemismos. Esto me permitía escupir mi desprecio aunque no tuviera el valor suficiente para compartir tanto odio. Entonces saludé a Covadonga; tiempo después todavía conservaba nítidos ciertos recuerdos: • Su macabra risa de psicópata. • Una desmedida afición por rasurarse el pubis hasta hacerse costras. • Ese divertido estilo de caminar anteponiendo un tobillo delante del otro. Covadonga era una chica del jodido y absoluto montón, igual que lo somos todos (el peligro radica en ver qué montón te representa sin creértelo más de lo necesario). Los asientos reclinables de su Golf GTI fueron testigos de nuestro idilio, un romance que apenas duró quince días y que podría resumirse utilizando medio pósit o cuatro insultos obscenos. Nos conocimos en alguna exposición, patrocinada por alguna caja de ahorros insolvente, donde le habían permitido colgar sus fotografías a cambio de quién sabe qué tipo de favor. Yo era más joven y ella menos vieja. Ninguno de los dos sabía divertirse sin un tercio de cerveza en la mano y eso nos hacía cómplices. Tras la montura negra de mis gafas me travestí como un erudito postmoderno, un hipster, un gourmet de las vanguardias que valoraba el champán, la cocaína y los alardes públicos de mamoneo a todo gas. Afortunadamente, Covadonga y sus mantras permanecían inamovibles ante el paso del tiempo; la anorexia nerviosa y los bolsos de firma continuaban otorgándole el 8


privilegio a considerarse especial. Nos carcajeamos recordando antiguas anécdotas que nadie encontraría graciosas y una birra nos llevó a la otra y la otra a la siguiente. Ella hablaba sobre sí misma desde la tercera persona. Sus viajes a Copenhague y las performances de teatro alternativo le regalaron un pedigrí casi más cojonudo que el de las hermanas Lisbon. “Existe algo prosaico en el movimiento del mar que disipa mi deseo por vivir”, dijo, mientras tecleaba los botones de su iPhone y me explicaba en voz alta los negativos del último carrete que había revelado: todo paisajes de malecones y escolleras y puertos de mala muerte. Las gaviotas con gesto hipnótico centrifugaban nuestro delirio. Sopesé la hipótesis de arrancarle el teléfono móvil de los dedos, lanzárselo contra la cabeza y esperar fumando un cigarrillo a que recuperase el conocimiento. Yo era un kamikaze precoz sin fe en la bohemia, tampoco creía en las becas de colaboración y los museos me parecían lugares deleznables. (En realidad, la decadencia del arte conceptual NO alteraba mis biorritmos). Cova se humedeció los labios supervisando que el relleno del sujetador no le perdiera volumen. También me interrogó sobre el lugar que escogían los patos de Central Park durante los meses de invierno, cuando emigraban hacia la costa oeste lejos de Nueva York. Entorné los párpados y le pregunte dónde había aparcado su coche. Mi morbo hacia lo ridículo esbozó una mueca de placer. Terminar borrachos conduciendo camino de su estudio era una conjetura que cotizaba al alza. Quizá percutiendo mi cadera contra sus glúteos averiguaríamos las respuestas que Wikipedia no conseguía ofrecernos. Miércoles. 6.00 de la tarde. Vivo en Lavapiés, una fotocopia nauseabunda del peor Montparnasse. Castizo-Bohème. El mestizaje y la multiculturalidad han bastado para caricaturizar el barrio transformándolo en un ghetto cinco estrellas. La proliferación de locutorios “MoneyGram” fue el primer paso. Después, los restaurantes hindúes multiplicaron su imperio de franquicias a la misma velocidad que el puto olor a curry se extendía por las calles. Los nigerianos tocaban el tam-tam junto a las escaleras del 9


Metro. Así (bajo el ritmo de una conga perroflauta) surgió el término “cosmopolita” en nuestro vocabulario. No obstante, Lavapiés funciona mediante un Plan B, una dicotomía entre lo malo y lo todavía peor, que implica marroquíes sosteniendo los chaflanes y treintañeros “muermazo” cargados con las bolsas de la compra; algunos (incluso) pasean al perro; otros se dejan arrastrar tras un extremo de la correa. A veces, doblas cualquier esquina, cruzas cualquier plaza, y encuentras algún pseudo-matrimonio de yonkis discutiendo quién compró el último pico. Éstos son los peores. Los matrimonios de yonkis te piden dinero, te ruegan lástima en efectivo, te cuentan su épica batalla contra la droga ignorando que sus problemas nunca terminarán siendo los tuyos. Las pegatinas del “No a la Guerra” se pudren bajo la tormenta pegadas en los andamios. También hay una filmoteca abierta por derribo y teterías libanesas donde la ley anti-tabaco ha proscrito el negocio de las cachimbas para fumar rastrojos. El ambiente corrompe; o más bien, desgasta. Y aunque sobreponerse a ello tan sólo implica controlar tus niveles de serotonina, no siempre amaneces con la persona adecuada ni con la medicación precisa. El “ayuno voluntario” conservaba mi ánimo en equilibrio Zen. La nevera estaba vacía pero llena de telarañas. Improvisé una lista de la compra cuya redacción apenas me costó un par de minutos: • Donuts. • Zumo de tomate. • Latas de atún en conserva. Una secuencia de gritos rompió el silencio y envenenó mis chacras. Celia y Dávide irrumpieron a golpes en la cocina; el italiano vociferaba insultos mientras ella agitaba los brazos tratando de clavarle las uñas en la cara. Un plato sucio con lasaña petrificada voló por encima de mi cabeza. “Los alquileres compartidos son una lotería que nunca defrauda”. Repetí la misma frase utilizando la tapa del cubo de basura como si fuera un escudo. Celia y Dávide vivían al final del pasillo y eran pareja: se abrazaban frente al televisor de plasma, regañaban por culpa del tamaño de los tomates cherry, planificaban futuras hipotecas a setenta y cinco años… Además de la horca, ambos merecían un estudio antropológico exhaustivo. Olían a rancio y destilaban la típica frustra10


ción, la estándar, la habitual en los noviazgos felices. Se deprimían amablemente y la teatralidad de sus trifulcas ofendía igual que una rutina sólo apta para masoquistas. El vuelo parabólico de otra sartén aterrizó reventando el cristal de una ventana. Busqué refugio junto al hueco de la lavadora e imploré que alguna vecina cotilla llamase al uno-unodos. Los ojos de Dávide pretendían escapar de sus órbitas inyectados en sangre, la misma mirada hostil que practicaba frente al espejo cada madrugada, cuando su novia regresaba a casa dibujando eses y con las bragas mal escondidas en el bolsillo de la cazadora. El volumen del griterío disminuyó sus decibelios a medida que el arsenal de vasos quedaba reducido a esquirlas. Celia empuñó un pelapatatas lleno de óxido e intentó seccionarse la yugular, luego arrojó un escupitajo, corrió hacia el cuarto de baño y se encerró llorando tras la puerta. Hubo una pausa para la reflexión que fue interrumpida por los maullidos de un gato. El italiano, arrepentido, comenzó a gimotear vocalizando una disculpa tan falsa como torpe, dijo algo sobre un fin de semana en un balneario de Segovia, solos ellos dos, una casa rural, un entorno bucólico donde “recuperar la magia perdida” y un abono gratuito que incluía masaje tailandés y servicio de chocolaterapia. Yo abrí la última cerveza y propuse un brindis. Dávide aporreaba la puerta del cuarto de baño mendigando una última oportunidad. Celia se negaba a levantar el cerrojo. Jueves. 13.55 de la tarde. Encontré un trabajo. Una papeleta con premio y la calidad de mis espermatozoides fueron suficientes. Al fin me relevaron en la lista del desempleo (la lista de los frustrados consigo mismos) para inscribirme en la lista de los frustrados con los demás: los que madrugan y soportan el castigo del transporte público. El tugurio donde iban a contratarme cumplía los requisitos de una cárcel sin barrotes. Se trataba de un restaurante demasiado esnob que buscaba forjarse una reputación entre el elitismo más sibarita; una clientela hortera y unos precios opulentos daban cobertura al negocio. El menú del día costaba veinticinco euros. La mayor parte de las mesas estaban ocupadas por oficinistas disfrazados como ejecutivos de éxito. Trajes baratos, mocasines negros 11


y tinte para disimular las canas. Me habían citado a las dos menos cuarto y como siempre aparecí diez minutos tarde. El encargado soltó su discurso de bienvenida aplicando un vocabulario solemne, un ladrillo verbal acerca de la gran familia que componía la empresa: el valor del deber cumplido y otras estupideces que preferí borrar de mi cabeza según salían por su boca. Noté la vibración del teléfono móvil dentro del bolsillo izquierdo del pantalón. Recogí mi uniforme y me puse los grilletes enganchados a las muñecas. Ése sería mi distintivo. (El uniforme de esclavo retrataba mi condición). También me dieron un delantal rojo y una especie de pantalla táctil donde apuntar las comandas. Hundí mi orgullo bajo otro nuevo concepto de vergüenza ajena; sofisticado a la par que repugnante, igual que un tanga comestible. El alicatado de mi puta mala suerte apestaba al mismo pringue oscuro que recubría las paredes de la cocina. Allí, me presentaron a tres señoras ecuatorianas cuya inmunidad hacia el olor a cadáver les permitía resistir en pie. Jessica Mercedes se limpió el sudor de la frente utilizando un estropajo de aluminio y me introdujo en el complejo funcionamiento del lavavajillas: “…ahora cierras la puerta y aprietas el botón verde…”. Interioricé un bostezo. Le devolví la sonrisa. El móvil volvió a vibrar contra mis testículos produciéndome un pálpito confuso, quizá fuera otra entrevista de trabajo o quizá fuese un cobro revertido desde Berlín. La fricción que ejercían los grilletes sobre mis muñecas dejó de resultar una molestia para convertirse en puro placer. —El — tono color miel denota la madurez de la uva. Fíjate, ¿lo notas? Viñedo borgoñón: suave y profundo. Delicado. Tradicionalmente seco. Pruébalo e inspira hondo. Su aroma incluye notas a frutos y flores, con ecos a manzana. Ecos a mantequilla fresca. Equilibrado. Sin excesos… Las lecciones vitivinícolas del encargado iban acompañadas por una serie de aspavientos y muecas lascivas. Memoricé sus instrucciones. Cada botella de falso Chardonnay que descorchábamos suponía multiplicar tres veces el beneficio sobre el precio marcado. Aprendí a doblar servilletas en forma de nenúfar y me enseñaron cómo descongelar el marisco “fresco” a martillazos. Después, deambulé sin rumbo escuchando las conversaciones que los oficinistas mantenían con sus respectivos egos. Un rastro de humo y nicotina me condujo hasta el 12


almacén, algo parecido a un subsótano cochambroso, una mazmorra a medio derruir que los empleados del restaurante habían adoptado como fumadero en construcción. El área de descanso no exigía carnet VIP ni cuota de socio; bastaba un sueldo miserable y jornadas laborales rondando las catorce horas. Los miembros del club compartíamos idéntico perfil. Todos éramos camarer@s con licenciatura universitaria, tres idiomas y la misma mensualidad bruta. Setecientos cuarenta y nueve euros. Piero me dio la bienvenida a la gran familia que componía la empresa reproduciendo el sermón que minutos antes había soltado su jefe. Yo me rasqué la ingle de un modo vehemente y a continuación estreché mi mano contra la suya. Piero ejercía como segundo de a bordo: un trepa que disfrutaba repartiendo órdenes. Además, le gustaba corregir, puntualizar y tratarte como si fueses subnormal pero utilizando un tono afectivo. Muy al contrario, Dimitri (el chef) no pronunció ni una miserable palabra. El Ruso permanecía exánime, observando mis movimientos desde la distancia, a la vez que mantenía un cigarrillo sujeto entre los labios. Su aspecto “ready for war” estaba demasiado influenciado por la mafia del Este; los asalta-chalets (una cicatriz le cruzaba el mentón). Tres meses de contrato en semejante compañía podrían acabar con cualquiera y yo no era una excepción, tampoco me apellidaba “McMurphy” ni pretendía liderar las revueltas surrealistas de aquel frenopático. Sin embargo, Gloria y su fachada de ramera precoz me ofrecieron una buena coartada para subsistir a mi primer día en el averno. Ella aparentaba ser una fresca intoxicada a base de laxantes. Supe que hablábamos un mismo lenguaje cuando descubrí el vestido de su uniforme customizado a ras de muslo. —Dimitri — tiene un pasado oscuro —Gloria no bromeaba—. Se rumorea que ha sido mercenario a sueldo, mataviejas en Castelldefels, que trabajó en un cementerio profanando tumbas, que fue violinista e, incluso, ejerció como ginecólogo sin licencia…

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