Destino Zoquete

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Willy Laserna


Zumo de pomelo

Nos conocemos en un bar de tendencia, junto a la puerta de los servicios. (Los bares tendenciosos también incluyen aseos porque la clientela chic sólo micciona orina sin azufre). Ella sonríe con prudencia igual que la presa ante el cañón de un furtivo. Las luces halógenas resaltan los brillos de su cutis. Las luces halógenas también acentúan lo ridículo de nuestro comportamiento pero eso no supone un obstáculo para que nadie varíe un ápice su conducta. En primer lugar le devuelvo la sonrisa, después arqueo las cejas y por último busco el paquete de tabaco en los bolsillos de la cazadora. Ella abre bien los ojos atestiguando que mi actitud y la situación carecen del más mínimo sentido del glamour. (Enternecedor). Un cigarrillo, sí, gracias, muacks, muacks. —Encantado. — —¿Un — placer? Todos los gestos encierran un aura de frialdad casi premeditada. Si tuviera que ser sincero reconocería que, (al margen de su culo, y sus tetas, y el contorno que le dibujan los hombros bajo los tirantes del vestido), preferiría olvidar el trámite de aquella conversación tan absurda. Se trata de una chica con pedigrí, en permanente estado de alerta contra las calorías, cuyo máximo logro había sido tatuarse dos anclas “old school” en la cara interna de sus antebrazos. Lo sé (estudia Periodismo, tiene un blog y también disfruta descargando series pirateadas por Internet). Sin embargo, me resisto a admitirlo; soy tan fácil que las provincianas cosmopolitas siempre logran despertar al chimpancé que habita en mi interior. Procuro carcajearme al compás de sus 3


putas anécdotas y juego al juego de las siete diferencias entre ella y Helena. (¡Catorce!). La esencia del diálogo idiota se perpetúa durante casi tres reencarnaciones. Ella manipula palabras grimosas, como “sorbito” o “golosina”, pensando que así enfatiza su talante moderno-gafapasta. Entonces hablamos sobre cuánto odio nos produce a ambos esta clase de tugurios donde, uno tras otro, van desfilando nuestros fines de semana. (¡Qué paradójico!). Odiamos esta clase de antros, donde los clientes ahuecan siete euros por cerveza, pero no nos odiamos a nosotros mismos (seres afortunados, con la autoestima impermeable). Antes de conocer tan siquiera mi nombre ella pregunta a qué me dedico. “Soy escritor”, respondo. Sus pupilas se dilatan, tuerce la cabeza, alza los hombros y el blanco de sus dientes reluce todavía más intenso. Es probable que ella ignore si soy el último premio Planeta o el encargado de redactar prospectos para las cajas de medicamentos antidepresivos; tampoco importa demasiado. Por las noches las chicas no buscan abogados ni ingenieros en telecomunicaciones. Por las noches las chicas buscan ascetas, o delincuentes, o las dos cosas a la vez. Como es lógico, el mulo de carga sólo camina por el lado más salvaje de la vida: vivo en pleno centro, toco la guitarra en una banda de punk-rock y con dos licenciaturas me muevo al margen de cualquier convencionalismo. Todavía no he soltado ninguna mentira. No obstante, mis palabras rebotan frente al vacío de nuestra propia estupidez. En un alarde de cortesía propongo tomar una copa que, sobra decirlo, voy a pagar yo. “Una inversión justificada”, pienso. Nos acercamos hasta el ropero y ella cimbra la espalda. Bailemos. ¿Diversión? ¿Regocijo? ¿Esparcimiento? Mucho oficio y muy poca vocación. Nuestras cabezas desbordan serrín aunque jamás perdamos la compostura. (El flash de la cámara de su teléfono móvil también nos considera sofisticadas criaturas modeladas en papel maché). La chica sin nombre me presenta a sus amigas: siesas, demodé, o tan siesas como demodé; aborrezco sus caras y detecto que el sentimiento es mutuo. Utilizando mi diplomacia procuro ignorarlas de un modo sutil. Llevo veinticuatro horas de ayuno e igual que un depredador observo a mi víctima evidenciando gula de coito. Ella sigue sin confesar su verdadero nombre pero mis deshonestas intenciones, lejos de ofenderla, no hacen sino colocar la primera piedra para echar un confuso polvo a cuatro patas. Su cerebro me replica activando la parte más primitiva del instinto animal, la única parte salvable en caso 4


de emergencia, la parte que NO admite medidas preventivas: —¿Qué — te apetece beber? —Eh… — otro zumo de pomelo —responde. Tras la camarera un ejército de botellas alinea sus etiquetas en fila india. Pretendo reivindicar mi turno entre una jauría de oficinistas caducos. Los tipos vociferan obscenidades abrazándose unos a otros. También se esfuerzan por celebrar los presuntos arranques de ingenio que protagoniza su jefe; quizá, así, les suban el sueldo, o les permitan opinar en las juntas, o les metan más turrón en la cesta de navidad. Los ejecutivos actúan como si fueran ministros pensando que su traje barato les da cobertura para ello. Decido renunciar al jodido zumo de pomelo y planeo una coartada que me permita huir hasta mi apartamento en tiempo récord. Me urge bajarme los calzoncillos. Hago por recordar cuántos condones quedan dentro del segundo cajón de la cómoda. El volumen de la música atruena, los oficinetos celebran su particular Carpe Diem y alguien derrama una copa de vodka con Red Bull sobre mi espalda. (¡Joder, puta!). Interiorizo la pose de energúmeno público número uno. Me revuelvo buscando gresca y cuando espero encontrar la cara de un cretino engominado (remangándose los puños de la camisa), el destino me regala otro brindis. Se llama Karen. Su sonrisa de corte suplicante (—lamenta lo ocurrido—) retrae mis huevos en un extremo del corral. Disimuladamente, le escruto desde los tacones a los empastes, evalúo su físico y le confecciono un perfil acorde con su aspecto: se trata de una golfa de Manchester dispuesta a pasárselo bien, tiene actitud, tiene muy poco vocabulario y tiene cara de saber contonear las caderas encima de un colchón. El recuerdo de la chica sin nombre, y su repugnante carácter sin tuétano, se pierde bajo la niebla de mi conciencia anti-balas. Muy al contrario, Karen sí posee encanto propio, es guapa y carece de filtros; ahí radica parte de su atractivo: no exige referencias ni cotejar la calidad de mi semen. (¡Se trata de una inglesa Erasmus! ¡Se trata de lo más parecido a un objeto sexual!) Evitando más preámbulos, me encasqueta la torpe sinopsis de proyectos que la habían arrastrado hasta Madrid... que si terminar la carrera... que si aprender otro idioma... que si emborracharse cinco días a la semana… ¡Uffff! Lógicamente, hay un error. Karen debe haberme con5


fundido con su biógrafo, su albacea o algo parecido a su futuro marido. (¡Y claro que me importa un carajo la úlcera degenerativa de su perrita Chop-Suey!) Decido tragar saliva y advierto que el tamaño de sus senos consigue hacerme perder el Norte, el Sur y la brújula que los señala a ambos. Retiro el flequillo de sus ojos. Nuestras lenguas se enzarzan, una contra la otra, como dos órganos ajenos a la voluntad de sus respectivos propietarios. ¿Quizá un aliento sabor a kebap podría romper la mística? El amor por lo ultra-terreno nos dibuja estigmas sobre las palmas de las manos: los pobres espíritus satisfacemos así nuestras carencias. Formulo la hipótesis de una presunta hégira hasta mi bunker y ella acepta la invitación añadiendo dos nuevas cláusulas en el contrato: 1. “No podré quedar mucha tiempo”. 2. “Mañana yo madrugo pronto” Justifico su miedo. Comprendo que el pudor por mostrar sus estrías le incite a la cautela. Karen se pone el abrigo, coge su bolso y avanza delante mío hacia la salida. Los empujones y la música a todo volumen me inducen un estado de coma gratuito; el olor a sudor disuelto entre quince marcas de colonia diferentes anestesia mi voluntad. Junto a la máquina de tabaco, frente a la pandilla de oficinistas cocainómanos, tropiezo con mi tercer déjà vu consecutivo en la misma noche. Ella sonríe con prudencia igual que la presa ante el cañón de un furtivo; no lleva tatuajes, ni gafas de pasta, ni tampoco tiene una beca Erasmus que justifique sus borracheras. Las luces halógenas resaltan los brillos de su cutis. Las luces halógenas también acentúan lo ridículo de nuestro comportamiento pero eso no supone un obstáculo para que nadie varíe un ápice su conducta. En primer lugar le devuelvo la sonrisa, después arqueo las cejas y por último busco el paquete de tabaco en los bolsillos de la cazadora. Ella abre bien los ojos atestiguando que mi actitud y la situación carecen del más mínimo sentido del glamour. (Enternecedor). Un cigarrillo, sí, gracias, muacks, muacks. —Encantado. — —¿Un — placer?

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